LOS ENCUENTROS DE AL-RASCHID EN EL PUENTE DE BAGDAD
Y viendo Schehrazada que, al recuerdo de las tribulaciones antiguas; el rey Schahriar fruncía ya las cejas, se apresuró a empezar la nueva historia, diciendo:
He llegado a saber ¡oh rey del tiempo! ¡oh corona de mi cabeza! que, un día entre los días, el califa Harún Al-Raschid (¡Alah le tenga en Su gracia!) salió de su palacio en compañía de su visir Giafar y de Massrur, su portaalfanje ambos disfrazados, como él mismo lo iba, de mercaderes nobles de la ciudad. Y había llegado ya con ellos al puente de piedra que une las dos riberas del Tigris, cuando en la misma entrada del puente vió, sentado en tierra sobre sus piernas encogidas, a un ciego de mucha edad que pedía limosna por Alah a los transeúntes en el camino de la generosidad. Y el califa interrumpió su paseo ante el viejo achacoso, y puso un dinar de oro en la palma de la mano que le tendía el mendigo. Y éste le detuvo bruscamente por la mano al querer el califa proseguir su camino, y le dijo: "¡Oh generoso donador! que Alah recompense con Sus más escogidas bendiciones esta acción de tu alma piadosa. Pero te suplico que, antes de marcharte, no me niegues el favor que voy a pedirte. Levanta el brazo y dame un puñetazo o una bofetada en el lóbulo de la oreja".
Y tras de hablar así, se soltó de la mano que tenía cogida, a fin de que el extranjero pudiese aplicarle la consabida bofetada. Sin embargo, por miedo a que se pasase de largo sin complacerle, tuvo cuidado de cogerle por la orla de su luengo traje.
Y al ver y oír aquello: "¡Oh tío! ¡Alah me libre de obedecer a tu mandato! Porque quien da una limosna por Alah no debe borrar su mérito maltratando al que beneficia con esa limosna. Y el maltrato al cual me mandas que te someta es una acción indigna de su creyente". Y tras de hablar así hizo un esfuerzo para que le soltará el ciego. Pero no había contado con la vigilancia del ciego, que, suponiendo el movimiento del califa, hizo por su parte un esfuerzo mucho más grande para que no se soltara. Y le dijo: "¡Oh mi generoso señor! perdóname mi importunidad y el atrevimiento de mi conducta. Y déjame implorarte aún que me des esa bofetada en el lóbulo de la oreja. De no ser así, prefiero que recojas tu limosna. Porque sólo con esa única condición puedo aceptarla sin perjurar ante Alah y contravenir al juramento que hice de cara a Quien te ve y me ve". Luego añadió: "Si supieras ¡oh mi señor! el motivo de mi juramento no vacilarías en darme la razón".
Y el califa pensó: "¡Contra la importunidad de este viejo ciego no hay recurso más que en Alah el Todopoderoso!" Y como no quería ser por mucho tiempo pasto de la curiosidad de los transeúntes, se apresuró a hacer lo que le pedía el ciego, quien, inmediatamente de recibir la bofetada, le soltó, dándole gracias y alzando las dos manos al cielo para invocar sobre su cabeza las bendiciones.
Y Al-Raschid después de aquello, se alejó con sus dos acompañantes, y dijo a Giafar: "¡Por Alah, que la historia de ese ciego debe ser una historia asombrosa, y su caso un caso muy extraño! Así, pues, vuelve adonde se halla él y dile que vas de parte del Emir de los Creyentes para ordenarle que mañana esté en palacio a la hora de la plegaria de mediodía". Y Giafar volvió junto al ciego y le comunicó la orden de su señor.
Luego fué a reunirse con el califa. Y habían dado pocos pasos, cuando divisaron en la orilla izquierda del puente, sentado casi enfrente del ciego, un segundo mendigo lisiado de ambas piernas y con la boca hendida. Y a una seña de su amo, el portaalfanje Massrur se acercó al lisiado de ambas piernas que tenía la boca hendida, y le dió la limosna que estaba escrita en su suerte aquel día. Y el hombre levantó la cabeza y se echó a reír, diciendo: "¡Ah, ualah! en toda mi vida de maestro de escuela he ganado tanto como acabo de recibir de manos de tu generosidad, ¡oh mi señor!" Y Al-Raschid, que había oído la respuesta, se encaró con Giafar, y le dijo: "¡Por vida de mi cabeza! si es un maestro de escuela y se ve reducido a mendigar por los caminos, sin duda debe ser extraña su historia. Date prisa a ordenarle que mañana esté a la puerta de mi palacio a la misma hora que el ciego".
Y se ejecutó la orden. Y continuaron su paseo.
Pero aún no habían tenido tiempo de alejarse del lisiado, cuando le oyeron invocar a grandes gritos las bendiciones sobre la cabeza de un jeique que se había acercado a él. Y miraron hacia allá para ver de qué se trataba. Y vieron que el jeique procuraba esquivarse, muy confuso por las bendiciones y alabanzas de que era objeto. Y por las palabras del lisiado comprendieron que la limosna que el jeique acababa de entregarle era más considerable todavía que la de Massrur, y que nunca la había recibido igual el pobre hombre. Y Harún manifestó a Giafar su asombro al ver que un simple particular daba una prueba de largueza mayor que la suya propia, y añadió: "Me gustaría conocer a ese jeique y profundizar en el motivo de su generosidad. Ve, pues, ¡oh Giafar! a decirle que tiene que presentarse entre mis pianos mañana por la siesta, a la misma hora que el ciego y el lisiado". Y se ejecutó la orden.
Y ya iban a proseguir su camino, cuando vieron avanzar por el puente un magnífico cortejo, como no pueden ostentarlo, por lo general, más que los reyes y los sultanes. Pero lo precedían a caballo unos heraldos que gritaban: "¡Paso a nuestro amo, el esposo de la hija del todopoderoso rey de la China y de la hija del poderoso rey del Sind y de la India!" Y a la cabeza del cortejo, en un caballo cuyo aspecto pregonaba su raza, caracoleaba un emir o quizá un hijo de rey, que tenía una apostura brillante y llena de nobleza. E inmediatamente detrás de él iban dos sais que conducían, con un ronzal de seda azul, a un camello maravillosamente enjaezado y cargado con un palanquín en que, bajo un palio de brocato rojo, estaban sentadas, una a la derecha y otra a la izquierda, las dos jóvenes princesas, esposas del jinete, con el rostro cubierto por un velo de seda anaranjada. Y cerraba el cortejo una orquesta de músicos que tocaban aires indios y chinos en sus instrumentos de formas desconocidas.
Y Harún, maravillado a la par que sorprendido, dijo a sus acompañantes: "He aquí un extranjero notable, de los que raramente vienen a mi capital. Y aunque he recibido a los reyes y a los príncipes y a los emires más imponentes de la tierra, y aunque los jefes de los descreídos de allende los mares, los del país de los francos y los de las regiones del extremo Occidente, me han enviado embajadas y diputaciones, ninguno de los que hemos visto podía compararse con éste en fausto y en belleza". Luego se encaró con su portaalfanje Massrur, y le dijo: "Date prisa ¡oh Massrur! a seguir a ese cortejo, con obieto de que veas lo que haya que ver, y vuelvas sin tardanza para informarme en palacio, teniendo antes cuidado, sin embargo, de incitar a ese noble extranjero a presentarse mañana entre mis manos a la misma hora que el ciego y el lisiado y el jeique generoso".
Y cuando Massrur se marchó para ejecutar la orden, el califa y Giafar atravesaron el puente por fin. Pero apenas habían llegado al extremo, divisaron en medio del meidán que se abría frente a ellos, y que servía para justas y torneos, una gran aglomeración de espectadores que miraban a un joven montado en una hermosa yegua blanca, a la que lanzaba a toda brida por uno y otro lado, castigándola a latigazos y espolazos sin compasión y de manera que el animal echaba espuma y sangre y le temblaban las patas y el cuerpo todo.
Al ver aquello, el califa, que era aficionado a los caballos y no podía sufrir que se les maltratara, llegó al límite de la indignación, y preguntó a los espectadores: "¿Por qué se porta de modo tan bárbaro ese joven con esa hermosa yegua dócil?" Y contestaron: "No lo sabemos, y sólo Alah lo sabe. ¡Pero todos los días a la misma hora vemos llegar al joven con su yegua, y asistimos a este espectáculo inhumano!" Y añadieron: "Al fin y al cabo, es dueño legítimo de su yegua y puede tratarla a su antojo". Y Harún se encaró con Giafar y le dijo: "Te dejo el cuidado ¡oh Giafar! de informarte por ese joven de la causa que le impulsa a maltratar de tal suerte a su yegua. Y si se niega a revelártela, le dirás quién eres y le ordenarás que se presente entre mis manos mañana por la siesta, a la misma hora que el ciego, el lisiado, el jeique generoso y el jinete extranjero".
Y dejó el meidán para regresar a palacio solo aquel día...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 861ª NOCHE
Ella dijo:
". . . Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y el califa le dejó en el meidán para regresar a palacio solo aquel día.
Y he aquí que al siguiente, después de la plegaria intermedia de mediodía, el califa entró en el diwán de audiencias, y el gran visir Giafar al punto introdujo en su presencia a los cinco personajes con quienes se habían encontrado la víspera en el puente de Bagdad, a saber: el ciego que se hacía abofetear, el maestro de escuela lisiado, el jeique generoso, el noble jinete a cuya zaga tocaban aires indios y chinos, y el joven dueño de la yegua blanca. Y cuando los cinco estuvieron prosternados ante su trono y hubieron besado la tierra entre sus manos, el califa les hizo con la cabeza seña de que se levantaran, y Giafar les colocó por orden, uno junto a otro, en la alfombra que había al pie del trono.
Entonces Al-Raschid se encaró con el joven dueño de la yegua blanca, y le dijo: "¡Oh joven que ayer te mostraste tan inhumano con la hermosa yegua blanca tan dócil que montabas! ¿puedes decirme, para que yo lo sepa, el motivo que impulsaba a tu alma a portarte de modo tan bárbaro con un animal mudo que no puede responder a las injurias con injurias y a los golpes con golpes? Y no me digas que obrabas así para guiar o para desbravar a tu yegua. Porque en mi vida he desbravado y guiado yo mismo gran número de potros y potrancas, pero nunca he tenido necesidad de maltratar, como tú lo hacías, a los animales que he enseñado. Y tampoco me digas que hostigabas así a tu yegua para divertir a los espectadores, pues no solamente no les divertía ese espectáculo inhumano, sino que les escandalizaba y a mí también me escandalizaba con ellos. Y en poco estuvo ¡por Alah! que me diese a conocer en público para castigarte como merecías y poner fin a un espectáculo tan repugnante. Habla, pues, sin mentir y sin ocultarme nada del motivo de tu conducta, porque es el único medio que te queda de escapar a mi rencor y de entrar en mi gracia. Y si tu relato me satisface y tus palabras disculpan tu conducta, dispuesto estoy incluso a perdonarte y a olvidar todo lo que de ofuscante hubiese en tu manera de obrar".
Cuando el joven dueño de la yegua blanca hubo oído las palabras del califa, se le puso la tez muy amarilla y bajó la cabeza guardando silencio, presa visiblemente de un embarazo muy grande y de una pena sin límites. Y como continuara erguido de tal suerte, sin poder llegar a pronunciar una sola palabra, mientras brotaban lágrimas de sus ojos y le caían en el pecho, el califa cambió de tono con él, y más intrigado que nunca, le dijo con voz dulce: "¡Oh joven! olvida que estás en presencia del Emir de los Creyentes y habla con toda libertad, como si estuvieras entre tus amigos, pues bien veo que tu historia debe ser una historia muy extraña y el motivo de tu conducta un motivo muy extraño. Y te juro, por los méritos de mis antecesores los Gloriosos, que no se te hará ningún mal".
Y Giafar, por su parte, se puso a hacer al joven, con la cabeza y con los ojos, señas inequívocas de estímulo que significaban claramente: "Habla con toda confianza. Y no tengas la menor inquietud".
Entonces el joven comenzó a recobrar el aliento perdido, y tras de alzar la cabeza, besó la tierra una vez más entre las manos del sultán, y dijo:
HISTORIA DEL JOVEN DUEÑO DE LA YEGUA BLANCA
"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que soy muy conocido en mi barrio, donde me llaman Sidi Nemán. Y la historia que es mi historia y que, por orden tuya, voy a contarte, constituye un misterio de la fe musulmana. Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con espíritu atento".
Y el joven se calló un instante para reunir en la memoria todos sus recuerdos, y prosiguió:
"Cuando murió mi padre, me dejó lo que Alah me había escrito para herencia. Y advertí que los beneficios de Alah sobre mi cabeza eran más numerosos y más escogidos de lo que anhelara nunca mi alma. Y además observé que de día en día yo iba siendo el hombre más rico y más considerado de mi barrio. Pero mi nueva vida, lejos de infundirme pedantería y orgullo, no hizo más que desarrollar mis acentuadas aficiones a la calma y a la soledad. Y continué viviendo soltero, felicitándome todas las mañanas de Alah por no tener preocupaciones de familia ni responsabilidades. Y me decía todas las noches: «¡Ya Sidi Nemán, cuán modesta y tranquila es tu vida! ¡Y cuán deleitosa es la soledad del celibato!»
Pero, un día entre los días, i oh mi señor! me desperté con un violento e incomprensible deseo de cambiar de vida repentinamente. Y entró en mi alma este deseo bajo la forma del matrimonio. Y en aquella hora y en aquel instante, me levanté, movido por los movimientos interiores de mi corazón, diciéndome:
"¿No te da vergüenza, ya Sidi Nemán, vivir de tal suerte, solo en esta morada, como un chacal en su guarida, sin ninguna presencia dulce al lado tuyo, sin un cuerpo de mujer fresco siempre para refrescarte los ojos y sin ningún afecto que te haga sentir que en realidad vives del soplo de tu Creador?
¿Esperas, pues, para conocer las ventajas de nuestras jóvenes a que los años te hayan vuelto impotente y bueno, cuando más, para ver sin consecuencias!"
Ante estos pensamientos tan naturales, que acudían a mi espíritu por vez primera, no vacilé ya más en seguir las incitaciones de mi alma, puesto que el alma nos es cara y todos sus anhelos merecen ser satisfechos.
Pero como yo no conocía a mujeres casamenteras que pudiesen buscarme una esposa entre las hijas de los notables de mi barrio y de los mercaderes ricos del zoco, y como, por otra parte, estaba muy resuelto a casarme con conocimiento de causa, es decir, dándome cuenta por mis propios ojos de los encantos y cualidades de mi esposa, y no siguiendo la costumbre que exige no se vea el rostro de la desposada más que después de extendido el contrato y de las ceremonias matrimoniales, me decidí a elegir a mi esposa sencillamente entre las hermosas esclavas que se venden y se compran.
Así salí de mi casa inmediatamente y me dirigí al zoco de los esclavos, diciéndome: "¡Ya Sidi Nemán, excelente es tu determinación de tomar esposa entre las jóvenes esclavas en vez de buscar alianza con las muchachas notables! Porque con eso eludes muchos fastidios y trabajos, no sólo evitándote el tener a tu espalda la nueva familia de tu esposa, y en tu estómago las miradas, de continuo enemigas, de la madre de tu esposa, vieja calamitosa ciertamente, y en tus hombros la carga de los hermanos mayores y menores de tu esposa, y de los parientes viejos y jóvenes de tu esposa, y de las relaciones enfadosas y pesadas de tu tío, padre de tu esposa, sino también alejando de ti las futuras recriminaciones de la hija de notables, que no dejaría de hacerte sentir en toda ocasión que era de extracción superior a la tuya, y que para con ella no tenías más que deberes, y que le debías todos los miramientos y todas las obligaciones.
Y entonces sería cuando podrías desear tu vida de soltero y morderte los dedos hasta hacerte sangre. ¡Mientras que escogiendo por ti mismo una esposa probada con tus ojos y con tus dedos y que no tenga nada que la ate y esté sola en absoluto con su belleza, simplificas tu existencia, te evitas complicaciones y tienes todas las ventajas del matrimonio sin tener sus inconvenientes!"
Y alimentando aquella mañana estos pensamientos nuevos, ¡oh Emir de los Creyentes! llegué al zoco de esclavas para escoger una esposa agradable con quien vivir entre dulzuras de todas clases, amor mutuo y bendiciones. Porque como por naturaleza estaba yo capacitado para el afecto, anhelaba con todas mis fuerzas encontrar en la joven de mi agrado las cualidades de alma y cuerpo que me permitieran consagrar a ella las reservas acumuladas de una ternura de la que todavía no había consagrado la menor partícula a ningún otro ser viviente.
Aquel era precisamente día de mercado, y un arribo reciente había traído a Bagdad hacía poco muchachas jóvenes de Circasia, de Jonia, de Arabia, del país de los Rums, de la ribera anadoliana, de Serendib, de la India y de la China.
Cuando llegué al centro del mercado, los corredores y los subastadores ya habían dispuesto allí los diversos lotes separadamente para evitar los desórdenes que hubiese ocasionado la mezcla de aquellas razas distintas. Y en cada uno de aquellos lotes se ponía bien de relieve a cada joven, de modo que se la pudiese examinar en todos sentidos y que cada trato se ultimase a sabiendas y sin engaños.
Y el Destino quiso -¡nadie podría escapar a su destino!- que mis primeros pasos se encaminasen por sí mismos hacia el grupo de las jóvenes llegadas de las Islas del extremo Norte.
Además, aunque mis pasos no se hubiesen encaminado por sí mismos hacia aquel lado, hacia aquél habrían mirado mis ojos inmediatamente. Porque aquel grupo se distinguía, entre los grupos más sombríos que estaban próximos a él, por su claridad y por una cascada de pesadas cabelleras, amarillas como el oro, que ondulaban sobre cuerpos de una blancura de plata virgen. Y las jóvenes que en pie integraban aquel grupo se parecían todas de manera extraña, como las hermanas se asemejan a sus hermanas cuando son del mismo padre y de la misma madre.
Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 862ª NOCHE
Ella dijo:
... Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca.
Y yo, que en mi vida ¡oh mi señor! había tenido ocasión de ver jóvenes de una belleza tan extraña, estaba maravillado y sentía que se me salía el pecho del alma en pos de aquel espectáculo emocionante. Y al cabo de una hora de tiempo, sin poder llegar a fijar mi elección en alguna de ellas, que todas eran igualmente hermosas, cogí de la mano a la que me parecía que era la más joven y en seguida la adquirí sin regatear ni escatimar. Porque la circundaban por entero las gracias, y era como la plata en la mina y como la almendra mondada, clara y pálida hasta el exceso, con su vellón de seda amarilla, con inmensos ojos mágicos, azules, bajo sombrías pestañas curvadas como las hojas de las cimitarras y velando una mirada de dulzura marina. Y a su vista me acordé de esos versos del poeta:
¡Oh tú, cuya preciosa tez está matizada de ámbar como la tez de la rosa china, y cuya boca con su contenido es una manzanilla purpúrea que floreciera sobre dos sartas de granizos!
¡Oh poseedora de dos ojos de ágata sombreados por pétalos de jacinto y más rasgados que los de una antigua faraona!
¡Oh espléndida! ¡Si te comparase a las más bellas de nuestras amadas me equivocaría, pues eres bella sin comparación!
¡Pues aunque sólo tuvieras el grano de belleza que se aloja en el 'hoyuelo amable de la comisura de tus labios, harías que los humanos titubearan en la locura!
¡Aunque sólo tuvieras esas piernas esbeltas que se yerguen mirándose en el espejo de tus pies desnudos, superarían ellas a los juncos que se miran en el agua!
¡Aunque sólo tuvieras ese talle dócil al ritmo de tus esplendores, darías envidia a las ramas tiernas del árbol ban!
¡Y aunque sólo tuvieras ése tu porte, más magnífico que el de un navío sobre el mar cuando lo tripulan piratas, martirizarías con tus pupilas a los corazones todos!
Y cogí, pues, de la mano a la joven, ¡oh mi señor! y tras de proteger con mi manto su desnudez, me la llevé a mi morada. Y me complació con su dulzura, su silencio y su modestia. Y comprendí hasta qué punto me atraía su belleza exótica, su palidez, sus cabellos amarillos como el oro en fusión y sus ojos azules, siempre bajos, que eludían siempre los míos por timidez, sin duda alguna. Y como ella no hablaba nuestra lengua y yo no hablaba la suya, evité fatigarla con preguntas que quedarían sin respuestas. Y di gracias al Donador, que había conducido a mi morada una mujer cuya contemplación ya por sí sola constituía un encanto.
Pero la misma noche de su entrada en la casa no dejé de notar en ella cosas singulares. Porque en cuanto cayó la noche, sus ojos azules sé hicieron más sombríos, y su mirada, anegada en dulzura durante el día, se tornó chispeante, como animada de un fuego interior. Y la poseyó una especie de exaltación que se traducía en sus facciones por una palidez mayor aún y por ligero temblor de los labios. Y de cuando en cuando miraba hacia la puerta, como si deseara tomar el aire. Pero como la hora nocturna no era favorable al paseo, y además ya era tiempo de tomar nuestra cena, me senté y la hice sentarse a mi lado.
Y mientras esperábamos a que nos sirvieran la comida, quise aprovechar la oportunidad para hacerle comprender hasta qué punto su llegada era una bendición para mí y los tiernos sentimientos que germinaban en mi corazón al verla. Y la acaricié dulcemente, y traté de mimarla y de domesticar su alma extranjera. Y la cogí la mano dulcemente y me la llevé a los labios y al corazón. Y pasé ligeramente mis dedos por la seda incitante de su cabellera, con tanto cuidado como si tocara una antiquísima tela pronta a abrirse al menor contacto. Y ya no olvidaré ¡oh mi señor! lo que hube de experimentar a aquel contacto. En vez de sentir la tibieza de los cabellos vivos, fué como si las crines amarillas de sus trenzas se hubiesen extraído de algún metal helado, o como si mi mano, al acariciar aquel vellón, rozara seda empapada en nieve derretida. Y a la sazón no dudé de que su cabellera estuviese desde un principio tejida por entero con hilillos de filigrana de oro.
Y pensé con mi alma en la omnipotencia infinita del Dueño de las criaturas, que en nuestros climas hace don a nuestras jóvenes de sus cabelleras negras y cálidas como el ala de la noche, y corona la frente de las claras hijas del Norte con esa corona de llama congelada.
Y ¡oh mi señor! no pude por menos de emocionarme con una emoción mezcla de asombro a la par que de delicias al saberme esposo de una criatura tan rara y tan diferente a las mujeres de nuestros climas. Y hasta tuve la percepción de que ella no era de mi sangre ni de nuestra extracción común. Y en poco estuvo que no le atribuyera de pronto dones sobrenaturales y virtudes desconocidas. Y la miré con admiración y asombro.
Pero en seguida entraron los esclavos llevando a la cabeza las bandejas cargadas de manjares, que colocaron ante nosotros. Y observé que, no bien vió aquellos manjares, se acentuaba el azoramiento de mi esposa, y que por sus mejillas de raso mate pasaban alternativas de rubor y de palidez, en tanto que se dilataban sus ojos, fijos en los objetos sin verlos.
Y atribuyendo todo aquello a su timidez y a su ignorancia de nuestras costumbres, quise animarla a probar los manjares servidos, y empecé por un plato de arroz cocido con manteca, del que me puse a comer utilizando para ello los dedos, como hacemos generalmente. Pero aquello, en lugar de abrir el apetito en el alma de mi esposa, debió ocasionarle, a no dudar, un sentimiento parecido a la repulsión, si no a la náusea. Y lejos de seguir mi ejemplo, volvió ella la cabeza y miró en torno suyo como buscando algo. Después, tras de un largo rato de vacilación, como viera que mi mirada le suplicaba que tocase a los manjares, se sacó del seno un estuchito tallado en un hueso de niño, y extrajo de él un finísimo tallo de grama, semejante a esos menudos tallos que utilizamos de limpia-oídos. Y cogió delicadamente con dos dedos aquel tallito puntiagudo y se puso a pinchar con él lentamente el arroz y a llevárselo a los labios más lentamente todavía y grano a grano. Y entre cada dos de sus minúsculos bocados dejaba transcurrir un largo intervalo de tiempo. De modo que ya había acabado yo mi comida cuando ella aún no habría tomado de aquella manera más de una docena de granos de arroz. Y eso fué cuanto quiso comer aquella noche. Y me pareció adivinar, por un gesto vago, que estaba harta. Y no quise aumentar su azoramiento ni enfadarla insistiendo para que tomase algún otro alimento.
Y aquello no hizo más que afirmarme en la creencia de que mi esposa extranjera era un ser diferente a los habitantes de nuestros países. Y pensaba para mi fuero interno: "¿Cómo no ha de ser distinta a las mujeres de aquí esta joven que, para alimentarse, sólo necesita la pitanza que un pajarito? Y si así es en cuanto a las necesidades de su cuerpo, ¿qué será en cuanto a las necesidades de su alma?" Y resolví consagrarme por completo a tratar de adivinar su alma, que me parecía impenetrable.
Y procurando darme a mí mismo una explicación plausible de su manera de obrar, me imaginé que no tendría ella costumbre de comer con hombres, menos aún con un marido, ante quien tal vez la habrían enseñado a que se contuviera. Y me dije: "¡Sí, eso es! Ha llevado la continencia demasiado lejos porque es sencilla e inocente. ¡0 acaso haya cenado ya! 0 bien si no lo ha hecho todavía, se reserva para comer sola y con libertad".
Y al punto me levanté y la cogí de la mano con precauciones infinitas, y la conduje a la estancia que le había hecho preparar. Y allí la dejé sola, a fin de que quedase libré de obrar a su antojo. Y me retiré discretamente.
Y por miedo a molestarla o a parecerle importuno, no quise entrar aquella noche en el aposento de mi esposa, como, por lo general, hacen los hombres en la noche nupcial, sino que, al contrario, pensé que con mi discreción me atraería la gracia de mi esposa y así le demostraría que los hombres de nuestros países están lejos de resultar brutales y desprovistos de cortesía y saben, cuando es preciso, aparecer delicados y reservados. No obstante, ¡oh Emir de los Creyentes! por tu vida te juro que aquella noche no me faltó el deseo de penetrar en mi clara esposa, la joven hija de hombres del Norte, que era dulce a mi vista y que había sabido encantar mi corazón con su gracia extraña y el misterio que la envolvía. Pero era mi placer demasiado precioso para comprometerme precipitando los acontecimientos, y sólo ganancias podría reportarme el preparar el terreno y dejar que el fruto perdiera su acidez y llegara a plena madurez con la lozanía conveniente. Sin embargo, pasé aquella noche presa del insomnio, pensando en la belleza rubia de la joven extranjera que perfumaba mi morada, y cuyo cuerpo lustral me parecía sabroso como el albaricoque cogido bajo el rocío, y aterciopelado como él, y como él deseable...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 863ª NOCHE
Ella dijo:
...pensando en la belleza rubia de la joven extranjera que perfumaba mi morada, y cuyo cuerpo lustral me parecía sabroso como el albaricoque cogido bajo el rocío, y aterciopelado como él y como él deseable.
Y al día siguiente, cuando nos reunimos para comer, la acogí con semblante sonriente e inclinándome ante ella, como había visto hacer en otras ocasiones a los emires de Occidente llegados aquí o enviados de parte del rey de los francos. Y la hice sentarse a mi lado ante las bandejas de manjares, entre los cuales había, como la víspera, un plato de arroz cocido con manteca y cuyos granos estaban sueltos, maravillosamente condimentados y perfumados con manteca. Pero mi esposa se condujo exactamente igual que la víspera, sin tocar más que al plato de arroz, con exclusión de todos los demás manjares y pinchando lentamente los granos uno a uno con el limpiaoídos para llevárselos a la boca.
Y yo, aún más sorprendido que la víspera por aquella manera de comer, pensé: "¡Por Alah! ¿dónde ha podido aprender a comer el arroz de esta manera? Acaso con su familia, en su país. ¿0 tal vez lo hace así porque come muy poco? ¿O es que quiere contar los granos de arroz, a fin de no comer una vez más que otra? Pero si se conduce así por espíritu de economía y para enseñarme a no ser pródigo, por Alah que se equivoca, pues nada tenemos que temer por ese lado, y no será eso lo que pueda arruinarnos un día. Porque, gracias al Retribuidor, tenemos para vivir con gran desahogo y sin privarnos de lo necesario ni de lo superfluo.
Pero, hubiera o no comprendido mis pensamientos y mi perplejidad, mi esposa no dejó de comer de aquella manera incomprensible. Y como si hubiera querido apenarme más todavía, pinchó los granos de arroz más de tarde en tarde, y acabó por limpiar el tallito puntiagudo sin decirme una sola palabra ni mirarme, guardándolo en su estuche de hueso. Y aquello fué todo lo que la vi hacer aquella mañana. Y he aquí que, por la noche, al cenar, ocurrió exactamente lo mismo, así como al día siguiente y cuantas veces nos pusimos ante el mantel extendido para comer juntos.
Cuando me di cuenta de que no era posible que una mujer viviese con tan poco alimento como la veía tomar, ya no dudé de que tras ello hubiese algún misterio más extraño todavía que la existencia de mi esposa. Y aquello me hizo tomar el partido de aguardar aún, abrigando la esperanza de que con el tiempo se acostumbraría ella a vivir conmigo, como anhelaba mi alma. Pero no tardé en advertir que era vana mi esperanza y que, costase lo que costase, tenía que decidirme a dar con la explicación de aquella manera de vivir tan distinta a la nuestra. Y he aquí que se presentó la ocasión por sí misma cuando yo menos la esperaba.
En efecto, al cabo de quince días de paciencia y de discreción por mi parte, resolví intentar una visita por primera vez a la cámara nupcial. Y una noche en que yo creía que mi esposa dormía hacía largo rato, me dirigí muy sigilosamente al aposento que ocupaba ella en el lado opuesto al mío, y llegué a la puerta de su cuarto, apagando mis pasos por temor a turbar su sueño. Porque no quería despertarla muy bruscamente, a fin de poder contemplarla a mi sabor dormida, figurándomela, con sus párpados cerrados y sus largas pestañas curvadas, tan hermosa como las huríes del cielo.
Y he aquí que, cuando llegué a la puerta, oí dentro los pasos de mi esposa. Y como yo no podía comprender qué propósito la retenía aún despierta a hora tan avanzada de la noche, me indujo la curiosidad a esconderme detrás de la cortina de la puerta para ver qué ocurría. Y en seguida se abrió la puerta, y mi esposa apareció en el umbral vestida con sus trajes de calle y deslizándose por las baldosas de mármol sin hacer el menor ruido. Y la miré al pasar ella por delante de mí en la oscuridad, y asombrado se me congeló la sangre en el corazón. En medio de las tinieblas, su faz entera aparecía iluminada por los dos tizones de sus ojos, semejantes a los ojos de los tigres, que se dice que arden en la oscuridad e iluminan el camino del exterminio y la matanza. Y se parecía a esas figuras medrosas que en sueños nos envían los genn malhechores cuando quieren hacernos prever las catástrofes que traman contra nosotros. ¡Hasta ella me parecía una gennia de la especie más cruel, con su cara pálida, sus ojos incendiarios y sus cabellos amarillos, que se erizaban de un modo terrible en su cabeza! Y yo ¡oh mi señor! sentí que se me encajaban y se me rompían las mandíbulas, y que se me secaba la saliva en la boca, que me quedaba sin aliento. Por otra parte, aunque hubiese podido moverme, me habría guardado mucho de hacer el menor acto de presencia detrás de aquella cortina, en aquel sitio que no me correspondía.
Esperé, pues, a que ella se alejase para salir de mi escondrijo, recobrando el aliento perdido. Y me dirigí a la ventana que daba al patio de la casa, y miré a través de la celosía. Y pude ver que abría ella la puerta de la calle y salía, hollando apenas el suelo con sus pies desnudos. Y la dejé alejarse un poco, y corrí a la puerta que había dejado ella entreabierta y la seguí de lejos, llevando mis sandalias en la mano. Y afuera todo estaba iluminado por el cuarto menguante de la luna, y el cielo entero se desplegaba sublime, como todas las noches, con sus luces titilantes. Y a pesar de mi emoción, elevé mi alma hacia el Dueño de las criaturas y dije mentalmente: "¡Oh Señor, Dios de exaltación y de verdad! ¡sé testigo de que he obrado con discreción y honradez respecto de mi esposa, esa hija de extranjeros, aunque desconozco todo lo referente a ella, que acaso pertenezca a una raza descreída que ofenda Tu faz, Señor! Y ahora no sé qué va a hacer esta noche bajo la claridad propicia de Tu cielo. Pero que ni de cerca ni de lejos aparezca yo como cómplice de sus acciones. Porque de antemano las repruebo si son contrarias a Tu ley y a la enseñanza de Tu Enviado (¡con El la paz y la plegaria!)"
Y tras de calmar así mis escrúpulos, no vacilé más en seguir a mi esposa adonde fuese.
Y he aquí que atravesó ella todas las calles de la ciudad, caminando con notable seguridad, como si hubiese nacido entre nosotros y se hubiese criado en nuestros barrios. Y yo la seguía de lejos al revolar de su cabellera, que huía siniestramente detrás de ella en la noche. Y llegó ella a las últimas casas, traspuso las puertas de la ciudad y penetró en los campos deshabitados que desde hace centenares de años sirven de morada a los muertos. Y dejó atrás el primer cementerio, cuyas tumbas eran excesivamente antiguas, y se apresuró a entrar en el que se seguía enterrando a diario. Y yo pensaba: "Seguramente tiene aquí muerta una amiga o una hermana de las que con ella vinieron de países extranjeros. Y quiere cumplir sus deberes cerca de ella durante la noche, en medio de la soledad y del silencio". Pero de pronto recordé su aspecto terrible y sus ojos inflamados, y de nuevo se me agolpó la sangre en el corazón.
Y he aquí que surgió de entre las tumbas una forma cuya especie no podía yo adivinar aún y que salió al encuentro de mi esposa. Y por el horror de su fisonomía y por su cabeza de hiena carnicera, reconocí una ghula en aquella forma sepulcral.
Y caí en tierra detrás de una tumba, porque me flaquearon las piernas. Y merced a aquella circunstancia, a pesar de la sorpresa espantosa que me embargaba, pude ver a la ghula, que no me veía, aproximarse a mi esposa y cogerla de la mano para llevarla al borde de una fosa. Y se sentaron ambas, una frente a otra, al borde de aquella fosa. Y la ghula se inclinó hasta el suelo y se incorporó sosteniendo en sus manos un objeto redondo, que entregó en silencio a mi esposa. Y en aquel objeto reconocí un cráneo humano recientemente separado de un cuerpo sin vida. Y mi esposa, lanzando un grito de bestia feroz, clavó con fruición sus dientes en aquella carne muerta y se puso a roerla de un modo horroroso.
Al ver aquello, ¡oh mi señor! sentí que el cielo se desplomaba con todo su peso sobre mi cabeza. Y en mi espanto, debí lanzar un grito de horror que traicionó mi presencia. Porque de improviso vi a mi esposa de pie sobre la tumba que me cobijaba. Y mirábame con los ojos del tigre hambriento cuando va a caer sobre su presa. Y ya no dudé de mi perdición irremisible. Y antes de que yo tuviese tiempo de hacer el menor movimiento para defenderme o para pronunciar una fórmula invocadora que me precaviera contra los maleficios; la vi extender el brazo por encima de mí y gritar ciertas sílabas en una lengua desconocida que tenía acentos semejantes a los rugidos que se oyen en los desiertos.
Apenas hubo ella vomitado aquellas sílabas diabólicas, de repente me vi metamorfoseado en perro ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 864ª NOCHE
Ella dijo:
. . . Y apenas hubo ella vomitado aquellas sílabas diabólicas, de repente me vi metamorfoseado en perro. Y mi esposa se precipitó sobre mí, seguida de la espantable ghula. Y tan violentamente la emprendieron ambas conmigo a puntapiés, que no sé cómo no me quedé muerto en el sitio. Sin embargo, el peligro extremado en que me encontraba y el apego a la vida me dieron fuerza y valor para saltar sobre mis cuatro patas y ponerme en fuga con el rabo entre las piernas, perseguido con igual furor por mi esposa y por la ghula. Y sólo cuando me arrojaron muy lejos del cementerio fué cuando cesaron de maltratarme y de correr detrás de mí, que ladraba de dolor lamentablemente y me caía cada diez pasos. Y las vi volverse al cementerio. Y me apresuré a franquear las puertas de la ciudad, como un perro perdido y desgraciado.
Y al día siguiente, tras de una noche pasada dando tumbos por la ciudad y evitando los mordiscos de los perros de barrio, que me perseguían como a intruso, se me ocurrió la idea de refugiarme en cualquier parte para escapar a sus ataques crueles. Y me metí con viveza en la primera tienda abierta a aquella hora temprana. Y fui a esconderme en un rincón para sustraerme a su vista.
Aquella tienda era de un vendedor de cabezas y patas de carnero. Y el tendero me protegió en un principio contra mis agresores, que querían penetrar en persecución mía hasta el interior de la tienda. Y consiguió echarlos y alejarlos; pero fué para volver a mi lado con el propósito evidente de espantarme. Y vi, en efecto, que no podía contar con el asilo y la protección que esperaba. Porque aquel tripicallero era una de esas personas escrupulosas hasta más no poder y supersticiosamente fanáticas, que tienen a los perros por animales inmundos y no encuentran bastante agua ni jabón para lavar su ropa cuando, por casualidad, les roza un perro al pasar junto a ellos. Se acercó, pues, a mí, y me conminó con el gesto y con la voz a que me marchara de su tienda cuanto antes. Pero yo hice la rosca, gimoteando con aullidos lamentables y mirándole a los pies con ojos implorantes. Entonces, un tanto apiadado, soltó el bastón con que me amenazaba, y como aspiraba a desembarazar a todo trance de mi presencia su tienda, cogió uno de los admirables pedazos olorosos de patas cocidas, y sosteniéndolo en la punta de los dedos de modo que yo lo viera bien, salió a la calle. Y atraído por el tufillo de aquel buen bocado, ¡oh mi señor! me levanté de mi rincón y seguí al tripicallero, quien me arrojó el pedazo en cuanto me vió fuera de su tienda, y se volvió a su casa. Y no bien hube devorado aquella carne excelente, quise volver a toda prisa a mi rincón. Pero no había contado con el vendedor de cabezas, quien, previendo mi impulso, permanecía en el umbral, inconmovible, con el terrible bastón de nudos en la mano. Y hube de mirarle en actitud suplicante, meneando la cola para indicarle que imploraba de él me otorgase el favor de aquel refugio. Pero se mantuvo inflexible, y hasta empezó a enarbolar su bastón, gritándome con voz que no me dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones: "Vete ¡oh proxeneta!"
Entonces, muy humillado y temiendo, además, los ataques de los perros del barrio, que ya empezaban a caer sobre mí !desde todos los puntos del zoco, eché a correr y alcancé a toda prisa la tienda abierta de un panadero, que estaba muy próxima a la del tripicallero.
Y he aquí que, a primera vista, aquel panadero me pareció, muy al contrario del vendedor de cabezas de carnero, devorado por los escrúpulos y dominado por las supersticiones, un hombre alegre y de buen augurio. Y lo era, en efecto. Y en el momento en que yo llegué delante de su tienda estaba él sentado en su estera tomando el desayuno. Y aunque yo no le había dado ninguna prueba de mis ganas de comer, su alma compasiva le indujo en seguida a arrojarme un trozo grande de pan empapado en salsa de tomate, diciéndome con cariñosa voz: "¡Toma, ¡oh pobre! come a tu gusto!" Pero yo, lejos de abalanzarme con avidez y glotonería sobre el bien de Alah, como hacen, por lo general, los demás perros, miré al generoso panadero haciéndole una seña con la cabeza y meneando la cola para patentizarle mi gratitud. Y debió conmoverle mi cortesía y verlo con agrado, porque le vi sonreírme con bondad. Y aunque no me torturaba el hambre y no tenía gana de comer, no dejé de coger con los dientes el trozo de pan, únicamente por complacerle, y me lo comí con bastante lentitud para darle a entender que lo hacía por consideración a él y en honor suyo. Y él lo comprendió todo, y me llamó y me hizo seña de que me sentara junto a su tienda. Y me senté, dejando oír pequeños gruñidos de placer y mirando a la calle para indicarle que por el momento no le pedía otra cosa que su protección. Y gracias a Alah, que le había dotado de inteligencia, comprendió todas mis intenciones, y me hizo caricias que me animaron y me dieron confianza: osé, pues, introducirme en su casa. Pero fui bastante hábil para darle a entender que sólo lo haría con su permiso. Y lejos de oponerse a mi entrada, se mostró, por el contrario, lleno de afabilidad y me indicó un sitio donde podría instalarme sin incomodarle. Y tomé posesión de aquel sitio, que desde entonces conservé todo el tiempo que viví en la casa.
Y a partir de aquel momento mi amo sintió por mí una gran afección y me trató con benevolencia extremada. Y no podía almorzar; ni comer, ni cenar sin tenerme a su lado y darme una ración más que suficiente. Y por mi parte yo le demostraba toda la fidelidad y toda la abnegación de que puede ser capaz la mejor alma perruna. Y a causa del agradecimiento que sentía por sus cuidados, tenía los ojos fijos constantemente en él y no le dejaba dar un paso en la casa o por la calle sin ir detrás de el fielmente, tanto más cuanto que hube de notar que mi atención le gustaba, y que si por casualidad se disponía a salir sin que yo, por algún indicio, me hubiese dado cuenta de antemano, no dejaba de llamarme familiarmente, silbándome. Y al punto me lanzaba yo a la calle desde mi sitio; y saltaba y me deshacía en cabriolas, dando mil vueltas en un instante y haciendo mil idas y venidas a la puerta. Y no cesaba en tales alborozos hasta que salía él a la calle. Y entonces le acompañaba por donde fuera, siguiéndole o corriendo delante de él y mirándole de cuando en cuando para demostrarle mi alegría y mi contento.
