El licenciado Aponte (Enrique Lopez Albujar)
I
Lo primero que hizo Juan Maille, al
verse fuera del cuartel y licenciado, fue
tomarse dos copas en compañía de otros
camaradas, mientras comentaban,
sonriendo, la perorata con que el capitán
acababa de despedirles del servicio,
hablándoles del agradecimiento de la
patria y del honor y del deber militar.
—¡Carache! Capitán habla bonito.
¿A ti qué te parece, Maille? —le
preguntó uno de los compañeros.
—Habla bonito, verdad. Pero ¿por
qué no hablarnos así durante el
servicio? «A ver ¿qué hace allí ese
cholo bruto? ¿Que no entiende esa
bestia, o lo hago entender yo? ¡Lástima
de palo! A estos indios lo que les hace
falta es el palo que en mala hora
vinieron a suprimir los franchutes». ¿Te
acuerdas, Canchaparán? Así habla
capitán dentro cuartel.
Y el aludido contestó:
—Verdad, Maille. Por eso yo no he
querido reengancharme. Voime mi tierra.
—Ni yo —añadió Maille—, así me
hicieran sargento y me pagaran diez
veces más.
Y, después de la segunda tanda de
copas, se despidieron y se dispersaron.
Maille se fue a dormir a un tambo[*]
y al día siguiente tomó el tren de la
sierra, henchida la memoria de
recuerdos y el corazón de esperanzas.
Porque Maille, a pesar de todo, era un
indio que se permitía pensar en el
porvenir. El porvenir era una palabra
que la había oído repetir continuamente
a sus jefes. «El capitán X es un oficial
de porvenir». «El comandante llegará a
general; es un jefe de porvenir». «H. es
un oficial descuidado. Ése nunca hará
nada. No tiene porvenir».
Y Maille dedujo de todo esto que los
hombres tienen delante de sí algo que
esperar. Por eso él pensaba en el
porvenir. Con sus veintitrés años bien
llevados, sus nuevos hábitos de orden y
disciplina, su voluntad para el trabajo y
la gramática parda aprendida en el
cuartel, tendría lo suficiente para
conquistar un porvenir. Y el porvenir
para él consistía en un buen pedazo de
tierra, una docena de vacas, un centenar
de carneros y una estancia llena de todo
lo que puede apetecer un hombre joven,
entre lo cual había que contar,
necesariamente, a la mujer.
En el cuartel había aprendido,
además de las ideas de patria y de
bandera —símbolos extraños para él
mientras vivió en su pueblo—, otras
cosas que lo hacían reír para adentro,
con cierta malicia: cómo se puede matar
gloriosamente; cómo el saber leer y
escribir servía para usos muy distintos
de los que hasta entonces había él
imaginado; por ejemplo, para entenderse
a la distancia, como lo hacía el capitán
de su compañía con la hija del jefe; y
por qué a los hijos de los ricos y de los
poderosos nunca les tocaba el servicio.
Y había aprendido más todavía: que la
altivez y la contracción no sirven para
prosperar en una colectividad donde
unos mandan y otros obedecen. Nada
como la adulación y la bellaquería para
ascender. Una carta entregada a tiempo a
la querida del comandante le sirvió de
puente al sargento segundo de su
compañía, según lo contaba cínicamente,
para pasar a primero. De aquí dedujo
también una máxima de buen vivir: que
el ser tercero en cosas de amor no es
inconveniente para ser el primero en
cosas de milicia.
Pero una vez en su pueblo, en
Chupán, donde llegó una tarde, su
desencanto fue doloroso. Desde el
primer instante las gentes comenzaron a
mirarle con recelo. Le negaban el
saludo; se entraban al verle pasar;
cerrábanle las puertas y, para colmo de
esa situación odiosa, no tuvo ni la
compañía de su padre Conce ni de su
abuela Nastasia. Su padre había sido
despedazado durante su ausencia, en una
hora trágica, entre los rugidos de una
poblada feroz, empeñada en hacerle
justicia, y las dentelladas de una jauría
famélica.
Por eso sus paisanos, al verle pasar,
se preguntaban, casi en su cara,
insolentemente: «¿No es éste el hijo del
perro Conce Maille? Habría que
expulsarlo como a su padre». Y le
ponían punto a la frase con un
escupitajo, limpiándose después la
boca, fruncida en gesto de asqueamiento
profundo e implacable.
Y había en este desdén agresivo de
las gentes de la aldea un poco de razón.
Los Maille eran gente de presa. Mataban
por aburrimiento; incendiaban por
distracción; robaban por deseo
irresistible; quizás lo hacían todo por
atavismo o diletantismo inconsciente. Al
tener escudo esta familia, su blasón
habría sido una pirámide de cráneos,
coronada de una tea, sobre un charco de
sangre. Ni más ni menos que los señores
feudales de otros tiempos.
En cuanto a Juan Maille, a quien el
servicio militar arrancara oportunamente
de las abruptas soledades de su estancia,
no había tenido ocasión de hacer nada
digno de su nombre. Apenas si una vez,
mandado por su padre, llegó a una
estancia vecina, en donde yacía el
cadáver de José Ponciano, cosido a
puñaladas por la mano implacable de
aquél, le cortó diestramente la cabeza,
con destreza de matarife atávico, la
enarboló en una vara que se puso al
hombro triunfalmente, y, ya de vuelta,
tirola a los pies de su padre, diciéndole
con indiferencia: «Me ha venido
goteando en la espalda la maldita.
Parece que ya apesta».
II
Pero el cuartel no había logrado
transformar completamente la naturaleza
de Juan Maille. Físicamente lo había
desbastado y nada más. A fuerza de
marchar había adquirido cierta
marcialidad, un andar acompasado y
recto, todo lo contrario del trote
menudo, leve, cauteloso, encorvado y
tigresco del indio serrano, que parece
responder, más que a las escabrosidades
y alturas que vive ascendiendo y
bajando constantemente, a un signo de
sumisión y servilismo legendarios.
Maille caminaba ahora recto, con el
pecho saliente, balanceando los brazos
por igual, la frente levantada y la mirada
firme, con ese aplomo que da la marcha
isócrona colectiva, regulada por el
compás de las bandas militares y cuyo
son parece percibirse mucho tiempo
después de haberse oído. Había
aprendido también a soportar la tiranía
de las bandas de resistencia, que
continuó usando durante su vida de
licenciado, y del botín de pasadores, esa
especie de suplicio, que parece
inventado para torturar por un tiempo el
pie del indio, acostumbrado desde que
nace a la saludable libertad del
yanque[*] y del shucuy.
Moralmente, había ensanchado el
círculo de sus nociones sobre lo lícito o
ilícito, pero conservando los resabios
de superstición que en su alma ingenua y
rústica alimentara la tradición, el
ejemplo, las costumbres y la raza. Salía
del cuartel creyendo menos en el cura,
en la virtud milagrosa de los santos,
cuyos atributos y nombres más
populares acabó por confundir
lastimosamente; y en su cerebro echó
raíces de convicción la idea de que la
iglesia recibe más de lo que da y que
siempre hace más por el blanco que por
el indio.
Y pensaba: «¡Lo que los curas han
sacado a los Maille y lo que nosotros
hemos sacado de ellos! Para ellos la
mejor vaca, el mejor carnero, los
primeros sacos de papas, de maíz, de
trigo, el mejor plato y el mejor vino en
las fiestas, los relucientes y sonantes
soles a la hora del bautismo, del
casamiento, de los funerales y de los
responsos. Y también la mejor oveja del
redil de los fieles».
Y concluía admirándose de que de
todo esto se hubiese percatado
tardíamente, gracias al servicio militar y
quizás cuando menos lo necesitaba.
Antes había visto todas estas cosas
pasar delante de sus ojos como las más
naturales y legítimas del mundo, como
cosas que, por lo mismo que pesaban
por igual sobre todos, a nadie
sublevaban y a nadie envilecían. Le
había sido necesario mirarlas a través
del tiempo y la distancia para reparar en
ellas y entenderlas un poco.
Y los encargados de ayudarle en esta
comprensión fueron sus mismos
compañeros, esa variedad de mestizos,
venidos de todos los rincones de la
república, indisciplinados, levantiscos,
burlones, incrédulos, crecidos al calor
de ideas disolventes y audaces,
aprendidas en el hervor de las huelgas, o
recogidas de los clubs y vaciadas en los
periódicos obreros. Naturalmente
Maille acabó por deglutir esas ideas
después de rumiarlas largamente en el
silencio de las noches solemnes, cuando,
entre el alerta de los centinelas,
suspiraba bajo el peso de los recuerdos
del terruño. Un sarcasmo, una burla, una
frase agresiva, acompañada a veces de
un golpe brutal, le decían más a su
imaginación que lo que le habría hecho
entender un libro de mil páginas, o los
sermones de cien predicadores. Cierto
día que, movido por el deseo de
expansionarse, hablaba con el sargento
de su compañía de la vida y costumbres
de su pueblo, éste, mirándole
compasivamente, le interrumpió:
—¡Pero ustedes son unos infelices!
… ¿Y por sólo una peseta, un puñado de
coca todas las mañanas y una ración de
maíz y frijoles, como para puercos,
trabajan todo el día?… ¡Qué bestias!
Mejor están ustedes de soldados.
—¿Y en tu tierra, mi sargento, cuánto
ganan?
—Nosotros, por tirar lampa[*],
recoger algodón, cosechar arroz o maíz,
un sol cincuenta. Así es que cada
semana tarjamos[*] nueve cincuenta, y a
veces más, según las fuerzas de cada
uno. Yo, verbigracia, me ganaba hasta
doce rúcanos[*], y catorce también.
Sacaba tarea y media en un día. Para
tirar lampa o hacha, yo. ¿Y ustedes?…
¿Cuántas tareas al día sacan ustedes?
—Nosotros una, mi sargento. La
montaña llueve mucho, solea mucho y
comer mal, mi sargento. Patrones pagan
mal: una peseta. ¿Qué hacer con una
peseta?…
—Lo dicho: ¡unos bestias! A
nosotros nos pagan el sábado, el
domingo hacemos con nuestra plata lo
que nos da la gana. Nada de mejoreros
ni de vainas por el estilo.
—Y al cura ¿qué le dan ustedes
cuando cosechan, mi sargento?
—¿Qué le damos? ¡Una bala!…
Y después de estallar en una burlona
carcajada, concluyó diciendo:
—Los curas son lo mismo que
nosotros, ni más ni menos. En mi tierra,
que es Chiclayo, pues yo soy de la tierra
del liberalismo, como decía don Juan de
Dios, cuando nos peroraba, el cura que
quiere comer y vivir bien tiene que
desgastarse cantando y rezando misas.
No hay arroz ni maíz para el cura. El
que lo quiere lo compra. Y al que
menos, le damos un trancazo cuando se
mete donde no le llaman.
Maille, que no tenía nada de bestia,
aunque a veces lo parecía, concluía
riéndose de estas conversaciones
explosivas, de bravía altivez, que,
insensiblemente, iban socavándole la
media docena de creencias religiosas y
morales que llevara de su pueblo. Los
que más se burlaban de su ingenuidad e
ignorancia eran los zambos costeños --
entre los cuales estaba el sargento de su
compañía—, semileídos y bulliciosos,
que sabían tener para todo una respuesta
intencionada y un argumento
contundente. Discutían delante de él
sobre los derechos del proletariado,
sobre el abuso del capital, sobre si el
ejército tenía el deber de sostener a todo
trance a un gobierno constitucional o no,
sobre si el ejército debía abalear al
pueblo cuando se lo mandaba el
superior; sobre todas esas cuestiones
relacionadas con el problema obrero y
que leían a diario en los periódicos de
oposición que penetraban al cuartel.
Y como Maille había ido al servicio
militar sabiendo leer regularmente y con
ese gran espíritu de curiosidad que vive
latente en su raza, antes del año leía
también periódicos y se permitía emitir,
aunque tímidamente, alguna opinión, que
sus camaradas escuchaban aplaudiendo
y llenos de asombro. Estas
manifestaciones despertaron su amor
propio, y le dieron una mayor
conciencia de su personalidad,
acabando ésta por adquirir mayor fuerza
el día en que dejó de ser un simple
número del batallón para convertirse en
el cabo Maille.
Mas lo que no lograron conmover ni
menos descuajar de su espíritu las
cuchufletas y los epítetos gruesos, ni los
periódicos, ni las conversaciones del
sargento de su compañía, fue la
superstición, todo ese cúmulo de
irracionales creencias con que parece
venir el indio al mundo y a las que el
ejemplo, la fe de sus mayores, las
leyendas juradas de los ancianos, la
bellaquería de los sortilegios y
hechiceros, se encargan de alimentar
desde la infancia. Las había guardado en
lo más profundo de su alma, con un celo
que no admitía profanación ni
desahogos. