El caso Julio Zimens (Enrique Lopez Albujar)
I
—Entre los numerosos casos en que
ha intervenido usted como juez, doctor,
¿cuál ha sido el más interesante, el más
sensacional?
—El más significante de todos,
judicialmente, señora. El caso Julio
Zimens; un comprimido sumarial de
veinte folios. Le aseguro a usted, señora,
que es lo más conmovedor que he
conocido, lo más triste y lo más trágico
también.
—¿Y el descuartizamiento de los
hermanos Ingunza? ¿Y el asesinato del
joven Carrillo? ¿Y la mujer aquella de
la calle General Prado, que apareció
estrangulada con sus dos nietecitos?
—Todo eso es nada al lado del caso
Zimens. Un asesinato es un caso vulgar,
un hecho más o menos vivo de
bestialidad, de ferocidad. Es lo
corriente, y más corriente todavía
procesar por estas cosas. Mientras unos
se entretienen en poner pinceladas
azules en el lienzo de la vida, para que
se las aplaudan, otros rabian por
ponerlas rojas, para que la justicia tenga
que intervenir.
—Pero usted convendrá conmigo en
que, por más vulgar que sea aquello de
asesinar, en todo asesinato hay algo
interesante.
—Claro. Pero yo no me refiero a
eso. Lo que he querido decirle a usted es
que en un caso en que no había delito,
judicialmente hablando, y, por
consiguiente, ni actor ni reo, había, sin
embargo, todo esto, moralmente se
entiende.
—Yo no creo que haya nada más
emocionante que un asesinato…
—Cuando se presencia, señora.
Después en frío… Para mí, juez de
provincia, de una provincia como ésta,
donde todo crimen es una atrocidad y
todo criminal un antropoide, donde las
víctimas despiertan canibalismos
ancestrales y la superstición interviene
en el asesinato con su ritualidad
sangrienta, la emoción que causa el
último crimen es siempre menor que la
del presente… Los jueces, los médicos,
las madres de caridad tenemos un punto
de contacto: la anestesia del sentimiento.
Además, fíjese usted, en el crimen todo
es cuestión de forma. Las variantes de la
delincuencia no son más que proteísmos
de un mismo hecho: la violación de la
ley. Se está dentro de la ley como se está
fuera de ella, y se sale de ella por una
infinidad de puertas, con más o menos
violencia —cuestión de temperamento--
pero siempre por las mismas puertas que
salieron otros. No hay novedad en esto,
no hay originalidad. Si alguien se
pusiera a buscar la originalidad en el
delito acabaría por aburrirse al ver la
estupidez de los delincuentes. Siempre
las mismas cosas: agresión, violencia,
engaño, latrocinio. Los cuatro puntos
cardinales del crimen, dentro de los
cuales el alma de los predestinados se
agita como una aguja imantada.
—¿Y usted ha encontrado la
originalidad en el caso Zimens?
—No. ¡Qué ocurrencia! Es un caso
vulgarísimo también.
—¿Y entonces?…
—Es que la originalidad de mi caso
no está en el hecho mismo sino en el
autor del hecho. Desde este punto de
vista podría decir que el caso tiene dos
originalidades: una antecedente y otra
consiguiente.
Y mi interlocutora, que, al parecer,
no se sentía muy convencida de mi
afirmación, me interrumpió con esta
frase, que subrayó con la más fina de sus
ironías.
—¡Caramba!, dos originalidades
cuando más desesperaba yo de encontrar
una.
—Y va usted a verlo.
Y la señora Linares se arrellanó en
el sofá en actitud de reposo, mientras yo
comenzaba a relatar mi caso en esta
forma:
II
—Usted conoció a Julio Zimens: un
hombre alto, fornido, esbelto, hermoso,
virilmente hermoso. Un dolicocéfalo de
cabellos ensortijados y blondos, como
libra de oro acabada de acuñar, bajo los
cuales ostentaba una faz marmórea, en la
que fulguraban dos ojos azules, como
dos luceros en una noche serena. Un
Apolo germano, que escandalizaba con
su belleza. ¿He exagerado la pintura?
La señora Linares abandonó su
actitud, irguió el busto opulento y, con
una sonrisa que parecía provocada por
una reminiscencia agradable, se
apresuró a decir:
—No describe usted mal, mi querido
doctor. Aunque yo estaba muy niña
entonces, recuerdo haber visto la figura
de Julio Zimens en alguna parte. Se diría
que usted la ha visto también.
—Sí, la he visto en fotografía en
cierta casa. ¿No es verdad que era un
tipo arrogante?
La señora Linares se sonrojó
levemente, a pesar del esfuerzo visible
que hiciera para dominarse, y, después
de alguna vacilación, se apresuró a
decir:--
Indudablemente que lo era. Pero
ha exagerado usted un poco. Aquello de
los ojos azules como luceros… Una
frase de colegiala romántica.
—Exacto. Pero está tomada de una
pintura de la época. Así lo describe una
carta, que he tenido la ocasión de ver,
precisamente en casa de una pariente
suya, señora. Parece que se trataba de
una confidencia entre dos colegialas a
propósito de la aparición de aquel
buenmozo.
En esta vez el sonrojo de la señora
Linares creció de manera alarmante; mas
yo, que en materia de sonrojos
femeninos soy un tanto discreto, fingí no
verlo y reanudé mi historia.
—Exageración o no lo de los ojos
de Julio Zimens lo cierto es que este
hombre logró conmover a todo Huánuco.
Un hombre así, con todos los atributos
de la belleza masculina y el prestigio de
su raza, tenía, por fuerza, que ser un
partido codiciable. Pero Zimens era un
extravagante, o una equivocación de la
naturaleza, o un ente que no sabía de la
explotación del propio valer o, si lo
sabía, tenía el dendismo de desdeñarlo.
Se mostró indiferente a las asechanzas y
tentaciones femeninas. Hasta se le creyó
un misógino. Su castidad se deslizaba
serena por entre los escollos de la vida
solteril. Fue un tranquilo, un honesto, un
impasible. Pero como supongo que usted
no le han de interesar estos pormenores,
señora, hágole gracia de ellos, y, de un
salto, paso al periodo en que aparece
Julio Zimens convertido en hombre de
estado. ¡Un hombre de estado Julio
Zimens! Parece inverosímil…
»¿Qué es lo que había pasado en la
vida de este hombre? Otro desvío de lo
que un buen burgués llamaría el riel de
la normalidad. Otra equivocación, que
diría un hombre práctico. Se había
casado de repente allá lejos, en las
montañas, entre las cuatro chozas de una
aldea perdida, para después ir a
establecerse con su mujer en la soledad
neurastenizadora de un fundo.
»Naturalmente la noticia conmovió a
Huánuco entero, y todos —en esta
palabra la comprendo a usted también,
señora—, todos se apresuraron a
averiguar por la feliz mujer que había
logrado quebrantar, en el breve espacio
de unos días, la indiferencia del
desdeñoso germano. Lo que no tardó en
saberse. ¿Recuerda usted, señora, de la
inmensa carcajada con que Huánuco
recibió el nombre de la elegida?
—Vaya si recuerdo. Como que fui yo
una de las que reía también. ¡Qué mujer
la que había ido a escoger Zimens a la
montaña, válgame Dios! ¡A la Martina
Pinquiray! Una india, que no tenía más
mérito que una carita aceptable. Una
india de pata al suelo, que, a la primera
intención, se dejó quitar la manta por el
gringo y lo siguió como una cabra.
—Una costumbre encantadora, capaz
de tentar a cualquier hombre.
—¡Ah, ya lo creo! Ustedes querrían
verla implantada en Huánuco.
—Con lo que nada perdería la
moralidad, señora, porque, usted bien lo
comprende, antes de quitar a una mujer
la manta habría que quitarle la voluntad.
Y no me diga usted que no hay nada
parecido en nuestras costumbres. Entre
los panatahuinos la mujer se deja quitar
la manta en señal de consentimiento;
entre nosotros, con un pedazo de oro, en
forma de anillo, se deja quitar todo.
—¿Es usted partidario de enlaces
como el de Zimens con la Pinquiray?
¡Qué amalgama, Dios mío!
Y la señora Linares, que parecía
haber retrocedido al tiempo de la noticia
despatarrante, soltó una carcajada tan
burlona, tan convulsiva, tan cruel, que
no pude menos que decirle, a manera de
reproche:
—La Pinquiray fue la india más
hermosa de los panatahuinos, hermosa
como un sol y digna de una estatua.
La señora Linares dejó de reír
repentinamente, contrajo el ceño y, con
entonación de amargura mal disimulada,
se apresuró a responder:
—Sí; como hermosa, lo era. Así lo
oí decir a más de uno que la conoció
íntimamente.
Y el íntimamente fue acentuado con
una intención diabólica, a la cual me vi
obligado a responder con este elogio
más: —Y era también mujer de talento.
—¡Ya! Tuvo al menos el talento de
conquistar a un gringo.
—El talento de conquistar a un
hombre con fama de inconquistable, que
es el triunfo que más envidian las
mujeres, con perdón de usted, señora.
—Se equivoca usted
lastimosamente, mi querido juez. Lo que
más envidiamos las mujeres, hablo de
las mujeres honestas, es la gloria de
hacer felices a nuestros maridos.
¿También tuvo esa gloria la señora
Pinquiray de Zimens?
—A eso voy, precisamente. Hay que
ser fiel a la verdad. No tuvo esa gloria,
pero tal vez fue porque no lo quiso.
Zimens no fue feliz con su mujer. Había
entre ellos, según él mismo me lo
contara después, una disparidad de
puntos de vista tal que la felicidad se
espantó del hogar desde el primer
momento. Zimens, en medio de sus
extravagancias, era un romántico, un
bohemio, una inteligencia atiborrada de
teorías nebulosas, de esteticismos
abstrusos, de conceptos filosóficos
atrevidos, todo lo cual formaba en torno
suyo una valla insalvable para el alma
inculta y primitiva de su mujer. Fue un
matrimonio sin puntos de afinidad; ni
siquiera un matrimonio de esos en que
los esposos, cuando no coinciden en el
sentimiento, coinciden en la opinión. La
Pinquiray no tenía opinión de nada y
Zimens tenía opinión de todo. Lo que en
éste suscitaba un reproche, una
crispatura, una reprobación, un anatema,
en aquella producía una sonrisa extraña,
un silencio de esfinge, una serenidad de
lago tranquilo. Y en el gusto y las
costumbres el choque fue más franco
todavía. En ella, una frugalidad inútil,
una sed de ahorro insaciable, una
miseria intencionada. En él todo era
elegancia, exquisitez, refinamiento.
Agréguese a esto el egoísmo de una
mujer, extrañamente insociable, y se
tendrá el cuadro completo del hogar de
Julio Zimens.
»Y aquí estriba la originalidad de mi
caso. Estamos en presencia de un
hombre cuya vida es una perpetua
contradicción, de quien nadie sabe por
qué vino a estas tierras, dejando a su
espalda centros más cultos y más
propicios al éxito. Pero es que en
Zimens había un virtuoso científico, ante
el que todas las conveniencias
desaparecían: era un admirador de la
civilización incaica. A través de
Prescott, Tschudi y demás historiadores
de la conquista, había encontrado en el
gran imperio de los incas los mismos
principios de solidaridad política que en
el poderoso imperio germano: el
derecho de la fuerza, el derecho divino,
la casta militar, el feudo, el despotismo
paternal, la disciplina automatizadora, la
absorción del individuo por el estado, el
insaciable espíritu de conquista, el
orgullo de una raza superior, llevado
hasta la demencia…
»Y algo más todavía, algo que
Alemania no había alcanzado aún, a
pesar de su desmedido servilismo
militar y científico: el bienestar público
como coronación del imperialismo
incaico. Obra de pueblo superior, de
raza fuerte, de gobernadores sabios. El
Perú realizó entonces en Sudamérica, en
gran parte, la obra que pretendía realizar
Alemania en Europa, el dominio
continental. Incaísmo y kaiserismo
venían a ser para Zimens la misma cosa.