Hacía ya algún tiempo que estaba yo en casa de mi amo el panadero, cuando un día entre los días entró en la tienda una mujer que compró un panecillo que acababa de salir muy hueco del horno.
Tras de pagar a mi amo, la mujer cogió el pan y se dirigió a la puerta. Pero mi amo, que advirtió que era falsa la moneda que acababa de tomar, llamó a la mujer y le dijo: "¡Oh tía, que Alah alargue tu vida! ¡pero si no te enfada, prefiero otra moneda a ésta! Y al mismo tiempo mi amo le tendió la moneda consabida. Pero la mujer, que era una vieja empedernida, se negó con muchas protestas a tomar su moneda, pretendiendo que era buena, y diciendo: "¡Además, no soy yo quien la ha fabricado, y las monedas no se pueden escoger como las sandías y los cohombros!" Y mi amo no quedó ni por asomo convencido con los argumentos sin consistencia de aquella vieja, y le dijo con voz tranquila y no sin cierto desdén: "Tu moneda es tan visiblemente falsa, que hasta este perro mío que aquí ves, y que sólo es un animal mudo sin discernimiento, no se equivocaría al verla". Y sencillamente, con objeto de humillar a aquella calamitosa, y sin creer ni por pienso en el buen resultado del acto que iba a llevar a cabo, me gritó, llamándome por mi nombre: "¡Bakht! ¡Bakht! ¡ven! ¡ven aquí!" Y al oír su voz, acudí a él, meneando la cola. Y al punto cogió él el cajon de madera donde guardaba su dinero y lo volcó en el suelo, esparciendo ante mí todas las monedas que contenía.
Y me dijo: "¡Aquí! ¡aquí! ¿Ves todo este dinero? ¡Mira bien todas estas monedas! ¡Y dime si no hay entre ellas una moneda falsa!" Y yo examiné atentamente todas las monedas, una tras otra, empujándola ligeramente con la pata, y no tardé en caer sobre la moneda falsa. Y la dejé a un lado, separándola del montón y poniendo encima la pata para hacer comprender a mi amo que había dado con ella. Y le miré, dando pequeños chillidos y meneándome mucho.
Al ver aquello, mi amo, que estaba lejos de esperar semejante prueba de perspicacia en un animal de mi especie, llegó al límite extremo de la sorpresa y de la maravilla, y exclamó: "¡Alah es el más grande! ¡Y sólo en Alah está la omnipotencia!" Y la vieja, sin poder negar ya lo que sus propios ojos habían visto, y espantada además de lo que presenciaba, se apresuró a recoger su moneda falsa y a dar en cambio una buena. Y salió a toda prisa, enredándose en la cola de su traje.
En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 865ª NOCHE
Ella dijo:
. . . En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco. Y les contó, con admiración, lo que había pasado, no sin exagerar mi mérito, que ya de por sí era bastante asombroso.
Al oír aquel relato de mi amo todos los presentes se hicieron lenguas de mi inteligencia, diciendo que jamás habían visto un perro tan maravilloso. Y para comprobar por sí mismos las palabras de mi amo, no porque sospechasen de su buena fe, sino sólo con el fin de alabarme más, quisieron poner a prueba mi sagacidad. Y fueron a buscar todas las monedas falsas que tenían en sus casas, y me las enseñaron juntas con otras de buena ley. Y al ver aquello, pensé: "¡Ya Alah! ¡asombra el número de monedas falsas que hay en casa de toda esta gente!"
Sin embargo, como no quería con mi retraimiento que se ennegreciera el rostro de mi amo en presencia de sus vecinos, examiné con atención todas las monedas que me pusieron delante de los ojos. Y no se presentó ni una sola falsa sobre la cual no pusiese yo la pata y la separase de las demás.
Y mi fama cundió por todos los zocos de la ciudad, y llegó hasta los harenes merced a la locuacidad de la esposa de mi amo. Y desde por la mañana hasta por la noche asaltaba la panadería una muchedumbre de curiosos que querían experimentar mi habilidad para distinguir la moneda falsa. Y toda la jornada estaba yo ocupado en complacer así a los clientes, más numerosos de día en día, que iban a casa de mi amo desde los barrios más apartados de la ciudad. Y de tal suerte, mi reputación procuró a mi amo más ganancias que las de todos los panaderos de la ciudad reunidos. Y no cesaba mi amo de bendecir mi llegada, que había sido para él tan preciosa como un tesoro. Y su fortuna, debida a sus sentimientos caritativos, hubo de apenar al vendedor de cabezas de carnero, que se mordía los dedos de rabia. Y devorado por la envidia, no dejó de prepararme emboscadas para llevarme con él unas veces, y otras para darme disgustos, excitando contra mí, en cuanto yo salía, a todos los perros del barrio. Pero yo no tenía nada que temer; pues, por una parte, estaba bien guardado por mi amo y por otra, estaba bien defendido por los tenderos, admirados de mi habilidad.
Y hacía ya algún tiempo que vivía yo de aquel modo, rodeado de la consideración general; y hubiera estado verdaderamente contento de mi vida, si no asaltase de continuo mi memoria el recuerdo de mi antiguo estado de criatura humana. Y lo que sobre todo me hacía sufrir no era el ser un perro entre los perros, sino el verme privado del uso de la palabra y el estar reducido a expresarme con la mirada solamente y con las patas o con gritos inarticulados. Y a veces, cuando me acordaba de la terrible noche del cementerio, se me erizaban los pelos del lomo y me estremecía.
Un día entre los días, una vieja de aspecto respetable fué, como todo el mundo, a comprar pan a la panadería, atraída por mi reputación. Y como todo el mundo, cuando cogió el pan y tuvo que pagar, no dejó de tirarme algunas monedas entre las cuales había puesto a propósito, para hacer la experiencia, una moneda falsa. Y al punto separé de las demás la moneda de mala ley y puse la pata encima, mirando a la vieja, como para invitarla a comprobar si había acertado. Y cogió ella la moneda, diciendo: "¡Has acertado! ¡es la falsa!" Y me miró con gran admiración, pagó a mi amo el pan que había comprado, y al marcharse me hizo una seña imperceptible que significaba claramente: "¡Sígueme!"
Y he aquí, ¡oh Emir de los Creyentes! que adiviné que aquella mujer se interesaba por mí de un modo muy particular, pues la atención con que me había examinado era muy distinta de la manera cómo me miraban los demás. Sin embargo, como medida de prudencia, la dejé marcharse, contentándome con mirarla solamente. Pero después de dar algunos pasos, se volvió ella hacia mí, y al ver que yo no hacía más que mirarla sin moverme de mi sitio, me hizo otra seña más apremiante que la primera. Entonces, impulsado por una curiosidad más fuerte que mi prudencia, aprovechándome de que mi amo estaba a lo último de la tienda ocupado en cocer pan, salté a la calle y seguí a aquella señora. Y eché a andar detrás de ella, parándome de cuando en cuando, vacilante y meneando la cola. Pero, animado por ella, acabé por sobreponerme a mi inquietud y llegué con ella a su casa.
Y abrió ella la puerta de la casa, entró la primera y me invitó con voz muy dulce a hacer lo propio, diciéndome: "¡Entra, entra, ¡oh pobre! que no te arrepentirás!" Y entré detrás de ella.
Entonces, después de cerrar la puerta, me llevó a los aposentos interiores y abrió una estancia, en la que me introdujo. Y vi sentada en un diván a una joven como la luna, que bordaba. Y aquella joven, al verme, se tapó inmediatamente con el velo; y la señora vieja le dijo: "¡Oh hija mía! te traigo al famoso perro del panadero, el mismo que tan bien sabe diferenciar las monedas buenas de las monedas falsas.
Y ya sabes las dudas que te participé desde que corrió el primer rumor acerca del particular. Y hoy he ido a comprar pan en casa de su amo el panadero y he sido testigo de la verdad de los hechos; y me hice seguir por este perro tan raro que maravilla a Bagdad. ¡Dime, pues, tu opinión, ¡oh hija mía! a fin de que sepa si me he equivocado en mis conjeturas!" Y al punto contestó la joven: "¡Por Alah ¡oh madre! que no te equivocaste! Y en seguida voy a probártelo".
Y la joven se levantó en aquella hora y en aquel instante, cogió un tazón de cobre rojo lleno de agua, murmuró sobre él ciertas palabras que no entendí, y rociándome con algunas gotas de aquella agua, dijo: "¡Si naciste perro, sigue siendo perro; pero si naciste ser humano, sacúdete y recobra tu forma primitiva en virtud de esta agua!" Y al instante me sacudí. Y se rompió el encanto, y perdí la forma de perro para convertirme en hombre, que era mi estado natural.
Entonces, conmovido de agradecimiento, me eché a los pies de mi libertadora para darle gracias por tan gran beneficio; y besé la orla de su traje; y le dije: "¡Oh joven bendita! Alah te premie con Sus mejores dones el beneficio sin igual de que te soy deudor y con el que no has vacilado en favorecer a un hombre que no conoces, que es extraño en tu casa. ¿Cómo encontraré palabras para darte gracias y bendecirte como mereces? Sabe, al menos, que no me pertenezco ya que me has comprado por un precio que excede en mucho a mi valor. Y a fin de que conozcas con exactitud al esclavo que ahora es de tu propiedad y posesión, voy a contarte mi historia en pocas palabras para no pesar sobre tus oídos ni fatigar tu entendimiento".
Y entonces le dije quién era y cómo, siendo soltero, me decidé súbitamente a tomar mujer y a escogerla, no entre las hijas de los notables de Bagdad, nuestra ciudad, sino entre las esclavas extranjeras que se venden y se compran. Y mientras mi libertadora y su madre me escuchaban con atención, les conté también cómo me había seducido la extraña belleza de la joven del Norte, y mi matrimonio con ella, y mi complacencia y mis miramientos para su persona, y mi proceder delicado, y mi paciencia al soportar sus maneras extraordinarias.
Y les hice el relato del espantoso descubrimiento nocturno, y de todo lo consiguiente, desde el principio hasta el fin, sin ocultarles un detalle.
Cuando mi libertadora y su madre oyeron mi relato, llegaron al límite de la indignación contra mi esposa, la joven del Norte. Y la madre de mi libertadora me dijo: "¡Oh hijo mío! ¡qué conducta tan extraña ha sido tu conducta! ¿Cómo ha podido inclinarse tu alma hacia una hija de extranjeros, cuando nuestra ciudad es tan rica en jóvenes de todos los colores, y cuando tan escogidos y tan numerosos son los beneficios de Alah sobre las cabezas de nuestras jóvenes?
Ciertamente, tendrías que estar hechizado para haber elegido de ese modo sin discernimiento y haber confiado tu destino en las manos de una persona que se diferenciaba de ti en la sangre, en la raza, en la lengua y en el origen. Y bien veo que todo ha sido instigación del Cheitán, del Maligno, del Lapidado. ¡Pero demos gracias a Alah, que, por mediación de mi hija, te ha librado de la maldad de la extranjera y te ha devuelto tu anterior forma de ser humano!" Y tras de besarle las manos, contesté: "¡Oh madre mía bendita! me arrepiento, ante Alah y ante tu faz venerable, de mi acción desconsiderada. Y no anhelo otra cosa que entrar en tu familia como he entrado en tu misericordia. Así, pues si quieres aceptarme por esposo legítimo de tu hija la del alma noble, no tienes más que pronunciar la palabra de conformidad". Y contestó ella: "¡Por mi parte, no veo inconveniente en ello! ¿Pero qué te parece a ti, hija mía? ¿Te conviene este excelente joven que Alah ha puesto en nuestro camino?" Y mi joven libertadora contestó: "Sí, por Alah, me conviene, ¡oh madre mía! Pero no es eso todo. Es preciso primero que para en adelante le pongamos al abrigo de las asechanzas y de la maldad de su antigua esposa. ¡Porque no es suficiente haber roto el encanto por el cual le había excluido ella de la sociedad de los seres humanos, y tenemos que reducirla para siempre a la imposibilidad de hacerle daño!"
Y tras de hablar así, salió de la habitación en que estábamos, volviendo al cabo de un instante con un frasco entre los dedos. Y me entregó aquel frasco, que estaba lleno de agua, y me dijo: "Sidi Nemán, mis libros antiguos, que acabo de consultar, me afirman que la perversa extranjera no está en tu casa a la hora de ahora y tardará en volver. Y también me afirman que la taimada finge, ante tus servidores, que siente gran inquietud por tu ausencia. Apresúrate, pues, mientras ella está fuera, a volver a tu casa con el frasco que acabo de poner entre tus manos, y a esperarla en el patio, de modo que cuando vuelva se encuentre bruscamente cara a cara contigo. Y presa del asombro que le acometerá al verte de nuevo sin esperar, volvera la espalda para emprender la fuga. Y al punto la rociarás con el agua de este frasco, gritándole: "¡Abandona tu forma humana, y conviértete en yegua!" Y ella en seguida se tornará yegua entre las yeguas. Y saltarás a su lomo, y la cogerás por la crin, y sin hacer caso de su resistencia, harás que la pongan en la boca un bocado doble a toda prueba. Y para castigarla como se merece, la emprenderás con ella a latigazos hasta que el cansancio te obligue a interrumpirte. Y todos los días de Alah le harás sufrir un trato análogo. Y de tal suerte será como la domines. Sin lo cual, su maldad acabará por sobreponerse. Y te hará padecer".
Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté con el oído y la obediencia, y me apresuré a ir a mi casa para esperar la llegada de mi antigua esposa, situándome disimuladamente de modo que la viese venir desde lejos y pudiese presentarme cara a cara de ella con brusquedad. Y he aquí que no tardó en mostrarse. Y a pesar de la emoción que me embargó a su vista y a la vista de su belleza conmovedora, no dejé de hacer aquello para lo cual había ido. Y logré a satisfacción convertirla en yegua.
Y desde entonces, tras de unirme por los lazos lícitos con mi libertadora, que era de mi sangre y de mi raza, no dejé de hacer sufrir a la yegua que viste en el meidán ¡oh Emir de los Creyentes! el trato cruel, sin duda alguna, que ha herido tu vista, pero que tiene justificación en la perniciosa maldad de la extranjera.
¡Y ésta es mi historia!"
Cuando el califa hubo oído este relato de Sidi Nemán, se asombró mucho en su alma, y dijo al joven: "Ciertamente, tu historia es singular, y resulta merecido el trato que haces sufrir a esta yegua blanca. Sin embargo, me gustaría verte interceder con tu esposa para que consintiese en buscar el modo de no castigarla a diario con tanto rigor, aunque conservando a esa yegua con su forma de yegua.
¡Pero si la cosa no es posible, Alah es el más grande!"
Y tras de hablar así, Al-Raschid se encaró con el segundo personaje,que era el hermoso jinete que cuando se le encontró iba a la cabeza del cortejo en un caballo que con su aspecto pregonaba su raza, aquel jinete que caracoleaba como un emir o un hijo de rey y cuyo cortejo seguían un palanquín en que iban sentadas dos princesas jóvenes y unos músicos que tocaban aires indios y chinos, y le dijo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 866ª NOCHE
La pequeña Doniazada exclamó: "¡Oh hermana mía! ¡por favor, apresúrate a decirnos qué pasó cuando el califa se hubo encarado con el joven jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos!"
Y contestó Schehrazada: "¡De todo corazón amistoso!"
Y continuó de esta manera:
"...Cuando el califa se encaró con el hermoso jinete que estaba de pie entre sus manos, y a quien había encontrado caracoleando sobre un caballo que con su aspecto pregonaba su raza, le dijo: "¡Oh joven! por la cara me has parecido un noble extranjero, y para facilitarte el acceso a mi palacio te he hecho venir a mi presencia a fin de que nuestro oído y nuestra vista se regocijen contigo. Así, pues, si tienes alguna cosa que pedirnos, o alguna cosa admirable que contarnos, no te detengas más". Y después de besar la tierra entre las manos del calífa, el joven se inclinó y contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! el motivo de mi llegada a Bagdad no es una embajada o comisión, como tampoco una simple curiosidad, sino sencillamente el deseo de volver a ver el país en que nací y donde he de vivir hasta mi muerte. ¡Pero tan asombrosa es mi historia, que no vacilo en contársela a nuestro dueño el Emir de los Creyentes!"
HISTORIA DEL JINETE DETRAS DEL CUAL
TOCABAN AIRES INDIOS Y CHINOS
Has de saber ¡oh mi señor y corona de nuestra cabeza! que por mi antiguo oficio, que también fué el oficio de mi padre y del padre de mi padre, era yo un leñador y el más pobre entre los leñadores de Bagdad. Y era mucha mi miseria, y a diario estaba agravada por la presencia, en mi casa, de la hija de mi tío, mi propia esposa, mujer de mal carácter, avara, pendenciera, dotada de ojos vacíos y de espíritu mezquino. Además, no servía para nada absolutamente, y la escoba de nuestra cocina se hubiera podido comparar con ella en ternura y en flexibilidad. Y como era más tenaz que una mosca borriquera y más escandalosa que una gallina asustada, había yo decidido, tras de muchas disputas y sinsabores, no dirigirle la palabra nunca y ejecutar, sin discutir, todos sus caprichos, con objeto de tener alguna tranquilidad a mi regreso del trabajo fatigoso de la jornada. Con lo cual, cuando el Donador retribuía mis desvelos con algunos dracmas de plata, la maldita no dejaba de acudir a apoderarse de ellos en cuanto franqueaba yo el umbral. Y así es como transcurría mi vida, ¡ oh Emir de los Creyentes!
Un día entre los días, teniendo necesidad de comprarme una cuerda para atar los haces, pues la que poseía estaba toda deshilachada, me decidí, a pesar del mucho terror que me inspiraba la idea de dirigir la palabra a mi esposa, a participarle la necesidad que tenía de comprar aquella cuerda nueva. Y apenas salieron de mi boca las palabras "comprar" y "cuerda", ¡oh Emir de los Creyentes! creí que sobre mi cabeza se abrían todas las puertas de las tempestades. Y aquello fué una tormenta desencadenada de injurias y de recriminaciones que no es preciso repetir en presencia de nuestro amo. Y puso fin al altercato, diciéndome: "¡Ah, el peor de los tunantes y de los malos sujetos! Sin duda sólo me reclamas ese dinero para ir a gastártelo con las pelandruscas de Bagdad. Pero estate tranquilo, porque vigilo tu conducta ojo avizor. Y si realmente reclamas para una cuerda ese dinero, saldré contigo a fin de que la compres en mi presencia. ¡Y además, no saldrás de casa sin mí en lo sucesivo!"
Y así diciendo, me arrastró airadamente al zoco, y ella misma pagó al mercader la cuerda que
me era necesaria para ganarme el pan. Pero Alah sabe a costa de cuántos regateos y miradas atravesadas, dirigidas alternativamente a mí y al asustado mercader, se ultimó aquella accidentada compra.
Pero ¡oh mi señor! aquello no era más que el principio de mi infortunio de aquel día. Porque, al salir del zoco, como quisiera yo despedirme de mi esposa para ir a mi trabajo, me dijo ella: "¿Cómo, cómo se entiende? ¡Yo voy contigo, y no te dejo!" Y sin más ni más, saltó al lomo de mi asno, y añadió: "En adelante, con objeto de vigilar tu trabajo, te acompañaré a la montaña donde aseguras que pasas el día".
Y al escuchar semejante noticia, ¡oh mi señor! vi ennegrecerse ante mí el mundo entero, y comprendí que ya no me quedaba más remedio que morir. Y me dije: "¡He aquí ¡oh pobre! que la calamitosa no va ya a dejarte en paz! Antes, al menos, tenías alguna tranquilidad cuando estabas solo en la selva. ¡Pero ahora se terminó aquello! ¡Muere en tu miseria y en tu desesperación! ¡No hay recurso ni poder más que en Alah el Misericordioso! ¡De El venimos y a El volveremos!" Y una vez que hube llegado a la selva, resolví echarme de bruces y dejarme morir de muerte negra.
Y así pensando, sin contestar una palabra, eché a andar detrás del asno que llevaba a cuestas el peso que gravitaba sobre mi alma y sobre mi vida.
Y he aquí que, de camino, el alma del hombre, que le es cara a la vida, me sugirió, a fin de evitar la muerte, un proyecto en el cual no había pensado hasta entonces. Y no dejé de ponerlo en ejecución al punto.
En efecto, no bien llegamos al pie de la montaña y mi esposa se apeó del asno, le dije: "Escucha, ¡oh mujer! ¡ya que no es posible ocultarte nada, voy a declararte que la cuerda que acabamos de comprar no la tenía yo destinada a atar mis haces, sino que debía servir para enriquecernos por siempre!" Y estando mi esposa bajo la impresión en que habíala sumido esta declaración inesperada, la conduje hacia el brocal de un pozo antiguo, seco desde hacía años, y le dije: "¿Ves este pozo? ¡Pues bien; contiene nuestro destino! Y voy a cogerlo con la cuerda". Y como la hija del tío estuviese más perpleja cada vez, añadí: "¡Sí, por Alah! hace mucho tiempo que he tenido la revelación de un tesoro oculto en este pozo y que está escrito en mi destino. ¡Y hoy es el día en que tengo que bajar a buscarlo! ¡Y por eso me decidí a rogarte que me compraras esa cuerda!"
Apenas hube pronunciado las palabras del tesoro y de bajar al pozo, realizóse plenamente lo que yo había previsto. Porque mi esposa exclamó: "¡No, por Alah! ¡yo soy quien bajará ahí dentro! Porque tú nunca sabrías abrir el tesoro y apoderarte de él. Y además, no tengo confianza en tu honradez". Y al punto se quitó su velo, y me dijo: "Vamos, date prisa a atarme con esa cuerda y a hacerme bajar a ese pozo".
Y yo, ¡oh mi señor! después de poner algunas dificultades, nada más que por fórmula, y ganarme algunas injurias por mi vacilación, suspiré: "Hágase la voluntad de Alah y tu voluntad, ¡oh hija de hombres de bien!" Y la até fuertemente con la cuerda, pasándosela por debajo de los brazos, y la dejé escurrirse a lo largo del pozo. Y cuando sentí que había llegado al fondo, lo solté todo, tirando la cuerda al fondo del pozo. Y lancé un suspiro de satisfacción como no se había exhalado de mi pecho desde que salí del seno de mi madre. Y grité a la calamitosa: "¡Oh hija de hombres de bien! ¡ten la amabilidad de permanecer ahí hasta que yo venga a sacarte!"
Y sin escuchar su respuesta, me volví tranquilamente a mi trabajo, y me puse a hacer haces cantando, cosa que no me había ocurrido desde mucho tiempo atrás.
Y poseído de felicidad, creí que me habían crecido alas, pues me sentía ligero como los pájaros.
Libre así de la causa de mis tribulaciones, por fin pude gustar el sabor de la tranquilidad y de la paz. Pero, al cabo de dos días, pensé para mi ánima: "Ya Ahmad, la ley de Alah y de Su enviado (¡con El la plegaria y las bendiciones!) no permite a la criatura quitar la vida a otra criatura hecha a su imagen. Y al abandonar en el fondo del pozo a la hija de tu tío, le expones a morir de inanición. Claro que una criatura semejante merece el peor de los tratos. Pero no cargues tu conciencia con su muerte y sácala del fondo del pozo. ¡Y además, quién sabe si esa lección la habrá corregido para siempre su mal carácter!"
Y sin poder resistir a este aviso de mi conciencia, me dirigí al pozo, y grité a la hija de mi tío, echándola otra cuerda: "Vamos, date prisa a atarte, que ya te saco. Espero que esta lección te habrá corregido". Y cuando sentí que cogían la cuerda en el fondo del pozo esperé un momento para dar tiempo a mi esposa a que se atara con ella fuertemente. Tras de lo cual, sintiendo que imprimía sacudidas a la cuerda para significarme que ya estaba dispuesta, la izé a duras penas, de tan pesado como era el peso que había al extremo de la cuerda. Y cuál no sería mi espanto ¡oh Emir de los Creyentes! al ver atado a aquella cuerda, en lugar de la hija de mi tío, un genni gigante de aspecto poco tranquilizador.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 867ª NOCHE
Ella dijo:
. . Y cuál no sería mi espanto ¡ oh Emir de los Creyentes! al ver atado a aquella cuerda, en lugar de la hija de mi tío, un genni gigante de aspecto poco tranquilizador, que, en cuanto hubo tocado tierra, se inclinó ante mí y me dijo: "¡Cuántas gracias tengo que darte, ya Sidi Ahmad, por el servicio que acabas de hacerme! Has de saber, en efecto, que me cuento en el número de los genn que no tienen la facultad de volar por los aires y sólo pueden arrastrarse por la tierra, por más que de esta manera sea grande su velocidad y les permita andar tan de prisa como los genn aéreos. Y he aquí que desde hace años yo, genni terrestre, había elegido este pozo antiguo para hacer de él mi morada. Y acá vivía muy en paz, cuando, hace dos días, bajó a mi mansión la peor mujer del Universo. No ha cesado de atormentarme desde que me tocó por compañera, y durante todo este tiempo me ha obligado a maniobrar con ella sin descanso, a mí, que hace años que vivía en el celibato y había perdido la costumbre de la copulación. ¡Ya Alah, cuán agradecido te estoy por haberme librado de esa calamitosa! ¡Ah! ciertamente, un servicio tan importante no quedará sin recompensa, porque ha caído en el alma de quien sabe su valor. He aquí, pues, lo que puedo y quiero hacer por ti".
Y se interrumpió un momento para tomar aliento, en tanto que yo, tranquilizado por sus buenas intenciones para conmigo, pensaba: "¡Por Àlah! esa mujer es cosa tan espantosa, que ha conseguido asustar a los mismos genn y a los más gigantescos de entre los genn. ¿Cómo pude resistir tanto tiempo su malicia y su maldad?" Y lleno de conmiseración para mí mismo y para mi compañero de infortunio, le escuché entonces, prosiguiendo él de este modo: "Sí, ya Sidi Ahmad; de leñador que eres, voy a hacer de ti un igual de los reyes más poderosos. Y he aquí cómo. Sé que el sultán de la India tiene una hija única, que es una adolescente como la luna en su décimo cuarto día. Y es púber precisamente, con catorce años y cuarto de edad y virgen como la perla en su nácar. Y quiero hacer que te la dé en matrimonio su padre el sultán de la India, que la quiere más que a su propia vida. Y para realizar este proyecto, voy a ir a buen paso, lo más de prisa que pueda, al palacio del sultán, en la India, y entraré en el cuerpo de la joven princesa y tomaré posesión de su espíritu momentáneamente. Y de tal suerte, convertida en posesa, parecerá loca a cuantos la rodean, y su padre, el sultán, procurará que la curen los médicos más hábiles de la India. Pero ninguno podrá adivinar la verdadera causa del mal, que será mi presencia en el cuerpo de la joven; y todos los cuidados que con ella tengan fracasarán bajo mi aliento y por mi voluntad. Y entonces te presentarás tú, y serás quien cure a la princesa. ¡Y voy a indicarte los medios para ello!" Y tras de hablar así, el genni se sacó del pecho algunas hojas de un árbol desconocido, las cuales me entregó, añadiendo: "Una vez que se te haya introducido a presencia de la princesa enferma, la examinarás como si ignorases completamente su mal, tomarás actitudes cabizbajas y pensativas para imponer con ellas a tu alrededor, y acabarás por coger una de estas hojas que empaparás en agua y con la cual frotarás el rostro de la joven. Y al punto me veré forzado a salir de su cuerpo, y en aquella hora y en aquel instante recobrará ella la razón y tornará a su estado prístino. Y en vista de ello, como recompensa a la curación verificada, serás esposo de la joven, hija del rey.
Ésta es, ya Sidi Ahmad, la manera como quiero corresponder al servicio capital que me has hecho librándome de esa mujer aterradora que ha venido a hacerme imposible la estancia en mi pozo, el tranquilo paraje donde esperaba yo que transcurriesen mis días en el retraimiento. ¡Y Alah maldiga a la calamitosa!"
Y tras de hablar así, el genni se despidió de mí, apremiándome para que me pusiese en camino hacia el país de la India; me deseó buen viaje y desapareció a mis ojos, corriendo por la superficie de la tierra como un navío empujado por la tempestad.
Entonces, ¡oh mi señor! al saber que en la India me esperaba mi destino, no vacilé en seguir las instrucciones del genni y en ponerme al punto en camino para aquel país lejano. Y Alah me escribió la seguridad, y después de un largo viaje lleno de fatigas, de privaciones y de peligros que no hay ninguna utilidad en narrar a nuestro amo, llegué sin contratiempo al país de la India, donde reinaba el sultán padre de mi futura esposa la princesa.
Y llegado de tal suerte al término de mi viaje, me enteré de que, en efecto, hacía ya algún tiempo que habíase declarado la locura de la princesa, la cual tenía sumidos en la mayor consternación a la corte y a todo el país, y que, después de haber empleado en vano la ciencia de los médicos más hábiles, el sultán había prometido en matrimonio la princesa al que la curara.
Entonces yo, ¡Oh Emir de los Creyentes! seguro de las instrucciones que me había dado el genni y sin ninguna inquietud respecto al éxito, me presenté a la audiencia que una vez al día concedía el sultán a los que querían ensayar una cura para el espíritu de la princesa. Y entré con toda confianza en el aposento donde estaba encerrada la joven, y no dejé de poner en práctica la lección del genni, adoptando todo género de actitudes importantes para que se me tomase completamente en serio. Luego, una vez que impuse a cuantos me rodeaban, y sin hacer ninguna pregunta acerca del estado de la enferma, mojé una de las hojas que poseía y froté con ella el rostro de la princesa.
Y al instante, la joven fué presa de convulsiones, lanzó un grito estridente y cayó desvanecida. Era que el genni, con la impetuosidad de su salida del cuerpo de la joven, había producido aquel estado que hubiera podido asustar a cualquier otro que no fuese yo. Pero, lejos de mostrarme alarmado, rocié con agua de rosas el rostro de la joven y la hice volver en sí. Y se despertó en su cabal razón, y se puso a hablar a todo el mundo con cordura, dulzura y aplomo, reconociendo a quienes la rodeaban y llamando por su nombre a cada cual.
Y fué inmenso el júbilo en palacio y en toda la ciudad. Y el sultán de la India, en agradecimiento al servicio prestado, no renegó de su promesa, y me concedió a su hija. Y aquel mismo día se celebraron nuestras bodas con la mayor pompa, en medio del regocijo y la felicidad de todo el pueblo.
En cuanto a la segunda princesa, a quien viste sentada en el lado izquierdo del palanquín, ¡oh Emir de los Creyentes! he aquí lo que pasó.
Cuando el genni gigante hubo abandonado el cuerpo de la princesa de la India, en virtud del pacto concertado entre nosotros, torturó su espíritu para saber adónde iría a habitar en lo sucesivo, pues que ya no tenía albergue y el pozo seguía ocupado por la calamitosa hija de mi tío. Por otra parte, durante su estancia en el cuerpo de la joven, había acabado por tomarle el gusto a aquella especie de retiro, y se había prometido, a su salida de allí, ir a escoger el cuerpo de otra joven. Tras de reflexionar, pues, un instante, hizo su composición de lugar, y a toda velocidad se dirigió al reino de la China como un gran navío ahuyentado por la tempestad.
Y no encontró nada mejor que ir a alojarse en el cuerpo de la hija del sultán de la China, una joven princesa de catorce años y cuarto y virgen como la perla en su nácar. Y de repente, la princesa se entregó a una serie de contorsiones y movimientos desordenados y a un desbordamiento de palabras incoherentes que hicieron creer en su locura. Y por más que el desdichado sultán de la China llamó a presencia de su hija a los más hábiles médicos chinos, no consiguió que su hija volviera a su estado anterior. Y con su palacio y su reino, quedó sumido en la desolación y la desesperación, pues la princesa era su única hija y era tan amable como encantadora y hermosa. Pero al fin Alah se apiadó de él, e hizo llegar hasta sus oídos el rumor de la curación maravillosa, merced a mis cuidados, de la princesa india que había llegado a ser mi esposa. Y al punto envió un embajador al padre de mi esposa para que me rogara que fuese a curar a su hija, la princesa de la China, prometiéndomela en matrimono, caso de éxito.
Entonces fui en busca de mi joven esposa, hija del sultán de la India, y la puse al corriente de la demanda y de la proposición que se me hacía. Y logré convencerla de que podía muy bien aceptar por hermana a la princesa de la China que me ofrecían por esposa en caso de curación. Y partí para la China.
Pero ¡oh Emir de los Creyentes! todo lo que acabo de contarte acerca de la posesión de la princesa china por el genni sólo hube de saberlo al llegar a la China, y de los propios labios del genni en cuestión. Porque hasta entonces yo no conocía con exactitud la naturaleza del mal que sufría la princesa china, y suponía que mis hojas llegarían a curar cualquier dolencia. Por eso hube de partir lleno de confianza, sin sospechar que era mi antiguo amigo, el genni gigante, quien había causado el daño eligiendo para domicilio el cuerpo de la hija del sultán.
Así es que, una vez que entré en el aposento de la princesa china, adonde había pedido que me dejaran solo con la enferma, fué extremado mi asombro al reconocer la voz de mi amigo el genni gigante, que me decía por boca de la princesa: "¡Cómo! ¿eres tú, ya Sidi-Ahmad? ¿Eres tú, a quien he colmado de beneficios, quien viene a echarme de la morada que he escogido para mi vejez? ¿No te da vergüenza corresponder al bien con el mal? ¿Y no temes que, si me fuerzas a salir de aquí, vaya yo derecho a las Indias para entregarme, durante tu ausencia, a diversas copulaciones extremadas con la persona de tu esposa india, y la mate luego?"
Y como no era poco lo que me asustaba aquella amenaza, se aprovechó de ello para contarme su historia a partir del día en que había salido del cuerpo de mi esposa india, y por mi bien me abjuró
a que le dejara vivir tranquilamente en el nuevo alojamiento que había escogido.
Entonces, yo, muy perplejo, y sin querer caer en falta de gratitud con aquel excelente genni que, en suma, había sido el causante de mi fortuna, ya iba a decidirme a volver al lado del sultán de la China para declararle que me sentía incapaz de librar, con mi ciencia, de su mal a la princesa, cuando Alah infundió en mi espírtu una estratagema. Me encaré, pues, con el genni, y le dijo: "¡Oh jefe de los genn y corona suya, oh excelente! no es para curar a la princesa de China por lo que he venido aquí, sino que hice todo este viaje para rogarte, por el contrario, que vengas en mi socorro. Sin duda te acordarás de aquella mujer con quien pasaste en el pozo algunos malos ratos. Pues bien; aquella mujer era mi esposa, la hija de mi tío. Y fui yo quien la arrojó a aquel pozo para tener paz. Y he aquí que la calamidad me persigue, porque no sé quién ha podido sacar de allí a esa hija de perro. Pero el caso es que está en libertad y me persigue los pasos. Va detrás de mí por todas partes, y ¡qué desgracia la nuestra! dentro de un instante estará aquí mismo. Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 868° NOCHE
Ella dijo:
". . . Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso!"
Cuando el genni hubo oído mis palabras, sintió que le poseía un terror indescriptible, y exclamó: "¡Mi concurso! ¡ya Alah! ¡mi concurso! ¡Que mis hermanos los genn me preserven de encontrarme nunca cara a cara con una mujer semejante! ¡Amigo Ahmad, arréglate como puedas! En cuanto a mí nada podría hacer. Y me voy al instante".
Dijo, y salió con estrépito del cuerpo de la princesa para echar a correr y devorar a su paso la distancia: parecía un navío grande ahuyentado en el mar por la tempestad.
Y la princesa china volvió a la razón. Y llegó a ser mi segunda esposa.
Y desde entonces viví con las dos jóvenes reales entre delicias de todas clases y placeres delicados.
Y a la sazón pensé, antes de ser sultán de la India o de la China y de encontrarme en la imposibilidad de viajar, en volver a ver el país en que nací como leñador, esta ciudad de Bagdad, ciudad de paz.
Y ya sabes ¡oh Emir de los Creyentes! por qué me has encontrado en el puente de Bagdad a la cabeza de mi cortejo, seguido del palanquín que llevaba a mis dos esposas, las princesas de la India y de la China, en honor de las cuales los músicos tocaban en sus instrumentos aires indios y chinos.
¡Pero Alah es más sabio!"
Cuando el califa hubo oído el relato del noble jinete, se levantó en honor suyo y le invitó a sentarse junto a él en el lecho del trono. Y le felicitó por haber sido escogido por los decretos del Todopoderoso para convertirse, de pobre leñador que era, en heredero del trono de la India y del trono de la China. Y añadió: "¡Alah selle nuestra amistad y te guarde y te conserve para dicha de tus futuros reinos!"
Tras de lo cual, Al-Raschid se encaró con el tercer personaje, que era el venerable jeique de mano generosa, y le dijo: "¡Oh jeique! te he encontrado ayer en el puente de Bagdad, y lo que he visto de tu generosidad, de tu modestia y de tu humildad ante Alah me ha incitado a tratarte más de cerca. Y estoy convencido de que las vías de que plugo al Retribuidor servirse para gratificarte con Sus dones deben ser extraordinarias. Tengo mucha curiosidad por saberlas por ti mismo, y para darme esa satisfacción, te he hecho venir. Háblame, pues, con sinceridad, a fin de que me regocije participando de tu dicha con más conocimiento. ¡Y ten la seguridad de que, digas lo que digas, de antemano estás cubierto con el pañuelo de mi protección y de mi salvaguardia!"
Y después de besar la tierra entre las manos del califa, contestó el jeique de mano generosa: "¡Oh Emir de los Creyentes! te haré el relato fiel de lo que merece ser contado en mi vida. ¡Y si mi historia es asombrosa, más asombrosos todavía son el poderío y la munificencia del Dueño del Universo!"
Y contó su historia como sigue:
HISTORIA DEL JEIQUE DE MANO GENEROSA
"Has de saber ¡oh mi señor y señor de todo beneficio! que toda mi vida ejercí el oficio de pobre cordelero, trabajando en el cáñamo, como antes que yo habían trabajado mi padre y mis antepasados. Y lo que ganaba con mi oficio apenas bastaba para alimentarnos a mí, a mi esposa y a mis hijos. Pero, exento de capacidades para ejercer otra profesión, me contentaba, sin renegar demasiado, con lo poco que nos deparaba el Retribuidor, y sólo atribuía mi miseria a mi falta de maña y a la pesadez de mi espíritu. Y en eso no me equivocaba; debo declararlo con toda humildad ante el Dueño de la inteligencia. Pero ¡oh mi señor! la inteligencia no ha sido nunca patrimonio de los cordeleros que trabajan en cáñamo y su sitio predilecto no iba a estar debajo del turbante de un cordelero que trabajara en cáñamo. Por eso, al fin y al cabo, no me quedaba más que comer el pan de Alah sin emitir aspiraciones más irrealizables que pasar de un salto la cumbre de la montaña Kaf.
Un día entre los días, estando yo sentado en mi tienda con una cuerda de cáñamo sujeta al dedo gordo del pie y acabando de confeccionarla, vi acercarse dos ricos habitantes de mi barrio que tenían costumbre de ir a sentarse delante de mi tienda, para charlar de unas cosas y de otras, tomando el aire de la tarde. Y aquellos dos notables de mi barrio estaban unidos por la amistad, y les gustaba discutir entre sí, tan pronto sobre una cosa como sobre otra, desgranando su rosario de ámbar. Pero jamás, en la animación de sus charlas, habían llegado a pronunciar una palabra más alta que otra ni a salirse de la cortesía que los amigos deben tener con los amigos en las relaciones de la vida. Bien al contrario, cuando uno hablaba el otro escuchaba, y viceversa. Con lo cual sus discursos eran siempre sensatos, y yo mismo, no obstante mi poca inteligencia, solía sacar provecho de tan buenas palabras.
Y aquel día, una vez que me hicieron la zalema y yo se la devolví como es debido, fueron a su sitio habitual delante de mi tienda y continuaron una charla que ya habían iniciado, en su paseo. Y uno de ellos que se llamaba Si Saad, dijo a otro, que se llamaba Si Saadi: "¡Oh amigo mío Saadi! no es por contradecirte; pero, por Alah, un hombre no puede ser dichoso en este mundo más que teniendo bienes y grandes riquezas para vivir con toda independencia. Y por otra, parte, los pobres no son pobres más que porque han nacido en la pobreza, transmitida de padres a hijos, o porque, nacidos con riquezas, las han perdido a causa de la prodigalidad, de la relajación, de algún mal negocio o sencillamente por una de esas fatalidades contra las cuales es impotente la criatura. De todos modos, ¡oh Saadi! mi opinión es que los pobres sólo son pobres porque no pueden llegar a acumular una cantidad de dinero lo bastante importante para permitirles enriquecerse definitivamente con algún negocio comercial emprendido a tiempo. Y entiendo que si, enriquecidos de tal suerte, hacen un uso conveniente de su riqueza, no solamente serán ricos, sino que llegarán a ser más opulentos por el tiempo".
