Los Tres Jircas (Enrique Lopez Albujar)
I
Marabamba, Rondos y
Paucarbamba.
Tres moles, tres cumbres, tres
centinelas que se yerguen en torno de la
ciudad de los Caballeros de León de
Huánuco. Los tres jirca-yayag[*], que
llaman los indios.
Marabamba es una aparente
regularidad geométrica, coronada de
tres puntas, el cono clásico de las
explosiones geológicas, la figura menos
complicada, más simple que afectan
estas moles que viven en perpetua
ansiedad de altura; algo así como la vela
triangular de un barco perdido entre el
oleaje de este mar pétreo llamado los
Andes.
Marabamba es a la vez triste y bello,
con la belleza de los gigantes y la
tristeza de las almas solitarias. En sus
flancos graníticos no se ve ni el verde
de las plantas, ni el blanco de los
vellones, ni el rojo de los tejados, ni el
humo de las chozas. Es perpetuamente
gris, con el gris melancólico de las
montañas muertas y abandonadas.
Durante el día, en las horas de sol,
desata todo el orgullo de su fiereza,
vibra, reverbera, abrasa, crepita. El
fantasma de la insolación pasea entonces
por sus flancos. En las noches lunares su
tristeza aumenta hasta reflejarse en el
alma del observador y hacerle pensar en
el silencio trágico de las cosas. Parece
un predestinado a no sentir la garra
inteligente del arado, ni la linfa
fecundante del riego, ni la germinación
de la semilla bienhechora. Es una de
esas tantas inutilidades que la naturaleza
ha puesto delante del hombre como para
abatir su orgullo o probar su
inteligencia. Mas quién sabe si
Marabamba no sea realmente una
inutilidad, quién sabe si en sus entrañas
duerme algún metal de esos que la
codicia insaciable del hombre
transformará mañana en moneda, riel,
máquina o instrumento de vida o muerte.
Rondos es el desorden, la confusión,
el tumulto, el atropellamiento de una
fuerza ciega y brutal que odia la forma,
la rectitud, la simetría. Es la crispadura
de una ola hidrópica de furia, condenada
perpetuamente a no saber del espasmo
de la ola que desfallece en la playa. En
cambio es movimiento, vida, esperanza,
amor, riqueza. Por sus arrugas, por sus
pliegues sinuosos y profundos el agua
corre y se bifurca, desgranando entre los
precipicios y las piedras sus canciones
cristalinas y monótonas; rompiendo con
la fuerza demoledora de su empuje los
obstáculos y lanzando sobre el valle, en
los días tempestuosos, olas de fango y
remolinos de piedras enormes, que
semejan el galope aterrador de una
manada de paquidermos enfurecidos…
Rondos, por su aspecto, parece uno
de esos cerros artificiales y caprichosos
que la imaginación de los creyentes
levanta en los hogares cristianos en la
noche de Navidad. Vense allí cascadas
cristalinas y paralelas; manchas de
trigales verdes y dorados; ovejas que
pacen lentamente entre los riscos;
pastores que van hilando su copo de
lana enrollado, como ajorca, al brazo;
grutas tapizadas de helechos, que lloran
eternamente lágrimas puras y
transparentes como diamantes; toros que
restriegan sus cuernos contra las rocas y
desfogan su impaciencia con alaridos
entrecortados; bueyes que aran
resignados y lacrimosos, lentos y
pensativos, cual si marcharan
abrumados por la nostalgia de una
potencia perdida; cabras que triscan
indiferentes sobre la cornisa de una
escarpadura escalofriante; árboles
cimbrados por el peso de dorados y
sabrosos frutos; maizales que semejan
cuadros de indios empenachados; cactus
que parecen hidras, que parecen pulpos,
que parecen boas. Y en medio de todo
esto, la nota humana, enteramente
humana, representada por casitas
blancas y rojas, que de día humean y de
noche brillan como faros escalonados en
un mar de tinta. Y hasta tiene una iglesia,
decrépita, desvencijada, a la cual las
inclemencias de las tempestades y la
incuria del indio, contagiado ya de
incredulidad, van empujando
inexorablemente a la disolución. Una
vejez que se disuelve en las aguas del
tiempo.
Paucarbamba no es como
Marabamba ni como Rondos, tal vez
porque no pudo ser como éste o porque
no quiso ser como aquél. Paucarbamba
es un cerro áspero, agresivo, turbulento,
como forjado en una hora de soberbia.
Tiene erguimientos satánicos, actitudes
amenazadoras, gestos de piedra que
anhelara triturar carnes, temblores de
leviatán furioso, repliegues que
esconden abismos traidores, crestas que
retan el cielo. De cuando en cuando
verdea y florece y alguna de sus arterias
precipita su sangre blanca en el llano.
Es de los tres el más escarpado, el más
erguido, el más soberbio. Mientras
Marabamba parece un gigante sentado y
Rondos un gigante tendido y con los
brazos en cruz, Paucarbamba parece un
gigante de pie, ceñudo y amenazador. Se
diría que Marabamba piensa, Rondos
duerme y Paucarbamba vigila.
Los tres colosos se han situado en
torno de la ciudad, equidistantemente,
como defensa y amenaza a la vez.
