El campeón de la muerte (Enrique Lopez Albujar)
I
Se había puesto el sol y sobre la
impresionante tristeza del pueblo
comenzaba a asperjar la noche sus gotas
de sombra. Liberato Tucto, en cuclillas a
la puerta de su choza, chacchaba[*],
obstinado en que su coca le dijera qué
suerte había corrido su hija, raptada
desde hacía un mes por un mozo del
pueblo, a pesar de su vigilancia.
Durante esos treinta días su consumo
de coca había sobrepasado al de
costumbre. Con regularidad matemática,
sin necesidad de cronómetro que le
precisara el tiempo, cada tres horas, con
rabia sorda y lenta, de indio socarrón, y
cachazudo, metía la mano al huallqui[*],
que, inseparable y terciado al cuerpo,
parecía ser su fuente de consuelo.
Sacaba la hoja sagrada a puñaditos, con
delicadeza de joyero que recogiera
polvo de diamantes, y se la iba
embutiendo y aderezando con la cal de
la shipina[*], la que entraba y salía
rápidamente de la boca como la pala del
horno.
Con la cabeza cubierta por un
cómico gorro de lana, los ojos
semioblicuos y fríos —de frialdad
ofídica— los pómulos de prominencia
mongólica, la nariz curva, agresiva y
husmeadora, la boca tumefacta y
repulsiva por el uso inmoderado de la
coca, que dejaba en los labios un ribete
verdusco y espumoso, y el poncho
listado de colores sombríos en el que
estaba semienvuelto, el viejo Tucto
parecía, más que un hombre de estos
tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada no había
obtenido la misma respuesta. Unas veces
la coca le había parecido dulce y otras
amarga, lo que le tenía desconcertado,
indeciso, sin saber qué partido tomar.
Por antecedentes de notoriedad pública
sabía que Hilario Crispín, el raptor de
su hija, era un indio de malas entrañas,
gran bebedor de chacta[*], ocioso,
amigo de malas juntas y seductor de
doncellas; un mostrenco[*], como
castizamente llaman por estas tierras al
hombre desocupado y vagabundo. Y
para un indio honrado ésta es la peor de
las tachas que puede tener un
pretendiente.
¿A dónde habría llevado el muy
pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría
haciéndola pasar? ¿O la habría
abandonado ya en represalia de la
negativa que él, como hombre juicioso,
le hiciera al padre de Crispín cuando fue
a pedírsela para su hijo?
En estas hondas meditaciones estaba
el viejo Tucto el trigésimo día del rapto
de la añorada doncella, cuando de entre
las sombras de la noche naciente surgió
la torva figura de un hombre que, al
descargar en su presencia el saco que
traía a las espaldas, dijo:
—Viejo, aquí te traigo a tu hija para
que no la hagas buscar tanto, ni andes
por el pueblo diciendo que un mostrenco
se la ha llevado.
Y, sin esperar respuesta, el hombre,
que no era otro que Hilario Crispín,
desató el saco y vació de golpe el
contenido, un contenido nauseabundo,
viscoso, horripilante, sanguinolento,
macabro, que, al caer, se esparció por el
suelo, despidiendo un olor acre y
repulsivo. Aquello era la hija de Tucto
descuartizada con prolijidad y paciencia
diabólicas, escalofriantes, con un
ensañamiento de loco trágico.
Y con sarcasmo diabólico, el indio
Crispín, después de sacudir el saco,
añadió burlonamente:
—No te dejo el saco porque puede
servirme para ti si te atreves a cruzarte
en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo que, pasada la primera
impresión, había logrado
impasibilizarse, levantose y con
tranquilidad, inexplicable en hombres de
otra raza, exclamó:
—Harás bien en llevarte tu saco;
será robado y me traería mala suerte.
Pero ya que me has traído a mi hija
debes dejar algo para las velas del
velorio y para atender a los que vengan
a acompañarme. ¿No tendrás siquiera un
sol?
Crispín, que comprendió también la
feroz ironía del viejo, sin volver la cara
respondió:
—¿Qué te podrá dar un mostrenco?
¿No quisieras una cuchillada, viejo
ladrón?
Y el indio desapareció, rasgando
con una interjección flagelante el
silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el
serpenteo atronador y tormentoso del
Marañón yacen sobre el regazo fértil de
un valle cien chozas desmedradas,
rastreras y revueltas, como cien fichas
de dominó sobre un tapete verde. Es
Pampamarca. En medio de la vida
pastoril y semibárbara de sus
moradores, la única distracción que
tienen es el tiro al blanco, que les sirve
de pretexto para sus grandes bebezones
de chicha[*] y chacta y para consumir
también gran cantidad de cápsulas, a
pesar de las dificultades que tienen que
vencer para conseguirlas, llevándoles su
afición hasta pagar en casos urgentes
media libra por una cacerina de máuser.
A causa de esto tienen agentes en las
principales poblaciones del
departamento, encargados de proveerles
de munición por todos los medios
posibles, los que, conocedores del
interés y largueza de sus clientes,
explotan el negocio con una desmedida
sordidez, multiplicando el valor de la
siniestra mercancía y corrompiendo con
precios tentadores a la autoridad
pública y al gendarme.
Y cuando el agente es moroso o
poco solícito, ellos bajan de sus alturas,
sin importarles las grandes distancias
que tienen que recorrer a pie, y se les ve
entonces en Huánuco, andando
lentamente, como distraídos, con caras
de candor rayanas en la idiotez,
penetrando en todas las tiendas, hasta en
las boticas, en donde comienzan por
preguntar tímidamente por las clásicas
cápsulas del 44 y acaban por pedir balas
de todos los sistemas en uso. Se les
conoce tanto que, a pesar del cuidado
que ponen en pasar inadvertidos, todo el
que los ve murmura despectivamente:
«shucuy[*] del Dos de Mayo», y los
comerciantes los reciben con una
amabilidad y una sonrisa que podría
traducirse en esta frase: «Ya sé lo que
quieres, shucuysito: munición para
alguna diablura».