Y, de similitud en similitud, el teutón
llegó al apasionamiento por nuestro
pasado precolombino.
»Fue esta pasión, este sueño de
romántico enamorado de la fuerza, el
que lo trajo hasta el corazón de estas
tierras andinas, y, con él, el propósito de
sentar en la experiencia propia la base
de una teoría étnica, de saber qué
resultados prácticos podría obtenerse
del cruzamiento de dos razas viejas y
superiores. ¿Por qué no fue al Cuzco?
Por capricho tal vez.
»He aquí explicada, señora, la razón
que tuvo Zimens para cometer el
imperdonable delito de pasar como
sonámbulo por entre el jardín
encantador de vuestras bellezas de
entonces. Perdónele, señora, en gracia
del ideal que persiguió. Y la experiencia
resultó un fracaso, como lo habrá
adivinado usted, señora, desde el primer
momento.
»Y vamos a los hijos. La unión no
dejó de ser fecunda. ¡Pero qué hijos,
señora mía, qué hijos! Un fiasco para el
virtuosismo, una jugarreta a la teoría, un
golpe al ideal. De los seis hijos que tuvo
el matrimonio —cuatro varones y dos
mujeres— ninguno respondió a las
expectativas. Como las ranas, todos
ellos, a poco de sentirse autónomos se
arrojaron al charco de la vida
montañesa, aquello fue una vergüenza y
un tormento para Julio Zimens.
»Y sobre este desencanto, sobre esta
defraudación espiritual, sobre este
naufragio de la prole misérrima y
desequilibrada, vino a caer sobre
Zimens de repente el peso de una
desgracia inmensa, horrible,
desesperante, traidora, vil… Un día
descubrió el infeliz en su apolínea faz,
de blancura impecable, la lividez de un
tumor sospechoso. ¿Qué podría ser
aquello? ¿Alguna manifestación
venérea? ¿Algún resabio atávico? ¿La
incubación de algún parásito maligno?
… Zimens voló a Huánuco, consultó a
todos los médicos, respondió a todas sus
preguntas, sufrió todos sus exámenes,
todas sus prescripciones, para saber, al
fin, que las garras implacables de un
cáncer le habían cogido por lo más
noble del cuerpo y que su mal era
irremediable.
—¡Un horror! —exclamó la señora
Linares—. Yo no quise verle así jamás.
¡Pobrecillo! Cuando alguna vez le veía a
la distancia, yo retrocedía o me
refugiaba en alguna tienda.
—El horror de los horrores. Y el
suplicio de Zimens se ensanchó hasta
hacerse esquiliano. Zimens comenzó a
parecerse a Job, señora. No le faltó ni el
estercolero, porque algo de eso tenía el
tugurio en donde fue a refugiarse con su
podre. Como las gentes huían su
contacto y los perros, al verle pasar, se
apartaban de él gravemente, después de
olfatearle, Zimens acabó por volverse
misántropo. Con su paraguas negro, su
bastón amarillo y su vendojo verde, que
le cubría desde la ceja izquierda hasta el
carrillo, salía a determinada hora a
hacer su provisión de mendrugos, o a
tomar el sol para no morirse de tedio o
de hartura de soledad y sombra. Y así,
repudiado por todos, su vida se asemejó
al arrastramiento de un féretro
ambulante, a cuyo paso el asco y el
temor ponían en las bocas rictus de
hostilidad o crispaturas de protesta.
Hasta la mano de pulpero chino,
acostumbrada a soterrarse en el cieno de
los bajos oficios, hasta esa mano rehusó
el contacto del papel con que Julio
Zimens se empeñaba en pagar lo que
compraba. «Lleva no má» —decíale el
pulpero, con una sonrisa de caridad
forzada.
»Y Zimens, cansado ya de verse
echado cortésmente —con cortesía
flagelante— de los hoteles, de las
fondas, de los figones, acosado de
hambre, tuvo al fin que sofocar las
voces de su orgullo de germano, de su
dignidad de hombre, y resignarse a
aceptar la más humillante de las
caridades: la que da de comer. La
compasión pública cayó sobre esa alma
solitaria como un escupitajo; una
compasión de anhelos homicidas, una
especie de lástima con garras, que, de
buena gana, habría estrangulado al
compadecido. Y él soportó esta
situación seis, ocho, diez años, viendo
día a día cómo el círculo de la llaga
horrenda se ensanchaba, cómo la
molécula, sana ayer, aparecía hoy
contaminada y roída, cómo la virulencia
se burlaba de los besos purificadores
del termocauterio, cómo para esa rosa
lívida, hedionda y rezumante no había el
rocío de un milagro.
»Y llegó el día en que un gran
pedazo del labio superior desapareció
completamente, dejando al descubierto
una encía purpúrea y unos incisivos
amarillentos, que parecían ansiosos de
morder; que la nariz irreprochable
quedó convertida en un triángulo oscuro,
viscoso, cóncavo; que uno de los ojos
comenzó a desorbitarse y a tomar un
estrabismo siniestro. Y allí en su
tugurio, solo, abandonado, insomne,
comenzó a dudar de Dios y a meditar
contra sí mismo. ¿Concibe usted, señora,
los pensamientos, ansiedades, rabias,
dolores, tristezas, desencantos,
maldiciones y odios que chocarían en el
alma de ese bendito réprobo? ¿Concibe
usted que se pueda vivir siendo hombre
y perro a la vez? ¿Querría usted haber
vivido por un instante la vida de Julio
Zimens? Confiese usted, señora, usted, a
quien en su niñez le enseñaron a creer en
la tragedia del Calvario, que por encima
de los padecimientos de Jesús ha
habido, y habrá en todas las épocas,
padecimientos más tristes, más hondos,
más sombríos. Y más dignos de una
redención también. La muerte de Jesús
fue un triunfo, y él tuvo después del
descendimiento siquiera el regazo
bendito de una madre. Bien se puede
morir así por el hombre, señora, ¡pero
vivir y morir como Zimens!…
—¡Ah, murió al fin Julio Zimens!
Creí que todavía vivía en la montaña,
que había vuelto al lado de su bella y
digna consorte —exclamó la señora
Linares, siempre atrincherada en su
ironía implacable.
—¡Qué había de volver! El infeliz
no pudo tener ni el consuelo de padecer
entre los suyos. Después de repudiarle
su mujer, de echarle de la misma
hacienda, solicitó ella, por consejo de
sus mismos hijos, autorización judicial
para enajenar el fundo. El desastre
completo. Zimens tuvo el rasgo señorial
de no oponerse ni protestar contra esas
miserias.
—¿Y cómo sabe usted tanto de su
vida, doctor? Todo lo que va usted
contándome parece una novela.
—Por él mismo, señora. Una
mañana, la mañana última de su vida,
llegó Zimens hasta la puerta de mi
despacho. Y digo hasta la puerta porque
por más instancias que le hice para que
entrara, venciendo por supuesto todo mi
horror, él no quiso pasar del umbral.
Seguramente adivinó en el gesto
involuntario que hice al verle, que su
presencia me había disgustado. Con el
paraguas en una mano y el bastón en la
otra, la cara semicubierta por el vendojo
verde y húmedo, que él procuraba
despegarse a ratos, mirábame con el
único ojo que le quedaba todavía, un ojo
azul, triste, frío, deslustrado, como el de
un pescado muerto.
—¿Querría usted, señor juez, oírme
unos quince minutos? —me interrogó
con voz rajada, gangosa, que parecía
obstinada en no quererle salir de las
fosas nasales.
—Lo que usted guste, señor mío.
Pero entre usted, siéntese. Aquí todo el
mundo tiene derecho entrar.
—Menos yo. Un hombre como yo
está demás en cualquier parte. Figúrese
usted que ni en el muladar de Santa
Rufina me consienten. Los chicos me
apedrean y los perros me ladran. Pero
esto no le importa a usted. He venido a
hacerle una consulta. ¿Un juez no es
hombre de consulta?
Sonreí y contesté:
—Usted dirá de qué se trata.
—¿Cree usted que un hombre de mi
condición tiene derecho a matarse?
—Nunca hay derecho para hacer el
mal y menos contra sí mismo, señor mío.
—Vamos, le haré a usted la pregunta
en otra forma. ¿Usted en mi situación se
resignaría a seguir viviendo?
—La resignación es cuestión de
temperamento, señor, y el valor de la
vida, cuestión de apreciación —le
respondí—. Hay gente para quienes la
vida, por miserable y odiosa que sea, es
un supremo bien.
—¡Oh, señor!, para mí es un
supremo mal.
—¿Y cómo siéndolo se ha resignado
usted a soportarla hasta hoy? —le
contesté, con una crueldad que me causó
después remordimiento.
—¿Sabe usted por qué? Porque hasta
hoy he sido un cobarde. A unos les basta
un segundo para tomar una resolución; a
otros diez años, como a mí.
—¿No es usted creyente? ¿No cree
usted en la vida futura, en la
inmortalidad y evolución de las almas?
—Acabo de confesarme. Soy un
creyente que cree hasta en la bondad del
suicidio. El suicidio es el último bien
del que lo ha perdido todo. Y creo que
mi vida tiene una razón de ser, como
creo también que en mí hay un poder que
puede destruir esa razón cuando quiera.
Pero veo que usted me ha eludido la
cuestión. No me ha contestado usted qué
es lo que haría en mi lugar.
—¿Yo? Habría que estar en su lugar
primero. La suposición está siempre por
debajo de la realidad. El sufrimiento no
se supone, hay que sentirlo. Además, el
instinto de conservación es tan
poderoso… Y, en medio del dolor, de la
infidelidad, siempre hay algo que nos
liga a la vida.
—¿Y cuando se es tan infeliz que
teniéndolo todo no se tiene nada?
—Explíqueme usted su paradoja.
Y Zimens, con una verbosidad
ansiosa de desquite de silencio, con
sinceridad que a ratos parecía mentira y
a ratos cinismo, tomó de la mano a mi
espíritu y lo introdujo de golpe en la
sombría y enmarañada selva de su vida,
de esa vida que acabo de exponerle a
usted, señora. Cuando salí de ahí, tenía
el corazón dolorido, los ojos húmedos y
la garganta estrangulada por la emoción.
Terminada la relación de su historia,
Zimens me preguntó:
—Ahora, dígame usted, ¿no es
verdad que he debido matarme hace
tiempo?
Me limité a contestarle:
—Si yo no fuera juez le daría a usted
mi revólver.
—El revólver es lo de menos, mi
querido señor. Hay cien maneras de
matarse.
Y, haciendo una genuflexión
profunda, se retiró diciendo:
—Me voy con la satisfacción de
saber que hay una religión que perdona
al pecador y una justicia que absuelve al
delincuente… ¡Adiós!
III
Pocas horas después de la extraña
visita, la autoridad política me
comunicaba la muerte de Julio Zimens
en estos parecidos términos:
«Señor juez de turno: Acaba de ser
conducido al hospital de San Juan de
Dios el cadáver del súbdito alemán don
Julio Zimens, quien a las once de la
mañana de hoy se arrojó del puente de la
parroquia al Huallaga, según referencias
de las muchas personas que
presenciaron el acto, entre las cuales se
encontraban don Fulano y don Zutano.
Junto con el cadáver pongo a su
disposición un bastón y un paraguas, que
el suicida dejó en una de las tribunas del
puente. Lo que tengo el honor de
comunicarle para que usted se sirva
ordenar las medidas del caso».
—¡Qué impresión para usted,
doctor!
—¡Qué sarcasmo!, dirá usted
señora.
—¿Y usted fue quien instauró el
sumario?
—¡Y quien lo concluyó también!
—Por supuesto se comprobó el
suicidio.
—Sin ninguna duda.
—Trabajo engorroso e inútil.
—¿Por qué, señorita? Siempre es
útil saber la verdad de una muerte. Y
más útil todavía saber cómo mata la
sociedad y cómo un hombre puede ser
juez y reo al mismo tiempo.