Cuando la niebla intenta bajar al valle
en los días grises y fríos, ellos, con
sugestiones misteriosas, la atraen, la
acarician, la entretienen y la adormecen
para después, con manos invisibles --
manos de artífice de ensueño— hacerse
turbantes y albornoces, collares y
coronas. Y ellos son también los que
refrenan y encauzan la furia de los
vientos montañeses, los que entibian las
caricias cortantes y traidoras de los
vientos puneños y los que en las horas
en que la tempestad suelta su jauría de
truenos desvían hacia sus cumbres las
cóleras flagelantes del rayo.
Y son también amenaza; amenaza de
hoy, de mañana, de quién sabe cuándo.
Una amenaza llamada a resolverse en
convulsión, en desmoronamiento, en
catástrofe. Porque ¿quién puede decir
que mañana no proseguirán su marcha?
Las montañas son caravanas en
descanso, evoluciones en tregua, cóleras
refrenadas, partos indefinidos. La
llanura de ayer es la montaña de hoy, y
la montaña de hoy será el abismo o el
valle de mañana.
Lo que no sería extraño.
Marabamba, Rondos y Paucarbamba
tienen geológicamente vida. Hay días en
que murmuran, en que un tumulto de
voces interiores pugna por salir para
decirle algo a los hombres. Y esas voces
no son las voces argentinas de sus
metales yacentes, sino voces de
abismos, de oquedades, de gestaciones
terráqueas, de fuerzas que están
buscando en un dislocamiento el reposo
definitivo.
Por eso una tarde en que yo, sentado
sobre un peñón del Paucarbamba,
contemplaba con nostalgia de llanura
cómo se hundía el sol tras la cumbre del
Rondos, al levantarme, excitado por el
sacudimiento de un temblor, Pillco, el
indio más viejo, más taimado, más
supersticioso, más rebelde, en una
palabra, más incaico de Llicua me
decía, poseído de cierto temor solemne:
--Jirca-yayag, bravo. Jirca-yayag,
con hambre, taita[*].
—¿Quién es Jirca-yayag?
—Paucarbamba, taita. Padre
Paucarbamba pide ouejas, cuca,
bescochos, confuetes.
—¡Ah, Paucarbamba come como los
hombres y es goloso como los niños!
Quiere confites y bizcochos.
--Au[*], taita. Cuando pasa mucho
tiempo sin comer, Paucarbamba
piñashcaican. Cuando come,
cushiscaican.
—No voy entendiéndote, Pillco.
--Piñashcaican, malhumor;
cushiscaican, alegría, taita.
—¿Pero tú crees de buena fe, Pillco,
que los cerros son como los hombres?
--Au, taita. Jircas comen; jircas
hablan; jircas son dioses. De día callan,
piensan, murmuran o duermen. De noche
andan. Pillco no mirar noche jircas;
hacen daño. Noches nubladas jircas
andar más, comer más, hablar más. Se
juntan y conversan. Si yo te contara,
taita, por qué jircas Rondos,
Paucarbamba y Marabamba están aquí…
II
Y he aquí lo que me contó el indio
más viejo, más taimado, más
supersticioso y más rebelde de Llicua,
después de haberme hecho andar muchos
días tras él, de ofrecerle dinero, que
desdeñó señorialmente, de regalarle
muchos puñados de coca y de
prometerle, por el alma de todos los
jircas andinos, el silencio para que su
leyenda no sufriera las profanaciones de
la lengua del blanco, ni la cólera
implacable de los jircas Paucarbamba,
Rondos y Marabamba. «Sobre todo --
me dijo con mucho misterio— que no
sepa Paucarbamba. Vivo al pie, taita».
Maray, Runtus y Páucar[*] fueron tres
guerreros venidos de tres lejanas
comarcas. Páucar vino de la selva;
Runtus, del mar; Maray, de las punas. De
los tres, Páucar era el más joven y
Runtus, el más viejo. Los tres estuvieron
a punto de chocar un día, atraídos por la
misma fuerza: el amor. Pillco-Rumi[*],
curaca de la tribu de los pillcos,
después de haber tenido hasta cincuenta
hijos, todos varones, tuvo al fin una
hembra, es decir una orcoma, pues no
volvió a tener otra hija. Pillco-Rumi por
esta circunstancia puso en ella todo su
amor, todo su orgullo, y su amor fue tal
que a medida que su hija crecía iba
considerándola más digna de
Pachacámac que de los hombres. Nació
tan fresca, tan exuberante, tan bella que
la llamó desde ese instante Cori-
Huayta[*], y Cori-Huayta fue el orgullo
del curacazgo, la ambición de los
caballeros, la codicia de los sacerdotes,
la alegría de Pillco-Rumi, la
complacencia de Pachacámac. Cuando
salía en su litera a recoger flores y
granos para la fiesta del Raymi[*],
seguida de sus doncellas y de sus
criados, las gentes se asomaban a las
puertas para verla pasar y los caballeros
detenían su marcha embelesados,
mirándose después, durante muchos
días, recelosos y mudos.
