Huayna-pishtanag
Huayna-pishtanag
A don Miguel de Unamuno
I
Un jinete de poncho listado y hongo
negro, hundido hasta las cejas,
desembocó, a toda rienda, en el patio
del caserón de Coribamba, describiendo
una elegante y cerrada curva. Sofrenó a
dos manos al poderoso bruto y se
desmontó de un salto, mientras una
multicolor bandada de palomas caseras,
espantada por la brusca aparición,
estallaba en vuelos estrepitosos,
tejiendo fugaces y concéntricos giros
por encima del sucio bermellón de los
tejados.
Aquel jinete era don Miguel
Berrospi, dueño y señor de esa especie
de feudo enclavado en el estrecho valle
del Huallaga, a unos cuatro kilómetros
de Huánuco, entre la margen izquierda
del turbulento río y las estribaciones de
los Andes, y tajado por la franja
arcillosa que sirve de carretera entre la
muy hidalga e industriosa ciudad de los
coloniales tiempos y esta otra de hoy, la
frígida y metalúrgica capital de Junín.
Don Miguel aparecía trémulo,
demudado, poseído por el vértigo de una
cólera tremenda. Sus ojos, un tanto
oblicuos y crueles, entronerados bajo el
ajimez de unas cejas bravías y
enmarañadas, se habían quedado
inmóviles, con una fijeza estrábica,
como si en esa divergencia visual
hubiese encontrado una válvula de
escape la pasión que en ese instante le
hervía en las entrañas.
Tiró la falda delantera del poncho
hacia atrás, dio dos palmadas violentas,
imperativas, y gritó:
—¿Que no hay nadie aquí? ¡Venga un
diablo cualquiera, inmediatamente!
¿Desde cuándo no sale nadie a
recibirme?
Una docena de perros enormes,
membrudos, de pelaje y tipo
indescriptibles, producto de un
descuidado cruzamiento de sabuesos,
galgos y mastines y quién sabe de qué
otras razas, se precipitó por uno de los
ángulos del patio, en atropellada carga,
ladrando y tarasqueando con furia,
conteniéndose sólo a la vista del amo,
ante el cual se dispersaron mansamente.
A pocos pasos de la apaciguada
jauría, firme, mudo, militarmente
cuadrado, no por obra de una disciplina
de cuartel, sino por razón de la atávica
ley de una servidumbre milenaria, se
erguía un hombre, descubierto, en
solemne actitud de espera.
El amo, luego de repartir unas
cuantas manotadas y puntapiés entre las
más cariñosas y confiadas bestezuelas,
echose atrás el hongo y clavó en el
pobre siervo una mirada escrutadora y
sombría, terminando, después de una
lenta y molestosa pausa, por
interrogarle:
—¿Qué es de Aureliano? ¿Dónde
anda metido ese indio mostrenco?
—Con su yunta, taita.
—¿Con su yunta…? ¡Mientes!
Acabo de verle, al pasar por el camino,
sentado detrás de una carreta de caña
con una de las mozas, con la Avelina.
¿Por qué está ahí la Avelina? ¿No sabes
tú que las mujeres no deben entreverarse
con los hombres en el trabajo? ¿No
sabes tú que no me gustan cabreos en los
cañaverales? ¡Contesta!
—¿Por qué estará, pues, ahí la
Avelina, taita? La Avelina no es
acarreadora de caña, taita.
—¡No me repitas las preguntas! Tú
debes saber por qué está ahí esa moza.
Para eso te he hecho mayordomo de la
hacienda. Para eso te he encargado que
me vigiles todo, ¿has oído?, todo,
especialmente a ese condenado de
Aureliano, a quien voy notando, de poco
tiempo a esta parte, un poco maula para
el trabajo. Y por eso también te prometí
aumentarte el sueldo. ¿No es verdad?
—¡Verdad, taita! Pero Encarna sólo
tiene dos ojos y dos pies. Cuando voy a
los potreros a hacer curar los ganados,
todos los peones que quedan en la caña
se ponen a cabrear con las mozas.
Cuando vuelvo a la caña, los ganaderos
se pegan a las tetas de las vacas a
tomarse la leche, o se meten porai a
despiojarse, o a chacchar, o a latir
como toros para ver quién lo hace más
propiamente. Si voy atrasito de los que
acarrean la caña, para que así arreen
más pronto, los trapicheros descuidan la
molienda y se sientan a hacer chacchita.
Así son todos, taita. Cada uno me está
aguaitando para robar tiempo. ¡Qué
quieres que haga, papacito! Encarna no
puede repartirse…
La franqueza y sencillez del
mayordomo aplacó un tanto la cólera de
don Miguel y una ráfaga de serenidad le
oreó la frente, desarrugándosela.
De buena gana habría limitado su
interrogatorio a lo preguntado, porque,
en realidad, lo que le había enardecido
hasta ponerle fuera de sí y hacerle entrar
al patio de la hacienda de modo tan
atropellado y alarmante, no valía la pena
de que un hombre como él, amo y señor
de todo lo que vivía y se agitaba dentro
de su fundo, descendiera hasta olvidarse
de los respetos que a sí mismo se debía
y cayera en la vulgaridad de un arrebato.
Después de todo, lo que acababa de
ver lo había visto infinidad de veces en
todas las encrucijadas y senderos, detrás
de los tapiales y de las carretas
protectoras, a los bordes de las zanjas y
los surcos, encima de las parvas de trigo
y de los tercios de caña de azúcar, en
los vericuetos del trapiche y en las
penumbras de los patios y los rincones
perdidos de la casa.
El idilio de la pareja amorosa era
ahí, como en todos los campos donde el
cultivo de la tierra obliga a la
promiscuidad de los sexos, un
espectáculo inevitable… Y no había por
qué indignarse de ello. El amor, como
una ley, pesaba por igual sobre todos.
Un soplo de fecundidad flotaba en el
ambiente y se filtraba en las entrañas de
los seres con ardores incontenibles. Y es
que en el campo todo es conjunción
fácil, espasmo, fruto, vida. El día nace y
muere cantando, sin que a la naturaleza
le importen los rigores del tiempo, sin
que las tristes horas invernales ni las
laxantes tufaradas del estío la perturben
en su obra de infinita renovación.
El mismo don Miguel, a pesar de su
aire de huraña continencia y del respeto
que pudiera merecerle su condición de
amo y marido, no podía sustraerse a
aquella ley. Cuántas veces él,
aprovechándose de las largas y
periódicas ausencias de su mujer y de
sus hijos a Huánuco o a Lima, excitado
por la misma libertad en que quedaba,
no arrastró por su alcoba señorial la
púrpura de sus arrogancias y de su
conyugal dignidad. Y en medio de esta
orfandad pasajera, cualquier momento
fue una ocasión y toda ocasión, un
deseo. Bastábale extender la mano para
coger lo que apetecía. Apenas si alguna
esquivez o resistencia, más instintiva
que voluntaria, lograba enardecerle o
interesarle.
Era entonces cuando, al amparo de
la noche, a las llamadas de su voz,
imperativa y rijosa, asomaba por la
entornada puerta del dormitorio una
cabeza femenina, un tanto medrosa o
vacilante, a cuya vista don Miguel, como
la Caperucita del cuento, lleno de
fingida compunción, simulando un
repentino malestar, una vez confiada la
presa y a su alcance, echábase sobre
ella y empezaba a devorarla
irremisiblemente.
Pero una de esas noches aretinescas
el clásico golpe le falló. Al pretender
empuñar por la cintura a la moza que
acudiera a su llamada, un puñetazo
brutal entre los dos ojos le hizo
tambalearse y soltarla, mientras la
esquiva agresora, reculando hasta la
puerta y prendida la faz en ruborosa
indignación, escapaba murmurando:
«¡Para eso me habías llamado, taita! ¡No
está bueno! La Avelina no es polla de tu
corral».
El reproche le cayó sobre el rostro
como un chicotazo.
Todo su orgullo de amo omnipotente
y macho vencedor, alimentado desde
mozo por sus fáciles encuentros y el
suave discurrir de una vida satisfecha y
poco complicada, se le desbordó
vibrante, turbulento, inmisericorde, y,
rebulléndole en las entrañas, se le
escapó por los ojos en una explosión de
cólera y despecho.
Aquello le pareció una enormidad,
una protesta inaudita contra el menos
regateado y más inofensivo de sus
derechos de amo y señor. Jamás le
pasara cosa igual en los veinte años que
venía disfrutando de ellos. Todas, todas,
más o menos, tuvieron siempre la misma
manera de resistirse y de caer. Primero
un azoramiento de oveja, que de repente
viera las fosfóricas y fascinantes pupilas
del tigrillo; luego el zarpazo
desgarrador, bien calculado; en seguida
la tarascada lujuriosa, especie de
succión de pulpo rabioso, que hacía
vibrar y desfallecer a las pobres mozas
ingenuas en involuntarios
estremecimientos y cubrirse los ojos con
las manos, crispadas todavía, en actitud
de vírgenes mancilladas y transidas. Y
luego el triste despertar a una realidad
vacua, insípida, cuando no llena de
indiferencia y olvido.
Entonces todo terminaba para ellas.
Ya no más preferencias en los socorros
y adelantos, ni regalos de baratijas para
las fiestas, ni tolerancias en el servicio,
ni miradas codiciosas en los encuentros
solitarios, ni palmaditas y cachetes,
hipócritamente obispales, a la hora del
saludo matinal. Todo esto quedaba de
repente sustituido por la crispatura de
una leve y cínica sonrisa, en la que tanto
podía haber de satisfacción como de
desencanto.
Las pobres víctimas, ante este
cambio brutal, jamás supieron tener
recriminaciones ni lágrimas. ¡Llorar!
¿Para qué llorar? ¿Acaso lloraban ellas
cuando la peste asolaba sus ganados, o
las plagas arrasaban sus sembríos, o el
rayo y el huaico destruían sus chozas?
¿Y acaso estas violencias eróticas
podían ser peor que todo aquello? Un
amo así, que podía pasar sobre ellas,
roturando la pureza y frescura de sus
vírgenes carnes y ante el cual toda
resistencia habría de resultar, a la larga,
tanto o más calamitosa que los
elementos de la naturaleza contra los
que siquiera hay la esperanza de
evitarlos, por lo mismo que embisten
ciegamente, había que soportarlo con
resignación, en silencio, tal como les
decía, al predicarles, el taita cura en la
capilla de la hacienda, que habían de
recibir los males inevitables.
Había, además, contra aquellas
fuerzas ciegas y terribles el recurso de
la piedad, de la ofrenda, del ruego. Para
eso estaba el jirca siempre vigilante y
pronto a oír y atender las humildes
peticiones de sus devotos ante el cual
los hechizos y los males caían
pulverizados como las arenas de los
ríos; las misas y procesiones de
desagravio; los exorcismos del taita
cura; los lamentos atronadores de la
plegaria colectiva. Un bizcocho, un
cirio, un puñado de coca, un asperges de
chacta bastaban para apaciguar la
cólera de los poderes infernales.
Pero nada, nada había que pudiera
contra los caprichos eróticos y las
cóleras del amo. Para ellas éste
representaba, desde otro punto de vista,
la más poderosa e irresistible de las
fuerzas: la de la costumbre, a la cual ni
los curas, ni los jircas, ni los mismos
santos podían sustraerse.
Y costumbre era la de ceder y
entregarse, después de una leve
resistencia, la suficiente para dejar a
salvo el instintivo pudor femenil, a los
caprichos sexuales del patrón. Así
habían venido haciéndolo sus madres y
las madres de sus madres. Una cadena
interminable de caídas, perpetradas con
asalto y violencia, cuyo número no
podía precisarse, y a través de la cual
los efectos de una bastardía fecunda
llegaban hasta ellas, bajo la forma de
una pasividad silenciosa y sumisa.
Pero en medio de la estoica
resignación con que las mozas parecían
recibir los desvíos de don Miguel,
yendo hasta fingirle un olvido absoluto
del acto violatorio, y a mirar extrañadas
e impasibles los guiños intencionados
con que él, a veces, intentaba
despertarles un recuerdo o insinuarles
una cita, lo que en realidad había era
una rabia sorda, un desdén contenido,
capaces de estallar alguna vez en
llamaradas funestas.
Una rabia y un desdén que no eran
fruto del despecho o del amor, de nada
parecido a este sentimiento. El
despecho, la desilusión, la deslealtad, el
abandono, el olvido, todo este cortejo
doloroso de los amores infelices, no
existían para ellas tratándose del amo.
El hecho de la posesión no les
significaba nada. Si para mujeres de otra
raza y de otro medio, la posesión es un
vínculo más o menos fuerte, más o
menos dulce, que da derechos, más o
menos durables, para ellas no era más
que uno de los tantos tributos de pago
obligatorio, una deuda que, una vez
cancelada, quedaba olvidada para
siempre.
Los derechos del amo no iban, pues,
hasta los misteriosos y sagrados
dominios del corazón. Un hermetismo
inconmovible le cerraba el paso a todo
intento violatorio. Lo único que podían
dar era su cuerpo. El alma, para los
otros, para los suyos, para sus iguales,
para esos que, al amparo de la choza,
entre el calor del fogón mortecino y el
abrigo de las pieles ovejunas, saben,
sólo con la quejumbre monótona de un
canto primitivo, unas cuantas copas de
chacta y una persecución tenaz y
acechadora, hacer vibrar en sus
corazones la oculta cuerda del amor.
Bien estaba que se dieran alguna
vez, que pasaran por el duro trance de
ofrendarse al amo en un acto de
resignación, sometiéndose así a esa
especie de bautismo cruento, del que
salían unas laceradas y sollozantes, y
otras, tristes y deprimidas, y todas con
el sabor amargo de las uniones violentas
y desiguales.
Aquello, más que una
condescendencia, era una derivación del
derecho de propiedad, una como
accesión de la tierra. Ser dueño del
suelo es como ser dueño de todo lo que
en él existe, vive y crece: montes, aguas,
quebradas, bosques, sembríos, chozas,
ganados; y con esto hombres y mujeres.
Todo está a merced de este derecho.
Nada importa que el indio pase, a su
vez, de mero pisante a arrendatario. Esta
forma de posesión no es, bajo el
concepto de la mentalidad india, más
que una gracia, una liberalidad que el
amo puede suprimir en cualquier tiempo.
De ahí las complacencias de la hija
y hasta de la mujer, el odioso sistema de
las gabelas y los mandos, que, como una
maldición, vienen pesando siempre
sobre los hombros del marido y su
descendencia masculina. Y una de las
maneras de aliviar el peso de esta
abrumadora carga y de asegurarse contra
los avances de la rapacidad caciquista
del patrón y de sus capitanes y esbirros,
es esta de la propiciación de sus favores
por medio de la ofrenda carnal.
Lo que, después de todo, no es para
el oferente un verdadero sacrificio. En
el indio el dolor de dar no está en darse
él mismo; está en el desprendimiento o
despojo de sus cosas, en ver pasar a
ajenas manos el más insignificante
producto de su esfuerzo, aún recibiendo
en cambio su legítimo valor. Pero dar
los hombres su trabajo, su
independencia, su libertad, y las
mujeres, su cuerpo, equivale a no dar, en
buena cuenta, nada. El favor pasa y se
olvida. Nada se pierde con él, como no
sea una virginidad inútil. Cierto es que
se corre el riesgo del hijo, pero el hijo
no es una carga que asusta. Aparte de
que el indio vive y medra con poco,
cada hijo representa para él la
posibilidad de un nuevo poder
adquisitivo, de una fuerza más para la
labranza de la tierra, que es la gran
madre del indio.
Era dentro de este estado de cosas,
de este superviviente feudalismo, que el
señor de Coribamba, encastillado ahí
desde hacía veinte años, explotaba sus
tierras, disponiendo de la suerte de un
rebaño de siervos, analfabetos y
sumisos, y cobrando, entre asaltos y
estrupamientos, sus derechos de
pernada.