A lo cual respondió Si Saadi, diciendo: "¡Oh amigo mío Saad! no es por contradecirte; pero por Alah que estoy contrariado por no ser de tu opinión. Por lo pronto, claro que más vale, generalmente, vivir con desahogo que con pobreza. Pero la riqueza por sí misma no tiene nada que pueda tentar a un alma sin ambición. A lo más, es útil para sembrar dádivas, en torno nuestro. ¡Pero cuántos inconvenientes tiene! ¿No sabemos algo de eso por nosotros mismos, que a diario tenemos que aguantar tantos ajetreos y sinsabores? ¿Y no es, en suma, preferible a la nuestra la suerte de nuestro amigo Hassán el cordelero? Y además, ¡oh Saad! el medio que propones para que un pobre se vuelva rico no me parece tan seguro como a ti. Considera, en efecto, que ese medio es muy problemático, porque depende de una porción de circunstancias y coincidencias tan problemáticas como él mismo, y que sería demasiado prolijo discutir. Por mi parte, creo que un pobre desprovisto de todo dinero en un principio tiene, por lo menos, tantas probabilidades de hacerse rico como si poseyera algo; quiero decirte, pues, que sin un ahorro inicial puede llegar a ser inmensamente rico sin tomarse el menor trabajo, sencillamente porque tal sea su destino. Por eso entiendo que es del todo inútil hacer economías en previsión de los días. malos, pues los días malos como los buenos nos vienen de Alah, y hacemos mal en escatimar los bienes que nos depara el Retribuidor en el presente, tratando de apartar lo que nos sobre. Este exceso, ¡oh Saad! si existe, debe ir a parar a los pobres de Alah; y reservárnoslo supone falta de confianza en la generosidad del Retribuidor. En cuanto a mí, ¡oh amigo mío! no se pasa día en que no me despierte diciéndome: "¡Regocíjate, ya Si Saadi, porque quien sabe en qué consistirá hoy el beneficio que te haga tu Señor!" Y jamás ha sido defraudada mi fe en el Retribuidor. Y por eso en mi vida he trabajado ni me he preocupado nunca del mañana. Y ésta es mi opinión".
Al oír estas palabras de su amigo, el notable Si Saad contestó: "¡Oh Saadi! bien se me alcanza que por hoy sería verdaderamente inútil persistir en sostener mi opinión en contra de la tuya. Por eso, en vez de discutir sin objeto, prefiero intentar una experiencia que pueda convencerte de la excelencia de mi manera de considerar la vida. Quiero, pues, ir sin tardanza en busca de un hombre verdaderamente pobre, nacido de un padre tan miserable como él, a quien daré sin más ni más una suma importante que le sirva de ahorro inicial. Y como el hombre que escogeré tendrá que haber dado prueba de honradez, la experiencia nos probará quién de nosotros dos tiene razón, si tú, que todo lo esperas del Destino, o yo, que entiendo es preciso que cada uno edifique por sí mismo la propia casa".
Y contestó Si Saadi: "Está muy bien, ¡oh amigo mío! Y para dar con el hombre pobre y honrado de que hablas, no tenemos necesidad de ir a buscarle lejos. He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 869ª NOCHE
Ella dijo:
"... He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna!"
Y contestó Si Saad: "¡Por Alah, que dices verdad! Y sólo por olvido quise buscar fuera de aquí lo que tenemos al alcance de la mano".
Luego se encaró conmigo y me dijo: "¡Ya Hassán! sé que tienes una numerosa familia, la cual tiene a su vez bocas numerosas y dientes numerosos, y que ni uno de los cinco hijos con que te ha gratificado el Donador está todavía en edad de ayudarte a la menor cosa. Por otra parte, sé que el cáñamo sin trabajar, aunque no está demasiado caro a la cotización actual del zoco, precisa de algún dinero para comprarlo. Y para disponer de ese dinero hay que haber hecho economías. Y las economías no son posibles en un hogar como el tuyo, donde el haber es más exiguo que el debe. Así, pues, ¡ya Hassán! para ayudarte a salir de la miseria, quiero hacerte don de una suma de doscientos dinares de oro, que te servirán de fondo inicial para ampliar tu comercio cordelero. ¡Dime, pues, si con esa suma de doscientos dinares crees que podrás sacar adelante el negocio, haciendo fructificar el dinero con habilidad y sagacidad!"
Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté: "¡Oh amo mío! ¡que Alah alargue tu vida y te haga recuperar el céntuplo de lo que me ofrece tu munificencia! Y puesto que te dignas interrogarme, me atrevo a decirte que en mi tierra el grano cae en un suelo fértil, y que, sin presumir con exceso de mis aptitudes, una suma mucho menor entre mis manos bastaría, no solamente para que fuera yo tan rico como los principales cordeleros de mi profesión, sino hasta para que fuera yo solo más opulento que todos los cordeleros reunidos de esta ciudad de Bagdad, no obstante lo populosa y grande que es -siempre que Alah me favorezca-, ¡inschalah!"
Y Si Saad, muy satisfecho de mi respuesta, me dijo: "¡Me inspiras mucha confianza, ya Hassán!" Y se sacó del seno una bolsa, que puso entre mis manos, y me dijo: "Toma esta bolsa que contiene los doscientos dinares consabidos. ¡Y ojalá hagas de ellos un uso afortunado y prudente y encuentres ahí el germen de la riqueza! ¡Y ten la seguridad de que yo y mi amigo Si Saadi nos regocijaremos en extremo si un día sabemos que en la prosperidad eres más dichoso que en medio de privaciones.
Entonces, ¡oh mi señor! tomando la bolsa, llegué al límite de los transportes de alegría. Y era tal mi emoción, que me sentí incapaz de hacer decir a mi lengua las palabras de gratitud que convenía pronunciar en semejante circunstancia; y a duras penas pude inclinarme hasta tierra y coger el borde del traje de mi bienhechor, llevándomelo a los labios y a la frente. Pero él se apresuró a retirarlo con modestia y se despidió de mí. Y acompañado de su amigo Si Saadi, se levantó para continuar su interrumpido paseo.
En cuanto a mí, cuando se hubieron alejado ellos, el primer pensamiento que asaltó naturalmente mi espíritu fué buscar un sitio donde guardar bien la bolsa de doscientos dinares para que estuviera segura del todo. Y como en mi pobre casita, compuesta de una sola pieza, no había ni armario, ni olor a armario, ni cajón, ni cofre, ni nada semejante donde esconder un objeto que se tuviese que esconder, quedé extremadamente perplejo, y por un momento pensé en ir a enterrar aquel dinero en algún paraje desierto, fuera de la ciudad, mientras daba con el modo de hacerlo fructificar. Pero volví de mi acuerdo al pensar que mi mala suerte podría hacer que se descubriera mi escondite o que algún labrador me viera. Y al punto se me ocurrió la idea de que lo mejor sería ocultar la bolsa en los pliegues de mi turbante. Y en aquella hora y en aquel instante me levanté, cerré la puerta de la tienda, y desenrollé mi turbante en toda su extensión. Y empecé por sacar de la bolsa diez monedas de oro que aparté para gastarlas, y envolví el resto, con la bolsa, en los pliegues de la tela, cogiéndola por un extremo. Y anudando este extremo a la bolsa, lo junté con mi gorro y me hice de nuevo el turbante con cuatro vueltas perfectamente combinadas. Y entonces pude respirar más a mis anchas.
Acabado este trabajo, volví a abrir la puerta de mi tienda, y me apresuré a ir al zoco para aprovisionarme de cuanto tenía necesidad. Comencé por comprarme una buena cantidad de cáñamo, que llevé a mi tienda. Tras de lo cual, como hacía tiempo que no había yo visto carne en mi casa, fui a la carnicería y compré una espaldilla de cordero. Y emprendí el camino a casa para llevar a mi mujer aquella espaldilla de cordero, a fin de que nos la guisase con tomates. Y de antemano me regocijaba con el júbilo de los niños a la vista de aquel manjar suculento.
Pero ¡oh mi señor! mi presunción era demasiado notoria para que se quedase sin castigo. Porque me había yo puesto a la cabeza aquella espaldilla, y caminaba moviendo mucho los brazos, con el espíritu perdido en mis ensueños de opulencia. Y he aquí que un gavilán hambriento se abalanzó a la espaldilla de cordero, y antes de que yo pudiese alzar los brazos o hacer el menor movimiento, me la arrebató, así como el turbante con lo que contenía, y remontó el vuelo llevándose la espaldilla en el pico y el turbante en las garras.
Y al ver aquello, me puse a lanzar gritos tan desaforados, que los hombres, mujeres y niños de la vecindad se conmovieron y juntaron sus gritos a los míos para asustar al ladrón y hacerle soltar su presa. Pero en vez de producir este efecto, nuestros gritos no hicieron más que excitar al gavilán a acelerar el movimiento de sus alas. Y pronto desapareció en los aires con mi hacienda y mi suerte.
Y yo, despechado y entristecido, tuve que resignarme a comprar otro turbante, lo que ocasionó una nueva disminución en los dinares de oro que había tenido cuidado de sacar de la bolsa, y que a la sazón constituían todo mi haber. Y he aquí que, como había gastado buena parte de ello en la compra de mis provisiones de cáñamo, lo que me quedaba estaba lejos de bastar para hacerme concebir en adelante sólidas esperanzas en mi porvenir de opulencia. Pero en verdad que lo que me causó más pena y ensombreció el mundo ante mis ojos fué el pensamiento de que mi bienhechor Si Saad tuviera que arrepentirse de haber escogido tan mal al hombre a quien había confiado su dinero y el éxito de la experiencia proyectada. Y me decía yo, además, que cuando él se enterara de la funesta aventura, acaso la considerase una invención de mi parte y me abrumara con su desprecio.
De todos modos, ¡oh mi señor! mientras duraron los escasos divares que me quedaron después del robo llevado a cabo por el gavilán, no tuvimos en casa demasiados motivos de queja. Pero cuando se gastó la última moneda menuda, no tardamos en caer en la misma miseria de tiempo atrás, y me vi en igual imposibilidad de salir de mi estado. Sin embargo, me guardé bien de murmurar contra los decretos del Altísimo, y pensé: "¡Oh pobre! ¡el Retribuidor te ha dado bienes cuando menos lo esperabas, y te los ha quitado casi al mismo tiempo, porque así le plugo, y suyos eran esos bienes! ¡Resígnate ante Sus Decretos, y sométete a Su voluntad!"
Y mientras a mí me agitaban estos sentimientos, estaba de lo más inconsolable mi mujer, a quien yo no había podido por menos de participar la pérdida que sufrí y de dónde me llegaba. Y para colmo de infortunio, como en mi turbación también se me había escapado decir a mis vecinos que con mi turbante perdía el valor de ciento noventa dinares de oro, mis vecinos, para quienes era conocida mi pobreza desde hacía mucho tiempo, se rieron de mis palabras con sus hijos, persuadidos de que la pérdida de mi turbante me había vuelto loco.
Y las mujeres decían a mi paso, riendo: "¡Ahí va el que dejó echar a volar su razón con su turbante!"
¡Eso fué todo!
Y he aquí ¡oh Emir de los Creyentes! que haría unos diez meses que el gavilán me había ocasionado aquella desgracia, cuando los dos señores amigos Si Saad y Si Saadi pensaron ir a pedirme cuentas del uso que había hecho yo de la bolsa de doscientos dinares. Y mientras se dirigían a mí, Si Saad decía a Si Saadi: "¡Ya hace días que pensaba en nuestro amigo Hassán, complaciéndome mucho en la satisfacción que voy a tener al hacerte testigo de nuestra experiencia! Vas a notar en él un cambio tan grande, que nos costará trabajo reconocerle".
Y como ya estaban muy próximos a la tienda, Si Saadi contestó sonriendo "Me parece, por Alah, ¡oh amigo mío Saad! que te comes el cohombro antes de que esté maduro. Por lo que a mí respecta, con mis propios ojos veo yo a Hassán sentado como de ordinario, con el cáñamo sujeto al dedo gordo del pie; pero no asombra mi vista ningún cambio notable de su persona. Porque hele aquí tan pobremente vestido como antes, y la única diferencia que observo en él es que su turbante es un poco menos feo y grasiento que el que tenía hace diez meses. Además, míralo por ti mismo, y verás que lo que he dicho no tiene vuelta de hoja".
A la sazòn, Si Saad, que ya había llegado ante la tienda, me examinó y vió también que en mi estado no había alteración ni mejora en mi aspecto. Y entraron en mi casa ambos amigos, y después de las zalemas de rigor, Si Saad me dijo: "Y bien, Hassán, ¿a qué obedece esa cara demudada y ese aire compungido? ¡Por lo visto, tus negocios te dan que hacer y el cambio de vida te entristece un poco!"
Y con los ojos bajos, contesté: "¡Oh mis señores! Alah prolongue vuestra vida; pero el Destino siempre es enemigo mío y los tribulaciones del presente son peores que las del pasado. ¡En cuanto a la confianza que mi amo Si Saad ha cifrado en su esclavo, se ve defraudada, no ciertamente por culpa de su esclavo sino por culpa de la hostilidad del Destino!" Y les conté mi aventura con todos los detalles, tal como te la he contado, ¡oh Emir de los Creyentes! Pero no hay utilidad en repetirla.
Cuando hube terminado mi relato, vi que Si Saadi sonreía con malicia, mirando a Si Saad, que estaba muy abatido. Y hubo un momento de silencio, al cabo del cual me dijo Si Saad: "En verdad que el éxito no es tal como yo esperaba. Pero no voy a hacerte reproches, aunque esa historia del gavilán sea un poco extraña, y me induzca, en uso de mi derecho, a no creerla y a suponer que te has divertido, te has regalado y has estado de comilona con el dinero que te di para que de él hicieras un uso muy distinto. De todos modos, deseo intentar la experiencia contigo una vez más, y entregarte otra suma igual a la primera. ¡Porque no quiero que mi amigo Saadi se salga con la suya después de una sola tentativa por mi parte!"
Y tras de hablar así, me contó doscientos dinares, diciéndome: "Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 870ª NOCHE
Ella dijo:
".. . Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante". Y cuando ya le cogía yo las manos para llevármelas a los labios, me dejó y se fué con su amigo.
Por lo que a mí respecta, no reanudé mi trabajo cuando se marcharon, y me apresuré a cerrar la tienda y a entrar en casa, sabiendo que a aquella hora no encontraría allí a mi mujer ni a los niños. Y puse aparte diez dinares de oro de los doscientos, y envolví los otros ciento noventa en un lienzo, atándolo. Y ya sólo me quedaba dar con un lugar seguro para esconder aquel dinero. Así es que, después de haber reflexionado mucho tiempo, se me ocurrió meterlo en el fondo de una cuba llena de salvado, donde me imaginaba con razón que nadie pensaría en ir a buscarlo. Y tras de colocar otra vez la cuba en su rincón, salí mientras mi mujer entraba a preparar la comida. Y dejándola sola le dije que iba a comprar cáñamo, pero que volvería a la hora de comer. Y he aquí que mientras yo estaba en el zoco para hacer aquella compra, acertó a pasar por mi calle un vendedor de esa tierra que limpia los cabellos y de la cual se sirven las mujeres en el hammam, y se anunció con su pregón. Y mi mujer, que desde hacía mucho tiempo no se había limpiado el cabello, llamó al vendedor. Pero como no tenía dinero encima, no sabía qué hacer para pagarle, y pensó, diciéndoselo a sí misma: "Esta cuba de salvado que hace tanto tiempo que está aquí, por el momento no nos es de ninguna necesidad. Voy, pues, a dársela al vendedor a cambio de la tierra de limpiar el cabello".
Y así lo hizo.
Y tras de consentir el vendedor en este cambio, quedó ultimado el trato. Y se llevó la cuba con su contenido.
En cuanto a mí, a la hora de comer volví cargado con cuanto cáñamo podía llevar a cuestas, y lo
puse en el sobradillo que a este efecto había dispuesto en la casa. Luego me apresuré a echar disimuladamente una ojeada a la cuba que contenía mi fortuna. Y vi lo que vi. Y pregunté con precipitación a mi mujer por qué había quitado la cuba de su sitio habitual. Y me contestó contándome tranquilamente el cambio consabido. Y con la impresión entró la muerte roja en mi alma. Y me desplomé en el suelo como un hombre atacado de vértigo. Y exclamé: "Alejado sea el Lapidado, ¡oh mujer! Acabas de cambiar mi destino, tu destino y el destino de nuestros hijos por un poco de tierra de limpiar los cabellos. ¡Esta vez estamos perdidos sin remedio!" Y en pocas palabras la puse al corriente de la cosa.
Y ella empezó a lamentarse, a golpearse el pecho, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidos con desesperación. Y exclamó: "¡Oh, qué desgracia por culpa mía! He vendido la fortuna de los niños a ese vendedor de tierra de limpiar, a quien no conozco. Es la primera vez que pasa por nuestra calle, y ya no volveré a encontrarle nunca, sobre todo ahora que habrá descubierto la bolsa."
Luego, tras de la reflexión, hubo de reprocharme mi falta de confianza en ella para un asunto de tanta importancia, diciéndome que seguramente se habría evitado aquella desgracia si yo le hubiese dado parte de mi secreto. Y sin duda sería demasiado prolijo contarte, ¡oh mi señor! pues no ignoras cuán elocuentes son las mujeres en la aflicción, todo lo que el dolor le puso entonces en la boca. Y yo no sabía qué hacer para calmarla. Le decía: "¡Oh hija del tío, modérate, por favor! ¿No ves que vas a atraer con tus gritos y tus llantos a todos los vecinos, y verdaderamente no hay necesidad de que se enteren de esta segunda desgracia, cuando no tienen ya bastante sonrisas y palabras burlonas para hacer befa de nosotros y humillarnos con lo del gavilán? Y ahora tendrían doble gusto en bromearnos por nuestra candidez.
Así que es preferible para nosotros, que ya hemos aguantado sus bromas, ocultar esta pérdida y soportarla pacientemente, sometiéndonos a los decretos del Altísimo. Todavía hemos de bendecirle por no haber querido quitarnos de Sus dones más que ciento noventa monedas, dejándonos estas diez, cuyo empleo no dejará de proporcionarnos algún desahogo." Pero, por muy buenas que fuesen
mis razones, a mi mujer le costó mucho trabajo rendirse a ellas. Y sólo conseguí consolarla poco a poco, diciéndole: "Es verdad que somos pobres. Pero, en suma, ¿qué tienen más que nosotros en la vida los ricos? ¿No respiramos el mismo aire? ¿No disfrutamos del mismo cielo y de la misma luz? ¿Y no se mueren ellos como nosotros?" Y hablando así, ¡oh mi señor! no solamente acabé por convencerla, sino por convencerme a mí mismo. Y reanudé mi trabajo, con el espíritu tan libre como si no nos hubiesen sucedido aquellas dos aflictivas aventuras.
Una sola cosa, sin embargo, continuaba apenándome: me sentía inquieto al preguntarme a mí mismo cómo iba a resistir la presencia de Si Saad, mi bienhechor, cuando fuera a pedirme cuentas del empleo de los doscientos dinares de oro. Y esta idea ennegrecía ante mi rostro el mundo y la vida.
Por fin llegó el tan temido día que me puso en presencia de ambos amigos. Y felicitándose por haber tardado tanto en ir a saber noticias mías, Si Saad debía decir sin duda a Si Saadi: "No nos apresuremos a ir en busca de Hassán el cordelero. Porque cuanto más retrasemos nuestra visita, más se habrá enriquecido, y será mayor la satisfacción que yo tenga." Y Si Saadi supongo que respondería, sonriendo: "¡Por Alah, que no deseo otra cosa que estar de acuerdo contigo! No obstante, me temo que el pobre Hassán todavía tenga que recorrer mucho camino antes de llegar al paraje donde le espera la opulencia. Pero ya hemos llegado. ¡Y él mismo ha de decirnos cómo van sus negocios!"
Y yo i oh Emir de los Creyentes! estaba tan confuso, que no tenía más que un deseo, y era el de ocultarme a su vista; y con todas mis fuerzas anhelaba que la tierra se abriese y me tragase. Así es que cuando estuvieron delante de la tienda, hice como que no les advertía, y aparenté estar muy atareado en mi trabajo de cordelero. Y sólo levanté los ojos para mirarles cuando me hicieron la zalema y me vi obligado a devolvérsela. Y para que no durasen mucho rato mi suplicio y mi azoramiento, no quise esperar a que me preguntaran, y me encaré resueltamente con Si Saad y le conté, sin tomar aliento, la segunda desgracia que me había ocurrido, es decir, el cambio que mi mujer hizo de la cuba de salvado, donde escondí la bolsa, por un poco de tierra de limpiar el cabello. Y habiéndome desahogado así un tanto, bajé los ojos, me volví a mi sitio y reanudé mi trabajo sujetando de nuevo la madeja de cáñamo al dedo gordo de mi pie izquierdo.
Y pensé: "Ya he dicho lo que tenía que decir. ¡Y Alah sólo sabe lo que sucederá!"
Pero, lejos de enfadarse conmigo o de injuriarme, motejándome de embustero y de hombre de mala fe, Si Saad supo contenerse, sin demostrar ni por asomo el despecho que sentía al ver que el Destino le quitaba la razón con tanta persistencia. Y se contentó con decirme: "Después de todo, Hassán, es posible que sea verdad cuanto me cuentas, y que verdaderamente se haya esfumado la segunda bolsa, como se esfumó su hermana. Sin embargo, es un poco asombroso, en verdad, que el gavilán y el vendedor de tierra de limpiar se hayan presentado, precisamente en el momento en que te hallabas distraído o ausente. ¡De cualquier modo, renuncio a intentar nuevas experiencias en lo sucesivo!" Luego se encaró con Si Saadi, y le dijo: "Pero ¡oh Saadi! no persisto menos en pensar que sin dinero nada es posible, y que un pobre permanecerá pobre mientras con su trabajo no fuerce al Destino para que le sea favorable".
Pero Si Saadi contestó: "¡Qué error el tuyo, ¡oh generoso Saad! Para que prevaleciera tu opinión, no has vacilado en tirar cuatrocientos dinares, llevándose la mitad un gavilán y la otra mitad un vendedor de tierra de limpiar los cabellos. Pues bien, por mi parte, no seré tan generoso como tú has sido, sino que solamente quiero, a mi vez, tratar de probarte que la marcha del Destino es la única norma de nuestra vida, y que los decretos del Destino son los únicos elementos de buena o mala suerte con que podemos contar." Luego se encaró conmigo, y enseñándome un gran trozo de plomo que acababa de coger del suelo, me dijo: "¡Oh Hassán, de quien huyó la suerte hasta el presente! quisiera ayudarte, como lo ha hecho mi generoso amigo Si Saad. Pero Alah no me ha favorecido con tantas riquezas, y todo lo que puedo darte es este pedazo de plomo, que sin duda ha perdido algún pescador al recoger sus redes."
A estas palabras de Si Saadi, su amigo Si Saad se echó a reír a carcajadas, creyendo que quería gastarme una broma. Pero Si Saadi no prestó atención a ello, y con grave ademán me ofreció el trozo de plomo, diciéndome: "Tómalo, y deja que se ría Si Saad. Porque llegará el día en que este trozo de plomo te será más útil, si tal es tu destino, que toda la plata de las minas".
Y sabiendo hasta qué punto era hombre de bien Si Saadi, y cuán grande era su sabiduría, no quise desairarle haciendo la menor observación. Y cogí el trozo de plomo que me ofrecía, y lo guardé cuidadosamente en mi cinturón, vacío de toda moneda. Y no dejé de darle gracias calurosamente por sus buenos deseos y por sus buenas intenciones. Y acto seguido los dos amigos me dejaron para continuar su paseo, en tanto que yo de nuevo me entregaba a mi trabajo. Y cuando, por la noche, regresé a casa, y después de cenar me desnudé para acostarme, sentí que algo caía al suelo de pronto. Y lo busqué y lo recogí, encontrándome con que era el trozo de plomo que me había echado al cinturón. Y sin darle la menor importancia, lo puse donde primero se me ocurrió, y me tumbé en el colchón, no tardando en dormirme...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 871ª NOCHE
Ella dijo:
. . . en el colchón, no tardando en dormirme.
Y he aquí que aquella noche, cuando se despertó tan temprano como de costumbre un pescador de mi vecindad, advirtió, al repasar sus redes antes de cargárselas a la espalda, que les faltaba un trozo de plomo precisamente en un sitio en que la carencia de plomo constituía un defecto grave para el buen funcionamiento de lo que le proporcionaba el pan. Y como no tenía a mano otro plomo de recambio y no era hora de ir a comprarlo en el zoco, pues todas las tiendas estaban cerradas, sintió una perplejidad grande al pensar que si no se iba de pesca dos horas antes del día no tendría con qué alimentar a su familia al día siguiente. Y entonces se decidió a decir a su mujer que, a pesar de lo intempestivo de la hora y el trastorno que aquello suponía, fuera a despertar a sus vecinos más próximos y a exponerle la situación, rogándoles que le dieran un trozo de plomo que supliese al que faltaba a su red.
Y como precisamente éramos nosotros los vecinos más próximos al pescador, la mujer llamó a nuestra puerta, mientras sin duda pensaba: "Voy a pedir plomo a Hassán el cordelero, aunque por experiencia sé que a su casa hay que ir cuando no se tiene necesidad de nada". Y siguió llamando a la puerta hasta que me desperté. Y grité: "¿Quién hay en la puerta?" Ella contestó: "¡Soy yo, la hija del tío de tu vecino el pescador! ¡Oh Hassán! se me ha ennegrecido el rostro por turbar así tu sueño; pero se trata de lo que da él pan al padre de mis hijos, y obligo a mi alma a este acto de mala educación. Por favor, dispénsame, y para que no te tenga levantado más tiempo, dime si dispones de un trozo de plomo que prestar a mi esposo para que arregle sus redes".
Y al punto me acordé del plomo que me había dado Si Saadi, y pensé: "¡Por Alah, que no podré utilizarlo mejor que haciendo ese servicio a mi vecino el padre de sus hijos!" Y contesté a la vecina que precisamente tenía un trozo de plomo que podía servirle, y fuí a buscar a tientas el trozo
consabido, y se lo entregué a mi mujer para que se lo diera a la vecina.
Y la pobre mujer, satisfecha de no haber andado en vano y de no volverse a su casa sin resultado, dijo a mi mujer: "¡Oh vecina nuestra! ¡qué gran servicio es el que nos presta esta noche el jeique Hassán! ¡Así es que, en cambio, todo el pescado que coja mi esposo a la primera redada estará escrito a vuestra salud, y os lo traeremos mañana por encima de nuestra cabeza!" Y se apresuró a ir a entregar el trozo de plomo a nuestro vecino el pescador, que compuso con él sus redes, y salió de pesca dos horas antes del día, como de costumbre.
Y he aquí que la primera redada, a nuestra salud, no proporcionó más que un solo pez. Pero aquel pez era de más de un codo de largo y grueso en proporción. Y el pescador lo apartó en su cesto y prosiguió su pesca. Pero, de todo el pescado que cogió, ni un solo pez igualaba al primero en hermosura ni en tamaño. Así es que, cuando el pescador acabó de pescar, su primer cuidado, antes de ir a vender al zoco el producto de su pesca, fué poner el pez apartado en una almohada de follaje oloroso y llevárnoslo, diciéndonos: "¡Alah haga que os parezca delicioso y agradable!" Y añadió: "Os ruego que admitáis esta dádiva, aunque no sea suficiente ni oportuna. Y dispensadme su escasez, ¡oh vecinos! Porque así es vuestra suerte, ya que eso constituye toda mi primer redada."
Y contesté: "Ve ahí un trato en el que sales perdiendo, ¡oh vecino! Porque ésta es la primera vez que se vende un pez tan hermoso y de tanta valía por un trozo de plomo que apenas vale una ínfima moneda de cobre. Pero lo recibimos como regalo de tu parte, para no desairarte, y porque lo haces de corazón amistoso y generoso." Y aún cambiamos algunos cumplidos, y se marchó.
Y entregué a mi esposa el pez del pescador, diciéndole: "Ya ves ¡oh mujer! que no estaba equivocado Si Saadi cuando me decía que un pedazo de plomo podría serme más útil, si Alah quisiera, que todo el oro del Sudán. He aquí un pez como jamás lo han tenido en sus bandejas los emires y los reyes." Y aunque le regocijaba mucho el ver aquel pez, no dejó de replicarme mi esposa: "¡Si, por Alah! pero ¿cómo voy a arreglarme para guisarlo? No tenemos parrillas ni tampoco tenemos una olla bastante grande para cocerle en ella entero".
Y contesté "¡No te apures por eso, pues nos le comeremos con mucho gusto entero o en pedazos! No tengas escrúpulos por su presentación, y no temas cortarle en pedazos para ponerle guisado". Y partiéndole por la mitad, mi mujer le sacó las entrañas, y vió en medio de aquellas entrañas una cosa que brillaba con vivo resplandor. La cogió, la lavó en el cubo, y vimos que era un trozo de vidrio del tamaño de un huevo de paloma y transparente como el agua de roca. Y tras de contemplarlo algún tiempo, se lo dimos a nuestros hijos para que les sirviese de juguete y no molestaran a su madre, que preparaba el excelente pez.
Y he aquí que por la noche, a la hora de cenar, mi mujer advirtió que, aunque no había encendido todavía su lámpara de aceite iluminaba la estancia una luz que no había traído ella. Y miró a todos lados para ver de dónde procedía aquella luz, y vió que la proyectaba el huevo de vidrio abandonado en el suelo por los niños. Y cogió aquel huevo y lo puso al borde del aparador, en el sitio ordinario de la lámpara. Y llegamos al límite del asombro al ver la vivacidad de la luz que salía de él, y exclamé: "Por Alah, ¡oh mujer! he aquí que el trozo de plomo de Si Saadi no sólo nos alimentaba sino que nos alumbra y nos dispensará, para en lo sucesivo, de comprar aceite para arder".
Y a la claridad maravillosa de aquel huevo de vidrio, nos comimos el deleitoso pescado, comentando nuestro doble provecho de aquel día bendito y glorificando al Retribuidor por sus beneficios. Y aquella noche nos acostamos satisfechos de nuestra suerte y sin desear nada mejor que la continuación de aquel estado de cosas.
Y he aquí que al día siguiente, gracias a la lengua larga de la hija del tío, no tardó en correr por todo el barrio el rumor de que en el vientre del pescado habíamos descubierto aquel vidrio luminoso. Y en seguida recibió mi mujer la visita de una judía, vecina nuestra, cuyo marido era joyero del zoco. Y tras de las zalemas y salutaciones por una y otra parte, la judía, después de contemplar durante largo rato el huevo de vidrio, dijo a mi esposa: "¡Oh vecina mía Aischah! da gracias a Alah, que me ha conducido hoy a tu casa. ¡Porque, como me gusta este trozo de vidrio, y tengo otro trozo de vidrio muy parecido con el que me adorno algunas veces y que hace pareja con éste, quisiera comprártelo, y te ofrezco por él, sin regatear, la enorme suma de diez dinares de oro nuevo!"
Pero nuestros hijos que oyeron hablar de vender su juguete, se echaron a llorar, rogando a su madre que lo guardara para ellos. Y a fin de apaciguarlos, y también porque aquel huevo nos servía de lámpara, ella declinó oferta tan tentadora, con gran despecho de la judía, que se marchó cariacontecida.
A la sazón volví ya del trabajo y mi mujer me puso al corriente de lo que acababa de pasar. Y le contesté: "En verdad ¡oh hija del tío! que si este huevo de vidrio no tuviese algún valor, esa hija de judíos no nos habría ofrecido la suma de diez dinares. Supongo, pues, que volverá otra vez para ofrecernos más. Pero ya veré yo el modo de hacer subir la oferta". Y aquello me indujo al punto a pensar en las palabras de Si Saadi, que me había predicho que un trozo de plomo seguramente podría hacer la fortuna de un hombre, si tal era su destino. Y esperé con toda confianza a que por fin se mostrase mi destino después de huirme durante tanto tiempo.
Aquella misma noche, de acuerdo con mis presentimientos, la judía, esposa del joyero, fué a hacer una segunda visita a mi esposa; y tras de las zalemas y salutaciones de rigor, le dijo: "¡Oh vecina mía Aischah! ¿cómo puedes despreciar los dones del Retribuidor? ¡Y al despreciarlos rechazas el pan que te ofrezco por un trozo de vidrio! ¡Pero ya que se trata del bien de tus hijos, sabe que he hablado de ese huevo con mi marido, y como estoy encinta y no conviene que el deseo de las mujeres encinta se reconcentre sin verse cumplido, ha consentido en dejarme que te ofrezca veinte dinares de oro nuevo a cambio de tu trozo de vidrio!"
Pero mi mujer, que había recibido instrucciones mías a este respecto, contestó: "¡Ay, Ualah ! ¡oh vecina! me haces volver en mí. Pero yo no tengo voto en casa, pues el hijo de mi tío es el amo de la casa y de su contenido, y a él es a quien tienes que dirigirte. ¡Espera, pues, a su regreso para hacerle esa oferta!"
Y cuando regresé, la judía me repitió lo que había dicho a mi esposa, y añadió: "Te traigo el pan de tus hijos, ¡oh hombre! por un trozo de vidrio. Porque debe satisfacerse mi antojo de mujer encinta,
y mi esposo no quiere tener sobre su conciencia la reconcentración del deseo de las mujeres encinta. ¡Por eso ha consentido en dejarme proponerte ese cambio y esa venta, con gran pérdida para él!"
Y yo, ¡oh mi señor! dejando a aquella judía que me dijera cuánto quería darme, me tomé tiempo para responderle y acabé por mirarla sin decir una palabra, meneando la cabeza por toda respuesta.
Al ver aquello, a la hija de judíos se le puso muy amarilla la tez, me miró con ojos llenos de desconfianza, y me dijo: "Ruega a tu Profeta ¡oh musulmán!" Y contesté: "¡Con El la plegaria y la paz ¡oh descreída! y las más escogidas bendiciones del Dios único!"
Y ella repuso: "¿A qué vienen esos ojos vacíos ¡oh padre de tus hijos! y ese ademán negativo para los beneficios del Retribuidor sobre tu casa por mediación nuestra?" Yo contesté: "¡Los beneficios de Alah sobre Sus criaturas ¡oh hija de descreídos! son ya incalculables! ¡Glorificado sea, sin mediación de los que se apartan del camino derecho!" Y ella me dijo: "¿Entonces rehusas los veinte dinares de oro?" Y tras de hacer de nuevo yo el signo negativo, me dijo ella: "¡Pues bien, ¡oh vecino! te ofrezco por tu vidrio cincuenta dinares de oro! ¿Estás satisfecho?" Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 872ª NOCHE
Ella dijo:
. .. Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte.
Entonces la mujer del joyero recogió sus velos como para marcharse, se dirigió a la puerta, hizo ademán de abrirla, y como decidiéndose de pronto, se encaró conmigo y me dijo: "¡La última palabra! ¡Cien dinares de oro! ¡Y eso que no sé si mi marido querrá darme tan formidable suma!"
Y entonces accedí a contestar, y le dijo, no sin un aire de profunda indiferencia: "No es para que te marches disgustada, ¡oh vecina! pero estás muy lejos de ponerte en razón. Porque este huevo de vidrio, por el que me ofreces el precio irrisorio de cien dinares, es una cosa maravillosa, y su historia es tan maravillosa como él mismo. Por eso, y únicamente para darte gusto a ti y a nuestro vecino, y para no hacer que se reconcentre el deseo de una mujer encinta, me limitaré a reclamar, como precio de ese huevo luminoso, la suma de cien mil dinares de oro, ni uno más, ni uno menos. ¡Y si quieres, lo tomas, y si no, lo dejas, pues más me ofrecerán otros joyeros que están más al corriente que tu marido del valor real de las cosas hermosas y únicas! En cuanto a mí, ante Alah el Omnisciente juro que no variaré de tasación ni para aumentarla ni para disminuirla. ¡Uassalam!"
Cuando la mujer del judío hubo oído estas palabras y comprendido su significado, no supo replicar nada, y me dijo, marchándose: "Yo ni vendo ni compro, sino que es mi marido quien manda. Si la cosa le conviene, ya te hablaré de ello. ¡Prométeme, sin embargo, tener paciencia y esperar, antes de entrar en tratos con otros joyeros, a que él vea por sí mismo ese huevo de vidrio!"
Y se lo prometí.
Y se marchó.
Después de aquella discusión, ¡oh Emir de los Creyentes! ya no dudé de que el tal huevo, que yo creía de vidrio, era una gema entre las gemas del mar, desprendida de la corona de algún rey marino. Y por otra parte, yo, como todo el mundo, sabía que en las profundidades yacen tesoros con los que se adornan las hijas del mar y las reinas del mar. Y aquel hallazgo sirvió para confirmarme en mi creencia. Y glorifiqué al Retribuidor, que, por conducto del pez del pescador, había puesto entre mis manos aquella maravillosa muestra de los adornos de las jóvenes marinas. Y determiné no desdecirme de la cifra de cien mil dinares que había dicho a la mujer del judío, pensando que mejor habría hecho en no apresurarme a fijar de aquel modo la tasación, cuando tal vez hubiera podido obtener más del joyero judío. Pero como había fijado esta cifra solemnemente, no quise desdecirme, y me prometí mantenerme en lo que hube de indicar.
Y como había yo previsto, no tardó en presentarse en mi casa el joyero judío en persona. Y tenía un aire de redomado que no me anunciaba nada bueno, sino que me advertía que el hijo de cochinos iba a utilizar toda su astucia para escamotearme la gema como el que no quiere la cosa. Y por mi parte, me puse en guardia, adoptando la actitud más sonriente y más amable, y le rogué que tomara asiento en la estera. Y después de las zalemas y salutaciones de rigor, me dijo él: "¡Espero ¡oh vecino! que no estará el cáñamo demasiado caro en estos tiempos y que los negocios de tu tienda serán benditos!" Y yo contesté en el mismo tono: "La bendición de Alah no falta a Sus creyentes, ¡oh vecino! Y espero que a ti te serán favorables en el zoco de los joyeros". Y me dijo él: "¡Por vida de Ibrahim y de Yacub, ¡oh vecino! créeme que peligran, créeme que peligran! Y apenas si tenemos para comer un pedazo de pan y de queso". Y durante un buen rato continuamos hablando de tal suerte, sin abordar la única cuestión que nos interesaba, hasta que el judío, al ver que nada sacaba de mí por ese medio, acabó por ser el primero en decirme: "La hija de mi tío i oh vecino! me ha hablado de cierto huevo de vidrio, sin gran valor por lo demás, que sirve de juguete a tus hijos, y ya sabes que cuando una mujer está encinta, como lo está la mía, tiene antojos extraños y estrambóticos. Pero, desgraciadamente, nos vemos precisados a satisfacer tales antojos, hasta cuando son irrealizables, a trueque de que el objeto deseado llegue a imprimirse en el cuerpo del niño y a deformarle. Y en el caso actual, como el deseo de mi mujer se ha cifrado en ese huevo de vidrio, mucho me temo que, si no lo satisfago, se reproduzca ese huevo en tamaño natural sobre la nariz de nuestro hijo, cuando nazca, o sobre cualquier parte más delicada todavía y que la decencia me impide nombrar. Te ruego, pues, ioh vecino! que me enseñes, ante todo, ese huevo de vidrio, y en caso de que viera que me es imposible adquirir uno parecido en el zoco, tengas a bien cedérmelo mediante un precio razonable que tú me indicarás, sin aprovecharte demasiado de mi situación".
Y a estas palabras del judío, contesté: "Escucho y obedezco".
Y me levanté y fui hacia mis hijos, que jugaban en el patio con el huevo consabido y se lo quité de las manos, a pesar de sus gritos y sus protestas. Luego volví a la estancia donde me esperaba el judío sentado en la estera, y cerré la puerta y las ventanas, de modo que fuese completa la oscuridad, disculpándome por obrar así. Y hecho lo cual, me saqué del seno el huevo y lo puse bien a la vista, sobre un taburete, ante el judío.
Y al punto se iluminó la habitación como si ardieran en ella cuarenta antorchas. Y al ver aquello, el judío no pudo menos de exclamar: "¡Es una de las gemas que adornan la corona de Soleimán ben Daud!" Y tras de asombrarse de tal suerte, comprendió que había hablado demasiado, y se rehizo, diciendo: "Pero ya las he tenido semejantes entre mis manos. ¡Y como no eran de fácil venta, me he apresurado a revenderlas con pérdida! ¡Ah! ¿por qué estará encinta ahora la hija del tío para obligarme a adquirir una cosa invendible?"
Luego me dijo: "¿Cuánto pides ¡oh vecino! por este huevo marino?"
Yo contesté: "No está en venta, ¡oh vecino! pero te lo daré para no hacer que se reconcentre el deseo de la hija de tu tío. Y ya he marcado el precio de esta cesión. ¡Alah es testigo de que no me desdeciré!" Y me dijo él: "¡Sé razonable, ¡oh hijo de gentes de bien! y no arruines mi casa! ¡Aunque vendiera mi tienda y mi casa y aunque me vendiera yo mismo en el zoco de los subastadores, con mi mujer y mis hijos, no llegaría a realizar la cifra exorbitante que has señalado, en broma sin duda alguna! ¡Cien mil dinares de oro, ya Alah! ¡cien mil dinares de oro, ¡oh jeique! ni uno más, ni uno menos! ¡Es mi muerte lo que reclamas!"