Es en este caserío, en esta tierra de
tiradores —illapaco jumapa—, como se
les llama en la provincia, donde tuvo la
gloria de ver por primera vez el sol Juan
Jorge, flor y nata de illapacos[*],
habiendo llegado a los treinta años con
una celebridad que pone los pelos de
punta cuando se relatan sus hazañas y
hace desfallecer de entusiasmo a las
doncellas indias de diez leguas a la
redonda. Y viene a aumentar esta
celebridad, si cabe, la fama de ser,
además, el mozo un eximio guitarrista y
un cantor de yaravíes capaz de doblegar
el corazón femenino más rebelde. Y
también porque no es un shucuy, ni un
cicatero. Y en cuanto a vestir y calzar,
calza y viste como los mistis[*], y luce
cadena y reloj cuando baja a los pueblos
grandes a rematar su negocio —como
dice él mismo—, que consiste en
eliminar de este mezquino mundo a
algún predestinado al honor de recibir
entre los dos ojos una bala suya.
Y no vaya a creerse tampoco que
Juan Jorge es un analfabeto, ni un vago,
ni un desheredado de la fortuna, ni un
torpe a la hora de tratar con las gentes o
con las mozas de trapío. Nada de esto;
Juan Jorge lee y escribe correctamente,
pues fue nada menos que discípulo del
maestro Ruiz, maestro de mucha fama,
que en cierta ocasión, haciendo uso de
sus imprescriptibles derechos de tal, al
encontrarse con el antiguo discípulo,
díjole:
—Hombre, me han dicho que estás
muy dañado; que te has dedicado al
triste oficio de matar gente. Cualquier
día te van a meter un tiro. Es preciso que
te hagas un hombre de bien.
A lo que Jorge contestó:
—Ya lo sé, taita; pero no crea usted
que voy a morir a bala; voy a morir
retaceado. Mi oficio es matar, como
podría ser el de hacer zapatos, y yo
tengo que seguir matando hasta el fin
porque ése es mi destino.
Y el maestro Ruiz, escandalizado de
tal respuesta, no volvió a hablarle más
del asunto y se alejó pensando en que tal
vez eso sería lo mejor que podría
ocurrirle a tan extraño asesino.
La fortuna de Jorge consistía en
varios terrenos, en cada uno de los
cuales tenía colonos, ganado, sembríos y
mujer para que le cuidara la casa y le
tuviera lista el agua caliente o el chupe
cuando iba a recoger la cosecha. Razón
por la que nuestra sabia ley electoral le
había considerado como el primer
mayor contribuyente del distrito. Y todo
esto, como decía él en sus momentos de
sinceridad y orgullo, se lo debía a su
trabajo, a su industria, a su máuser, hijo
de su corazón, que solía besar cada vez
que volvía de cumplir su palabra de
illapaco formal. Y todo conseguido sin
mayor riesgo, porque donde ponía el
ojo…
III
En lo que Juan Jorge no andaba
equivocado, porque su fortuna y
bienestar eran fruto de dos factores
suyos: el pulso y el ojo. Una
insignificancia para otros, pero de la
que él había sabido sacar todo el partido
posible en una comarca en que cualquier
otra industria fracasaría por falta de
garantías, medios de transporte y mil
razones más.
Para ser más exactos, más veraces,
podríamos decir que su posición se la
debía también a dos circunstancias: a la
suerte de haber nacido en Pampamarca,
y a la de haber tenido otro maestro:
Ceferino Huaylas, Guillermo Tell de
aquellas serranías, que, con sus
enseñanzas y su ejemplo, logró hacer de
Juan Jorge en poco tiempo el más grande
fenómeno de tiro, para gloria y fama de
sus paisanos.
Ceferino Huaylas fue el que le
confió, después de las infinitas pruebas
a que le sometiera, los secretos del tiro
y le hizo aprender como una oración las
prescripciones que debía observar un
buen tirador. De aquí que Juan Jorge a
los quince años hiciera cosas
sorprendentes con el máuser. Tumbaba a
trescientos metros un venado corriendo;
agujereaba una peseta a cincuenta pasos;
le volaba a una india una flor de la
cabeza; asustaba a los de Chupán en las
noches de fiesta apagándoles a tiros los
faroles de la fachada de la iglesia, y
hasta a sus mismos paisanos,
haciéndoles volar el ishcupuro[*] de la
diestra cuando estaban chacchando. Y
por el estilo, una variedad infinita de
pruebas.
El maestro veía con complacencia y
orgullo, pues ya estaba viejo, todas estas
habilidades de su discípulo, pero sin
demostrárselo, por temor de echarle a
perder. Por eso cuando Juan Jorge,
deseoso de saber cuál era su grado de
perfección de illapaco, le preguntara
una vez:
—Qué te parece, taita Ceferino,
anoche apagué todas las linternas de la
iglesia de Chupán.
El maestro le contestó displicente:
—Eso no vale nada. Hasta que no le
pongas a un hombre una bala en un ojo,
cantándolo primero y a dos cuadras, no
serás buen illapaco.
A lo que Jorge le replicó:
—Pero eso es cosa fácil, taita. Más
difícil es lo que hice ahora días; a esa
distancia le hice soltar una culebra a un
buitre, destrozándole el pico, por
apuesta.
Y el maestro, persistiendo en su
opinión, añadió:
—No; el hombre a quien se le apunta
hace siempre temblar el pulso. A los
primeros hombres que yo maté les di a
tres o cuatro dedos de la parte en que les
apuntaba. Les ponía, por ejemplo, la
puntería en la boca, porque así me lo
habían pedido, y resultaba dándoles en
el ojo o en la nariz. Una vergüenza. Y si
aquello hubiera seguido así habría
acabado por desacreditarme.
Juan Jorge oía estas cosas con el
respeto y admiración de un verdadero
discípulo, sufriendo al separarse del
maestro horas de desaliento profundo y
torturas de ansiedad de perfección
infinita en su arte. Y esto que podría
parecer extraño en un indio, no lo era
tratándose de Juan Jorge, en cuyo rostro
pálido estaban visibles los signos de un
mestizaje lejano e intruso, que había
venido a ponerle en la sangre atavismos
de otra raza, épica y ambiciosa. Y
aunque el cruce resultaba un enigma
para los indios más viejos del pueblo,
así como su nombre, que todo podía ser
menos incásico, el hecho estaba ahí,
patente, irrecusable, indiscutible…
Pasadas estas horas de crisis, Juan
Jorge volvía a empuñar el máuser y a
ejercitarse en las más difíciles pruebas
que le sugería su imaginación. Su
distancia favorita era los doscientos
metros, una distancia que había
encontrado adecuada para no ser visto el
tirador y la más conveniente para el fin
que perseguía.
