El hombre de la bandera (Enrique Lopez Albujar)
I
Fue en los días que pesaba sobre
Huánuco una enorme vergüenza. No sólo
era ya el sentimiento de la derrota,
entrevista a la distancia como un
desmedido y trágico incendio, ni el
pavor que causan los ecos de la
catástrofe, percibidos a través de la gran
muralla andina, lo que los patriotas
huanuqueños devoraban en el silencio
conventual de sus casas solariegas, era
el dolor de ver impuesta y sustentada
por las bayonetas chilenas a una
autoridad peruana, en nombre de una paz
que rechazaba la conciencia pública. La
lógica provinciana, rectilínea, como la
de todos los pueblos de alma ingenua,
no podía admitir, sin escandalizarse,
esta clase de consorcios, en los que el
vencido, por fuerte que sea, tiene que
sentir a cada instante el contacto
depresivo del vencedor. ¿Qué
significaban esos pantalones rojos y
esas botas amarillas en Huánuco, si la
paz estaba ya en marcha y en la capital
había un gobierno que nombraba
autoridades peruanas en nombre de ella?
El patriotismo no sabía responder a
estas preguntas. Sólo sabía que, en torno
de esa autoridad, caída en Huánuco de
repente, se agitaban hombres que días
antes habían cometido, al amparo de la
fuerza, todos los vandalismos que la
barbarie triunfante podía imaginar. Un
viento de humillación soplaba sobre las
almas. Habríase preferido la invasión
franca, como la primera vez; el vivir
angustioso bajo el imperio de la ley
marcial del chileno; la hostilidad de
todas las horas, de todos los instantes; el
estado de guerra, en una palabra, con
todas sus brutalidades y exacciones.
¡Pero un prefecto peruano amparado por
fuerzas chilenas!… Era demasiado para
un pueblo cuya virilidad y soberbia
castellana estuvieron siempre al
servicio de las más nobles rebeldías.
Era lo suficiente para que a la vergüenza
sobreviniera la irritación, la protesta, el
levantamiento.
Pero en esos momentos faltaba un
corazón que sintiera por todos, un
pensamiento que unificase a las almas,
una voluntad que arrastrase a la acción.
La derrota había sido demasiado dura y
elocuente para entibiar el entusiasmo y
el celo patrióticos. La razón hacía sus
cálculos y de ellos resultaba siempre,
como guarismos fatales, la inutilidad del
esfuerzo, la esterilidad ante lo
irremediable. Y al lado del espíritu de
rebeldía se alzaba el del desaliento, el
del pesimismo, un pesimismo que se
intensificaba al verse a ciertos hombres
—ésos que en todas partes y en las
horas de las grandes desventuras saben
extraer de la desgracia un beneficio o
una conveniencia— paseando y
bebiendo con el vencedor.
II
Pero lo que Huánuco no podía hacer
iban a hacerlo los pueblos. Una noche
de agosto de 1883, cuando todas las
comunidades de Obas, Pachas,
Chavinillo y Chupán habían lanzado ya
sobre el valle millares de indios,
llamados al son de los cuernos y de los
bronces, todos los cabecillas —una
media centena— de aquella abigarrada
multitud, reunidos al amparo de un
canchón y a la luz de las fogatas,
chacchaban silenciosamente, mientras
uno de ellos, alto, bizarro y de mirada
vivaz e inteligente, de pie dentro del
círculo, les dirigía la palabra.
—Quizás ninguno de ustedes se
acuerde ya de mí. Soy Aparicio
Pomares, de Chupán, indio como
ustedes, pero con el corazón muy
peruano. Los he hecho bajar para
decirles que un gran peligro amenaza a
todos estos pueblos, pues hace quince
días que han llegado a Huánuco como
doscientos soldados chilenos. ¿Y saben
ustedes quiénes son esos hombres? Les
diré. Ésos son los que hace tres años han
entrado al Perú a sangre y fuego. Son
supaypa-huachashgan y es preciso
exterminarlos. Esos hombres incendian
los pueblos por donde pasan, rematan a
los heridos, fusilan a los prisioneros,
violan a las mujeres, ensartan en sus
bayonetas a los niños, se meten a
caballo en las iglesias, roban las
custodias y las alhajas de los santos y
después viven en las casas de Dios sin
respeto alguno, convirtiendo las capillas
en pesebreras y los altares en fogones.
En varias partes me he batido con
ellos… En Pisagua, en San Francisco,
en Tacna, en Tarapacá, en Miraflores…
Y he visto que como soldados valen
menos que nosotros. Lo que pasa es que
ellos son siempre más en el combate y
tienen mejores armas que las nuestras.
En Pisagua, que fue el primer lugar en
que me batí con ellos, los vi muy
cobardes. Y nosotros éramos apenas un
puñado así. Tomaron al fin el puerto y lo
quemaron. Pero ustedes no saben dónde
queda Pisagua, ni qué cosa es un puerto.
Les diré. Pisagua está muy lejos de aquí,
a más de trescientas leguas, al otro lado
de estas montañas, al sur… Y se llama
puerto porque está al pie del mar.
—¿Cómo es el mar, taita? --
exclamó uno de los jefes.
—¿Cómo es el mar…? Una inmensa
pampa de agua azul y verde, dos mil,
tres mil veces más grande que la laguna
Tuctu-cocha, y en la que puede
caminarse días enteros sin tocar en
ninguna parte, viéndose apenas tierra
por un lado y por el otro no. Se viaja en
buque, que es como una gran batea llena
de pisos, y de cuartos y escaleras,
movida por unos hornos de fierro que
tragan mucho carbón. Y una vez adentro
se siente uno mareado, como si se
hubiese tomado mucha chacta.