II
Y las resoluciones de este hombre
eran como sus cóleras: repentinas,
rápidas, inexorables. Con la misma
facilidad con que se irritaba, tomaba una
decisión y la ponía en práctica. No
admitía postergaciones y menos todavía
cuando estaba de por medio uno de sus
caprichos.
Aureliano fue, pues, confinado,
como lo había dispuesto su patrón, a uno
de los cocales de Chinchao. Doce leguas
de cuestas, de quebradas, de torrentes,
de malpasos, de lluvias y nieblas para
llegar hasta ahí. Sobre todo, lo que más
le satisfacía a don Miguel era la
facilidad para dejar a un indio
embotellado en esa especie de destierro
montañés. Sólo había una ruta para ir y
volver, y una sola salida, desde la cual
el tambero del fundo vigilaba, aun sin
querer, a todos los que pasaban por ella.
La montaña de Chinchao es como un
golfo y el camino que conduce a ella,
desde Acomayo, una ceja acantilada, de
curso obligatorio para todos los que van
desde Huánuco. Es forzoso pasar por la
cuesta de Michu, atravesar el Alto de la
Esperanza, descender por el Balcón de
Judas, hacer pascana en Pan de Azúcar
y salvar un largo trecho de terraplén,
fangoso y movedizo verdadero
tremendal antes de desembocar en la
estrecha y tasajeada cuenca del
Chinchao… Frío, niebla, fondos grises y
abismales, por entre los que se adivina
un trajín de gentes silenciosas y se alzan,
como leves surtidores, humos de hogar o
de montes en tala. Toros y caballos que,
más que pastar, parecen lamer las
costras de una tierra eczematosa
moteada de hongos y líquenes,
obstinados en sacarle alguna gota de
jugo para completar su mezquino
sustento. Chozas que pregonan barbarie
y miseria, ruidos que alarman al
supersticioso, murmullos de corrientes
que se precipitan y deshacen en la
oquedad de los abismos.
Más acá, en la orilla del golfo, entre
las arrugas de un plano inclinado, la
osamenta de una capillita, custodiada
por una rústica cruz, tambaleante como
la silueta de un espantapájaros. En el
fondo, sobre el tablero de una plazoleta,
el caserón de San Fermín, la
negociación de don Miguel, uno de los
más valiosos fundos de coca de la
región.
En torno de la casa, pabellones de
anémica blancura, establos y corrales
enmurados de piedra y cactus, un patio
de desmesurada extensión para las
tendidas de la coca y del café; hilos y
postes telefónicos para recibir las
órdenes del amo y enterarle del tiempo y
la cosecha; dos matohuasis[*], un
canchón y un hormigueo de algunas
centenas de hombres durante el día por
los cocales y cafetos. Y al frente de todo
esto, un mayordomo, especie de
administrador y hombre de confianza, y
cuatro caporales para vigilar a la
peonada y una docena de sabuesos y
mastines, para perseguir y coger a los
que pretendieran fugarse. Toda esta ruda
labor, toda esta pobre vida entregada a
un indio semicivilizado, cazurro,
bellacón, de disciplina cuartelera y
rigidez acomodaticia.
Era allí donde la orden de un patrón
arrojaba, quién sabe por qué tiempo, a
un infeliz. Pero Aureliano supo
componérselas para caer bien. Desde el
primer momento el mayordomo le tomó
bajo su protección, a pesar de la ojeriza
con que los montañeses reciben a todo
el que viene de fuera. Un bracero más en
la montaña es una comodidad menos;
unos brazos que suman o multiplican
para el patrón, pero que restan para la
boca de los otros. Porque en la montaña
todo se pesa, se mide, se escatima y se
hace difícil.
A pesar de la carta con que el indio
fuera enviado al mayordomo, éste le
recibió sin prevención cuando le vio
llegar con su atadito a cuestas, su
huallqui[*] y su bordón de chonta,
respirando salud y alegría por todos los
poros de su cuerpo y contestando a sus
preguntas sin ningún embarazo. No le
importó perder el tiempo en sopesarle y
averiguarle por su familia, para
inspirarle así confianza y otearle sus
intenciones. Le tocó, le pulsó y hasta
acabó por olfatearle, ni más ni menos
que un perro, para descubrir todo lo que
podía ocultar y sacarse de él,
concluyendo por tirarle de las orejas, al
saber que era hijo de un viejo amigo
suyo. —¡Buen taita tienes, cholo! Valiente,
leal y trabajador como un macho. Si así
eres tú te voy a distinguir en la ración y
a echarme pajitas en los ojos cuando no
ajuestes todo tu tarea. Porque has de
saber que el patrón Miguel te ha
mandado para que te quedes aquí Dios
sabe por qué tiempo y te compongas. Te
recomienda mucho, y una
recomendación del amo, por si tú no lo
sabes, es peor que el tifus. Del tifus
puedes escapar con tomas y emplastos
de cuy negro, pero de una
recomendación de taita Miguel, ni con
todos los santos de Huánuco.
—¿Y qué te dice el taita Miguel en
la carta?
—¡Ah, sabías que te ha mandado con
carta! —La vi cuando el patrón se la
entregó a uno de los que me ha traído.
—Pues… dice lo de siempre,
cuando algún cholo como tú le fastidia
allá abajo y me lo manda: «Te mando a
ése para que lo endereces, que se ha
torcido un poquito y se ha vuelto medio
rogro[*]. Hazlo trabajar de seis a seis
para que pierda la grasa que se le ha
estado criando con la flojera. Mídele la
ración bien medidita y no le permitas los
domingos estar a pico de botella, ni
chacchar más de una vez. Si no trabaja
bien, ponle al costado uno que lo vigile,
o enciérrale unos días, quitándole la
coca; y si así no se enmienda todavía,
vuélvelo a encerrar y tenlo allí hasta que
aulle y pierda el grito».
Al indio se le enfosforescieron los
ojos y algo feroz cruzó por ellos, pero
tan fugazmente que el mayordomo no lo
advirtió. Conque para eso había sido
mandado allí, bajo la custodia de dos
indios aviesos, que apenas le habían
permitido durante el viaje tomar un
descanso en Carquincho y poner en uno
de los recodos del camino su cruz de
ramitas, para que el jirca de la montaña
le dejara volver y no acabar ahí con sus
huesos.
Y todo ¿por qué? Porque el patrón le
pilló besándose con la Avelina y porque
la Avelina no quería hacer esto con su
patrón.
—¡Carache! Eso dice… Se le ha ido
la mano al taita Miguel. Yo no estoy
descompuesto, te lo juro, ni soy rogro.
Soy el mejor cortador de caña que hay
por allá. La caña más gruesa la corto de
un tajo. En un día aligerado hasta dos
carretadas. ¡Que más! Y todo por un
poco de ración mala y cuarenta
centavos, que casi nunca me los pagan,
porque cada vez que pido algo para ir a
dar una vueltecita por Huánuco, el
patrón saca su librito y me sale con
éstas: «Tú todavía no le has cancelado
tus adelantos a la hacienda; le estás
debiendo más de cincuenta soles, pero
como tú trabajas aquí de firme, te daré
un par de soles para que te emborraches
si quieres…».
—Pero algo grave le habrás hecho
cuando se ha desprendido de ti, siendo
tan buen machetero, como dices, y te me
manda recomendado. Porque sabrás que
aquí sólo vienen a trabajar dos clases de
operarios: los habilitados, traídos a la
fuerza por los enganchadores, y los
recomendados, que manda don Miguel
de Coribamba, para que los corrija. Tú
eres de los recomendados. ¿Qué le has
hecho, pues, al taita Miguel para que te
mande?
—¡Nada! Sino porque me vio
besando a la Avelina.
—¡Huy! ¿Y quién te manda besar lo
que el patrón tendrá reservado para su
gusto? Has hecho una barbaridad.
—¿Cómo iba yo a saberlo? ¿Acaso
la Avelina es una chirriampa[*]?
¿Cuáles son, pues, las mujeres para
nosotros?
El mayordomo se rascó la cabeza,
embarazado por la pregunta, y, después
de meditar un poco sobre la gravedad
del punto sometido a su consideración,
contestó:
—¿Cuáles? Las mujeres como la
Avelina. Son de nuestra misma sangre,
pero cuando son bonitas como ella, se le
encandilan los ojos al misti y quiere
picarlas como los pájaros a la buena
fruta. Un misti enamorado es como el
gavilán cuando ve una nidada de
pollitos. ¿Acaso ignorabas tú que taita
Miguel es el gavilán más pollero de
totas estas tierras? ¡Buena la has hecho!
Y queriendo sonsacarle más al indio,
continuó el mayordomo:
—Falta que te hayas ido más allá del
beso, porque tú tienes mirada de zorro,
indio marrajo, y el zorro a la hora de
comer pollitos es más listo que el
gavilán.
Aureliano, en evocadora actitud,
sonrió maliciosamente.
—Cariñitos no más, taita, cariñitos.
—Cariñitos que no te van a dejar
salir de aquí quién sabe hasta cuándo.
Pero puede que a don Miguel, una vez
que parta el queso y lo saboree y vea
que es como todos, se olvide de la
Avelina y salga de repente mandando
por ti. Pues si eres tan buen cortador de
caña, como aseguras, tiene que
acordarse de ti alguna vez y volverte a
Coribamba.
—No, taita; si me saca de aquí no
vuelvo a cortar caña. Me voy al Cerro,
que allí pagan bien los gringos.
—Pero a los ocho o diez años no
servirás ya para nada. La mina es como
la tarántula; al que lo empuña no lo
suelta hasta que se lo ha chupado todo.
—Cierto, pero los patrones de por
acá son como el trapiche, que lo sueltan
a uno cuando ya es bagazo. En el Cerro
nos acabamos más pronto, verdad, pero
los gringos no nos tocan a nuestras
mujeres ni a nuestras hijas; pagan cuatro
o cinco veces más y no permiten fiestas
ni curas que se lleven todo lo que
ganamos.
—Sí, sí, casi tienes razón,
Aureliano; pero esos ragrapachos nos
desprecian profundamente y nos miran
con asco, ni más ni menos que nosotros
al áñax[*], y esto no lo puede sufrir el
que se siente hombre.
—También los mistis nos asquean,
¿qué te crees?, y disponen de nosotros
peor que si fuéramos mulos. Y si no ¿por
qué estoy yo aquí?
—Hombre, estás aquí por lo que
todos hemos hecho alguna vez, viejos o
mozos, pero tú no has tenido suerte.
—No me quejo del todo. Me parece
que he caído en buenas manos. Mi coca
me ha dicho en el camino que me
recibirías bien; que seríamos amigos y
que no harías con Aureliano como la
tarántula, que has dicho…
—Te echaré no más hilitos para que
no te cimarronees y me dejes ensartado
con don Miguel. Aunque aquí se está
más seguro que en San Agustín. De San
Agustín se sale haciendo foraditos; de
aquí ni con cien cruces que pongas en el
camino.
Aureliano, desparramando la mirada
por el alto y torvo horizonte, sonrió con
incredulidad. «Qué campo no tiene su
puertecita para salir», pensó.
—De veras, no te miento —añadió
formal el mayordomo—. Siempre que
alguno ha intentado escaparse, no bien
ha llegado al Alto de la Esperanza
cuando ya el patrón ha sido avisado por
el alambre. Y entonces es de ver toda la
gente que le echa encima al mostrenco.
Los perros son los primeros que le
echamos por delante.
—Yo no haré eso y si alguna vez lo
hago será para internarme más adentro.
—Peor. El que se mete para adentro
va a dar a la montaña real, donde es
seguro que se lo come el tigrillo o el
puma, o se pierda y, mientras agoniza de
hambre, las utacas[*] lo devoran. ¿Qué
te crees tú, cholito piquipillco[*]? No es
tan fácil como parece salir de aquí. Si
fuera esto una pampa, como allá abajo, o
un valle como el del Huallaga, donde
por cualquier parte arranca uno y llega a
donde desea, todavía. Pero de aquí, de
San Fermín, aún no se ha dicho que se
haya escapado ninguno. Mira, el último
que lo intentó, un cholo chaulán, que no
sabía lo que era el miedo y que, lo
mismo que tú, tenía la idea de irse para
dentro en vez de para fuera, fue cogido
en la montaña de Chiguángala por el
ragrapacho Marconich, un shapra más
malo que Judas, e internado en sus
cocales, donde dicen que lo hizo
trabajar día y noche hasta que echó los
bofes y estiró la pata. Aunque hay quien
asegura que al pobrecito lo hizo sebo
para no sé qué uso. ¿Qué te parece?
El indio se acurrucó sobre sus
talones, sacó una pulgarada de coca y se
puso a chacchar, quedando de pronto
sumido en una especie de nirvana,
mientras el mayordomo, dando una
media vuelta y palmoteando, gritaba a
pulmón lleno:
—¡Mushica! ¡Mushica! ¿Dónde estás
metido, maldito?
—¡A tus órdenes, taita!
—Cuando acabe éste de chacchar,
llévalo al canchón y dile a Liberato que
ai se lo mando para que lo destine al
cocal desde esta tarde. ¡Ah!, no te
olvides de decirle que es recomendado.
III
Pocos meses después de su
confinamiento en San Fermín, Aureliano
era el hombre de confianza de taita
Melecio, el mayordomo. Ayudábale a
hacer las cuentas en la noche de los
sábados, para saber el alcance de cada
operario al fin de la semana. Contábale
las truculentas historietas que oyera a
los viejos labradores del valle
huanuqueño; los chismecillos recogidos
en Coribamba, cuando estuvo al servicio
doméstico del patrón, de los que no
salían bien librados algunos señorones
de la ciudad; las atrocidades sexuales de
don Miguel cuando su esposa doña Rita
lo dejaba solo en la hacienda; las
borracheras de cerveza y chacta en los
días de algún cumpleaños o fiesta
memorable; los trapicheos de las mozas
en los cañaverales y hasta llegó a
hacerle la confidencia de sus amores
con la Avelina, causa de su maldito
confinamiento y de todas las desdichas
que estaba pasando.
—No te quejes, cholo —le
interrumpió el mayordomo, cierto día, al
terminar sus confidencias—. Confiesa
que aquí estás mejor que allá. Bebes y
chacchas conmigo; te permito echarte
bocarriba en la era las tardecitas de sol,
mientras los otros sudan la gota negra en
los cocales. Las tareas que te doy no son
para destroncar a nadie. Cierto que en la
huria no lo has hecho mal y en la poda
tampoco. Creo que con el tiempo lo
harás mejor que todos.
—Y así no quieres dejarme que vaya
a Pipis a ver a mi tío Juancho, ni a
Macora a ver a mi prima Duviges.
—Porque sería comprometerme, y
todos los recomendados me pedirían lo
mismo, y entonces llegaría el día que la
mitad de la gente se mandaría a mudar y
muchos no regresarían. ¿Y qué me iba yo
a hacer entonces? Yo soy cabo
licenciado, como sabrás, y sé lo que es
una orden del superior: es cosa sagrada.
—Cuando se está de soldado, taita
Melecio, pero no de mayordomo. San
Fermín es una hacienda, no un cuartel.
Podrás soltarme un poco el hilito,
cuidando no más que no lo rompa.
—¿Y si te da por tirar fuerte?…
—No hay hilo más fuerte que la
palabra. Si yo te doy la mía, te aseguro
que no me largaré.
—Pero como no me la has dado
hasta ahora…
Y el mayordomo, medio asustado y
arrepentido de la frase que acababa de
decir, se apresuró a rectificarse:
—Y aunque me la dieras. Yo, la
verdad, no te conozco todavía. En tres
meses no se puede leer en la cara de un
hombre como tú. Tu cara me dice una
cosa, pero la carta de don Miguel me
dice otra muy distinta. ¿A cuál, pues,
creer?—Don Miguel sabe decir mentiras
cuando le conviene. En la carta que te ha
mandado ha mentido. ¿Y sabes por qué?