Pasaron así dos años, hasta que un
día, cumplidos ya los veinte, tuvo la
satisfacción de oírle al viejo Ceferino,
después de haberle referido
minuciosamente la primera alquilada
que tuvo y cómo la realizó:
—Buen tiro, muchacho. Yo no
comencé así. ¿Y a qué distancia le
pusiste la bala?
—A dos cuadras, maestro. Estaba
chacchando el shucuy y le metí la bala
en la boca.
—¿Y no te tembló el pulso?
—Ni el canto de una uña, taita…
—Bien ganados los dos carneros. ¿Y
no te trajiste los ojos del shucuy?
—No, maestro.
—Malo; pueden perseguirte. Al
muerto hay que sacarle los ojos y
guardárselos para que no indique a la
familia dónde se encuentra el illapaco; y
la lengua también, para que no avise; y
el corazón, para comerlo cuando es de
un valiente, porque esto da más valor.
No lo olvides, muchacho.
Y en poco tiempo comenzó a crecer
la celebridad de Juan Jorge, celebridad
que hacía temblar a todos los indios de
la provincia y aumentar, al mismo
tiempo, su fortuna, haciendo de él a los
treinta años un factor imprescindible en
toda lucha electoral.
IV
Y fue a este personaje, a esta flor y
nata de illapacos, a quien el viejo Tucto
le mandó su mujer para que contratara la
desaparición del indio Hilario Crispín,
cuya muerte era indispensable para
tranquilidad de su conciencia,
satisfacción de los yayas[*] y regocijo
de su Faustina en la otra vida.
La mujer de Tucto, lo primero que
hizo, después de saludar humildemente
al terrible illapaco, fue sacar un puñado
de coca y ofrecérselo con estas
palabras:
—Para que endulces tu boca, taita.
—Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso
a chacchar lentamente, con la mirada
divagante, como embargado por un
pensamiento misterioso y solemne.
Pasado un largo rato, preguntó:
—¿Qué te trae por aquí, Martina?
—Vengo para que me desaparezcas a
un hombre malo.
—¡Hum! Tu coca no está muy
dulce…
—Tomarás más, taita. Yo la
encuentro muy dulce. Y también te traigo
ishcay-realgota[*].
Y sacando la botella de agua de
florida llena de chacta se la pasó al
illapaco.
—Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago,
paladeándole con una fruición más
fingida que real.
—¿Quién es el hombre malo y qué
ha hecho? Porque tú sabrás que yo no
me alquilo sino para matar criminales.
Mi máuser es como la vara de la
justicia…
—Hilario Crispín, de Patay-Rondos,
taita, que ha matado a mi Fausta.
—Lo conozco; buen cholo. Lástima
que haya matado a tu hija, porque es un
indio valiente y no lo hace mal con la
carabina. Su padre tiene terrenos y
ganados. ¿Y estás segura de que Crispín
es el asesino de tu hija?
—Como de que ayer la enterramos.
Es un perro rabioso, un mostrenco.
—¿Y cuánto vas a pagar porque lo
mate?--
Hasta dos toros me manda a
ofrecerle Liberato.
—No me conviene. Ese cholo vale
cuatro toros; ni uno menos.
—Se te darán, taita. También me
encarga Liberato de que han de ser diez
tiros los que le pongas al mostrenco, y
que el último sea el que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y
exclamó:
—¡Tatau![*] Pides mucho. Pides una
cosa que nunca he hecho, ni se ha
acostumbrado jamás por aquí.
—Se te pagará, taita. Tiras bien y te
será fácil.
Juan Jorge volvió a sentarse, se echó
un poco de coca a la boca y después de
meditar un gran rato en quién sabe qué
cosas, que le hicieron sonreír, dijo:
—Bueno; diez, quince y veinte si
quieres. Pero te advierto que cada tiro
va a costarle a Liberato un carnero de
yapa[*]. Los tiros de máuser están hoy
muy escasos y no hay que
desperdiciarlos en caprichos. Que pague
su capricho Tucto. Además, haciéndole
tantos tiros a un hombre, corro el peligro
de desacreditarme, de que se rían de mí
hasta los escopeteros.
—Se te darán las yapas, taita. De lo
demás no tengas cuidado. Yo haré saber
que lo has hecho así por encargo.
Juan Jorge se frotó las manos,
sonrió, diole una palmadita a la Martina
y resolviose a sellar el pacto con estas
palabras:
—De aquí a mañana haré averiguar
con mis agentes si es verdad que Hilario
Crispín es el asesino de tu hija, y si así
fuera, mandaré por el ganado como
señal de que acepto el compromiso.
V
Cuatro días después comenzó la
persecución de Hilario Crispín. Jorge y
Tucto se metieron en una aventura
preñada de dificultades y peligros, en
que había que marchar lentamente, con
precauciones infinitas, ascendiendo por
despeñaderos horripilantes, cruzando
sendas inverosímiles, permaneciendo
ocultos entre las rocas horas enteras,
descansando en cuevas húmedas y
sombrías, evitando encuentros
sospechosos, esperando la noche para
proveerse de agua en los manantiales y
quebradas. Una verdadera cacería épica,
en la que el uno dormía mientras el otro
avizoraba, lista la carabina para
disparar. Peor que si se tratara de cazar
a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le
ganaba ya ni su maestro Ceferino, había
preparado el máuser, la víspera de la
partida, con un esmero y una habilidad
irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera
de saber el peligro que corría si llegaba
a descuidarse y ponerse a tiro del indio
Crispín, feroz y astuto, estaba obsedido
por una preocupación, que sólo por
orgullo se había atrevido a arrostrarla:
tenía una superstición suya, enteramente
suya, según la cual un illapaco corre
gran riesgo cuando va a matar a un
hombre que completa cifra impar en la
lista de sus víctimas. Lo que no pasa con
los de la cifra par. Tal vez por eso
siempre la primera víctima hace temblar
el pulso más que las otras, como decía
el maestro Ceferino. Y Crispín, según su
cuenta, iba a ser el número
sesentainueve. Esta superstición la debía
a que en tres o cuatro ocasiones había
estado a punto de perecer a manos de
sus victimados, precisamente al añadir
una cifra impar a la cuenta.
Por esta razón sólo se aventuraba en
los desfiladeros después de otear
largamente todos los accidentes del
terreno, todas las peñas y recovecos,
todo aquello que pudiera servir para una
emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana
del cuarto, Juan Jorge, que ya se iba
impacientando y cuya inquietud
aumentaba a medida que transcurría el
tiempo, dijo, mientras descansaba a la
sombra de un peñasco:
—Creo que el cholo ha tirado largo,
o estará metido en alguna cueva, de
donde sólo saldrá de noche.
—El mostrenco está por aquí, taita.
En esta quebrada se refugian todos los
asesinos y ladrones que persigue la
fuerza. Cunce Maille estuvo aquí un año
y se burló de todos los gendarmes que lo
persiguieron.
—Peor entonces. No vamos a
encontrar a Crispín ni en un mes.
—No será así, taita. Los que
persiguen no saben buscar; pasan y
pasan y el perseguido está viéndoles
pasar. Hay que tener mucha paciencia.
Aquí estamos en buen sitio y te juro que
no pasará el día sin que aparezca el
mostrenco por la quebrada, o salga de
alguna cueva de las que ves al frente. El
hambre o la sed le harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que
Crispín no andaba lejos, pues a poco de
callarse, del fondo de la quebrada
surgió un hombre con la carabina en la
diestra, mirando a todas partes
recelosamente y tirando de un carnero,
que se obstinaba en no querer andar.
—Lo ves, taita —dijo levemente el
viejo Tucto, que durante toda la mañana
no había apartado los ojos de la
quebrada—. Es Crispín. Cuando yo te
decía… Apúntale, apúntale; asegúralo
bien. Al ver Juan Jorge a su presa se le
enrojecieron los ojos, se le inflaron las
narices, como al llama cuando husmea
cara al viento, y lanzó un hondo suspiro
de satisfacción. Revisó en seguida el
máuser y después de apreciar
rápidamente la distancia, contestó:
—Ya lo vi; se conoce que tiene
hambre, de otra manera no se habría
aventurado a salir de día de su cueva.
Pero no voy a dispararle desde aquí;
apenas habrán unos ciento cincuenta
metros y tendría que variar todos mis
cálculos. Retrocedamos.
—¡Taita, que se te va a escapar!…
—¡No seas bruto! Si nos viera, más
tardaría él en echar a correr que yo en
meterle una bala. Ya tengo el corazón
tranquilo y el pulso firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente
y con increíble rapidez, fueron a
parapetarse tras una blanca peñolería
que semejaba una reventazón de olas.
—Aquí estamos bien —murmuró
Juan Jorge—. Doscientos metros justos;
lo podría jurar.
Y, después de quitar el seguro y
levantar el librillo, se tendió con toda la
corrección de un tirador de ejército que
se prepara a disputar un campeonato, al
mismo tiempo que musitaba:
—¡Atención, viejito! Ésta en la
mano derecha para que no vuelva a
disparar más. ¿Te parece bien?
—Sí, taita, pero no olvides que son
diez tiros los que tienes que ponerle. No
vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló
por el aire y el indio Crispín dio un
rugido y un salto tigresco, sacudiendo
furiosamente la diestra. En seguida miró
a todas partes, como queriendo
descubrir de dónde había partido el
disparo, recogió con la otra mano el
arma y echó a correr en dirección a unas
peñas; pero no habría avanzado diez
pasos cuando un segundo tiro le hizo
caer y rodar al punto de partida.
—Ésta ha sido en la pierna derecha
—dijo sonriendo el feroz illapaco—,
para que no pueda escapar, veo que
completaré con felicidad mi
sesentinueve.
Y volvió a encararse el arma y un
tercer disparo fue a romperle al infeliz
la otra pierna. El indio trató de
incorporarse, pero solamente logró
ponerse de rodillas. En esta actitud
levantó las manos al cielo, como
demandando piedad, y después cayó de
espaldas, convulsivo, estertorante, hasta
quedarse inmóvil.
—¡Lo has muerto, taita!
—No, hombre. Yo sé dónde apunto.
Está más vivo que nosotros. Se hace el
muerto por ver si lo dejamos allí, o
cometemos la tontería de ir a verlo, para
aprovecharse él del momento y meternos
una puñalada. Así me engañó una vez
José Illatopa y casi me vacía el vientre.
Esperemos que se mueva.
Y Juan Jorge encendió un cigarro y
se puso a fumar, observando con interés
las espirales del humo.
—¿Te fijas, viejo? El humo sube
derecho; buena suerte.
—Va a verte Crispín, taita; no fumes.
—No importa. Ya está al habla con
mi máuser.
El herido, que al parecer había
simulado la muerte, juzgando tal vez que
había transcurrido ya el tiempo
suficiente para que el asesino lo hubiera
abandonado, o quizás por no poder ya
soportar los dolores que, seguramente,
estaba padeciendo, se volteó y comenzó
a arrastrarse en dirección a una cueva
que distaría unos cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a
apuntar, diciendo:
—A la mano izquierda…
Y así fue: la mano izquierda quedó
destrozada. El indio, descubierto en su
juego, aterrorizado por la certeza y
ferocidad con que le iban hiriendo,
convencido de que su victimador no
podía ser otro que el illapaco de
Pampamarca, ante cuyo máuser no había
salvación posible, lo arriesgó todo y
comenzó a pedir socorro a grandes
voces y a maldecir a su asesino.
Pero Juan Jorge, que había estado
siguiendo con el fusil encarado todos los
movimientos del indio, aprovechando
del momento en que éste quedara de
perfil, disparó el quinto tiro, no sin
haber dicho antes:
—Para que calles…
El indio calló inmediatamente, como
por ensalmo, llevándose a la boca las
manos semimutiladas y sangrientas. El
tiro le había destrozado la mandíbula
inferior. Y así fue hiriéndole el terrible
illapaco en otras partes del cuerpo,
hasta que la décima bala, penetrándole
por el oído, le destrozó el cráneo.
Había tardado una hora en este
satánico ejercicio; una hora de horror,
de ferocidad siniestra, de refinamiento
inquisitorial, que el viejo Tucto saboreó
con fruición y que fue para Juan Jorge la
hazaña más grande de su vida de
campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos
hasta donde yacía destrozado por diez
balas, como un andrajo humano, el
infeliz Crispín. Tucto le volvió boca
arriba de un puntapié, desenvainó su
cuchillo y diestramente le sacó los ojos.
—Éstos —dijo, guardando los ojos
en el huallqui— para que no me
persigan; y ésta —dándole una feroz
tarascada a la lengua— para que no
avise.--
Y para mí el corazón —añadió
Juan Jorge—. Sácalo bien. Quiero
comérmelo porque es de un cholo muy
valiente.