—Entre los numerosos casos en que
ha intervenido usted como juez, doctor,
¿cuál ha sido el más interesante, el más
sensacional?
—El más significante de todos,
judicialmente, señora. El caso Julio
Zimens; un comprimido sumarial de
veinte folios. Le aseguro a usted, señora,
que es lo más conmovedor que he
conocido, lo más triste y lo más trágico
también.
—¿Y el descuartizamiento de los
hermanos Ingunza? ¿Y el asesinato del
joven Carrillo? ¿Y la mujer aquella de
la calle General Prado, que apareció
estrangulada con sus dos nietecitos?
—Todo eso es nada al lado del caso
Zimens. Un asesinato es un caso vulgar,
un hecho más o menos vivo de
bestialidad, de ferocidad. Es lo
corriente, y más corriente todavía
procesar por estas cosas. Mientras unos
se entretienen en poner pinceladas
azules en el lienzo de la vida, para que
se las aplaudan, otros rabian por
ponerlas rojas, para que la justicia tenga
que intervenir.
—Pero usted convendrá conmigo en
que, por más vulgar que sea aquello de
asesinar, en todo asesinato hay algo
interesante.
—Claro. Pero yo no me refiero a
eso. Lo que he querido decirle a usted es
que en un caso en que no había delito,
judicialmente hablando, y, por
consiguiente, ni actor ni reo, había, sin
embargo, todo esto, moralmente se
entiende.
—Yo no creo que haya nada más
emocionante que un asesinato…
—Cuando se presencia, señora.
Después en frío… Para mí, juez de
provincia, de una provincia como ésta,
donde todo crimen es una atrocidad y
todo criminal un antropoide, donde las
víctimas despiertan canibalismos
ancestrales y la superstición interviene
en el asesinato con su ritualidad
sangrienta, la emoción que causa el
último crimen es siempre menor que la
del presente… Los jueces, los médicos,
las madres de caridad tenemos un punto
de contacto: la anestesia del sentimiento.
Además, fíjese usted, en el crimen todo
es cuestión de forma. Las variantes de la
delincuencia no son más que proteísmos
de un mismo hecho: la violación de la
ley. Se está dentro de la ley como se está
fuera de ella, y se sale de ella por una
infinidad de puertas, con más o menos
violencia —cuestión de temperamento--
pero siempre por las mismas puertas que
salieron otros. No hay novedad en esto,
no hay originalidad. Si alguien se
pusiera a buscar la originalidad en el
delito acabaría por aburrirse al ver la
estupidez de los delincuentes. Siempre
las mismas cosas: agresión, violencia,
engaño, latrocinio. Los cuatro puntos
cardinales del crimen, dentro de los
cuales el alma de los predestinados se
agita como una aguja imantada.
—¿Y usted ha encontrado la
originalidad en el caso Zimens?
—No. ¡Qué ocurrencia! Es un caso
vulgarísimo también.
—¿Y entonces?…
—Es que la originalidad de mi caso
no está en el hecho mismo sino en el
autor del hecho. Desde este punto de
vista podría decir que el caso tiene dos
originalidades: una antecedente y otra
consiguiente.
Y mi interlocutora, que, al parecer,
no se sentía muy convencida de mi
afirmación, me interrumpió con esta
frase, que subrayó con la más fina de sus
ironías.
—¡Caramba!, dos originalidades
cuando más desesperaba yo de encontrar
una.
—Y va usted a verlo.
Y la señora Linares se arrellanó en
el sofá en actitud de reposo, mientras yo
comenzaba a relatar mi caso en esta
forma:
II
—Usted conoció a Julio Zimens: un
hombre alto, fornido, esbelto, hermoso,
virilmente hermoso. Un dolicocéfalo de
cabellos ensortijados y blondos, como
libra de oro acabada de acuñar, bajo los
cuales ostentaba una faz marmórea, en la
que fulguraban dos ojos azules, como
dos luceros en una noche serena. Un
Apolo germano, que escandalizaba con
su belleza. ¿He exagerado la pintura?
La señora Linares abandonó su
actitud, irguió el busto opulento y, con
una sonrisa que parecía provocada por
una reminiscencia agradable, se
apresuró a decir:
—No describe usted mal, mi querido
doctor. Aunque yo estaba muy niña
entonces, recuerdo haber visto la figura
de Julio Zimens en alguna parte. Se diría
que usted la ha visto también.
—Sí, la he visto en fotografía en
cierta casa. ¿No es verdad que era un
tipo arrogante?
La señora Linares se sonrojó
levemente, a pesar del esfuerzo visible
que hiciera para dominarse, y, después
de alguna vacilación, se apresuró a
decir:--
Indudablemente que lo era. Pero
ha exagerado usted un poco. Aquello de
los ojos azules como luceros… Una
frase de colegiala romántica.
—Exacto. Pero está tomada de una
pintura de la época. Así lo describe una
carta, que he tenido la ocasión de ver,
precisamente en casa de una pariente
suya, señora. Parece que se trataba de
una confidencia entre dos colegialas a
propósito de la aparición de aquel
buenmozo.
En esta vez el sonrojo de la señora
Linares creció de manera alarmante; mas
yo, que en materia de sonrojos
femeninos soy un tanto discreto, fingí no
verlo y reanudé mi historia.
—Exageración o no lo de los ojos
de Julio Zimens lo cierto es que este
hombre logró conmover a todo Huánuco.
Un hombre así, con todos los atributos
de la belleza masculina y el prestigio de
su raza, tenía, por fuerza, que ser un
partido codiciable. Pero Zimens era un
extravagante, o una equivocación de la
naturaleza, o un ente que no sabía de la
explotación del propio valer o, si lo
sabía, tenía el dendismo de desdeñarlo.