Porque ha querido quedarse solito con
la Avelina. Y eso no está bueno. La
Avelina es india como nosotros, taita
Melecio, y su cariño no puede ser para
un misti, aunque ese misti sea don
Miguel. Estás protegiendo un abuso, una
maldad.
—No, no, yo no protejo nada, ni sé
nada; quiero decir no lo sabía hasta
ahora. Como todos los indios que me
mandan aquí me los mandan por
tramposos o informales, creía que tú
también eras de ésos.
—Yo no soy tramposo, ni habilitado.
Yo he sido primero pongo en
Coribamba, contratado por mi padre
para ayudarle a pagar los mandos, y
después, operario en la caña. No le
debo nada a la hacienda; más bien la
hacienda me debe a mí cerca de un año
de trabajo. En todo este tiempo no se me
ha dado más que comer y uno que otro
solcito para ir a Huánuco a las fiestas.
Si por deudas se manda aquí a la gente,
¿a dónde habría que mandar a don
Miguel por lo que me debe? A ver, di tú,
taita Melecio.
—¡Tatau![*] ¡Todas esas teníamos!
Ya se ve. En los papeles puede decirse
todo lo que se quiera. ¿Así que tú no
eres un mostrenco, ni un rogro, ni un
peleador, ni un piojoso? Y todo esto me
dice de ti don Miguel…
—¡Mala lengua! Rogro dice, y soy el
mejor machetero del cañaveral.
Peleador dice, y todavía no he matado a
nadie, apenas dos o tres cuchilladas a
los que han querido cruzarme con la
Avelina. Piojoso dice, y sé leer y
escribir y sacar una cuenta, como has
visto. Mostrenco dice, y mi padre Conce
tiene cuatro suertes de caña, y seis
yuntas, y siete vacas lecheras, y más de
cien carneros y cabros. ¡Todo eso dice!
…
—¿Y cómo teniendo tu padre lo que
tiene, no te ha reclamado hasta hora, ni
ha buscado por ai quien le haga un
escrito para el juez?
—Qué sabré yo lo que le habrá
contado ese hombre a mi taita para que
no haga nada y me deje por acá. Tal vez
le ha dicho que me he venido con mi
gusto. Porque yo no me vi con mi padre
antes de venir. Me sacaron a la
medianoche de mi chocita, dejándome
apenas tiempo para hacer mi atadito. Y
cuando les pregunté a los dos que se
presentaron montados qué cosa querían,
me respondieron: «Que eches andar por
delante». Y como yo intentara
resistirme, uno de ellos, sacando debajo
del poncho una carabina y apuntándome,
dijo: «Si no obedeces y quieres
escaparte, te meto una bala en tu cabeza.
Tenemos esta orden». No tuve más que
echarme el atado a la espalda, coger mi
bastón y salir andando.
—Y te trajeron en menos de diez
horas. Han podido reventarte en el
camino.
—No tanto como eso. Caminar no
me hace daño. Yo puedo ir desde aquí a
Huánuco y regresar en el mismo día. De
seis a seis me hago quince leguas. Y si
precisa más, más. Yo salí un día del
Cerro a Coribamba, 18 leguas de
espolique del patrón Miguel, y nunca me
dejó atrás. Lo que me hace daño es no
ver a la Avelina, a mi huampa, que es lo
que más quiero en el mundo. Me duele
no saber de ella tanto tiempo. ¿Le habrá
hecho dar una paliza por su padre, don
Miguel? ¿La tendrá encerrada en alguna
bodega o la habrá mandado a las
Concebidas para que le lave a las
madrecitas y el amo se desenoje?
—¡No creas, cholo zonzo! Si don
Miguel está interesado por la moza, ésta
es la hora que no la suelta ni con perros.
Es como el tigrillo, que cuando le echa
al ternero la garra no lo afloja ni aunque
le den en el sobaco. Quién sabe la estará
amansando. Don Miguel es buen
chalán…
Aureliano sintió un desgarrón en las
entrañas, a la vez que algo odioso
cruzaba por su imaginación. Le pareció
ver unas manos de espatulados dedos,
crispados sobre las caderas de una
moza, cuyo rostro esquivaba los besos
de una boca ansiosa de morder. ¿Sería
éste uno de los momentos por el que la
Avelina habría pasado? ¿O habría
preferido ésta matarse, como se lo
ofreció una vez que hablaron de las
persecuciones del patrón? ¿O estaría
más bien entendiéndose con otro, gozada
y abandonada ya por don Miguel y
resignada, como todas, con su suerte?
El indio dejó de chacchar. Se echó
a la espalda el huallqui, que le colgaba
sobre el pecho, con un gesto de desdén,
como si así hubiera querido expresar
que lo que iba a decir era grave y valía
para él más que todas las cosas del
mundo, y escupiendo el bodoque de
coca que había estado rumiando, puso
sobre él un pie y exclamó, uncioso,
dominador, convincente:
—Taita Melecio, déjame ir a ver a
la Avelina una vececita no más, un
sabadito, y te prometo que el lunes, muy
de mañana, estaré de regreso. No me
dejaré ver en el camino. Iré solo por el
chaquinani. Te juro por esta coca que
estoy pisando no chacchar nunca más en
la vida si no cumplo. Puedes matarme
después como un perro donde me
encuentres.
—¡Hum! Lo que me pides,
Aureliano, es muy serio. Si por un acaso
no vuelves, no sólo perdería la
confianza del patrón, sino mi puesto, y
tal vez todos los realitos que estoy
ahorrando y que se los he dejado a él
para que los críe. Y puede que hasta me
haga apalear. Don Miguel no es hombre
que perdona, ya te he dicho.
—Pero ¿quién lo va a saber, taita
Melecio? A la tardecita del sábado me
encargas algo para el cocal que está en
el fondo y yo voy por él, y cuando todos
crean que ya he regresado,
aprovechando de la nochecita, estaré
lejos, hasta el lunes, muy de mañanita,
que estaré otra vez en mi puesto.
—Hombre, son como treinta leguas,
que no sé cómo las harías en día y
medio.
—Por el camino quizás no podría,
taita; pero ya iré cortando. Mira, subo la
cuestita que está al frente, tuerzo a la
izquierda, paso por encima del Alto de
la Esperanza para ir a caer en los
montes de Pillao, y luego, de frente,
cortando siempre el sol, atravieso las
alturas de Matibamba, en seguida cruzo
el río y ahí no más está la casita de la
Avelina, en donde caeré al mediodía.
—Oye, ¿quién te ha dado ese
derrotero? —interrogó el mayordomo
amenazador—. ¿Cómo has podido
saberlo, si es la primera vez que has
entrado a la montaña?
—Mi jirca, taita Melecio, mi jirca.
Una noche que no podía dormir,
pensando en la Avelina, le pedí a mi
jirca que me enseñase un caminito y me
lo enseñó.
—¡Venme con ésas, indio mostrenco!
¡No eres tú mal jirca! —repuso, medio
enojado, taita Melecio y sin poder negar
la exactitud de la ruta que acababa de
indicar Aureliano.
La verdad era que si el indio se
resolvía a fugarse y él descuidaba la
vigilancia, cualquier día iba a quedarse
sin él. Y habría que darse por bien
servido si se iba solo. ¿Cómo no se le
había ocurrido nunca semejante cosa? Y
lo que más le inquietaba era la idea de
que en San Fermín hubiera alguien que
le hubiese dado el derrotero a
Aureliano. ¿Quién podría ser…? Había
que descubrirle y avisárselo al patrón
para que viera la manera de sacarlo de
ahí. Por supuesto que también a
Aureliano. Dos hombres así en el fundo
era suficiente para que cualquier día San
Fermín se quedara sin operarios.
Aureliano, que en espera de la
respuesta definitiva, no le quitaba los
ojos de encima al mayordomo,
perspicaz, intuitivo, se apresuró a
atajarle sus pensamientos.
—No te inquietes, taita Melecio. Yo
no me he ido hasta hora ni me iré sin tu
permiso, porque la Avelina es
precisamente la que aquí me detiene. Si
me voy de fuga, don Miguel me pondrá
paradas antes de que llegue a
Coribamba y sus perros se encargarán
de buscarme y cogerme, y entonces tal
vez perdería a la Avelina para siempre.
Si voy con tu permiso y vuelvo, tomarás
confianza en mi palabra y ya cuando te
pida volver a verla me dejarás. Y así
podrá aguantarme hasta que don Miguel,
viendo que ni yo me muero por acá ni la
Avelina lo consiente, se canse y me deje
salir. O hasta que ella me olvide y me lo
mande a avisar…
—¡No piensas mal, cholo! ¿Dónde
has aprendido tanto? Hablas como un
mismo misti papeluchero.
—Para eso he estado en la escuela
en Huánuco, y he hecho toda la primaria.
¡Qué te crees, taita Melecio! Y, además,
al lado del patrón Miguel se aprenden
muchas cosas. ¡Si supieras todo lo que
hace para que su mujer no se entere de
sus trazas! Y el que ve jugar, aprende.
—Pero, volviendo a lo del
derrotero, ¿por qué no me dices quién te
lo ha enseñado? ¿No ves que si hay aquí
quién lo sepa además de ti, puede
enseñárselo también a otro? Mira que si
no me lo dices te hago encerrar en el
matohuasi y se lo escribo al patrón para
que disponga de ti. Si me lo dices,
quizás me compadezca y cualquier
sabadito de éstos te permita ir a ver a tu
huampa.
—Te juro por mi jirca, taita
Melecio, que el que me lo enseñó me lo
enseñó sin querer, sin intención. Se lo
saqué con mañita.
—¿Y cómo fue eso?
—Fue el otro día, en la era, mientras
el erero, a la vez que tendía yo el café
para que se asolease, escogía los granos
más colorados y les chupaba la mielcita.
«Te gusta», me preguntó, viendo que yo
me saboreaba después de chupar uno.
«Muy rico», le dije. «Pues no hay nada
como la coca y estos granitos para
darles fuerza a las piernas», volvió a
decir. Y siguió: «Cuando yo era mozo
como tú, antes de emprender viaje desde
Macora a Matibamba, donde tenía mi
terrenito, cargaba bien mi huallqui de
coca y de granitos mi bolso, y me
lanzaba por el chaquinani, un ratito
chupando y otro ratito chacchando. ¡Una
dicha, Aureliano! Me hacía las doce
leguas, de seis a seis, sin sentirlas». Y
como yo le dijera: «Perdona, taita
Pedrucho, que te diga que eso no puede
ser. De Macora al valle de Matibamba
hay muchas leguas. Así he oído decir».
Entonces me contestó, medio molesto:
«¡Bruto! ¡Tú qué sabes! Será por la
carretera, pero no por donde yo iba. Yo
conozco toda esta montaña como mis
manos, y cuando yo quería ir de una
parte a otra no tenía más que tomar la
altura, ver de dónde me soplaba el
viento, aguaitar las nubes para
descubrirles las intenciones a esas
malditas y que no fueran a destaparse
cuando yo estuviese en el fondo de la
quebrada, y buscarle la cara al sol, que
no siempre se deja ver aquí, para enfilar
el rumbo. Lo demás corría de mi cuenta.
Tomaba la línea derecha todo lo que
podía y allá me iba yo cortando,
cortando, cortando hasta pisar mi
terrenito». Y concluyó diciendo:
«Macora está ahí y Matibamba allá,
detrás de ese cerro». «Bueno», dije yo
otra vez; «todo está bien para dicho,
taita Pedrucho. De Macora podías tomar
la línea porque alguno te la ha enseñado,
pero ¿cómo podrías tomarla de aquí si
nunca has hecho el viaje, ni te has
encaramado en aquel cerro?». «No
importa», me respondió, más molesto
todavía. «Yo no necesito subir hasta allí.
Suficiente con que sepa por dónde sale
el sol por aquí y por dónde se mete». Y
tomando una varita, taita Pedrucho se
puso a hacer unas rayas en el suelo,
diciendo: «Fíjate; aquí están los cocales
de San Fermín. Por aquí se sube al cerro
que está al frente. Detrás del cerro,
mirando a la izquierda, está Pan de
Azúcar; de ahí, siguiendo por
chaquinani, se alcanza a ver la montaña
de Pillao; de Pillao bajas a Acomayo,
dejándolo un ladito. Luego, cortando
sol, sigues y sigues de frente hasta que
topas con alturas de Matibamba, y ahí no
más, abajito, está la casa de la hacienda
con sus eucaliptus, que se divisan desde
bien lejos, y más allá, el Huallaga. ¿Qué
más?».
—Cierto, ésa es la ruta para el que
no quiere ir por el camino real --
murmuró, medio contrariado y reticente,
el mayordomo—. Pero hay el riesgo de
quedarse perdido por ahí. Mucho monte,
mucho bejucal, muchas quebradas. Y
también tigrillos. Yo lo hice una vez y no
me quedó ganas.
—Cuando hay al otro lado una mujer
que nos está esperando, el camino se
hace corto, taita Melecio, y no hay
pierde. Haz la prueba conmigo y verás
que voy y vengo en un instantito y sin
que me suceda nada. Te doy mi palabra.
En la cara del mayordomo se esbozó
una ironía. «Te doy mi palabra»… ¿Qué
podía valer la palabra de un indio como
Aureliano? ¿Desde cuándo los indios
como él tenían palabra? ¿Acaso la
palabra no les servía a ellos para
engañar? Todos los recomendados que
ahí tenía, ¿no se los habían mandado
precisamente por no tener palabra, por
no haber sabido cumplirla y haberse
valido de ella para sacarle a don Miguel
adelantos con la intención de no
pagárselos nunca con su trabajo? ¿Y por
qué este indio de ahora no habría de
seguir la regla?
Todas estas reflexiones se le
atropellaron en la mente al irresoluto
mayordomo. Pero resolviéndose al fin,
acercó su rostro al de Aureliano, quien,
rígido como una estatua, esperaba la
respuesta decisiva y dijo, después de
cerciorarse de que nadie les espiaba:
—Bueno; el sábado, después del
trabajo, cuando estén ya todos comidos
y recogidos en el galpón, te vas al
corral, y de ahí verás tú lo que haces.
Pero el lunes, muy tempranito, en tu
puesto. Si no cumples, mejor
desbarráncate por ahí, escóndete para
siempre en una cueva, déjate comer del
puma, o de las utacas, o que te trague el
jirca, porque yo te busco hasta el cabo
del mundo, y donde te encuentre te como
las entrañas. Ya sabes. Con taita
Melecio no se juega. Por algo tengo aquí
más de diez bandidos a mi custodia. Yo
adivino el pensamiento, y como he
adivinado que el tuyo no me miente, te
voy a dejar ir. Si te ves con tu padre,
dile que este favor que te hago a ti es
por cuenta de los que él me prestó
cuando yo caballeaba por Chaulán y me
perseguían los milicos. Goza de la
Avelina si puedes, pero ruégale a tus
jircas que no salga con bulto, porque si
sale, ¡tatau!, que le hace comer el hijo
don Miguel.
—Ya te he jurado, taita Melecio,
volver. Una vez no más promete el
hombre de palabra. Que el Señor de los
Cielos me guíe, que el ángel de mi
guarda me acompañe, que mi jirca no
me abandone…
Y después de estrecharse rudamente
la diestra los dos indios, unidos para
siempre por el vínculo de una promesa
solemne, se separaron bajo el
recogimiento de una tarde moribunda y
al son de los bramidos fanfarrones del
Chinchao.
IV
La escapada sabática se repitió una
vez más. La primera fue para la Avelina,
más que una sorpresa, un suceso
presentido y aguardado con fe, porque
ella sabía de todo lo que era capaz su
indio. Aunque no lo esperaba tan pronto
y menos en la forma cómo se la explicó
Aureliano.
Ella hubiera querido, una vez juntos,
no separarse más e irse de Coribamba
para siempre; alejarse de esta tierra
maldita y refugiarse con su Aureliano
aunque fuera en la soledad de las punas,
aunque tuviera que comer sólo yerbas, y
con un solo pellejo para dormir, y una
sola manta para cubrirse. Todo esto era
preferible a las persecuciones
libidinosas de don Miguel, a su sonrisa
de sátiro, que tanto daño le hacía; a los
jalones que le daba a hurtadillas con sus
manazas peludas, como las de un mono,
y pecosas como un huevo de pava. Y
aunque ella se sentía fuerte para
resistirse a sus violencias, no dejaba de
temer que concluyera al fin por recurrir
a algún recurso odioso para someterla a
su capricho.
No en vano había conseguido, con
pretextos, que su padre la retirase del
trabajo del campo y la pusiera a su
servicio. Cualquier día, en una de las
tantas veces que se quedaba sola en el
caserón, iba a armarle alguna trampa,
don Miguel. Así lo había hecho con
otras que habían sabido resistirse.
¿Por qué, pues, Aureliano no había
querido aceptar la propuesta de la fuga
en la primera de sus entrevistas? ¿Por
qué le salió con eso de su palabra? ¿Qué
palabra era ésa, que después de
permitirle juntarse con ella por unas
cuantas horas, los separaba luego tan
cruelmente, en lo mejor de su dicha y
quién sabe si para no volverse a ver?
¿Acaso Aureliano era misti para dejarse
amarrar por las palabras, para
respetarlas cuando a ellos nadie les
respetaba y cualquiera se creía con
derecho a disponer de su libertad y de
sus bienes?
Pero tuvo que ceder y conformarse.
Los ojos de Aureliano le impusieron. En
ellos vio, a la vez que el agradecimiento
por una felicidad hondamente
saboreada, una promesa para más tarde.
La promesa de algo que al fin llegaría
para unirlos definitivamente. Aureliano
no era de esos indios medrosos y que
miraban de soslayo ante las amenazas
del patrón. No, Aureliano era de los que
miraban de frente a los mistis. Así lo
había visto mirar y hablar a don Miguel
cuando éste se presentaba en los
cañaverales a inspeccionar el trabajo, o
en el patio de la hacienda, a la hora del
ajuste de los socorros.
Sin embargo, esa conformidad no
iba a ser ya posible. El día anterior don
Miguel se le había quedado mirando
fijamente y le había dicho, con un aire
de malicia que la inquietó bastante:
—¿Qué te pasa? Noto que te estás
inflaqueciendo por arriba y engordando
por abajo. Yo creo que tú te has dado un
atracón de indio, y como sea cierto te
hago desnudar en el corral y que te
suelten los perros. En mi casa no
consiento porquerías…
—Las tuyas no más, taita…
—¿Qué estás diciendo, india
malagusa[*]? Pues ahora mismo me vas
a confesar lo que tienes.
—Nada tengo que confesarte.
¿Acaso eres tú mi padre, acaso eres tú
mi marido, acaso eres tú siquiera mi
taita cura…?
—Si no me dices la verdad te
cuelgo.
—¡Aunque me colgaras, abusivo!
¿Qué te voy a decir si yo misma no sé lo
que tengo? Tal vez la pena de lo que has
hecho con el pobre Aureliano, que lo
has mandado a la montaña. La pena
enflaquece. ¿Qué te crees que nosotras
no sentimos también? ¿Cómo quieres
que esté alegre y sana como antes, si me
has quitado lo que más quiero?
—¡Ah, ésas teníamos! ¿Y no sabes tú
que yo no era gustoso de que le gustaras
a Aureliano? ¿No sabes tú que yo
también te quiero para mí, para mí solo,
india malagradecida?
—¡Tatau! ¿Qué estás diciendo,
taita? ¿Has olvidado que eres
cuchiguatu[*]? Y el cuchiguatu mancha
y ensucia para toda la vida a la mujer
que toca. La fataliza para siempre. ¿Para
qué te casaste, pues? ¿Para qué tienes
mujer, pues? ¿No te basta la que tienes,
tan hermosa? ¿Qué vale la Avelina junto
a ella? La Avelina apenas sabe hablar,
apenas sabe vestir, apenas sabe leer.
¿No has reparado, taita Miguel, en tu
mujer? Ésa es más linda que todas las
mujeres de Huánuco, más linda que una
virgen…
Don Miguel sonrió muy sutilmente al
oír esta femenil apreciación, sincera y
justa en el fondo, y a pesar de la cólera
que desde tiempo atrás lo poseía, no
pudo menos que replicar:
—¡Está bien! Quiero creerte lo que
me dices: que no hay nada de lo que he
pensado de ti. Pero, óyeme bien, si me
estás ocultando algo malo y lo descubro,
ese día será el último de tu vida y de la
de Aureliano.
Este incisivo y cortante diálogo,
sostenido de un lado con toda la
soberbia y jactancia del fuerte, y del
otro, con la astucia y firmeza de una
voluntad indomable, bajo la fronda de
los naranjos de un jardín opulento, fue
como una voz de alerta para el corazón
de la moza agobiada ya por los síntomas
de una maternidad apenas disimulable.
Había que hacer algo, resolverse
antes de que el amo, brutal, dispusiera
de su suerte y de la del ser que palpitaba
en sus entrañas. Por eso en esta vez, al
ver entrar furtivamente a Aureliano a su
habitación, donde solía esperarlo los
domingos, después del mediodía, de
antuvión, esquivándole sus caricias,
díjole sollozante, nerviosa, azorada,
como si detrás de la puerta que acababa
de cerrar su amante estuviera alguien
espiándoles:
—Aureliano, no te confíes. El patrón
Miguel está malicioso. La otra tarde se
quedó mirando mi barriga y parece que
le disgustó. Me ha amenazado con
echarme los perros si descubre lo que
está pasando entre nosotros. ¿Qué
haremos, pues?
—No creo que te los eche. El patrón
puede mucho, verdad, hace lo que quiere
en sus tierras también; pero en Huánuco
hay justicia. Ya no se abusa por aquí
como antes. Te ha dicho eso por
asustarte, porque le confieses.
Confiésale, pues, mañana en un papel y
ponle que el hijo es mío y anda a
Huánuco a ampararte en la casa del juez
Arbuja, al que se lo contarás todo. Es
juez que no le tiene miedo a los mistis y
se encara hasta con los prefectos cuando
abusan, y los hace enjuiciar, como a ese
milico de cabeza colorada.
—Y tú ¿cómo te quedas? Si yo me
escapo, cuando tú regreses a la montaña
quién sabe qué hará contigo. A no ser
que ya no pienses volver y te quedes
escondido por aquí.
—Eso sería si yo me durmiera --
gritó desde afuera una voz, al mismo
tiempo que la puerta se abría,
descerrajada de un empellón.
Era don Miguel, quien, avisado por
sus espías, apostados desde días antes,
disimuladamente, en torno de la
hacienda, de que el indio acababa de
penetrar a la casona por los corrales, se
apresuró a seguirle hasta la habitación
de la moza y ponerse a escuchar detrás
de la puerta, en rebajante actitud.
El indio, lleno de una fiereza
insospechada, se irguió retador, mientras
don Miguel, contenido por tal gesto, en
el que vislumbrara un peligro,
retrocedió unos pasos, intentando
desenfundar el revólver que llevaba al
cinto.--
Deja quieto tu revólver, taita
Miguel —guturó, impositivo, Aureliano
a la vez que blandía su tremendo bordón
—. Si no obedeces te rompo tu brazo, y
si gritas, te abro tu cabeza antes que
venga tu gente piojosa.
—¡Bien! Veo que no eres tan tonto
como parecías —respondió don Miguel
achicado y fingiendo tomar a broma la
amenaza—. Sal, pues, y vete lejos,
donde yo no vuelva a verte y tenga que
acordarme de esta insolencia tuya.
—Bueno, me iré, pero llevándome a
la Avelina por delante, que a eso he
venido. La Avelina es mi mujer y el hijo
que tiene en su barriga, mío. Por eso no
ha querido aceptarte, ¡cuchiguatu! La
Avelina no es como las otras mozas de
tu fundo, que al menor empujón que les
das se dejan caer y quitar lo que tienen
más tapado.
—¡Cállate, indio hijo de perro! No
abuses de mi paciencia, porque puedo
reducirte a polvo. ¿No sabes tú que yo
soy aquí el que manda? ¿No sabes tú que
todo lo que hay en estas tierras, hasta los
piojos que ustedes comen, es mío? ¿No
sabes tú que lo que te han enseñado en
la escuela me lo debes a mí?
—Sí, una escuela donde el preceptor
enseña mentiras que sólo a ti te sirven,
ni más ni menos que las del cura que
viene todos los domingos a decir su
misa y a comerse después tu comida y
beberse tu vino. ¿Qué te crees tú que
Aureliano no le ha dado vueltas a todas
esas mentiras? ¿Hasta cuándo vamos a
estar consintiendo que nos quites todo,
hasta las mujeres? ¿Por qué has de andar
detrás de las que no te quieren? ¿No
tienes bastante con la tuya?
Don Miguel se exaltó. Era
demasiado lo que oía para dicho por un
indio, que no sólo era su siervo, su cosa,
su bestia de trabajo, sino su protegido,
según criterio suyo. Retrocedió
rápidamente, para ponerse fuera del
alcance del indio, y, con pasmosa
habilidad, desenfundó el revólver, pero
no bien saliera éste a relucir, cuando un
certero golpe en el brazo se lo hizo
saltar por el aire.
—¡Encarnación!, ¡Encarnación! --
gritó don Miguel—, suelta a los perros y
échalos por acá. ¡Pronto!
El indio no esperó más. Salvó la
puerta de un salto y se lanzó a carrera
abierta por los corredores y pasadizos
del pétreo caserón, en pos de la salida, a
la vez que procuraba evitar el encuentro
con la jauría feroz, que ya sentía latir, y
a la cual el mayordomo iba azuzando
con estas voces:
—¡Busca!, ¡busca! ¡Cómetelo,
cómetelo, cómetelo!…
—¡Por ahí no, bestia! —rugió
rabiosamente don Miguel, desde uno de
los corredores, con el brazo derecho
alicaído y el revólver en la izquierda, en
son de disparar—. Ha tirado para los
corrales. Que te acompañen Glicerio y
Jacinto, que tienen buenas piernas, y
atájalo en la quebrada, si logra llegar
hasta allí, y si lo cogen, tráiganmelo,
aunque sea en pedazos.
La Avelina, que también saliera
corriendo detrás, aunque sin rumbo, sin
propósito fijo, pues la terrible escena la
había dejado semialelada, al oír la
salvaje orden del amo corrió en
dirección al barranco que cerraba el
fondo del jardín, con el ánimo de
despistar a la jauría, consiguiéndolo
casi por un momento, desviándola hacia
ese punto y obligándola a detenerse
frente al precipicio, para luego
retroceder, dándole así tiempo al
perseguido para escapar.
Pero no bien había concluido la
Avelina de cruzar el jardín, cuando don
Miguel, saliéndole al paso, le gritó:
—¡Regrésate, india bribona, y anda
a esperar a tu cuarto, hasta que yo vaya a
ajustarte las cuentas! ¡Cochina!
—¡Nunca! Quiero ver lo que van a
hacerle al pobre Aureliano. Si lo traen
como has dicho, me tiro en el trapiche
para que me muela y se te quede maldito
para siempre.
Don Miguel se aproximó, y al ver de
cerca la fiera resolución de la india, su
incitante gravidez y la bruñida y dorada
belleza de su aguileño rostro, sintió
renacer, más pujante que nunca, su
sensual codicia, y más avasallador lo
que él tuviera siempre por un simple
capricho, pero que, bien mirado, era
realmente una pasión turbulenta, y
exclamó, conciliador:
—Oye, Avelina, si me aceptas y vas
esta noche a dormir conmigo, te prometo
olvidar todo lo que me ha dicho y hecho
Aureliano, y te ofrezco ponerte en
Huánuco una casa para ti solita.
—¡Eso quisieras, abusivo! Quédate
con tu casa y déjame a mi Aureliano. Yo
no soy gallina de tu corral, ya te dicho, y
el hijo que llevo en mi barriga no me lo
perdonaría jamás…
Iba a responder don Miguel, cuando
las voces de unas mujeres, que llegaban
corriendo a avisarle lo que acababa de
pasar en la quebrada con Aureliano, se
lo impidieron.
—¡Taita Miguel, taita Miguel!, tus
perros han cogido a Aureliano allá
abajo y se lo están comiendo. ¡Ya ni
respira el pobrecito!
—¿Verdad? —preguntó
sombríamente el patrón, al ver que entre
las mujeres aparecía el mayordomo.
—¡Verdad, taita! Al saltar el indio la
cerca del corral de los ganados, se
desnucó y los perros lo remataron. No lo
pude impedir. Ahí te lo traen para que lo
veas. La Avelina se retorció de dolor ante
la funesta noticia y en su túrgido vientre
estalló una vibración, que fue a morir en
las ampulosas combas del seno.
¿Muerto?, pensó. ¿Muerto el hombre
que acababa de tenerla en sus brazos,
ése que cada quince días, por sólo estar
con ella unas horas, venía desde tan
lejos, desafiando al tigre y al puma, a
las víboras, a la tempestad, a los
precipicios, a los torrentes y a la
terrible cólera del señor de Coribamba,
el más terrible taita de esas tierras?
¿Qué iba a ser de ella sin él? ¿Quién la
ampararía en adelante y la ayudaría a
cuidar y mantener a su guagüita, ésa que
la rebullía en ese instante en las
entrañas, como una protesta contra la
brutalidad de un amo implacable?
Su soliloquio fue interrumpido por
la aparición de un cortejo abigarrado y
doliente, a cuya cabeza cuatro jayanes,
medio cimbrados, avanzaban
conduciendo en una manta un bulto
invisible. Detrás, labriegos con
lampas[*] al hombro y mujeres
ligeramente encorvadas por el peso
inevitable de sus críos, colgados a la
espalda, todas ellas gimoteantes,
lacrimosas, hiperbólicas en su dolor, y
seguidas de chiquillos astrosos y de
perros babeantes, que eructaban
acecidos, teñidas en sangre las
remangadas narices y en un incesante
vaivén de fieras insaciadas.
—Aquí te traemos, taita, a Aureliano
—prorrumpió uno de los jayanes,
posando en tierra la fúnebre carga—.
Está bien muerto el pobrecito, pero no
hemos sido nosotros sino tus perros.
Don Miguel alzó maquinalmente la
diestra y se descubrió, mientras la
Avelina, lívida, mortal, ceñuda,
enigmática, después de cerciorarse, con
una mirada sondeante, de la dolorosa y
tremenda verdad, comenzó a gritarle,
con toda la rabia de su impotencia:
—¡Maldito! ¡Que tu boca no pueda
comer más! ¡Que tus ojos se te
revienten! ¡Que tu corazón se hinche y se
pudra! Me has matado a mi Aureliano
porque no te he querido. Pensarás que
quedándote tú solo voy a ensuciar mi
cuerpo contigo. ¡Cuchiguatu del diablo,
quédate ahí con tus pongos, con tus
caballos, con tus perros, con tus
mancebas! Yo me voy para siempre
jamás. Aureliano me llama. ¡Ahí está
Aureliano, ahí está!
Y como fascinada y atraída por algo
visible sólo para ella, la moza tendió los
brazos y echó a correr hacia el jardín, a
la vez que gritaba:
—¡Allá voy, allá voy, Aureliano!
¡Allá voy! ¡Recibe a tu Avelina, que va
con tu guagüita!…
El amo intentó atajarla, intuyendo,
posiblemente, el propósito de la india,
pero ésta, sorteando a sus perseguidores
llegó hasta el borde del escarpado
barranco que cerraba el jardín, y sin
detenerse, sin vacilar, se lanzó al
abismo.
Desde entonces, cuando un indio se
ve precisado a cruzar por el fondo de la
quebrada, que ciñe, en un abrazo de
piedra, la meseta sobre la que se yergue
la casona de Coribamba, se santigua y
murmura:
—¡Barranco de la Huaynapishtanag![*]
¡Pobrecita la Huaynapishtanag!