Se había puesto el sol y sobre la
impresionante tristeza del pueblo
comenzaba a asperjar la noche sus gotas
de sombra. Liberato Tucto, en cuclillas a
la puerta de su choza, chacchaba[*],
obstinado en que su coca le dijera qué
suerte había corrido su hija, raptada
desde hacía un mes por un mozo del
pueblo, a pesar de su vigilancia.
Durante esos treinta días su consumo
de coca había sobrepasado al de
costumbre. Con regularidad matemática,
sin necesidad de cronómetro que le
precisara el tiempo, cada tres horas, con
rabia sorda y lenta, de indio socarrón, y
cachazudo, metía la mano al huallqui[*],
que, inseparable y terciado al cuerpo,
parecía ser su fuente de consuelo.
Sacaba la hoja sagrada a puñaditos, con
delicadeza de joyero que recogiera
polvo de diamantes, y se la iba
embutiendo y aderezando con la cal de
la shipina[*], la que entraba y salía
rápidamente de la boca como la pala del
horno.
Con la cabeza cubierta por un
cómico gorro de lana, los ojos
semioblicuos y fríos —de frialdad
ofídica— los pómulos de prominencia
mongólica, la nariz curva, agresiva y
husmeadora, la boca tumefacta y
repulsiva por el uso inmoderado de la
coca, que dejaba en los labios un ribete
verdusco y espumoso, y el poncho
listado de colores sombríos en el que
estaba semienvuelto, el viejo Tucto
parecía, más que un hombre de estos
tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada no había
obtenido la misma respuesta. Unas veces
la coca le había parecido dulce y otras
amarga, lo que le tenía desconcertado,
indeciso, sin saber qué partido tomar.
Por antecedentes de notoriedad pública
sabía que Hilario Crispín, el raptor de
su hija, era un indio de malas entrañas,
gran bebedor de chacta[*], ocioso,
amigo de malas juntas y seductor de
doncellas; un mostrenco[*], como
castizamente llaman por estas tierras al
hombre desocupado y vagabundo. Y
para un indio honrado ésta es la peor de
las tachas que puede tener un
pretendiente.
¿A dónde habría llevado el muy
pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría
haciéndola pasar? ¿O la habría
abandonado ya en represalia de la
negativa que él, como hombre juicioso,
le hiciera al padre de Crispín cuando fue
a pedírsela para su hijo?
En estas hondas meditaciones estaba
el viejo Tucto el trigésimo día del rapto
de la añorada doncella, cuando de entre
las sombras de la noche naciente surgió
la torva figura de un hombre que, al
descargar en su presencia el saco que
traía a las espaldas, dijo:
—Viejo, aquí te traigo a tu hija para
que no la hagas buscar tanto, ni andes
por el pueblo diciendo que un mostrenco
se la ha llevado.
Y, sin esperar respuesta, el hombre,
que no era otro que Hilario Crispín,
desató el saco y vació de golpe el
contenido, un contenido nauseabundo,
viscoso, horripilante, sanguinolento,
macabro, que, al caer, se esparció por el
suelo, despidiendo un olor acre y
repulsivo. Aquello era la hija de Tucto
descuartizada con prolijidad y paciencia
diabólicas, escalofriantes, con un
ensañamiento de loco trágico.
Y con sarcasmo diabólico, el indio
Crispín, después de sacudir el saco,
añadió burlonamente:
—No te dejo el saco porque puede
servirme para ti si te atreves a cruzarte
en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo que, pasada la primera
impresión, había logrado
impasibilizarse, levantose y con
tranquilidad, inexplicable en hombres de
otra raza, exclamó:
—Harás bien en llevarte tu saco;
será robado y me traería mala suerte.
Pero ya que me has traído a mi hija
debes dejar algo para las velas del
velorio y para atender a los que vengan
a acompañarme. ¿No tendrás siquiera un
sol?
Crispín, que comprendió también la
feroz ironía del viejo, sin volver la cara
respondió:
—¿Qué te podrá dar un mostrenco?
¿No quisieras una cuchillada, viejo
ladrón?
Y el indio desapareció, rasgando
con una interjección flagelante el
silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el
serpenteo atronador y tormentoso del
Marañón yacen sobre el regazo fértil de
un valle cien chozas desmedradas,
rastreras y revueltas, como cien fichas
de dominó sobre un tapete verde. Es
Pampamarca. En medio de la vida
pastoril y semibárbara de sus
moradores, la única distracción que
tienen es el tiro al blanco, que les sirve
de pretexto para sus grandes bebezones
de chicha[*] y chacta y para consumir
también gran cantidad de cápsulas, a
pesar de las dificultades que tienen que
vencer para conseguirlas, llevándoles su
afición hasta pagar en casos urgentes
media libra por una cacerina de máuser.
A causa de esto tienen agentes en las
principales poblaciones del
departamento, encargados de proveerles
de munición por todos los medios
posibles, los que, conocedores del
interés y largueza de sus clientes,
explotan el negocio con una desmedida
sordidez, multiplicando el valor de la
siniestra mercancía y corrompiendo con
precios tentadores a la autoridad
pública y al gendarme.
Y cuando el agente es moroso o
poco solícito, ellos bajan de sus alturas,
sin importarles las grandes distancias
que tienen que recorrer a pie, y se les ve
entonces en Huánuco, andando
lentamente, como distraídos, con caras
de candor rayanas en la idiotez,
penetrando en todas las tiendas, hasta en
las boticas, en donde comienzan por
preguntar tímidamente por las clásicas
cápsulas del 44 y acaban por pedir balas
de todos los sistemas en uso. Se les
conoce tanto que, a pesar del cuidado
que ponen en pasar inadvertidos, todo el
que los ve murmura despectivamente:
«shucuy[*] del Dos de Mayo», y los
comerciantes los reciben con una
amabilidad y una sonrisa que podría
traducirse en esta frase: «Ya sé lo que
quieres, shucuysito: munición para
alguna diablura».
Es en este caserío, en esta tierra de
tiradores —illapaco jumapa—, como se
les llama en la provincia, donde tuvo la
gloria de ver por primera vez el sol Juan
Jorge, flor y nata de illapacos[*],
habiendo llegado a los treinta años con
una celebridad que pone los pelos de
punta cuando se relatan sus hazañas y
hace desfallecer de entusiasmo a las
doncellas indias de diez leguas a la
redonda. Y viene a aumentar esta
celebridad, si cabe, la fama de ser,
además, el mozo un eximio guitarrista y
un cantor de yaravíes capaz de doblegar
el corazón femenino más rebelde. Y
también porque no es un shucuy, ni un
cicatero. Y en cuanto a vestir y calzar,
calza y viste como los mistis[*], y luce
cadena y reloj cuando baja a los pueblos
grandes a rematar su negocio —como
dice él mismo—, que consiste en
eliminar de este mezquino mundo a
algún predestinado al honor de recibir
entre los dos ojos una bala suya.
Y no vaya a creerse tampoco que
Juan Jorge es un analfabeto, ni un vago,
ni un desheredado de la fortuna, ni un
torpe a la hora de tratar con las gentes o
con las mozas de trapío. Nada de esto;
Juan Jorge lee y escribe correctamente,
pues fue nada menos que discípulo del
maestro Ruiz, maestro de mucha fama,
que en cierta ocasión, haciendo uso de
sus imprescriptibles derechos de tal, al
encontrarse con el antiguo discípulo,
díjole:
—Hombre, me han dicho que estás
muy dañado; que te has dedicado al
triste oficio de matar gente. Cualquier
día te van a meter un tiro. Es preciso que
te hagas un hombre de bien.
A lo que Jorge contestó:
—Ya lo sé, taita; pero no crea usted
que voy a morir a bala; voy a morir
retaceado. Mi oficio es matar, como
podría ser el de hacer zapatos, y yo
tengo que seguir matando hasta el fin
porque ése es mi destino.
Y el maestro Ruiz, escandalizado de
tal respuesta, no volvió a hablarle más
del asunto y se alejó pensando en que tal
vez eso sería lo mejor que podría
ocurrirle a tan extraño asesino.
La fortuna de Jorge consistía en
varios terrenos, en cada uno de los
cuales tenía colonos, ganado, sembríos y
mujer para que le cuidara la casa y le
tuviera lista el agua caliente o el chupe
cuando iba a recoger la cosecha. Razón
por la que nuestra sabia ley electoral le
había considerado como el primer
mayor contribuyente del distrito. Y todo
esto, como decía él en sus momentos de
sinceridad y orgullo, se lo debía a su
trabajo, a su industria, a su máuser, hijo
de su corazón, que solía besar cada vez
que volvía de cumplir su palabra de
illapaco formal. Y todo conseguido sin
mayor riesgo, porque donde ponía el
ojo…
III
En lo que Juan Jorge no andaba
equivocado, porque su fortuna y
bienestar eran fruto de dos factores
suyos: el pulso y el ojo. Una
insignificancia para otros, pero de la
que él había sabido sacar todo el partido
posible en una comarca en que cualquier
otra industria fracasaría por falta de
garantías, medios de transporte y mil
razones más.
Para ser más exactos, más veraces,
podríamos decir que su posición se la
debía también a dos circunstancias: a la
suerte de haber nacido en Pampamarca,
y a la de haber tenido otro maestro:
Ceferino Huaylas, Guillermo Tell de
aquellas serranías, que, con sus
enseñanzas y su ejemplo, logró hacer de
Juan Jorge en poco tiempo el más grande
fenómeno de tiro, para gloria y fama de
sus paisanos.
Ceferino Huaylas fue el que le
confió, después de las infinitas pruebas
a que le sometiera, los secretos del tiro
y le hizo aprender como una oración las
prescripciones que debía observar un
buen tirador. De aquí que Juan Jorge a
los quince años hiciera cosas
sorprendentes con el máuser. Tumbaba a
trescientos metros un venado corriendo;
agujereaba una peseta a cincuenta pasos;
le volaba a una india una flor de la
cabeza; asustaba a los de Chupán en las
noches de fiesta apagándoles a tiros los
faroles de la fachada de la iglesia, y
hasta a sus mismos paisanos,
haciéndoles volar el ishcupuro[*] de la
diestra cuando estaban chacchando. Y
por el estilo, una variedad infinita de
pruebas.
El maestro veía con complacencia y
orgullo, pues ya estaba viejo, todas estas
habilidades de su discípulo, pero sin
demostrárselo, por temor de echarle a
perder. Por eso cuando Juan Jorge,
deseoso de saber cuál era su grado de
perfección de illapaco, le preguntara
una vez:
—Qué te parece, taita Ceferino,
anoche apagué todas las linternas de la
iglesia de Chupán.
El maestro le contestó displicente:
—Eso no vale nada. Hasta que no le
pongas a un hombre una bala en un ojo,
cantándolo primero y a dos cuadras, no
serás buen illapaco.
A lo que Jorge le replicó:
—Pero eso es cosa fácil, taita. Más
difícil es lo que hice ahora días; a esa
distancia le hice soltar una culebra a un
buitre, destrozándole el pico, por
apuesta.
Y el maestro, persistiendo en su
opinión, añadió:
—No; el hombre a quien se le apunta
hace siempre temblar el pulso. A los
primeros hombres que yo maté les di a
tres o cuatro dedos de la parte en que les
apuntaba. Les ponía, por ejemplo, la
puntería en la boca, porque así me lo
habían pedido, y resultaba dándoles en
el ojo o en la nariz. Una vergüenza. Y si
aquello hubiera seguido así habría
acabado por desacreditarme.
Juan Jorge oía estas cosas con el
respeto y admiración de un verdadero
discípulo, sufriendo al separarse del
maestro horas de desaliento profundo y
torturas de ansiedad de perfección
infinita en su arte. Y esto que podría
parecer extraño en un indio, no lo era
tratándose de Juan Jorge, en cuyo rostro
pálido estaban visibles los signos de un
mestizaje lejano e intruso, que había
venido a ponerle en la sangre atavismos
de otra raza, épica y ambiciosa. Y
aunque el cruce resultaba un enigma
para los indios más viejos del pueblo,
así como su nombre, que todo podía ser
menos incásico, el hecho estaba ahí,
patente, irrecusable, indiscutible…
Pasadas estas horas de crisis, Juan
Jorge volvía a empuñar el máuser y a
ejercitarse en las más difíciles pruebas
que le sugería su imaginación. Su
distancia favorita era los doscientos
metros, una distancia que había
encontrado adecuada para no ser visto el
tirador y la más conveniente para el fin
que perseguía.
Pasaron así dos años, hasta que un
día, cumplidos ya los veinte, tuvo la
satisfacción de oírle al viejo Ceferino,
después de haberle referido
minuciosamente la primera alquilada
que tuvo y cómo la realizó:
—Buen tiro, muchacho. Yo no
comencé así. ¿Y a qué distancia le
pusiste la bala?
—A dos cuadras, maestro. Estaba
chacchando el shucuy y le metí la bala
en la boca.
—¿Y no te tembló el pulso?
—Ni el canto de una uña, taita…
—Bien ganados los dos carneros. ¿Y
no te trajiste los ojos del shucuy?
—No, maestro.
—Malo; pueden perseguirte. Al
muerto hay que sacarle los ojos y
guardárselos para que no indique a la
familia dónde se encuentra el illapaco; y
la lengua también, para que no avise; y
el corazón, para comerlo cuando es de
un valiente, porque esto da más valor.
No lo olvides, muchacho.
Y en poco tiempo comenzó a crecer
la celebridad de Juan Jorge, celebridad
que hacía temblar a todos los indios de
la provincia y aumentar, al mismo
tiempo, su fortuna, haciendo de él a los
treinta años un factor imprescindible en
toda lucha electoral.
IV
Y fue a este personaje, a esta flor y
nata de illapacos, a quien el viejo Tucto
le mandó su mujer para que contratara la
desaparición del indio Hilario Crispín,
cuya muerte era indispensable para
tranquilidad de su conciencia,
satisfacción de los yayas[*] y regocijo
de su Faustina en la otra vida.
La mujer de Tucto, lo primero que
hizo, después de saludar humildemente
al terrible illapaco, fue sacar un puñado
de coca y ofrecérselo con estas
palabras:
—Para que endulces tu boca, taita.
—Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso
a chacchar lentamente, con la mirada
divagante, como embargado por un
pensamiento misterioso y solemne.
Pasado un largo rato, preguntó:
—¿Qué te trae por aquí, Martina?
—Vengo para que me desaparezcas a
un hombre malo.
—¡Hum! Tu coca no está muy
dulce…
—Tomarás más, taita. Yo la
encuentro muy dulce. Y también te traigo
ishcay-realgota[*].
Y sacando la botella de agua de
florida llena de chacta se la pasó al
illapaco.
—Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago,
paladeándole con una fruición más
fingida que real.
—¿Quién es el hombre malo y qué
ha hecho? Porque tú sabrás que yo no
me alquilo sino para matar criminales.
Mi máuser es como la vara de la
justicia…
—Hilario Crispín, de Patay-Rondos,
taita, que ha matado a mi Fausta.
—Lo conozco; buen cholo. Lástima
que haya matado a tu hija, porque es un
indio valiente y no lo hace mal con la
carabina. Su padre tiene terrenos y
ganados. ¿Y estás segura de que Crispín
es el asesino de tu hija?
—Como de que ayer la enterramos.
Es un perro rabioso, un mostrenco.
—¿Y cuánto vas a pagar porque lo
mate?--
Hasta dos toros me manda a
ofrecerle Liberato.
—No me conviene. Ese cholo vale
cuatro toros; ni uno menos.
—Se te darán, taita. También me
encarga Liberato de que han de ser diez
tiros los que le pongas al mostrenco, y
que el último sea el que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y
exclamó:
—¡Tatau![*] Pides mucho. Pides una
cosa que nunca he hecho, ni se ha
acostumbrado jamás por aquí.
—Se te pagará, taita. Tiras bien y te
será fácil.
Juan Jorge volvió a sentarse, se echó
un poco de coca a la boca y después de
meditar un gran rato en quién sabe qué
cosas, que le hicieron sonreír, dijo:
—Bueno; diez, quince y veinte si
quieres. Pero te advierto que cada tiro
va a costarle a Liberato un carnero de
yapa[*]. Los tiros de máuser están hoy
muy escasos y no hay que
desperdiciarlos en caprichos. Que pague
su capricho Tucto. Además, haciéndole
tantos tiros a un hombre, corro el peligro
de desacreditarme, de que se rían de mí
hasta los escopeteros.
—Se te darán las yapas, taita. De lo
demás no tengas cuidado. Yo haré saber
que lo has hecho así por encargo.
Juan Jorge se frotó las manos,
sonrió, diole una palmadita a la Martina
y resolviose a sellar el pacto con estas
palabras:
—De aquí a mañana haré averiguar
con mis agentes si es verdad que Hilario
Crispín es el asesino de tu hija, y si así
fuera, mandaré por el ganado como
señal de que acepto el compromiso.
V
Cuatro días después comenzó la
persecución de Hilario Crispín. Jorge y
Tucto se metieron en una aventura
preñada de dificultades y peligros, en
que había que marchar lentamente, con
precauciones infinitas, ascendiendo por
despeñaderos horripilantes, cruzando
sendas inverosímiles, permaneciendo
ocultos entre las rocas horas enteras,
descansando en cuevas húmedas y
sombrías, evitando encuentros
sospechosos, esperando la noche para
proveerse de agua en los manantiales y
quebradas. Una verdadera cacería épica,
en la que el uno dormía mientras el otro
avizoraba, lista la carabina para
disparar. Peor que si se tratara de cazar
a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le
ganaba ya ni su maestro Ceferino, había
preparado el máuser, la víspera de la
partida, con un esmero y una habilidad
irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera
de saber el peligro que corría si llegaba
a descuidarse y ponerse a tiro del indio
Crispín, feroz y astuto, estaba obsedido
por una preocupación, que sólo por
orgullo se había atrevido a arrostrarla:
tenía una superstición suya, enteramente
suya, según la cual un illapaco corre
gran riesgo cuando va a matar a un
hombre que completa cifra impar en la
lista de sus víctimas. Lo que no pasa con
los de la cifra par. Tal vez por eso
siempre la primera víctima hace temblar
el pulso más que las otras, como decía
el maestro Ceferino. Y Crispín, según su
cuenta, iba a ser el número
sesentainueve. Esta superstición la debía
a que en tres o cuatro ocasiones había
estado a punto de perecer a manos de
sus victimados, precisamente al añadir
una cifra impar a la cuenta.
Por esta razón sólo se aventuraba en
los desfiladeros después de otear
largamente todos los accidentes del
terreno, todas las peñas y recovecos,
todo aquello que pudiera servir para una
emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana
del cuarto, Juan Jorge, que ya se iba
impacientando y cuya inquietud
aumentaba a medida que transcurría el
tiempo, dijo, mientras descansaba a la
sombra de un peñasco:
—Creo que el cholo ha tirado largo,
o estará metido en alguna cueva, de
donde sólo saldrá de noche.