Pillco-Rumi sabía de estas cosas y
sabía también que, según la ley del
curacazgo, su hija estaba destinada a ser
esposa de algún hombre. Si la
esterilidad era considerada como una
maldición entre los pillcos, la castidad
voluntaria, la castidad sin voto, era
tenida como un signo de orgullo, que
debía ser abatido, so pena de ser
sacrificada la doncella a la cólera de los
dioses. Y la ley de los pillcos prescribía
que los varones debían contraer
matrimonio a los veinte años y las
mujeres a los dieciocho. Pillco-Rumi no
estaba conforme con la ley. Pillco-Rumi
sintió rebeldías contra ella y comenzó a
odiarla y a pensar en la manera de
eludirla. Según él, Cori-Huayta estaba
por encima de la ley. La ley no se había
puesto en el caso de que un padre que
tuviera una orcoma habría
necesariamente de casarla. Cuando se
tiene varias hijas, bien puede cederse
todas, menos la elegida por el padre
para el cuidado de su vejez. Y cuando se
tiene una como Cori-Huayta, pensaba
Pillco-Rumi, todos los hombres,
sumados, no merecen la dicha de
poseerla.
Y Pillco-Rumi, que, además de
padre tierno, era hombre resuelto y
animoso, juró ante su padre el Sol que
Cori-Huayta no sería de los hombres
sino de Pachacámac.
III
Y llegó el día en que Pillco-Rumi
debía celebrar en la plaza pública el
matrimonio de todos los jóvenes aptos
según la ley.
La víspera Pillco-Rumi había
llamado a su palacio a Racucunca[*], el
gran sacerdote, y a Karu-Ricag[*], el más
prudente de los amautas[*], para
consultarles el modo de eludir el
cumplimiento de la ley matrimonial.
El amauta dijo:
—La sabiduría de un curaca está en
cumplir la ley. El que mejor la cumple
es el más sabio y el mejor padre de sus
súbditos.
Y el gran sacerdote, que no había
querido ser el primero en hablar:
—Sólo hay dos medios: sacrificar a
Cori-Huayta o dedicarla al culto de
nuestro padre el Sol.
Pillco-Rumi se apresuró a objetar:
—Cori-Huayta cumplirá mañana
dieciocho años; ha pasado ya de la edad
en que una doncella entra al servicio de
Pachacámac.
—Para nuestro Padre —repuso
Racucunca— todas las doncellas son
iguales. Sólo exige juventud.
Y el gran sacerdote, a quien Cori-
Huayta desde dos años atrás venía
turbándole la quietud, hasta hacerle
meditar horribles sacrilegios, y que
parecía leer en el pensamiento de
Pillco-Rumi, añadió:
—No hay hombre en tu curacazgo
digno de Cori-Huayta.
El amauta, que a su vez leía en el
pensamiento de Racucunca, intervino
gravemente:
—La belleza es fugaz; vale menos
que el valor y la sabiduría. Un joven
sabio y valiente puede hacer la dicha de
Cori-Huayta.
Ante tan sentencioso lenguaje, que
significaba para Racucunca un reproche
y para Pillco-Rumi una advertencia,
aquél, disimulando sus intenciones,
replicó:
—Mañana, a la hora de los
sacrificios, lo consultaré en las entrañas
del llama.
Y mientras Racucunca, ceñudo y
solemne, salía por un lado y Karu-
Ricag, tranquilo y grave, por otro,
Pillco-Rumi, con el corazón apretado
por la angustia y la esperanza,
quedábase meditando en su infelicidad.
Por eso en la tarde del día fatal, en
tanto que el regocijo popular se difundía
por la ciudad y en la plaza pública los
corazones de los caballeros destilaban
la miel más pura de sus alegrías; y los
guerreros, coronados de plumas
tropicales, en pelotones compactos,
esgrimían sus picas de puntas y
regatones relucientes, balanceaban los
arcos, blandían las macanas cabezudas,
restregaban las espadas y las flechas,
rastrallaban las hondas y batían las
banderas multicolores; y los
haravicus[*], estacionados en los tres
ángulos de la plaza, cantaban sus más
tiernas canciones eróticas al son de los
cobres estridentes; y las futuras esposas,
prendidas en rubor, coronadas de flores,
enroscadas las gargantas por collares de
huayruros[*] y cuentas de oro, y
envueltas en albas túnicas flotantes,
giraban lentamente, cogidas de las
manos, en torno de la gran piedra de los
sacrificios; y Cori-Huayta, ignorante de
su destino, esperaba la hora de los
desposorios; Pillco-Rumi, de pie sobre
el torreón del occidente, los brazos
aspados sobre el pecho; la curva y
enérgica nariz dilatada y palpitante, la
boca contraída por una crispatura de
soberbia y resolución y la frente surcada
por el arado invisible de un pensamiento
sombrío, encarando al sol el rojizo
rostro, como una interrogación al
destino, hacía esta invocación, mezcla
de impiedad y apóstrofe:
—¿Podrán los hombres más que
Pachacámac? ¿No querrás tú, Padre Sol,
cegar con tus ojos los ojos de aquel que
pretenda posarlos en los encantos de
Cori-Huayta? ¿No podrías tú hacerles
olvidar la ley a los sabios, a los
sacerdotes, a los caballeros? Quiero que
Cori-Huayta sea la alegría de mi vejez;
quiero que en las mañanas, cuando tú
sales y vienes a bañar con el oro de tus
rayos bienhechores la humildad de mi
templo, Cori-Huayta sea la primera que
se bañe en ellos, pero sin que los
hombres encargados de servirte la
contemplen, porque se despertaría en
ellos el irresistible deseo de poseerla.
Cori-Huayta es, señor, digna de ti.
¡Líbrala de los deseos de los hombres!
Y Pillco-Rumi, más tranquilo
después de esta invocación, volviendo
el rostro hacia la multitud, que bullía y
clamoreaba más que nunca, clavó en ella
una indefinida mirada de desprecio. Y al
reparar en Racucunca, que en ese
instante, con un gran espejo cóncavo, de
oro bruñido, recogía un haz de rayos
solares para encender el nevado copo de
algodón, del que había de salir el fuego
sagrado para los sacrificios, levantó el
puño como una maza, escupió al aire y
del arco de su boca salió, como flecha
envenenada, esta frase: «Cori-Huayta no
será tuya, traidor. Yo también, como
Karu-Ricag, adiviné ayer tu
pensamiento. Primero mataré a Cori-
Huayta».
Pero Supay[*], el espíritu malo, que
anda siempre apedreando las aguas de
toda tranquilidad y de toda dicha para
gozarse en verlas revueltas y turbias,
comenzó por turbar el regocijo público.
Repentinamente enmudecieron las
canciones y los cobres musicales,
pararon las danzas, se levantaron
azorados los amautas, temblaron las
doncellas, se le escapó de la diestra al
gran sacerdote el espejo cóncavo,
generador del fuego sagrado, y la
multitud prorrumpió en un inmenso
alarido, que hizo estremecer el corazón
de Cori-Huayta, al mismo tiempo que,
señalando varios puntos del horizonte,
gritaba: «¡Enemigos! ¡Enemigos! Vienen
por nuestras doncellas. ¿Dónde está
Pillco-Rumi? ¡Defiéndenos, Pillco-
Rumi! ¡Pachacámac, defiéndenos!».
Eran tres enormes columnas de
polvo, aparecidas de repente en tres
puntos del horizonte, que parecían tocar
el cielo. Avanzaban, avanzaban…
Pronto circuló la noticia. Eran Maray, de
la tribu de los pascos; Runtus, de la de
los huaylas; y Páucar, de la de los
panataguas, la más feroz y guerrera de
las tribus. Cada uno había anunciado a
Pillco-Rumi su llegada el primer día del
equinoccio de primavera, con el objeto
de disputar la mano de Cori-Huayta,
anuncio que Pillco-Rumi desdeñó,
confiado en su poder y engañado por las
predicciones de los augures.
Los tres llegaban seguidos de sus
ejércitos; los tres habían caminado
durante muchos días, salvando abismos,
desafiando tempestades, talando
bosques, devorando llanuras. Y los tres
llegaban a la misma hora, resueltos a no
ceder ante nadie ni ante nada. Runtus,
durante el viaje, había caminado
pensando: «Mi vejez es sabiduría. La
sabiduría hermosea el rostro y sabe
triunfar de la juventud en el amor». Y
Maray: «La fuerza impone y seduce a
los débiles. Y la mujer es débil y ama al
fuerte». Y Páucar: «La juventud lo puede
todo, puede lo que no alcanza la
sabiduría y la fuerza».
Entonces Pillco-Rumi, que desde el
torreón de su palacio había visto
también aparecer en tres puntos del
horizonte las columnas de polvo que
levantaban hasta el cielo los ejércitos de
Runtus, Páucar y Maray, comprendiendo
a qué venían, en un arranque de suprema
desesperación, exclamó, invocando
nuevamente a Pachacámac: «Padre Sol,
te habla por última vez Pillco-Rumi.
Abrasa la ciudad, inunda el valle, o
mata a Cori-Huayta antes de que yo pase
por el horror de matarla».
Ante esta invocación, salida de lo
más hondo del corazón del Pillco-Rumi,
Pachacámac, que, desde la cima de un
arco iris, había estado viendo
desdeñosamente las intrigas de Supay,
empeñado en producir un conflicto y
ensangrentar la tierra, cogió una
montaña de nieve y la arrojó a los pies
de Páucar, que ya penetraba a la ciudad,
convirtiéndose al caer en bullicioso río.
Páucar se detuvo. Después lanzó otra
montaña delante de Maray, con el mismo
resultado, y Maray se detuvo también. Y
a Runtus, que, como el menos impetuoso
y el más retrasado, todavía demoraba en
llegar, se limitó a tirarle de espaldas de
un soplo. Luego clavó en cada uno de
los tres guerreros la mirada y
convirtioles, junto con sus ejércitos, en
tres montañas gigantescas. No satisfecho
aún de su obra, volvió los ojos a Cori-
Huayta, que asustada, había corrido a
refugiarse al lado de su padre, y
mirándola amorosamente exclamó:
¡Huáñucuy![*] y Cori-Huayta, más
hermosa, más exuberante, más seductora
que nunca, cayó fulminada en los brazos
de Pillco-Rumi.
Ante tal cataclismo, la tribu de los
pillcos, aterrorizada, huyó, yendo a
establecerse en otra región, donde fundó
una nueva ciudad con el nombre de
Huáñucuy, o Huánuco, en memoria de la
gran voz imperiosa que oyeran
pronunciar a Pachacámac.
Desde entonces Runtus, Páucar y
Maray están donde los sorprendió la
cólera de Pachacámac, esperando que
ésta se aplaque, para que el Huallaga y
el Higueras tornen a sus montañas de
nieve y la hija de Pillco-Rumi vuelva a
ser la Flor de Oro del gran valle
primaveral de los pillcos…
Marabamba, Rondos y
Paucarbamba.
