Cachorro de tigre (Enrique Lopez Albujar)
I
Me lo trajeron una mañana. Su
aspecto inspiraba lástima. Por su
estatura aparentaba doce años, pero por
su vivacidad y por la chispa de malicia
con que miraba todo y su manera de
disimular cuando se veía sorprendido en
sus observaciones, bien podría
atribuírsele quince.
Y no sólo era una especie de enigma
por la edad, sino también por lo que
pudiera hacer o pensar. Mánam, mánam,
era la respuesta que daba a todo. No
sabía nada ni nada entendía, pero con
los ojos parecía decir lo contrario. Y
como tampoco supo decirnos su nombre
en los primeros días, o no quiso decirlo,
y era necesario llamarle por alguno,
resolví rebautizar a tan pequeña persona
con el de Ishaco, así en quechua, ya
para que lo entendiera bien y le sonara
agradablemente a sus oídos de chaulán
cerril, ya para que obedeciera mejor
cuanto se le iba a ordenar en lo
sucesivo.
Verdad que su apellido lo supe
desde el primer momento, pero me
parecía impropio llamarle por él, no
sólo por lo inusitado, sino para evitarme
el compromiso de satisfacer a cada
instante la curiosidad pública sobre su
procedencia. Y no se crea que el
apellido significase una rareza, una
extravagancia o un equívoco, cosa tan
corriente entre los indios. El apellido no
podía ser más español: Magariño. Pero
es que pesaba sobre él una celebridad
tan triste…
¡Magariño! Así se había llamado,
hasta poco antes de la llegada del
muchacho, una especie de Rey del
Monte andino, que durante diez años
había vivido asolando pueblos, raptando
y violando mujeres, asesinando hombres
y arreando centenares de cabezas de
ganado de toda especie al reino
misterioso de sus estancias, hasta que la
bala de uno de sus tenientes le puso
término a sus terribles correrías.
Además, el mismo chico, por no sé
qué razones, había contribuido a este
silencio, a esta extinción del apellido
paternal. Así se le hubiera llamado por
él cien veces, el indiecillo no habría
contestado jamás. Donde cualquier otro
muchacho hubiese acabado por ceder, él
supo mantenerse inalterable, impasible,
sereno, inquebrantable… Así logró
imponerles a todos su nuevo nombre de
Ishaco y pocos días después nadie
volvió a llamarle por Magariño.
Pronto se hizo Ishaco necesario para
todo: para los recados, para las
compras, para la cocina, para la mesa,
para mis hijos, hasta para el Juzgado,
cuyo aseo y arreglo aprendió en un
santiamén, con lo que probó que el
cerebro de un chaulán no es tan
refractario a la idea de orden como
parece. Y se hizo el necesario, no por
ser el único, sino porque, viéndole todos
su voluntad, su paciencia, su
acomodamiento, su prontitud para hacer
las cosas, todos acabaron por descargar
en él gran parte de sus obligaciones,
cosa, desde otro punto de vista, muy
propia de la humana naturaleza. Ishaco
quedó, pues, convertido en la piedra
angular de mi servidumbre, y también en
cabeza de turco cuando alguien
necesitaba aliviarse de una disculpa.
Todo lo bueno lo hacían los demás; todo
lo mal, Ishaco.
Y con qué facilidad se fue enterando
de todo. Antes del mes llamaba todas las
cosas por sus nombres. Cuando vio la
máquina de coser quedose largo tiempo
mirándola y dando vueltas en torno de
ella; y cuando la vio funcionar, empezó a
reír nerviosamente y a zapatear, como si
estuviese bailando cashua. Y rió tanto
que todos acabaron por reír también.
—¿Te ha gustado la máquina? Es
para coser vestidos. Aquí se te va a
coser camisas, sacos, pantalones…
Verás qué buenmozo vas a quedar con el
vestido que te van a coser.
—¿Y máquina cose gente también?
—preguntó con cierta curiosidad no
exenta de malicia.
—No, hombre; a la gente no se la
cose.
Ishaco volvió a reír más fuerte; pero
ya no con risa ingenua, sino con risa que
parecía responder a un extraño
pensamiento, pues al retirarse murmuró:
—¡Qué bueno coser Valerio!
II
La persona que me trajo a Ishaco, un
sargento de gendarmes, me dijo:
—Ya que no he podido traerle,
señor, las pieles de zorro que le
prometí, pues la batida no nos ha dejado
tiempo para nada, le traigo, en cambio,
uno vivo.
Y mostrándome al indiecito, añadió:
—Ahí donde usted lo ve, señor,
tiene su geniecito, pues es nada menos
que hijo del famoso Magariño.
—¿De Adeodato?
—Del mismo, señor, según nos
dijeron en Chaulán cuando nos vieron
entrar con él al pueblo.
—¿Y por qué me lo traes a mí?
—Porque me lo ha mandado el
mayor.
—No me parece bien; han debido
entregárselo a cualquiera de sus
parientes. ¿Que no tiene hermanos, tíos,
abuelos…?
—Si nadie nos ha querido decir,
señor, en Chaulán, quiénes son sus
parientes, ni recibirlo tampoco. El
gobernador decía que podíamos
dejárselo al alcalde, y el alcalde, que al
gobernador. Con decirle a usted que el
señor cura, al saber quién era el
muchacho, lo santiguó y se negó también
a recibirlo. Todos temían
comprometerse.
—¿Comprometerse por tan poca
cosa?--
Es que usted no sabe las
costumbres de esas gentes, señor.
Cuando corre sangre entre dos familias,
como ahora entre los Valerio y los
Magariño, el que protege a uno de ellos
se trae el enojo de los otros. Esas gentes
odian como demonios, señor.
—¿Y el juez de paz? ¿Qué hizo el
juez de paz?
—El juez de paz también hizo el
quite, señor. ¿Sabe usted lo que dijo?
«Hijo de bandolero no sirve. Si los
Valerio saben que está aquí un hijo de
Magariño vendrán por él, lo retacearán
y me quemarán la casa; y si lo saben los
Magariño, dirán que les he secuestrado
al pariente y vendrán también a pedirme
cuentas. Llévatelo, taita; no sirve». Y el
mayor cargó con él.
Y puesto yo en la disyuntiva de
rechazar la criatura por una simple
cuestión de forma, para que fuera a
parar quién sabe en qué manos, o dar en
algunos de los cuarteles, donde correría
el riesgo de pervertirse, o de aceptarlo y
mantenerlo en mi poder hasta que fuera
reclamado por alguno de sus deudos,
opté por esto último, y el vástago de uno
de los bandoleros más famosos de estos
desventurados campos andinos entró a
ser un miembro más de mi familia.
III
El chico comenzó a medrar
prodigiosamente. Parecía crecer por
centímetros. Aquella faz, terrosa y
resquebrajada por las inclemencias de
las alturas, con que llegó a mi casa, fue
adquiriendo paulatinamente la tersura y
el brillo de un rostro juvenil. La
ablución cotidiana, el cabello cortado al
rape, la manera de vestir y calzar, el
trato y estimación que se le diera desde
el primer momento, contribuyeron a
darle aire de decencia y visible
expresión de simpatía. De todo lo que
pareció enterarse perfectamente el indio,
así como del valer personal a tan poca
costa adquirido.
Se paraba delante del espejo largo
rato y, después de mirarse por sus cuatro
costados, acababa por sacarle la lengua
o mostrarle el puño a la imagen que
tenía delante. Y era de verle en sus ratos
de repentina expansión, allá en el
interior del hogar, frente a la
servidumbre, derrochando imitación y
comicidad, hasta hacer desternillar de
risa al auditorio.
—¿Cómo anda patrón Francisco?
¿No saben cómo anda patrón Francisco?
Patrón anda así… ¿Y señorita?…
Señorita ríe así… Y cuando patrón está
despacho y preso delante, va para allá,
viene para acá, da vueltas como cabro
encerrado, se baja gorra, junta cejas así
y después grita: «Estás mintiendo; te
conozco ojos, ¡zamarro!».
Y cambiando de tema, con
volubilidad desconcertante, comenzaba
a explotar el de los motes, acabando por
enojar a todos.
—Tú —dirigiéndose a la cocinera--
pareces sachavaca[*]; tú —al
mayordomo, que es un negro mozo y
poco amigo de bromas—, añás[*]. ¡Fo!
Añás…
A lo que el negro, que desde la
llegada del indio miraba a éste con
cierta ojeriza, echábasele encima con
las más aviesas intenciones, que Ishaco
sabía burlar con un simple salto de tigre
y una rápida fuga.
Y de estas cómicas expansiones
Ishaco venía a parar al libro de lectura,
que abría por cualquier página, y
comenzaba a deletrear antojadizamente,
con seriedad de colegial contraído. Y no
lo hacía mal a la hora de dar la lección.
Su memoria era tanta, que le bastaba uno
o dos repasos para repetir de una tirada
hasta media página. Su memoria visual,
plástica especialmente, era prodigiosa.