Y tras de volver a abrir la puerta y las ventanas, contesté tranquilamente: "¡Cien mil dinares de oro, ni uno más, que el aumento sería ilícito! ¡Pero ni uno menos! ¡Lo tomas, si quieres, y si no lo dejas!" Y añadí: "Y cuenta que, si yo hubiera sabido que este huevo maravilloso era una gema entre las gemas marinas de la corona de Soleimán ben Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!), no hubiese pedido cien mil dinares, sino diez veces cien mil, y además, algunos collares y joyeles de tu tienda como presente para mi mujer, que ha preparado el negocio difundiendo nuestro descubrimiento. Date, pues, por muy contento con pagar ese precio irrisorio, ¡oh hombre! y ve en busca de tu oro".
Y el joyero judío, con la nariz muy alargada al ver que nada podía hacer, se reconcentró un instante, luego me miró con resolución, y dijo, lanzando un gran suspiro: "¡El oro está a la puerta! ¡Dame la gema!" Y así diciendo, sacó la cabeza por la ventana y gritó a un esclavo negro que permanecía estacionado en la calle y tenía de la brida a un mulo cargado con varios sacos: "¡Hola Mubarak! ¡sube aquí los sacos y la balanza!"
Y el negro subió a mi casa los sacos llenos de dinares, y el judío los abrió uno tras otro y me pesó los cien mil dinares, como yo los había pedido, ni uno más, ni uno menos. Y la hija de mi tío sacó de nuestro cofre grande de madera, único que poseíamos, toda la ropa que contenía, y lo llenamos con el oro del judío. Y sólo entonces me saqué del seno, donde la había guardado para que estuviese segura, la gema salomónica, y se la entregué al judío, diciéndole: "¡Ojalá la revendas diez veces más cara de lo que acabas de comprarla!" Y él se echó a reír con una boca que le llegaba hasta las orejas, diciéndome: "¡Por Alah, ¡oh jeique! que no está de venta! La destino a satisfacer el antojo de mi mujer encinta".
Y se despidió de mí y me hizo ver la anchura de sus hombros.
¡ Y esto es lo referente a él!
¡...Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 873ª NOCHE
Ella dijo:
¡... Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez!
Cuando de la noche a la mañana me vi más rico de lo que nunca había deseado mi alma, y rodeado de oro y opulencia, no me olvidé de que, al fin y al cabo, sólo era un antiguo cordelero pobre, hijo de cordelero, y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios y me puse a pensar en el uso que en adelante habría de hacer de mis riquezas. Pero habría querido primeramente besar la tierra entre las manos de Si Saadi, para demostrarle mi gratitud y hacer lo mismo con Si Saad, a quien, en último término, debía el ser quien era, por más que él no viera realizadas, como Si Saadi, sus buenas intenciones para conmigo. Pero me lo impidió la timidez; y además, yo no sabía con exactitud dónde vivían ambos. Por eso preferí esperar a que fuesen ellos por propio impulso a pedir noticias del pobre cordelero Hassán. (¡ Alah le tenga en Su compasión al tal antiguo Hassán, que ya ha fallecido y tuvo una juventud tan miserable!)
Y entretanto, decidí hacer el mejor uso posible de la fortuna que me había sido escrita. Y lo primero que hice no fué comprarme ricos trajes ni cosas suntuosas, sino en ir en busca de todos los cordeleros pobres de Bagdad, que vivían en el mismo estado de miseria en que había vivido yo tanto tiempo, y congregándolos les dije: "He aquí que el Retribuidor me ha escrito el bienestar y me ha enviado Sus beneficios, siendo yo el último en merecerlos. Y por eso ¡oh hermanos musulmanes! deseo que los favores del Altísimo no se acumulen sobre la misma cabeza y que os aprovechéis de ellos con arreglo a vuestras necesidades. Así es que desde hoy os tomo a todos a mi servicio, empleándoos en trabajar para mí en la obra de cordelería, en la seguridad de que se os pagará liberalmente, según vuestra habilidad, a fin de la jornada. De esta manera tendréis la certeza de ganar abundantemente el pan de vuestra familia sin tener que preocuparos del día de mañaña. Y ya sabéis por qué os he congregado en este local. Y esto es lo que tenía que deciros. ¡Pero Alah es más generoso y más magnánimo!"
Y los cordeleros me dieron gracias y alabaron mis buenas intenciones con respecto a ellos, y aceptaron lo que les propuse. Y desde entonces continúan trabajando por mi cuenta con tranquilidad, contentos de tener asegurada su vida y la de sus hijos. Y yo, merced a esta organización, cada vez aumento más mis rentas y consolido mi situación.
Ya hacía algún tiempo que había abandonado yo mi pobre casa antigua para establecerme en otra que había hecho construir a todo costo entre jardines, cuando Si Saad y Si Saadi pensaron por fin en ir a saber noticias del pobre cordelero Hassán conocido de ellos. Y fué extremado su asombro cuando nuestros antiguos vecinos, a quienes preguntaron al ver mi tienda cerrada como si me hubiese muerto, les aseguraron que no solamente estaba vivo todavía, sino que era uno de los mercaderes más ricos de Bagdad, que habitaba un maravilloso palacio rodeado de jardines y que ya
no me llamaba Hassán el cordelero, sino Si Hassán el Magnífico. Entonces, tras de hacer que les dieran señas más precisas acerca del lugar en que se hallaba mi palacio, se dirigieron a él y no tardaron en llegar ante la puerta principal que daba acceso a los jardines. Y el portero les hizo atravesar un bosque de naranjos y de limoneros cargados de frutos y cuyas raíces se refrescaban en el agua que perpetuamente corría por una reguera que partía del río. Y cuando llegaron a la sala de recepción, estaban ya encantados de la frescura, del sombrajo, del murmullo del agua y del canto de los pájaros.
Y no bien me anunció su llegada uno de mis esclavos, les salí al encuentro apresuradamente y quise cogerles la orla del traje para besársela. Pero me lo impidieron y me abrazaron como si fuese su hermano, y les invité a entrar en el kiosco que había en el jardín, rogándoles que se sentaran en el sitio de honor que les correspondía. Y me senté un poco más lejos, como era debido.
Y después de hacer que les sirvieran sorbetes y refrescos, les conté cuanto me había sucedido punto por punto, sin olvidar el menor detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y Si Saadi, en el límite de la satisfacción, se encaró con su amigo y le dijo: "Ya lo ves, ¡oh Si Saad!" Y no le dijo nada más.
Y aún no habían vuelto del asombro en que hubo de sumirlos mi historia, cuando dos de mis hijos, que se divertían en el jardín, entraron de improviso, llevando en sus manos un gran nido de ave que acababa de coger para ellos en la copa de una palmera el esclavo que vigilaba sus juegos. Y nos asombramos mucho al ver que aquel nido, que tenía pollos de gavilán, estaba hecho en un turbante. Y al examinar más de cerca aquel turbante, observé, sin que me cupiese duda alguna, que era el mismo que en otro tiempo me había llevado el gavilán ladrón. Y me encaré con mis huéspedes, y les dije: "¡Oh mis señores! ¿os acordáis todavía del turbante que llevaba yo el día en que Si Saad me hizo don de los primeros doscientos dinares?" Y contestaron: "No, por Alah, no nos acordamos con exactitud". Y Si Saad añadió: "¡Pero lo reconoceré, indudablemente, si están en él los ciento noventa dinares!" Y contesté: "¡Oh mis señores, no lo dudéis!" Y saqué los pajarillos, dándoselos a los niños, y desbaraté el nido, y desenrollé el turbante en toda su longitud. Y de la punta colgaba intacta, y atada como yo la había atado, la bolsa de Si Saad con los dinares que contenía.
Y aún no habían vuelto de su asombro mis dos huéspedes, cuando entró uno de los palafreneros llevando en las manos una cuba de salvado que al punto reconocí como la que mi mujer hacía cedido en otro tiempo al mercader de tierra para limpiar el cabello. Y me dijo: "¡Oh mi señor! esta cuba, que he comprado hoy en el zoco, porque se me había olvidado coger pienso para el caballo que montaba, contiene un saco atado que traigo entre tus manos". Y reconocimos la segunda bolsa de Si Saad.
Y desde entonces ¡oh Emir de los Creyentes! los tres vivimos como amigos, convencidos para siempre del poder del Destino, y maravillados de las vías que utiliza para llevar a cabo sus decretos.
Y como los bienes de Alah deben volver a sus pobres, no dejé de invertirlos en hacer las dádivas y limosnas prescritas. Y por eso me has visto dar esa limosna al mendigo del puente de Bagdad.
¡Y tal es mi historia!"
Cuando el califa hubo oído este relato del jeique generoso, le dijo: "¡Ciertamente, ¡oh jeique Hassán! las vías del Destino son maravillosas, y como prueba en apoyo de lo que me has contado, voy a ensefiarte algo!"
Y se encaró con el visir del Tesoro y le dijo unas palabras al oído. Y el visir salió para volver al cabo de algunos instantes con un estuche en la mano. Y el califa lo cogió, lo abrió, y enseñó el contenido al jeique, quien al punto reconoció la gema salomónica cedida al joyero judío. Y Al-Raschid le dijo: "Esta gema entró en mi tesoro el mismo día que se la vendiste al judío".
Luego se encaró con el cuarto personaje, que era el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y le dijo: "Cuenta lo que tengas que contarnos".
Y tras de besar la tierra entre las manos del califa, el hombre dijo
HISTORIA DEL MAESTRO DE ESCUELA LISIADO Y CON LA BOCA HENDIDA
"Sabe ¡oh Emir de los Creyentes! que, por mi parte, empecé a ganarme la vida como maestro de
escuela, y tenía bajo mi mano unos ochenta muchachos. Y la historia de lo que me sucedió con estos muchachos es prodigiosa.
Debo empezar por decirte ¡oh mi señor! que yo era para ellos severo hasta el límite de la severidad, e inflexible y riguroso, hasta el punto de exigir que, incluso en las horas de recreo, continuasen trabajando, y no los enviaba a sus casas hasta una hora después de ponerse el sol. Y aun entonces no dejaba de vigilarlos, siguiéndolos por zocos y barrios, para impedirles que jugaran con granujillas que los pervirtieran.
Y he aquí que fué precisamente mi rigor el que atrajo sobre mi cabeza las calamidades, como vas a ver ¡oh Emir de los Creyentes! En efecto, al entrar un día entre los días en la sala de lectura en el momento en que todos mis alumnos estaban reunidos, los vi de pronto erguirse sobre sus piernas a todos y exclamar con una sola voz "¡Oh maestro, que amarillo tienes hoy el rostro!" Y me sorprendió mucho aquello; pero como no sentía ningún dolor interno que pudiese amarillearme de tal suerte el rostro, no me preocupé excesivamente de aquella noticia, y abrí la clase como de costumbre, gritándoles: "Empezad, ¡oh granujas! que ha llegado la hora de trabajar". Pero he aquí que el alumno monitor avanzó hacia mí con un aire preocupado, y me dijo: "¡Por Alah, ¡oh maestro! tienes muy amarillo el rostro hoy, y Alah aleje tu mal! Si estás muy enfermo, yo daré la clase en lugar tuyo". Y al mismo tiempo, todos los alumnos, demostrando gran inquietud, me miraban llenos de conmiseración, como si ya estuviese yo a punto de rendir el alma. Y acabé por impresionarme mucho, y me dije a mí mismo: "¡Oh! por lo visto debes estar muy mal sin darte cuenta de ello. Y las peores enfermedades son las que entran en el cuerpo subrepticiamente, sin que su presencia se revele por molestias muy marcadas". Y me levanté en aquella hora y en aquel instante, confié la dirección de la clase al alumno monitor, y entré en mi harén, donde me acosté cuan largo era, diciendo a mi esposa: "¡Prepárame contra la ictericia!" Y lo dije lanzando muchos suspiros y quejándome, como si ya estuviese bajo la acción de todas las pestes y enfermedades rojas.
A la sazón, el alumno monitor llamó a la puerta y pidió permiso para entrar. Y me entregó la suma de ochenta dracmas, diciéndome: "¡Oh maestro! los buenos de tus alumnos acaban de verificar una colecta entre ellos para hacerte este presente, a fin de que nuestra maestra pueda cuidarte bien sin reparar en gastos".
Y me conmoví mucho con aquel rasgo de mis alumnos, y para demostrarles mi satisfacción, les di un día de asueto, sin sospechar que se había fraguado todo con este único fin. ¿Pero quién puede adivinar toda la malicia que se oculta en el pecho de los niños?
En cuanto a mí, pasé todo aquel día muy apurado, aunque la vista del dinero que habíame venido de manera tan inesperada me daba cierto gusto. Y al día siguiente volvió a verme el alumno monitor, y al encontrarse conmigo exclamó: "Alah aleje de ti todo mal, ;oh maestro! ¡Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡descansa! ¡Y no te preocupes de los demás...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 874ª NOCHE
Ella dijo:
". .. Alah aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡Y no te preocupes de los demás!" Y muy impresionado con las palabras del maligno muchacho, me dije a mí mismo: "Cuídate bien, ¡oh maestro! cuídate bien a costa de tus alumnos". Y así pensando, dije al monitor: "¡Da tú la clase como si yo estuviera allí!" Y empecé a gemir y a lamentarme de mí mismo. Y dejándome en aquel estado, el muchacho se apresuró a reunirse con los demás alumnos para ponerlos al corriente de la situación.
Y aquel estado de cosas duró una semana entera, al cabo de la cual el alumno monitor me llevó otra suma de ochenta dracmas, diciéndome: "Es la colecta que han hecho los buenos de tus alumnos, a fin de que nuestra maestra te pueda cuidar bien". Y aún me conmoví mucho más que la vez primera, y me dije: "¡Oh! en verdad que tu enfermedad es una enfermedad bendita que te proporciona dinero sin trabajos ni esfuerzos, y que, al fin y al cabo, no te hace sufrir. ¡Ojalá dure mucho tiempo todavía, para mayor bien tuyo!"
Y desde aquel momento decidí fingir que seguía enfermo, persuadido a la larga de que mi organismo no estaba realmente atacado, y diciéndome: "Jamás tus lecciones te producirán tanto
como tu enfermedad".
Y a partir de aquel momento, me tocó a mí hacer creer en lo que no existía. Y cada vez que el alumno monitor volvía a verme le decía yo: "¡Voy a morir de inanición, porque mi estómago rehusa los alimentos!" Pero no era verdad, pues nunca había comido yo con tanto apetito ni me había encontrado mejor.
Y continué viviendo de tal suerte durante algún tiempo, cuando he aquí que un día entró el alumno en el preciso momento en que me disponía a comer un huevo. Y al verle, mi primer impulso fué el de ocultar el huevo en mi boca, por temor de que, al encontrarme comiendo, sospechara la verdad y advirtiese mi falsía. Y como el huevo quemaba, me producía dolores intolerables. Y el empecatado chiquillo, que sin duda alguna debía saber a qué atenerse acerca de la situación, en vez de marcharse persistió en mirarme con aire compasivo y diciéndome: "¡Oh maestro, qué inflamadas tienes las mejillas y cuánto debes sufrir! Eso seguramente debe ser un absceso maligno". Luego, como en mi tortura se me salían los ojos de la cabeza y no le contestaba, me dijo: "¡Hay que abrirlo! ¡hay que abrirlo!"
Y avanzó hacia mí con presteza, y quiso clavarme en la mejilla una aguja gorda. Pero entonces salté sobre ambos pies vivamente, y corrí a la cocina, donde escupí el huevo, que ya me había quemado gravemente las mejillas. Y a consecuencia de aquella quemadura, ¡oh Emir de los Creyentes! se me declaró en la mejilla un verdadero absceso y me hizo ver la muerte roja. Y me hizo ir al barbero, que me sacó la mejilla para vaciarme el absceso. Y a consecuencia de aquella operación se me quedó la boca hendida y deformada.
Y he aquí el por qué de la rasgadura y de la deformación de mi boca. En cuanto al por qué de mi lisiadura, ¡helo aquí!
Cuando, al cabo de algún tiempo, me repuse de las consecuencias de la herida, volví a la escuela, donde fui más riguroso y severo que nunca para con mis alumnos, cuya turbulencia había que reprimir. Y cuando la conducta de uno de ellos dejaba algo que desear, le corregía a estacazos. Así acabé por enseñarles a respetarme de tal modo, que, cuando me ocurría estornudar, abandonaban al instante sus libros y cuadernos, se erguían sobre sus pies con los brazos cruzados y se inclinaban ante mí hasta tierra, exclamando de común acuerdo: "¡Bendición! ¡bendición!" Y yo contestaba, como era razón: "¡Y con vosotros el perdón! ¡y con vosotros el perdón!" Y también les enseñaba otras mil cosas, a cual más provechosa e instructiva. Porque no quería que sus padres gastasen en vano el dinero que me daban por su educación. Y de tal suerte esperaba hacer de los chicos excelentes sujetos y comerciantes respetables.
Un día, que era día de salida, los llevé de paseo un poco más lejos que de costumbre. Y de haber andado mucho, teníamos mucha sed. Y como precisamente habíamos llegado junto a un pozo, decidí bajar a él para aplacar mi sed con el agua fresca que contenía y coger un cubo de ella, si podía, para los chicos.
Y al ver que no había cuerda, cogí todos los turbantes de los alumnos, y haciendo con los mismos una cuerda bastante larga, me la até a la cintura y ordené a mis alumnos que me bajaran al pozo. Y al punto me obedecieron. Y me vi colgado del orificio del pozo. Y me bajaron con precaución para que no diese con la cabeza en la piedra. Y he aquí que el tránsito del calor al fresco y de la luz a la oscuridad me hizo estornudar. Y no pude reprimir un estornudo. Y sea involuntariamente, sea por costumbre, sea por malicia, mis escolares soltaron la cuerda con un ademán unánime, se cruzaron de brazos y exclamaron todos a la vez, como lo hacían en la escuela: "¡Bendición! ¡bendición!" Pero no pude contestarles en aquella circunstancia, porque caí pesadamente al fondo del pozo. Y como el agua no tenía mucha profundidad, no me ahogué; pero me rompí ambas piernas y la clavícula, en tanto que los chicos, espantados no sé si de su hazaña o de su atolondramiento, huyeron a todo correr.
Y yo lanzaba tales gritos de dolor, que unos transeúntes, de quienes llamé la atención, me sacaron del pozo. Y como me hallaba en un estado lamentable, me colocaron en un asno y me llevaron a casa, donde estuve postrado durante un tiempo considerable. Pero jamás me curé de mi accidente. Y no pude volver a ejercer mi profesión de maestro de escuela.
Y por eso ¡oh Emir de los Creyentes! me vi obligado a mendigar para dar de comer a mi mujer y a mis hijos. Y así es como me has visto y socorrido generosamente en el puente de Bagdad.
¡Y tal es mi historia!"
Y cuando el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida acabó de contar de tal suerte la causa de su lisiadura y de su deformidad, Massrur, el porta alfanje, le hizo volver a la fila. Y el ciego que se hacía abofetear en el puente avanzó a tientas entre las manos del califa, y obedeciendo a la orden que le habían dado, contó así lo que tenía que contar. Dijo:
EL LIBRO DE LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE
TOMO SEXTO
LOS ENCUENTROS DE AL-RASCHID EN EL PUENTE DE BAGDAD
(Continuación)
HISTORIA DEL CIEGO QUE SE HACIA ABOFETEAR EN EL PUENTE
"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que, por lo que a mí respecta, en tiempos de mi juventud yo era conductor de camellos. Y gracias a mí trabajo y a mi perseverancia, acabé por ser propietario de ochenta camellos de mi exclusiva pertenencia. Y los alquilaba a las caravanas que comerciaban de un país en otro, y en época de peregrinación, lo cual me valía crecidos beneficios y hacía aumentar de año en año mi capital y mis intereses. Y con mis beneficios aumentaba de día en día mi deseo de ser más rico aún, y no pensaba nada menos que en llegar a ser el más rico de los conductores de camellos del Irak.
Un día entre los días, regresando yo de Bassra de vacío con mis ochenta camellos, a los que había conducido a aquella ciudad cargados de mercaderías con destino a la India, y habiendo hecho alto junto a un depósito de agua para darles de beber y dejarlos pacer por las cercanías, vi avanzar en dirección mía a un derviche. Y el tal derviche me abordó con aire cordial, y después de las zalemas por una y otra parte, se sentó a mi lado. Y reunimos nuestras provisiones, y con arreglo a las costumbres del desierto, tomamos juntos nuestra comida. Tras de lo cual nos pusimos a hablar de unas cosas y de otras y nos interrogamos mutuamente acerca de nuestro viaje y de su punto de destino. Y él me dijo que se dirigía a Bassra y yo le dije que iba a Bagdad. Y cuando reinó la intimidad entre nosotros, le hablé de mis negocios y de mis ganancias y le di cuenta de mis proyectos de riquezas y de opulencia.
Y dejándome hablar hasta que concluí, el derviche me miró sonriendo y me dijo: "¡0h mi señor Babá-Abdalah, cuánto trabajo te tomas para llegar a un resultado tan poco proporcionado, cuando a veces basta un recodo del camino para que el destino os haga, en un abrir y cerrar de ojos, no solamente más rico que todos los conductores de camellos del Irak, sino más poderoso que todos los reyes de la tierra reunidos!". Luego añadió: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! ¿Oíste alguna vez hablar de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas?" Y contesté: "Ciertamente, ¡oh derviche! he oído hablar a menudo de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas. Y todos sabemos que cada uno de nosotros puede, si tal es el decreto del Destino, despertarse un día más opulento que los reyes todos. Y no hay un labrador que, al labrar su tierra, no piense que llegará día en que caiga sobre la piedra sellada de algún tesoro maravilloso, y no hay un pescador que, al arrojar sus redes al agua, no piensa en que llegará día en que saque la perla o la gema marina que le llevará al límite de la opulencia. ¡Pues no soy un ignorante, ¡oh derviche! y además estoy persuadido de que los hombres de tu corporación conocen secretos y palabras de gran poder!"
Y al oír este discurso, el derviche cesó de escarbar en la arena con su báculo, me miró de nuevo y me dijo: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! creo que hoy no has tenido un mal encuentro al encontrarte conmigo, y se me antoja que este día es para ti precisamente el día en que hará recodo el camino que te conduzca frente a tu destino". Y le dije: "¡Por Alah, ¡oh derviche! que le acogeré con firmeza y con ojos llenos, y tráigame lo que me traiga, lo aceptaré con corazón agradecido!" Y me dijo él: "¡Entonces, levántate ¡oh pobre! y sígueme!"
Y se irguió sobre ambos pies, y echó a andar delante de mí. Y le seguí, pensando: "¡Sin duda hoy es el día de mi destino, después de tanto tiempo como llevo aguardándole!" Y al cabo de una hora de marcha llegamos a un pequeño valle bastante espacioso, cuya entrada era tan estrecha que mis camellos apenas podían pasar por ella uno a uno. Pero no tardó en ensancharse el terreno con el valle, y nos vimos al pie de una montaña tan impracticable, , que no había ni que pensar que una criatura humana llegase por allí nunca hasta nosotros. Y el derviche me dijo: "Henos aquí llegados adonde había que llegar. Por lo que a ti respecta, para tus camellos y haz que se sienten, a fin de que, cuando llegue el momento de cargarlos con lo que vas a ver, no nos cueste trabajo el hacerlo". Y contesté con el oído y la obediencia, y me dediqué a sentar a todos los camellos, uno tras de otro, en el amplio espacio que
se extendía al pie de aquella montaña, tras de lo cual me reuní con el derviche y le encontré con un eslabón en la mano prendiendo fuego a un montón de leña seca. Y en cuanto brotó llama del montón de leña, el derviche arrojó a él un puñado de incienso macho, pronunciando palabras cuyo significado no comprendí. Y al punto se elevó por el aire una columna de humo que el derviche partió en dos con su báculo. Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 875ª NOCHE
Ella dijo:
. . . Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical. Y dentro aparecían montones de oro amonedado y de pedrerías, como esos montículos de sal que se ven a orillas del mar. Y a la vista de aquel tesoro, me abalancé sobre el primer montón de oro, con la rapidez del halcón que cae sobre la paloma, y empecé por llenar un saco de que ya me había provisto. Pero el derviche se echó a reír, y me dijo: "¡Oh pobre, estás haciendo un trabajo poco productivo! ¿No ves que si llenas de oro amonedado tus sacos, pesarán demasiado para cargarlos en tus camellos? Llénalos mejor con esas pedrerías amontonadas que hay un poco más allá, y una sola de las cuales vale por sí más que cada uno de esos montones de oro, siendo cien veces más ligera que una moneda de ese metal!"
Y contesté: "No hay inconveniente, ¡oh derviche!" Porque comprendí cuán justa era su observación. Y uno tras otro, llené mis sacos con aquellas pedrerías, y los cargué de dos en dos a lomos de mis camellos. Y cuando de tal suerte hube cargado a mis ochenta camellos, el derviche, que me había mirado hacer, sonriendo sin moverse de su sitio, se levantó y me dijo: "Ya no tenemos más que cerrar el tesoro y marcharnos". Y tras de hablar así, entró en la roca, y le vi que se dirigía a una orza labrada que había encima de un zócalo de madera de sándalo. Y en mi fuero interno me decía yo: "¡Por Alah, qué lástima no tener conmigo ochenta mil camellos que cargar con esas pedrerías y esas monedas y esas orfebrerías, en vez de los ochenta que son de mi propiedad únicamente!"
Y he aquí que vi al derviche acercarse a la consabida orza preciosa y levantar la tapa. Y sacó de ella un bote de oro, que se metió en el seno. Y como yo le mirara con una especie de interrogación en los ojos, me dijo: “ iNo es nada! ¡Un poco de pomada para los ojos!" Y no me dijo más. Y como, impulsado por la curiosidad, quería yo avanzar a mi vez para coger de aquella pomada buena para los ojos, me lo impidió, diciendo: "Bastante tenemos por hoy, y ya es tiempo de que salgamos de aquí". Y me empujó hacia la salida, y pronunció ciertas palabras que no comprendí. Y al punto se juntaron las dos partes de la roca, y en lugar de la anchurosa abertura apareció una muralla tan lisa como si acabasen de tallarla en la misma piedra de la montaña.
Y el derviche se encaró entonces conmigo y me dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! vamos ahora a salir de este valle. Y una vez que lleguemos al paraje donde hubimos de encontrarnos, dividiremos ese botín con toda equidad, y nos lo repartiremos amistosamente".
Y en seguida hice levantarse a mis camellos. Y desfilamos en buen orden por donde habíamos entrado al valle, y fuimos juntos hasta el camino de las caravanas, donde debíamos separarnos para seguir cada cual el suyo, yo hacia Bagdad y el derviche hacia Bassra. Pero en el camino me había dicho yo, pensando en el reparto consabido: "¡Por Alah! este derviche pide demasiado por lo que ha hecho. ¡Verdad es que él me ha revelado el tesoro, y lo ha abierto, merced a su ciencia de la hechicería, que el Libro Santo reprueba! ¿Pero qué hubiera hecho sin mis camellos? ¡Y hasta puede ser que sin mi presencia no hubiera tenido éxito la cosa, ya que el tesoro indudablemente está escrito a mi nombre, en mi suerte y en mi destino! Creo, pues, que si le doy cuarenta camellos cargados de estas pedrerías salgo perdiendo yo, que me he fatigado cargando los sacos mientras él descansaba sonriendo; y al fin y al cabo, yo soy el dueño de los camellos. No conviene, por tanto, que le deje hacer el reparto a su antojo. Y sabré hacerle atender a razones".
Así es que, cuando llegó el momento del reparto, dije al derviche: "¡Oh santo hombre! tú que, según los principios de tu corporación, debes preocuparte muy poco de los bienes del mundo, ¿qué vas a hacer de esos cuarenta camellos con su carga, que tan indiferente me reclamas como precio de tus indicaciones?" Y lejos de escandalizarse por mis palabras o de enfadarse, como yo esperaba, el derviche me contestó con voz pausada: `Babá-Abdalah, estás en lo cierto al decir que debo ser hombre que se preocupa muy poco de los bienes de este mundo. Así, no es por mí por quien reclamo la parte que me corresponde en un reparto equitativo, sino para distribuirla por el mundo a todos los pobres y a todos los desheredados. En cuanto a lo que tú llamas injusticia, piensa, ya Babá-Abdalah, que con cien veces menos de lo que te he dado serías ya el más rico de los habitantes de Bagdad. Y olvidas que nada me obligaba a hablarte de ese tesoro, y que hubiera podido guardar para mí solo el secreto. ¡Desecha, pues, la avidez y conténtate con lo que Alah te ha dado, sin tratar de contravenir nuestro acuerdo!"
Entonces, aunque convencido de la mala calidad de mis pretensiones y seguro de mi falta de derecho, cambié la cuestión de aspecto y de forma y contesté: "¡Oh derviche! me has convencido de mis errores. Pero permíteme que te recuerde que eres un excelente derviche que ignora el arte de conducir camellos y no sabe más que servir al Altísimo. Por lo visto, olvidas el apuro en que te verías al querer conducir a tantos camellos acostumbrados a la voz de su amo. Si quieres creerme, coge lo menos posible, sin perjuicio de volver más tarde al tesoro para cargar de nuevo con pedrerías, ya que puedes abrir y cerrar a tu antojo la entrada de la gruta. Escucha, pues, mi consejo y no expongas tu alma a sinsabores y preocupaciones a que no está acostumbrada". Y el derviche, como si no pudiese rehusarme nada, contestó: "Confieso ¡oh Babá-Abdalah! que de primera intención no había reflexionado en lo que acabas de recordarme; y heme aquí ya extremadamente inquieto por las consecuencias de ese viaje, solo con todos esos camellos. Escoge, pues, de los cuarenta camellos que me corresponden los veinte que te plazca escoger, y déjame los veinte restantes. ¡Después vete bajo la salvaguardia de Alah!"
Y yo, muy sorprendido de encontrar en el derviche tanta facilidad para dejarse persuadir, me apresuré a escoger primero los cuarenta que me correspondían del reparto y luego los otros veinte que me cedía el derviche. Y tras de darle gracias por sus buenos oficios, me despedí de él y me puse en camino para Bagdad, mientras él guiaba sus veinte camellos por el lado de Bassra.
Y he aquí que no había dado yo más que unos veinte pasos, cuando el cheitán infundió en mi corazón la envidia y la ingratitud. Y empecé a deplorar la pérdida de mis veinte camellos, y más aún las riquezas que llevaban de carga al lomo. Y me dije: "¿Por qué me arrebata mis veinte camellos ese derviche maldito, si es dueño del tesoro y puede sacar de allá cuantas riquezas quiera?" Y de repente paré mis animales y eché a correr detrás del derviche, llamándole con todas mis fuerzas y haciéndole señas para que detuviese sus animales y me esperase. Y oyó mi voz y se detuvo. Y cuando le alcancé, le dije: "¡Oh hermano mío derviche! en cuánto te he dejado he empezado a preocuparme mucho por ti, debido al interés que me tomo por tu tranquilidad. Y no he querido resolverme a separarme de ti sin hacerte considerar una vez más cuán difíciles de conducir son veinte camellos cargados, sobre todo cuando se es, como tú, ¡oh hermano mío derviche! un hombre que no está acostumbrado a este oficio y a este género de ocupación. ¡Créeme que te encontrarás mucho mejor si no te llevas más que diez camellos a lo sumo, aliviándote de los otros diez en un hombre como yo, a quien no cuesta más trabajo cuidar de ciento que de uno solo!" Y mis palabras produjeron el efecto que yo anhelaba, pues el derviche me cedió sin ninguna resistencia los diez camellos que le pedía, de modo que sólo le quedaron diez, y yo me vi dueño de setenta camellos con sus cargas, cuyo valor superaba a las riquezas de todos los reyes de la tierra reunidos.
Después de aquello parece ¡oh Emir de los Creyentes! que yo debía tener motivo para estar satisfecho. Pues bien; ni por asomo lo estaba. Y mis ojos permanecieron tan vacíos como antes, si no más, y mi avidez iba en aumento con mis adquisiciones. Y empecé a redoblar mis solicitudes, mis ruegos y mis importunidades para decidir al derviche a rematar su generosidad accediendo a cederme los diez camellos que le quedaban. Y le abracé y le besé las manos, y tanto hice, que no tuvo el valor de rehusármelos, y me anunció que me pertenecían, diciéndome: "¡Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 876ª NOCHE
Ella dijo:
"¡. .. Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor, y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino".
Y yo, ¡oh mi señor! en vez de llegar al límite de la satisfacción por haberme convertido en propietario de toda la carga de pedrerías, me sentí impulsado por la avidez de mis ojos a pedir otra cosa más. Y aquello era lo que debía ocasionar mi perdición. Me vino a las mientes, en efecto, la idea de que el bote de oro que contenía la pomada, y que el derviche había sacado de la orza preciosa antes de salir de la gruta, también tenía que pertenecerme como lo demás. Porque me decía yo: "¡Quién sabe las virtudes que podrá tener esa pomada! Y además, claro es que tengo derecho a llevarme ese bote, pues el derviche puede procurarse en la gruta otros iguales cuando le plazca". Y este pensamiento me determinó a hablarle del particular. Así es que, cuando acababa de abrazarme para despedirse de mí, le dije: "Por Alah sobre ti ¡oh hermano derviche! ¿Qué quieres hacer con este bote de pomada que te has escondido en el seno? ¿Y de qué le puede servir esa pomada a un derviche que de ordinario no utiliza pomadas ni olor de pomada ni sombra de pomada? ¡Mejor es que me des ese bote, a fin de que yo me lo lleve con lo demás como recuerdo tuyo!"
A la sazón yo esperaba que, irritado por mi insistencia, el derviche me rehusase sencillamente el bote consabido. Y estaba dispuesto a basarme en su negativa para arrebatárselo a la fuerza, pues que yo era, con mucho, el más fuerte, y en caso de que se resistiera, a dejarle en el sitio en aquel paraje desierto. Pero, en contra de mis suposiciones, el derviche me sonrió con bondad, se sacó del seno el bote, y me lo presentó graciosamente diciéndome: "¡Toma, aquí tienes el bote, ¡oh hermano Babá-AbdaJah! y ojalá satisfaga el último de tus deseos! Por otra parte, si crees que puedo hacer más por ti, no tienes más que hablar, y aquí estoy dispuesto a complacerte".
Cuando tuve el bote entre las manos, lo abrí, y mirando su contenido, dije al derviche: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano derviche! completa tus bondades diciéndome cómo se usa y qué virtudes tiene esta pomada que desconozco!" Y añadió: "Sabe, ya que lo preguntas, que esta pomada ha sido triturada por los dedos de los genn subterráneos, que han puesto en ella facultades maravillosas. En efecto, si se aplica un poco alrededor del ojo izquierdo y en el párpado, hace aparecer ante quien la ha utilizado los escondrijos donde se encuentran los tesoros de la tierra. Pero si, por desgracia, se aplica esta pomada al ojo derecho, de repente queda uno ciego de ambos ojos a la vez. Y tal es la virtud y tal es el uso de esta pomada, ¡oh hermano Babá Abdalah! ¡Uassalam!"
Y tras de hablar así, quiso de nuevo despedirse de mí. Pero le retuve por la manga, y le dije: "¡Por tu vida! hazme el último favor aplicándome tú mismo esta pomada en el ojo izquierdo, pues sabrás hacerlo mucho mejor que yo, y estoy en el límite de la impaciencia por experimentar la virtud de esta pomada de la que soy poseedor". Y el derviche no quiso hacerse rogar más, y siempre amable y tranquilo, tomó un poco de pomada con la yema del dedo y me la aplicó alrededor del ojo izquierdo y en el párpado izquierdo, diciéndome "¡Abre el ojo izquierdo y cierra el derecho!"
Y abrí el ojo izquierdo untado de pomada, ¡oh Emir de los Creyentes! y cerré el ojo derecho. Y al punto desaparecieron todas las cosas visibles a mis ojos habitualmente para dejar sitio a planos superpuestos de grutas subterráneas y marinas, de troncos de árboles gigantescos ahuecados por la base, de estancias abiertas en roca y de escondrijos de todas clases. Y todo aquello estaba lleno de tesoros de pedrerías, orfebrerías, joyeles, alhajas y dinero de todos los colores y de todas las formas. Y vi metales en sus minas, plata virgen y oro natural, piedras cristalizadas en su ganga y filones preciosos circundando la tierra. Y no cesé de mirar y de maravillarme, hasta que sentí que mi ojo derecho, que me veía obligado a tener cerrado, se fatigaba y quería abrirse. Entonces lo abrí, y al punto los objetos del paisaje que me rodeaba se pusieron por sí solos en su sitio habitual, y todos los planos, debidos al efecto de la pomada mágica, desaparecieron, alejándose.
Y asegurándome así de la verdad acerca del efecto real de aquella pomada cuando se aplicaba al ojo izquierdo, no pude por menos de abrigar dudas acerca del efecto de su aplicación al ojo derecho. Y me dije para mi fuero interno: "Entiendo que el derviche está lleno de astucia y de doblez, y ha estado conmigo tan asequible y tan afable para engañarme a la postre. Porque no es posible que la misma pomada produzca dos efectos tan contrarios en las mismas condiciones, sencillamente a causa de la diferencia de sitio". Y dije al derviche riendo: ¿'¡Eh, ualah! ¡oh padre de la astucia, creo que te ríes de mí al presente! Porque no es posible que una misma pomada produzca efectos tan opuestos uno a otro. Antes bien, me parece, pues que no la has ensayado en ti mismo, que, aplicada al ojo derecho, esta pomada tendrá la virtud de poner a mi disposición los tesoros que me ha enseñado mi ojo izquierdo. ¿Qué opinas? ¡Puedes hablar sin reticencias! Y por cierto que, me des o me quites la razón, quiero experimentar en mi propio ojo el efecto de esta pomada al lado derecho, a fin de no tener ya duda. Te ruego, pues, que me la apliques sin tardanza al ojo derecho, porque es preciso que me ponga en camino antes de ocultarse el sol".
Pero por primera vez desde que nos encontramos, el derviche tuvo un movimiento de impaciencia, y me dijo: "¡Babá-Abdalah, tu petición es irrazonable y nociva, y no puedo resolverme a hacerte mal después de haberte hecho bien! ¡No me obligues, pues, con tu obstinación a obedecerte en una cosa de la que te arrepentirás toda tu vida!" Y añadió: "Separémonos, pues, como hermanos, y que cada cual vaya por su camino". Pero yo ¡oh mi señor! no le dejé, y cada vez estaba más persuadido de que las dificultades que ponía no tenían otro objeto que impedirme tener en mi mano, perteneciéndome absolutamente, los tesoros que podía ver con mi ojo izquierdo. Y le dije: "Por Alah, ¡oh derviche! si no quieres que me separe de ti con el corazón descontento por cosa tan fútil, después de tantas de importancia como me has concedido, no tienes más que untarme el ojo derecho con esta pomada, pues yo no sabría. Y en verdad que no te dejaré más que con esta condición".
Entonces el derviche se puso muy pálido y su rostro tomó un aire de dureza que no conocía yo en él, y me dijo: "Te vuelves ciego con tus propias manos". Y tomó un poco de pomada y me la aplicó alrededor del ojo derecho y en el párpado derecho. Y ya no vi más que tinieblas con mis dos ojos, y me convertí en el ciego que ves, ¡ oh - Emir de los Creyentes!
Y al sentirme en aquel estado lamentable, volví en mí de pronto y exclamé, tendiendo los brazos al derviche: "Sálvame de la ceguera, ¡oh hermano mío!" Pero no obtuve ninguna respuesta, y se mantuvo él sordo a mis súplicas y a mis gritos, y le oí poner en marcha los camellos y alejarse, llevándose lo que había sido mi parte y mi destino. Entonces me dejé caer al suelo, y estuve sin conocimiento un largo transcurso de tiempo. Y sin duda habría muerto de dolor y de confusión en aquel sitio, si al día siguiente no me hubiese recogido y traído a Bagdad una caravana que volvía de Bassra.
Y desde entonces, tras de haber visto pasar al alcance de mi mano la fortuna y el poder, me vi reducido a este estado de mendigo por los caminos de la generosidad. Y en mi corazón entró el arrepentimiento por mi avaricia y por lo que abusé de los beneficios del Retribuidor, y para castigarme yo mismo, me impuse la penitencia de una bofetada de mano de toda persona que me diera limosna.
Y tal es mi historia, ¡oh Emir de los Creyentes! Y te la he contado sin ocultar en nada mi impiedad y la bajeza de mis sentimientos. Y heme aquí dispuesto a recibir una bofetada de mano de cada uno de los honorables circunstantes, aunque no sea ése bastante castigo.
¡Pero Alah es infinitamente misericordioso!"
Cuando el califa hubo oído esta historia del ciego, le dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! ¡Indudablemente tu crimen es un crimen grande y la avidez de tus ojos una avidez imperdonable! Pero creo que te han redimido ya tu arrepentimiento y tu humildad ante el Misericordioso. Y por eso quiero que en adelante esté asegurada tu vida por cuenta de mi tesorero, para no verte sufrir esa penitencia pública que te has impuesto. Y en consecuencia, el visir del tesoro te dará a diario diez dracmas de moneda mía para tu subsistencia. ¡Y Alah te tenga en Su misericordia!"
Y ordenó que también se entregase igual suma al maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y retuvo junto a él, para tratarlos mejor según se merecía su rango y con toda la magnificencia que acostumbraba, al joven dueño de la yegua blanca, al jeique Hassán y al jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos.