III
El auditorio dejó de chacchar y
estalló en una estrepitosa carcajada.
¡Qué cosas las que les contaba este
Pomares!… Habría que verlas. Y el
orador, después de dejarles comentar a
sus anchas lo del mar, lo de la batea y lo
del puerto, reanudó su discurso.
—Como les decía, esos hombres, a
quienes nuestros hermanos del otro lado
llaman chilenos, desembarcaron en
Pisagua y lo incendiaron. Y lo mismo
vienen haciendo en todas partes. Montan
unos caballos muy grandes, dos veces
nuestros caballitos, y tienen cañones que
matan gente por docenas, y traen
escondido en las botas unos cuchillos
curvos, con los que les abren el vientre
a los heridos y prisioneros.
—¿Y por qué chilenos hacen cosas
con piruanos? —interrogó el cabecilla
de los Obas—. ¿No son los mismos
mistis?
—No, ésos son otros hombres. Son
mistis de otras tierras, en las que no
mandan los peruanos. Su tierra se llama
Chile. —¿Y por qué pelean con los
piruanos? —volvió a interrogar el de
Obas. —Porque les ha entrado codicia por
nuestras riquezas, porque saben que el
Perú es muy rico y ellos muy pobres.
Son unos piojos hambrientos.
El auditorio volvió a estallar en
carcajadas. Ahora se explicaban por qué
eran tan ladrones aquellos hombres:
tenían hambre. Pero el de Obas, a quien
la frase nuestras riquezas no le sonaba
bien, pidió una explicación.
—¿Por qué has dicho, Pomares,
nuestras riquezas? ¿Nuestras riquezas
son, acaso, las de los mistis? ¿Y qué
riquezas tenemos nosotros? Nosotros
sólo tenemos carneros, vacas, terrenitos
y papas y trigo para comer. ¿Valdrán
todas estas cosas tanto para que esos
hombres vengan de tan lejos a
querérnoslas quitar?
—Les hablaré más claro —replicó
Pomares—. Ellos no vienen ahora por
nuestros ganados, pero sí vienen por
nuestras tierras, por las tierras que están
allá en el sur. Primero se agarrarán ésas,
después se agarrarán las de acá. ¿Qué se
creen ustedes? En la guerra el que puede
más le quita todo al que puede menos.
—Pero las tierras del sur son de los
mistis, son tierras con las que nada
tenemos que hacer nosotros —argulló
nuevamente el obasino—. ¿Qué tienen
que hacer las tierras de Pisagua, como
dices tú, con las de Obas, Chupán,
Chavinillo, Pachas y las demás?
—Mucho. Ustedes olvidan que en
esas tierras está el Cuzco, la ciudad
sagrada de nuestros abuelos. Y decir que
el misti chileno nada tiene que hacer con
nosotros es como decir que si mañana,
por ejemplo, unos bandoleros atacaran
Obas y quemaran unas cuantas casas, los
moradores de las otras, a quienes no se
les hubiera hecho daño, dijeran que no
tenían por qué meterse con los
bandoleros ni por qué perseguirlos. ¿Así
piensan ustedes desde que yo falto de
aquí?--
¡No! —contestaron a un tiempo
los cabecillas.
Y el obasino, casi convencido,
añadió:
—El que daña a uno de nuestra
comunidad daña a todos.
—Así es. ¿Y el Perú no es una
comunidad? —gritó Pomares—. ¿Qué
cosa creen ustedes que es Perú? Perú es
muy grande. Las tierras que están al otro
lado de la cordillera son Perú; las que
caen a este lado, también Perú. Y Perú
también es Pachas, Obas, Chupán,
Chavinillo, Margos, Chaulán… y Panao,
y Llata, y Ambo y Huánuco. ¿Quieren
más? ¿Por qué, pues, vamos a permitir
que mistis chilenos, que son los peores
hombres de la tierra, que son de otra
parte, vengan y se lleven mañana lo
nuestro? ¿Acaso les tendrán ustedes
miedo? Que se levante el que le tenga
miedo al chileno.
Nadie se levantó. En medio del
silencio profundo que sobrevino a esta
pregunta, sólo se veía en los semblantes
el reflejo de la emoción que en ese
instante embargaba a todos; una emoción
extraña, jamás sentida, que parecía
poner delante de los ojos de aquellos
hombres la imagen de un ideal hasta
entonces desconocido, al mismo tiempo
que la voz del orgullo elevaba en sus
corazones una protesta contra todo
asomo de cobardía.
Pero el viejo Cusasquiche, que era
el jefe de los de Chavinillo, viejo de
cabeza venerable y mirada de esfinge,
dejando de acariciar la escopeta que
tenía sobre los muslos, dijo, con
fogosidad impropia de sus años:
—Tú sabes bien, Aparicio, que entre
nosotros no hay cobardes, sino
prudentes. El indio es muy prudente y
muy sufrido, y cuando se le acaba la
paciencia embiste, muerde y despedaza.
Tu pregunta no tiene razón. En cambio
yo te pregunto ¿por qué vamos a hacer
causa común con mistis piruanos?
Mistis piruanos nos han tratado siempre
mal. No hay año en que esos hombres no
vengan por acá y nos saquen
contribuciones y nos roben nuestros
animales y también nuestros hijos, unas
veces para hacerlos soldados y otras
para hacerlos pongos[*]. ¿Te has
olvidado de esto, Pomares?