A don Miguel de Unamuno
I
Un jinete de poncho listado y hongo
negro, hundido hasta las cejas,
desembocó, a toda rienda, en el patio
del caserón de Coribamba, describiendo
una elegante y cerrada curva. Sofrenó a
dos manos al poderoso bruto y se
desmontó de un salto, mientras una
multicolor bandada de palomas caseras,
espantada por la brusca aparición,
estallaba en vuelos estrepitosos,
tejiendo fugaces y concéntricos giros
por encima del sucio bermellón de los
tejados.
Aquel jinete era don Miguel
Berrospi, dueño y señor de esa especie
de feudo enclavado en el estrecho valle
del Huallaga, a unos cuatro kilómetros
de Huánuco, entre la margen izquierda
del turbulento río y las estribaciones de
los Andes, y tajado por la franja
arcillosa que sirve de carretera entre la
muy hidalga e industriosa ciudad de los
coloniales tiempos y esta otra de hoy, la
frígida y metalúrgica capital de Junín.
Don Miguel aparecía trémulo,
demudado, poseído por el vértigo de una
cólera tremenda. Sus ojos, un tanto
oblicuos y crueles, entronerados bajo el
ajimez de unas cejas bravías y
enmarañadas, se habían quedado
inmóviles, con una fijeza estrábica,
como si en esa divergencia visual
hubiese encontrado una válvula de
escape la pasión que en ese instante le
hervía en las entrañas.
Tiró la falda delantera del poncho
hacia atrás, dio dos palmadas violentas,
imperativas, y gritó:
—¿Que no hay nadie aquí? ¡Venga un
diablo cualquiera, inmediatamente!
¿Desde cuándo no sale nadie a
recibirme?
Una docena de perros enormes,
membrudos, de pelaje y tipo
indescriptibles, producto de un
descuidado cruzamiento de sabuesos,
galgos y mastines y quién sabe de qué
otras razas, se precipitó por uno de los
ángulos del patio, en atropellada carga,
ladrando y tarasqueando con furia,
conteniéndose sólo a la vista del amo,
ante el cual se dispersaron mansamente.
A pocos pasos de la apaciguada
jauría, firme, mudo, militarmente
cuadrado, no por obra de una disciplina
de cuartel, sino por razón de la atávica
ley de una servidumbre milenaria, se
erguía un hombre, descubierto, en
solemne actitud de espera.
El amo, luego de repartir unas
cuantas manotadas y puntapiés entre las
más cariñosas y confiadas bestezuelas,
echose atrás el hongo y clavó en el
pobre siervo una mirada escrutadora y
sombría, terminando, después de una
lenta y molestosa pausa, por
interrogarle:
—¿Qué es de Aureliano? ¿Dónde
anda metido ese indio mostrenco?
—Con su yunta, taita.
—¿Con su yunta…? ¡Mientes!
Acabo de verle, al pasar por el camino,
sentado detrás de una carreta de caña
con una de las mozas, con la Avelina.
¿Por qué está ahí la Avelina? ¿No sabes
tú que las mujeres no deben entreverarse
con los hombres en el trabajo? ¿No
sabes tú que no me gustan cabreos en los
cañaverales? ¡Contesta!
—¿Por qué estará, pues, ahí la
Avelina, taita? La Avelina no es
acarreadora de caña, taita.
—¡No me repitas las preguntas! Tú
debes saber por qué está ahí esa moza.
Para eso te he hecho mayordomo de la
hacienda. Para eso te he encargado que
me vigiles todo, ¿has oído?, todo,
especialmente a ese condenado de
Aureliano, a quien voy notando, de poco
tiempo a esta parte, un poco maula para
el trabajo. Y por eso también te prometí
aumentarte el sueldo. ¿No es verdad?
—¡Verdad, taita! Pero Encarna sólo
tiene dos ojos y dos pies. Cuando voy a
los potreros a hacer curar los ganados,
todos los peones que quedan en la caña
se ponen a cabrear con las mozas.
Cuando vuelvo a la caña, los ganaderos
se pegan a las tetas de las vacas a
tomarse la leche, o se meten porai a
despiojarse, o a chacchar, o a latir
como toros para ver quién lo hace más
propiamente. Si voy atrasito de los que
acarrean la caña, para que así arreen
más pronto, los trapicheros descuidan la
molienda y se sientan a hacer chacchita.
Así son todos, taita. Cada uno me está
aguaitando para robar tiempo. ¡Qué
quieres que haga, papacito! Encarna no
puede repartirse…
La franqueza y sencillez del
mayordomo aplacó un tanto la cólera de
don Miguel y una ráfaga de serenidad le
oreó la frente, desarrugándosela.
De buena gana habría limitado su
interrogatorio a lo preguntado, porque,
en realidad, lo que le había enardecido
hasta ponerle fuera de sí y hacerle entrar
al patio de la hacienda de modo tan
atropellado y alarmante, no valía la pena
de que un hombre como él, amo y señor
de todo lo que vivía y se agitaba dentro
de su fundo, descendiera hasta olvidarse
de los respetos que a sí mismo se debía
y cayera en la vulgaridad de un arrebato.
Después de todo, lo que acababa de
ver lo había visto infinidad de veces en
todas las encrucijadas y senderos, detrás
de los tapiales y de las carretas
protectoras, a los bordes de las zanjas y
los surcos, encima de las parvas de trigo
y de los tercios de caña de azúcar, en
los vericuetos del trapiche y en las
penumbras de los patios y los rincones
perdidos de la casa.
El idilio de la pareja amorosa era
ahí, como en todos los campos donde el
cultivo de la tierra obliga a la
promiscuidad de los sexos, un
espectáculo inevitable… Y no había por
qué indignarse de ello. El amor, como
una ley, pesaba por igual sobre todos.
Un soplo de fecundidad flotaba en el
ambiente y se filtraba en las entrañas de
los seres con ardores incontenibles. Y es
que en el campo todo es conjunción
fácil, espasmo, fruto, vida. El día nace y
muere cantando, sin que a la naturaleza
le importen los rigores del tiempo, sin
que las tristes horas invernales ni las
laxantes tufaradas del estío la perturben
en su obra de infinita renovación.
El mismo don Miguel, a pesar de su
aire de huraña continencia y del respeto
que pudiera merecerle su condición de
amo y marido, no podía sustraerse a
aquella ley. Cuántas veces él,
aprovechándose de las largas y
periódicas ausencias de su mujer y de
sus hijos a Huánuco o a Lima, excitado
por la misma libertad en que quedaba,
no arrastró por su alcoba señorial la
púrpura de sus arrogancias y de su
conyugal dignidad. Y en medio de esta
orfandad pasajera, cualquier momento
fue una ocasión y toda ocasión, un
deseo. Bastábale extender la mano para
coger lo que apetecía. Apenas si alguna
esquivez o resistencia, más instintiva
que voluntaria, lograba enardecerle o
interesarle.
Era entonces cuando, al amparo de
la noche, a las llamadas de su voz,
imperativa y rijosa, asomaba por la
entornada puerta del dormitorio una
cabeza femenina, un tanto medrosa o
vacilante, a cuya vista don Miguel, como
la Caperucita del cuento, lleno de
fingida compunción, simulando un
repentino malestar, una vez confiada la
presa y a su alcance, echábase sobre
ella y empezaba a devorarla
irremisiblemente.
Pero una de esas noches aretinescas
el clásico golpe le falló. Al pretender
empuñar por la cintura a la moza que
acudiera a su llamada, un puñetazo
brutal entre los dos ojos le hizo
tambalearse y soltarla, mientras la
esquiva agresora, reculando hasta la
puerta y prendida la faz en ruborosa
indignación, escapaba murmurando:
«¡Para eso me habías llamado, taita! ¡No
está bueno! La Avelina no es polla de tu
corral».
El reproche le cayó sobre el rostro
como un chicotazo.
Todo su orgullo de amo omnipotente
y macho vencedor, alimentado desde
mozo por sus fáciles encuentros y el
suave discurrir de una vida satisfecha y
poco complicada, se le desbordó
vibrante, turbulento, inmisericorde, y,
rebulléndole en las entrañas, se le
escapó por los ojos en una explosión de
cólera y despecho.
Aquello le pareció una enormidad,
una protesta inaudita contra el menos
regateado y más inofensivo de sus
derechos de amo y señor. Jamás le
pasara cosa igual en los veinte años que
venía disfrutando de ellos. Todas, todas,
más o menos, tuvieron siempre la misma
manera de resistirse y de caer. Primero
un azoramiento de oveja, que de repente
viera las fosfóricas y fascinantes pupilas
del tigrillo; luego el zarpazo
desgarrador, bien calculado; en seguida
la tarascada lujuriosa, especie de
succión de pulpo rabioso, que hacía
vibrar y desfallecer a las pobres mozas
ingenuas en involuntarios
estremecimientos y cubrirse los ojos con
las manos, crispadas todavía, en actitud
de vírgenes mancilladas y transidas. Y
luego el triste despertar a una realidad
vacua, insípida, cuando no llena de
indiferencia y olvido.
Entonces todo terminaba para ellas.
Ya no más preferencias en los socorros
y adelantos, ni regalos de baratijas para
las fiestas, ni tolerancias en el servicio,
ni miradas codiciosas en los encuentros
solitarios, ni palmaditas y cachetes,
hipócritamente obispales, a la hora del
saludo matinal. Todo esto quedaba de
repente sustituido por la crispatura de
una leve y cínica sonrisa, en la que tanto
podía haber de satisfacción como de
desencanto.
Las pobres víctimas, ante este
cambio brutal, jamás supieron tener
recriminaciones ni lágrimas. ¡Llorar!
¿Para qué llorar? ¿Acaso lloraban ellas
cuando la peste asolaba sus ganados, o
las plagas arrasaban sus sembríos, o el
rayo y el huaico destruían sus chozas?
¿Y acaso estas violencias eróticas
podían ser peor que todo aquello? Un
amo así, que podía pasar sobre ellas,
roturando la pureza y frescura de sus
vírgenes carnes y ante el cual toda
resistencia habría de resultar, a la larga,
tanto o más calamitosa que los
elementos de la naturaleza contra los
que siquiera hay la esperanza de
evitarlos, por lo mismo que embisten
ciegamente, había que soportarlo con
resignación, en silencio, tal como les
decía, al predicarles, el taita cura en la
capilla de la hacienda, que habían de
recibir los males inevitables.
Había, además, contra aquellas
fuerzas ciegas y terribles el recurso de
la piedad, de la ofrenda, del ruego. Para
eso estaba el jirca siempre vigilante y
pronto a oír y atender las humildes
peticiones de sus devotos ante el cual
los hechizos y los males caían
pulverizados como las arenas de los
ríos; las misas y procesiones de
desagravio; los exorcismos del taita
cura; los lamentos atronadores de la
plegaria colectiva. Un bizcocho, un
cirio, un puñado de coca, un asperges de
chacta bastaban para apaciguar la
cólera de los poderes infernales.
Pero nada, nada había que pudiera
contra los caprichos eróticos y las
cóleras del amo. Para ellas éste
representaba, desde otro punto de vista,
la más poderosa e irresistible de las
fuerzas: la de la costumbre, a la cual ni
los curas, ni los jircas, ni los mismos
santos podían sustraerse.
Y costumbre era la de ceder y
entregarse, después de una leve
resistencia, la suficiente para dejar a
salvo el instintivo pudor femenil, a los
caprichos sexuales del patrón. Así
habían venido haciéndolo sus madres y
las madres de sus madres. Una cadena
interminable de caídas, perpetradas con
asalto y violencia, cuyo número no
podía precisarse, y a través de la cual
los efectos de una bastardía fecunda
llegaban hasta ellas, bajo la forma de
una pasividad silenciosa y sumisa.
Pero en medio de la estoica
resignación con que las mozas parecían
recibir los desvíos de don Miguel,
yendo hasta fingirle un olvido absoluto
del acto violatorio, y a mirar extrañadas
e impasibles los guiños intencionados
con que él, a veces, intentaba
despertarles un recuerdo o insinuarles
una cita, lo que en realidad había era
una rabia sorda, un desdén contenido,
capaces de estallar alguna vez en
llamaradas funestas.
Una rabia y un desdén que no eran
fruto del despecho o del amor, de nada
parecido a este sentimiento. El
despecho, la desilusión, la deslealtad, el
abandono, el olvido, todo este cortejo
doloroso de los amores infelices, no
existían para ellas tratándose del amo.
El hecho de la posesión no les
significaba nada. Si para mujeres de otra
raza y de otro medio, la posesión es un
vínculo más o menos fuerte, más o
menos dulce, que da derechos, más o
menos durables, para ellas no era más
que uno de los tantos tributos de pago
obligatorio, una deuda que, una vez
cancelada, quedaba olvidada para
siempre.
Los derechos del amo no iban, pues,
hasta los misteriosos y sagrados
dominios del corazón. Un hermetismo
inconmovible le cerraba el paso a todo
intento violatorio. Lo único que podían
dar era su cuerpo. El alma, para los
otros, para los suyos, para sus iguales,
para esos que, al amparo de la choza,
entre el calor del fogón mortecino y el
abrigo de las pieles ovejunas, saben,
sólo con la quejumbre monótona de un
canto primitivo, unas cuantas copas de
chacta y una persecución tenaz y
acechadora, hacer vibrar en sus
corazones la oculta cuerda del amor.
Bien estaba que se dieran alguna
vez, que pasaran por el duro trance de
ofrendarse al amo en un acto de
resignación, sometiéndose así a esa
especie de bautismo cruento, del que
salían unas laceradas y sollozantes, y
otras, tristes y deprimidas, y todas con
el sabor amargo de las uniones violentas
y desiguales.
Aquello, más que una
condescendencia, era una derivación del
derecho de propiedad, una como
accesión de la tierra. Ser dueño del
suelo es como ser dueño de todo lo que
en él existe, vive y crece: montes, aguas,
quebradas, bosques, sembríos, chozas,
ganados; y con esto hombres y mujeres.
Todo está a merced de este derecho.
Nada importa que el indio pase, a su
vez, de mero pisante a arrendatario. Esta
forma de posesión no es, bajo el
concepto de la mentalidad india, más
que una gracia, una liberalidad que el
amo puede suprimir en cualquier tiempo.
De ahí las complacencias de la hija
y hasta de la mujer, el odioso sistema de
las gabelas y los mandos, que, como una
maldición, vienen pesando siempre
sobre los hombros del marido y su
descendencia masculina. Y una de las
maneras de aliviar el peso de esta
abrumadora carga y de asegurarse contra
los avances de la rapacidad caciquista
del patrón y de sus capitanes y esbirros,
es esta de la propiciación de sus favores
por medio de la ofrenda carnal.
Lo que, después de todo, no es para
el oferente un verdadero sacrificio. En
el indio el dolor de dar no está en darse
él mismo; está en el desprendimiento o
despojo de sus cosas, en ver pasar a
ajenas manos el más insignificante
producto de su esfuerzo, aún recibiendo
en cambio su legítimo valor. Pero dar
los hombres su trabajo, su
independencia, su libertad, y las
mujeres, su cuerpo, equivale a no dar, en
buena cuenta, nada. El favor pasa y se
olvida. Nada se pierde con él, como no
sea una virginidad inútil. Cierto es que
se corre el riesgo del hijo, pero el hijo
no es una carga que asusta. Aparte de
que el indio vive y medra con poco,
cada hijo representa para él la
posibilidad de un nuevo poder
adquisitivo, de una fuerza más para la
labranza de la tierra, que es la gran
madre del indio.
Era dentro de este estado de cosas,
de este superviviente feudalismo, que el
señor de Coribamba, encastillado ahí
desde hacía veinte años, explotaba sus
tierras, disponiendo de la suerte de un
rebaño de siervos, analfabetos y
sumisos, y cobrando, entre asaltos y
estrupamientos, sus derechos de
pernada.