En un momento aprendió a ver la hora en
el reloj, a distinguir los periódicos
ilustrados de los que no lo eran y a
saber sus nombres, a conocer el valor de
las estampillas y lo que era una factura y
una carta.
Al lado de estas manifestaciones de
una inteligencia vivaz, había otras de
una animalidad extraña, que habrían
confundido a un psicólogo y a las que,
posiblemente, ningún poder hubiese
podido corregir o atenuar. Se cazaba los
piojos y se los comía deleitosamente,
después de verlos andar sobre la uña; se
hurtaba los pedazos de carne cruda y
sangrienta y los engullía con la rapidez y
voracidad de un martín-pescador;
recogía en cualquier cazo la sangre de
los animales degollados y, humeante
aún, se la bebía a tragantadas, después
con risotadas bestiales el cloqueo que
aquélla hiciera al pasarle por la tráquea;
hacía provisiones de sebo y de piltrafas,
recogidas en la cocina, ocultándolas en
cualquier escondrijo, para sacarlas más
tarde en plena descomposición y
devorarlas a solas y tranquilamente. Era
a ratos perdidos un insectívoro y un
antropófago.
Por la carne era capaz de todo, y aun
cuando a la hora de comer no tenía
preferencias por ninguna, roja o blanca,
cruda o cocida, podrida o fresca, tierna
o dura, los trozos crudos y
sanguinolentos, acabados de traer del
mercado, causábanle como una especie
de sádico enternecimiento. Para él
habría sido un placer revolcarse, a la
manera del gato cuando olfatea algo que
excita su sensibilidad, sobre un colchón
de carne roja y palpitante. Diríase que la
vista y el olor de la carne cruda
despertaban en él quién sabe qué
rabiosos gustos ancestrales, pues su
boca de batracio se distendía en una
sonrisa bestial, hasta mostrar el
clavijero purpúreo de las encías, y los
ojos saltones le brillaban con el innoble
brillo de la codicia.
Fue esta pasión la que una vez llevó
al indio a pasear en triunfo, sobre una
improvisada pica, el corazón de un toro,
sorteando las persecuciones de la
cocinera y canturreando un aire
indígena.
—¡Trae acá, bandido! Voy a decirle
al señor para que te quite a latigazos la
maña de jugar con las cosas de mi
cocina.
—¡Silencio, sachavaca! No
molestes, que estoy muy alegre. Déjame
pasear corazoncito. Así voy pasear
corazón Valerio y comérmelo después.
IV
Había reparado yo que Ishaco,
cuando no respondía inmediatamente a
mis llamadas, al presentarse revelaba
azoramiento, y, sin esperar que le
interrogara por la demora, comenzaba a
disculparse tontamente.
—Estoy barriendo despacho, taita
—díjome en cierta ocasión.
—¿Y esta mañana no lo barriste?
—Sacudí no más mesa, taita.
Esta manera de responder se me hizo
sospechosa y resolví espiarlo. El chico
era demasiado curioso y su curiosidad
podía llevarle lejos. Además, en el
despacho había cosas capaces de
tentarle. Ya se le había sorprendido
encaramado en la consola, haciendo
girar la manecilla del reloj y tecleando
también en la máquina de escribir.
La ocasión no tardó en llegar.
Hallábame en una habitación continua al
despacho, entregado al estudio de un
expediente, cuando comencé a percibir
una serie de golpecillos secos,
crepitantes, que me indicaron que
alguien andaba en el despacho. Me
levanté presuroso y atisbé.
Era Ishaco, que se entretenía en
restallar una carabina, apuntándole a un
blanco imaginario. Su manera de
manejar el arma me dejó asombrado.
Con admirable precisión llevaba y traía
el manubrio, simulando el acto de cargar
y descargar, y se encaraba el arma y
hacía funcionar el disparador en los dos
tiempos reglamentarios.
La carabina, casi tan grande como el
muchacho, que en manos tales hubiera
podido tomarse por un pasatiempo,
manejada en esa forma sugería la idea
del peligro. Aquello dejaba de ser una
simple distracción para convertirse en
un ensayo amenazador y siniestro. Lo
había observado muy bien. El semblante
de Ishaco no revelaba la satisfacción de
una curiosidad infantil, sino la expresión
de un pensamiento torcido y precoz.
Descubríase en él cierta gravedad que
inspiraba respeto. ¿Qué ideas terribles
bullirían en ese momento en aquel
cerebro quechua? ¿Qué odios
dominarían en esa almita risueña e
inocente, al parecer para todos, pero
realmente seria y sombría, cuando
estaba a solas, bajo el peso de la
nostalgia? ¿Habría en esta bestiezuela
recién domada razón suficiente para que
el complicado sentimiento de la
venganza hubiese echado ya raíces en su
corazón? ¿Se habría percatado ya de la
triste condición en que lo había dejado
la bala de un asesino?
—¿Qué haces, Ishaco? —exclamé,
interrumpiéndole en su siniestro
ejercicio.
El indio apenas se inmutó.
—Limpiando carabina, taita. Armas
sucias, taita.
—¿Limpiando? ¿Y con qué la estás
limpiando? No te veo nada en las
manos.
Ishaco no se turbó por la
observación.
—Voy a llevarla a mi cuarto. Mi
cuarto tengo trapo listo, cordel para
limpiar cañón, grasa para untar piezas.
—¿Y quién te ha enseñado todo eso?
—Padre Deudatu. Yo limpiar
siempre sus carabinas.
—¿Tenía muchas?
El indio sonrió por toda respuesta.
—¿Sabes tú qué arma es ésta?
Seguramente no lo sabes.
La sonrisa del indio expresó
entonces un dejo de ironía, que pude
interpretar en este sentido: «¡Si tú
supieras lo que yo sé de armas!». Y,
como para comprobarlo, añadí:
—Es un winchester, muy peligroso
para los niños. No vuelvas a tocarlo
porque puede hacer fuego y herirte.
—No es güincher, taita; manglir es.
Mi padre Deudatu tenía muchas de
éstas. Domingos me prestaba una y yo
salía cazar venado y tumbar cóndor.
Carne venado gustarle mucho mi padre.
—Está bien. Vete y cuidado con que
vuelvas a tocar estas armas sin orden
mía.
Ishaco puso la carabina en el
armario y se retiró mientras yo,
disgustado por lo que acababa de ver y
de oír, comencé a pensar en la manera
de deshacerme de tan extraña criatura.
V
—Estaré viendo marcharse al indio
y no lo creeré. Le has tomado algún
cariño al muchacho.
—Es natural; hace seis meses que
está con nosotros. ¿No admiras su
inteligencia, su pasmoso espíritu de
adaptación?
—Lo admiro, y admiro más la
facilidad con que aprende todo; pero ya
verás los disgustos que nos esperan por
su culpa. El indio en ciertos momentos
es un demonio. A nadie respeta más que
a ti, y eso sólo cuando estás presente.
Y mi mujer intentó ponerle fin al
diálogo con un marcado gesto de
disgusto.
—Todo lo que hace es propio de la
edad, hijita. A su edad todos hemos
hecho, más o menos, las mismas
travesuras. ¡Pobres los niños serios!
—Es que lo que Ishaco hace son
perversidades que espeluznan. No hace
muchos días que cazó un zorzal, lo
desplumó, lo pintó de verde y lo metió
en una jaula con el guacamayo.
Naturalmente el guacamayo lo destrozó.
¿Y ayer? Ayer hizo otra atrocidad. Colgó
al pavo de las patas y lo dejó así hasta
que el gallo le deshizo la cabeza a
picotazos y patadas. Una salvajada sin
nombre.
—Tienes razón. Una bestialidad que
me pone en el caso de salir de él
cualquier día.
—Y no es eso lo peor; lo peor es
que hace las cosas y las niega, aunque lo
sorprendas ejecutándolas. «¿Quién ha
hecho esto?». «¿Quién será, pues,
señorita?». Nada sabe; es un bendito.
—Es el gran defecto de la raza. La
verdad que daña rara vez la confiesa del
indio, aunque se trate de una pequeñez.
Lo cierto era que el indio me tenía
ya harto con sus travesuras diabólicas, a
pesar de la excelencia de su servicio. Si
a los doce o quince años Ishaco hacía
tales cosas, ¿de qué no sería capaz a los
veinte, a los treinta, cuando, ya dueño de
su libertad y entregado a sus propios
impulsos, se echara a correr por esas
tierras de ambiente corruptor que le
vieron nacer? Porque ¿cómo pensar que
Ishaco habría de renunciar para siempre
a la vida del campo, a la vuelta al seno
de los suyos?