—No, Cusasquiche. Cómo voy a
olvidar si conmigo ha pasado eso. Hace
cuatro años que me tomaron en Huánuco
y me metieron al ejército y me mandaron
a pelear al sur con los chilenos. Y fui a
pelear llevando a mi mujer y a mis hijos
colgados del corazón. ¿Qué iba ser de
ellos sin mí? Todos los días pensaba lo
mismo y todos los días intentaba
desertarme. Pero se nos vigilaba mucho.
Y en el sur, una vez que supe por el
sargento de mi batallón por qué
peleábamos, y vi que otros compañeros,
que no eran indios como yo, pero
seguramente de mi misma condición,
cantaban, bailaban y reían en el mismo
cuartel, y en el combate se batían como
leones, gritando ¡Viva el Perú! y retando
al enemigo, tuve vergüenza de mi pena y
me resolví a pelear como ellos. ¿Acaso
ellos no tendrían también mujer y
guaguas como yo? Y como oí que todos
se llamaban peruanos, yo también me
llamé peruano. Unos, peruanos de Lima;
otros, peruanos de Trujillo; otros,
peruanos de Arequipa; otros, peruanos
de Tacna. Yo era peruano de Chupán…
de Huánuco. Entonces perdoné a los
mistis peruanos que me hubieran metido
al ejército, en donde aprendí muchas
cosas. Aprendí que Perú es una nación y
Chile otra nación; que el Perú es la
patria de los mistis y de los indios; que
los indios vivimos ignorando muchas
cosas porque vivimos pegados a
nuestras tierras y despreciando el saber
de los mistis siendo así que los mistis
saben más que nosotros. Y aprendí que
cuando la patria está en peligro, es
decir, cuando los hombres de otra
nación la atacan, todos sus hijos deben
defenderla. Ni más ni menos que lo que
hacemos por acá cuando alguna
comunidad nos ataca. ¿Que los mistis
peruanos nos tratan mal? ¡Verdad! Pero
peor nos tratarían los mistis chilenos.
Los peruanos son, al fin, hermanos
nuestros; los otros son nuestros
enemigos. Y entre unos y otros, elijan
ustedes.
Y Pomares, exaltado por su discurso
y comprendiendo que había logrado
reducir y conmover a su auditorio, se
apresuró a desenvolver, con mano febril,
el atado que tenía a su espalda, y sacó
de él, religiosamente, una gran bandera,
que, después de anudarla a un asta y
enarbolarla, la batió por encima de las
cabezas de todos, diciendo:
—Compañeros valientes: esta
bandera es Perú; esta bandera ha estado
en Miraflores. Véanla bien. Es blanca y
roja, y en donde ustedes vean una
bandera igual allí estará el Perú. Es la
bandera de los mistis que viven allá en
las ciudades y también de los que
vivimos en estas tierras. No importa que
allá los hombres sean mistis y acá sean
indios; que ellos sean a veces pumas y
nosotros ovejas. Ya llegará el día en que
seamos iguales. No hay que mirar esta
bandera con odio sino con amor y
respeto, como vemos en la procesión a
la Virgen Santísima. Así ven los
chilenos la suya. ¿Me han entendido?
Ahora levántense todos y bésenla, como
la beso yo.
Y después de haber besado Pomares
la bandera con unción de creyente, todos
aquellos hombres sencillos,
sugestionados por el fervor patriótico de
aquél, se levantaron y, movidos por la
misma inspiración, comenzaron a
desfilar, descubiertos, mudos, solemnes,
delante de la bandera, besándola cada
uno, después de hacerle una humilde
genuflexión y de rozar con la desnuda
cabeza la roja franja del bicolor
sagrado. Sin saberlo, aquellos hombres
habían hecho su comunión en el altar de
la patria.
Pero Pomares, que todavía no estaba
satisfecho de la ceremonia, una vez que
vio a todos en sus puestos, exclamó:
—¡Viva el Perú!
—¡Viva! —respondieron las
cincuenta voces.
—¡Muera Chile!
—¡Muera!
—¡A Huánuco todos!
—¡A Huánuco! ¡A Huánuco!
Había bastado la voz de un hombre
para hacer vibrar el alma adormecida
del indio y para que surgiera, enhiesto y
vibrante, el sentimiento de la patria, no
sentido hasta entonces.
Y al día siguiente de la noche
solemne, al conjuro del nuevo
sentimiento, difundido ya entre todos por
sus capitanes, dos mil indios prepararon
las hondas, afilaron las hachas y los
cuchillos, aguzaron las picas, limpiaron
las escopetas y revisaron los garrotes.
Nadie se detuvo a reflexionar sobre la
superioridad de las armas del invasor.
Se sabía que un puñado de hombres
extraños, odiosos, rapaces, sanguinarios
y violentos, venidos de un país remoto,
había invadido por segunda vez su
capital, y esto les bastaba. Aquella
invasión era un peligro, como muy bien
había dicho Pomares, que despertaba en
ellos el recuerdo de los abusos pasados.
La paz de que se hablaba en Huánuco
era una mentira, una celada que el genio
diabólico de esos hombres tendía a su
credulidad, para sorprenderles y
despojarles de sus tierras, incendiarles
sus chozas, devorarles sus ganados y
violarles a sus mujeres. Las mismas
violencias cometidas con ellos
secularmente por todos los hombres
venidos del otro lado de los Andes, del
mar, desde el wiracocha[*] barbudo y
codicioso, que les arrasó su imperio,
hasta este soldado de calzón rojo y botas
amarillas de hoy, que iba dejando a su
paso un reguero de cadáveres y ruinas.