II
Y las resoluciones de este hombre
eran como sus cóleras: repentinas,
rápidas, inexorables. Con la misma
facilidad con que se irritaba, tomaba una
decisión y la ponía en práctica. No
admitía postergaciones y menos todavía
cuando estaba de por medio uno de sus
caprichos.
Aureliano fue, pues, confinado,
como lo había dispuesto su patrón, a uno
de los cocales de Chinchao. Doce leguas
de cuestas, de quebradas, de torrentes,
de malpasos, de lluvias y nieblas para
llegar hasta ahí. Sobre todo, lo que más
le satisfacía a don Miguel era la
facilidad para dejar a un indio
embotellado en esa especie de destierro
montañés. Sólo había una ruta para ir y
volver, y una sola salida, desde la cual
el tambero del fundo vigilaba, aun sin
querer, a todos los que pasaban por ella.
La montaña de Chinchao es como un
golfo y el camino que conduce a ella,
desde Acomayo, una ceja acantilada, de
curso obligatorio para todos los que van
desde Huánuco. Es forzoso pasar por la
cuesta de Michu, atravesar el Alto de la
Esperanza, descender por el Balcón de
Judas, hacer pascana en Pan de Azúcar
y salvar un largo trecho de terraplén,
fangoso y movedizo verdadero
tremendal antes de desembocar en la
estrecha y tasajeada cuenca del
Chinchao… Frío, niebla, fondos grises y
abismales, por entre los que se adivina
un trajín de gentes silenciosas y se alzan,
como leves surtidores, humos de hogar o
de montes en tala. Toros y caballos que,
más que pastar, parecen lamer las
costras de una tierra eczematosa
moteada de hongos y líquenes,
obstinados en sacarle alguna gota de
jugo para completar su mezquino
sustento. Chozas que pregonan barbarie
y miseria, ruidos que alarman al
supersticioso, murmullos de corrientes
que se precipitan y deshacen en la
oquedad de los abismos.
Más acá, en la orilla del golfo, entre
las arrugas de un plano inclinado, la
osamenta de una capillita, custodiada
por una rústica cruz, tambaleante como
la silueta de un espantapájaros. En el
fondo, sobre el tablero de una plazoleta,
el caserón de San Fermín, la
negociación de don Miguel, uno de los
más valiosos fundos de coca de la
región.
En torno de la casa, pabellones de
anémica blancura, establos y corrales
enmurados de piedra y cactus, un patio
de desmesurada extensión para las
tendidas de la coca y del café; hilos y
postes telefónicos para recibir las
órdenes del amo y enterarle del tiempo y
la cosecha; dos matohuasis[*], un
canchón y un hormigueo de algunas
centenas de hombres durante el día por
los cocales y cafetos. Y al frente de todo
esto, un mayordomo, especie de
administrador y hombre de confianza, y
cuatro caporales para vigilar a la
peonada y una docena de sabuesos y
mastines, para perseguir y coger a los
que pretendieran fugarse. Toda esta ruda
labor, toda esta pobre vida entregada a
un indio semicivilizado, cazurro,
bellacón, de disciplina cuartelera y
rigidez acomodaticia.
Era allí donde la orden de un patrón
arrojaba, quién sabe por qué tiempo, a
un infeliz. Pero Aureliano supo
componérselas para caer bien. Desde el
primer momento el mayordomo le tomó
bajo su protección, a pesar de la ojeriza
con que los montañeses reciben a todo
el que viene de fuera. Un bracero más en
la montaña es una comodidad menos;
unos brazos que suman o multiplican
para el patrón, pero que restan para la
boca de los otros. Porque en la montaña
todo se pesa, se mide, se escatima y se
hace difícil.
A pesar de la carta con que el indio
fuera enviado al mayordomo, éste le
recibió sin prevención cuando le vio
llegar con su atadito a cuestas, su
huallqui[*] y su bordón de chonta,
respirando salud y alegría por todos los
poros de su cuerpo y contestando a sus
preguntas sin ningún embarazo. No le
importó perder el tiempo en sopesarle y
averiguarle por su familia, para
inspirarle así confianza y otearle sus
intenciones. Le tocó, le pulsó y hasta
acabó por olfatearle, ni más ni menos
que un perro, para descubrir todo lo que
podía ocultar y sacarse de él,
concluyendo por tirarle de las orejas, al
saber que era hijo de un viejo amigo
suyo. —¡Buen taita tienes, cholo! Valiente,
leal y trabajador como un macho. Si así
eres tú te voy a distinguir en la ración y
a echarme pajitas en los ojos cuando no
ajuestes todo tu tarea. Porque has de
saber que el patrón Miguel te ha
mandado para que te quedes aquí Dios
sabe por qué tiempo y te compongas. Te
recomienda mucho, y una
recomendación del amo, por si tú no lo
sabes, es peor que el tifus. Del tifus
puedes escapar con tomas y emplastos
de cuy negro, pero de una
recomendación de taita Miguel, ni con
todos los santos de Huánuco.
—¿Y qué te dice el taita Miguel en
la carta?
—¡Ah, sabías que te ha mandado con
carta! —La vi cuando el patrón se la
entregó a uno de los que me ha traído.
—Pues… dice lo de siempre,
cuando algún cholo como tú le fastidia
allá abajo y me lo manda: «Te mando a
ése para que lo endereces, que se ha
torcido un poquito y se ha vuelto medio
rogro[*]. Hazlo trabajar de seis a seis
para que pierda la grasa que se le ha
estado criando con la flojera. Mídele la
ración bien medidita y no le permitas los
domingos estar a pico de botella, ni
chacchar más de una vez. Si no trabaja
bien, ponle al costado uno que lo vigile,
o enciérrale unos días, quitándole la
coca; y si así no se enmienda todavía,
vuélvelo a encerrar y tenlo allí hasta que
aulle y pierda el grito».
Al indio se le enfosforescieron los
ojos y algo feroz cruzó por ellos, pero
tan fugazmente que el mayordomo no lo
advirtió. Conque para eso había sido
mandado allí, bajo la custodia de dos
indios aviesos, que apenas le habían
permitido durante el viaje tomar un
descanso en Carquincho y poner en uno
de los recodos del camino su cruz de
ramitas, para que el jirca de la montaña
le dejara volver y no acabar ahí con sus
huesos.
Y todo ¿por qué? Porque el patrón le
pilló besándose con la Avelina y porque
la Avelina no quería hacer esto con su
patrón.
—¡Carache! Eso dice… Se le ha ido
la mano al taita Miguel. Yo no estoy
descompuesto, te lo juro, ni soy rogro.
Soy el mejor cortador de caña que hay
por allá. La caña más gruesa la corto de
un tajo. En un día aligerado hasta dos
carretadas. ¡Que más! Y todo por un
poco de ración mala y cuarenta
centavos, que casi nunca me los pagan,
porque cada vez que pido algo para ir a
dar una vueltecita por Huánuco, el
patrón saca su librito y me sale con
éstas: «Tú todavía no le has cancelado
tus adelantos a la hacienda; le estás
debiendo más de cincuenta soles, pero
como tú trabajas aquí de firme, te daré
un par de soles para que te emborraches
si quieres…».
—Pero algo grave le habrás hecho
cuando se ha desprendido de ti, siendo
tan buen machetero, como dices, y te me
manda recomendado. Porque sabrás que
aquí sólo vienen a trabajar dos clases de
operarios: los habilitados, traídos a la
fuerza por los enganchadores, y los
recomendados, que manda don Miguel
de Coribamba, para que los corrija. Tú
eres de los recomendados. ¿Qué le has
hecho, pues, al taita Miguel para que te
mande?
—¡Nada! Sino porque me vio
besando a la Avelina.
—¡Huy! ¿Y quién te manda besar lo
que el patrón tendrá reservado para su
gusto? Has hecho una barbaridad.
—¿Cómo iba yo a saberlo? ¿Acaso
la Avelina es una chirriampa[*]?
¿Cuáles son, pues, las mujeres para
nosotros?
El mayordomo se rascó la cabeza,
embarazado por la pregunta, y, después
de meditar un poco sobre la gravedad
del punto sometido a su consideración,
contestó:
—¿Cuáles? Las mujeres como la
Avelina. Son de nuestra misma sangre,
pero cuando son bonitas como ella, se le
encandilan los ojos al misti y quiere
picarlas como los pájaros a la buena
fruta. Un misti enamorado es como el
gavilán cuando ve una nidada de
pollitos. ¿Acaso ignorabas tú que taita
Miguel es el gavilán más pollero de
totas estas tierras? ¡Buena la has hecho!
Y queriendo sonsacarle más al indio,
continuó el mayordomo:
—Falta que te hayas ido más allá del
beso, porque tú tienes mirada de zorro,
indio marrajo, y el zorro a la hora de
comer pollitos es más listo que el
gavilán.
Aureliano, en evocadora actitud,
sonrió maliciosamente.
—Cariñitos no más, taita, cariñitos.
—Cariñitos que no te van a dejar
salir de aquí quién sabe hasta cuándo.
Pero puede que a don Miguel, una vez
que parta el queso y lo saboree y vea
que es como todos, se olvide de la
Avelina y salga de repente mandando
por ti. Pues si eres tan buen cortador de
caña, como aseguras, tiene que
acordarse de ti alguna vez y volverte a
Coribamba.
—No, taita; si me saca de aquí no
vuelvo a cortar caña. Me voy al Cerro,
que allí pagan bien los gringos.
—Pero a los ocho o diez años no
servirás ya para nada. La mina es como
la tarántula; al que lo empuña no lo
suelta hasta que se lo ha chupado todo.
—Cierto, pero los patrones de por
acá son como el trapiche, que lo sueltan
a uno cuando ya es bagazo. En el Cerro
nos acabamos más pronto, verdad, pero
los gringos no nos tocan a nuestras
mujeres ni a nuestras hijas; pagan cuatro
o cinco veces más y no permiten fiestas
ni curas que se lleven todo lo que
ganamos.
—Sí, sí, casi tienes razón,
Aureliano; pero esos ragrapachos nos
desprecian profundamente y nos miran
con asco, ni más ni menos que nosotros
al áñax[*], y esto no lo puede sufrir el
que se siente hombre.
—También los mistis nos asquean,
¿qué te crees?, y disponen de nosotros
peor que si fuéramos mulos. Y si no ¿por
qué estoy yo aquí?
—Hombre, estás aquí por lo que
todos hemos hecho alguna vez, viejos o
mozos, pero tú no has tenido suerte.
—No me quejo del todo. Me parece
que he caído en buenas manos. Mi coca
me ha dicho en el camino que me
recibirías bien; que seríamos amigos y
que no harías con Aureliano como la
tarántula, que has dicho…
—Te echaré no más hilitos para que
no te cimarronees y me dejes ensartado
con don Miguel. Aunque aquí se está
más seguro que en San Agustín. De San
Agustín se sale haciendo foraditos; de
aquí ni con cien cruces que pongas en el
camino.
Aureliano, desparramando la mirada
por el alto y torvo horizonte, sonrió con
incredulidad. «Qué campo no tiene su
puertecita para salir», pensó.
—De veras, no te miento —añadió
formal el mayordomo—. Siempre que
alguno ha intentado escaparse, no bien
ha llegado al Alto de la Esperanza
cuando ya el patrón ha sido avisado por
el alambre. Y entonces es de ver toda la
gente que le echa encima al mostrenco.
Los perros son los primeros que le
echamos por delante.
—Yo no haré eso y si alguna vez lo
hago será para internarme más adentro.
—Peor. El que se mete para adentro
va a dar a la montaña real, donde es
seguro que se lo come el tigrillo o el
puma, o se pierda y, mientras agoniza de
hambre, las utacas[*] lo devoran. ¿Qué
te crees tú, cholito piquipillco[*]? No es
tan fácil como parece salir de aquí. Si
fuera esto una pampa, como allá abajo, o
un valle como el del Huallaga, donde
por cualquier parte arranca uno y llega a
donde desea, todavía. Pero de aquí, de
San Fermín, aún no se ha dicho que se
haya escapado ninguno. Mira, el último
que lo intentó, un cholo chaulán, que no
sabía lo que era el miedo y que, lo
mismo que tú, tenía la idea de irse para
dentro en vez de para fuera, fue cogido
en la montaña de Chiguángala por el
ragrapacho Marconich, un shapra más
malo que Judas, e internado en sus
cocales, donde dicen que lo hizo
trabajar día y noche hasta que echó los
bofes y estiró la pata. Aunque hay quien
asegura que al pobrecito lo hizo sebo
para no sé qué uso. ¿Qué te parece?
El indio se acurrucó sobre sus
talones, sacó una pulgarada de coca y se
puso a chacchar, quedando de pronto
sumido en una especie de nirvana,
mientras el mayordomo, dando una
media vuelta y palmoteando, gritaba a
pulmón lleno:
—¡Mushica! ¡Mushica! ¿Dónde estás
metido, maldito?
—¡A tus órdenes, taita!
—Cuando acabe éste de chacchar,
llévalo al canchón y dile a Liberato que
ai se lo mando para que lo destine al
cocal desde esta tarde. ¡Ah!, no te
olvides de decirle que es recomendado.
III
Pocos meses después de su
confinamiento en San Fermín, Aureliano
era el hombre de confianza de taita
Melecio, el mayordomo. Ayudábale a
hacer las cuentas en la noche de los
sábados, para saber el alcance de cada
operario al fin de la semana. Contábale
las truculentas historietas que oyera a
los viejos labradores del valle
huanuqueño; los chismecillos recogidos
en Coribamba, cuando estuvo al servicio
doméstico del patrón, de los que no
salían bien librados algunos señorones
de la ciudad; las atrocidades sexuales de
don Miguel cuando su esposa doña Rita
lo dejaba solo en la hacienda; las
borracheras de cerveza y chacta en los
días de algún cumpleaños o fiesta
memorable; los trapicheos de las mozas
en los cañaverales y hasta llegó a
hacerle la confidencia de sus amores
con la Avelina, causa de su maldito
confinamiento y de todas las desdichas
que estaba pasando.
—No te quejes, cholo —le
interrumpió el mayordomo, cierto día, al
terminar sus confidencias—. Confiesa
que aquí estás mejor que allá. Bebes y
chacchas conmigo; te permito echarte
bocarriba en la era las tardecitas de sol,
mientras los otros sudan la gota negra en
los cocales. Las tareas que te doy no son
para destroncar a nadie. Cierto que en la
huria no lo has hecho mal y en la poda
tampoco. Creo que con el tiempo lo
harás mejor que todos.
—Y así no quieres dejarme que vaya
a Pipis a ver a mi tío Juancho, ni a
Macora a ver a mi prima Duviges.
—Porque sería comprometerme, y
todos los recomendados me pedirían lo
mismo, y entonces llegaría el día que la
mitad de la gente se mandaría a mudar y
muchos no regresarían. ¿Y qué me iba yo
a hacer entonces? Yo soy cabo
licenciado, como sabrás, y sé lo que es
una orden del superior: es cosa sagrada.
—Cuando se está de soldado, taita
Melecio, pero no de mayordomo. San
Fermín es una hacienda, no un cuartel.
Podrás soltarme un poco el hilito,
cuidando no más que no lo rompa.
—¿Y si te da por tirar fuerte?…
—No hay hilo más fuerte que la
palabra. Si yo te doy la mía, te aseguro
que no me largaré.
—Pero como no me la has dado
hasta ahora…
Y el mayordomo, medio asustado y
arrepentido de la frase que acababa de
decir, se apresuró a rectificarse:
—Y aunque me la dieras. Yo, la
verdad, no te conozco todavía. En tres
meses no se puede leer en la cara de un
hombre como tú. Tu cara me dice una
cosa, pero la carta de don Miguel me
dice otra muy distinta. ¿A cuál, pues,
creer?—Don Miguel sabe decir mentiras
cuando le conviene. En la carta que te ha
mandado ha mentido. ¿Y sabes por qué?