Se mostró indiferente a las asechanzas y
tentaciones femeninas. Hasta se le creyó
un misógino. Su castidad se deslizaba
serena por entre los escollos de la vida
solteril. Fue un tranquilo, un honesto, un
impasible. Pero como supongo que usted
no le han de interesar estos pormenores,
señora, hágole gracia de ellos, y, de un
salto, paso al periodo en que aparece
Julio Zimens convertido en hombre de
estado. ¡Un hombre de estado Julio
Zimens! Parece inverosímil…
»¿Qué es lo que había pasado en la
vida de este hombre? Otro desvío de lo
que un buen burgués llamaría el riel de
la normalidad. Otra equivocación, que
diría un hombre práctico. Se había
casado de repente allá lejos, en las
montañas, entre las cuatro chozas de una
aldea perdida, para después ir a
establecerse con su mujer en la soledad
neurastenizadora de un fundo.
»Naturalmente la noticia conmovió a
Huánuco entero, y todos —en esta
palabra la comprendo a usted también,
señora—, todos se apresuraron a
averiguar por la feliz mujer que había
logrado quebrantar, en el breve espacio
de unos días, la indiferencia del
desdeñoso germano. Lo que no tardó en
saberse. ¿Recuerda usted, señora, de la
inmensa carcajada con que Huánuco
recibió el nombre de la elegida?
—Vaya si recuerdo. Como que fui yo
una de las que reía también. ¡Qué mujer
la que había ido a escoger Zimens a la
montaña, válgame Dios! ¡A la Martina
Pinquiray! Una india, que no tenía más
mérito que una carita aceptable. Una
india de pata al suelo, que, a la primera
intención, se dejó quitar la manta por el
gringo y lo siguió como una cabra.
—Una costumbre encantadora, capaz
de tentar a cualquier hombre.
—¡Ah, ya lo creo! Ustedes querrían
verla implantada en Huánuco.
—Con lo que nada perdería la
moralidad, señora, porque, usted bien lo
comprende, antes de quitar a una mujer
la manta habría que quitarle la voluntad.
Y no me diga usted que no hay nada
parecido en nuestras costumbres. Entre
los panatahuinos la mujer se deja quitar
la manta en señal de consentimiento;
entre nosotros, con un pedazo de oro, en
forma de anillo, se deja quitar todo.
—¿Es usted partidario de enlaces
como el de Zimens con la Pinquiray?
¡Qué amalgama, Dios mío!
Y la señora Linares, que parecía
haber retrocedido al tiempo de la noticia
despatarrante, soltó una carcajada tan
burlona, tan convulsiva, tan cruel, que
no pude menos que decirle, a manera de
reproche:
—La Pinquiray fue la india más
hermosa de los panatahuinos, hermosa
como un sol y digna de una estatua.
La señora Linares dejó de reír
repentinamente, contrajo el ceño y, con
entonación de amargura mal disimulada,
se apresuró a responder:
—Sí; como hermosa, lo era. Así lo
oí decir a más de uno que la conoció
íntimamente.
Y el íntimamente fue acentuado con
una intención diabólica, a la cual me vi
obligado a responder con este elogio
más: —Y era también mujer de talento.
—¡Ya! Tuvo al menos el talento de
conquistar a un gringo.
—El talento de conquistar a un
hombre con fama de inconquistable, que
es el triunfo que más envidian las
mujeres, con perdón de usted, señora.
—Se equivoca usted
lastimosamente, mi querido juez. Lo que
más envidiamos las mujeres, hablo de
las mujeres honestas, es la gloria de
hacer felices a nuestros maridos.
¿También tuvo esa gloria la señora
Pinquiray de Zimens?
—A eso voy, precisamente. Hay que
ser fiel a la verdad. No tuvo esa gloria,
pero tal vez fue porque no lo quiso.
Zimens no fue feliz con su mujer. Había
entre ellos, según él mismo me lo
contara después, una disparidad de
puntos de vista tal que la felicidad se
espantó del hogar desde el primer
momento. Zimens, en medio de sus
extravagancias, era un romántico, un
bohemio, una inteligencia atiborrada de
teorías nebulosas, de esteticismos
abstrusos, de conceptos filosóficos
atrevidos, todo lo cual formaba en torno
suyo una valla insalvable para el alma
inculta y primitiva de su mujer. Fue un
matrimonio sin puntos de afinidad; ni
siquiera un matrimonio de esos en que
los esposos, cuando no coinciden en el
sentimiento, coinciden en la opinión. La
Pinquiray no tenía opinión de nada y
Zimens tenía opinión de todo. Lo que en
éste suscitaba un reproche, una
crispatura, una reprobación, un anatema,
en aquella producía una sonrisa extraña,
un silencio de esfinge, una serenidad de
lago tranquilo. Y en el gusto y las
costumbres el choque fue más franco
todavía. En ella, una frugalidad inútil,
una sed de ahorro insaciable, una
miseria intencionada. En él todo era
elegancia, exquisitez, refinamiento.
Agréguese a esto el egoísmo de una
mujer, extrañamente insociable, y se
tendrá el cuadro completo del hogar de
Julio Zimens.
»Y aquí estriba la originalidad de mi
caso. Estamos en presencia de un
hombre cuya vida es una perpetua
contradicción, de quien nadie sabe por
qué vino a estas tierras, dejando a su
espalda centros más cultos y más
propicios al éxito. Pero es que en
Zimens había un virtuoso científico, ante
el que todas las conveniencias
desaparecían: era un admirador de la
civilización incaica. A través de
Prescott, Tschudi y demás historiadores
de la conquista, había encontrado en el
gran imperio de los incas los mismos
principios de solidaridad política que en
el poderoso imperio germano: el
derecho de la fuerza, el derecho divino,
la casta militar, el feudo, el despotismo
paternal, la disciplina automatizadora, la
absorción del individuo por el estado, el
insaciable espíritu de conquista, el
orgullo de una raza superior, llevado
hasta la demencia…
»Y algo más todavía, algo que
Alemania no había alcanzado aún, a
pesar de su desmedido servilismo
militar y científico: el bienestar público
como coronación del imperialismo
incaico. Obra de pueblo superior, de
raza fuerte, de gobernadores sabios. El
Perú realizó entonces en Sudamérica, en
gran parte, la obra que pretendía realizar
Alemania en Europa, el dominio
continental. Incaísmo y kaiserismo
venían a ser para Zimens la misma cosa.