Fuera de que su permanencia en mi
casa sólo podía ser temporal, ni yo me
sentía inclinado a tomarle
definitivamente a mi servicio, ni él era,
por su origen y su raza, de los indios que
se resignan a vivir uncidos al yugo de la
servidumbre. El indio margosino, el
indio chaulán, como el de todas las
tierras andinas, crece respirando un aire
de bravía independencia y, ya hombre,
sabe, por la voz de la sangre y de la
tradición, que no hay envilecimiento
mayor para un indio que el de servirle
domésticamente al misti. Son como las
ranas: cantan y gozan bajo las ardientes
caricias del sol, pero, a lo mejor, huyen
de él y tornan al charco cenagoso y
pestilente. Pobres, ignorantes,
explotados, perseguidos, tristes,
trashumantes, roñosos, pero libres,
libres en sus montañas ásperas, en sus
despeñaderos horripilantes, en sus
quebradas atronadoras y sombrías, en
sus punas desoladas e inclementes;
como el jaguar, como el zorro, como el
venado, como el cóndor, como la
llama… Ésta es la ley, su ley, y el que la
quebranta es porque los corpúsculos de
alguna sangre servil han traicionado a la
raza. ¿Qué vale para el indio la luz de
todas las civilizaciones juntas,
disfrutada al amparo de la ciudad,
comparada con un rayo de sol,
disfrutado al amor de sus majestuosas
cumbres andinas? Y así como el misti
cuanto más culto es, tanto más cerca
vive de las idealidades, de los
ensueños, así el indio, a medida que es
mayor su incultura, más poseído se
siente por las realidades de la
naturaleza. La cultura es para él un bien
que desprecia, y la comodidad, un yugo
que odia.
VI
La noticia de la muerte de Adeodato
Magariño cayó en la provincia entera
como un alivio. Era un enorme peso el
que se les quitaba a todos de encima, un
peso que no dejaba respirar libremente a
cuantos tenían necesidad de viajar por
las tierras en que por muchos años fue
amo y señor el feroz bandolero. Y era
una vergüenza también para los
representantes del poder público.
Todas las improvisadas
persecuciones dirigidas contra el
terrible chaulán habían fracasado
ruidosamente. Mientras la fuerza pública
redoblaba la furia de sus marchas,
combinando audaces e infalibles planes
de captura, gastando energías dignas de
más nobles empeños, él, Magariño,
sereno y audaz, confiando en su
profundo conocimiento del suelo que
pisaba, intuitivo estratega, con una
rápida contramarcha, con un simple
flanqueo, con el señuelo de una falsa
pista, con la destrucción de un huaro o
la obstrucción de un camino, dejaba
burlados y en ridícula situación a sus
perseguidores; y éstos, hartos al fin de
fatigas, de malas noches de hambre, de
frío y de lluvias, decepcionados y
mugrientos, sin fuerzas para espolear sus
macilentas y despeadas cabalgaduras,
optaban por abandonar la partida y
volverse.
Y cuando volvían, su vuelta, en vez
de aquietar los ánimos, servía sólo para
escandalizarlos, pues de cada excursión
lo único que traían eran indios infelices,
denunciados como bandoleros por la
inquina lugareña, numerosas puntas de
ganado lanar y vacuno y escopetas
viejas y rifles inservibles, para
disimular con estas recolecciones
vandálicas la inutilidad de sus batidas.
Y cuando la imprudencia y la
delación pusieron alguna vez al indio en
la alternativa de batirse a muerte o
entregarse, él no vaciló jamás en jugar
serena y valientemente su vida,
arremetiendo con tal pujanza y furia que
todo cedía a su paso; y siempre supo
escapar dejando tras de sí la admiración
y la muerte.
Se diría que el indio gozaba con esta
vida de inquietud y peligro, que su
naturaleza fuerte y bravía necesitaba de
estas persecuciones violentas, en las
que, mientras sus perseguidores
desplegaban toda la habilidad de un
cazador apasionado, él desplegaba toda
la ferocidad del tigre y toda la astucia
del zorro. De aquí que la persecución se
convirtiese en una especie de duelo a
muerte, en el que, más que la vida
misma, lo que más se temía perder era el
triunfo. Y cada fracaso era un reclamo
más para el bandolero, cuya triste
celebridad agrandábase hasta circundar
su figura de una aureola romántica.
El nombre de Magariño llegó a
adquirir proporciones de pesadilla en la
imaginación de sus perseguidores y de
leyenda en la de las almas sencillas. No
transcurría un mes sin que se hablara de
sus asaltos, de sus saqueos, de sus
incendios, de sus asesinatos y de sus
cuatrerías. Comenzaron a cantarse sus
aventuras en las aldeas, en las estancias,
en los pueblos, en todas partes,
pintándosele en ellas no sólo como un
puma valiente, comedor de corazones,
sino como el bandolero más rumboso y
bravo de todos los tiempos. Lo de
siempre: la fantasía popular exagerando
y retocando la leyenda del héroe.
Los hechos de Magariño
repercutieron en todas partes,
trompeteados por la fama. Sólo de una
cosa se guardó silencio: de sus
aventuras amorosas. ¿Y cómo hablar de
ellas, si ellas ocupan un lugar muy
secundario en el pensamiento del indio?
El indio no sólo no hace mérito de sus
conquistas amorosas, sino que ni se
jacta de ellas ni las convierte en gloria
de sus héroes. Es como el chino. ¿Ni qué
importancia atribuirle al donjuanismo si
su parte más meritoria, que es la
conquista del corazón femenino por obra
de la galantería de la rumbosidad, de la
constancia, de la paciencia, del arte, en
una palabra, para el indio es cuestión de
brevedad y fuerza? Quizás si en esta
facilidad misma está la causa de la
mezquina importancia que le da el indio
a la parte romancesca del amor. Y
Magariño, hijo del medio ambiente y de
la raza, tenía indudablemente que
proceder, a la hora de sus expansiones,
no sólo igual a todos sino más
brutalmente, más despóticamente; y
aquella fuerza era su cualidad más
preponderante. Por esta razón sus
triunfos amorosos se reducían a golpes
de fuerza, violaciones y estupros,
prólogos o epílogos de sus invasiones y
salteos.
Y toda esta armazón de triste gloria
había caído deshecha al golpe de una
bala certera, allá en las soledades de
una estancia recóndita, perdida entre la
quietud hierática de las cumbres
inholladas y el níveo sudario de la puna
bravía. Una hora de festejo y alcohol y
de confianza también, rara en un hombre
que siempre desconfió de todo, lo puso
a merced de un compañero traidor. Un
pretexto cualquiera exaltó los ánimos, y
los vocablos injuriosos, y las miradas
retadoras y los puños amenazadores
sobrevinieron. Magariño, ciego por esta
actitud de su contrario, que significaba
para él una insolencia inaudita, se
perdió. Al pretender coger su carabina
para castigar a su teniente Valerio, éste,
que tenía ya previsto el choque y que
contaba, además, con la complicidad de
sus compañeros, anticipándose, disparó
contra su jefe, hiriéndole mortalmente.
Sobre los yacentes despojos del
formidable chaulán, se irguió entonces
la anónima figura de una nueva y
sombría celebridad. El nombre de
Felipe Valerio comenzó a sonar en todas
partes y las miradas de las gentes
volviéronse a él llenas de curiosidad.
VII
Se inició la audiencia y Felipe
Valerio compareció entre dos
gendarmes. Era Valerio un indio alto y
desmirriado, de rostro lampiño, y largo
como el reflejo de una imagen en un
espejo cóncavo, y en el cual lo caído y
curvo de la nariz tenía reminiscencias de
garra, y su mirar, oblicuo y falso,
causaba la impresión de estar frente a
una hiena.
Su captura había sido obra de la
casualidad, como la mayor parte de
ellas. El indio, astuto y audaz, acosado
por los gendarmes y los deudos de
Magariño, había tenido que refugiarse
en Huánuco, y mientras todos
desesperaban de cogerle, él, bajo un
nombre supuesto, dejaba pasar
tranquilamente la furia de la
persecución, al amparo de un hogar del
barrio de San Pedro. Pero una
imprudencia lo descubrió. Una mañana
que recorría el comercio de la ciudad,
en busca de las clásicas cápsulas del 44,
un pariente de Magariño lo reconoció y
lo entregó a la policía.
Contra lo que yo esperaba, Valerio
no negó su delito. En regular castellano
y con una franqueza y una minuciosidad
inusitadas por los hombres de su raza,
que saben siempre oponer el laconismo
o la negativa al interrogatorio más
exigente, él refirió todo, dejándole, por
supuesto, una puerta de escape a su
defensa. Él no había matado a Magariño
por puro gusto, por pura maldad. Nada
de esto. Como Magariño era de muy
malas entrañas, y muy madrugador en lo
de meterle una puñalada o un tiro a
cualquiera, al verse amenazado por él
no hizo más que adelantarse y disparar,
pero con tan mala suerte que su pobre
amigo no volvió a levantarse más.
Y terminado el interrogatorio, que
Valerio firmó tranquilamente, ordené:
—¡Llévenlo!
Valerio me hizo una humilde
genuflexión, cogió su poncho, que había
arrojado al suelo al entrar, y salió,
dejándome entregado a mis
suposiciones.
Pero no había transcurrido un minuto
de su salida cuando un alboroto,
proveniente del patio, me sacó de mi
abstracción. Lo primero que se me
ocurrió fue que Valerio se había fugado.
Me precipité al balcón y pregunté:
—¿Qué pasa?
No fue necesaria la respuesta: el
cuadro que tenía delante me la dio, y
muy significativa. Valerio, medio
descrismado, se debatía en el suelo, sin
que la ayuda de los gendarmes fuese
suficiente para levantarle. Bajé y
púseme a examinarle: una herida enorme
abarcábale media cabeza, y la sangre,
que le manaba a borbotones, comenzó a
formar charco. A su lado yacía una
piedra de moler, que, en medio de su
mutismo, parecía acusar a alguien.
—¿Quién es el que le ha tirado la
piedra? —interrogué, tonante y
amenazador—. Que se asomen todos los
de arriba.
Una fila de azoradas cabezas
apareció por entre las puertas de los
antepechos y, después de revisarlas
todas, como notase que faltaban Pedro e
Ishaco, lleno de sospecha, volví a
preguntar:
—¿Dónde está Pedro? ¿Dónde está
Ishaco? ¿Por qué no se asoman ésos…?
—Aquí estamos, señor —respondió
el primero—. Estaba persiguiendo a
Ishaco, que no se dejaba coger y quería
escaparse por la huerta. Él es el que ha
tirado la piedra a ese hombre. Yo lo he
visto, señor…
Y corroborando esto, la cocinera,
que también se había asomado, dijo:
—Es la piedra de moler de mi
cocina. Hace rato que vi a Ishaco salir
con ella y al preguntarle por qué llevaba
la piedra, me contestó: «que iba a
abrirle la cabeza a un perro».
Ishaco no protestó contra ambas
acusaciones. Enfurruñado como un gato
rabioso cogido por la cola, se limitaba a
morderle las manos al negro para que lo
soltase, repitiendo de rato en rato esta
frase, a manera de vindicación:
—¡Ese perro mató mi padre! ¡Ese
perro mató mi padre!…
VIII
Tan luego como la policía me lo
comunicó y se llenaron las formalidades
del caso, me constituí en la cárcel a
interrogar al preso.
Se trataba de Ishaco, el indiecillo
aquel que un tiempo fue el rebullicio y
tormento de mi casa, y, a pesar de esto,
la alegría también. Había caído en
manos de la justicia cuando el
sangriento episodio, que puso en peligro
la vida de un hombre, lo tenía ya casi
olvidado, lo mismo que todos los hechos
que se sucedieron después: la fuga de
Felipe Valerio del hospital, a donde se
le remitió para su curación, y la de
Ishaco, de la casa en que me vi obligado
a depositarle.
Y no había vuelto a saber de este
último de manera precisa. De cuando en
cuando algún vago y anónimo rumor
traíame a la memoria el recuerdo de su
famoso e inextinguible apellido, y
entonces, por asociación de ideas, mi
imaginación reconstruía el drama de la
tarde aquella en que, mientras todos
nerviosos y horrorizados, bajamos a
auxiliar a Valerio, el indiecillo,
apercollado por el negro, contemplaba
su obra con espantosa tranquilidad.
Pero cuando los rumores se
repitieron y los hechos espeluznantes se
precisaron, acabé por fijar en ellos la
atención. Primero se habló de que, al
frente de una banda numerosa, un hijo de
Adeodato Magariño había aparecido de
repente en las tierras de Chaulán y había
saqueado e incendiado las propiedades
de los Valerio; después, que el mismo
bandolero había rodeado y batido a una
fuerza de gendarmes y degollado a los
prisioneros; más tarde, que Felipe
Valerio había sido cogido por el hijo de
Magariño, y que éste, en venganza de la
muerte de su padre, después de haberle
tenido toda una noche colgado por los
pies, lo había mutilado paulatinamente
en el espacio de varios días.
Esta manera de torturar, igual a la
que Ishaco practicase en cierta ocasión
en mi casa con uno de mis animales, me
llevó a pensar en si no sería aquello
idea del mismo cerebro y obra de la
misma mano. Porque al ser ciertos todos
esos horrores y su autor el hijo de
Magariño, ¿no era lo más acertado
suponer que Ishaco fuese uno de los de
la banda y el inspirador de esos odiosos
refinamientos de crueldad? Aquella
diabólica idea de colgar a los hombres
por los pies toda una noche… Aquella
vivisección lenta y sañuda, digna de un
suplicio chinesco…
Pero mis dudas se habían
desvanecido repentinamente. Ahora no
tenía ya que pensar en cuál de los hijos
de Magariño le había sucedido en su
infamante celebridad. Un parte policial
y una sucinta descripción del alcaide me
hicieron comprender que se trataba de
Ishaco, de aquel cachorro de tigre, que,
cuando se le castigaba, en vez de llorar,
barbotaba no sé qué palabras quechuas y
mordía para que lo soltasen.
Y lleno de asombro, a pesar de
encontrarme ya con el ánimo preparado,
le vi comparecer.
—¡Buenos días, taita!
—Buenos días. Siéntate.
—¡Gracias, taita!
Había crecido mucho y cambiado
más. Toda aquella desmedrada
apariencia, con que viniera a mi casa en
otro tiempo, había desaparecido. Tenía
un aire reposado y todas las trazas de un
hombre. Sus ojos miraban firmemente,
sin la esquivez ni el disimulo de los de
la generalidad de su raza, y, por más que
le observé, no pude descubrir en ellos ni
fiereza ni crueldad. Se diría que todos
aquellos cuadros de horror y de sangre,
obra de su voluntad y de su bárbara
inventiva, que, seguramente, había
tenido que ver desfilar durante su corta,
pero ruda y atormentada vida de
bandolero, no habían impreso la menor
huella en sus ojos. Por el contrario,
tenían éstos un aire tal de simplicidad,
de limpidez, que desconcertaban, que
hacían pensar en que, si los ojos son el
espejo del alma, no siempre el alma se
encuentra reflejada en ellos.
Su traje, a pesar de su desaliño y
sencillez, revelaba decencia y
comodidad: pantalón de paño gris,
recios zapatones de becerro, hermoso
poncho listado de hilo, que le llegaba a
los muslos, y un pañuelo blanco, al
parecer de seda, anudado a la cabeza, a
la manera de un labriego español.
Al preguntarle por su nombre, me
miró significativamente y respondió
sonriendo:
—Diego Magariño para todos, taita;
para ti Ishaco.
A semejante respuesta, sentí que
algo se conmovió dentro de mí, pero el
poder de mi voluntad o la fuerza del
hábito, que todo podía ser, lo sofocó, sin
permitir que asomara a mi rostro. Y para
romper el silencio que reinaba en la
sala, interrumpido sólo por el nervioso
rasgueo con que el actuario parecía
arañar el papel sellado, silencio que, no
sé por qué razón, causábame extraño
malestar, dije, por decir algo:
—¡Quítate el poncho!
El acusado vaciló un momento; pero,
sugestionado por mi mirar imperativo,
se lo quitó, no sin cierta lentitud, que a
mí me pareció sospechosa.
—Ponlo en la banca.
Todo fue quitarse el poncho Ishaco y
comenzar yo a sentir una pesada y
sofocante hediondez, que iba
aumentando a cada movimiento que
hacía el indio para colocarse detrás de
la espalda el huallqui. Todos
comenzamos a mirarnos con
desconfianza.
—Es el poncho, señor —exclamó el
actuario.
—No creo que sea el poncho —dije
yo—. Lo que siento es un olor a
podredumbre.
Y acordándome de repente de las
nauseabundas aficiones de Ishaco,
añadí:--
Acércate y abre el huallqui.
Quiero ver lo que tienes en el huallqui.
—Fiambrecito, taita. Para qué
sacarlo, taita. No te va a gustar.
—Sácalo: quiero verlo.
El indio, dominado, sumiso, metió la
mano al huallqui y sacó, sin
repugnancia, un lío, cuya fetidez, a
medida que lo desenvolvía, iba
haciéndose más insoportable. Dos trozos
de carne aparecieron.
—Carnecita, taita —dijo
mostrándome el contenido, pero con
reserva.
—¿Carne? —repitió el actuario
acercándose al indio—. No lo creo.
¡Parecen ojos, señor!
Di un salto, miré atentamente y,
después de cerciorarme de que lo que el
indio tenía en la mano eran realmente
dos ojos, le pregunté, lleno de horror:
—¿De quién son esos ojos, canalla?
—De Valerio, taita. Se los saqué
para que no me persiguiera la justicia.
Y aquellos dos pedazos de carne
globular, gelatinosos y lívidos, como
bolsas de tarántula, eran, efectivamente,
dos ojos humanos que parecían mirar y
sugerir el horror de cien tragedias.
Me lo trajeron una mañana. Su
aspecto inspiraba lástima. Por su
estatura aparentaba doce años, pero por
su vivacidad y por la chispa de malicia
con que miraba todo y su manera de
disimular cuando se veía sorprendido en
sus observaciones, bien podría
atribuírsele quince.
Y no sólo era una especie de enigma
por la edad, sino también por lo que
pudiera hacer o pensar. Mánam, mánam,
era la respuesta que daba a todo. No
sabía nada ni nada entendía, pero con
los ojos parecía decir lo contrario. Y
como tampoco supo decirnos su nombre
en los primeros días, o no quiso decirlo,
y era necesario llamarle por alguno,
resolví rebautizar a tan pequeña persona
con el de Ishaco, así en quechua, ya
para que lo entendiera bien y le sonara
agradablemente a sus oídos de chaulán
cerril, ya para que obedeciera mejor
cuanto se le iba a ordenar en lo
sucesivo.
Verdad que su apellido lo supe
desde el primer momento, pero me
parecía impropio llamarle por él, no
sólo por lo inusitado, sino para evitarme
el compromiso de satisfacer a cada
instante la curiosidad pública sobre su
procedencia. Y no se crea que el
apellido significase una rareza, una
extravagancia o un equívoco, cosa tan
corriente entre los indios. El apellido no
podía ser más español: Magariño. Pero
es que pesaba sobre él una celebridad
tan triste…
¡Magariño! Así se había llamado,
hasta poco antes de la llegada del
muchacho, una especie de Rey del
Monte andino, que durante diez años
había vivido asolando pueblos, raptando
y violando mujeres, asesinando hombres
y arreando centenares de cabezas de
ganado de toda especie al reino
misterioso de sus estancias, hasta que la
bala de uno de sus tenientes le puso
término a sus terribles correrías.
Además, el mismo chico, por no sé
qué razones, había contribuido a este
silencio, a esta extinción del apellido
paternal. Así se le hubiera llamado por
él cien veces, el indiecillo no habría
contestado jamás. Donde cualquier otro
muchacho hubiese acabado por ceder, él
supo mantenerse inalterable, impasible,
sereno, inquebrantable… Así logró
imponerles a todos su nuevo nombre de
Ishaco y pocos días después nadie
volvió a llamarle por Magariño.
Pronto se hizo Ishaco necesario para
todo: para los recados, para las
compras, para la cocina, para la mesa,
para mis hijos, hasta para el Juzgado,
cuyo aseo y arreglo aprendió en un
santiamén, con lo que probó que el
cerebro de un chaulán no es tan
refractario a la idea de orden como
parece. Y se hizo el necesario, no por
ser el único, sino porque, viéndole todos
su voluntad, su paciencia, su
acomodamiento, su prontitud para hacer
las cosas, todos acabaron por descargar
en él gran parte de sus obligaciones,
cosa, desde otro punto de vista, muy
propia de la humana naturaleza. Ishaco
quedó, pues, convertido en la piedra
angular de mi servidumbre, y también en
cabeza de turco cuando alguien
necesitaba aliviarse de una disculpa.
Todo lo bueno lo hacían los demás; todo
lo mal, Ishaco.
Y con qué facilidad se fue enterando
de todo. Antes del mes llamaba todas las
cosas por sus nombres. Cuando vio la
máquina de coser quedose largo tiempo
mirándola y dando vueltas en torno de
ella; y cuando la vio funcionar, empezó a
reír nerviosamente y a zapatear, como si
estuviese bailando cashua. Y rió tanto
que todos acabaron por reír también.
—¿Te ha gustado la máquina? Es
para coser vestidos. Aquí se te va a
coser camisas, sacos, pantalones…
Verás qué buenmozo vas a quedar con el
vestido que te van a coser.
—¿Y máquina cose gente también?
—preguntó con cierta curiosidad no
exenta de malicia.
—No, hombre; a la gente no se la
cose.
Ishaco volvió a reír más fuerte; pero
ya no con risa ingenua, sino con risa que
parecía responder a un extraño
pensamiento, pues al retirarse murmuró:
—¡Qué bueno coser Valerio!
II
La persona que me trajo a Ishaco, un
sargento de gendarmes, me dijo:
—Ya que no he podido traerle,
señor, las pieles de zorro que le
prometí, pues la batida no nos ha dejado
tiempo para nada, le traigo, en cambio,
uno vivo.
Y mostrándome al indiecito, añadió:
—Ahí donde usted lo ve, señor,
tiene su geniecito, pues es nada menos
que hijo del famoso Magariño.
—¿De Adeodato?
—Del mismo, señor, según nos
dijeron en Chaulán cuando nos vieron
entrar con él al pueblo.
—¿Y por qué me lo traes a mí?
—Porque me lo ha mandado el
mayor.
—No me parece bien; han debido
entregárselo a cualquiera de sus
parientes. ¿Que no tiene hermanos, tíos,
abuelos…?
—Si nadie nos ha querido decir,
señor, en Chaulán, quiénes son sus
parientes, ni recibirlo tampoco. El
gobernador decía que podíamos
dejárselo al alcalde, y el alcalde, que al
gobernador. Con decirle a usted que el
señor cura, al saber quién era el
muchacho, lo santiguó y se negó también
a recibirlo. Todos temían
comprometerse.
—¿Comprometerse por tan poca
cosa?--
Es que usted no sabe las
costumbres de esas gentes, señor.
Cuando corre sangre entre dos familias,
como ahora entre los Valerio y los
Magariño, el que protege a uno de ellos
se trae el enojo de los otros. Esas gentes
odian como demonios, señor.
—¿Y el juez de paz? ¿Qué hizo el
juez de paz?
—El juez de paz también hizo el
quite, señor. ¿Sabe usted lo que dijo?
«Hijo de bandolero no sirve. Si los
Valerio saben que está aquí un hijo de
Magariño vendrán por él, lo retacearán
y me quemarán la casa; y si lo saben los
Magariño, dirán que les he secuestrado
al pariente y vendrán también a pedirme
cuentas. Llévatelo, taita; no sirve». Y el
mayor cargó con él.
Y puesto yo en la disyuntiva de
rechazar la criatura por una simple
cuestión de forma, para que fuera a
parar quién sabe en qué manos, o dar en
algunos de los cuarteles, donde correría
el riesgo de pervertirse, o de aceptarlo y
mantenerlo en mi poder hasta que fuera
reclamado por alguno de sus deudos,
opté por esto último, y el vástago de uno
de los bandoleros más famosos de estos
desventurados campos andinos entró a
ser un miembro más de mi familia.
III
El chico comenzó a medrar
prodigiosamente. Parecía crecer por
centímetros. Aquella faz, terrosa y
resquebrajada por las inclemencias de
las alturas, con que llegó a mi casa, fue
adquiriendo paulatinamente la tersura y
el brillo de un rostro juvenil. La
ablución cotidiana, el cabello cortado al
rape, la manera de vestir y calzar, el
trato y estimación que se le diera desde
el primer momento, contribuyeron a
darle aire de decencia y visible
expresión de simpatía. De todo lo que
pareció enterarse perfectamente el indio,
así como del valer personal a tan poca
costa adquirido.
Se paraba delante del espejo largo
rato y, después de mirarse por sus cuatro
costados, acababa por sacarle la lengua
o mostrarle el puño a la imagen que
tenía delante. Y era de verle en sus ratos
de repentina expansión, allá en el
interior del hogar, frente a la
servidumbre, derrochando imitación y
comicidad, hasta hacer desternillar de
risa al auditorio.
—¿Cómo anda patrón Francisco?
¿No saben cómo anda patrón Francisco?
Patrón anda así… ¿Y señorita?…
Señorita ríe así… Y cuando patrón está
despacho y preso delante, va para allá,
viene para acá, da vueltas como cabro
encerrado, se baja gorra, junta cejas así
y después grita: «Estás mintiendo; te
conozco ojos, ¡zamarro!».
Y cambiando de tema, con
volubilidad desconcertante, comenzaba
a explotar el de los motes, acabando por
enojar a todos.
—Tú —dirigiéndose a la cocinera--
pareces sachavaca[*]; tú —al
mayordomo, que es un negro mozo y
poco amigo de bromas—, añás[*]. ¡Fo!
Añás…
A lo que el negro, que desde la
llegada del indio miraba a éste con
cierta ojeriza, echábasele encima con
las más aviesas intenciones, que Ishaco
sabía burlar con un simple salto de tigre
y una rápida fuga.
Y de estas cómicas expansiones
Ishaco venía a parar al libro de lectura,
que abría por cualquier página, y
comenzaba a deletrear antojadizamente,
con seriedad de colegial contraído. Y no
lo hacía mal a la hora de dar la lección.
Su memoria era tanta, que le bastaba uno
o dos repasos para repetir de una tirada
hasta media página. Su memoria visual,
plástica especialmente, era prodigiosa.