"¡Pero no creas ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazadaque esta historia es comparable de cerca ni de lejos a la de LA PRINCESA SULEIKA Y como el rey Schahriar no conocía esta historia, Schehrazada dijo:
HISTORIA DE LA PRINCESA SULEIKA
He llegado a saber ¡oh rey del tiempo! ¡oh corona de mi cabeza! que, un día entre los días, el califa Harún Al-Raschid (¡Alah le tenga en Su gracia!) salió de su palacio en compañía de su visir Giafar y de Massrur, su portaalfanje ambos disfrazados, como él mismo lo iba, de mercaderes nobles de la ciudad. Y había llegado ya con ellos al puente de piedra que une las dos riberas del Tigris, cuando en la misma entrada del puente vió, sentado en tierra sobre sus piernas encogidas, a un ciego de mucha edad que pedía limosna por Alah a los transeúntes en el camino de la generosidad. Y el califa interrumpió su paseo ante el viejo achacoso, y puso un dinar de oro en la palma de la mano que le tendía el mendigo. Y éste le detuvo bruscamente por la mano al querer el califa proseguir su camino, y le dijo: "¡Oh generoso donador! que Alah recompense con Sus más escogidas bendiciones esta acción de tu alma piadosa. Pero te suplico que, antes de marcharte, no me niegues el favor que voy a pedirte. Levanta el brazo y dame un puñetazo o una bofetada en el lóbulo de la oreja".
Y tras de hablar así, se soltó de la mano que tenía cogida, a fin de que el extranjero pudiese aplicarle la consabida bofetada. Sin embargo, por miedo a que se pasase de largo sin complacerle, tuvo cuidado de cogerle por la orla de su luengo traje.
Y al ver y oír aquello: "¡Oh tío! ¡Alah me libre de obedecer a tu mandato! Porque quien da una limosna por Alah no debe borrar su mérito maltratando al que beneficia con esa limosna. Y el maltrato al cual me mandas que te someta es una acción indigna de su creyente". Y tras de hablar así hizo un esfuerzo para que le soltará el ciego. Pero no había contado con la vigilancia del ciego, que, suponiendo el movimiento del califa, hizo por su parte un esfuerzo mucho más grande para que no se soltara. Y le dijo: "¡Oh mi generoso señor! perdóname mi importunidad y el atrevimiento de mi conducta. Y déjame implorarte aún que me des esa bofetada en el lóbulo de la oreja. De no ser así, prefiero que recojas tu limosna. Porque sólo con esa única condición puedo aceptarla sin perjurar ante Alah y contravenir al juramento que hice de cara a Quien te ve y me ve". Luego añadió: "Si supieras ¡oh mi señor! el motivo de mi juramento no vacilarías en darme la razón".
Y el califa pensó: "¡Contra la importunidad de este viejo ciego no hay recurso más que en Alah el Todopoderoso!" Y como no quería ser por mucho tiempo pasto de la curiosidad de los transeúntes, se apresuró a hacer lo que le pedía el ciego, quien, inmediatamente de recibir la bofetada, le soltó, dándole gracias y alzando las dos manos al cielo para invocar sobre su cabeza las bendiciones.
Y Al-Raschid después de aquello, se alejó con sus dos acompañantes, y dijo a Giafar: "¡Por Alah, que la historia de ese ciego debe ser una historia asombrosa, y su caso un caso muy extraño! Así, pues, vuelve adonde se halla él y dile que vas de parte del Emir de los Creyentes para ordenarle que mañana esté en palacio a la hora de la plegaria de mediodía". Y Giafar volvió junto al ciego y le comunicó la orden de su señor.
Luego fué a reunirse con el califa. Y habían dado pocos pasos, cuando divisaron en la orilla izquierda del puente, sentado casi enfrente del ciego, un segundo mendigo lisiado de ambas piernas y con la boca hendida. Y a una seña de su amo, el portaalfanje Massrur se acercó al lisiado de ambas piernas que tenía la boca hendida, y le dió la limosna que estaba escrita en su suerte aquel día. Y el hombre levantó la cabeza y se echó a reír, diciendo: "¡Ah, ualah! en toda mi vida de maestro de escuela he ganado tanto como acabo de recibir de manos de tu generosidad, ¡oh mi señor!" Y Al-Raschid, que había oído la respuesta, se encaró con Giafar, y le dijo: "¡Por vida de mi cabeza! si es un maestro de escuela y se ve reducido a mendigar por los caminos, sin duda debe ser extraña su historia. Date prisa a ordenarle que mañana esté a la puerta de mi palacio a la misma hora que el ciego".
Y se ejecutó la orden. Y continuaron su paseo.
Pero aún no habían tenido tiempo de alejarse del lisiado, cuando le oyeron invocar a grandes gritos las bendiciones sobre la cabeza de un jeique que se había acercado a él. Y miraron hacia allá para ver de qué se trataba. Y vieron que el jeique procuraba esquivarse, muy confuso por las bendiciones y alabanzas de que era objeto. Y por las palabras del lisiado comprendieron que la limosna que el jeique acababa de entregarle era más considerable todavía que la de Massrur, y que nunca la había recibido igual el pobre hombre. Y Harún manifestó a Giafar su asombro al ver que un simple particular daba una prueba de largueza mayor que la suya propia, y añadió: "Me gustaría conocer a ese jeique y profundizar en el motivo de su generosidad. Ve, pues, ¡oh Giafar! a decirle que tiene que presentarse entre mis pianos mañana por la siesta, a la misma hora que el ciego y el lisiado". Y se ejecutó la orden.
Y ya iban a proseguir su camino, cuando vieron avanzar por el puente un magnífico cortejo, como no pueden ostentarlo, por lo general, más que los reyes y los sultanes. Pero lo precedían a caballo unos heraldos que gritaban: "¡Paso a nuestro amo, el esposo de la hija del todopoderoso rey de la China y de la hija del poderoso rey del Sind y de la India!" Y a la cabeza del cortejo, en un caballo cuyo aspecto pregonaba su raza, caracoleaba un emir o quizá un hijo de rey, que tenía una apostura brillante y llena de nobleza. E inmediatamente detrás de él iban dos sais que conducían, con un ronzal de seda azul, a un camello maravillosamente enjaezado y cargado con un palanquín en que, bajo un palio de brocato rojo, estaban sentadas, una a la derecha y otra a la izquierda, las dos jóvenes princesas, esposas del jinete, con el rostro cubierto por un velo de seda anaranjada. Y cerraba el cortejo una orquesta de músicos que tocaban aires indios y chinos en sus instrumentos de formas desconocidas.
Y Harún, maravillado a la par que sorprendido, dijo a sus acompañantes: "He aquí un extranjero notable, de los que raramente vienen a mi capital. Y aunque he recibido a los reyes y a los príncipes y a los emires más imponentes de la tierra, y aunque los jefes de los descreídos de allende los mares, los del país de los francos y los de las regiones del extremo Occidente, me han enviado embajadas y diputaciones, ninguno de los que hemos visto podía compararse con éste en fausto y en belleza". Luego se encaró con su portaalfanje Massrur, y le dijo: "Date prisa ¡oh Massrur! a seguir a ese cortejo, con obieto de que veas lo que haya que ver, y vuelvas sin tardanza para informarme en palacio, teniendo antes cuidado, sin embargo, de incitar a ese noble extranjero a presentarse mañana entre mis manos a la misma hora que el ciego y el lisiado y el jeique generoso".
Y cuando Massrur se marchó para ejecutar la orden, el califa y Giafar atravesaron el puente por fin. Pero apenas habían llegado al extremo, divisaron en medio del meidán que se abría frente a ellos, y que servía para justas y torneos, una gran aglomeración de espectadores que miraban a un joven montado en una hermosa yegua blanca, a la que lanzaba a toda brida por uno y otro lado, castigándola a latigazos y espolazos sin compasión y de manera que el animal echaba espuma y sangre y le temblaban las patas y el cuerpo todo.
Al ver aquello, el califa, que era aficionado a los caballos y no podía sufrir que se les maltratara, llegó al límite de la indignación, y preguntó a los espectadores: "¿Por qué se porta de modo tan bárbaro ese joven con esa hermosa yegua dócil?" Y contestaron: "No lo sabemos, y sólo Alah lo sabe. ¡Pero todos los días a la misma hora vemos llegar al joven con su yegua, y asistimos a este espectáculo inhumano!" Y añadieron: "Al fin y al cabo, es dueño legítimo de su yegua y puede tratarla a su antojo". Y Harún se encaró con Giafar y le dijo: "Te dejo el cuidado ¡oh Giafar! de informarte por ese joven de la causa que le impulsa a maltratar de tal suerte a su yegua. Y si se niega a revelártela, le dirás quién eres y le ordenarás que se presente entre mis manos mañana por la siesta, a la misma hora que el ciego, el lisiado, el jeique generoso y el jinete extranjero".
Y dejó el meidán para regresar a palacio solo aquel día...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 861ª NOCHE
Ella dijo:
". . . Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y el califa le dejó en el meidán para regresar a palacio solo aquel día.
Y he aquí que al siguiente, después de la plegaria intermedia de mediodía, el califa entró en el diwán de audiencias, y el gran visir Giafar al punto introdujo en su presencia a los cinco personajes con quienes se habían encontrado la víspera en el puente de Bagdad, a saber: el ciego que se hacía abofetear, el maestro de escuela lisiado, el jeique generoso, el noble jinete a cuya zaga tocaban aires indios y chinos, y el joven dueño de la yegua blanca. Y cuando los cinco estuvieron prosternados ante su trono y hubieron besado la tierra entre sus manos, el califa les hizo con la cabeza seña de que se levantaran, y Giafar les colocó por orden, uno junto a otro, en la alfombra que había al pie del trono.
Entonces Al-Raschid se encaró con el joven dueño de la yegua blanca, y le dijo: "¡Oh joven que ayer te mostraste tan inhumano con la hermosa yegua blanca tan dócil que montabas! ¿puedes decirme, para que yo lo sepa, el motivo que impulsaba a tu alma a portarte de modo tan bárbaro con un animal mudo que no puede responder a las injurias con injurias y a los golpes con golpes? Y no me digas que obrabas así para guiar o para desbravar a tu yegua. Porque en mi vida he desbravado y guiado yo mismo gran número de potros y potrancas, pero nunca he tenido necesidad de maltratar, como tú lo hacías, a los animales que he enseñado. Y tampoco me digas que hostigabas así a tu yegua para divertir a los espectadores, pues no solamente no les divertía ese espectáculo inhumano, sino que les escandalizaba y a mí también me escandalizaba con ellos. Y en poco estuvo ¡por Alah! que me diese a conocer en público para castigarte como merecías y poner fin a un espectáculo tan repugnante. Habla, pues, sin mentir y sin ocultarme nada del motivo de tu conducta, porque es el único medio que te queda de escapar a mi rencor y de entrar en mi gracia. Y si tu relato me satisface y tus palabras disculpan tu conducta, dispuesto estoy incluso a perdonarte y a olvidar todo lo que de ofuscante hubiese en tu manera de obrar".
Cuando el joven dueño de la yegua blanca hubo oído las palabras del califa, se le puso la tez muy amarilla y bajó la cabeza guardando silencio, presa visiblemente de un embarazo muy grande y de una pena sin límites. Y como continuara erguido de tal suerte, sin poder llegar a pronunciar una sola palabra, mientras brotaban lágrimas de sus ojos y le caían en el pecho, el califa cambió de tono con él, y más intrigado que nunca, le dijo con voz dulce: "¡Oh joven! olvida que estás en presencia del Emir de los Creyentes y habla con toda libertad, como si estuvieras entre tus amigos, pues bien veo que tu historia debe ser una historia muy extraña y el motivo de tu conducta un motivo muy extraño. Y te juro, por los méritos de mis antecesores los Gloriosos, que no se te hará ningún mal".
Y Giafar, por su parte, se puso a hacer al joven, con la cabeza y con los ojos, señas inequívocas de estímulo que significaban claramente: "Habla con toda confianza. Y no tengas la menor inquietud".
Entonces el joven comenzó a recobrar el aliento perdido, y tras de alzar la cabeza, besó la tierra una vez más entre las manos del sultán, y dijo:
HISTORIA DEL JOVEN DUEÑO DE LA YEGUA BLANCA
"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que soy muy conocido en mi barrio, donde me llaman Sidi Nemán. Y la historia que es mi historia y que, por orden tuya, voy a contarte, constituye un misterio de la fe musulmana. Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con espíritu atento".
Y el joven se calló un instante para reunir en la memoria todos sus recuerdos, y prosiguió:
"Cuando murió mi padre, me dejó lo que Alah me había escrito para herencia. Y advertí que los beneficios de Alah sobre mi cabeza eran más numerosos y más escogidos de lo que anhelara nunca mi alma. Y además observé que de día en día yo iba siendo el hombre más rico y más considerado de mi barrio. Pero mi nueva vida, lejos de infundirme pedantería y orgullo, no hizo más que desarrollar mis acentuadas aficiones a la calma y a la soledad. Y continué viviendo soltero, felicitándome todas las mañanas de Alah por no tener preocupaciones de familia ni responsabilidades. Y me decía todas las noches: «¡Ya Sidi Nemán, cuán modesta y tranquila es tu vida! ¡Y cuán deleitosa es la soledad del celibato!»
Pero, un día entre los días, i oh mi señor! me desperté con un violento e incomprensible deseo de cambiar de vida repentinamente. Y entró en mi alma este deseo bajo la forma del matrimonio. Y en aquella hora y en aquel instante, me levanté, movido por los movimientos interiores de mi corazón, diciéndome:
"¿No te da vergüenza, ya Sidi Nemán, vivir de tal suerte, solo en esta morada, como un chacal en su guarida, sin ninguna presencia dulce al lado tuyo, sin un cuerpo de mujer fresco siempre para refrescarte los ojos y sin ningún afecto que te haga sentir que en realidad vives del soplo de tu Creador?
¿Esperas, pues, para conocer las ventajas de nuestras jóvenes a que los años te hayan vuelto impotente y bueno, cuando más, para ver sin consecuencias!"
Ante estos pensamientos tan naturales, que acudían a mi espíritu por vez primera, no vacilé ya más en seguir las incitaciones de mi alma, puesto que el alma nos es cara y todos sus anhelos merecen ser satisfechos.
Pero como yo no conocía a mujeres casamenteras que pudiesen buscarme una esposa entre las hijas de los notables de mi barrio y de los mercaderes ricos del zoco, y como, por otra parte, estaba muy resuelto a casarme con conocimiento de causa, es decir, dándome cuenta por mis propios ojos de los encantos y cualidades de mi esposa, y no siguiendo la costumbre que exige no se vea el rostro de la desposada más que después de extendido el contrato y de las ceremonias matrimoniales, me decidí a elegir a mi esposa sencillamente entre las hermosas esclavas que se venden y se compran.
Así salí de mi casa inmediatamente y me dirigí al zoco de los esclavos, diciéndome: "¡Ya Sidi Nemán, excelente es tu determinación de tomar esposa entre las jóvenes esclavas en vez de buscar alianza con las muchachas notables! Porque con eso eludes muchos fastidios y trabajos, no sólo evitándote el tener a tu espalda la nueva familia de tu esposa, y en tu estómago las miradas, de continuo enemigas, de la madre de tu esposa, vieja calamitosa ciertamente, y en tus hombros la carga de los hermanos mayores y menores de tu esposa, y de los parientes viejos y jóvenes de tu esposa, y de las relaciones enfadosas y pesadas de tu tío, padre de tu esposa, sino también alejando de ti las futuras recriminaciones de la hija de notables, que no dejaría de hacerte sentir en toda ocasión que era de extracción superior a la tuya, y que para con ella no tenías más que deberes, y que le debías todos los miramientos y todas las obligaciones.
Y entonces sería cuando podrías desear tu vida de soltero y morderte los dedos hasta hacerte sangre. ¡Mientras que escogiendo por ti mismo una esposa probada con tus ojos y con tus dedos y que no tenga nada que la ate y esté sola en absoluto con su belleza, simplificas tu existencia, te evitas complicaciones y tienes todas las ventajas del matrimonio sin tener sus inconvenientes!"
Y alimentando aquella mañana estos pensamientos nuevos, ¡oh Emir de los Creyentes! llegué al zoco de esclavas para escoger una esposa agradable con quien vivir entre dulzuras de todas clases, amor mutuo y bendiciones. Porque como por naturaleza estaba yo capacitado para el afecto, anhelaba con todas mis fuerzas encontrar en la joven de mi agrado las cualidades de alma y cuerpo que me permitieran consagrar a ella las reservas acumuladas de una ternura de la que todavía no había consagrado la menor partícula a ningún otro ser viviente.
Aquel era precisamente día de mercado, y un arribo reciente había traído a Bagdad hacía poco muchachas jóvenes de Circasia, de Jonia, de Arabia, del país de los Rums, de la ribera anadoliana, de Serendib, de la India y de la China.
Cuando llegué al centro del mercado, los corredores y los subastadores ya habían dispuesto allí los diversos lotes separadamente para evitar los desórdenes que hubiese ocasionado la mezcla de aquellas razas distintas. Y en cada uno de aquellos lotes se ponía bien de relieve a cada joven, de modo que se la pudiese examinar en todos sentidos y que cada trato se ultimase a sabiendas y sin engaños.
Y el Destino quiso -¡nadie podría escapar a su destino!- que mis primeros pasos se encaminasen por sí mismos hacia el grupo de las jóvenes llegadas de las Islas del extremo Norte.
Además, aunque mis pasos no se hubiesen encaminado por sí mismos hacia aquel lado, hacia aquél habrían mirado mis ojos inmediatamente. Porque aquel grupo se distinguía, entre los grupos más sombríos que estaban próximos a él, por su claridad y por una cascada de pesadas cabelleras, amarillas como el oro, que ondulaban sobre cuerpos de una blancura de plata virgen. Y las jóvenes que en pie integraban aquel grupo se parecían todas de manera extraña, como las hermanas se asemejan a sus hermanas cuando son del mismo padre y de la misma madre.
Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 862ª NOCHE
Ella dijo:
... Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca.
Y yo, que en mi vida ¡oh mi señor! había tenido ocasión de ver jóvenes de una belleza tan extraña, estaba maravillado y sentía que se me salía el pecho del alma en pos de aquel espectáculo emocionante. Y al cabo de una hora de tiempo, sin poder llegar a fijar mi elección en alguna de ellas, que todas eran igualmente hermosas, cogí de la mano a la que me parecía que era la más joven y en seguida la adquirí sin regatear ni escatimar. Porque la circundaban por entero las gracias, y era como la plata en la mina y como la almendra mondada, clara y pálida hasta el exceso, con su vellón de seda amarilla, con inmensos ojos mágicos, azules, bajo sombrías pestañas curvadas como las hojas de las cimitarras y velando una mirada de dulzura marina. Y a su vista me acordé de esos versos del poeta:
¡Oh tú, cuya preciosa tez está matizada de ámbar como la tez de la rosa china, y cuya boca con su contenido es una manzanilla purpúrea que floreciera sobre dos sartas de granizos!
¡Oh poseedora de dos ojos de ágata sombreados por pétalos de jacinto y más rasgados que los de una antigua faraona!
¡Oh espléndida! ¡Si te comparase a las más bellas de nuestras amadas me equivocaría, pues eres bella sin comparación!
¡Pues aunque sólo tuvieras el grano de belleza que se aloja en el 'hoyuelo amable de la comisura de tus labios, harías que los humanos titubearan en la locura!
¡Aunque sólo tuvieras esas piernas esbeltas que se yerguen mirándose en el espejo de tus pies desnudos, superarían ellas a los juncos que se miran en el agua!
¡Aunque sólo tuvieras ese talle dócil al ritmo de tus esplendores, darías envidia a las ramas tiernas del árbol ban!
¡Y aunque sólo tuvieras ése tu porte, más magnífico que el de un navío sobre el mar cuando lo tripulan piratas, martirizarías con tus pupilas a los corazones todos!
Y cogí, pues, de la mano a la joven, ¡oh mi señor! y tras de proteger con mi manto su desnudez, me la llevé a mi morada. Y me complació con su dulzura, su silencio y su modestia. Y comprendí hasta qué punto me atraía su belleza exótica, su palidez, sus cabellos amarillos como el oro en fusión y sus ojos azules, siempre bajos, que eludían siempre los míos por timidez, sin duda alguna. Y como ella no hablaba nuestra lengua y yo no hablaba la suya, evité fatigarla con preguntas que quedarían sin respuestas. Y di gracias al Donador, que había conducido a mi morada una mujer cuya contemplación ya por sí sola constituía un encanto.
Pero la misma noche de su entrada en la casa no dejé de notar en ella cosas singulares. Porque en cuanto cayó la noche, sus ojos azules sé hicieron más sombríos, y su mirada, anegada en dulzura durante el día, se tornó chispeante, como animada de un fuego interior. Y la poseyó una especie de exaltación que se traducía en sus facciones por una palidez mayor aún y por ligero temblor de los labios. Y de cuando en cuando miraba hacia la puerta, como si deseara tomar el aire. Pero como la hora nocturna no era favorable al paseo, y además ya era tiempo de tomar nuestra cena, me senté y la hice sentarse a mi lado.
Y mientras esperábamos a que nos sirvieran la comida, quise aprovechar la oportunidad para hacerle comprender hasta qué punto su llegada era una bendición para mí y los tiernos sentimientos que germinaban en mi corazón al verla. Y la acaricié dulcemente, y traté de mimarla y de domesticar su alma extranjera. Y la cogí la mano dulcemente y me la llevé a los labios y al corazón. Y pasé ligeramente mis dedos por la seda incitante de su cabellera, con tanto cuidado como si tocara una antiquísima tela pronta a abrirse al menor contacto. Y ya no olvidaré ¡oh mi señor! lo que hube de experimentar a aquel contacto. En vez de sentir la tibieza de los cabellos vivos, fué como si las crines amarillas de sus trenzas se hubiesen extraído de algún metal helado, o como si mi mano, al acariciar aquel vellón, rozara seda empapada en nieve derretida. Y a la sazón no dudé de que su cabellera estuviese desde un principio tejida por entero con hilillos de filigrana de oro.
Y pensé con mi alma en la omnipotencia infinita del Dueño de las criaturas, que en nuestros climas hace don a nuestras jóvenes de sus cabelleras negras y cálidas como el ala de la noche, y corona la frente de las claras hijas del Norte con esa corona de llama congelada.
Y ¡oh mi señor! no pude por menos de emocionarme con una emoción mezcla de asombro a la par que de delicias al saberme esposo de una criatura tan rara y tan diferente a las mujeres de nuestros climas. Y hasta tuve la percepción de que ella no era de mi sangre ni de nuestra extracción común. Y en poco estuvo que no le atribuyera de pronto dones sobrenaturales y virtudes desconocidas. Y la miré con admiración y asombro.
Pero en seguida entraron los esclavos llevando a la cabeza las bandejas cargadas de manjares, que colocaron ante nosotros. Y observé que, no bien vió aquellos manjares, se acentuaba el azoramiento de mi esposa, y que por sus mejillas de raso mate pasaban alternativas de rubor y de palidez, en tanto que se dilataban sus ojos, fijos en los objetos sin verlos.
Y atribuyendo todo aquello a su timidez y a su ignorancia de nuestras costumbres, quise animarla a probar los manjares servidos, y empecé por un plato de arroz cocido con manteca, del que me puse a comer utilizando para ello los dedos, como hacemos generalmente. Pero aquello, en lugar de abrir el apetito en el alma de mi esposa, debió ocasionarle, a no dudar, un sentimiento parecido a la repulsión, si no a la náusea. Y lejos de seguir mi ejemplo, volvió ella la cabeza y miró en torno suyo como buscando algo. Después, tras de un largo rato de vacilación, como viera que mi mirada le suplicaba que tocase a los manjares, se sacó del seno un estuchito tallado en un hueso de niño, y extrajo de él un finísimo tallo de grama, semejante a esos menudos tallos que utilizamos de limpia-oídos. Y cogió delicadamente con dos dedos aquel tallito puntiagudo y se puso a pinchar con él lentamente el arroz y a llevárselo a los labios más lentamente todavía y grano a grano. Y entre cada dos de sus minúsculos bocados dejaba transcurrir un largo intervalo de tiempo. De modo que ya había acabado yo mi comida cuando ella aún no habría tomado de aquella manera más de una docena de granos de arroz. Y eso fué cuanto quiso comer aquella noche. Y me pareció adivinar, por un gesto vago, que estaba harta. Y no quise aumentar su azoramiento ni enfadarla insistiendo para que tomase algún otro alimento.
Y aquello no hizo más que afirmarme en la creencia de que mi esposa extranjera era un ser diferente a los habitantes de nuestros países. Y pensaba para mi fuero interno: "¿Cómo no ha de ser distinta a las mujeres de aquí esta joven que, para alimentarse, sólo necesita la pitanza que un pajarito? Y si así es en cuanto a las necesidades de su cuerpo, ¿qué será en cuanto a las necesidades de su alma?" Y resolví consagrarme por completo a tratar de adivinar su alma, que me parecía impenetrable.
Y procurando darme a mí mismo una explicación plausible de su manera de obrar, me imaginé que no tendría ella costumbre de comer con hombres, menos aún con un marido, ante quien tal vez la habrían enseñado a que se contuviera. Y me dije: "¡Sí, eso es! Ha llevado la continencia demasiado lejos porque es sencilla e inocente. ¡0 acaso haya cenado ya! 0 bien si no lo ha hecho todavía, se reserva para comer sola y con libertad".
Y al punto me levanté y la cogí de la mano con precauciones infinitas, y la conduje a la estancia que le había hecho preparar. Y allí la dejé sola, a fin de que quedase libré de obrar a su antojo. Y me retiré discretamente.
Y por miedo a molestarla o a parecerle importuno, no quise entrar aquella noche en el aposento de mi esposa, como, por lo general, hacen los hombres en la noche nupcial, sino que, al contrario, pensé que con mi discreción me atraería la gracia de mi esposa y así le demostraría que los hombres de nuestros países están lejos de resultar brutales y desprovistos de cortesía y saben, cuando es preciso, aparecer delicados y reservados. No obstante, ¡oh Emir de los Creyentes! por tu vida te juro que aquella noche no me faltó el deseo de penetrar en mi clara esposa, la joven hija de hombres del Norte, que era dulce a mi vista y que había sabido encantar mi corazón con su gracia extraña y el misterio que la envolvía. Pero era mi placer demasiado precioso para comprometerme precipitando los acontecimientos, y sólo ganancias podría reportarme el preparar el terreno y dejar que el fruto perdiera su acidez y llegara a plena madurez con la lozanía conveniente. Sin embargo, pasé aquella noche presa del insomnio, pensando en la belleza rubia de la joven extranjera que perfumaba mi morada, y cuyo cuerpo lustral me parecía sabroso como el albaricoque cogido bajo el rocío, y aterciopelado como él, y como él deseable...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 863ª NOCHE
Ella dijo:
...pensando en la belleza rubia de la joven extranjera que perfumaba mi morada, y cuyo cuerpo lustral me parecía sabroso como el albaricoque cogido bajo el rocío, y aterciopelado como él y como él deseable.
Y al día siguiente, cuando nos reunimos para comer, la acogí con semblante sonriente e inclinándome ante ella, como había visto hacer en otras ocasiones a los emires de Occidente llegados aquí o enviados de parte del rey de los francos. Y la hice sentarse a mi lado ante las bandejas de manjares, entre los cuales había, como la víspera, un plato de arroz cocido con manteca y cuyos granos estaban sueltos, maravillosamente condimentados y perfumados con manteca. Pero mi esposa se condujo exactamente igual que la víspera, sin tocar más que al plato de arroz, con exclusión de todos los demás manjares y pinchando lentamente los granos uno a uno con el limpiaoídos para llevárselos a la boca.
Y yo, aún más sorprendido que la víspera por aquella manera de comer, pensé: "¡Por Alah! ¿dónde ha podido aprender a comer el arroz de esta manera? Acaso con su familia, en su país. ¿0 tal vez lo hace así porque come muy poco? ¿O es que quiere contar los granos de arroz, a fin de no comer una vez más que otra? Pero si se conduce así por espíritu de economía y para enseñarme a no ser pródigo, por Alah que se equivoca, pues nada tenemos que temer por ese lado, y no será eso lo que pueda arruinarnos un día. Porque, gracias al Retribuidor, tenemos para vivir con gran desahogo y sin privarnos de lo necesario ni de lo superfluo.
Pero, hubiera o no comprendido mis pensamientos y mi perplejidad, mi esposa no dejó de comer de aquella manera incomprensible. Y como si hubiera querido apenarme más todavía, pinchó los granos de arroz más de tarde en tarde, y acabó por limpiar el tallito puntiagudo sin decirme una sola palabra ni mirarme, guardándolo en su estuche de hueso. Y aquello fué todo lo que la vi hacer aquella mañana. Y he aquí que, por la noche, al cenar, ocurrió exactamente lo mismo, así como al día siguiente y cuantas veces nos pusimos ante el mantel extendido para comer juntos.
Cuando me di cuenta de que no era posible que una mujer viviese con tan poco alimento como la veía tomar, ya no dudé de que tras ello hubiese algún misterio más extraño todavía que la existencia de mi esposa. Y aquello me hizo tomar el partido de aguardar aún, abrigando la esperanza de que con el tiempo se acostumbraría ella a vivir conmigo, como anhelaba mi alma. Pero no tardé en advertir que era vana mi esperanza y que, costase lo que costase, tenía que decidirme a dar con la explicación de aquella manera de vivir tan distinta a la nuestra. Y he aquí que se presentó la ocasión por sí misma cuando yo menos la esperaba.
En efecto, al cabo de quince días de paciencia y de discreción por mi parte, resolví intentar una visita por primera vez a la cámara nupcial. Y una noche en que yo creía que mi esposa dormía hacía largo rato, me dirigí muy sigilosamente al aposento que ocupaba ella en el lado opuesto al mío, y llegué a la puerta de su cuarto, apagando mis pasos por temor a turbar su sueño. Porque no quería despertarla muy bruscamente, a fin de poder contemplarla a mi sabor dormida, figurándomela, con sus párpados cerrados y sus largas pestañas curvadas, tan hermosa como las huríes del cielo.
Y he aquí que, cuando llegué a la puerta, oí dentro los pasos de mi esposa. Y como yo no podía comprender qué propósito la retenía aún despierta a hora tan avanzada de la noche, me indujo la curiosidad a esconderme detrás de la cortina de la puerta para ver qué ocurría. Y en seguida se abrió la puerta, y mi esposa apareció en el umbral vestida con sus trajes de calle y deslizándose por las baldosas de mármol sin hacer el menor ruido. Y la miré al pasar ella por delante de mí en la oscuridad, y asombrado se me congeló la sangre en el corazón. En medio de las tinieblas, su faz entera aparecía iluminada por los dos tizones de sus ojos, semejantes a los ojos de los tigres, que se dice que arden en la oscuridad e iluminan el camino del exterminio y la matanza. Y se parecía a esas figuras medrosas que en sueños nos envían los genn malhechores cuando quieren hacernos prever las catástrofes que traman contra nosotros. ¡Hasta ella me parecía una gennia de la especie más cruel, con su cara pálida, sus ojos incendiarios y sus cabellos amarillos, que se erizaban de un modo terrible en su cabeza! Y yo ¡oh mi señor! sentí que se me encajaban y se me rompían las mandíbulas, y que se me secaba la saliva en la boca, que me quedaba sin aliento. Por otra parte, aunque hubiese podido moverme, me habría guardado mucho de hacer el menor acto de presencia detrás de aquella cortina, en aquel sitio que no me correspondía.
Esperé, pues, a que ella se alejase para salir de mi escondrijo, recobrando el aliento perdido. Y me dirigí a la ventana que daba al patio de la casa, y miré a través de la celosía. Y pude ver que abría ella la puerta de la calle y salía, hollando apenas el suelo con sus pies desnudos. Y la dejé alejarse un poco, y corrí a la puerta que había dejado ella entreabierta y la seguí de lejos, llevando mis sandalias en la mano. Y afuera todo estaba iluminado por el cuarto menguante de la luna, y el cielo entero se desplegaba sublime, como todas las noches, con sus luces titilantes. Y a pesar de mi emoción, elevé mi alma hacia el Dueño de las criaturas y dije mentalmente: "¡Oh Señor, Dios de exaltación y de verdad! ¡sé testigo de que he obrado con discreción y honradez respecto de mi esposa, esa hija de extranjeros, aunque desconozco todo lo referente a ella, que acaso pertenezca a una raza descreída que ofenda Tu faz, Señor! Y ahora no sé qué va a hacer esta noche bajo la claridad propicia de Tu cielo. Pero que ni de cerca ni de lejos aparezca yo como cómplice de sus acciones. Porque de antemano las repruebo si son contrarias a Tu ley y a la enseñanza de Tu Enviado (¡con El la paz y la plegaria!)"
Y tras de calmar así mis escrúpulos, no vacilé más en seguir a mi esposa adonde fuese.
Y he aquí que atravesó ella todas las calles de la ciudad, caminando con notable seguridad, como si hubiese nacido entre nosotros y se hubiese criado en nuestros barrios. Y yo la seguía de lejos al revolar de su cabellera, que huía siniestramente detrás de ella en la noche. Y llegó ella a las últimas casas, traspuso las puertas de la ciudad y penetró en los campos deshabitados que desde hace centenares de años sirven de morada a los muertos. Y dejó atrás el primer cementerio, cuyas tumbas eran excesivamente antiguas, y se apresuró a entrar en el que se seguía enterrando a diario. Y yo pensaba: "Seguramente tiene aquí muerta una amiga o una hermana de las que con ella vinieron de países extranjeros. Y quiere cumplir sus deberes cerca de ella durante la noche, en medio de la soledad y del silencio". Pero de pronto recordé su aspecto terrible y sus ojos inflamados, y de nuevo se me agolpó la sangre en el corazón.
Y he aquí que surgió de entre las tumbas una forma cuya especie no podía yo adivinar aún y que salió al encuentro de mi esposa. Y por el horror de su fisonomía y por su cabeza de hiena carnicera, reconocí una ghula en aquella forma sepulcral.
Y caí en tierra detrás de una tumba, porque me flaquearon las piernas. Y merced a aquella circunstancia, a pesar de la sorpresa espantosa que me embargaba, pude ver a la ghula, que no me veía, aproximarse a mi esposa y cogerla de la mano para llevarla al borde de una fosa. Y se sentaron ambas, una frente a otra, al borde de aquella fosa. Y la ghula se inclinó hasta el suelo y se incorporó sosteniendo en sus manos un objeto redondo, que entregó en silencio a mi esposa. Y en aquel objeto reconocí un cráneo humano recientemente separado de un cuerpo sin vida. Y mi esposa, lanzando un grito de bestia feroz, clavó con fruición sus dientes en aquella carne muerta y se puso a roerla de un modo horroroso.
Al ver aquello, ¡oh mi señor! sentí que el cielo se desplomaba con todo su peso sobre mi cabeza. Y en mi espanto, debí lanzar un grito de horror que traicionó mi presencia. Porque de improviso vi a mi esposa de pie sobre la tumba que me cobijaba. Y mirábame con los ojos del tigre hambriento cuando va a caer sobre su presa. Y ya no dudé de mi perdición irremisible. Y antes de que yo tuviese tiempo de hacer el menor movimiento para defenderme o para pronunciar una fórmula invocadora que me precaviera contra los maleficios; la vi extender el brazo por encima de mí y gritar ciertas sílabas en una lengua desconocida que tenía acentos semejantes a los rugidos que se oyen en los desiertos.
Apenas hubo ella vomitado aquellas sílabas diabólicas, de repente me vi metamorfoseado en perro ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 864ª NOCHE
Ella dijo:
. . . Y apenas hubo ella vomitado aquellas sílabas diabólicas, de repente me vi metamorfoseado en perro. Y mi esposa se precipitó sobre mí, seguida de la espantable ghula. Y tan violentamente la emprendieron ambas conmigo a puntapiés, que no sé cómo no me quedé muerto en el sitio. Sin embargo, el peligro extremado en que me encontraba y el apego a la vida me dieron fuerza y valor para saltar sobre mis cuatro patas y ponerme en fuga con el rabo entre las piernas, perseguido con igual furor por mi esposa y por la ghula. Y sólo cuando me arrojaron muy lejos del cementerio fué cuando cesaron de maltratarme y de correr detrás de mí, que ladraba de dolor lamentablemente y me caía cada diez pasos. Y las vi volverse al cementerio. Y me apresuré a franquear las puertas de la ciudad, como un perro perdido y desgraciado.
Y al día siguiente, tras de una noche pasada dando tumbos por la ciudad y evitando los mordiscos de los perros de barrio, que me perseguían como a intruso, se me ocurrió la idea de refugiarme en cualquier parte para escapar a sus ataques crueles. Y me metí con viveza en la primera tienda abierta a aquella hora temprana. Y fui a esconderme en un rincón para sustraerme a su vista.
Aquella tienda era de un vendedor de cabezas y patas de carnero. Y el tendero me protegió en un principio contra mis agresores, que querían penetrar en persecución mía hasta el interior de la tienda. Y consiguió echarlos y alejarlos; pero fué para volver a mi lado con el propósito evidente de espantarme. Y vi, en efecto, que no podía contar con el asilo y la protección que esperaba. Porque aquel tripicallero era una de esas personas escrupulosas hasta más no poder y supersticiosamente fanáticas, que tienen a los perros por animales inmundos y no encuentran bastante agua ni jabón para lavar su ropa cuando, por casualidad, les roza un perro al pasar junto a ellos. Se acercó, pues, a mí, y me conminó con el gesto y con la voz a que me marchara de su tienda cuanto antes. Pero yo hice la rosca, gimoteando con aullidos lamentables y mirándole a los pies con ojos implorantes. Entonces, un tanto apiadado, soltó el bastón con que me amenazaba, y como aspiraba a desembarazar a todo trance de mi presencia su tienda, cogió uno de los admirables pedazos olorosos de patas cocidas, y sosteniéndolo en la punta de los dedos de modo que yo lo viera bien, salió a la calle. Y atraído por el tufillo de aquel buen bocado, ¡oh mi señor! me levanté de mi rincón y seguí al tripicallero, quien me arrojó el pedazo en cuanto me vió fuera de su tienda, y se volvió a su casa. Y no bien hube devorado aquella carne excelente, quise volver a toda prisa a mi rincón. Pero no había contado con el vendedor de cabezas, quien, previendo mi impulso, permanecía en el umbral, inconmovible, con el terrible bastón de nudos en la mano. Y hube de mirarle en actitud suplicante, meneando la cola para indicarle que imploraba de él me otorgase el favor de aquel refugio. Pero se mantuvo inflexible, y hasta empezó a enarbolar su bastón, gritándome con voz que no me dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones: "Vete ¡oh proxeneta!"
Entonces, muy humillado y temiendo, además, los ataques de los perros del barrio, que ya empezaban a caer sobre mí !desde todos los puntos del zoco, eché a correr y alcancé a toda prisa la tienda abierta de un panadero, que estaba muy próxima a la del tripicallero.
Y he aquí que, a primera vista, aquel panadero me pareció, muy al contrario del vendedor de cabezas de carnero, devorado por los escrúpulos y dominado por las supersticiones, un hombre alegre y de buen augurio. Y lo era, en efecto. Y en el momento en que yo llegué delante de su tienda estaba él sentado en su estera tomando el desayuno. Y aunque yo no le había dado ninguna prueba de mis ganas de comer, su alma compasiva le indujo en seguida a arrojarme un trozo grande de pan empapado en salsa de tomate, diciéndome con cariñosa voz: "¡Toma, ¡oh pobre! come a tu gusto!" Pero yo, lejos de abalanzarme con avidez y glotonería sobre el bien de Alah, como hacen, por lo general, los demás perros, miré al generoso panadero haciéndole una seña con la cabeza y meneando la cola para patentizarle mi gratitud. Y debió conmoverle mi cortesía y verlo con agrado, porque le vi sonreírme con bondad. Y aunque no me torturaba el hambre y no tenía gana de comer, no dejé de coger con los dientes el trozo de pan, únicamente por complacerle, y me lo comí con bastante lentitud para darle a entender que lo hacía por consideración a él y en honor suyo. Y él lo comprendió todo, y me llamó y me hizo seña de que me sentara junto a su tienda. Y me senté, dejando oír pequeños gruñidos de placer y mirando a la calle para indicarle que por el momento no le pedía otra cosa que su protección. Y gracias a Alah, que le había dotado de inteligencia, comprendió todas mis intenciones, y me hizo caricias que me animaron y me dieron confianza: osé, pues, introducirme en su casa. Pero fui bastante hábil para darle a entender que sólo lo haría con su permiso. Y lejos de oponerse a mi entrada, se mostró, por el contrario, lleno de afabilidad y me indicó un sitio donde podría instalarme sin incomodarle. Y tomé posesión de aquel sitio, que desde entonces conservé todo el tiempo que viví en la casa.
Y a partir de aquel momento mi amo sintió por mí una gran afección y me trató con benevolencia extremada. Y no podía almorzar; ni comer, ni cenar sin tenerme a su lado y darme una ración más que suficiente. Y por mi parte yo le demostraba toda la fidelidad y toda la abnegación de que puede ser capaz la mejor alma perruna. Y a causa del agradecimiento que sentía por sus cuidados, tenía los ojos fijos constantemente en él y no le dejaba dar un paso en la casa o por la calle sin ir detrás de el fielmente, tanto más cuanto que hube de notar que mi atención le gustaba, y que si por casualidad se disponía a salir sin que yo, por algún indicio, me hubiese dado cuenta de antemano, no dejaba de llamarme familiarmente, silbándome. Y al punto me lanzaba yo a la calle desde mi sitio; y saltaba y me deshacía en cabriolas, dando mil vueltas en un instante y haciendo mil idas y venidas a la puerta. Y no cesaba en tales alborozos hasta que salía él a la calle. Y entonces le acompañaba por donde fuera, siguiéndole o corriendo delante de él y mirándole de cuando en cuando para demostrarle mi alegría y mi contento.
Hacía ya algún tiempo que estaba yo en casa de mi amo el panadero, cuando un día entre los días entró en la tienda una mujer que compró un panecillo que acababa de salir muy hueco del horno.
Tras de pagar a mi amo, la mujer cogió el pan y se dirigió a la puerta. Pero mi amo, que advirtió que era falsa la moneda que acababa de tomar, llamó a la mujer y le dijo: "¡Oh tía, que Alah alargue tu vida! ¡pero si no te enfada, prefiero otra moneda a ésta! Y al mismo tiempo mi amo le tendió la moneda consabida. Pero la mujer, que era una vieja empedernida, se negó con muchas protestas a tomar su moneda, pretendiendo que era buena, y diciendo: "¡Además, no soy yo quien la ha fabricado, y las monedas no se pueden escoger como las sandías y los cohombros!" Y mi amo no quedó ni por asomo convencido con los argumentos sin consistencia de aquella vieja, y le dijo con voz tranquila y no sin cierto desdén: "Tu moneda es tan visiblemente falsa, que hasta este perro mío que aquí ves, y que sólo es un animal mudo sin discernimiento, no se equivocaría al verla". Y sencillamente, con objeto de humillar a aquella calamitosa, y sin creer ni por pienso en el buen resultado del acto que iba a llevar a cabo, me gritó, llamándome por mi nombre: "¡Bakht! ¡Bakht! ¡ven! ¡ven aquí!" Y al oír su voz, acudí a él, meneando la cola. Y al punto cogió él el cajon de madera donde guardaba su dinero y lo volcó en el suelo, esparciendo ante mí todas las monedas que contenía.
Y me dijo: "¡Aquí! ¡aquí! ¿Ves todo este dinero? ¡Mira bien todas estas monedas! ¡Y dime si no hay entre ellas una moneda falsa!" Y yo examiné atentamente todas las monedas, una tras otra, empujándola ligeramente con la pata, y no tardé en caer sobre la moneda falsa. Y la dejé a un lado, separándola del montón y poniendo encima la pata para hacer comprender a mi amo que había dado con ella. Y le miré, dando pequeños chillidos y meneándome mucho.
Al ver aquello, mi amo, que estaba lejos de esperar semejante prueba de perspicacia en un animal de mi especie, llegó al límite extremo de la sorpresa y de la maravilla, y exclamó: "¡Alah es el más grande! ¡Y sólo en Alah está la omnipotencia!" Y la vieja, sin poder negar ya lo que sus propios ojos habían visto, y espantada además de lo que presenciaba, se apresuró a recoger su moneda falsa y a dar en cambio una buena. Y salió a toda prisa, enredándose en la cola de su traje.
En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 865ª NOCHE
Ella dijo:
. . . En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco. Y les contó, con admiración, lo que había pasado, no sin exagerar mi mérito, que ya de por sí era bastante asombroso.
Al oír aquel relato de mi amo todos los presentes se hicieron lenguas de mi inteligencia, diciendo que jamás habían visto un perro tan maravilloso. Y para comprobar por sí mismos las palabras de mi amo, no porque sospechasen de su buena fe, sino sólo con el fin de alabarme más, quisieron poner a prueba mi sagacidad. Y fueron a buscar todas las monedas falsas que tenían en sus casas, y me las enseñaron juntas con otras de buena ley. Y al ver aquello, pensé: "¡Ya Alah! ¡asombra el número de monedas falsas que hay en casa de toda esta gente!"
Sin embargo, como no quería con mi retraimiento que se ennegreciera el rostro de mi amo en presencia de sus vecinos, examiné con atención todas las monedas que me pusieron delante de los ojos. Y no se presentó ni una sola falsa sobre la cual no pusiese yo la pata y la separase de las demás.
Y mi fama cundió por todos los zocos de la ciudad, y llegó hasta los harenes merced a la locuacidad de la esposa de mi amo. Y desde por la mañana hasta por la noche asaltaba la panadería una muchedumbre de curiosos que querían experimentar mi habilidad para distinguir la moneda falsa. Y toda la jornada estaba yo ocupado en complacer así a los clientes, más numerosos de día en día, que iban a casa de mi amo desde los barrios más apartados de la ciudad. Y de tal suerte, mi reputación procuró a mi amo más ganancias que las de todos los panaderos de la ciudad reunidos. Y no cesaba mi amo de bendecir mi llegada, que había sido para él tan preciosa como un tesoro. Y su fortuna, debida a sus sentimientos caritativos, hubo de apenar al vendedor de cabezas de carnero, que se mordía los dedos de rabia. Y devorado por la envidia, no dejó de prepararme emboscadas para llevarme con él unas veces, y otras para darme disgustos, excitando contra mí, en cuanto yo salía, a todos los perros del barrio. Pero yo no tenía nada que temer; pues, por una parte, estaba bien guardado por mi amo y por otra, estaba bien defendido por los tenderos, admirados de mi habilidad.
Y hacía ya algún tiempo que vivía yo de aquel modo, rodeado de la consideración general; y hubiera estado verdaderamente contento de mi vida, si no asaltase de continuo mi memoria el recuerdo de mi antiguo estado de criatura humana. Y lo que sobre todo me hacía sufrir no era el ser un perro entre los perros, sino el verme privado del uso de la palabra y el estar reducido a expresarme con la mirada solamente y con las patas o con gritos inarticulados. Y a veces, cuando me acordaba de la terrible noche del cementerio, se me erizaban los pelos del lomo y me estremecía.
Un día entre los días, una vieja de aspecto respetable fué, como todo el mundo, a comprar pan a la panadería, atraída por mi reputación. Y como todo el mundo, cuando cogió el pan y tuvo que pagar, no dejó de tirarme algunas monedas entre las cuales había puesto a propósito, para hacer la experiencia, una moneda falsa. Y al punto separé de las demás la moneda de mala ley y puse la pata encima, mirando a la vieja, como para invitarla a comprobar si había acertado. Y cogió ella la moneda, diciendo: "¡Has acertado! ¡es la falsa!" Y me miró con gran admiración, pagó a mi amo el pan que había comprado, y al marcharse me hizo una seña imperceptible que significaba claramente: "¡Sígueme!"
Y he aquí, ¡oh Emir de los Creyentes! que adiviné que aquella mujer se interesaba por mí de un modo muy particular, pues la atención con que me había examinado era muy distinta de la manera cómo me miraban los demás. Sin embargo, como medida de prudencia, la dejé marcharse, contentándome con mirarla solamente. Pero después de dar algunos pasos, se volvió ella hacia mí, y al ver que yo no hacía más que mirarla sin moverme de mi sitio, me hizo otra seña más apremiante que la primera. Entonces, impulsado por una curiosidad más fuerte que mi prudencia, aprovechándome de que mi amo estaba a lo último de la tienda ocupado en cocer pan, salté a la calle y seguí a aquella señora. Y eché a andar detrás de ella, parándome de cuando en cuando, vacilante y meneando la cola. Pero, animado por ella, acabé por sobreponerme a mi inquietud y llegué con ella a su casa.
Y abrió ella la puerta de la casa, entró la primera y me invitó con voz muy dulce a hacer lo propio, diciéndome: "¡Entra, entra, ¡oh pobre! que no te arrepentirás!" Y entré detrás de ella.
Entonces, después de cerrar la puerta, me llevó a los aposentos interiores y abrió una estancia, en la que me introdujo. Y vi sentada en un diván a una joven como la luna, que bordaba. Y aquella joven, al verme, se tapó inmediatamente con el velo; y la señora vieja le dijo: "¡Oh hija mía! te traigo al famoso perro del panadero, el mismo que tan bien sabe diferenciar las monedas buenas de las monedas falsas.
Y ya sabes las dudas que te participé desde que corrió el primer rumor acerca del particular. Y hoy he ido a comprar pan en casa de su amo el panadero y he sido testigo de la verdad de los hechos; y me hice seguir por este perro tan raro que maravilla a Bagdad. ¡Dime, pues, tu opinión, ¡oh hija mía! a fin de que sepa si me he equivocado en mis conjeturas!" Y al punto contestó la joven: "¡Por Alah ¡oh madre! que no te equivocaste! Y en seguida voy a probártelo".
Y la joven se levantó en aquella hora y en aquel instante, cogió un tazón de cobre rojo lleno de agua, murmuró sobre él ciertas palabras que no entendí, y rociándome con algunas gotas de aquella agua, dijo: "¡Si naciste perro, sigue siendo perro; pero si naciste ser humano, sacúdete y recobra tu forma primitiva en virtud de esta agua!" Y al instante me sacudí. Y se rompió el encanto, y perdí la forma de perro para convertirme en hombre, que era mi estado natural.
Entonces, conmovido de agradecimiento, me eché a los pies de mi libertadora para darle gracias por tan gran beneficio; y besé la orla de su traje; y le dije: "¡Oh joven bendita! Alah te premie con Sus mejores dones el beneficio sin igual de que te soy deudor y con el que no has vacilado en favorecer a un hombre que no conoces, que es extraño en tu casa. ¿Cómo encontraré palabras para darte gracias y bendecirte como mereces? Sabe, al menos, que no me pertenezco ya que me has comprado por un precio que excede en mucho a mi valor. Y a fin de que conozcas con exactitud al esclavo que ahora es de tu propiedad y posesión, voy a contarte mi historia en pocas palabras para no pesar sobre tus oídos ni fatigar tu entendimiento".
Y entonces le dije quién era y cómo, siendo soltero, me decidé súbitamente a tomar mujer y a escogerla, no entre las hijas de los notables de Bagdad, nuestra ciudad, sino entre las esclavas extranjeras que se venden y se compran. Y mientras mi libertadora y su madre me escuchaban con atención, les conté también cómo me había seducido la extraña belleza de la joven del Norte, y mi matrimonio con ella, y mi complacencia y mis miramientos para su persona, y mi proceder delicado, y mi paciencia al soportar sus maneras extraordinarias.
Y les hice el relato del espantoso descubrimiento nocturno, y de todo lo consiguiente, desde el principio hasta el fin, sin ocultarles un detalle.
Cuando mi libertadora y su madre oyeron mi relato, llegaron al límite de la indignación contra mi esposa, la joven del Norte. Y la madre de mi libertadora me dijo: "¡Oh hijo mío! ¡qué conducta tan extraña ha sido tu conducta! ¿Cómo ha podido inclinarse tu alma hacia una hija de extranjeros, cuando nuestra ciudad es tan rica en jóvenes de todos los colores, y cuando tan escogidos y tan numerosos son los beneficios de Alah sobre las cabezas de nuestras jóvenes?
Ciertamente, tendrías que estar hechizado para haber elegido de ese modo sin discernimiento y haber confiado tu destino en las manos de una persona que se diferenciaba de ti en la sangre, en la raza, en la lengua y en el origen. Y bien veo que todo ha sido instigación del Cheitán, del Maligno, del Lapidado. ¡Pero demos gracias a Alah, que, por mediación de mi hija, te ha librado de la maldad de la extranjera y te ha devuelto tu anterior forma de ser humano!" Y tras de besarle las manos, contesté: "¡Oh madre mía bendita! me arrepiento, ante Alah y ante tu faz venerable, de mi acción desconsiderada. Y no anhelo otra cosa que entrar en tu familia como he entrado en tu misericordia. Así, pues si quieres aceptarme por esposo legítimo de tu hija la del alma noble, no tienes más que pronunciar la palabra de conformidad". Y contestó ella: "¡Por mi parte, no veo inconveniente en ello! ¿Pero qué te parece a ti, hija mía? ¿Te conviene este excelente joven que Alah ha puesto en nuestro camino?" Y mi joven libertadora contestó: "Sí, por Alah, me conviene, ¡oh madre mía! Pero no es eso todo. Es preciso primero que para en adelante le pongamos al abrigo de las asechanzas y de la maldad de su antigua esposa. ¡Porque no es suficiente haber roto el encanto por el cual le había excluido ella de la sociedad de los seres humanos, y tenemos que reducirla para siempre a la imposibilidad de hacerle daño!"
Y tras de hablar así, salió de la habitación en que estábamos, volviendo al cabo de un instante con un frasco entre los dedos. Y me entregó aquel frasco, que estaba lleno de agua, y me dijo: "Sidi Nemán, mis libros antiguos, que acabo de consultar, me afirman que la perversa extranjera no está en tu casa a la hora de ahora y tardará en volver. Y también me afirman que la taimada finge, ante tus servidores, que siente gran inquietud por tu ausencia. Apresúrate, pues, mientras ella está fuera, a volver a tu casa con el frasco que acabo de poner entre tus manos, y a esperarla en el patio, de modo que cuando vuelva se encuentre bruscamente cara a cara contigo. Y presa del asombro que le acometerá al verte de nuevo sin esperar, volvera la espalda para emprender la fuga. Y al punto la rociarás con el agua de este frasco, gritándole: "¡Abandona tu forma humana, y conviértete en yegua!" Y ella en seguida se tornará yegua entre las yeguas. Y saltarás a su lomo, y la cogerás por la crin, y sin hacer caso de su resistencia, harás que la pongan en la boca un bocado doble a toda prueba. Y para castigarla como se merece, la emprenderás con ella a latigazos hasta que el cansancio te obligue a interrumpirte. Y todos los días de Alah le harás sufrir un trato análogo. Y de tal suerte será como la domines. Sin lo cual, su maldad acabará por sobreponerse. Y te hará padecer".
Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté con el oído y la obediencia, y me apresuré a ir a mi casa para esperar la llegada de mi antigua esposa, situándome disimuladamente de modo que la viese venir desde lejos y pudiese presentarme cara a cara de ella con brusquedad. Y he aquí que no tardó en mostrarse. Y a pesar de la emoción que me embargó a su vista y a la vista de su belleza conmovedora, no dejé de hacer aquello para lo cual había ido. Y logré a satisfacción convertirla en yegua.
Y desde entonces, tras de unirme por los lazos lícitos con mi libertadora, que era de mi sangre y de mi raza, no dejé de hacer sufrir a la yegua que viste en el meidán ¡oh Emir de los Creyentes! el trato cruel, sin duda alguna, que ha herido tu vista, pero que tiene justificación en la perniciosa maldad de la extranjera.
¡Y ésta es mi historia!"
Cuando el califa hubo oído este relato de Sidi Nemán, se asombró mucho en su alma, y dijo al joven: "Ciertamente, tu historia es singular, y resulta merecido el trato que haces sufrir a esta yegua blanca. Sin embargo, me gustaría verte interceder con tu esposa para que consintiese en buscar el modo de no castigarla a diario con tanto rigor, aunque conservando a esa yegua con su forma de yegua.
¡Pero si la cosa no es posible, Alah es el más grande!"
Y tras de hablar así, Al-Raschid se encaró con el segundo personaje,que era el hermoso jinete que cuando se le encontró iba a la cabeza del cortejo en un caballo que con su aspecto pregonaba su raza, aquel jinete que caracoleaba como un emir o un hijo de rey y cuyo cortejo seguían un palanquín en que iban sentadas dos princesas jóvenes y unos músicos que tocaban aires indios y chinos, y le dijo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 866ª NOCHE
La pequeña Doniazada exclamó: "¡Oh hermana mía! ¡por favor, apresúrate a decirnos qué pasó cuando el califa se hubo encarado con el joven jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos!"
Y contestó Schehrazada: "¡De todo corazón amistoso!"
Y continuó de esta manera:
"...Cuando el califa se encaró con el hermoso jinete que estaba de pie entre sus manos, y a quien había encontrado caracoleando sobre un caballo que con su aspecto pregonaba su raza, le dijo: "¡Oh joven! por la cara me has parecido un noble extranjero, y para facilitarte el acceso a mi palacio te he hecho venir a mi presencia a fin de que nuestro oído y nuestra vista se regocijen contigo. Así, pues, si tienes alguna cosa que pedirnos, o alguna cosa admirable que contarnos, no te detengas más". Y después de besar la tierra entre las manos del calífa, el joven se inclinó y contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! el motivo de mi llegada a Bagdad no es una embajada o comisión, como tampoco una simple curiosidad, sino sencillamente el deseo de volver a ver el país en que nací y donde he de vivir hasta mi muerte. ¡Pero tan asombrosa es mi historia, que no vacilo en contársela a nuestro dueño el Emir de los Creyentes!"
HISTORIA DEL JINETE DETRAS DEL CUAL
TOCABAN AIRES INDIOS Y CHINOS
Has de saber ¡oh mi señor y corona de nuestra cabeza! que por mi antiguo oficio, que también fué el oficio de mi padre y del padre de mi padre, era yo un leñador y el más pobre entre los leñadores de Bagdad. Y era mucha mi miseria, y a diario estaba agravada por la presencia, en mi casa, de la hija de mi tío, mi propia esposa, mujer de mal carácter, avara, pendenciera, dotada de ojos vacíos y de espíritu mezquino. Además, no servía para nada absolutamente, y la escoba de nuestra cocina se hubiera podido comparar con ella en ternura y en flexibilidad. Y como era más tenaz que una mosca borriquera y más escandalosa que una gallina asustada, había yo decidido, tras de muchas disputas y sinsabores, no dirigirle la palabra nunca y ejecutar, sin discutir, todos sus caprichos, con objeto de tener alguna tranquilidad a mi regreso del trabajo fatigoso de la jornada. Con lo cual, cuando el Donador retribuía mis desvelos con algunos dracmas de plata, la maldita no dejaba de acudir a apoderarse de ellos en cuanto franqueaba yo el umbral. Y así es como transcurría mi vida, ¡ oh Emir de los Creyentes!
Un día entre los días, teniendo necesidad de comprarme una cuerda para atar los haces, pues la que poseía estaba toda deshilachada, me decidí, a pesar del mucho terror que me inspiraba la idea de dirigir la palabra a mi esposa, a participarle la necesidad que tenía de comprar aquella cuerda nueva. Y apenas salieron de mi boca las palabras "comprar" y "cuerda", ¡oh Emir de los Creyentes! creí que sobre mi cabeza se abrían todas las puertas de las tempestades. Y aquello fué una tormenta desencadenada de injurias y de recriminaciones que no es preciso repetir en presencia de nuestro amo. Y puso fin al altercato, diciéndome: "¡Ah, el peor de los tunantes y de los malos sujetos! Sin duda sólo me reclamas ese dinero para ir a gastártelo con las pelandruscas de Bagdad. Pero estate tranquilo, porque vigilo tu conducta ojo avizor. Y si realmente reclamas para una cuerda ese dinero, saldré contigo a fin de que la compres en mi presencia. ¡Y además, no saldrás de casa sin mí en lo sucesivo!"
Y así diciendo, me arrastró airadamente al zoco, y ella misma pagó al mercader la cuerda que
me era necesaria para ganarme el pan. Pero Alah sabe a costa de cuántos regateos y miradas atravesadas, dirigidas alternativamente a mí y al asustado mercader, se ultimó aquella accidentada compra.
Pero ¡oh mi señor! aquello no era más que el principio de mi infortunio de aquel día. Porque, al salir del zoco, como quisiera yo despedirme de mi esposa para ir a mi trabajo, me dijo ella: "¿Cómo, cómo se entiende? ¡Yo voy contigo, y no te dejo!" Y sin más ni más, saltó al lomo de mi asno, y añadió: "En adelante, con objeto de vigilar tu trabajo, te acompañaré a la montaña donde aseguras que pasas el día".
Y al escuchar semejante noticia, ¡oh mi señor! vi ennegrecerse ante mí el mundo entero, y comprendí que ya no me quedaba más remedio que morir. Y me dije: "¡He aquí ¡oh pobre! que la calamitosa no va ya a dejarte en paz! Antes, al menos, tenías alguna tranquilidad cuando estabas solo en la selva. ¡Pero ahora se terminó aquello! ¡Muere en tu miseria y en tu desesperación! ¡No hay recurso ni poder más que en Alah el Misericordioso! ¡De El venimos y a El volveremos!" Y una vez que hube llegado a la selva, resolví echarme de bruces y dejarme morir de muerte negra.
Y así pensando, sin contestar una palabra, eché a andar detrás del asno que llevaba a cuestas el peso que gravitaba sobre mi alma y sobre mi vida.
Y he aquí que, de camino, el alma del hombre, que le es cara a la vida, me sugirió, a fin de evitar la muerte, un proyecto en el cual no había pensado hasta entonces. Y no dejé de ponerlo en ejecución al punto.
En efecto, no bien llegamos al pie de la montaña y mi esposa se apeó del asno, le dije: "Escucha, ¡oh mujer! ¡ya que no es posible ocultarte nada, voy a declararte que la cuerda que acabamos de comprar no la tenía yo destinada a atar mis haces, sino que debía servir para enriquecernos por siempre!" Y estando mi esposa bajo la impresión en que habíala sumido esta declaración inesperada, la conduje hacia el brocal de un pozo antiguo, seco desde hacía años, y le dije: "¿Ves este pozo? ¡Pues bien; contiene nuestro destino! Y voy a cogerlo con la cuerda". Y como la hija del tío estuviese más perpleja cada vez, añadí: "¡Sí, por Alah! hace mucho tiempo que he tenido la revelación de un tesoro oculto en este pozo y que está escrito en mi destino. ¡Y hoy es el día en que tengo que bajar a buscarlo! ¡Y por eso me decidí a rogarte que me compraras esa cuerda!"
Apenas hube pronunciado las palabras del tesoro y de bajar al pozo, realizóse plenamente lo que yo había previsto. Porque mi esposa exclamó: "¡No, por Alah! ¡yo soy quien bajará ahí dentro! Porque tú nunca sabrías abrir el tesoro y apoderarte de él. Y además, no tengo confianza en tu honradez". Y al punto se quitó su velo, y me dijo: "Vamos, date prisa a atarme con esa cuerda y a hacerme bajar a ese pozo".
Y yo, ¡oh mi señor! después de poner algunas dificultades, nada más que por fórmula, y ganarme algunas injurias por mi vacilación, suspiré: "Hágase la voluntad de Alah y tu voluntad, ¡oh hija de hombres de bien!" Y la até fuertemente con la cuerda, pasándosela por debajo de los brazos, y la dejé escurrirse a lo largo del pozo. Y cuando sentí que había llegado al fondo, lo solté todo, tirando la cuerda al fondo del pozo. Y lancé un suspiro de satisfacción como no se había exhalado de mi pecho desde que salí del seno de mi madre. Y grité a la calamitosa: "¡Oh hija de hombres de bien! ¡ten la amabilidad de permanecer ahí hasta que yo venga a sacarte!"
Y sin escuchar su respuesta, me volví tranquilamente a mi trabajo, y me puse a hacer haces cantando, cosa que no me había ocurrido desde mucho tiempo atrás.
Y poseído de felicidad, creí que me habían crecido alas, pues me sentía ligero como los pájaros.
Libre así de la causa de mis tribulaciones, por fin pude gustar el sabor de la tranquilidad y de la paz. Pero, al cabo de dos días, pensé para mi ánima: "Ya Ahmad, la ley de Alah y de Su enviado (¡con El la plegaria y las bendiciones!) no permite a la criatura quitar la vida a otra criatura hecha a su imagen. Y al abandonar en el fondo del pozo a la hija de tu tío, le expones a morir de inanición. Claro que una criatura semejante merece el peor de los tratos. Pero no cargues tu conciencia con su muerte y sácala del fondo del pozo. ¡Y además, quién sabe si esa lección la habrá corregido para siempre su mal carácter!"
Y sin poder resistir a este aviso de mi conciencia, me dirigí al pozo, y grité a la hija de mi tío, echándola otra cuerda: "Vamos, date prisa a atarte, que ya te saco. Espero que esta lección te habrá corregido". Y cuando sentí que cogían la cuerda en el fondo del pozo esperé un momento para dar tiempo a mi esposa a que se atara con ella fuertemente. Tras de lo cual, sintiendo que imprimía sacudidas a la cuerda para significarme que ya estaba dispuesta, la izé a duras penas, de tan pesado como era el peso que había al extremo de la cuerda. Y cuál no sería mi espanto ¡oh Emir de los Creyentes! al ver atado a aquella cuerda, en lugar de la hija de mi tío, un genni gigante de aspecto poco tranquilizador.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 867ª NOCHE
Ella dijo:
. . Y cuál no sería mi espanto ¡ oh Emir de los Creyentes! al ver atado a aquella cuerda, en lugar de la hija de mi tío, un genni gigante de aspecto poco tranquilizador, que, en cuanto hubo tocado tierra, se inclinó ante mí y me dijo: "¡Cuántas gracias tengo que darte, ya Sidi Ahmad, por el servicio que acabas de hacerme! Has de saber, en efecto, que me cuento en el número de los genn que no tienen la facultad de volar por los aires y sólo pueden arrastrarse por la tierra, por más que de esta manera sea grande su velocidad y les permita andar tan de prisa como los genn aéreos. Y he aquí que desde hace años yo, genni terrestre, había elegido este pozo antiguo para hacer de él mi morada. Y acá vivía muy en paz, cuando, hace dos días, bajó a mi mansión la peor mujer del Universo. No ha cesado de atormentarme desde que me tocó por compañera, y durante todo este tiempo me ha obligado a maniobrar con ella sin descanso, a mí, que hace años que vivía en el celibato y había perdido la costumbre de la copulación. ¡Ya Alah, cuán agradecido te estoy por haberme librado de esa calamitosa! ¡Ah! ciertamente, un servicio tan importante no quedará sin recompensa, porque ha caído en el alma de quien sabe su valor. He aquí, pues, lo que puedo y quiero hacer por ti".
Y se interrumpió un momento para tomar aliento, en tanto que yo, tranquilizado por sus buenas intenciones para conmigo, pensaba: "¡Por Àlah! esa mujer es cosa tan espantosa, que ha conseguido asustar a los mismos genn y a los más gigantescos de entre los genn. ¿Cómo pude resistir tanto tiempo su malicia y su maldad?" Y lleno de conmiseración para mí mismo y para mi compañero de infortunio, le escuché entonces, prosiguiendo él de este modo: "Sí, ya Sidi Ahmad; de leñador que eres, voy a hacer de ti un igual de los reyes más poderosos. Y he aquí cómo. Sé que el sultán de la India tiene una hija única, que es una adolescente como la luna en su décimo cuarto día. Y es púber precisamente, con catorce años y cuarto de edad y virgen como la perla en su nácar. Y quiero hacer que te la dé en matrimonio su padre el sultán de la India, que la quiere más que a su propia vida. Y para realizar este proyecto, voy a ir a buen paso, lo más de prisa que pueda, al palacio del sultán, en la India, y entraré en el cuerpo de la joven princesa y tomaré posesión de su espíritu momentáneamente. Y de tal suerte, convertida en posesa, parecerá loca a cuantos la rodean, y su padre, el sultán, procurará que la curen los médicos más hábiles de la India. Pero ninguno podrá adivinar la verdadera causa del mal, que será mi presencia en el cuerpo de la joven; y todos los cuidados que con ella tengan fracasarán bajo mi aliento y por mi voluntad. Y entonces te presentarás tú, y serás quien cure a la princesa. ¡Y voy a indicarte los medios para ello!" Y tras de hablar así, el genni se sacó del pecho algunas hojas de un árbol desconocido, las cuales me entregó, añadiendo: "Una vez que se te haya introducido a presencia de la princesa enferma, la examinarás como si ignorases completamente su mal, tomarás actitudes cabizbajas y pensativas para imponer con ellas a tu alrededor, y acabarás por coger una de estas hojas que empaparás en agua y con la cual frotarás el rostro de la joven. Y al punto me veré forzado a salir de su cuerpo, y en aquella hora y en aquel instante recobrará ella la razón y tornará a su estado prístino. Y en vista de ello, como recompensa a la curación verificada, serás esposo de la joven, hija del rey.
Ésta es, ya Sidi Ahmad, la manera como quiero corresponder al servicio capital que me has hecho librándome de esa mujer aterradora que ha venido a hacerme imposible la estancia en mi pozo, el tranquilo paraje donde esperaba yo que transcurriesen mis días en el retraimiento. ¡Y Alah maldiga a la calamitosa!"
Y tras de hablar así, el genni se despidió de mí, apremiándome para que me pusiese en camino hacia el país de la India; me deseó buen viaje y desapareció a mis ojos, corriendo por la superficie de la tierra como un navío empujado por la tempestad.
Entonces, ¡oh mi señor! al saber que en la India me esperaba mi destino, no vacilé en seguir las instrucciones del genni y en ponerme al punto en camino para aquel país lejano. Y Alah me escribió la seguridad, y después de un largo viaje lleno de fatigas, de privaciones y de peligros que no hay ninguna utilidad en narrar a nuestro amo, llegué sin contratiempo al país de la India, donde reinaba el sultán padre de mi futura esposa la princesa.
Y llegado de tal suerte al término de mi viaje, me enteré de que, en efecto, hacía ya algún tiempo que habíase declarado la locura de la princesa, la cual tenía sumidos en la mayor consternación a la corte y a todo el país, y que, después de haber empleado en vano la ciencia de los médicos más hábiles, el sultán había prometido en matrimonio la princesa al que la curara.
Entonces yo, ¡Oh Emir de los Creyentes! seguro de las instrucciones que me había dado el genni y sin ninguna inquietud respecto al éxito, me presenté a la audiencia que una vez al día concedía el sultán a los que querían ensayar una cura para el espíritu de la princesa. Y entré con toda confianza en el aposento donde estaba encerrada la joven, y no dejé de poner en práctica la lección del genni, adoptando todo género de actitudes importantes para que se me tomase completamente en serio. Luego, una vez que impuse a cuantos me rodeaban, y sin hacer ninguna pregunta acerca del estado de la enferma, mojé una de las hojas que poseía y froté con ella el rostro de la princesa.
Y al instante, la joven fué presa de convulsiones, lanzó un grito estridente y cayó desvanecida. Era que el genni, con la impetuosidad de su salida del cuerpo de la joven, había producido aquel estado que hubiera podido asustar a cualquier otro que no fuese yo. Pero, lejos de mostrarme alarmado, rocié con agua de rosas el rostro de la joven y la hice volver en sí. Y se despertó en su cabal razón, y se puso a hablar a todo el mundo con cordura, dulzura y aplomo, reconociendo a quienes la rodeaban y llamando por su nombre a cada cual.
Y fué inmenso el júbilo en palacio y en toda la ciudad. Y el sultán de la India, en agradecimiento al servicio prestado, no renegó de su promesa, y me concedió a su hija. Y aquel mismo día se celebraron nuestras bodas con la mayor pompa, en medio del regocijo y la felicidad de todo el pueblo.
En cuanto a la segunda princesa, a quien viste sentada en el lado izquierdo del palanquín, ¡oh Emir de los Creyentes! he aquí lo que pasó.
Cuando el genni gigante hubo abandonado el cuerpo de la princesa de la India, en virtud del pacto concertado entre nosotros, torturó su espíritu para saber adónde iría a habitar en lo sucesivo, pues que ya no tenía albergue y el pozo seguía ocupado por la calamitosa hija de mi tío. Por otra parte, durante su estancia en el cuerpo de la joven, había acabado por tomarle el gusto a aquella especie de retiro, y se había prometido, a su salida de allí, ir a escoger el cuerpo de otra joven. Tras de reflexionar, pues, un instante, hizo su composición de lugar, y a toda velocidad se dirigió al reino de la China como un gran navío ahuyentado por la tempestad.
Y no encontró nada mejor que ir a alojarse en el cuerpo de la hija del sultán de la China, una joven princesa de catorce años y cuarto y virgen como la perla en su nácar. Y de repente, la princesa se entregó a una serie de contorsiones y movimientos desordenados y a un desbordamiento de palabras incoherentes que hicieron creer en su locura. Y por más que el desdichado sultán de la China llamó a presencia de su hija a los más hábiles médicos chinos, no consiguió que su hija volviera a su estado anterior. Y con su palacio y su reino, quedó sumido en la desolación y la desesperación, pues la princesa era su única hija y era tan amable como encantadora y hermosa. Pero al fin Alah se apiadó de él, e hizo llegar hasta sus oídos el rumor de la curación maravillosa, merced a mis cuidados, de la princesa india que había llegado a ser mi esposa. Y al punto envió un embajador al padre de mi esposa para que me rogara que fuese a curar a su hija, la princesa de la China, prometiéndomela en matrimono, caso de éxito.
Entonces fui en busca de mi joven esposa, hija del sultán de la India, y la puse al corriente de la demanda y de la proposición que se me hacía. Y logré convencerla de que podía muy bien aceptar por hermana a la princesa de la China que me ofrecían por esposa en caso de curación. Y partí para la China.
Pero ¡oh Emir de los Creyentes! todo lo que acabo de contarte acerca de la posesión de la princesa china por el genni sólo hube de saberlo al llegar a la China, y de los propios labios del genni en cuestión. Porque hasta entonces yo no conocía con exactitud la naturaleza del mal que sufría la princesa china, y suponía que mis hojas llegarían a curar cualquier dolencia. Por eso hube de partir lleno de confianza, sin sospechar que era mi antiguo amigo, el genni gigante, quien había causado el daño eligiendo para domicilio el cuerpo de la hija del sultán.
Así es que, una vez que entré en el aposento de la princesa china, adonde había pedido que me dejaran solo con la enferma, fué extremado mi asombro al reconocer la voz de mi amigo el genni gigante, que me decía por boca de la princesa: "¡Cómo! ¿eres tú, ya Sidi-Ahmad? ¿Eres tú, a quien he colmado de beneficios, quien viene a echarme de la morada que he escogido para mi vejez? ¿No te da vergüenza corresponder al bien con el mal? ¿Y no temes que, si me fuerzas a salir de aquí, vaya yo derecho a las Indias para entregarme, durante tu ausencia, a diversas copulaciones extremadas con la persona de tu esposa india, y la mate luego?"
Y como no era poco lo que me asustaba aquella amenaza, se aprovechó de ello para contarme su historia a partir del día en que había salido del cuerpo de mi esposa india, y por mi bien me abjuró
a que le dejara vivir tranquilamente en el nuevo alojamiento que había escogido.
Entonces, yo, muy perplejo, y sin querer caer en falta de gratitud con aquel excelente genni que, en suma, había sido el causante de mi fortuna, ya iba a decidirme a volver al lado del sultán de la China para declararle que me sentía incapaz de librar, con mi ciencia, de su mal a la princesa, cuando Alah infundió en mi espírtu una estratagema. Me encaré, pues, con el genni, y le dijo: "¡Oh jefe de los genn y corona suya, oh excelente! no es para curar a la princesa de China por lo que he venido aquí, sino que hice todo este viaje para rogarte, por el contrario, que vengas en mi socorro. Sin duda te acordarás de aquella mujer con quien pasaste en el pozo algunos malos ratos. Pues bien; aquella mujer era mi esposa, la hija de mi tío. Y fui yo quien la arrojó a aquel pozo para tener paz. Y he aquí que la calamidad me persigue, porque no sé quién ha podido sacar de allí a esa hija de perro. Pero el caso es que está en libertad y me persigue los pasos. Va detrás de mí por todas partes, y ¡qué desgracia la nuestra! dentro de un instante estará aquí mismo. Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 868° NOCHE
Ella dijo:
". . . Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso!"
Cuando el genni hubo oído mis palabras, sintió que le poseía un terror indescriptible, y exclamó: "¡Mi concurso! ¡ya Alah! ¡mi concurso! ¡Que mis hermanos los genn me preserven de encontrarme nunca cara a cara con una mujer semejante! ¡Amigo Ahmad, arréglate como puedas! En cuanto a mí nada podría hacer. Y me voy al instante".
Dijo, y salió con estrépito del cuerpo de la princesa para echar a correr y devorar a su paso la distancia: parecía un navío grande ahuyentado en el mar por la tempestad.
Y la princesa china volvió a la razón. Y llegó a ser mi segunda esposa.
Y desde entonces viví con las dos jóvenes reales entre delicias de todas clases y placeres delicados.
Y a la sazón pensé, antes de ser sultán de la India o de la China y de encontrarme en la imposibilidad de viajar, en volver a ver el país en que nací como leñador, esta ciudad de Bagdad, ciudad de paz.
Y ya sabes ¡oh Emir de los Creyentes! por qué me has encontrado en el puente de Bagdad a la cabeza de mi cortejo, seguido del palanquín que llevaba a mis dos esposas, las princesas de la India y de la China, en honor de las cuales los músicos tocaban en sus instrumentos aires indios y chinos.
¡Pero Alah es más sabio!"
Cuando el califa hubo oído el relato del noble jinete, se levantó en honor suyo y le invitó a sentarse junto a él en el lecho del trono. Y le felicitó por haber sido escogido por los decretos del Todopoderoso para convertirse, de pobre leñador que era, en heredero del trono de la India y del trono de la China. Y añadió: "¡Alah selle nuestra amistad y te guarde y te conserve para dicha de tus futuros reinos!"
Tras de lo cual, Al-Raschid se encaró con el tercer personaje, que era el venerable jeique de mano generosa, y le dijo: "¡Oh jeique! te he encontrado ayer en el puente de Bagdad, y lo que he visto de tu generosidad, de tu modestia y de tu humildad ante Alah me ha incitado a tratarte más de cerca. Y estoy convencido de que las vías de que plugo al Retribuidor servirse para gratificarte con Sus dones deben ser extraordinarias. Tengo mucha curiosidad por saberlas por ti mismo, y para darme esa satisfacción, te he hecho venir. Háblame, pues, con sinceridad, a fin de que me regocije participando de tu dicha con más conocimiento. ¡Y ten la seguridad de que, digas lo que digas, de antemano estás cubierto con el pañuelo de mi protección y de mi salvaguardia!"
Y después de besar la tierra entre las manos del califa, contestó el jeique de mano generosa: "¡Oh Emir de los Creyentes! te haré el relato fiel de lo que merece ser contado en mi vida. ¡Y si mi historia es asombrosa, más asombrosos todavía son el poderío y la munificencia del Dueño del Universo!"
Y contó su historia como sigue:
HISTORIA DEL JEIQUE DE MANO GENEROSA
"Has de saber ¡oh mi señor y señor de todo beneficio! que toda mi vida ejercí el oficio de pobre cordelero, trabajando en el cáñamo, como antes que yo habían trabajado mi padre y mis antepasados. Y lo que ganaba con mi oficio apenas bastaba para alimentarnos a mí, a mi esposa y a mis hijos. Pero, exento de capacidades para ejercer otra profesión, me contentaba, sin renegar demasiado, con lo poco que nos deparaba el Retribuidor, y sólo atribuía mi miseria a mi falta de maña y a la pesadez de mi espíritu. Y en eso no me equivocaba; debo declararlo con toda humildad ante el Dueño de la inteligencia. Pero ¡oh mi señor! la inteligencia no ha sido nunca patrimonio de los cordeleros que trabajan en cáñamo y su sitio predilecto no iba a estar debajo del turbante de un cordelero que trabajara en cáñamo. Por eso, al fin y al cabo, no me quedaba más que comer el pan de Alah sin emitir aspiraciones más irrealizables que pasar de un salto la cumbre de la montaña Kaf.
Un día entre los días, estando yo sentado en mi tienda con una cuerda de cáñamo sujeta al dedo gordo del pie y acabando de confeccionarla, vi acercarse dos ricos habitantes de mi barrio que tenían costumbre de ir a sentarse delante de mi tienda, para charlar de unas cosas y de otras, tomando el aire de la tarde. Y aquellos dos notables de mi barrio estaban unidos por la amistad, y les gustaba discutir entre sí, tan pronto sobre una cosa como sobre otra, desgranando su rosario de ámbar. Pero jamás, en la animación de sus charlas, habían llegado a pronunciar una palabra más alta que otra ni a salirse de la cortesía que los amigos deben tener con los amigos en las relaciones de la vida. Bien al contrario, cuando uno hablaba el otro escuchaba, y viceversa. Con lo cual sus discursos eran siempre sensatos, y yo mismo, no obstante mi poca inteligencia, solía sacar provecho de tan buenas palabras.
Y aquel día, una vez que me hicieron la zalema y yo se la devolví como es debido, fueron a su sitio habitual delante de mi tienda y continuaron una charla que ya habían iniciado, en su paseo. Y uno de ellos que se llamaba Si Saad, dijo a otro, que se llamaba Si Saadi: "¡Oh amigo mío Saadi! no es por contradecirte; pero, por Alah, un hombre no puede ser dichoso en este mundo más que teniendo bienes y grandes riquezas para vivir con toda independencia. Y por otra, parte, los pobres no son pobres más que porque han nacido en la pobreza, transmitida de padres a hijos, o porque, nacidos con riquezas, las han perdido a causa de la prodigalidad, de la relajación, de algún mal negocio o sencillamente por una de esas fatalidades contra las cuales es impotente la criatura. De todos modos, ¡oh Saadi! mi opinión es que los pobres sólo son pobres porque no pueden llegar a acumular una cantidad de dinero lo bastante importante para permitirles enriquecerse definitivamente con algún negocio comercial emprendido a tiempo. Y entiendo que si, enriquecidos de tal suerte, hacen un uso conveniente de su riqueza, no solamente serán ricos, sino que llegarán a ser más opulentos por el tiempo".
A lo cual respondió Si Saadi, diciendo: "¡Oh amigo mío Saad! no es por contradecirte; pero por Alah que estoy contrariado por no ser de tu opinión. Por lo pronto, claro que más vale, generalmente, vivir con desahogo que con pobreza. Pero la riqueza por sí misma no tiene nada que pueda tentar a un alma sin ambición. A lo más, es útil para sembrar dádivas, en torno nuestro. ¡Pero cuántos inconvenientes tiene! ¿No sabemos algo de eso por nosotros mismos, que a diario tenemos que aguantar tantos ajetreos y sinsabores? ¿Y no es, en suma, preferible a la nuestra la suerte de nuestro amigo Hassán el cordelero? Y además, ¡oh Saad! el medio que propones para que un pobre se vuelva rico no me parece tan seguro como a ti. Considera, en efecto, que ese medio es muy problemático, porque depende de una porción de circunstancias y coincidencias tan problemáticas como él mismo, y que sería demasiado prolijo discutir. Por mi parte, creo que un pobre desprovisto de todo dinero en un principio tiene, por lo menos, tantas probabilidades de hacerse rico como si poseyera algo; quiero decirte, pues, que sin un ahorro inicial puede llegar a ser inmensamente rico sin tomarse el menor trabajo, sencillamente porque tal sea su destino. Por eso entiendo que es del todo inútil hacer economías en previsión de los días. malos, pues los días malos como los buenos nos vienen de Alah, y hacemos mal en escatimar los bienes que nos depara el Retribuidor en el presente, tratando de apartar lo que nos sobre. Este exceso, ¡oh Saad! si existe, debe ir a parar a los pobres de Alah; y reservárnoslo supone falta de confianza en la generosidad del Retribuidor. En cuanto a mí, ¡oh amigo mío! no se pasa día en que no me despierte diciéndome: "¡Regocíjate, ya Si Saadi, porque quien sabe en qué consistirá hoy el beneficio que te haga tu Señor!" Y jamás ha sido defraudada mi fe en el Retribuidor. Y por eso en mi vida he trabajado ni me he preocupado nunca del mañana. Y ésta es mi opinión".
Al oír estas palabras de su amigo, el notable Si Saad contestó: "¡Oh Saadi! bien se me alcanza que por hoy sería verdaderamente inútil persistir en sostener mi opinión en contra de la tuya. Por eso, en vez de discutir sin objeto, prefiero intentar una experiencia que pueda convencerte de la excelencia de mi manera de considerar la vida. Quiero, pues, ir sin tardanza en busca de un hombre verdaderamente pobre, nacido de un padre tan miserable como él, a quien daré sin más ni más una suma importante que le sirva de ahorro inicial. Y como el hombre que escogeré tendrá que haber dado prueba de honradez, la experiencia nos probará quién de nosotros dos tiene razón, si tú, que todo lo esperas del Destino, o yo, que entiendo es preciso que cada uno edifique por sí mismo la propia casa".
Y contestó Si Saadi: "Está muy bien, ¡oh amigo mío! Y para dar con el hombre pobre y honrado de que hablas, no tenemos necesidad de ir a buscarle lejos. He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 869ª NOCHE
Ella dijo:
"... He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna!"
Y contestó Si Saad: "¡Por Alah, que dices verdad! Y sólo por olvido quise buscar fuera de aquí lo que tenemos al alcance de la mano".
Luego se encaró conmigo y me dijo: "¡Ya Hassán! sé que tienes una numerosa familia, la cual tiene a su vez bocas numerosas y dientes numerosos, y que ni uno de los cinco hijos con que te ha gratificado el Donador está todavía en edad de ayudarte a la menor cosa. Por otra parte, sé que el cáñamo sin trabajar, aunque no está demasiado caro a la cotización actual del zoco, precisa de algún dinero para comprarlo. Y para disponer de ese dinero hay que haber hecho economías. Y las economías no son posibles en un hogar como el tuyo, donde el haber es más exiguo que el debe. Así, pues, ¡ya Hassán! para ayudarte a salir de la miseria, quiero hacerte don de una suma de doscientos dinares de oro, que te servirán de fondo inicial para ampliar tu comercio cordelero. ¡Dime, pues, si con esa suma de doscientos dinares crees que podrás sacar adelante el negocio, haciendo fructificar el dinero con habilidad y sagacidad!"
Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté: "¡Oh amo mío! ¡que Alah alargue tu vida y te haga recuperar el céntuplo de lo que me ofrece tu munificencia! Y puesto que te dignas interrogarme, me atrevo a decirte que en mi tierra el grano cae en un suelo fértil, y que, sin presumir con exceso de mis aptitudes, una suma mucho menor entre mis manos bastaría, no solamente para que fuera yo tan rico como los principales cordeleros de mi profesión, sino hasta para que fuera yo solo más opulento que todos los cordeleros reunidos de esta ciudad de Bagdad, no obstante lo populosa y grande que es -siempre que Alah me favorezca-, ¡inschalah!"
Y Si Saad, muy satisfecho de mi respuesta, me dijo: "¡Me inspiras mucha confianza, ya Hassán!" Y se sacó del seno una bolsa, que puso entre mis manos, y me dijo: "Toma esta bolsa que contiene los doscientos dinares consabidos. ¡Y ojalá hagas de ellos un uso afortunado y prudente y encuentres ahí el germen de la riqueza! ¡Y ten la seguridad de que yo y mi amigo Si Saadi nos regocijaremos en extremo si un día sabemos que en la prosperidad eres más dichoso que en medio de privaciones.
Entonces, ¡oh mi señor! tomando la bolsa, llegué al límite de los transportes de alegría. Y era tal mi emoción, que me sentí incapaz de hacer decir a mi lengua las palabras de gratitud que convenía pronunciar en semejante circunstancia; y a duras penas pude inclinarme hasta tierra y coger el borde del traje de mi bienhechor, llevándomelo a los labios y a la frente. Pero él se apresuró a retirarlo con modestia y se despidió de mí. Y acompañado de su amigo Si Saadi, se levantó para continuar su interrumpido paseo.
En cuanto a mí, cuando se hubieron alejado ellos, el primer pensamiento que asaltó naturalmente mi espíritu fué buscar un sitio donde guardar bien la bolsa de doscientos dinares para que estuviera segura del todo. Y como en mi pobre casita, compuesta de una sola pieza, no había ni armario, ni olor a armario, ni cajón, ni cofre, ni nada semejante donde esconder un objeto que se tuviese que esconder, quedé extremadamente perplejo, y por un momento pensé en ir a enterrar aquel dinero en algún paraje desierto, fuera de la ciudad, mientras daba con el modo de hacerlo fructificar. Pero volví de mi acuerdo al pensar que mi mala suerte podría hacer que se descubriera mi escondite o que algún labrador me viera. Y al punto se me ocurrió la idea de que lo mejor sería ocultar la bolsa en los pliegues de mi turbante. Y en aquella hora y en aquel instante me levanté, cerré la puerta de la tienda, y desenrollé mi turbante en toda su extensión. Y empecé por sacar de la bolsa diez monedas de oro que aparté para gastarlas, y envolví el resto, con la bolsa, en los pliegues de la tela, cogiéndola por un extremo. Y anudando este extremo a la bolsa, lo junté con mi gorro y me hice de nuevo el turbante con cuatro vueltas perfectamente combinadas. Y entonces pude respirar más a mis anchas.
Acabado este trabajo, volví a abrir la puerta de mi tienda, y me apresuré a ir al zoco para aprovisionarme de cuanto tenía necesidad. Comencé por comprarme una buena cantidad de cáñamo, que llevé a mi tienda. Tras de lo cual, como hacía tiempo que no había yo visto carne en mi casa, fui a la carnicería y compré una espaldilla de cordero. Y emprendí el camino a casa para llevar a mi mujer aquella espaldilla de cordero, a fin de que nos la guisase con tomates. Y de antemano me regocijaba con el júbilo de los niños a la vista de aquel manjar suculento.
Pero ¡oh mi señor! mi presunción era demasiado notoria para que se quedase sin castigo. Porque me había yo puesto a la cabeza aquella espaldilla, y caminaba moviendo mucho los brazos, con el espíritu perdido en mis ensueños de opulencia. Y he aquí que un gavilán hambriento se abalanzó a la espaldilla de cordero, y antes de que yo pudiese alzar los brazos o hacer el menor movimiento, me la arrebató, así como el turbante con lo que contenía, y remontó el vuelo llevándose la espaldilla en el pico y el turbante en las garras.
Y al ver aquello, me puse a lanzar gritos tan desaforados, que los hombres, mujeres y niños de la vecindad se conmovieron y juntaron sus gritos a los míos para asustar al ladrón y hacerle soltar su presa. Pero en vez de producir este efecto, nuestros gritos no hicieron más que excitar al gavilán a acelerar el movimiento de sus alas. Y pronto desapareció en los aires con mi hacienda y mi suerte.
Y yo, despechado y entristecido, tuve que resignarme a comprar otro turbante, lo que ocasionó una nueva disminución en los dinares de oro que había tenido cuidado de sacar de la bolsa, y que a la sazón constituían todo mi haber. Y he aquí que, como había gastado buena parte de ello en la compra de mis provisiones de cáñamo, lo que me quedaba estaba lejos de bastar para hacerme concebir en adelante sólidas esperanzas en mi porvenir de opulencia. Pero en verdad que lo que me causó más pena y ensombreció el mundo ante mis ojos fué el pensamiento de que mi bienhechor Si Saad tuviera que arrepentirse de haber escogido tan mal al hombre a quien había confiado su dinero y el éxito de la experiencia proyectada. Y me decía yo, además, que cuando él se enterara de la funesta aventura, acaso la considerase una invención de mi parte y me abrumara con su desprecio.
De todos modos, ¡oh mi señor! mientras duraron los escasos divares que me quedaron después del robo llevado a cabo por el gavilán, no tuvimos en casa demasiados motivos de queja. Pero cuando se gastó la última moneda menuda, no tardamos en caer en la misma miseria de tiempo atrás, y me vi en igual imposibilidad de salir de mi estado. Sin embargo, me guardé bien de murmurar contra los decretos del Altísimo, y pensé: "¡Oh pobre! ¡el Retribuidor te ha dado bienes cuando menos lo esperabas, y te los ha quitado casi al mismo tiempo, porque así le plugo, y suyos eran esos bienes! ¡Resígnate ante Sus Decretos, y sométete a Su voluntad!"
Y mientras a mí me agitaban estos sentimientos, estaba de lo más inconsolable mi mujer, a quien yo no había podido por menos de participar la pérdida que sufrí y de dónde me llegaba. Y para colmo de infortunio, como en mi turbación también se me había escapado decir a mis vecinos que con mi turbante perdía el valor de ciento noventa dinares de oro, mis vecinos, para quienes era conocida mi pobreza desde hacía mucho tiempo, se rieron de mis palabras con sus hijos, persuadidos de que la pérdida de mi turbante me había vuelto loco.
Y las mujeres decían a mi paso, riendo: "¡Ahí va el que dejó echar a volar su razón con su turbante!"
¡Eso fué todo!
Y he aquí ¡oh Emir de los Creyentes! que haría unos diez meses que el gavilán me había ocasionado aquella desgracia, cuando los dos señores amigos Si Saad y Si Saadi pensaron ir a pedirme cuentas del uso que había hecho yo de la bolsa de doscientos dinares. Y mientras se dirigían a mí, Si Saad decía a Si Saadi: "¡Ya hace días que pensaba en nuestro amigo Hassán, complaciéndome mucho en la satisfacción que voy a tener al hacerte testigo de nuestra experiencia! Vas a notar en él un cambio tan grande, que nos costará trabajo reconocerle".
Y como ya estaban muy próximos a la tienda, Si Saadi contestó sonriendo "Me parece, por Alah, ¡oh amigo mío Saad! que te comes el cohombro antes de que esté maduro. Por lo que a mí respecta, con mis propios ojos veo yo a Hassán sentado como de ordinario, con el cáñamo sujeto al dedo gordo del pie; pero no asombra mi vista ningún cambio notable de su persona. Porque hele aquí tan pobremente vestido como antes, y la única diferencia que observo en él es que su turbante es un poco menos feo y grasiento que el que tenía hace diez meses. Además, míralo por ti mismo, y verás que lo que he dicho no tiene vuelta de hoja".
A la sazòn, Si Saad, que ya había llegado ante la tienda, me examinó y vió también que en mi estado no había alteración ni mejora en mi aspecto. Y entraron en mi casa ambos amigos, y después de las zalemas de rigor, Si Saad me dijo: "Y bien, Hassán, ¿a qué obedece esa cara demudada y ese aire compungido? ¡Por lo visto, tus negocios te dan que hacer y el cambio de vida te entristece un poco!"
Y con los ojos bajos, contesté: "¡Oh mis señores! Alah prolongue vuestra vida; pero el Destino siempre es enemigo mío y los tribulaciones del presente son peores que las del pasado. ¡En cuanto a la confianza que mi amo Si Saad ha cifrado en su esclavo, se ve defraudada, no ciertamente por culpa de su esclavo sino por culpa de la hostilidad del Destino!" Y les conté mi aventura con todos los detalles, tal como te la he contado, ¡oh Emir de los Creyentes! Pero no hay utilidad en repetirla.
Cuando hube terminado mi relato, vi que Si Saadi sonreía con malicia, mirando a Si Saad, que estaba muy abatido. Y hubo un momento de silencio, al cabo del cual me dijo Si Saad: "En verdad que el éxito no es tal como yo esperaba. Pero no voy a hacerte reproches, aunque esa historia del gavilán sea un poco extraña, y me induzca, en uso de mi derecho, a no creerla y a suponer que te has divertido, te has regalado y has estado de comilona con el dinero que te di para que de él hicieras un uso muy distinto. De todos modos, deseo intentar la experiencia contigo una vez más, y entregarte otra suma igual a la primera. ¡Porque no quiero que mi amigo Saadi se salga con la suya después de una sola tentativa por mi parte!"
Y tras de hablar así, me contó doscientos dinares, diciéndome: "Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 870ª NOCHE
Ella dijo:
".. . Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante". Y cuando ya le cogía yo las manos para llevármelas a los labios, me dejó y se fué con su amigo.
Por lo que a mí respecta, no reanudé mi trabajo cuando se marcharon, y me apresuré a cerrar la tienda y a entrar en casa, sabiendo que a aquella hora no encontraría allí a mi mujer ni a los niños. Y puse aparte diez dinares de oro de los doscientos, y envolví los otros ciento noventa en un lienzo, atándolo. Y ya sólo me quedaba dar con un lugar seguro para esconder aquel dinero. Así es que, después de haber reflexionado mucho tiempo, se me ocurrió meterlo en el fondo de una cuba llena de salvado, donde me imaginaba con razón que nadie pensaría en ir a buscarlo. Y tras de colocar otra vez la cuba en su rincón, salí mientras mi mujer entraba a preparar la comida. Y dejándola sola le dije que iba a comprar cáñamo, pero que volvería a la hora de comer. Y he aquí que mientras yo estaba en el zoco para hacer aquella compra, acertó a pasar por mi calle un vendedor de esa tierra que limpia los cabellos y de la cual se sirven las mujeres en el hammam, y se anunció con su pregón. Y mi mujer, que desde hacía mucho tiempo no se había limpiado el cabello, llamó al vendedor. Pero como no tenía dinero encima, no sabía qué hacer para pagarle, y pensó, diciéndoselo a sí misma: "Esta cuba de salvado que hace tanto tiempo que está aquí, por el momento no nos es de ninguna necesidad. Voy, pues, a dársela al vendedor a cambio de la tierra de limpiar el cabello".
Y así lo hizo.
Y tras de consentir el vendedor en este cambio, quedó ultimado el trato. Y se llevó la cuba con su contenido.
En cuanto a mí, a la hora de comer volví cargado con cuanto cáñamo podía llevar a cuestas, y lo
puse en el sobradillo que a este efecto había dispuesto en la casa. Luego me apresuré a echar disimuladamente una ojeada a la cuba que contenía mi fortuna. Y vi lo que vi. Y pregunté con precipitación a mi mujer por qué había quitado la cuba de su sitio habitual. Y me contestó contándome tranquilamente el cambio consabido. Y con la impresión entró la muerte roja en mi alma. Y me desplomé en el suelo como un hombre atacado de vértigo. Y exclamé: "Alejado sea el Lapidado, ¡oh mujer! Acabas de cambiar mi destino, tu destino y el destino de nuestros hijos por un poco de tierra de limpiar los cabellos. ¡Esta vez estamos perdidos sin remedio!" Y en pocas palabras la puse al corriente de la cosa.
Y ella empezó a lamentarse, a golpearse el pecho, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidos con desesperación. Y exclamó: "¡Oh, qué desgracia por culpa mía! He vendido la fortuna de los niños a ese vendedor de tierra de limpiar, a quien no conozco. Es la primera vez que pasa por nuestra calle, y ya no volveré a encontrarle nunca, sobre todo ahora que habrá descubierto la bolsa."
Luego, tras de la reflexión, hubo de reprocharme mi falta de confianza en ella para un asunto de tanta importancia, diciéndome que seguramente se habría evitado aquella desgracia si yo le hubiese dado parte de mi secreto. Y sin duda sería demasiado prolijo contarte, ¡oh mi señor! pues no ignoras cuán elocuentes son las mujeres en la aflicción, todo lo que el dolor le puso entonces en la boca. Y yo no sabía qué hacer para calmarla. Le decía: "¡Oh hija del tío, modérate, por favor! ¿No ves que vas a atraer con tus gritos y tus llantos a todos los vecinos, y verdaderamente no hay necesidad de que se enteren de esta segunda desgracia, cuando no tienen ya bastante sonrisas y palabras burlonas para hacer befa de nosotros y humillarnos con lo del gavilán? Y ahora tendrían doble gusto en bromearnos por nuestra candidez.
Así que es preferible para nosotros, que ya hemos aguantado sus bromas, ocultar esta pérdida y soportarla pacientemente, sometiéndonos a los decretos del Altísimo. Todavía hemos de bendecirle por no haber querido quitarnos de Sus dones más que ciento noventa monedas, dejándonos estas diez, cuyo empleo no dejará de proporcionarnos algún desahogo." Pero, por muy buenas que fuesen
mis razones, a mi mujer le costó mucho trabajo rendirse a ellas. Y sólo conseguí consolarla poco a poco, diciéndole: "Es verdad que somos pobres. Pero, en suma, ¿qué tienen más que nosotros en la vida los ricos? ¿No respiramos el mismo aire? ¿No disfrutamos del mismo cielo y de la misma luz? ¿Y no se mueren ellos como nosotros?" Y hablando así, ¡oh mi señor! no solamente acabé por convencerla, sino por convencerme a mí mismo. Y reanudé mi trabajo, con el espíritu tan libre como si no nos hubiesen sucedido aquellas dos aflictivas aventuras.
Una sola cosa, sin embargo, continuaba apenándome: me sentía inquieto al preguntarme a mí mismo cómo iba a resistir la presencia de Si Saad, mi bienhechor, cuando fuera a pedirme cuentas del empleo de los doscientos dinares de oro. Y esta idea ennegrecía ante mi rostro el mundo y la vida.
Por fin llegó el tan temido día que me puso en presencia de ambos amigos. Y felicitándose por haber tardado tanto en ir a saber noticias mías, Si Saad debía decir sin duda a Si Saadi: "No nos apresuremos a ir en busca de Hassán el cordelero. Porque cuanto más retrasemos nuestra visita, más se habrá enriquecido, y será mayor la satisfacción que yo tenga." Y Si Saadi supongo que respondería, sonriendo: "¡Por Alah, que no deseo otra cosa que estar de acuerdo contigo! No obstante, me temo que el pobre Hassán todavía tenga que recorrer mucho camino antes de llegar al paraje donde le espera la opulencia. Pero ya hemos llegado. ¡Y él mismo ha de decirnos cómo van sus negocios!"
Y yo i oh Emir de los Creyentes! estaba tan confuso, que no tenía más que un deseo, y era el de ocultarme a su vista; y con todas mis fuerzas anhelaba que la tierra se abriese y me tragase. Así es que cuando estuvieron delante de la tienda, hice como que no les advertía, y aparenté estar muy atareado en mi trabajo de cordelero. Y sólo levanté los ojos para mirarles cuando me hicieron la zalema y me vi obligado a devolvérsela. Y para que no durasen mucho rato mi suplicio y mi azoramiento, no quise esperar a que me preguntaran, y me encaré resueltamente con Si Saad y le conté, sin tomar aliento, la segunda desgracia que me había ocurrido, es decir, el cambio que mi mujer hizo de la cuba de salvado, donde escondí la bolsa, por un poco de tierra de limpiar el cabello. Y habiéndome desahogado así un tanto, bajé los ojos, me volví a mi sitio y reanudé mi trabajo sujetando de nuevo la madeja de cáñamo al dedo gordo de mi pie izquierdo.
Y pensé: "Ya he dicho lo que tenía que decir. ¡Y Alah sólo sabe lo que sucederá!"
Pero, lejos de enfadarse conmigo o de injuriarme, motejándome de embustero y de hombre de mala fe, Si Saad supo contenerse, sin demostrar ni por asomo el despecho que sentía al ver que el Destino le quitaba la razón con tanta persistencia. Y se contentó con decirme: "Después de todo, Hassán, es posible que sea verdad cuanto me cuentas, y que verdaderamente se haya esfumado la segunda bolsa, como se esfumó su hermana. Sin embargo, es un poco asombroso, en verdad, que el gavilán y el vendedor de tierra de limpiar se hayan presentado, precisamente en el momento en que te hallabas distraído o ausente. ¡De cualquier modo, renuncio a intentar nuevas experiencias en lo sucesivo!" Luego se encaró con Si Saadi, y le dijo: "Pero ¡oh Saadi! no persisto menos en pensar que sin dinero nada es posible, y que un pobre permanecerá pobre mientras con su trabajo no fuerce al Destino para que le sea favorable".
Pero Si Saadi contestó: "¡Qué error el tuyo, ¡oh generoso Saad! Para que prevaleciera tu opinión, no has vacilado en tirar cuatrocientos dinares, llevándose la mitad un gavilán y la otra mitad un vendedor de tierra de limpiar los cabellos. Pues bien, por mi parte, no seré tan generoso como tú has sido, sino que solamente quiero, a mi vez, tratar de probarte que la marcha del Destino es la única norma de nuestra vida, y que los decretos del Destino son los únicos elementos de buena o mala suerte con que podemos contar." Luego se encaró conmigo, y enseñándome un gran trozo de plomo que acababa de coger del suelo, me dijo: "¡Oh Hassán, de quien huyó la suerte hasta el presente! quisiera ayudarte, como lo ha hecho mi generoso amigo Si Saad. Pero Alah no me ha favorecido con tantas riquezas, y todo lo que puedo darte es este pedazo de plomo, que sin duda ha perdido algún pescador al recoger sus redes."
A estas palabras de Si Saadi, su amigo Si Saad se echó a reír a carcajadas, creyendo que quería gastarme una broma. Pero Si Saadi no prestó atención a ello, y con grave ademán me ofreció el trozo de plomo, diciéndome: "Tómalo, y deja que se ría Si Saad. Porque llegará el día en que este trozo de plomo te será más útil, si tal es tu destino, que toda la plata de las minas".
Y sabiendo hasta qué punto era hombre de bien Si Saadi, y cuán grande era su sabiduría, no quise desairarle haciendo la menor observación. Y cogí el trozo de plomo que me ofrecía, y lo guardé cuidadosamente en mi cinturón, vacío de toda moneda. Y no dejé de darle gracias calurosamente por sus buenos deseos y por sus buenas intenciones. Y acto seguido los dos amigos me dejaron para continuar su paseo, en tanto que yo de nuevo me entregaba a mi trabajo. Y cuando, por la noche, regresé a casa, y después de cenar me desnudé para acostarme, sentí que algo caía al suelo de pronto. Y lo busqué y lo recogí, encontrándome con que era el trozo de plomo que me había echado al cinturón. Y sin darle la menor importancia, lo puse donde primero se me ocurrió, y me tumbé en el colchón, no tardando en dormirme...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 871ª NOCHE
Ella dijo:
. . . en el colchón, no tardando en dormirme.
Y he aquí que aquella noche, cuando se despertó tan temprano como de costumbre un pescador de mi vecindad, advirtió, al repasar sus redes antes de cargárselas a la espalda, que les faltaba un trozo de plomo precisamente en un sitio en que la carencia de plomo constituía un defecto grave para el buen funcionamiento de lo que le proporcionaba el pan. Y como no tenía a mano otro plomo de recambio y no era hora de ir a comprarlo en el zoco, pues todas las tiendas estaban cerradas, sintió una perplejidad grande al pensar que si no se iba de pesca dos horas antes del día no tendría con qué alimentar a su familia al día siguiente. Y entonces se decidió a decir a su mujer que, a pesar de lo intempestivo de la hora y el trastorno que aquello suponía, fuera a despertar a sus vecinos más próximos y a exponerle la situación, rogándoles que le dieran un trozo de plomo que supliese al que faltaba a su red.
Y como precisamente éramos nosotros los vecinos más próximos al pescador, la mujer llamó a nuestra puerta, mientras sin duda pensaba: "Voy a pedir plomo a Hassán el cordelero, aunque por experiencia sé que a su casa hay que ir cuando no se tiene necesidad de nada". Y siguió llamando a la puerta hasta que me desperté. Y grité: "¿Quién hay en la puerta?" Ella contestó: "¡Soy yo, la hija del tío de tu vecino el pescador! ¡Oh Hassán! se me ha ennegrecido el rostro por turbar así tu sueño; pero se trata de lo que da él pan al padre de mis hijos, y obligo a mi alma a este acto de mala educación. Por favor, dispénsame, y para que no te tenga levantado más tiempo, dime si dispones de un trozo de plomo que prestar a mi esposo para que arregle sus redes".
Y al punto me acordé del plomo que me había dado Si Saadi, y pensé: "¡Por Alah, que no podré utilizarlo mejor que haciendo ese servicio a mi vecino el padre de sus hijos!" Y contesté a la vecina que precisamente tenía un trozo de plomo que podía servirle, y fuí a buscar a tientas el trozo
consabido, y se lo entregué a mi mujer para que se lo diera a la vecina.
Y la pobre mujer, satisfecha de no haber andado en vano y de no volverse a su casa sin resultado, dijo a mi mujer: "¡Oh vecina nuestra! ¡qué gran servicio es el que nos presta esta noche el jeique Hassán! ¡Así es que, en cambio, todo el pescado que coja mi esposo a la primera redada estará escrito a vuestra salud, y os lo traeremos mañana por encima de nuestra cabeza!" Y se apresuró a ir a entregar el trozo de plomo a nuestro vecino el pescador, que compuso con él sus redes, y salió de pesca dos horas antes del día, como de costumbre.
Y he aquí que la primera redada, a nuestra salud, no proporcionó más que un solo pez. Pero aquel pez era de más de un codo de largo y grueso en proporción. Y el pescador lo apartó en su cesto y prosiguió su pesca. Pero, de todo el pescado que cogió, ni un solo pez igualaba al primero en hermosura ni en tamaño. Así es que, cuando el pescador acabó de pescar, su primer cuidado, antes de ir a vender al zoco el producto de su pesca, fué poner el pez apartado en una almohada de follaje oloroso y llevárnoslo, diciéndonos: "¡Alah haga que os parezca delicioso y agradable!" Y añadió: "Os ruego que admitáis esta dádiva, aunque no sea suficiente ni oportuna. Y dispensadme su escasez, ¡oh vecinos! Porque así es vuestra suerte, ya que eso constituye toda mi primer redada."
Y contesté: "Ve ahí un trato en el que sales perdiendo, ¡oh vecino! Porque ésta es la primera vez que se vende un pez tan hermoso y de tanta valía por un trozo de plomo que apenas vale una ínfima moneda de cobre. Pero lo recibimos como regalo de tu parte, para no desairarte, y porque lo haces de corazón amistoso y generoso." Y aún cambiamos algunos cumplidos, y se marchó.
Y entregué a mi esposa el pez del pescador, diciéndole: "Ya ves ¡oh mujer! que no estaba equivocado Si Saadi cuando me decía que un pedazo de plomo podría serme más útil, si Alah quisiera, que todo el oro del Sudán. He aquí un pez como jamás lo han tenido en sus bandejas los emires y los reyes." Y aunque le regocijaba mucho el ver aquel pez, no dejó de replicarme mi esposa: "¡Si, por Alah! pero ¿cómo voy a arreglarme para guisarlo? No tenemos parrillas ni tampoco tenemos una olla bastante grande para cocerle en ella entero".
Y contesté "¡No te apures por eso, pues nos le comeremos con mucho gusto entero o en pedazos! No tengas escrúpulos por su presentación, y no temas cortarle en pedazos para ponerle guisado". Y partiéndole por la mitad, mi mujer le sacó las entrañas, y vió en medio de aquellas entrañas una cosa que brillaba con vivo resplandor. La cogió, la lavó en el cubo, y vimos que era un trozo de vidrio del tamaño de un huevo de paloma y transparente como el agua de roca. Y tras de contemplarlo algún tiempo, se lo dimos a nuestros hijos para que les sirviese de juguete y no molestaran a su madre, que preparaba el excelente pez.
Y he aquí que por la noche, a la hora de cenar, mi mujer advirtió que, aunque no había encendido todavía su lámpara de aceite iluminaba la estancia una luz que no había traído ella. Y miró a todos lados para ver de dónde procedía aquella luz, y vió que la proyectaba el huevo de vidrio abandonado en el suelo por los niños. Y cogió aquel huevo y lo puso al borde del aparador, en el sitio ordinario de la lámpara. Y llegamos al límite del asombro al ver la vivacidad de la luz que salía de él, y exclamé: "Por Alah, ¡oh mujer! he aquí que el trozo de plomo de Si Saadi no sólo nos alimentaba sino que nos alumbra y nos dispensará, para en lo sucesivo, de comprar aceite para arder".
Y a la claridad maravillosa de aquel huevo de vidrio, nos comimos el deleitoso pescado, comentando nuestro doble provecho de aquel día bendito y glorificando al Retribuidor por sus beneficios. Y aquella noche nos acostamos satisfechos de nuestra suerte y sin desear nada mejor que la continuación de aquel estado de cosas.
Y he aquí que al día siguiente, gracias a la lengua larga de la hija del tío, no tardó en correr por todo el barrio el rumor de que en el vientre del pescado habíamos descubierto aquel vidrio luminoso. Y en seguida recibió mi mujer la visita de una judía, vecina nuestra, cuyo marido era joyero del zoco. Y tras de las zalemas y salutaciones por una y otra parte, la judía, después de contemplar durante largo rato el huevo de vidrio, dijo a mi esposa: "¡Oh vecina mía Aischah! da gracias a Alah, que me ha conducido hoy a tu casa. ¡Porque, como me gusta este trozo de vidrio, y tengo otro trozo de vidrio muy parecido con el que me adorno algunas veces y que hace pareja con éste, quisiera comprártelo, y te ofrezco por él, sin regatear, la enorme suma de diez dinares de oro nuevo!"
Pero nuestros hijos que oyeron hablar de vender su juguete, se echaron a llorar, rogando a su madre que lo guardara para ellos. Y a fin de apaciguarlos, y también porque aquel huevo nos servía de lámpara, ella declinó oferta tan tentadora, con gran despecho de la judía, que se marchó cariacontecida.
A la sazón volví ya del trabajo y mi mujer me puso al corriente de lo que acababa de pasar. Y le contesté: "En verdad ¡oh hija del tío! que si este huevo de vidrio no tuviese algún valor, esa hija de judíos no nos habría ofrecido la suma de diez dinares. Supongo, pues, que volverá otra vez para ofrecernos más. Pero ya veré yo el modo de hacer subir la oferta". Y aquello me indujo al punto a pensar en las palabras de Si Saadi, que me había predicho que un trozo de plomo seguramente podría hacer la fortuna de un hombre, si tal era su destino. Y esperé con toda confianza a que por fin se mostrase mi destino después de huirme durante tanto tiempo.
Aquella misma noche, de acuerdo con mis presentimientos, la judía, esposa del joyero, fué a hacer una segunda visita a mi esposa; y tras de las zalemas y salutaciones de rigor, le dijo: "¡Oh vecina mía Aischah! ¿cómo puedes despreciar los dones del Retribuidor? ¡Y al despreciarlos rechazas el pan que te ofrezco por un trozo de vidrio! ¡Pero ya que se trata del bien de tus hijos, sabe que he hablado de ese huevo con mi marido, y como estoy encinta y no conviene que el deseo de las mujeres encinta se reconcentre sin verse cumplido, ha consentido en dejarme que te ofrezca veinte dinares de oro nuevo a cambio de tu trozo de vidrio!"
Pero mi mujer, que había recibido instrucciones mías a este respecto, contestó: "¡Ay, Ualah ! ¡oh vecina! me haces volver en mí. Pero yo no tengo voto en casa, pues el hijo de mi tío es el amo de la casa y de su contenido, y a él es a quien tienes que dirigirte. ¡Espera, pues, a su regreso para hacerle esa oferta!"
Y cuando regresé, la judía me repitió lo que había dicho a mi esposa, y añadió: "Te traigo el pan de tus hijos, ¡oh hombre! por un trozo de vidrio. Porque debe satisfacerse mi antojo de mujer encinta,
y mi esposo no quiere tener sobre su conciencia la reconcentración del deseo de las mujeres encinta. ¡Por eso ha consentido en dejarme proponerte ese cambio y esa venta, con gran pérdida para él!"
Y yo, ¡oh mi señor! dejando a aquella judía que me dijera cuánto quería darme, me tomé tiempo para responderle y acabé por mirarla sin decir una palabra, meneando la cabeza por toda respuesta.
Al ver aquello, a la hija de judíos se le puso muy amarilla la tez, me miró con ojos llenos de desconfianza, y me dijo: "Ruega a tu Profeta ¡oh musulmán!" Y contesté: "¡Con El la plegaria y la paz ¡oh descreída! y las más escogidas bendiciones del Dios único!"
Y ella repuso: "¿A qué vienen esos ojos vacíos ¡oh padre de tus hijos! y ese ademán negativo para los beneficios del Retribuidor sobre tu casa por mediación nuestra?" Yo contesté: "¡Los beneficios de Alah sobre Sus criaturas ¡oh hija de descreídos! son ya incalculables! ¡Glorificado sea, sin mediación de los que se apartan del camino derecho!" Y ella me dijo: "¿Entonces rehusas los veinte dinares de oro?" Y tras de hacer de nuevo yo el signo negativo, me dijo ella: "¡Pues bien, ¡oh vecino! te ofrezco por tu vidrio cincuenta dinares de oro! ¿Estás satisfecho?" Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 872ª NOCHE
Ella dijo:
. .. Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte.
Entonces la mujer del joyero recogió sus velos como para marcharse, se dirigió a la puerta, hizo ademán de abrirla, y como decidiéndose de pronto, se encaró conmigo y me dijo: "¡La última palabra! ¡Cien dinares de oro! ¡Y eso que no sé si mi marido querrá darme tan formidable suma!"
Y entonces accedí a contestar, y le dijo, no sin un aire de profunda indiferencia: "No es para que te marches disgustada, ¡oh vecina! pero estás muy lejos de ponerte en razón. Porque este huevo de vidrio, por el que me ofreces el precio irrisorio de cien dinares, es una cosa maravillosa, y su historia es tan maravillosa como él mismo. Por eso, y únicamente para darte gusto a ti y a nuestro vecino, y para no hacer que se reconcentre el deseo de una mujer encinta, me limitaré a reclamar, como precio de ese huevo luminoso, la suma de cien mil dinares de oro, ni uno más, ni uno menos. ¡Y si quieres, lo tomas, y si no, lo dejas, pues más me ofrecerán otros joyeros que están más al corriente que tu marido del valor real de las cosas hermosas y únicas! En cuanto a mí, ante Alah el Omnisciente juro que no variaré de tasación ni para aumentarla ni para disminuirla. ¡Uassalam!"
Cuando la mujer del judío hubo oído estas palabras y comprendido su significado, no supo replicar nada, y me dijo, marchándose: "Yo ni vendo ni compro, sino que es mi marido quien manda. Si la cosa le conviene, ya te hablaré de ello. ¡Prométeme, sin embargo, tener paciencia y esperar, antes de entrar en tratos con otros joyeros, a que él vea por sí mismo ese huevo de vidrio!"
Y se lo prometí.
Y se marchó.
Después de aquella discusión, ¡oh Emir de los Creyentes! ya no dudé de que el tal huevo, que yo creía de vidrio, era una gema entre las gemas del mar, desprendida de la corona de algún rey marino. Y por otra parte, yo, como todo el mundo, sabía que en las profundidades yacen tesoros con los que se adornan las hijas del mar y las reinas del mar. Y aquel hallazgo sirvió para confirmarme en mi creencia. Y glorifiqué al Retribuidor, que, por conducto del pez del pescador, había puesto entre mis manos aquella maravillosa muestra de los adornos de las jóvenes marinas. Y determiné no desdecirme de la cifra de cien mil dinares que había dicho a la mujer del judío, pensando que mejor habría hecho en no apresurarme a fijar de aquel modo la tasación, cuando tal vez hubiera podido obtener más del joyero judío. Pero como había fijado esta cifra solemnemente, no quise desdecirme, y me prometí mantenerme en lo que hube de indicar.
Y como había yo previsto, no tardó en presentarse en mi casa el joyero judío en persona. Y tenía un aire de redomado que no me anunciaba nada bueno, sino que me advertía que el hijo de cochinos iba a utilizar toda su astucia para escamotearme la gema como el que no quiere la cosa. Y por mi parte, me puse en guardia, adoptando la actitud más sonriente y más amable, y le rogué que tomara asiento en la estera. Y después de las zalemas y salutaciones de rigor, me dijo él: "¡Espero ¡oh vecino! que no estará el cáñamo demasiado caro en estos tiempos y que los negocios de tu tienda serán benditos!" Y yo contesté en el mismo tono: "La bendición de Alah no falta a Sus creyentes, ¡oh vecino! Y espero que a ti te serán favorables en el zoco de los joyeros". Y me dijo él: "¡Por vida de Ibrahim y de Yacub, ¡oh vecino! créeme que peligran, créeme que peligran! Y apenas si tenemos para comer un pedazo de pan y de queso". Y durante un buen rato continuamos hablando de tal suerte, sin abordar la única cuestión que nos interesaba, hasta que el judío, al ver que nada sacaba de mí por ese medio, acabó por ser el primero en decirme: "La hija de mi tío i oh vecino! me ha hablado de cierto huevo de vidrio, sin gran valor por lo demás, que sirve de juguete a tus hijos, y ya sabes que cuando una mujer está encinta, como lo está la mía, tiene antojos extraños y estrambóticos. Pero, desgraciadamente, nos vemos precisados a satisfacer tales antojos, hasta cuando son irrealizables, a trueque de que el objeto deseado llegue a imprimirse en el cuerpo del niño y a deformarle. Y en el caso actual, como el deseo de mi mujer se ha cifrado en ese huevo de vidrio, mucho me temo que, si no lo satisfago, se reproduzca ese huevo en tamaño natural sobre la nariz de nuestro hijo, cuando nazca, o sobre cualquier parte más delicada todavía y que la decencia me impide nombrar. Te ruego, pues, ioh vecino! que me enseñes, ante todo, ese huevo de vidrio, y en caso de que viera que me es imposible adquirir uno parecido en el zoco, tengas a bien cedérmelo mediante un precio razonable que tú me indicarás, sin aprovecharte demasiado de mi situación".
Y a estas palabras del judío, contesté: "Escucho y obedezco".
Y me levanté y fui hacia mis hijos, que jugaban en el patio con el huevo consabido y se lo quité de las manos, a pesar de sus gritos y sus protestas. Luego volví a la estancia donde me esperaba el judío sentado en la estera, y cerré la puerta y las ventanas, de modo que fuese completa la oscuridad, disculpándome por obrar así. Y hecho lo cual, me saqué del seno el huevo y lo puse bien a la vista, sobre un taburete, ante el judío.
Y al punto se iluminó la habitación como si ardieran en ella cuarenta antorchas. Y al ver aquello, el judío no pudo menos de exclamar: "¡Es una de las gemas que adornan la corona de Soleimán ben Daud!" Y tras de asombrarse de tal suerte, comprendió que había hablado demasiado, y se rehizo, diciendo: "Pero ya las he tenido semejantes entre mis manos. ¡Y como no eran de fácil venta, me he apresurado a revenderlas con pérdida! ¡Ah! ¿por qué estará encinta ahora la hija del tío para obligarme a adquirir una cosa invendible?"
Luego me dijo: "¿Cuánto pides ¡oh vecino! por este huevo marino?"
Yo contesté: "No está en venta, ¡oh vecino! pero te lo daré para no hacer que se reconcentre el deseo de la hija de tu tío. Y ya he marcado el precio de esta cesión. ¡Alah es testigo de que no me desdeciré!" Y me dijo él: "¡Sé razonable, ¡oh hijo de gentes de bien! y no arruines mi casa! ¡Aunque vendiera mi tienda y mi casa y aunque me vendiera yo mismo en el zoco de los subastadores, con mi mujer y mis hijos, no llegaría a realizar la cifra exorbitante que has señalado, en broma sin duda alguna! ¡Cien mil dinares de oro, ya Alah! ¡cien mil dinares de oro, ¡oh jeique! ni uno más, ni uno menos! ¡Es mi muerte lo que reclamas!"