Tres moles, tres cumbres, tres
centinelas que se yerguen en torno de la
ciudad de los Caballeros de León de
Huánuco. Los tres jirca-yayag[*], que
llaman los indios.
Marabamba es una aparente
regularidad geométrica, coronada de
tres puntas, el cono clásico de las
explosiones geológicas, la figura menos
complicada, más simple que afectan
estas moles que viven en perpetua
ansiedad de altura; algo así como la vela
triangular de un barco perdido entre el
oleaje de este mar pétreo llamado los
Andes.
Marabamba es a la vez triste y bello,
con la belleza de los gigantes y la
tristeza de las almas solitarias. En sus
flancos graníticos no se ve ni el verde
de las plantas, ni el blanco de los
vellones, ni el rojo de los tejados, ni el
humo de las chozas. Es perpetuamente
gris, con el gris melancólico de las
montañas muertas y abandonadas.
Durante el día, en las horas de sol,
desata todo el orgullo de su fiereza,
vibra, reverbera, abrasa, crepita. El
fantasma de la insolación pasea entonces
por sus flancos. En las noches lunares su
tristeza aumenta hasta reflejarse en el
alma del observador y hacerle pensar en
el silencio trágico de las cosas. Parece
un predestinado a no sentir la garra
inteligente del arado, ni la linfa
fecundante del riego, ni la germinación
de la semilla bienhechora. Es una de
esas tantas inutilidades que la naturaleza
ha puesto delante del hombre como para
abatir su orgullo o probar su
inteligencia. Mas quién sabe si
Marabamba no sea realmente una
inutilidad, quién sabe si en sus entrañas
duerme algún metal de esos que la
codicia insaciable del hombre
transformará mañana en moneda, riel,
máquina o instrumento de vida o muerte.
Rondos es el desorden, la confusión,
el tumulto, el atropellamiento de una
fuerza ciega y brutal que odia la forma,
la rectitud, la simetría. Es la crispadura
de una ola hidrópica de furia, condenada
perpetuamente a no saber del espasmo
de la ola que desfallece en la playa. En
cambio es movimiento, vida, esperanza,
amor, riqueza. Por sus arrugas, por sus
pliegues sinuosos y profundos el agua
corre y se bifurca, desgranando entre los
precipicios y las piedras sus canciones
cristalinas y monótonas; rompiendo con
la fuerza demoledora de su empuje los
obstáculos y lanzando sobre el valle, en
los días tempestuosos, olas de fango y
remolinos de piedras enormes, que
semejan el galope aterrador de una
manada de paquidermos enfurecidos…
Rondos, por su aspecto, parece uno
de esos cerros artificiales y caprichosos
que la imaginación de los creyentes
levanta en los hogares cristianos en la
noche de Navidad. Vense allí cascadas
cristalinas y paralelas; manchas de
trigales verdes y dorados; ovejas que
pacen lentamente entre los riscos;
pastores que van hilando su copo de
lana enrollado, como ajorca, al brazo;
grutas tapizadas de helechos, que lloran
eternamente lágrimas puras y
transparentes como diamantes; toros que
restriegan sus cuernos contra las rocas y
desfogan su impaciencia con alaridos
entrecortados; bueyes que aran
resignados y lacrimosos, lentos y
pensativos, cual si marcharan
abrumados por la nostalgia de una
potencia perdida; cabras que triscan
indiferentes sobre la cornisa de una
escarpadura escalofriante; árboles
cimbrados por el peso de dorados y
sabrosos frutos; maizales que semejan
cuadros de indios empenachados; cactus
que parecen hidras, que parecen pulpos,
que parecen boas. Y en medio de todo
esto, la nota humana, enteramente
humana, representada por casitas
blancas y rojas, que de día humean y de
noche brillan como faros escalonados en
un mar de tinta. Y hasta tiene una iglesia,
decrépita, desvencijada, a la cual las
inclemencias de las tempestades y la
incuria del indio, contagiado ya de
incredulidad, van empujando
inexorablemente a la disolución. Una
vejez que se disuelve en las aguas del
tiempo.
Paucarbamba no es como
Marabamba ni como Rondos, tal vez
porque no pudo ser como éste o porque
no quiso ser como aquél. Paucarbamba
es un cerro áspero, agresivo, turbulento,
como forjado en una hora de soberbia.
Tiene erguimientos satánicos, actitudes
amenazadoras, gestos de piedra que
anhelara triturar carnes, temblores de
leviatán furioso, repliegues que
esconden abismos traidores, crestas que
retan el cielo. De cuando en cuando
verdea y florece y alguna de sus arterias
precipita su sangre blanca en el llano.
Es de los tres el más escarpado, el más
erguido, el más soberbio. Mientras
Marabamba parece un gigante sentado y
Rondos un gigante tendido y con los
brazos en cruz, Paucarbamba parece un
gigante de pie, ceñudo y amenazador. Se
diría que Marabamba piensa, Rondos
duerme y Paucarbamba vigila.
Los tres colosos se han situado en
torno de la ciudad, equidistantemente,
como defensa y amenaza a la vez.
Cuando la niebla intenta bajar al valle
en los días grises y fríos, ellos, con
sugestiones misteriosas, la atraen, la
acarician, la entretienen y la adormecen
para después, con manos invisibles --
manos de artífice de ensueño— hacerse
turbantes y albornoces, collares y
coronas. Y ellos son también los que
refrenan y encauzan la furia de los
vientos montañeses, los que entibian las
caricias cortantes y traidoras de los
vientos puneños y los que en las horas
en que la tempestad suelta su jauría de
truenos desvían hacia sus cumbres las
cóleras flagelantes del rayo.
Y son también amenaza; amenaza de
hoy, de mañana, de quién sabe cuándo.
Una amenaza llamada a resolverse en
convulsión, en desmoronamiento, en
catástrofe. Porque ¿quién puede decir
que mañana no proseguirán su marcha?
Las montañas son caravanas en
descanso, evoluciones en tregua, cóleras
refrenadas, partos indefinidos. La
llanura de ayer es la montaña de hoy, y
la montaña de hoy será el abismo o el
valle de mañana.
Lo que no sería extraño.
Marabamba, Rondos y Paucarbamba
tienen geológicamente vida. Hay días en
que murmuran, en que un tumulto de
voces interiores pugna por salir para
decirle algo a los hombres. Y esas voces
no son las voces argentinas de sus
metales yacentes, sino voces de
abismos, de oquedades, de gestaciones
terráqueas, de fuerzas que están
buscando en un dislocamiento el reposo
definitivo.
Por eso una tarde en que yo, sentado
sobre un peñón del Paucarbamba,
contemplaba con nostalgia de llanura
cómo se hundía el sol tras la cumbre del
Rondos, al levantarme, excitado por el
sacudimiento de un temblor, Pillco, el
indio más viejo, más taimado, más
supersticioso, más rebelde, en una
palabra, más incaico de Llicua me
decía, poseído de cierto temor solemne:
--Jirca-yayag, bravo. Jirca-yayag,
con hambre, taita[*].
—¿Quién es Jirca-yayag?
—Paucarbamba, taita. Padre
Paucarbamba pide ouejas, cuca,
bescochos, confuetes.
—¡Ah, Paucarbamba come como los
hombres y es goloso como los niños!
Quiere confites y bizcochos.
--Au[*], taita. Cuando pasa mucho
tiempo sin comer, Paucarbamba
piñashcaican. Cuando come,
cushiscaican.
—No voy entendiéndote, Pillco.
--Piñashcaican, malhumor;
cushiscaican, alegría, taita.
—¿Pero tú crees de buena fe, Pillco,
que los cerros son como los hombres?
--Au, taita. Jircas comen; jircas
hablan; jircas son dioses. De día callan,
piensan, murmuran o duermen. De noche
andan. Pillco no mirar noche jircas;
hacen daño. Noches nubladas jircas
andar más, comer más, hablar más. Se
juntan y conversan. Si yo te contara,
taita, por qué jircas Rondos,
Paucarbamba y Marabamba están aquí…
II
Y he aquí lo que me contó el indio
más viejo, más taimado, más
supersticioso y más rebelde de Llicua,
después de haberme hecho andar muchos
días tras él, de ofrecerle dinero, que
desdeñó señorialmente, de regalarle
muchos puñados de coca y de
prometerle, por el alma de todos los
jircas andinos, el silencio para que su
leyenda no sufriera las profanaciones de
la lengua del blanco, ni la cólera
implacable de los jircas Paucarbamba,
Rondos y Marabamba. «Sobre todo --
me dijo con mucho misterio— que no
sepa Paucarbamba. Vivo al pie, taita».
Maray, Runtus y Páucar[*] fueron tres
guerreros venidos de tres lejanas
comarcas. Páucar vino de la selva;
Runtus, del mar; Maray, de las punas. De
los tres, Páucar era el más joven y
Runtus, el más viejo. Los tres estuvieron
a punto de chocar un día, atraídos por la
misma fuerza: el amor. Pillco-Rumi[*],
curaca de la tribu de los pillcos,
después de haber tenido hasta cincuenta
hijos, todos varones, tuvo al fin una
hembra, es decir una orcoma, pues no
volvió a tener otra hija. Pillco-Rumi por
esta circunstancia puso en ella todo su
amor, todo su orgullo, y su amor fue tal
que a medida que su hija crecía iba
considerándola más digna de
Pachacámac que de los hombres. Nació
tan fresca, tan exuberante, tan bella que
la llamó desde ese instante Cori-
Huayta[*], y Cori-Huayta fue el orgullo
del curacazgo, la ambición de los
caballeros, la codicia de los sacerdotes,
la alegría de Pillco-Rumi, la
complacencia de Pachacámac. Cuando
salía en su litera a recoger flores y
granos para la fiesta del Raymi[*],
seguida de sus doncellas y de sus
criados, las gentes se asomaban a las
puertas para verla pasar y los caballeros
detenían su marcha embelesados,
mirándose después, durante muchos
días, recelosos y mudos.
Pillco-Rumi sabía de estas cosas y
sabía también que, según la ley del
curacazgo, su hija estaba destinada a ser
esposa de algún hombre. Si la
esterilidad era considerada como una
maldición entre los pillcos, la castidad
voluntaria, la castidad sin voto, era
tenida como un signo de orgullo, que
debía ser abatido, so pena de ser
sacrificada la doncella a la cólera de los
dioses. Y la ley de los pillcos prescribía
que los varones debían contraer
matrimonio a los veinte años y las
mujeres a los dieciocho. Pillco-Rumi no
estaba conforme con la ley. Pillco-Rumi
sintió rebeldías contra ella y comenzó a
odiarla y a pensar en la manera de
eludirla. Según él, Cori-Huayta estaba
por encima de la ley. La ley no se había
puesto en el caso de que un padre que
tuviera una orcoma habría
necesariamente de casarla. Cuando se
tiene varias hijas, bien puede cederse
todas, menos la elegida por el padre
para el cuidado de su vejez. Y cuando se
tiene una como Cori-Huayta, pensaba
Pillco-Rumi, todos los hombres,
sumados, no merecen la dicha de
poseerla.
Y Pillco-Rumi, que, además de
padre tierno, era hombre resuelto y
animoso, juró ante su padre el Sol que
Cori-Huayta no sería de los hombres
sino de Pachacámac.
III
Y llegó el día en que Pillco-Rumi
debía celebrar en la plaza pública el
matrimonio de todos los jóvenes aptos
según la ley.
La víspera Pillco-Rumi había
llamado a su palacio a Racucunca[*], el
gran sacerdote, y a Karu-Ricag[*], el más
prudente de los amautas[*], para
consultarles el modo de eludir el
cumplimiento de la ley matrimonial.
El amauta dijo:
—La sabiduría de un curaca está en
cumplir la ley. El que mejor la cumple
es el más sabio y el mejor padre de sus
súbditos.
Y el gran sacerdote, que no había
querido ser el primero en hablar:
—Sólo hay dos medios: sacrificar a
Cori-Huayta o dedicarla al culto de
nuestro padre el Sol.
Pillco-Rumi se apresuró a objetar:
—Cori-Huayta cumplirá mañana
dieciocho años; ha pasado ya de la edad
en que una doncella entra al servicio de
Pachacámac.
—Para nuestro Padre —repuso
Racucunca— todas las doncellas son
iguales. Sólo exige juventud.
Y el gran sacerdote, a quien Cori-
Huayta desde dos años atrás venía
turbándole la quietud, hasta hacerle
meditar horribles sacrilegios, y que
parecía leer en el pensamiento de
Pillco-Rumi, añadió:
—No hay hombre en tu curacazgo
digno de Cori-Huayta.
El amauta, que a su vez leía en el
pensamiento de Racucunca, intervino
gravemente:
—La belleza es fugaz; vale menos
que el valor y la sabiduría. Un joven
sabio y valiente puede hacer la dicha de
Cori-Huayta.
Ante tan sentencioso lenguaje, que
significaba para Racucunca un reproche
y para Pillco-Rumi una advertencia,
aquél, disimulando sus intenciones,
replicó:
—Mañana, a la hora de los
sacrificios, lo consultaré en las entrañas
del llama.
Y mientras Racucunca, ceñudo y
solemne, salía por un lado y Karu-
Ricag, tranquilo y grave, por otro,
Pillco-Rumi, con el corazón apretado
por la angustia y la esperanza,
quedábase meditando en su infelicidad.
Por eso en la tarde del día fatal, en
tanto que el regocijo popular se difundía
por la ciudad y en la plaza pública los
corazones de los caballeros destilaban
la miel más pura de sus alegrías; y los
guerreros, coronados de plumas
tropicales, en pelotones compactos,
esgrimían sus picas de puntas y
regatones relucientes, balanceaban los
arcos, blandían las macanas cabezudas,
restregaban las espadas y las flechas,
rastrallaban las hondas y batían las
banderas multicolores; y los
haravicus[*], estacionados en los tres
ángulos de la plaza, cantaban sus más
tiernas canciones eróticas al son de los
cobres estridentes; y las futuras esposas,
prendidas en rubor, coronadas de flores,
enroscadas las gargantas por collares de
huayruros[*] y cuentas de oro, y
envueltas en albas túnicas flotantes,
giraban lentamente, cogidas de las
manos, en torno de la gran piedra de los
sacrificios; y Cori-Huayta, ignorante de
su destino, esperaba la hora de los
desposorios; Pillco-Rumi, de pie sobre
el torreón del occidente, los brazos
aspados sobre el pecho; la curva y
enérgica nariz dilatada y palpitante, la
boca contraída por una crispatura de
soberbia y resolución y la frente surcada
por el arado invisible de un pensamiento
sombrío, encarando al sol el rojizo
rostro, como una interrogación al
destino, hacía esta invocación, mezcla
de impiedad y apóstrofe:
—¿Podrán los hombres más que
Pachacámac? ¿No querrás tú, Padre Sol,
cegar con tus ojos los ojos de aquel que
pretenda posarlos en los encantos de
Cori-Huayta? ¿No podrías tú hacerles
olvidar la ley a los sabios, a los
sacerdotes, a los caballeros? Quiero que
Cori-Huayta sea la alegría de mi vejez;
quiero que en las mañanas, cuando tú
sales y vienes a bañar con el oro de tus
rayos bienhechores la humildad de mi
templo, Cori-Huayta sea la primera que
se bañe en ellos, pero sin que los
hombres encargados de servirte la
contemplen, porque se despertaría en
ellos el irresistible deseo de poseerla.
Cori-Huayta es, señor, digna de ti.
¡Líbrala de los deseos de los hombres!