En un momento aprendió a ver la hora en
el reloj, a distinguir los periódicos
ilustrados de los que no lo eran y a
saber sus nombres, a conocer el valor de
las estampillas y lo que era una factura y
una carta.
Al lado de estas manifestaciones de
una inteligencia vivaz, había otras de
una animalidad extraña, que habrían
confundido a un psicólogo y a las que,
posiblemente, ningún poder hubiese
podido corregir o atenuar. Se cazaba los
piojos y se los comía deleitosamente,
después de verlos andar sobre la uña; se
hurtaba los pedazos de carne cruda y
sangrienta y los engullía con la rapidez y
voracidad de un martín-pescador;
recogía en cualquier cazo la sangre de
los animales degollados y, humeante
aún, se la bebía a tragantadas, después
con risotadas bestiales el cloqueo que
aquélla hiciera al pasarle por la tráquea;
hacía provisiones de sebo y de piltrafas,
recogidas en la cocina, ocultándolas en
cualquier escondrijo, para sacarlas más
tarde en plena descomposición y
devorarlas a solas y tranquilamente. Era
a ratos perdidos un insectívoro y un
antropófago.
Por la carne era capaz de todo, y aun
cuando a la hora de comer no tenía
preferencias por ninguna, roja o blanca,
cruda o cocida, podrida o fresca, tierna
o dura, los trozos crudos y
sanguinolentos, acabados de traer del
mercado, causábanle como una especie
de sádico enternecimiento. Para él
habría sido un placer revolcarse, a la
manera del gato cuando olfatea algo que
excita su sensibilidad, sobre un colchón
de carne roja y palpitante. Diríase que la
vista y el olor de la carne cruda
despertaban en él quién sabe qué
rabiosos gustos ancestrales, pues su
boca de batracio se distendía en una
sonrisa bestial, hasta mostrar el
clavijero purpúreo de las encías, y los
ojos saltones le brillaban con el innoble
brillo de la codicia.
Fue esta pasión la que una vez llevó
al indio a pasear en triunfo, sobre una
improvisada pica, el corazón de un toro,
sorteando las persecuciones de la
cocinera y canturreando un aire
indígena.
—¡Trae acá, bandido! Voy a decirle
al señor para que te quite a latigazos la
maña de jugar con las cosas de mi
cocina.
—¡Silencio, sachavaca! No
molestes, que estoy muy alegre. Déjame
pasear corazoncito. Así voy pasear
corazón Valerio y comérmelo después.
IV
Había reparado yo que Ishaco,
cuando no respondía inmediatamente a
mis llamadas, al presentarse revelaba
azoramiento, y, sin esperar que le
interrogara por la demora, comenzaba a
disculparse tontamente.
—Estoy barriendo despacho, taita
—díjome en cierta ocasión.
—¿Y esta mañana no lo barriste?
—Sacudí no más mesa, taita.
Esta manera de responder se me hizo
sospechosa y resolví espiarlo. El chico
era demasiado curioso y su curiosidad
podía llevarle lejos. Además, en el
despacho había cosas capaces de
tentarle. Ya se le había sorprendido
encaramado en la consola, haciendo
girar la manecilla del reloj y tecleando
también en la máquina de escribir.
La ocasión no tardó en llegar.
Hallábame en una habitación continua al
despacho, entregado al estudio de un
expediente, cuando comencé a percibir
una serie de golpecillos secos,
crepitantes, que me indicaron que
alguien andaba en el despacho. Me
levanté presuroso y atisbé.
Era Ishaco, que se entretenía en
restallar una carabina, apuntándole a un
blanco imaginario. Su manera de
manejar el arma me dejó asombrado.
Con admirable precisión llevaba y traía
el manubrio, simulando el acto de cargar
y descargar, y se encaraba el arma y
hacía funcionar el disparador en los dos
tiempos reglamentarios.
La carabina, casi tan grande como el
muchacho, que en manos tales hubiera
podido tomarse por un pasatiempo,
manejada en esa forma sugería la idea
del peligro. Aquello dejaba de ser una
simple distracción para convertirse en
un ensayo amenazador y siniestro. Lo
había observado muy bien. El semblante
de Ishaco no revelaba la satisfacción de
una curiosidad infantil, sino la expresión
de un pensamiento torcido y precoz.
Descubríase en él cierta gravedad que
inspiraba respeto. ¿Qué ideas terribles
bullirían en ese momento en aquel
cerebro quechua? ¿Qué odios
dominarían en esa almita risueña e
inocente, al parecer para todos, pero
realmente seria y sombría, cuando
estaba a solas, bajo el peso de la
nostalgia? ¿Habría en esta bestiezuela
recién domada razón suficiente para que
el complicado sentimiento de la
venganza hubiese echado ya raíces en su
corazón? ¿Se habría percatado ya de la
triste condición en que lo había dejado
la bala de un asesino?
—¿Qué haces, Ishaco? —exclamé,
interrumpiéndole en su siniestro
ejercicio.
El indio apenas se inmutó.
—Limpiando carabina, taita. Armas
sucias, taita.
—¿Limpiando? ¿Y con qué la estás
limpiando? No te veo nada en las
manos.
Ishaco no se turbó por la
observación.
—Voy a llevarla a mi cuarto. Mi
cuarto tengo trapo listo, cordel para
limpiar cañón, grasa para untar piezas.
—¿Y quién te ha enseñado todo eso?
—Padre Deudatu. Yo limpiar
siempre sus carabinas.
—¿Tenía muchas?
El indio sonrió por toda respuesta.
—¿Sabes tú qué arma es ésta?
Seguramente no lo sabes.
La sonrisa del indio expresó
entonces un dejo de ironía, que pude
interpretar en este sentido: «¡Si tú
supieras lo que yo sé de armas!». Y,
como para comprobarlo, añadí:
—Es un winchester, muy peligroso
para los niños. No vuelvas a tocarlo
porque puede hacer fuego y herirte.
—No es güincher, taita; manglir es.
Mi padre Deudatu tenía muchas de
éstas. Domingos me prestaba una y yo
salía cazar venado y tumbar cóndor.
Carne venado gustarle mucho mi padre.
—Está bien. Vete y cuidado con que
vuelvas a tocar estas armas sin orden
mía.
Ishaco puso la carabina en el
armario y se retiró mientras yo,
disgustado por lo que acababa de ver y
de oír, comencé a pensar en la manera
de deshacerme de tan extraña criatura.
V
—Estaré viendo marcharse al indio
y no lo creeré. Le has tomado algún
cariño al muchacho.
—Es natural; hace seis meses que
está con nosotros. ¿No admiras su
inteligencia, su pasmoso espíritu de
adaptación?
—Lo admiro, y admiro más la
facilidad con que aprende todo; pero ya
verás los disgustos que nos esperan por
su culpa. El indio en ciertos momentos
es un demonio. A nadie respeta más que
a ti, y eso sólo cuando estás presente.
Y mi mujer intentó ponerle fin al
diálogo con un marcado gesto de
disgusto.
—Todo lo que hace es propio de la
edad, hijita. A su edad todos hemos
hecho, más o menos, las mismas
travesuras. ¡Pobres los niños serios!
—Es que lo que Ishaco hace son
perversidades que espeluznan. No hace
muchos días que cazó un zorzal, lo
desplumó, lo pintó de verde y lo metió
en una jaula con el guacamayo.
Naturalmente el guacamayo lo destrozó.
¿Y ayer? Ayer hizo otra atrocidad. Colgó
al pavo de las patas y lo dejó así hasta
que el gallo le deshizo la cabeza a
picotazos y patadas. Una salvajada sin
nombre.
—Tienes razón. Una bestialidad que
me pone en el caso de salir de él
cualquier día.
—Y no es eso lo peor; lo peor es
que hace las cosas y las niega, aunque lo
sorprendas ejecutándolas. «¿Quién ha
hecho esto?». «¿Quién será, pues,
señorita?». Nada sabe; es un bendito.
—Es el gran defecto de la raza. La
verdad que daña rara vez la confiesa del
indio, aunque se trate de una pequeñez.
Lo cierto era que el indio me tenía
ya harto con sus travesuras diabólicas, a
pesar de la excelencia de su servicio. Si
a los doce o quince años Ishaco hacía
tales cosas, ¿de qué no sería capaz a los
veinte, a los treinta, cuando, ya dueño de
su libertad y entregado a sus propios
impulsos, se echara a correr por esas
tierras de ambiente corruptor que le
vieron nacer? Porque ¿cómo pensar que
Ishaco habría de renunciar para siempre
a la vida del campo, a la vuelta al seno
de los suyos?