Y tras de volver a abrir la puerta y las ventanas, contesté tranquilamente: "¡Cien mil dinares de oro, ni uno más, que el aumento sería ilícito! ¡Pero ni uno menos! ¡Lo tomas, si quieres, y si no lo dejas!" Y añadí: "Y cuenta que, si yo hubiera sabido que este huevo maravilloso era una gema entre las gemas marinas de la corona de Soleimán ben Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!), no hubiese pedido cien mil dinares, sino diez veces cien mil, y además, algunos collares y joyeles de tu tienda como presente para mi mujer, que ha preparado el negocio difundiendo nuestro descubrimiento. Date, pues, por muy contento con pagar ese precio irrisorio, ¡oh hombre! y ve en busca de tu oro".
Y el joyero judío, con la nariz muy alargada al ver que nada podía hacer, se reconcentró un instante, luego me miró con resolución, y dijo, lanzando un gran suspiro: "¡El oro está a la puerta! ¡Dame la gema!" Y así diciendo, sacó la cabeza por la ventana y gritó a un esclavo negro que permanecía estacionado en la calle y tenía de la brida a un mulo cargado con varios sacos: "¡Hola Mubarak! ¡sube aquí los sacos y la balanza!"
Y el negro subió a mi casa los sacos llenos de dinares, y el judío los abrió uno tras otro y me pesó los cien mil dinares, como yo los había pedido, ni uno más, ni uno menos. Y la hija de mi tío sacó de nuestro cofre grande de madera, único que poseíamos, toda la ropa que contenía, y lo llenamos con el oro del judío. Y sólo entonces me saqué del seno, donde la había guardado para que estuviese segura, la gema salomónica, y se la entregué al judío, diciéndole: "¡Ojalá la revendas diez veces más cara de lo que acabas de comprarla!" Y él se echó a reír con una boca que le llegaba hasta las orejas, diciéndome: "¡Por Alah, ¡oh jeique! que no está de venta! La destino a satisfacer el antojo de mi mujer encinta".
Y se despidió de mí y me hizo ver la anchura de sus hombros.
¡ Y esto es lo referente a él!
¡...Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 873ª NOCHE
Ella dijo:
¡... Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez!
Cuando de la noche a la mañana me vi más rico de lo que nunca había deseado mi alma, y rodeado de oro y opulencia, no me olvidé de que, al fin y al cabo, sólo era un antiguo cordelero pobre, hijo de cordelero, y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios y me puse a pensar en el uso que en adelante habría de hacer de mis riquezas. Pero habría querido primeramente besar la tierra entre las manos de Si Saadi, para demostrarle mi gratitud y hacer lo mismo con Si Saad, a quien, en último término, debía el ser quien era, por más que él no viera realizadas, como Si Saadi, sus buenas intenciones para conmigo. Pero me lo impidió la timidez; y además, yo no sabía con exactitud dónde vivían ambos. Por eso preferí esperar a que fuesen ellos por propio impulso a pedir noticias del pobre cordelero Hassán. (¡ Alah le tenga en Su compasión al tal antiguo Hassán, que ya ha fallecido y tuvo una juventud tan miserable!)
Y entretanto, decidí hacer el mejor uso posible de la fortuna que me había sido escrita. Y lo primero que hice no fué comprarme ricos trajes ni cosas suntuosas, sino en ir en busca de todos los cordeleros pobres de Bagdad, que vivían en el mismo estado de miseria en que había vivido yo tanto tiempo, y congregándolos les dije: "He aquí que el Retribuidor me ha escrito el bienestar y me ha enviado Sus beneficios, siendo yo el último en merecerlos. Y por eso ¡oh hermanos musulmanes! deseo que los favores del Altísimo no se acumulen sobre la misma cabeza y que os aprovechéis de ellos con arreglo a vuestras necesidades. Así es que desde hoy os tomo a todos a mi servicio, empleándoos en trabajar para mí en la obra de cordelería, en la seguridad de que se os pagará liberalmente, según vuestra habilidad, a fin de la jornada. De esta manera tendréis la certeza de ganar abundantemente el pan de vuestra familia sin tener que preocuparos del día de mañaña. Y ya sabéis por qué os he congregado en este local. Y esto es lo que tenía que deciros. ¡Pero Alah es más generoso y más magnánimo!"
Y los cordeleros me dieron gracias y alabaron mis buenas intenciones con respecto a ellos, y aceptaron lo que les propuse. Y desde entonces continúan trabajando por mi cuenta con tranquilidad, contentos de tener asegurada su vida y la de sus hijos. Y yo, merced a esta organización, cada vez aumento más mis rentas y consolido mi situación.
Ya hacía algún tiempo que había abandonado yo mi pobre casa antigua para establecerme en otra que había hecho construir a todo costo entre jardines, cuando Si Saad y Si Saadi pensaron por fin en ir a saber noticias del pobre cordelero Hassán conocido de ellos. Y fué extremado su asombro cuando nuestros antiguos vecinos, a quienes preguntaron al ver mi tienda cerrada como si me hubiese muerto, les aseguraron que no solamente estaba vivo todavía, sino que era uno de los mercaderes más ricos de Bagdad, que habitaba un maravilloso palacio rodeado de jardines y que ya
no me llamaba Hassán el cordelero, sino Si Hassán el Magnífico. Entonces, tras de hacer que les dieran señas más precisas acerca del lugar en que se hallaba mi palacio, se dirigieron a él y no tardaron en llegar ante la puerta principal que daba acceso a los jardines. Y el portero les hizo atravesar un bosque de naranjos y de limoneros cargados de frutos y cuyas raíces se refrescaban en el agua que perpetuamente corría por una reguera que partía del río. Y cuando llegaron a la sala de recepción, estaban ya encantados de la frescura, del sombrajo, del murmullo del agua y del canto de los pájaros.
Y no bien me anunció su llegada uno de mis esclavos, les salí al encuentro apresuradamente y quise cogerles la orla del traje para besársela. Pero me lo impidieron y me abrazaron como si fuese su hermano, y les invité a entrar en el kiosco que había en el jardín, rogándoles que se sentaran en el sitio de honor que les correspondía. Y me senté un poco más lejos, como era debido.
Y después de hacer que les sirvieran sorbetes y refrescos, les conté cuanto me había sucedido punto por punto, sin olvidar el menor detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y Si Saadi, en el límite de la satisfacción, se encaró con su amigo y le dijo: "Ya lo ves, ¡oh Si Saad!" Y no le dijo nada más.
Y aún no habían vuelto del asombro en que hubo de sumirlos mi historia, cuando dos de mis hijos, que se divertían en el jardín, entraron de improviso, llevando en sus manos un gran nido de ave que acababa de coger para ellos en la copa de una palmera el esclavo que vigilaba sus juegos. Y nos asombramos mucho al ver que aquel nido, que tenía pollos de gavilán, estaba hecho en un turbante. Y al examinar más de cerca aquel turbante, observé, sin que me cupiese duda alguna, que era el mismo que en otro tiempo me había llevado el gavilán ladrón. Y me encaré con mis huéspedes, y les dije: "¡Oh mis señores! ¿os acordáis todavía del turbante que llevaba yo el día en que Si Saad me hizo don de los primeros doscientos dinares?" Y contestaron: "No, por Alah, no nos acordamos con exactitud". Y Si Saad añadió: "¡Pero lo reconoceré, indudablemente, si están en él los ciento noventa dinares!" Y contesté: "¡Oh mis señores, no lo dudéis!" Y saqué los pajarillos, dándoselos a los niños, y desbaraté el nido, y desenrollé el turbante en toda su longitud. Y de la punta colgaba intacta, y atada como yo la había atado, la bolsa de Si Saad con los dinares que contenía.
Y aún no habían vuelto de su asombro mis dos huéspedes, cuando entró uno de los palafreneros llevando en las manos una cuba de salvado que al punto reconocí como la que mi mujer hacía cedido en otro tiempo al mercader de tierra para limpiar el cabello. Y me dijo: "¡Oh mi señor! esta cuba, que he comprado hoy en el zoco, porque se me había olvidado coger pienso para el caballo que montaba, contiene un saco atado que traigo entre tus manos". Y reconocimos la segunda bolsa de Si Saad.
Y desde entonces ¡oh Emir de los Creyentes! los tres vivimos como amigos, convencidos para siempre del poder del Destino, y maravillados de las vías que utiliza para llevar a cabo sus decretos.
Y como los bienes de Alah deben volver a sus pobres, no dejé de invertirlos en hacer las dádivas y limosnas prescritas. Y por eso me has visto dar esa limosna al mendigo del puente de Bagdad.
¡Y tal es mi historia!"
Cuando el califa hubo oído este relato del jeique generoso, le dijo: "¡Ciertamente, ¡oh jeique Hassán! las vías del Destino son maravillosas, y como prueba en apoyo de lo que me has contado, voy a ensefiarte algo!"
Y se encaró con el visir del Tesoro y le dijo unas palabras al oído. Y el visir salió para volver al cabo de algunos instantes con un estuche en la mano. Y el califa lo cogió, lo abrió, y enseñó el contenido al jeique, quien al punto reconoció la gema salomónica cedida al joyero judío. Y Al-Raschid le dijo: "Esta gema entró en mi tesoro el mismo día que se la vendiste al judío".
Luego se encaró con el cuarto personaje, que era el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y le dijo: "Cuenta lo que tengas que contarnos".
Y tras de besar la tierra entre las manos del califa, el hombre dijo
HISTORIA DEL MAESTRO DE ESCUELA LISIADO Y CON LA BOCA HENDIDA
"Sabe ¡oh Emir de los Creyentes! que, por mi parte, empecé a ganarme la vida como maestro de
escuela, y tenía bajo mi mano unos ochenta muchachos. Y la historia de lo que me sucedió con estos muchachos es prodigiosa.
Debo empezar por decirte ¡oh mi señor! que yo era para ellos severo hasta el límite de la severidad, e inflexible y riguroso, hasta el punto de exigir que, incluso en las horas de recreo, continuasen trabajando, y no los enviaba a sus casas hasta una hora después de ponerse el sol. Y aun entonces no dejaba de vigilarlos, siguiéndolos por zocos y barrios, para impedirles que jugaran con granujillas que los pervirtieran.
Y he aquí que fué precisamente mi rigor el que atrajo sobre mi cabeza las calamidades, como vas a ver ¡oh Emir de los Creyentes! En efecto, al entrar un día entre los días en la sala de lectura en el momento en que todos mis alumnos estaban reunidos, los vi de pronto erguirse sobre sus piernas a todos y exclamar con una sola voz "¡Oh maestro, que amarillo tienes hoy el rostro!" Y me sorprendió mucho aquello; pero como no sentía ningún dolor interno que pudiese amarillearme de tal suerte el rostro, no me preocupé excesivamente de aquella noticia, y abrí la clase como de costumbre, gritándoles: "Empezad, ¡oh granujas! que ha llegado la hora de trabajar". Pero he aquí que el alumno monitor avanzó hacia mí con un aire preocupado, y me dijo: "¡Por Alah, ¡oh maestro! tienes muy amarillo el rostro hoy, y Alah aleje tu mal! Si estás muy enfermo, yo daré la clase en lugar tuyo". Y al mismo tiempo, todos los alumnos, demostrando gran inquietud, me miraban llenos de conmiseración, como si ya estuviese yo a punto de rendir el alma. Y acabé por impresionarme mucho, y me dije a mí mismo: "¡Oh! por lo visto debes estar muy mal sin darte cuenta de ello. Y las peores enfermedades son las que entran en el cuerpo subrepticiamente, sin que su presencia se revele por molestias muy marcadas". Y me levanté en aquella hora y en aquel instante, confié la dirección de la clase al alumno monitor, y entré en mi harén, donde me acosté cuan largo era, diciendo a mi esposa: "¡Prepárame contra la ictericia!" Y lo dije lanzando muchos suspiros y quejándome, como si ya estuviese bajo la acción de todas las pestes y enfermedades rojas.
A la sazón, el alumno monitor llamó a la puerta y pidió permiso para entrar. Y me entregó la suma de ochenta dracmas, diciéndome: "¡Oh maestro! los buenos de tus alumnos acaban de verificar una colecta entre ellos para hacerte este presente, a fin de que nuestra maestra pueda cuidarte bien sin reparar en gastos".
Y me conmoví mucho con aquel rasgo de mis alumnos, y para demostrarles mi satisfacción, les di un día de asueto, sin sospechar que se había fraguado todo con este único fin. ¿Pero quién puede adivinar toda la malicia que se oculta en el pecho de los niños?
En cuanto a mí, pasé todo aquel día muy apurado, aunque la vista del dinero que habíame venido de manera tan inesperada me daba cierto gusto. Y al día siguiente volvió a verme el alumno monitor, y al encontrarse conmigo exclamó: "Alah aleje de ti todo mal, ;oh maestro! ¡Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡descansa! ¡Y no te preocupes de los demás...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 874ª NOCHE
Ella dijo:
". .. Alah aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡Y no te preocupes de los demás!" Y muy impresionado con las palabras del maligno muchacho, me dije a mí mismo: "Cuídate bien, ¡oh maestro! cuídate bien a costa de tus alumnos". Y así pensando, dije al monitor: "¡Da tú la clase como si yo estuviera allí!" Y empecé a gemir y a lamentarme de mí mismo. Y dejándome en aquel estado, el muchacho se apresuró a reunirse con los demás alumnos para ponerlos al corriente de la situación.
Y aquel estado de cosas duró una semana entera, al cabo de la cual el alumno monitor me llevó otra suma de ochenta dracmas, diciéndome: "Es la colecta que han hecho los buenos de tus alumnos, a fin de que nuestra maestra te pueda cuidar bien". Y aún me conmoví mucho más que la vez primera, y me dije: "¡Oh! en verdad que tu enfermedad es una enfermedad bendita que te proporciona dinero sin trabajos ni esfuerzos, y que, al fin y al cabo, no te hace sufrir. ¡Ojalá dure mucho tiempo todavía, para mayor bien tuyo!"
Y desde aquel momento decidí fingir que seguía enfermo, persuadido a la larga de que mi organismo no estaba realmente atacado, y diciéndome: "Jamás tus lecciones te producirán tanto
como tu enfermedad".
Y a partir de aquel momento, me tocó a mí hacer creer en lo que no existía. Y cada vez que el alumno monitor volvía a verme le decía yo: "¡Voy a morir de inanición, porque mi estómago rehusa los alimentos!" Pero no era verdad, pues nunca había comido yo con tanto apetito ni me había encontrado mejor.
Y continué viviendo de tal suerte durante algún tiempo, cuando he aquí que un día entró el alumno en el preciso momento en que me disponía a comer un huevo. Y al verle, mi primer impulso fué el de ocultar el huevo en mi boca, por temor de que, al encontrarme comiendo, sospechara la verdad y advirtiese mi falsía. Y como el huevo quemaba, me producía dolores intolerables. Y el empecatado chiquillo, que sin duda alguna debía saber a qué atenerse acerca de la situación, en vez de marcharse persistió en mirarme con aire compasivo y diciéndome: "¡Oh maestro, qué inflamadas tienes las mejillas y cuánto debes sufrir! Eso seguramente debe ser un absceso maligno". Luego, como en mi tortura se me salían los ojos de la cabeza y no le contestaba, me dijo: "¡Hay que abrirlo! ¡hay que abrirlo!"
Y avanzó hacia mí con presteza, y quiso clavarme en la mejilla una aguja gorda. Pero entonces salté sobre ambos pies vivamente, y corrí a la cocina, donde escupí el huevo, que ya me había quemado gravemente las mejillas. Y a consecuencia de aquella quemadura, ¡oh Emir de los Creyentes! se me declaró en la mejilla un verdadero absceso y me hizo ver la muerte roja. Y me hizo ir al barbero, que me sacó la mejilla para vaciarme el absceso. Y a consecuencia de aquella operación se me quedó la boca hendida y deformada.
Y he aquí el por qué de la rasgadura y de la deformación de mi boca. En cuanto al por qué de mi lisiadura, ¡helo aquí!
Cuando, al cabo de algún tiempo, me repuse de las consecuencias de la herida, volví a la escuela, donde fui más riguroso y severo que nunca para con mis alumnos, cuya turbulencia había que reprimir. Y cuando la conducta de uno de ellos dejaba algo que desear, le corregía a estacazos. Así acabé por enseñarles a respetarme de tal modo, que, cuando me ocurría estornudar, abandonaban al instante sus libros y cuadernos, se erguían sobre sus pies con los brazos cruzados y se inclinaban ante mí hasta tierra, exclamando de común acuerdo: "¡Bendición! ¡bendición!" Y yo contestaba, como era razón: "¡Y con vosotros el perdón! ¡y con vosotros el perdón!" Y también les enseñaba otras mil cosas, a cual más provechosa e instructiva. Porque no quería que sus padres gastasen en vano el dinero que me daban por su educación. Y de tal suerte esperaba hacer de los chicos excelentes sujetos y comerciantes respetables.
Un día, que era día de salida, los llevé de paseo un poco más lejos que de costumbre. Y de haber andado mucho, teníamos mucha sed. Y como precisamente habíamos llegado junto a un pozo, decidí bajar a él para aplacar mi sed con el agua fresca que contenía y coger un cubo de ella, si podía, para los chicos.
Y al ver que no había cuerda, cogí todos los turbantes de los alumnos, y haciendo con los mismos una cuerda bastante larga, me la até a la cintura y ordené a mis alumnos que me bajaran al pozo. Y al punto me obedecieron. Y me vi colgado del orificio del pozo. Y me bajaron con precaución para que no diese con la cabeza en la piedra. Y he aquí que el tránsito del calor al fresco y de la luz a la oscuridad me hizo estornudar. Y no pude reprimir un estornudo. Y sea involuntariamente, sea por costumbre, sea por malicia, mis escolares soltaron la cuerda con un ademán unánime, se cruzaron de brazos y exclamaron todos a la vez, como lo hacían en la escuela: "¡Bendición! ¡bendición!" Pero no pude contestarles en aquella circunstancia, porque caí pesadamente al fondo del pozo. Y como el agua no tenía mucha profundidad, no me ahogué; pero me rompí ambas piernas y la clavícula, en tanto que los chicos, espantados no sé si de su hazaña o de su atolondramiento, huyeron a todo correr.
Y yo lanzaba tales gritos de dolor, que unos transeúntes, de quienes llamé la atención, me sacaron del pozo. Y como me hallaba en un estado lamentable, me colocaron en un asno y me llevaron a casa, donde estuve postrado durante un tiempo considerable. Pero jamás me curé de mi accidente. Y no pude volver a ejercer mi profesión de maestro de escuela.
Y por eso ¡oh Emir de los Creyentes! me vi obligado a mendigar para dar de comer a mi mujer y a mis hijos. Y así es como me has visto y socorrido generosamente en el puente de Bagdad.
¡Y tal es mi historia!"
Y cuando el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida acabó de contar de tal suerte la causa de su lisiadura y de su deformidad, Massrur, el porta alfanje, le hizo volver a la fila. Y el ciego que se hacía abofetear en el puente avanzó a tientas entre las manos del califa, y obedeciendo a la orden que le habían dado, contó así lo que tenía que contar. Dijo:
EL LIBRO DE LAS MIL NOCHES Y UNA NOCHE
TOMO SEXTO
LOS ENCUENTROS DE AL-RASCHID EN EL PUENTE DE BAGDAD
(Continuación)
HISTORIA DEL CIEGO QUE SE HACIA ABOFETEAR EN EL PUENTE
"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que, por lo que a mí respecta, en tiempos de mi juventud yo era conductor de camellos. Y gracias a mí trabajo y a mi perseverancia, acabé por ser propietario de ochenta camellos de mi exclusiva pertenencia. Y los alquilaba a las caravanas que comerciaban de un país en otro, y en época de peregrinación, lo cual me valía crecidos beneficios y hacía aumentar de año en año mi capital y mis intereses. Y con mis beneficios aumentaba de día en día mi deseo de ser más rico aún, y no pensaba nada menos que en llegar a ser el más rico de los conductores de camellos del Irak.
Un día entre los días, regresando yo de Bassra de vacío con mis ochenta camellos, a los que había conducido a aquella ciudad cargados de mercaderías con destino a la India, y habiendo hecho alto junto a un depósito de agua para darles de beber y dejarlos pacer por las cercanías, vi avanzar en dirección mía a un derviche. Y el tal derviche me abordó con aire cordial, y después de las zalemas por una y otra parte, se sentó a mi lado. Y reunimos nuestras provisiones, y con arreglo a las costumbres del desierto, tomamos juntos nuestra comida. Tras de lo cual nos pusimos a hablar de unas cosas y de otras y nos interrogamos mutuamente acerca de nuestro viaje y de su punto de destino. Y él me dijo que se dirigía a Bassra y yo le dije que iba a Bagdad. Y cuando reinó la intimidad entre nosotros, le hablé de mis negocios y de mis ganancias y le di cuenta de mis proyectos de riquezas y de opulencia.
Y dejándome hablar hasta que concluí, el derviche me miró sonriendo y me dijo: "¡0h mi señor Babá-Abdalah, cuánto trabajo te tomas para llegar a un resultado tan poco proporcionado, cuando a veces basta un recodo del camino para que el destino os haga, en un abrir y cerrar de ojos, no solamente más rico que todos los conductores de camellos del Irak, sino más poderoso que todos los reyes de la tierra reunidos!". Luego añadió: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! ¿Oíste alguna vez hablar de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas?" Y contesté: "Ciertamente, ¡oh derviche! he oído hablar a menudo de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas. Y todos sabemos que cada uno de nosotros puede, si tal es el decreto del Destino, despertarse un día más opulento que los reyes todos. Y no hay un labrador que, al labrar su tierra, no piense que llegará día en que caiga sobre la piedra sellada de algún tesoro maravilloso, y no hay un pescador que, al arrojar sus redes al agua, no piensa en que llegará día en que saque la perla o la gema marina que le llevará al límite de la opulencia. ¡Pues no soy un ignorante, ¡oh derviche! y además estoy persuadido de que los hombres de tu corporación conocen secretos y palabras de gran poder!"
Y al oír este discurso, el derviche cesó de escarbar en la arena con su báculo, me miró de nuevo y me dijo: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! creo que hoy no has tenido un mal encuentro al encontrarte conmigo, y se me antoja que este día es para ti precisamente el día en que hará recodo el camino que te conduzca frente a tu destino". Y le dije: "¡Por Alah, ¡oh derviche! que le acogeré con firmeza y con ojos llenos, y tráigame lo que me traiga, lo aceptaré con corazón agradecido!" Y me dijo él: "¡Entonces, levántate ¡oh pobre! y sígueme!"
Y se irguió sobre ambos pies, y echó a andar delante de mí. Y le seguí, pensando: "¡Sin duda hoy es el día de mi destino, después de tanto tiempo como llevo aguardándole!" Y al cabo de una hora de marcha llegamos a un pequeño valle bastante espacioso, cuya entrada era tan estrecha que mis camellos apenas podían pasar por ella uno a uno. Pero no tardó en ensancharse el terreno con el valle, y nos vimos al pie de una montaña tan impracticable, , que no había ni que pensar que una criatura humana llegase por allí nunca hasta nosotros. Y el derviche me dijo: "Henos aquí llegados adonde había que llegar. Por lo que a ti respecta, para tus camellos y haz que se sienten, a fin de que, cuando llegue el momento de cargarlos con lo que vas a ver, no nos cueste trabajo el hacerlo". Y contesté con el oído y la obediencia, y me dediqué a sentar a todos los camellos, uno tras de otro, en el amplio espacio que
se extendía al pie de aquella montaña, tras de lo cual me reuní con el derviche y le encontré con un eslabón en la mano prendiendo fuego a un montón de leña seca. Y en cuanto brotó llama del montón de leña, el derviche arrojó a él un puñado de incienso macho, pronunciando palabras cuyo significado no comprendí. Y al punto se elevó por el aire una columna de humo que el derviche partió en dos con su báculo. Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 875ª NOCHE
Ella dijo:
. . . Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical. Y dentro aparecían montones de oro amonedado y de pedrerías, como esos montículos de sal que se ven a orillas del mar. Y a la vista de aquel tesoro, me abalancé sobre el primer montón de oro, con la rapidez del halcón que cae sobre la paloma, y empecé por llenar un saco de que ya me había provisto. Pero el derviche se echó a reír, y me dijo: "¡Oh pobre, estás haciendo un trabajo poco productivo! ¿No ves que si llenas de oro amonedado tus sacos, pesarán demasiado para cargarlos en tus camellos? Llénalos mejor con esas pedrerías amontonadas que hay un poco más allá, y una sola de las cuales vale por sí más que cada uno de esos montones de oro, siendo cien veces más ligera que una moneda de ese metal!"
Y contesté: "No hay inconveniente, ¡oh derviche!" Porque comprendí cuán justa era su observación. Y uno tras otro, llené mis sacos con aquellas pedrerías, y los cargué de dos en dos a lomos de mis camellos. Y cuando de tal suerte hube cargado a mis ochenta camellos, el derviche, que me había mirado hacer, sonriendo sin moverse de su sitio, se levantó y me dijo: "Ya no tenemos más que cerrar el tesoro y marcharnos". Y tras de hablar así, entró en la roca, y le vi que se dirigía a una orza labrada que había encima de un zócalo de madera de sándalo. Y en mi fuero interno me decía yo: "¡Por Alah, qué lástima no tener conmigo ochenta mil camellos que cargar con esas pedrerías y esas monedas y esas orfebrerías, en vez de los ochenta que son de mi propiedad únicamente!"
Y he aquí que vi al derviche acercarse a la consabida orza preciosa y levantar la tapa. Y sacó de ella un bote de oro, que se metió en el seno. Y como yo le mirara con una especie de interrogación en los ojos, me dijo: “ iNo es nada! ¡Un poco de pomada para los ojos!" Y no me dijo más. Y como, impulsado por la curiosidad, quería yo avanzar a mi vez para coger de aquella pomada buena para los ojos, me lo impidió, diciendo: "Bastante tenemos por hoy, y ya es tiempo de que salgamos de aquí". Y me empujó hacia la salida, y pronunció ciertas palabras que no comprendí. Y al punto se juntaron las dos partes de la roca, y en lugar de la anchurosa abertura apareció una muralla tan lisa como si acabasen de tallarla en la misma piedra de la montaña.
Y el derviche se encaró entonces conmigo y me dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! vamos ahora a salir de este valle. Y una vez que lleguemos al paraje donde hubimos de encontrarnos, dividiremos ese botín con toda equidad, y nos lo repartiremos amistosamente".
Y en seguida hice levantarse a mis camellos. Y desfilamos en buen orden por donde habíamos entrado al valle, y fuimos juntos hasta el camino de las caravanas, donde debíamos separarnos para seguir cada cual el suyo, yo hacia Bagdad y el derviche hacia Bassra. Pero en el camino me había dicho yo, pensando en el reparto consabido: "¡Por Alah! este derviche pide demasiado por lo que ha hecho. ¡Verdad es que él me ha revelado el tesoro, y lo ha abierto, merced a su ciencia de la hechicería, que el Libro Santo reprueba! ¿Pero qué hubiera hecho sin mis camellos? ¡Y hasta puede ser que sin mi presencia no hubiera tenido éxito la cosa, ya que el tesoro indudablemente está escrito a mi nombre, en mi suerte y en mi destino! Creo, pues, que si le doy cuarenta camellos cargados de estas pedrerías salgo perdiendo yo, que me he fatigado cargando los sacos mientras él descansaba sonriendo; y al fin y al cabo, yo soy el dueño de los camellos. No conviene, por tanto, que le deje hacer el reparto a su antojo. Y sabré hacerle atender a razones".
Así es que, cuando llegó el momento del reparto, dije al derviche: "¡Oh santo hombre! tú que, según los principios de tu corporación, debes preocuparte muy poco de los bienes del mundo, ¿qué vas a hacer de esos cuarenta camellos con su carga, que tan indiferente me reclamas como precio de tus indicaciones?" Y lejos de escandalizarse por mis palabras o de enfadarse, como yo esperaba, el derviche me contestó con voz pausada: `Babá-Abdalah, estás en lo cierto al decir que debo ser hombre que se preocupa muy poco de los bienes de este mundo. Así, no es por mí por quien reclamo la parte que me corresponde en un reparto equitativo, sino para distribuirla por el mundo a todos los pobres y a todos los desheredados. En cuanto a lo que tú llamas injusticia, piensa, ya Babá-Abdalah, que con cien veces menos de lo que te he dado serías ya el más rico de los habitantes de Bagdad. Y olvidas que nada me obligaba a hablarte de ese tesoro, y que hubiera podido guardar para mí solo el secreto. ¡Desecha, pues, la avidez y conténtate con lo que Alah te ha dado, sin tratar de contravenir nuestro acuerdo!"
Entonces, aunque convencido de la mala calidad de mis pretensiones y seguro de mi falta de derecho, cambié la cuestión de aspecto y de forma y contesté: "¡Oh derviche! me has convencido de mis errores. Pero permíteme que te recuerde que eres un excelente derviche que ignora el arte de conducir camellos y no sabe más que servir al Altísimo. Por lo visto, olvidas el apuro en que te verías al querer conducir a tantos camellos acostumbrados a la voz de su amo. Si quieres creerme, coge lo menos posible, sin perjuicio de volver más tarde al tesoro para cargar de nuevo con pedrerías, ya que puedes abrir y cerrar a tu antojo la entrada de la gruta. Escucha, pues, mi consejo y no expongas tu alma a sinsabores y preocupaciones a que no está acostumbrada". Y el derviche, como si no pudiese rehusarme nada, contestó: "Confieso ¡oh Babá-Abdalah! que de primera intención no había reflexionado en lo que acabas de recordarme; y heme aquí ya extremadamente inquieto por las consecuencias de ese viaje, solo con todos esos camellos. Escoge, pues, de los cuarenta camellos que me corresponden los veinte que te plazca escoger, y déjame los veinte restantes. ¡Después vete bajo la salvaguardia de Alah!"
Y yo, muy sorprendido de encontrar en el derviche tanta facilidad para dejarse persuadir, me apresuré a escoger primero los cuarenta que me correspondían del reparto y luego los otros veinte que me cedía el derviche. Y tras de darle gracias por sus buenos oficios, me despedí de él y me puse en camino para Bagdad, mientras él guiaba sus veinte camellos por el lado de Bassra.
Y he aquí que no había dado yo más que unos veinte pasos, cuando el cheitán infundió en mi corazón la envidia y la ingratitud. Y empecé a deplorar la pérdida de mis veinte camellos, y más aún las riquezas que llevaban de carga al lomo. Y me dije: "¿Por qué me arrebata mis veinte camellos ese derviche maldito, si es dueño del tesoro y puede sacar de allá cuantas riquezas quiera?" Y de repente paré mis animales y eché a correr detrás del derviche, llamándole con todas mis fuerzas y haciéndole señas para que detuviese sus animales y me esperase. Y oyó mi voz y se detuvo. Y cuando le alcancé, le dije: "¡Oh hermano mío derviche! en cuánto te he dejado he empezado a preocuparme mucho por ti, debido al interés que me tomo por tu tranquilidad. Y no he querido resolverme a separarme de ti sin hacerte considerar una vez más cuán difíciles de conducir son veinte camellos cargados, sobre todo cuando se es, como tú, ¡oh hermano mío derviche! un hombre que no está acostumbrado a este oficio y a este género de ocupación. ¡Créeme que te encontrarás mucho mejor si no te llevas más que diez camellos a lo sumo, aliviándote de los otros diez en un hombre como yo, a quien no cuesta más trabajo cuidar de ciento que de uno solo!" Y mis palabras produjeron el efecto que yo anhelaba, pues el derviche me cedió sin ninguna resistencia los diez camellos que le pedía, de modo que sólo le quedaron diez, y yo me vi dueño de setenta camellos con sus cargas, cuyo valor superaba a las riquezas de todos los reyes de la tierra reunidos.
Después de aquello parece ¡oh Emir de los Creyentes! que yo debía tener motivo para estar satisfecho. Pues bien; ni por asomo lo estaba. Y mis ojos permanecieron tan vacíos como antes, si no más, y mi avidez iba en aumento con mis adquisiciones. Y empecé a redoblar mis solicitudes, mis ruegos y mis importunidades para decidir al derviche a rematar su generosidad accediendo a cederme los diez camellos que le quedaban. Y le abracé y le besé las manos, y tanto hice, que no tuvo el valor de rehusármelos, y me anunció que me pertenecían, diciéndome: "¡Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 876ª NOCHE
Ella dijo:
"¡. .. Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor, y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino".
Y yo, ¡oh mi señor! en vez de llegar al límite de la satisfacción por haberme convertido en propietario de toda la carga de pedrerías, me sentí impulsado por la avidez de mis ojos a pedir otra cosa más. Y aquello era lo que debía ocasionar mi perdición. Me vino a las mientes, en efecto, la idea de que el bote de oro que contenía la pomada, y que el derviche había sacado de la orza preciosa antes de salir de la gruta, también tenía que pertenecerme como lo demás. Porque me decía yo: "¡Quién sabe las virtudes que podrá tener esa pomada! Y además, claro es que tengo derecho a llevarme ese bote, pues el derviche puede procurarse en la gruta otros iguales cuando le plazca". Y este pensamiento me determinó a hablarle del particular. Así es que, cuando acababa de abrazarme para despedirse de mí, le dije: "Por Alah sobre ti ¡oh hermano derviche! ¿Qué quieres hacer con este bote de pomada que te has escondido en el seno? ¿Y de qué le puede servir esa pomada a un derviche que de ordinario no utiliza pomadas ni olor de pomada ni sombra de pomada? ¡Mejor es que me des ese bote, a fin de que yo me lo lleve con lo demás como recuerdo tuyo!"
A la sazón yo esperaba que, irritado por mi insistencia, el derviche me rehusase sencillamente el bote consabido. Y estaba dispuesto a basarme en su negativa para arrebatárselo a la fuerza, pues que yo era, con mucho, el más fuerte, y en caso de que se resistiera, a dejarle en el sitio en aquel paraje desierto. Pero, en contra de mis suposiciones, el derviche me sonrió con bondad, se sacó del seno el bote, y me lo presentó graciosamente diciéndome: "¡Toma, aquí tienes el bote, ¡oh hermano Babá-AbdaJah! y ojalá satisfaga el último de tus deseos! Por otra parte, si crees que puedo hacer más por ti, no tienes más que hablar, y aquí estoy dispuesto a complacerte".
Cuando tuve el bote entre las manos, lo abrí, y mirando su contenido, dije al derviche: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano derviche! completa tus bondades diciéndome cómo se usa y qué virtudes tiene esta pomada que desconozco!" Y añadió: "Sabe, ya que lo preguntas, que esta pomada ha sido triturada por los dedos de los genn subterráneos, que han puesto en ella facultades maravillosas. En efecto, si se aplica un poco alrededor del ojo izquierdo y en el párpado, hace aparecer ante quien la ha utilizado los escondrijos donde se encuentran los tesoros de la tierra. Pero si, por desgracia, se aplica esta pomada al ojo derecho, de repente queda uno ciego de ambos ojos a la vez. Y tal es la virtud y tal es el uso de esta pomada, ¡oh hermano Babá Abdalah! ¡Uassalam!"
Y tras de hablar así, quiso de nuevo despedirse de mí. Pero le retuve por la manga, y le dije: "¡Por tu vida! hazme el último favor aplicándome tú mismo esta pomada en el ojo izquierdo, pues sabrás hacerlo mucho mejor que yo, y estoy en el límite de la impaciencia por experimentar la virtud de esta pomada de la que soy poseedor". Y el derviche no quiso hacerse rogar más, y siempre amable y tranquilo, tomó un poco de pomada con la yema del dedo y me la aplicó alrededor del ojo izquierdo y en el párpado izquierdo, diciéndome "¡Abre el ojo izquierdo y cierra el derecho!"
Y abrí el ojo izquierdo untado de pomada, ¡oh Emir de los Creyentes! y cerré el ojo derecho. Y al punto desaparecieron todas las cosas visibles a mis ojos habitualmente para dejar sitio a planos superpuestos de grutas subterráneas y marinas, de troncos de árboles gigantescos ahuecados por la base, de estancias abiertas en roca y de escondrijos de todas clases. Y todo aquello estaba lleno de tesoros de pedrerías, orfebrerías, joyeles, alhajas y dinero de todos los colores y de todas las formas. Y vi metales en sus minas, plata virgen y oro natural, piedras cristalizadas en su ganga y filones preciosos circundando la tierra. Y no cesé de mirar y de maravillarme, hasta que sentí que mi ojo derecho, que me veía obligado a tener cerrado, se fatigaba y quería abrirse. Entonces lo abrí, y al punto los objetos del paisaje que me rodeaba se pusieron por sí solos en su sitio habitual, y todos los planos, debidos al efecto de la pomada mágica, desaparecieron, alejándose.
Y asegurándome así de la verdad acerca del efecto real de aquella pomada cuando se aplicaba al ojo izquierdo, no pude por menos de abrigar dudas acerca del efecto de su aplicación al ojo derecho. Y me dije para mi fuero interno: "Entiendo que el derviche está lleno de astucia y de doblez, y ha estado conmigo tan asequible y tan afable para engañarme a la postre. Porque no es posible que la misma pomada produzca dos efectos tan contrarios en las mismas condiciones, sencillamente a causa de la diferencia de sitio". Y dije al derviche riendo: ¿'¡Eh, ualah! ¡oh padre de la astucia, creo que te ríes de mí al presente! Porque no es posible que una misma pomada produzca efectos tan opuestos uno a otro. Antes bien, me parece, pues que no la has ensayado en ti mismo, que, aplicada al ojo derecho, esta pomada tendrá la virtud de poner a mi disposición los tesoros que me ha enseñado mi ojo izquierdo. ¿Qué opinas? ¡Puedes hablar sin reticencias! Y por cierto que, me des o me quites la razón, quiero experimentar en mi propio ojo el efecto de esta pomada al lado derecho, a fin de no tener ya duda. Te ruego, pues, que me la apliques sin tardanza al ojo derecho, porque es preciso que me ponga en camino antes de ocultarse el sol".
Pero por primera vez desde que nos encontramos, el derviche tuvo un movimiento de impaciencia, y me dijo: "¡Babá-Abdalah, tu petición es irrazonable y nociva, y no puedo resolverme a hacerte mal después de haberte hecho bien! ¡No me obligues, pues, con tu obstinación a obedecerte en una cosa de la que te arrepentirás toda tu vida!" Y añadió: "Separémonos, pues, como hermanos, y que cada cual vaya por su camino". Pero yo ¡oh mi señor! no le dejé, y cada vez estaba más persuadido de que las dificultades que ponía no tenían otro objeto que impedirme tener en mi mano, perteneciéndome absolutamente, los tesoros que podía ver con mi ojo izquierdo. Y le dije: "Por Alah, ¡oh derviche! si no quieres que me separe de ti con el corazón descontento por cosa tan fútil, después de tantas de importancia como me has concedido, no tienes más que untarme el ojo derecho con esta pomada, pues yo no sabría. Y en verdad que no te dejaré más que con esta condición".
Entonces el derviche se puso muy pálido y su rostro tomó un aire de dureza que no conocía yo en él, y me dijo: "Te vuelves ciego con tus propias manos". Y tomó un poco de pomada y me la aplicó alrededor del ojo derecho y en el párpado derecho. Y ya no vi más que tinieblas con mis dos ojos, y me convertí en el ciego que ves, ¡ oh - Emir de los Creyentes!
Y al sentirme en aquel estado lamentable, volví en mí de pronto y exclamé, tendiendo los brazos al derviche: "Sálvame de la ceguera, ¡oh hermano mío!" Pero no obtuve ninguna respuesta, y se mantuvo él sordo a mis súplicas y a mis gritos, y le oí poner en marcha los camellos y alejarse, llevándose lo que había sido mi parte y mi destino. Entonces me dejé caer al suelo, y estuve sin conocimiento un largo transcurso de tiempo. Y sin duda habría muerto de dolor y de confusión en aquel sitio, si al día siguiente no me hubiese recogido y traído a Bagdad una caravana que volvía de Bassra.
Y desde entonces, tras de haber visto pasar al alcance de mi mano la fortuna y el poder, me vi reducido a este estado de mendigo por los caminos de la generosidad. Y en mi corazón entró el arrepentimiento por mi avaricia y por lo que abusé de los beneficios del Retribuidor, y para castigarme yo mismo, me impuse la penitencia de una bofetada de mano de toda persona que me diera limosna.
Y tal es mi historia, ¡oh Emir de los Creyentes! Y te la he contado sin ocultar en nada mi impiedad y la bajeza de mis sentimientos. Y heme aquí dispuesto a recibir una bofetada de mano de cada uno de los honorables circunstantes, aunque no sea ése bastante castigo.
¡Pero Alah es infinitamente misericordioso!"
Cuando el califa hubo oído esta historia del ciego, le dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! ¡Indudablemente tu crimen es un crimen grande y la avidez de tus ojos una avidez imperdonable! Pero creo que te han redimido ya tu arrepentimiento y tu humildad ante el Misericordioso. Y por eso quiero que en adelante esté asegurada tu vida por cuenta de mi tesorero, para no verte sufrir esa penitencia pública que te has impuesto. Y en consecuencia, el visir del tesoro te dará a diario diez dracmas de moneda mía para tu subsistencia. ¡Y Alah te tenga en Su misericordia!"
Y ordenó que también se entregase igual suma al maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y retuvo junto a él, para tratarlos mejor según se merecía su rango y con toda la magnificencia que acostumbraba, al joven dueño de la yegua blanca, al jeique Hassán y al jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos.
"¡Pero no creas ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazadaque esta historia es comparable de cerca ni de lejos a la de LA PRINCESA SULEIKA Y como el rey Schahriar no conocía esta historia, Schehrazada dijo:
HISTORIA DE LA PRINCESA SULEIKA