Porque ha querido quedarse solito con
la Avelina. Y eso no está bueno. La
Avelina es india como nosotros, taita
Melecio, y su cariño no puede ser para
un misti, aunque ese misti sea don
Miguel. Estás protegiendo un abuso, una
maldad.
—No, no, yo no protejo nada, ni sé
nada; quiero decir no lo sabía hasta
ahora. Como todos los indios que me
mandan aquí me los mandan por
tramposos o informales, creía que tú
también eras de ésos.
—Yo no soy tramposo, ni habilitado.
Yo he sido primero pongo en
Coribamba, contratado por mi padre
para ayudarle a pagar los mandos, y
después, operario en la caña. No le
debo nada a la hacienda; más bien la
hacienda me debe a mí cerca de un año
de trabajo. En todo este tiempo no se me
ha dado más que comer y uno que otro
solcito para ir a Huánuco a las fiestas.
Si por deudas se manda aquí a la gente,
¿a dónde habría que mandar a don
Miguel por lo que me debe? A ver, di tú,
taita Melecio.
—¡Tatau![*] ¡Todas esas teníamos!
Ya se ve. En los papeles puede decirse
todo lo que se quiera. ¿Así que tú no
eres un mostrenco, ni un rogro, ni un
peleador, ni un piojoso? Y todo esto me
dice de ti don Miguel…
—¡Mala lengua! Rogro dice, y soy el
mejor machetero del cañaveral.
Peleador dice, y todavía no he matado a
nadie, apenas dos o tres cuchilladas a
los que han querido cruzarme con la
Avelina. Piojoso dice, y sé leer y
escribir y sacar una cuenta, como has
visto. Mostrenco dice, y mi padre Conce
tiene cuatro suertes de caña, y seis
yuntas, y siete vacas lecheras, y más de
cien carneros y cabros. ¡Todo eso dice!
…
—¿Y cómo teniendo tu padre lo que
tiene, no te ha reclamado hasta hora, ni
ha buscado por ai quien le haga un
escrito para el juez?
—Qué sabré yo lo que le habrá
contado ese hombre a mi taita para que
no haga nada y me deje por acá. Tal vez
le ha dicho que me he venido con mi
gusto. Porque yo no me vi con mi padre
antes de venir. Me sacaron a la
medianoche de mi chocita, dejándome
apenas tiempo para hacer mi atadito. Y
cuando les pregunté a los dos que se
presentaron montados qué cosa querían,
me respondieron: «Que eches andar por
delante». Y como yo intentara
resistirme, uno de ellos, sacando debajo
del poncho una carabina y apuntándome,
dijo: «Si no obedeces y quieres
escaparte, te meto una bala en tu cabeza.
Tenemos esta orden». No tuve más que
echarme el atado a la espalda, coger mi
bastón y salir andando.
—Y te trajeron en menos de diez
horas. Han podido reventarte en el
camino.
—No tanto como eso. Caminar no
me hace daño. Yo puedo ir desde aquí a
Huánuco y regresar en el mismo día. De
seis a seis me hago quince leguas. Y si
precisa más, más. Yo salí un día del
Cerro a Coribamba, 18 leguas de
espolique del patrón Miguel, y nunca me
dejó atrás. Lo que me hace daño es no
ver a la Avelina, a mi huampa, que es lo
que más quiero en el mundo. Me duele
no saber de ella tanto tiempo. ¿Le habrá
hecho dar una paliza por su padre, don
Miguel? ¿La tendrá encerrada en alguna
bodega o la habrá mandado a las
Concebidas para que le lave a las
madrecitas y el amo se desenoje?
—¡No creas, cholo zonzo! Si don
Miguel está interesado por la moza, ésta
es la hora que no la suelta ni con perros.
Es como el tigrillo, que cuando le echa
al ternero la garra no lo afloja ni aunque
le den en el sobaco. Quién sabe la estará
amansando. Don Miguel es buen
chalán…
Aureliano sintió un desgarrón en las
entrañas, a la vez que algo odioso
cruzaba por su imaginación. Le pareció
ver unas manos de espatulados dedos,
crispados sobre las caderas de una
moza, cuyo rostro esquivaba los besos
de una boca ansiosa de morder. ¿Sería
éste uno de los momentos por el que la
Avelina habría pasado? ¿O habría
preferido ésta matarse, como se lo
ofreció una vez que hablaron de las
persecuciones del patrón? ¿O estaría
más bien entendiéndose con otro, gozada
y abandonada ya por don Miguel y
resignada, como todas, con su suerte?
El indio dejó de chacchar. Se echó
a la espalda el huallqui, que le colgaba
sobre el pecho, con un gesto de desdén,
como si así hubiera querido expresar
que lo que iba a decir era grave y valía
para él más que todas las cosas del
mundo, y escupiendo el bodoque de
coca que había estado rumiando, puso
sobre él un pie y exclamó, uncioso,
dominador, convincente:
—Taita Melecio, déjame ir a ver a
la Avelina una vececita no más, un
sabadito, y te prometo que el lunes, muy
de mañana, estaré de regreso. No me
dejaré ver en el camino. Iré solo por el
chaquinani. Te juro por esta coca que
estoy pisando no chacchar nunca más en
la vida si no cumplo. Puedes matarme
después como un perro donde me
encuentres.
—¡Hum! Lo que me pides,
Aureliano, es muy serio. Si por un acaso
no vuelves, no sólo perdería la
confianza del patrón, sino mi puesto, y
tal vez todos los realitos que estoy
ahorrando y que se los he dejado a él
para que los críe. Y puede que hasta me
haga apalear. Don Miguel no es hombre
que perdona, ya te he dicho.
—Pero ¿quién lo va a saber, taita
Melecio? A la tardecita del sábado me
encargas algo para el cocal que está en
el fondo y yo voy por él, y cuando todos
crean que ya he regresado,
aprovechando de la nochecita, estaré
lejos, hasta el lunes, muy de mañanita,
que estaré otra vez en mi puesto.
—Hombre, son como treinta leguas,
que no sé cómo las harías en día y
medio.
—Por el camino quizás no podría,
taita; pero ya iré cortando. Mira, subo la
cuestita que está al frente, tuerzo a la
izquierda, paso por encima del Alto de
la Esperanza para ir a caer en los
montes de Pillao, y luego, de frente,
cortando siempre el sol, atravieso las
alturas de Matibamba, en seguida cruzo
el río y ahí no más está la casita de la
Avelina, en donde caeré al mediodía.
—Oye, ¿quién te ha dado ese
derrotero? —interrogó el mayordomo
amenazador—. ¿Cómo has podido
saberlo, si es la primera vez que has
entrado a la montaña?
—Mi jirca, taita Melecio, mi jirca.
Una noche que no podía dormir,
pensando en la Avelina, le pedí a mi
jirca que me enseñase un caminito y me
lo enseñó.
—¡Venme con ésas, indio mostrenco!
¡No eres tú mal jirca! —repuso, medio
enojado, taita Melecio y sin poder negar
la exactitud de la ruta que acababa de
indicar Aureliano.
La verdad era que si el indio se
resolvía a fugarse y él descuidaba la
vigilancia, cualquier día iba a quedarse
sin él. Y habría que darse por bien
servido si se iba solo. ¿Cómo no se le
había ocurrido nunca semejante cosa? Y
lo que más le inquietaba era la idea de
que en San Fermín hubiera alguien que
le hubiese dado el derrotero a
Aureliano. ¿Quién podría ser…? Había
que descubrirle y avisárselo al patrón
para que viera la manera de sacarlo de
ahí. Por supuesto que también a
Aureliano. Dos hombres así en el fundo
era suficiente para que cualquier día San
Fermín se quedara sin operarios.
Aureliano, que en espera de la
respuesta definitiva, no le quitaba los
ojos de encima al mayordomo,
perspicaz, intuitivo, se apresuró a
atajarle sus pensamientos.
—No te inquietes, taita Melecio. Yo
no me he ido hasta hora ni me iré sin tu
permiso, porque la Avelina es
precisamente la que aquí me detiene. Si
me voy de fuga, don Miguel me pondrá
paradas antes de que llegue a
Coribamba y sus perros se encargarán
de buscarme y cogerme, y entonces tal
vez perdería a la Avelina para siempre.
Si voy con tu permiso y vuelvo, tomarás
confianza en mi palabra y ya cuando te
pida volver a verla me dejarás. Y así
podrá aguantarme hasta que don Miguel,
viendo que ni yo me muero por acá ni la
Avelina lo consiente, se canse y me deje
salir. O hasta que ella me olvide y me lo
mande a avisar…
—¡No piensas mal, cholo! ¿Dónde
has aprendido tanto? Hablas como un
mismo misti papeluchero.
—Para eso he estado en la escuela
en Huánuco, y he hecho toda la primaria.
¡Qué te crees, taita Melecio! Y, además,
al lado del patrón Miguel se aprenden
muchas cosas. ¡Si supieras todo lo que
hace para que su mujer no se entere de
sus trazas! Y el que ve jugar, aprende.
—Pero, volviendo a lo del
derrotero, ¿por qué no me dices quién te
lo ha enseñado? ¿No ves que si hay aquí
quién lo sepa además de ti, puede
enseñárselo también a otro? Mira que si
no me lo dices te hago encerrar en el
matohuasi y se lo escribo al patrón para
que disponga de ti. Si me lo dices,
quizás me compadezca y cualquier
sabadito de éstos te permita ir a ver a tu
huampa.
—Te juro por mi jirca, taita
Melecio, que el que me lo enseñó me lo
enseñó sin querer, sin intención. Se lo
saqué con mañita.
—¿Y cómo fue eso?
—Fue el otro día, en la era, mientras
el erero, a la vez que tendía yo el café
para que se asolease, escogía los granos
más colorados y les chupaba la mielcita.
«Te gusta», me preguntó, viendo que yo
me saboreaba después de chupar uno.
«Muy rico», le dije. «Pues no hay nada
como la coca y estos granitos para
darles fuerza a las piernas», volvió a
decir. Y siguió: «Cuando yo era mozo
como tú, antes de emprender viaje desde
Macora a Matibamba, donde tenía mi
terrenito, cargaba bien mi huallqui de
coca y de granitos mi bolso, y me
lanzaba por el chaquinani, un ratito
chupando y otro ratito chacchando. ¡Una
dicha, Aureliano! Me hacía las doce
leguas, de seis a seis, sin sentirlas». Y
como yo le dijera: «Perdona, taita
Pedrucho, que te diga que eso no puede
ser. De Macora al valle de Matibamba
hay muchas leguas. Así he oído decir».
Entonces me contestó, medio molesto:
«¡Bruto! ¡Tú qué sabes! Será por la
carretera, pero no por donde yo iba. Yo
conozco toda esta montaña como mis
manos, y cuando yo quería ir de una
parte a otra no tenía más que tomar la
altura, ver de dónde me soplaba el
viento, aguaitar las nubes para
descubrirles las intenciones a esas
malditas y que no fueran a destaparse
cuando yo estuviese en el fondo de la
quebrada, y buscarle la cara al sol, que
no siempre se deja ver aquí, para enfilar
el rumbo. Lo demás corría de mi cuenta.
Tomaba la línea derecha todo lo que
podía y allá me iba yo cortando,
cortando, cortando hasta pisar mi
terrenito». Y concluyó diciendo:
«Macora está ahí y Matibamba allá,
detrás de ese cerro». «Bueno», dije yo
otra vez; «todo está bien para dicho,
taita Pedrucho. De Macora podías tomar
la línea porque alguno te la ha enseñado,
pero ¿cómo podrías tomarla de aquí si
nunca has hecho el viaje, ni te has
encaramado en aquel cerro?». «No
importa», me respondió, más molesto
todavía. «Yo no necesito subir hasta allí.
Suficiente con que sepa por dónde sale
el sol por aquí y por dónde se mete». Y
tomando una varita, taita Pedrucho se
puso a hacer unas rayas en el suelo,
diciendo: «Fíjate; aquí están los cocales
de San Fermín. Por aquí se sube al cerro
que está al frente. Detrás del cerro,
mirando a la izquierda, está Pan de
Azúcar; de ahí, siguiendo por
chaquinani, se alcanza a ver la montaña
de Pillao; de Pillao bajas a Acomayo,
dejándolo un ladito. Luego, cortando
sol, sigues y sigues de frente hasta que
topas con alturas de Matibamba, y ahí no
más, abajito, está la casa de la hacienda
con sus eucaliptus, que se divisan desde
bien lejos, y más allá, el Huallaga. ¿Qué
más?».
—Cierto, ésa es la ruta para el que
no quiere ir por el camino real --
murmuró, medio contrariado y reticente,
el mayordomo—. Pero hay el riesgo de
quedarse perdido por ahí. Mucho monte,
mucho bejucal, muchas quebradas. Y
también tigrillos. Yo lo hice una vez y no
me quedó ganas.
—Cuando hay al otro lado una mujer
que nos está esperando, el camino se
hace corto, taita Melecio, y no hay
pierde. Haz la prueba conmigo y verás
que voy y vengo en un instantito y sin
que me suceda nada. Te doy mi palabra.
En la cara del mayordomo se esbozó
una ironía. «Te doy mi palabra»… ¿Qué
podía valer la palabra de un indio como
Aureliano? ¿Desde cuándo los indios
como él tenían palabra? ¿Acaso la
palabra no les servía a ellos para
engañar? Todos los recomendados que
ahí tenía, ¿no se los habían mandado
precisamente por no tener palabra, por
no haber sabido cumplirla y haberse
valido de ella para sacarle a don Miguel
adelantos con la intención de no
pagárselos nunca con su trabajo? ¿Y por
qué este indio de ahora no habría de
seguir la regla?
Todas estas reflexiones se le
atropellaron en la mente al irresoluto
mayordomo. Pero resolviéndose al fin,
acercó su rostro al de Aureliano, quien,
rígido como una estatua, esperaba la
respuesta decisiva y dijo, después de
cerciorarse de que nadie les espiaba:
—Bueno; el sábado, después del
trabajo, cuando estén ya todos comidos
y recogidos en el galpón, te vas al
corral, y de ahí verás tú lo que haces.
Pero el lunes, muy tempranito, en tu
puesto. Si no cumples, mejor
desbarráncate por ahí, escóndete para
siempre en una cueva, déjate comer del
puma, o de las utacas, o que te trague el
jirca, porque yo te busco hasta el cabo
del mundo, y donde te encuentre te como
las entrañas. Ya sabes. Con taita
Melecio no se juega. Por algo tengo aquí
más de diez bandidos a mi custodia. Yo
adivino el pensamiento, y como he
adivinado que el tuyo no me miente, te
voy a dejar ir. Si te ves con tu padre,
dile que este favor que te hago a ti es
por cuenta de los que él me prestó
cuando yo caballeaba por Chaulán y me
perseguían los milicos. Goza de la
Avelina si puedes, pero ruégale a tus
jircas que no salga con bulto, porque si
sale, ¡tatau!, que le hace comer el hijo
don Miguel.
—Ya te he jurado, taita Melecio,
volver. Una vez no más promete el
hombre de palabra. Que el Señor de los
Cielos me guíe, que el ángel de mi
guarda me acompañe, que mi jirca no
me abandone…
Y después de estrecharse rudamente
la diestra los dos indios, unidos para
siempre por el vínculo de una promesa
solemne, se separaron bajo el
recogimiento de una tarde moribunda y
al son de los bramidos fanfarrones del
Chinchao.
IV
La escapada sabática se repitió una
vez más. La primera fue para la Avelina,
más que una sorpresa, un suceso
presentido y aguardado con fe, porque
ella sabía de todo lo que era capaz su
indio. Aunque no lo esperaba tan pronto
y menos en la forma cómo se la explicó
Aureliano.
Ella hubiera querido, una vez juntos,
no separarse más e irse de Coribamba
para siempre; alejarse de esta tierra
maldita y refugiarse con su Aureliano
aunque fuera en la soledad de las punas,
aunque tuviera que comer sólo yerbas, y
con un solo pellejo para dormir, y una
sola manta para cubrirse. Todo esto era
preferible a las persecuciones
libidinosas de don Miguel, a su sonrisa
de sátiro, que tanto daño le hacía; a los
jalones que le daba a hurtadillas con sus
manazas peludas, como las de un mono,
y pecosas como un huevo de pava. Y
aunque ella se sentía fuerte para
resistirse a sus violencias, no dejaba de
temer que concluyera al fin por recurrir
a algún recurso odioso para someterla a
su capricho.
No en vano había conseguido, con
pretextos, que su padre la retirase del
trabajo del campo y la pusiera a su
servicio. Cualquier día, en una de las
tantas veces que se quedaba sola en el
caserón, iba a armarle alguna trampa,
don Miguel. Así lo había hecho con
otras que habían sabido resistirse.
¿Por qué, pues, Aureliano no había
querido aceptar la propuesta de la fuga
en la primera de sus entrevistas? ¿Por
qué le salió con eso de su palabra? ¿Qué
palabra era ésa, que después de
permitirle juntarse con ella por unas
cuantas horas, los separaba luego tan
cruelmente, en lo mejor de su dicha y
quién sabe si para no volverse a ver?
¿Acaso Aureliano era misti para dejarse
amarrar por las palabras, para
respetarlas cuando a ellos nadie les
respetaba y cualquiera se creía con
derecho a disponer de su libertad y de
sus bienes?
Pero tuvo que ceder y conformarse.
Los ojos de Aureliano le impusieron. En
ellos vio, a la vez que el agradecimiento
por una felicidad hondamente
saboreada, una promesa para más tarde.
La promesa de algo que al fin llegaría
para unirlos definitivamente. Aureliano
no era de esos indios medrosos y que
miraban de soslayo ante las amenazas
del patrón. No, Aureliano era de los que
miraban de frente a los mistis. Así lo
había visto mirar y hablar a don Miguel
cuando éste se presentaba en los
cañaverales a inspeccionar el trabajo, o
en el patio de la hacienda, a la hora del
ajuste de los socorros.
Sin embargo, esa conformidad no
iba a ser ya posible. El día anterior don
Miguel se le había quedado mirando
fijamente y le había dicho, con un aire
de malicia que la inquietó bastante:
—¿Qué te pasa? Noto que te estás
inflaqueciendo por arriba y engordando
por abajo. Yo creo que tú te has dado un
atracón de indio, y como sea cierto te
hago desnudar en el corral y que te
suelten los perros. En mi casa no
consiento porquerías…
—Las tuyas no más, taita…
—¿Qué estás diciendo, india
malagusa[*]? Pues ahora mismo me vas
a confesar lo que tienes.
—Nada tengo que confesarte.
¿Acaso eres tú mi padre, acaso eres tú
mi marido, acaso eres tú siquiera mi
taita cura…?
—Si no me dices la verdad te
cuelgo.
—¡Aunque me colgaras, abusivo!
¿Qué te voy a decir si yo misma no sé lo
que tengo? Tal vez la pena de lo que has
hecho con el pobre Aureliano, que lo
has mandado a la montaña. La pena
enflaquece. ¿Qué te crees que nosotras
no sentimos también? ¿Cómo quieres
que esté alegre y sana como antes, si me
has quitado lo que más quiero?
—¡Ah, ésas teníamos! ¿Y no sabes tú
que yo no era gustoso de que le gustaras
a Aureliano? ¿No sabes tú que yo
también te quiero para mí, para mí solo,
india malagradecida?
—¡Tatau! ¿Qué estás diciendo,
taita? ¿Has olvidado que eres
cuchiguatu[*]? Y el cuchiguatu mancha
y ensucia para toda la vida a la mujer
que toca. La fataliza para siempre. ¿Para
qué te casaste, pues? ¿Para qué tienes
mujer, pues? ¿No te basta la que tienes,
tan hermosa? ¿Qué vale la Avelina junto
a ella? La Avelina apenas sabe hablar,
apenas sabe vestir, apenas sabe leer.
¿No has reparado, taita Miguel, en tu
mujer? Ésa es más linda que todas las
mujeres de Huánuco, más linda que una
virgen…
Don Miguel sonrió muy sutilmente al
oír esta femenil apreciación, sincera y
justa en el fondo, y a pesar de la cólera
que desde tiempo atrás lo poseía, no
pudo menos que replicar:
—¡Está bien! Quiero creerte lo que
me dices: que no hay nada de lo que he
pensado de ti. Pero, óyeme bien, si me
estás ocultando algo malo y lo descubro,
ese día será el último de tu vida y de la
de Aureliano.
Este incisivo y cortante diálogo,
sostenido de un lado con toda la
soberbia y jactancia del fuerte, y del
otro, con la astucia y firmeza de una
voluntad indomable, bajo la fronda de
los naranjos de un jardín opulento, fue
como una voz de alerta para el corazón
de la moza agobiada ya por los síntomas
de una maternidad apenas disimulable.
Había que hacer algo, resolverse
antes de que el amo, brutal, dispusiera
de su suerte y de la del ser que palpitaba
en sus entrañas. Por eso en esta vez, al
ver entrar furtivamente a Aureliano a su
habitación, donde solía esperarlo los
domingos, después del mediodía, de
antuvión, esquivándole sus caricias,
díjole sollozante, nerviosa, azorada,
como si detrás de la puerta que acababa
de cerrar su amante estuviera alguien
espiándoles:
—Aureliano, no te confíes. El patrón
Miguel está malicioso. La otra tarde se
quedó mirando mi barriga y parece que
le disgustó. Me ha amenazado con
echarme los perros si descubre lo que
está pasando entre nosotros. ¿Qué
haremos, pues?
—No creo que te los eche. El patrón
puede mucho, verdad, hace lo que quiere
en sus tierras también; pero en Huánuco
hay justicia. Ya no se abusa por aquí
como antes. Te ha dicho eso por
asustarte, porque le confieses.
Confiésale, pues, mañana en un papel y
ponle que el hijo es mío y anda a
Huánuco a ampararte en la casa del juez
Arbuja, al que se lo contarás todo. Es
juez que no le tiene miedo a los mistis y
se encara hasta con los prefectos cuando
abusan, y los hace enjuiciar, como a ese
milico de cabeza colorada.
—Y tú ¿cómo te quedas? Si yo me
escapo, cuando tú regreses a la montaña
quién sabe qué hará contigo. A no ser
que ya no pienses volver y te quedes
escondido por aquí.
—Eso sería si yo me durmiera --
gritó desde afuera una voz, al mismo
tiempo que la puerta se abría,
descerrajada de un empellón.
Era don Miguel, quien, avisado por
sus espías, apostados desde días antes,
disimuladamente, en torno de la
hacienda, de que el indio acababa de
penetrar a la casona por los corrales, se
apresuró a seguirle hasta la habitación
de la moza y ponerse a escuchar detrás
de la puerta, en rebajante actitud.
El indio, lleno de una fiereza
insospechada, se irguió retador, mientras
don Miguel, contenido por tal gesto, en
el que vislumbrara un peligro,
retrocedió unos pasos, intentando
desenfundar el revólver que llevaba al
cinto.--
Deja quieto tu revólver, taita
Miguel —guturó, impositivo, Aureliano
a la vez que blandía su tremendo bordón
—. Si no obedeces te rompo tu brazo, y
si gritas, te abro tu cabeza antes que
venga tu gente piojosa.
—¡Bien! Veo que no eres tan tonto
como parecías —respondió don Miguel
achicado y fingiendo tomar a broma la
amenaza—. Sal, pues, y vete lejos,
donde yo no vuelva a verte y tenga que
acordarme de esta insolencia tuya.
—Bueno, me iré, pero llevándome a
la Avelina por delante, que a eso he
venido. La Avelina es mi mujer y el hijo
que tiene en su barriga, mío. Por eso no
ha querido aceptarte, ¡cuchiguatu! La
Avelina no es como las otras mozas de
tu fundo, que al menor empujón que les
das se dejan caer y quitar lo que tienen
más tapado.
—¡Cállate, indio hijo de perro! No
abuses de mi paciencia, porque puedo
reducirte a polvo. ¿No sabes tú que yo
soy aquí el que manda? ¿No sabes tú que
todo lo que hay en estas tierras, hasta los
piojos que ustedes comen, es mío? ¿No
sabes tú que lo que te han enseñado en
la escuela me lo debes a mí?
—Sí, una escuela donde el preceptor
enseña mentiras que sólo a ti te sirven,
ni más ni menos que las del cura que
viene todos los domingos a decir su
misa y a comerse después tu comida y
beberse tu vino. ¿Qué te crees tú que
Aureliano no le ha dado vueltas a todas
esas mentiras? ¿Hasta cuándo vamos a
estar consintiendo que nos quites todo,
hasta las mujeres? ¿Por qué has de andar
detrás de las que no te quieren? ¿No
tienes bastante con la tuya?
Don Miguel se exaltó. Era
demasiado lo que oía para dicho por un
indio, que no sólo era su siervo, su cosa,
su bestia de trabajo, sino su protegido,
según criterio suyo. Retrocedió
rápidamente, para ponerse fuera del
alcance del indio, y, con pasmosa
habilidad, desenfundó el revólver, pero
no bien saliera éste a relucir, cuando un
certero golpe en el brazo se lo hizo
saltar por el aire.
—¡Encarnación!, ¡Encarnación! --
gritó don Miguel—, suelta a los perros y
échalos por acá. ¡Pronto!
El indio no esperó más. Salvó la
puerta de un salto y se lanzó a carrera
abierta por los corredores y pasadizos
del pétreo caserón, en pos de la salida, a
la vez que procuraba evitar el encuentro
con la jauría feroz, que ya sentía latir, y
a la cual el mayordomo iba azuzando
con estas voces:
—¡Busca!, ¡busca! ¡Cómetelo,
cómetelo, cómetelo!…
—¡Por ahí no, bestia! —rugió
rabiosamente don Miguel, desde uno de
los corredores, con el brazo derecho
alicaído y el revólver en la izquierda, en
son de disparar—. Ha tirado para los
corrales. Que te acompañen Glicerio y
Jacinto, que tienen buenas piernas, y
atájalo en la quebrada, si logra llegar
hasta allí, y si lo cogen, tráiganmelo,
aunque sea en pedazos.
La Avelina, que también saliera
corriendo detrás, aunque sin rumbo, sin
propósito fijo, pues la terrible escena la
había dejado semialelada, al oír la
salvaje orden del amo corrió en
dirección al barranco que cerraba el
fondo del jardín, con el ánimo de
despistar a la jauría, consiguiéndolo
casi por un momento, desviándola hacia
ese punto y obligándola a detenerse
frente al precipicio, para luego
retroceder, dándole así tiempo al
perseguido para escapar.
Pero no bien había concluido la
Avelina de cruzar el jardín, cuando don
Miguel, saliéndole al paso, le gritó:
—¡Regrésate, india bribona, y anda
a esperar a tu cuarto, hasta que yo vaya a
ajustarte las cuentas! ¡Cochina!
—¡Nunca! Quiero ver lo que van a
hacerle al pobre Aureliano. Si lo traen
como has dicho, me tiro en el trapiche
para que me muela y se te quede maldito
para siempre.
Don Miguel se aproximó, y al ver de
cerca la fiera resolución de la india, su
incitante gravidez y la bruñida y dorada
belleza de su aguileño rostro, sintió
renacer, más pujante que nunca, su
sensual codicia, y más avasallador lo
que él tuviera siempre por un simple
capricho, pero que, bien mirado, era
realmente una pasión turbulenta, y
exclamó, conciliador:
—Oye, Avelina, si me aceptas y vas
esta noche a dormir conmigo, te prometo
olvidar todo lo que me ha dicho y hecho
Aureliano, y te ofrezco ponerte en
Huánuco una casa para ti solita.
—¡Eso quisieras, abusivo! Quédate
con tu casa y déjame a mi Aureliano. Yo
no soy gallina de tu corral, ya te dicho, y
el hijo que llevo en mi barriga no me lo
perdonaría jamás…
Iba a responder don Miguel, cuando
las voces de unas mujeres, que llegaban
corriendo a avisarle lo que acababa de
pasar en la quebrada con Aureliano, se
lo impidieron.
—¡Taita Miguel, taita Miguel!, tus
perros han cogido a Aureliano allá
abajo y se lo están comiendo. ¡Ya ni
respira el pobrecito!
—¿Verdad? —preguntó
sombríamente el patrón, al ver que entre
las mujeres aparecía el mayordomo.
—¡Verdad, taita! Al saltar el indio la
cerca del corral de los ganados, se
desnucó y los perros lo remataron. No lo
pude impedir. Ahí te lo traen para que lo
veas. La Avelina se retorció de dolor ante
la funesta noticia y en su túrgido vientre
estalló una vibración, que fue a morir en
las ampulosas combas del seno.
¿Muerto?, pensó. ¿Muerto el hombre
que acababa de tenerla en sus brazos,
ése que cada quince días, por sólo estar
con ella unas horas, venía desde tan
lejos, desafiando al tigre y al puma, a
las víboras, a la tempestad, a los
precipicios, a los torrentes y a la
terrible cólera del señor de Coribamba,
el más terrible taita de esas tierras?
¿Qué iba a ser de ella sin él? ¿Quién la
ampararía en adelante y la ayudaría a
cuidar y mantener a su guagüita, ésa que
la rebullía en ese instante en las
entrañas, como una protesta contra la
brutalidad de un amo implacable?
Su soliloquio fue interrumpido por
la aparición de un cortejo abigarrado y
doliente, a cuya cabeza cuatro jayanes,
medio cimbrados, avanzaban
conduciendo en una manta un bulto
invisible. Detrás, labriegos con
lampas[*] al hombro y mujeres
ligeramente encorvadas por el peso
inevitable de sus críos, colgados a la
espalda, todas ellas gimoteantes,
lacrimosas, hiperbólicas en su dolor, y
seguidas de chiquillos astrosos y de
perros babeantes, que eructaban
acecidos, teñidas en sangre las
remangadas narices y en un incesante
vaivén de fieras insaciadas.
—Aquí te traemos, taita, a Aureliano
—prorrumpió uno de los jayanes,
posando en tierra la fúnebre carga—.
Está bien muerto el pobrecito, pero no
hemos sido nosotros sino tus perros.
Don Miguel alzó maquinalmente la
diestra y se descubrió, mientras la
Avelina, lívida, mortal, ceñuda,
enigmática, después de cerciorarse, con
una mirada sondeante, de la dolorosa y
tremenda verdad, comenzó a gritarle,
con toda la rabia de su impotencia:
—¡Maldito! ¡Que tu boca no pueda
comer más! ¡Que tus ojos se te
revienten! ¡Que tu corazón se hinche y se
pudra! Me has matado a mi Aureliano
porque no te he querido. Pensarás que
quedándote tú solo voy a ensuciar mi
cuerpo contigo. ¡Cuchiguatu del diablo,
quédate ahí con tus pongos, con tus
caballos, con tus perros, con tus
mancebas! Yo me voy para siempre
jamás. Aureliano me llama. ¡Ahí está
Aureliano, ahí está!
Y como fascinada y atraída por algo
visible sólo para ella, la moza tendió los
brazos y echó a correr hacia el jardín, a
la vez que gritaba:
—¡Allá voy, allá voy, Aureliano!
¡Allá voy! ¡Recibe a tu Avelina, que va
con tu guagüita!…
El amo intentó atajarla, intuyendo,
posiblemente, el propósito de la india,
pero ésta, sorteando a sus perseguidores
llegó hasta el borde del escarpado
barranco que cerraba el jardín, y sin
detenerse, sin vacilar, se lanzó al
abismo.
Desde entonces, cuando un indio se
ve precisado a cruzar por el fondo de la
quebrada, que ciñe, en un abrazo de
piedra, la meseta sobre la que se yergue
la casona de Coribamba, se santigua y
murmura:
—¡Barranco de la Huaynapishtanag![*]
¡Pobrecita la Huaynapishtanag!