Era preciso, pues, destruir ese
peligro, levantarse todos contra él, ya
que el misti peruano, vencido y
anonadado por la derrota, se había
resignado, como la bestia de carga, a
llevar sobre sus lomos el peso del misti
vencedor.
Después de dos días de marcha,
recta y arrolladora, por quebradas y
cumbres —marcha de utacas[*]— aquel
torrente humano que, más que hombres
en son de guerra, parecía el éxodo de
una horda, guiado por la bandera de
Aparicio Pomares, coronó en la mañana
del ocho de agosto las alturas del Jactay,
es decir, vino a acampar en las mismas
puertas de Huánuco, y, una vez allí,
comenzó a retar al orgulloso vencedor.
Aquel reto envolvía una insólita
audacia; la audacia de la carne contra el
hierro, de la honda contra el plomo, del
cuchillo contra la bayoneta, de la
confusión contra la disciplina. Pero era
un rasgo que vindicaba a la raza y que
venía a percutir hondamente en el
corazón de un pueblo, dolorido y
desconcertado por la derrota.
IV
La aparición de aquellos sitiadores
extraños fue una sorpresa, no sólo para
los huanuqueños sino para la misma
fuerza enemiga. Los primeros, hartos de
tentativas infructuosas, de fracasos, de
decepciones, en todo pensaban en esos
momentos menos en la realidad de una
reacción de los pueblos del interior; la
segunda, ensoberbecida por la victoria,
confiada en la ausencia de todo peligro
y en el amparo moral de una autoridad
peruana, que acababa de imponer en
nombre de la paz, apenas si se detuvo a
recoger los vagos rumores de un
levantamiento.
Aquella aparición produjo, pues,
como era natural, el entusiasmo en unos
y el desconcierto en otros. Mientras las
autoridades políticas preparaban la
resistencia y el jefe chileno se decidía a
combatir, el vecindario entero, hombres
y mujeres, viejos y niños, desde los
balcones, desde las puertas, desde los
tejados, desde las torres, desde los
árboles, desde las tapias, curiosos unos,
alegres, otros, como en un día de fiesta,
se aprestaban a presenciar el trágico
encuentro.
Serían las diez de la mañana cuando
éste se inició. La mitad de la fuerza
chilena, con su jefe montado a la cabeza,
comenzó a escalar el Jactay con
resolución. Los indios, que en las
primeras horas de la mañana no habían
hecho otra cosa que levantar ligeros
parapetos de piedra y agitarse de un
lado a otro, batiendo sus banderines
blancos y rojos, rastrallando sus hondas
y lanzando atronadores gritos, al ver
avanzar al enemigo, precipitáronse a su
encuentro en oleadas compactas,
guiados, como en los días de marcha,
por la gran bandera de Aparicio
Pomares. Éste, con agilidad y
resistencia increíbles, recorría las filas,
daba un vítor aquí, ordenaba otra cosa
allá, salvaba de un salto formidable un
obstáculo, retrocedía rápidamente y
volvía a saltar, saludaba con el
sombrero las descargas de la fusilería,
se detenía un instante y disparaba su
escopeta, y en seguida, mientras un
compañero se la volvía a cargar,
empuñaba la honda y la disparaba
también. Y todo esto sin soltar su
querida bandera, paseándola triunfal por
entre la lluvia del plomo enemigo,
asombrando a éste y exaltando a la
ciudad, que veía en ese hombre y en esa
bandera la resurrección de sus
esperanzas.
Y el asalto duró más de dos horas,
con alternativas de avances y retrocesos
por ambas partes, hasta que habiendo
sido derribado el jefe chileno de un tiro
de escopeta, disparado desde un
matorral, sus soldados, desconcertados,
vacilantes, acabaron por retirarse
definitivamente.
Esta pequeña victoria, humilde por
sus proporciones y casi ignorada, pero
grande por sus efectos morales, bastó
para que, horas después, al amparo de la
noche, los hombres de la paz y los
hombres del saqueo evacuaran
furtivamente la ciudad. Huánuco, cuna
de héroes y de hidalgos, acababa de ser
libertada por los humildes shucuyes del
Dos de Mayo.
V
Al día siguiente, cuando los indios,
triunfantes, desfilaron por las calles,
precedidos de trofeos sangrientos y de
banderines blancos y rojos, una
pregunta, llena de ansiedad y orgullo
patriótico, corría de boca en boca:
«¿Dónde está el hombre de la
bandera?». «¿Por qué no ha bajado el
hombre de la bandera?». Todos querían
conocerle, abrazarle, aplaudirle,
admirarle.
Uno de los cabecillas respondió:
—Pomares no ha podido bajar; se ha
quedado herido en Rondos.
Efectivamente, el hombre de la
bandera, como ya le llamaban todos,
había recibido durante el combate una
bala en el muslo derecho. Su gente optó
por conducirlo a Rondos y de allí, a
Chupán, a petición suya, en donde, días
después, fallecía devorado por la
gangrena.
Antes de morir tuvo todavía el indio
esta última frase de amor para su
bandera:
—Ya sabes, Marta; que me
envuelvan en mi bandera y que me
entierren así.
Y así fue enterrado el indio chupán
Aparicio Pomares, el hombre de la
bandera, que supo, en una hora de
inspiración feliz, sacudir el alma
adormecida de la raza.
De eso sólo queda allá, en un
ruinoso cementerio, sobre una tumba,
una pobre cruz de madera, desvencijada
y cubierta de líquenes, que la costumbre
o la piedad de algún deudo renueva
todos los años en el día de los difuntos.