Y, de similitud en similitud, el teutón
llegó al apasionamiento por nuestro
pasado precolombino.
»Fue esta pasión, este sueño de
romántico enamorado de la fuerza, el
que lo trajo hasta el corazón de estas
tierras andinas, y, con él, el propósito de
sentar en la experiencia propia la base
de una teoría étnica, de saber qué
resultados prácticos podría obtenerse
del cruzamiento de dos razas viejas y
superiores. ¿Por qué no fue al Cuzco?
Por capricho tal vez.
»He aquí explicada, señora, la razón
que tuvo Zimens para cometer el
imperdonable delito de pasar como
sonámbulo por entre el jardín
encantador de vuestras bellezas de
entonces. Perdónele, señora, en gracia
del ideal que persiguió. Y la experiencia
resultó un fracaso, como lo habrá
adivinado usted, señora, desde el primer
momento.
»Y vamos a los hijos. La unión no
dejó de ser fecunda. ¡Pero qué hijos,
señora mía, qué hijos! Un fiasco para el
virtuosismo, una jugarreta a la teoría, un
golpe al ideal. De los seis hijos que tuvo
el matrimonio —cuatro varones y dos
mujeres— ninguno respondió a las
expectativas. Como las ranas, todos
ellos, a poco de sentirse autónomos se
arrojaron al charco de la vida
montañesa, aquello fue una vergüenza y
un tormento para Julio Zimens.
»Y sobre este desencanto, sobre esta
defraudación espiritual, sobre este
naufragio de la prole misérrima y
desequilibrada, vino a caer sobre
Zimens de repente el peso de una
desgracia inmensa, horrible,
desesperante, traidora, vil… Un día
descubrió el infeliz en su apolínea faz,
de blancura impecable, la lividez de un
tumor sospechoso. ¿Qué podría ser
aquello? ¿Alguna manifestación
venérea? ¿Algún resabio atávico? ¿La
incubación de algún parásito maligno?
… Zimens voló a Huánuco, consultó a
todos los médicos, respondió a todas sus
preguntas, sufrió todos sus exámenes,
todas sus prescripciones, para saber, al
fin, que las garras implacables de un
cáncer le habían cogido por lo más
noble del cuerpo y que su mal era
irremediable.
—¡Un horror! —exclamó la señora
Linares—. Yo no quise verle así jamás.
¡Pobrecillo! Cuando alguna vez le veía a
la distancia, yo retrocedía o me
refugiaba en alguna tienda.
—El horror de los horrores. Y el
suplicio de Zimens se ensanchó hasta
hacerse esquiliano. Zimens comenzó a
parecerse a Job, señora. No le faltó ni el
estercolero, porque algo de eso tenía el
tugurio en donde fue a refugiarse con su
podre. Como las gentes huían su
contacto y los perros, al verle pasar, se
apartaban de él gravemente, después de
olfatearle, Zimens acabó por volverse
misántropo. Con su paraguas negro, su
bastón amarillo y su vendojo verde, que
le cubría desde la ceja izquierda hasta el
carrillo, salía a determinada hora a
hacer su provisión de mendrugos, o a
tomar el sol para no morirse de tedio o
de hartura de soledad y sombra. Y así,
repudiado por todos, su vida se asemejó
al arrastramiento de un féretro
ambulante, a cuyo paso el asco y el
temor ponían en las bocas rictus de
hostilidad o crispaturas de protesta.
Hasta la mano de pulpero chino,
acostumbrada a soterrarse en el cieno de
los bajos oficios, hasta esa mano rehusó
el contacto del papel con que Julio
Zimens se empeñaba en pagar lo que
compraba. «Lleva no má» —decíale el
pulpero, con una sonrisa de caridad
forzada.
»Y Zimens, cansado ya de verse
echado cortésmente —con cortesía
flagelante— de los hoteles, de las
fondas, de los figones, acosado de
hambre, tuvo al fin que sofocar las
voces de su orgullo de germano, de su
dignidad de hombre, y resignarse a
aceptar la más humillante de las
caridades: la que da de comer. La
compasión pública cayó sobre esa alma
solitaria como un escupitajo; una
compasión de anhelos homicidas, una
especie de lástima con garras, que, de
buena gana, habría estrangulado al
compadecido. Y él soportó esta
situación seis, ocho, diez años, viendo
día a día cómo el círculo de la llaga
horrenda se ensanchaba, cómo la
molécula, sana ayer, aparecía hoy
contaminada y roída, cómo la virulencia
se burlaba de los besos purificadores
del termocauterio, cómo para esa rosa
lívida, hedionda y rezumante no había el
rocío de un milagro.
»Y llegó el día en que un gran
pedazo del labio superior desapareció
completamente, dejando al descubierto
una encía purpúrea y unos incisivos
amarillentos, que parecían ansiosos de
morder; que la nariz irreprochable
quedó convertida en un triángulo oscuro,
viscoso, cóncavo; que uno de los ojos
comenzó a desorbitarse y a tomar un
estrabismo siniestro. Y allí en su
tugurio, solo, abandonado, insomne,
comenzó a dudar de Dios y a meditar
contra sí mismo. ¿Concibe usted, señora,
los pensamientos, ansiedades, rabias,
dolores, tristezas, desencantos,
maldiciones y odios que chocarían en el
alma de ese bendito réprobo? ¿Concibe
usted que se pueda vivir siendo hombre
y perro a la vez? ¿Querría usted haber
vivido por un instante la vida de Julio
Zimens? Confiese usted, señora, usted, a
quien en su niñez le enseñaron a creer en
la tragedia del Calvario, que por encima
de los padecimientos de Jesús ha
habido, y habrá en todas las épocas,
padecimientos más tristes, más hondos,
más sombríos. Y más dignos de una
redención también. La muerte de Jesús
fue un triunfo, y él tuvo después del
descendimiento siquiera el regazo
bendito de una madre. Bien se puede
morir así por el hombre, señora, ¡pero
vivir y morir como Zimens!…
—¡Ah, murió al fin Julio Zimens!
Creí que todavía vivía en la montaña,
que había vuelto al lado de su bella y
digna consorte —exclamó la señora
Linares, siempre atrincherada en su
ironía implacable.
—¡Qué había de volver! El infeliz
no pudo tener ni el consuelo de padecer
entre los suyos. Después de repudiarle
su mujer, de echarle de la misma
hacienda, solicitó ella, por consejo de
sus mismos hijos, autorización judicial
para enajenar el fundo. El desastre
completo. Zimens tuvo el rasgo señorial
de no oponerse ni protestar contra esas
miserias.
—¿Y cómo sabe usted tanto de su
vida, doctor? Todo lo que va usted
contándome parece una novela.
—Por él mismo, señora. Una
mañana, la mañana última de su vida,
llegó Zimens hasta la puerta de mi
despacho. Y digo hasta la puerta porque
por más instancias que le hice para que
entrara, venciendo por supuesto todo mi
horror, él no quiso pasar del umbral.
Seguramente adivinó en el gesto
involuntario que hice al verle, que su
presencia me había disgustado. Con el
paraguas en una mano y el bastón en la
otra, la cara semicubierta por el vendojo
verde y húmedo, que él procuraba
despegarse a ratos, mirábame con el
único ojo que le quedaba todavía, un ojo
azul, triste, frío, deslustrado, como el de
un pescado muerto.
—¿Querría usted, señor juez, oírme
unos quince minutos? —me interrogó
con voz rajada, gangosa, que parecía
obstinada en no quererle salir de las
fosas nasales.
—Lo que usted guste, señor mío.
Pero entre usted, siéntese. Aquí todo el
mundo tiene derecho entrar.
—Menos yo. Un hombre como yo
está demás en cualquier parte. Figúrese
usted que ni en el muladar de Santa
Rufina me consienten. Los chicos me
apedrean y los perros me ladran. Pero
esto no le importa a usted. He venido a
hacerle una consulta. ¿Un juez no es
hombre de consulta?
Sonreí y contesté:
—Usted dirá de qué se trata.
—¿Cree usted que un hombre de mi
condición tiene derecho a matarse?
—Nunca hay derecho para hacer el
mal y menos contra sí mismo, señor mío.
—Vamos, le haré a usted la pregunta
en otra forma. ¿Usted en mi situación se
resignaría a seguir viviendo?
—La resignación es cuestión de
temperamento, señor, y el valor de la
vida, cuestión de apreciación —le
respondí—. Hay gente para quienes la
vida, por miserable y odiosa que sea, es
un supremo bien.
—¡Oh, señor!, para mí es un
supremo mal.
—¿Y cómo siéndolo se ha resignado
usted a soportarla hasta hoy? —le
contesté, con una crueldad que me causó
después remordimiento.
—¿Sabe usted por qué? Porque hasta
hoy he sido un cobarde. A unos les basta
un segundo para tomar una resolución; a
otros diez años, como a mí.
—¿No es usted creyente? ¿No cree
usted en la vida futura, en la
inmortalidad y evolución de las almas?
—Acabo de confesarme. Soy un
creyente que cree hasta en la bondad del
suicidio. El suicidio es el último bien
del que lo ha perdido todo. Y creo que
mi vida tiene una razón de ser, como
creo también que en mí hay un poder que
puede destruir esa razón cuando quiera.
Pero veo que usted me ha eludido la
cuestión. No me ha contestado usted qué
es lo que haría en mi lugar.
—¿Yo? Habría que estar en su lugar
primero. La suposición está siempre por
debajo de la realidad. El sufrimiento no
se supone, hay que sentirlo. Además, el
instinto de conservación es tan
poderoso… Y, en medio del dolor, de la
infidelidad, siempre hay algo que nos
liga a la vida.
—¿Y cuando se es tan infeliz que
teniéndolo todo no se tiene nada?
—Explíqueme usted su paradoja.
Y Zimens, con una verbosidad
ansiosa de desquite de silencio, con
sinceridad que a ratos parecía mentira y
a ratos cinismo, tomó de la mano a mi
espíritu y lo introdujo de golpe en la
sombría y enmarañada selva de su vida,
de esa vida que acabo de exponerle a
usted, señora. Cuando salí de ahí, tenía
el corazón dolorido, los ojos húmedos y
la garganta estrangulada por la emoción.
Terminada la relación de su historia,
Zimens me preguntó:
—Ahora, dígame usted, ¿no es
verdad que he debido matarme hace
tiempo?
Me limité a contestarle:
—Si yo no fuera juez le daría a usted
mi revólver.
—El revólver es lo de menos, mi
querido señor. Hay cien maneras de
matarse.
Y, haciendo una genuflexión
profunda, se retiró diciendo:
—Me voy con la satisfacción de
saber que hay una religión que perdona
al pecador y una justicia que absuelve al
delincuente… ¡Adiós!
III
Pocas horas después de la extraña
visita, la autoridad política me
comunicaba la muerte de Julio Zimens
en estos parecidos términos:
«Señor juez de turno: Acaba de ser
conducido al hospital de San Juan de
Dios el cadáver del súbdito alemán don
Julio Zimens, quien a las once de la
mañana de hoy se arrojó del puente de la
parroquia al Huallaga, según referencias
de las muchas personas que
presenciaron el acto, entre las cuales se
encontraban don Fulano y don Zutano.
Junto con el cadáver pongo a su
disposición un bastón y un paraguas, que
el suicida dejó en una de las tribunas del
puente. Lo que tengo el honor de
comunicarle para que usted se sirva
ordenar las medidas del caso».
—¡Qué impresión para usted,
doctor!
—¡Qué sarcasmo!, dirá usted
señora.
—¿Y usted fue quien instauró el
sumario?
—¡Y quien lo concluyó también!
—Por supuesto se comprobó el
suicidio.
—Sin ninguna duda.
—Trabajo engorroso e inútil.
—¿Por qué, señorita? Siempre es
útil saber la verdad de una muerte. Y
más útil todavía saber cómo mata la
sociedad y cómo un hombre puede ser
juez y reo al mismo tiempo.