Fuera de que su permanencia en mi
casa sólo podía ser temporal, ni yo me
sentía inclinado a tomarle
definitivamente a mi servicio, ni él era,
por su origen y su raza, de los indios que
se resignan a vivir uncidos al yugo de la
servidumbre. El indio margosino, el
indio chaulán, como el de todas las
tierras andinas, crece respirando un aire
de bravía independencia y, ya hombre,
sabe, por la voz de la sangre y de la
tradición, que no hay envilecimiento
mayor para un indio que el de servirle
domésticamente al misti. Son como las
ranas: cantan y gozan bajo las ardientes
caricias del sol, pero, a lo mejor, huyen
de él y tornan al charco cenagoso y
pestilente. Pobres, ignorantes,
explotados, perseguidos, tristes,
trashumantes, roñosos, pero libres,
libres en sus montañas ásperas, en sus
despeñaderos horripilantes, en sus
quebradas atronadoras y sombrías, en
sus punas desoladas e inclementes;
como el jaguar, como el zorro, como el
venado, como el cóndor, como la
llama… Ésta es la ley, su ley, y el que la
quebranta es porque los corpúsculos de
alguna sangre servil han traicionado a la
raza. ¿Qué vale para el indio la luz de
todas las civilizaciones juntas,
disfrutada al amparo de la ciudad,
comparada con un rayo de sol,
disfrutado al amor de sus majestuosas
cumbres andinas? Y así como el misti
cuanto más culto es, tanto más cerca
vive de las idealidades, de los
ensueños, así el indio, a medida que es
mayor su incultura, más poseído se
siente por las realidades de la
naturaleza. La cultura es para él un bien
que desprecia, y la comodidad, un yugo
que odia.
VI
La noticia de la muerte de Adeodato
Magariño cayó en la provincia entera
como un alivio. Era un enorme peso el
que se les quitaba a todos de encima, un
peso que no dejaba respirar libremente a
cuantos tenían necesidad de viajar por
las tierras en que por muchos años fue
amo y señor el feroz bandolero. Y era
una vergüenza también para los
representantes del poder público.
Todas las improvisadas
persecuciones dirigidas contra el
terrible chaulán habían fracasado
ruidosamente. Mientras la fuerza pública
redoblaba la furia de sus marchas,
combinando audaces e infalibles planes
de captura, gastando energías dignas de
más nobles empeños, él, Magariño,
sereno y audaz, confiando en su
profundo conocimiento del suelo que
pisaba, intuitivo estratega, con una
rápida contramarcha, con un simple
flanqueo, con el señuelo de una falsa
pista, con la destrucción de un huaro o
la obstrucción de un camino, dejaba
burlados y en ridícula situación a sus
perseguidores; y éstos, hartos al fin de
fatigas, de malas noches de hambre, de
frío y de lluvias, decepcionados y
mugrientos, sin fuerzas para espolear sus
macilentas y despeadas cabalgaduras,
optaban por abandonar la partida y
volverse.
Y cuando volvían, su vuelta, en vez
de aquietar los ánimos, servía sólo para
escandalizarlos, pues de cada excursión
lo único que traían eran indios infelices,
denunciados como bandoleros por la
inquina lugareña, numerosas puntas de
ganado lanar y vacuno y escopetas
viejas y rifles inservibles, para
disimular con estas recolecciones
vandálicas la inutilidad de sus batidas.
Y cuando la imprudencia y la
delación pusieron alguna vez al indio en
la alternativa de batirse a muerte o
entregarse, él no vaciló jamás en jugar
serena y valientemente su vida,
arremetiendo con tal pujanza y furia que
todo cedía a su paso; y siempre supo
escapar dejando tras de sí la admiración
y la muerte.
Se diría que el indio gozaba con esta
vida de inquietud y peligro, que su
naturaleza fuerte y bravía necesitaba de
estas persecuciones violentas, en las
que, mientras sus perseguidores
desplegaban toda la habilidad de un
cazador apasionado, él desplegaba toda
la ferocidad del tigre y toda la astucia
del zorro. De aquí que la persecución se
convirtiese en una especie de duelo a
muerte, en el que, más que la vida
misma, lo que más se temía perder era el
triunfo. Y cada fracaso era un reclamo
más para el bandolero, cuya triste
celebridad agrandábase hasta circundar
su figura de una aureola romántica.
El nombre de Magariño llegó a
adquirir proporciones de pesadilla en la
imaginación de sus perseguidores y de
leyenda en la de las almas sencillas. No
transcurría un mes sin que se hablara de
sus asaltos, de sus saqueos, de sus
incendios, de sus asesinatos y de sus
cuatrerías. Comenzaron a cantarse sus
aventuras en las aldeas, en las estancias,
en los pueblos, en todas partes,
pintándosele en ellas no sólo como un
puma valiente, comedor de corazones,
sino como el bandolero más rumboso y
bravo de todos los tiempos. Lo de
siempre: la fantasía popular exagerando
y retocando la leyenda del héroe.
Los hechos de Magariño
repercutieron en todas partes,
trompeteados por la fama. Sólo de una
cosa se guardó silencio: de sus
aventuras amorosas. ¿Y cómo hablar de
ellas, si ellas ocupan un lugar muy
secundario en el pensamiento del indio?
El indio no sólo no hace mérito de sus
conquistas amorosas, sino que ni se
jacta de ellas ni las convierte en gloria
de sus héroes. Es como el chino. ¿Ni qué
importancia atribuirle al donjuanismo si
su parte más meritoria, que es la
conquista del corazón femenino por obra
de la galantería de la rumbosidad, de la
constancia, de la paciencia, del arte, en
una palabra, para el indio es cuestión de
brevedad y fuerza? Quizás si en esta
facilidad misma está la causa de la
mezquina importancia que le da el indio
a la parte romancesca del amor. Y
Magariño, hijo del medio ambiente y de
la raza, tenía indudablemente que
proceder, a la hora de sus expansiones,
no sólo igual a todos sino más
brutalmente, más despóticamente; y
aquella fuerza era su cualidad más
preponderante. Por esta razón sus
triunfos amorosos se reducían a golpes
de fuerza, violaciones y estupros,
prólogos o epílogos de sus invasiones y
salteos.
Y toda esta armazón de triste gloria
había caído deshecha al golpe de una
bala certera, allá en las soledades de
una estancia recóndita, perdida entre la
quietud hierática de las cumbres
inholladas y el níveo sudario de la puna
bravía. Una hora de festejo y alcohol y
de confianza también, rara en un hombre
que siempre desconfió de todo, lo puso
a merced de un compañero traidor. Un
pretexto cualquiera exaltó los ánimos, y
los vocablos injuriosos, y las miradas
retadoras y los puños amenazadores
sobrevinieron. Magariño, ciego por esta
actitud de su contrario, que significaba
para él una insolencia inaudita, se
perdió. Al pretender coger su carabina
para castigar a su teniente Valerio, éste,
que tenía ya previsto el choque y que
contaba, además, con la complicidad de
sus compañeros, anticipándose, disparó
contra su jefe, hiriéndole mortalmente.
Sobre los yacentes despojos del
formidable chaulán, se irguió entonces
la anónima figura de una nueva y
sombría celebridad. El nombre de
Felipe Valerio comenzó a sonar en todas
partes y las miradas de las gentes
volviéronse a él llenas de curiosidad.
VII
Se inició la audiencia y Felipe
Valerio compareció entre dos
gendarmes. Era Valerio un indio alto y
desmirriado, de rostro lampiño, y largo
como el reflejo de una imagen en un
espejo cóncavo, y en el cual lo caído y
curvo de la nariz tenía reminiscencias de
garra, y su mirar, oblicuo y falso,
causaba la impresión de estar frente a
una hiena.
Su captura había sido obra de la
casualidad, como la mayor parte de
ellas. El indio, astuto y audaz, acosado
por los gendarmes y los deudos de
Magariño, había tenido que refugiarse
en Huánuco, y mientras todos
desesperaban de cogerle, él, bajo un
nombre supuesto, dejaba pasar
tranquilamente la furia de la
persecución, al amparo de un hogar del
barrio de San Pedro. Pero una
imprudencia lo descubrió. Una mañana
que recorría el comercio de la ciudad,
en busca de las clásicas cápsulas del 44,
un pariente de Magariño lo reconoció y
lo entregó a la policía.
Contra lo que yo esperaba, Valerio
no negó su delito. En regular castellano
y con una franqueza y una minuciosidad
inusitadas por los hombres de su raza,
que saben siempre oponer el laconismo
o la negativa al interrogatorio más
exigente, él refirió todo, dejándole, por
supuesto, una puerta de escape a su
defensa. Él no había matado a Magariño
por puro gusto, por pura maldad. Nada
de esto. Como Magariño era de muy
malas entrañas, y muy madrugador en lo
de meterle una puñalada o un tiro a
cualquiera, al verse amenazado por él
no hizo más que adelantarse y disparar,
pero con tan mala suerte que su pobre
amigo no volvió a levantarse más.
Y terminado el interrogatorio, que
Valerio firmó tranquilamente, ordené:
—¡Llévenlo!