—El mostrenco está por aquí, taita.
En esta quebrada se refugian todos los
asesinos y ladrones que persigue la
fuerza. Cunce Maille estuvo aquí un año
y se burló de todos los gendarmes que lo
persiguieron.
—Peor entonces. No vamos a
encontrar a Crispín ni en un mes.
—No será así, taita. Los que
persiguen no saben buscar; pasan y
pasan y el perseguido está viéndoles
pasar. Hay que tener mucha paciencia.
Aquí estamos en buen sitio y te juro que
no pasará el día sin que aparezca el
mostrenco por la quebrada, o salga de
alguna cueva de las que ves al frente. El
hambre o la sed le harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que
Crispín no andaba lejos, pues a poco de
callarse, del fondo de la quebrada
surgió un hombre con la carabina en la
diestra, mirando a todas partes
recelosamente y tirando de un carnero,
que se obstinaba en no querer andar.
—Lo ves, taita —dijo levemente el
viejo Tucto, que durante toda la mañana
no había apartado los ojos de la
quebrada—. Es Crispín. Cuando yo te
decía… Apúntale, apúntale; asegúralo
bien. Al ver Juan Jorge a su presa se le
enrojecieron los ojos, se le inflaron las
narices, como al llama cuando husmea
cara al viento, y lanzó un hondo suspiro
de satisfacción. Revisó en seguida el
máuser y después de apreciar
rápidamente la distancia, contestó:
—Ya lo vi; se conoce que tiene
hambre, de otra manera no se habría
aventurado a salir de día de su cueva.
Pero no voy a dispararle desde aquí;
apenas habrán unos ciento cincuenta
metros y tendría que variar todos mis
cálculos. Retrocedamos.
—¡Taita, que se te va a escapar!…
—¡No seas bruto! Si nos viera, más
tardaría él en echar a correr que yo en
meterle una bala. Ya tengo el corazón
tranquilo y el pulso firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente
y con increíble rapidez, fueron a
parapetarse tras una blanca peñolería
que semejaba una reventazón de olas.
—Aquí estamos bien —murmuró
Juan Jorge—. Doscientos metros justos;
lo podría jurar.
Y, después de quitar el seguro y
levantar el librillo, se tendió con toda la
corrección de un tirador de ejército que
se prepara a disputar un campeonato, al
mismo tiempo que musitaba:
—¡Atención, viejito! Ésta en la
mano derecha para que no vuelva a
disparar más. ¿Te parece bien?
—Sí, taita, pero no olvides que son
diez tiros los que tienes que ponerle. No
vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló
por el aire y el indio Crispín dio un
rugido y un salto tigresco, sacudiendo
furiosamente la diestra. En seguida miró
a todas partes, como queriendo
descubrir de dónde había partido el
disparo, recogió con la otra mano el
arma y echó a correr en dirección a unas
peñas; pero no habría avanzado diez
pasos cuando un segundo tiro le hizo
caer y rodar al punto de partida.
—Ésta ha sido en la pierna derecha
—dijo sonriendo el feroz illapaco—,
para que no pueda escapar, veo que
completaré con felicidad mi
sesentinueve.
Y volvió a encararse el arma y un
tercer disparo fue a romperle al infeliz
la otra pierna. El indio trató de
incorporarse, pero solamente logró
ponerse de rodillas. En esta actitud
levantó las manos al cielo, como
demandando piedad, y después cayó de
espaldas, convulsivo, estertorante, hasta
quedarse inmóvil.
—¡Lo has muerto, taita!
—No, hombre. Yo sé dónde apunto.
Está más vivo que nosotros. Se hace el
muerto por ver si lo dejamos allí, o
cometemos la tontería de ir a verlo, para
aprovecharse él del momento y meternos
una puñalada. Así me engañó una vez
José Illatopa y casi me vacía el vientre.
Esperemos que se mueva.
Y Juan Jorge encendió un cigarro y
se puso a fumar, observando con interés
las espirales del humo.
—¿Te fijas, viejo? El humo sube
derecho; buena suerte.
—Va a verte Crispín, taita; no fumes.
—No importa. Ya está al habla con
mi máuser.
El herido, que al parecer había
simulado la muerte, juzgando tal vez que
había transcurrido ya el tiempo
suficiente para que el asesino lo hubiera
abandonado, o quizás por no poder ya
soportar los dolores que, seguramente,
estaba padeciendo, se volteó y comenzó
a arrastrarse en dirección a una cueva
que distaría unos cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a
apuntar, diciendo:
—A la mano izquierda…
Y así fue: la mano izquierda quedó
destrozada. El indio, descubierto en su
juego, aterrorizado por la certeza y
ferocidad con que le iban hiriendo,
convencido de que su victimador no
podía ser otro que el illapaco de
Pampamarca, ante cuyo máuser no había
salvación posible, lo arriesgó todo y
comenzó a pedir socorro a grandes
voces y a maldecir a su asesino.
Pero Juan Jorge, que había estado
siguiendo con el fusil encarado todos los
movimientos del indio, aprovechando
del momento en que éste quedara de
perfil, disparó el quinto tiro, no sin
haber dicho antes:
—Para que calles…
El indio calló inmediatamente, como
por ensalmo, llevándose a la boca las
manos semimutiladas y sangrientas. El
tiro le había destrozado la mandíbula
inferior. Y así fue hiriéndole el terrible
illapaco en otras partes del cuerpo,
hasta que la décima bala, penetrándole
por el oído, le destrozó el cráneo.
Había tardado una hora en este
satánico ejercicio; una hora de horror,
de ferocidad siniestra, de refinamiento
inquisitorial, que el viejo Tucto saboreó
con fruición y que fue para Juan Jorge la
hazaña más grande de su vida de
campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos
hasta donde yacía destrozado por diez
balas, como un andrajo humano, el
infeliz Crispín. Tucto le volvió boca
arriba de un puntapié, desenvainó su
cuchillo y diestramente le sacó los ojos.
—Éstos —dijo, guardando los ojos
en el huallqui— para que no me
persigan; y ésta —dándole una feroz
tarascada a la lengua— para que no
avise.--
Y para mí el corazón —añadió
Juan Jorge—. Sácalo bien. Quiero
comérmelo porque es de un cholo muy
valiente.