Fue en los días que pesaba sobre
Huánuco una enorme vergüenza. No sólo
era ya el sentimiento de la derrota,
entrevista a la distancia como un
desmedido y trágico incendio, ni el
pavor que causan los ecos de la
catástrofe, percibidos a través de la gran
muralla andina, lo que los patriotas
huanuqueños devoraban en el silencio
conventual de sus casas solariegas, era
el dolor de ver impuesta y sustentada
por las bayonetas chilenas a una
autoridad peruana, en nombre de una paz
que rechazaba la conciencia pública. La
lógica provinciana, rectilínea, como la
de todos los pueblos de alma ingenua,
no podía admitir, sin escandalizarse,
esta clase de consorcios, en los que el
vencido, por fuerte que sea, tiene que
sentir a cada instante el contacto
depresivo del vencedor. ¿Qué
significaban esos pantalones rojos y
esas botas amarillas en Huánuco, si la
paz estaba ya en marcha y en la capital
había un gobierno que nombraba
autoridades peruanas en nombre de ella?
El patriotismo no sabía responder a
estas preguntas. Sólo sabía que, en torno
de esa autoridad, caída en Huánuco de
repente, se agitaban hombres que días
antes habían cometido, al amparo de la
fuerza, todos los vandalismos que la
barbarie triunfante podía imaginar. Un
viento de humillación soplaba sobre las
almas. Habríase preferido la invasión
franca, como la primera vez; el vivir
angustioso bajo el imperio de la ley
marcial del chileno; la hostilidad de
todas las horas, de todos los instantes; el
estado de guerra, en una palabra, con
todas sus brutalidades y exacciones.
¡Pero un prefecto peruano amparado por
fuerzas chilenas!… Era demasiado para
un pueblo cuya virilidad y soberbia
castellana estuvieron siempre al
servicio de las más nobles rebeldías.
Era lo suficiente para que a la vergüenza
sobreviniera la irritación, la protesta, el
levantamiento.
Pero en esos momentos faltaba un
corazón que sintiera por todos, un
pensamiento que unificase a las almas,
una voluntad que arrastrase a la acción.
La derrota había sido demasiado dura y
elocuente para entibiar el entusiasmo y
el celo patrióticos. La razón hacía sus
cálculos y de ellos resultaba siempre,
como guarismos fatales, la inutilidad del
esfuerzo, la esterilidad ante lo
irremediable. Y al lado del espíritu de
rebeldía se alzaba el del desaliento, el
del pesimismo, un pesimismo que se
intensificaba al verse a ciertos hombres
—ésos que en todas partes y en las
horas de las grandes desventuras saben
extraer de la desgracia un beneficio o
una conveniencia— paseando y
bebiendo con el vencedor.
II
Pero lo que Huánuco no podía hacer
iban a hacerlo los pueblos. Una noche
de agosto de 1883, cuando todas las
comunidades de Obas, Pachas,
Chavinillo y Chupán habían lanzado ya
sobre el valle millares de indios,
llamados al son de los cuernos y de los
bronces, todos los cabecillas —una
media centena— de aquella abigarrada
multitud, reunidos al amparo de un
canchón y a la luz de las fogatas,
chacchaban silenciosamente, mientras
uno de ellos, alto, bizarro y de mirada
vivaz e inteligente, de pie dentro del
círculo, les dirigía la palabra.
—Quizás ninguno de ustedes se
acuerde ya de mí. Soy Aparicio
Pomares, de Chupán, indio como
ustedes, pero con el corazón muy
peruano. Los he hecho bajar para
decirles que un gran peligro amenaza a
todos estos pueblos, pues hace quince
días que han llegado a Huánuco como
doscientos soldados chilenos. ¿Y saben
ustedes quiénes son esos hombres? Les
diré. Ésos son los que hace tres años han
entrado al Perú a sangre y fuego. Son
supaypa-huachashgan y es preciso
exterminarlos. Esos hombres incendian
los pueblos por donde pasan, rematan a
los heridos, fusilan a los prisioneros,
violan a las mujeres, ensartan en sus
bayonetas a los niños, se meten a
caballo en las iglesias, roban las
custodias y las alhajas de los santos y
después viven en las casas de Dios sin
respeto alguno, convirtiendo las capillas
en pesebreras y los altares en fogones.
En varias partes me he batido con
ellos… En Pisagua, en San Francisco,
en Tacna, en Tarapacá, en Miraflores…
Y he visto que como soldados valen
menos que nosotros. Lo que pasa es que
ellos son siempre más en el combate y
tienen mejores armas que las nuestras.
En Pisagua, que fue el primer lugar en
que me batí con ellos, los vi muy
cobardes. Y nosotros éramos apenas un
puñado así. Tomaron al fin el puerto y lo
quemaron. Pero ustedes no saben dónde
queda Pisagua, ni qué cosa es un puerto.
Les diré. Pisagua está muy lejos de aquí,
a más de trescientas leguas, al otro lado
de estas montañas, al sur… Y se llama
puerto porque está al pie del mar.
—¿Cómo es el mar, taita? --
exclamó uno de los jefes.
—¿Cómo es el mar…? Una inmensa
pampa de agua azul y verde, dos mil,
tres mil veces más grande que la laguna
Tuctu-cocha, y en la que puede
caminarse días enteros sin tocar en
ninguna parte, viéndose apenas tierra
por un lado y por el otro no. Se viaja en
buque, que es como una gran batea llena
de pisos, y de cuartos y escaleras,
movida por unos hornos de fierro que
tragan mucho carbón. Y una vez adentro
se siente uno mareado, como si se
hubiese tomado mucha chacta.