Y Pillco-Rumi, más tranquilo
después de esta invocación, volviendo
el rostro hacia la multitud, que bullía y
clamoreaba más que nunca, clavó en ella
una indefinida mirada de desprecio. Y al
reparar en Racucunca, que en ese
instante, con un gran espejo cóncavo, de
oro bruñido, recogía un haz de rayos
solares para encender el nevado copo de
algodón, del que había de salir el fuego
sagrado para los sacrificios, levantó el
puño como una maza, escupió al aire y
del arco de su boca salió, como flecha
envenenada, esta frase: «Cori-Huayta no
será tuya, traidor. Yo también, como
Karu-Ricag, adiviné ayer tu
pensamiento. Primero mataré a Cori-
Huayta».
Pero Supay[*], el espíritu malo, que
anda siempre apedreando las aguas de
toda tranquilidad y de toda dicha para
gozarse en verlas revueltas y turbias,
comenzó por turbar el regocijo público.
Repentinamente enmudecieron las
canciones y los cobres musicales,
pararon las danzas, se levantaron
azorados los amautas, temblaron las
doncellas, se le escapó de la diestra al
gran sacerdote el espejo cóncavo,
generador del fuego sagrado, y la
multitud prorrumpió en un inmenso
alarido, que hizo estremecer el corazón
de Cori-Huayta, al mismo tiempo que,
señalando varios puntos del horizonte,
gritaba: «¡Enemigos! ¡Enemigos! Vienen
por nuestras doncellas. ¿Dónde está
Pillco-Rumi? ¡Defiéndenos, Pillco-
Rumi! ¡Pachacámac, defiéndenos!».
Eran tres enormes columnas de
polvo, aparecidas de repente en tres
puntos del horizonte, que parecían tocar
el cielo. Avanzaban, avanzaban…
Pronto circuló la noticia. Eran Maray, de
la tribu de los pascos; Runtus, de la de
los huaylas; y Páucar, de la de los
panataguas, la más feroz y guerrera de
las tribus. Cada uno había anunciado a
Pillco-Rumi su llegada el primer día del
equinoccio de primavera, con el objeto
de disputar la mano de Cori-Huayta,
anuncio que Pillco-Rumi desdeñó,
confiado en su poder y engañado por las
predicciones de los augures.
Los tres llegaban seguidos de sus
ejércitos; los tres habían caminado
durante muchos días, salvando abismos,
desafiando tempestades, talando
bosques, devorando llanuras. Y los tres
llegaban a la misma hora, resueltos a no
ceder ante nadie ni ante nada. Runtus,
durante el viaje, había caminado
pensando: «Mi vejez es sabiduría. La
sabiduría hermosea el rostro y sabe
triunfar de la juventud en el amor». Y
Maray: «La fuerza impone y seduce a
los débiles. Y la mujer es débil y ama al
fuerte». Y Páucar: «La juventud lo puede
todo, puede lo que no alcanza la
sabiduría y la fuerza».
Entonces Pillco-Rumi, que desde el
torreón de su palacio había visto
también aparecer en tres puntos del
horizonte las columnas de polvo que
levantaban hasta el cielo los ejércitos de
Runtus, Páucar y Maray, comprendiendo
a qué venían, en un arranque de suprema
desesperación, exclamó, invocando
nuevamente a Pachacámac: «Padre Sol,
te habla por última vez Pillco-Rumi.
Abrasa la ciudad, inunda el valle, o
mata a Cori-Huayta antes de que yo pase
por el horror de matarla».
Ante esta invocación, salida de lo
más hondo del corazón del Pillco-Rumi,
Pachacámac, que, desde la cima de un
arco iris, había estado viendo
desdeñosamente las intrigas de Supay,
empeñado en producir un conflicto y
ensangrentar la tierra, cogió una
montaña de nieve y la arrojó a los pies
de Páucar, que ya penetraba a la ciudad,
convirtiéndose al caer en bullicioso río.
Páucar se detuvo. Después lanzó otra
montaña delante de Maray, con el mismo
resultado, y Maray se detuvo también. Y
a Runtus, que, como el menos impetuoso
y el más retrasado, todavía demoraba en
llegar, se limitó a tirarle de espaldas de
un soplo. Luego clavó en cada uno de
los tres guerreros la mirada y
convirtioles, junto con sus ejércitos, en
tres montañas gigantescas. No satisfecho
aún de su obra, volvió los ojos a Cori-
Huayta, que asustada, había corrido a
refugiarse al lado de su padre, y
mirándola amorosamente exclamó:
¡Huáñucuy![*] y Cori-Huayta, más
hermosa, más exuberante, más seductora
que nunca, cayó fulminada en los brazos
de Pillco-Rumi.
Ante tal cataclismo, la tribu de los
pillcos, aterrorizada, huyó, yendo a
establecerse en otra región, donde fundó
una nueva ciudad con el nombre de
Huáñucuy, o Huánuco, en memoria de la
gran voz imperiosa que oyeran
pronunciar a Pachacámac.
Desde entonces Runtus, Páucar y
Maray están donde los sorprendió la
cólera de Pachacámac, esperando que
ésta se aplaque, para que el Huallaga y
el Higueras tornen a sus montañas de
nieve y la hija de Pillco-Rumi vuelva a
ser la Flor de Oro del gran valle
primaveral de los pillcos…