Valerio me hizo una humilde
genuflexión, cogió su poncho, que había
arrojado al suelo al entrar, y salió,
dejándome entregado a mis
suposiciones.
Pero no había transcurrido un minuto
de su salida cuando un alboroto,
proveniente del patio, me sacó de mi
abstracción. Lo primero que se me
ocurrió fue que Valerio se había fugado.
Me precipité al balcón y pregunté:
—¿Qué pasa?
No fue necesaria la respuesta: el
cuadro que tenía delante me la dio, y
muy significativa. Valerio, medio
descrismado, se debatía en el suelo, sin
que la ayuda de los gendarmes fuese
suficiente para levantarle. Bajé y
púseme a examinarle: una herida enorme
abarcábale media cabeza, y la sangre,
que le manaba a borbotones, comenzó a
formar charco. A su lado yacía una
piedra de moler, que, en medio de su
mutismo, parecía acusar a alguien.
—¿Quién es el que le ha tirado la
piedra? —interrogué, tonante y
amenazador—. Que se asomen todos los
de arriba.
Una fila de azoradas cabezas
apareció por entre las puertas de los
antepechos y, después de revisarlas
todas, como notase que faltaban Pedro e
Ishaco, lleno de sospecha, volví a
preguntar:
—¿Dónde está Pedro? ¿Dónde está
Ishaco? ¿Por qué no se asoman ésos…?
—Aquí estamos, señor —respondió
el primero—. Estaba persiguiendo a
Ishaco, que no se dejaba coger y quería
escaparse por la huerta. Él es el que ha
tirado la piedra a ese hombre. Yo lo he
visto, señor…
Y corroborando esto, la cocinera,
que también se había asomado, dijo:
—Es la piedra de moler de mi
cocina. Hace rato que vi a Ishaco salir
con ella y al preguntarle por qué llevaba
la piedra, me contestó: «que iba a
abrirle la cabeza a un perro».
Ishaco no protestó contra ambas
acusaciones. Enfurruñado como un gato
rabioso cogido por la cola, se limitaba a
morderle las manos al negro para que lo
soltase, repitiendo de rato en rato esta
frase, a manera de vindicación:
—¡Ese perro mató mi padre! ¡Ese
perro mató mi padre!…
VIII
Tan luego como la policía me lo
comunicó y se llenaron las formalidades
del caso, me constituí en la cárcel a
interrogar al preso.
Se trataba de Ishaco, el indiecillo
aquel que un tiempo fue el rebullicio y
tormento de mi casa, y, a pesar de esto,
la alegría también. Había caído en
manos de la justicia cuando el
sangriento episodio, que puso en peligro
la vida de un hombre, lo tenía ya casi
olvidado, lo mismo que todos los hechos
que se sucedieron después: la fuga de
Felipe Valerio del hospital, a donde se
le remitió para su curación, y la de
Ishaco, de la casa en que me vi obligado
a depositarle.
Y no había vuelto a saber de este
último de manera precisa. De cuando en
cuando algún vago y anónimo rumor
traíame a la memoria el recuerdo de su
famoso e inextinguible apellido, y
entonces, por asociación de ideas, mi
imaginación reconstruía el drama de la
tarde aquella en que, mientras todos
nerviosos y horrorizados, bajamos a
auxiliar a Valerio, el indiecillo,
apercollado por el negro, contemplaba
su obra con espantosa tranquilidad.
Pero cuando los rumores se
repitieron y los hechos espeluznantes se
precisaron, acabé por fijar en ellos la
atención. Primero se habló de que, al
frente de una banda numerosa, un hijo de
Adeodato Magariño había aparecido de
repente en las tierras de Chaulán y había
saqueado e incendiado las propiedades
de los Valerio; después, que el mismo
bandolero había rodeado y batido a una
fuerza de gendarmes y degollado a los
prisioneros; más tarde, que Felipe
Valerio había sido cogido por el hijo de
Magariño, y que éste, en venganza de la
muerte de su padre, después de haberle
tenido toda una noche colgado por los
pies, lo había mutilado paulatinamente
en el espacio de varios días.
Esta manera de torturar, igual a la
que Ishaco practicase en cierta ocasión
en mi casa con uno de mis animales, me
llevó a pensar en si no sería aquello
idea del mismo cerebro y obra de la
misma mano. Porque al ser ciertos todos
esos horrores y su autor el hijo de
Magariño, ¿no era lo más acertado
suponer que Ishaco fuese uno de los de
la banda y el inspirador de esos odiosos
refinamientos de crueldad? Aquella
diabólica idea de colgar a los hombres
por los pies toda una noche… Aquella
vivisección lenta y sañuda, digna de un
suplicio chinesco…
Pero mis dudas se habían
desvanecido repentinamente. Ahora no
tenía ya que pensar en cuál de los hijos
de Magariño le había sucedido en su
infamante celebridad. Un parte policial
y una sucinta descripción del alcaide me
hicieron comprender que se trataba de
Ishaco, de aquel cachorro de tigre, que,
cuando se le castigaba, en vez de llorar,
barbotaba no sé qué palabras quechuas y
mordía para que lo soltasen.
Y lleno de asombro, a pesar de
encontrarme ya con el ánimo preparado,
le vi comparecer.
—¡Buenos días, taita!
—Buenos días. Siéntate.
—¡Gracias, taita!
Había crecido mucho y cambiado
más. Toda aquella desmedrada
apariencia, con que viniera a mi casa en
otro tiempo, había desaparecido. Tenía
un aire reposado y todas las trazas de un
hombre. Sus ojos miraban firmemente,
sin la esquivez ni el disimulo de los de
la generalidad de su raza, y, por más que
le observé, no pude descubrir en ellos ni
fiereza ni crueldad. Se diría que todos
aquellos cuadros de horror y de sangre,
obra de su voluntad y de su bárbara
inventiva, que, seguramente, había
tenido que ver desfilar durante su corta,
pero ruda y atormentada vida de
bandolero, no habían impreso la menor
huella en sus ojos. Por el contrario,
tenían éstos un aire tal de simplicidad,
de limpidez, que desconcertaban, que
hacían pensar en que, si los ojos son el
espejo del alma, no siempre el alma se
encuentra reflejada en ellos.
Su traje, a pesar de su desaliño y
sencillez, revelaba decencia y
comodidad: pantalón de paño gris,
recios zapatones de becerro, hermoso
poncho listado de hilo, que le llegaba a
los muslos, y un pañuelo blanco, al
parecer de seda, anudado a la cabeza, a
la manera de un labriego español.
Al preguntarle por su nombre, me
miró significativamente y respondió
sonriendo:
—Diego Magariño para todos, taita;
para ti Ishaco.
A semejante respuesta, sentí que
algo se conmovió dentro de mí, pero el
poder de mi voluntad o la fuerza del
hábito, que todo podía ser, lo sofocó, sin
permitir que asomara a mi rostro. Y para
romper el silencio que reinaba en la
sala, interrumpido sólo por el nervioso
rasgueo con que el actuario parecía
arañar el papel sellado, silencio que, no
sé por qué razón, causábame extraño
malestar, dije, por decir algo:
—¡Quítate el poncho!
El acusado vaciló un momento; pero,
sugestionado por mi mirar imperativo,
se lo quitó, no sin cierta lentitud, que a
mí me pareció sospechosa.
—Ponlo en la banca.
Todo fue quitarse el poncho Ishaco y
comenzar yo a sentir una pesada y
sofocante hediondez, que iba
aumentando a cada movimiento que
hacía el indio para colocarse detrás de
la espalda el huallqui. Todos
comenzamos a mirarnos con
desconfianza.
—Es el poncho, señor —exclamó el
actuario.
—No creo que sea el poncho —dije
yo—. Lo que siento es un olor a
podredumbre.
Y acordándome de repente de las
nauseabundas aficiones de Ishaco,
añadí:--
Acércate y abre el huallqui.
Quiero ver lo que tienes en el huallqui.
—Fiambrecito, taita. Para qué
sacarlo, taita. No te va a gustar.
—Sácalo: quiero verlo.
El indio, dominado, sumiso, metió la
mano al huallqui y sacó, sin
repugnancia, un lío, cuya fetidez, a
medida que lo desenvolvía, iba
haciéndose más insoportable. Dos trozos
de carne aparecieron.
—Carnecita, taita —dijo
mostrándome el contenido, pero con
reserva.
—¿Carne? —repitió el actuario
acercándose al indio—. No lo creo.
¡Parecen ojos, señor!
Di un salto, miré atentamente y,
después de cerciorarme de que lo que el
indio tenía en la mano eran realmente
dos ojos, le pregunté, lleno de horror:
—¿De quién son esos ojos, canalla?
—De Valerio, taita. Se los saqué
para que no me persiguiera la justicia.
Y aquellos dos pedazos de carne
globular, gelatinosos y lívidos, como
bolsas de tarántula, eran, efectivamente,
dos ojos humanos que parecían mirar y
sugerir el horror de cien tragedias.