III
El auditorio dejó de chacchar y
estalló en una estrepitosa carcajada.
¡Qué cosas las que les contaba este
Pomares!… Habría que verlas. Y el
orador, después de dejarles comentar a
sus anchas lo del mar, lo de la batea y lo
del puerto, reanudó su discurso.
—Como les decía, esos hombres, a
quienes nuestros hermanos del otro lado
llaman chilenos, desembarcaron en
Pisagua y lo incendiaron. Y lo mismo
vienen haciendo en todas partes. Montan
unos caballos muy grandes, dos veces
nuestros caballitos, y tienen cañones que
matan gente por docenas, y traen
escondido en las botas unos cuchillos
curvos, con los que les abren el vientre
a los heridos y prisioneros.
—¿Y por qué chilenos hacen cosas
con piruanos? —interrogó el cabecilla
de los Obas—. ¿No son los mismos
mistis?
—No, ésos son otros hombres. Son
mistis de otras tierras, en las que no
mandan los peruanos. Su tierra se llama
Chile. —¿Y por qué pelean con los
piruanos? —volvió a interrogar el de
Obas. —Porque les ha entrado codicia por
nuestras riquezas, porque saben que el
Perú es muy rico y ellos muy pobres.
Son unos piojos hambrientos.
El auditorio volvió a estallar en
carcajadas. Ahora se explicaban por qué
eran tan ladrones aquellos hombres:
tenían hambre. Pero el de Obas, a quien
la frase nuestras riquezas no le sonaba
bien, pidió una explicación.
—¿Por qué has dicho, Pomares,
nuestras riquezas? ¿Nuestras riquezas
son, acaso, las de los mistis? ¿Y qué
riquezas tenemos nosotros? Nosotros
sólo tenemos carneros, vacas, terrenitos
y papas y trigo para comer. ¿Valdrán
todas estas cosas tanto para que esos
hombres vengan de tan lejos a
querérnoslas quitar?
—Les hablaré más claro —replicó
Pomares—. Ellos no vienen ahora por
nuestros ganados, pero sí vienen por
nuestras tierras, por las tierras que están
allá en el sur. Primero se agarrarán ésas,
después se agarrarán las de acá. ¿Qué se
creen ustedes? En la guerra el que puede
más le quita todo al que puede menos.
—Pero las tierras del sur son de los
mistis, son tierras con las que nada
tenemos que hacer nosotros —argulló
nuevamente el obasino—. ¿Qué tienen
que hacer las tierras de Pisagua, como
dices tú, con las de Obas, Chupán,
Chavinillo, Pachas y las demás?
—Mucho. Ustedes olvidan que en
esas tierras está el Cuzco, la ciudad
sagrada de nuestros abuelos. Y decir que
el misti chileno nada tiene que hacer con
nosotros es como decir que si mañana,
por ejemplo, unos bandoleros atacaran
Obas y quemaran unas cuantas casas, los
moradores de las otras, a quienes no se
les hubiera hecho daño, dijeran que no
tenían por qué meterse con los
bandoleros ni por qué perseguirlos. ¿Así
piensan ustedes desde que yo falto de
aquí?--
¡No! —contestaron a un tiempo
los cabecillas.
Y el obasino, casi convencido,
añadió:
—El que daña a uno de nuestra
comunidad daña a todos.
—Así es. ¿Y el Perú no es una
comunidad? —gritó Pomares—. ¿Qué
cosa creen ustedes que es Perú? Perú es
muy grande. Las tierras que están al otro
lado de la cordillera son Perú; las que
caen a este lado, también Perú. Y Perú
también es Pachas, Obas, Chupán,
Chavinillo, Margos, Chaulán… y Panao,
y Llata, y Ambo y Huánuco. ¿Quieren
más? ¿Por qué, pues, vamos a permitir
que mistis chilenos, que son los peores
hombres de la tierra, que son de otra
parte, vengan y se lleven mañana lo
nuestro? ¿Acaso les tendrán ustedes
miedo? Que se levante el que le tenga
miedo al chileno.
Nadie se levantó. En medio del
silencio profundo que sobrevino a esta
pregunta, sólo se veía en los semblantes
el reflejo de la emoción que en ese
instante embargaba a todos; una emoción
extraña, jamás sentida, que parecía
poner delante de los ojos de aquellos
hombres la imagen de un ideal hasta
entonces desconocido, al mismo tiempo
que la voz del orgullo elevaba en sus
corazones una protesta contra todo
asomo de cobardía.
Pero el viejo Cusasquiche, que era
el jefe de los de Chavinillo, viejo de
cabeza venerable y mirada de esfinge,
dejando de acariciar la escopeta que
tenía sobre los muslos, dijo, con
fogosidad impropia de sus años:
—Tú sabes bien, Aparicio, que entre
nosotros no hay cobardes, sino
prudentes. El indio es muy prudente y
muy sufrido, y cuando se le acaba la
paciencia embiste, muerde y despedaza.
Tu pregunta no tiene razón. En cambio
yo te pregunto ¿por qué vamos a hacer
causa común con mistis piruanos?
Mistis piruanos nos han tratado siempre
mal. No hay año en que esos hombres no
vengan por acá y nos saquen
contribuciones y nos roben nuestros
animales y también nuestros hijos, unas
veces para hacerlos soldados y otras
para hacerlos pongos[*]. ¿Te has
olvidado de esto, Pomares?
—No, Cusasquiche. Cómo voy a
olvidar si conmigo ha pasado eso. Hace
cuatro años que me tomaron en Huánuco
y me metieron al ejército y me mandaron
a pelear al sur con los chilenos. Y fui a
pelear llevando a mi mujer y a mis hijos
colgados del corazón. ¿Qué iba ser de
ellos sin mí? Todos los días pensaba lo
mismo y todos los días intentaba
desertarme. Pero se nos vigilaba mucho.
Y en el sur, una vez que supe por el
sargento de mi batallón por qué
peleábamos, y vi que otros compañeros,
que no eran indios como yo, pero
seguramente de mi misma condición,
cantaban, bailaban y reían en el mismo
cuartel, y en el combate se batían como
leones, gritando ¡Viva el Perú! y retando
al enemigo, tuve vergüenza de mi pena y
me resolví a pelear como ellos. ¿Acaso
ellos no tendrían también mujer y
guaguas como yo? Y como oí que todos
se llamaban peruanos, yo también me
llamé peruano. Unos, peruanos de Lima;
otros, peruanos de Trujillo; otros,
peruanos de Arequipa; otros, peruanos
de Tacna. Yo era peruano de Chupán…
de Huánuco. Entonces perdoné a los
mistis peruanos que me hubieran metido
al ejército, en donde aprendí muchas
cosas. Aprendí que Perú es una nación y
Chile otra nación; que el Perú es la
patria de los mistis y de los indios; que
los indios vivimos ignorando muchas
cosas porque vivimos pegados a
nuestras tierras y despreciando el saber
de los mistis siendo así que los mistis
saben más que nosotros. Y aprendí que
cuando la patria está en peligro, es
decir, cuando los hombres de otra
nación la atacan, todos sus hijos deben
defenderla. Ni más ni menos que lo que
hacemos por acá cuando alguna
comunidad nos ataca. ¿Que los mistis
peruanos nos tratan mal? ¡Verdad! Pero
peor nos tratarían los mistis chilenos.
Los peruanos son, al fin, hermanos
nuestros; los otros son nuestros
enemigos. Y entre unos y otros, elijan
ustedes.
Y Pomares, exaltado por su discurso
y comprendiendo que había logrado
reducir y conmover a su auditorio, se
apresuró a desenvolver, con mano febril,
el atado que tenía a su espalda, y sacó
de él, religiosamente, una gran bandera,
que, después de anudarla a un asta y
enarbolarla, la batió por encima de las
cabezas de todos, diciendo:
—Compañeros valientes: esta
bandera es Perú; esta bandera ha estado
en Miraflores. Véanla bien. Es blanca y
roja, y en donde ustedes vean una
bandera igual allí estará el Perú. Es la
bandera de los mistis que viven allá en
las ciudades y también de los que
vivimos en estas tierras. No importa que
allá los hombres sean mistis y acá sean
indios; que ellos sean a veces pumas y
nosotros ovejas. Ya llegará el día en que
seamos iguales. No hay que mirar esta
bandera con odio sino con amor y
respeto, como vemos en la procesión a
la Virgen Santísima. Así ven los
chilenos la suya. ¿Me han entendido?
Ahora levántense todos y bésenla, como
la beso yo.
Y después de haber besado Pomares
la bandera con unción de creyente, todos
aquellos hombres sencillos,
sugestionados por el fervor patriótico de
aquél, se levantaron y, movidos por la
misma inspiración, comenzaron a
desfilar, descubiertos, mudos, solemnes,
delante de la bandera, besándola cada
uno, después de hacerle una humilde
genuflexión y de rozar con la desnuda
cabeza la roja franja del bicolor
sagrado. Sin saberlo, aquellos hombres
habían hecho su comunión en el altar de
la patria.
Pero Pomares, que todavía no estaba
satisfecho de la ceremonia, una vez que
vio a todos en sus puestos, exclamó:
—¡Viva el Perú!
—¡Viva! —respondieron las
cincuenta voces.
—¡Muera Chile!
—¡Muera!
—¡A Huánuco todos!
—¡A Huánuco! ¡A Huánuco!
Había bastado la voz de un hombre
para hacer vibrar el alma adormecida
del indio y para que surgiera, enhiesto y
vibrante, el sentimiento de la patria, no
sentido hasta entonces.
Y al día siguiente de la noche
solemne, al conjuro del nuevo
sentimiento, difundido ya entre todos por
sus capitanes, dos mil indios prepararon
las hondas, afilaron las hachas y los
cuchillos, aguzaron las picas, limpiaron
las escopetas y revisaron los garrotes.
Nadie se detuvo a reflexionar sobre la
superioridad de las armas del invasor.
Se sabía que un puñado de hombres
extraños, odiosos, rapaces, sanguinarios
y violentos, venidos de un país remoto,
había invadido por segunda vez su
capital, y esto les bastaba. Aquella
invasión era un peligro, como muy bien
había dicho Pomares, que despertaba en
ellos el recuerdo de los abusos pasados.
La paz de que se hablaba en Huánuco
era una mentira, una celada que el genio
diabólico de esos hombres tendía a su
credulidad, para sorprenderles y
despojarles de sus tierras, incendiarles
sus chozas, devorarles sus ganados y
violarles a sus mujeres. Las mismas
violencias cometidas con ellos
secularmente por todos los hombres
venidos del otro lado de los Andes, del
mar, desde el wiracocha[*] barbudo y
codicioso, que les arrasó su imperio,
hasta este soldado de calzón rojo y botas
amarillas de hoy, que iba dejando a su
paso un reguero de cadáveres y ruinas.
Era preciso, pues, destruir ese
peligro, levantarse todos contra él, ya
que el misti peruano, vencido y
anonadado por la derrota, se había
resignado, como la bestia de carga, a
llevar sobre sus lomos el peso del misti
vencedor.
Después de dos días de marcha,
recta y arrolladora, por quebradas y
cumbres —marcha de utacas[*]— aquel
torrente humano que, más que hombres
en son de guerra, parecía el éxodo de
una horda, guiado por la bandera de
Aparicio Pomares, coronó en la mañana
del ocho de agosto las alturas del Jactay,
es decir, vino a acampar en las mismas
puertas de Huánuco, y, una vez allí,
comenzó a retar al orgulloso vencedor.
Aquel reto envolvía una insólita
audacia; la audacia de la carne contra el
hierro, de la honda contra el plomo, del
cuchillo contra la bayoneta, de la
confusión contra la disciplina. Pero era
un rasgo que vindicaba a la raza y que
venía a percutir hondamente en el
corazón de un pueblo, dolorido y
desconcertado por la derrota.
IV
La aparición de aquellos sitiadores
extraños fue una sorpresa, no sólo para
los huanuqueños sino para la misma
fuerza enemiga. Los primeros, hartos de
tentativas infructuosas, de fracasos, de
decepciones, en todo pensaban en esos
momentos menos en la realidad de una
reacción de los pueblos del interior; la
segunda, ensoberbecida por la victoria,
confiada en la ausencia de todo peligro
y en el amparo moral de una autoridad
peruana, que acababa de imponer en
nombre de la paz, apenas si se detuvo a
recoger los vagos rumores de un
levantamiento.
Aquella aparición produjo, pues,
como era natural, el entusiasmo en unos
y el desconcierto en otros. Mientras las
autoridades políticas preparaban la
resistencia y el jefe chileno se decidía a
combatir, el vecindario entero, hombres
y mujeres, viejos y niños, desde los
balcones, desde las puertas, desde los
tejados, desde las torres, desde los
árboles, desde las tapias, curiosos unos,
alegres, otros, como en un día de fiesta,
se aprestaban a presenciar el trágico
encuentro.
Serían las diez de la mañana cuando
éste se inició. La mitad de la fuerza
chilena, con su jefe montado a la cabeza,
comenzó a escalar el Jactay con
resolución. Los indios, que en las
primeras horas de la mañana no habían
hecho otra cosa que levantar ligeros
parapetos de piedra y agitarse de un
lado a otro, batiendo sus banderines
blancos y rojos, rastrallando sus hondas
y lanzando atronadores gritos, al ver
avanzar al enemigo, precipitáronse a su
encuentro en oleadas compactas,
guiados, como en los días de marcha,
por la gran bandera de Aparicio
Pomares. Éste, con agilidad y
resistencia increíbles, recorría las filas,
daba un vítor aquí, ordenaba otra cosa
allá, salvaba de un salto formidable un
obstáculo, retrocedía rápidamente y
volvía a saltar, saludaba con el
sombrero las descargas de la fusilería,
se detenía un instante y disparaba su
escopeta, y en seguida, mientras un
compañero se la volvía a cargar,
empuñaba la honda y la disparaba
también. Y todo esto sin soltar su
querida bandera, paseándola triunfal por
entre la lluvia del plomo enemigo,
asombrando a éste y exaltando a la
ciudad, que veía en ese hombre y en esa
bandera la resurrección de sus
esperanzas.
Y el asalto duró más de dos horas,
con alternativas de avances y retrocesos
por ambas partes, hasta que habiendo
sido derribado el jefe chileno de un tiro
de escopeta, disparado desde un
matorral, sus soldados, desconcertados,
vacilantes, acabaron por retirarse
definitivamente.
Esta pequeña victoria, humilde por
sus proporciones y casi ignorada, pero
grande por sus efectos morales, bastó
para que, horas después, al amparo de la
noche, los hombres de la paz y los
hombres del saqueo evacuaran
furtivamente la ciudad. Huánuco, cuna
de héroes y de hidalgos, acababa de ser
libertada por los humildes shucuyes del
Dos de Mayo.
V
Al día siguiente, cuando los indios,
triunfantes, desfilaron por las calles,
precedidos de trofeos sangrientos y de
banderines blancos y rojos, una
pregunta, llena de ansiedad y orgullo
patriótico, corría de boca en boca:
«¿Dónde está el hombre de la
bandera?». «¿Por qué no ha bajado el
hombre de la bandera?». Todos querían
conocerle, abrazarle, aplaudirle,
admirarle.
Uno de los cabecillas respondió:
—Pomares no ha podido bajar; se ha
quedado herido en Rondos.
Efectivamente, el hombre de la
bandera, como ya le llamaban todos,
había recibido durante el combate una
bala en el muslo derecho. Su gente optó
por conducirlo a Rondos y de allí, a
Chupán, a petición suya, en donde, días
después, fallecía devorado por la
gangrena.
Antes de morir tuvo todavía el indio
esta última frase de amor para su
bandera:
—Ya sabes, Marta; que me
envuelvan en mi bandera y que me
entierren así.
Y así fue enterrado el indio chupán
Aparicio Pomares, el hombre de la
bandera, que supo, en una hora de
inspiración feliz, sacudir el alma
adormecida de la raza.
De eso sólo queda allá, en un
ruinoso cementerio, sobre una tumba,
una pobre cruz de madera, desvencijada
y cubierta de líquenes, que la costumbre
o la piedad de algún deudo renueva
todos los años en el día de los difuntos.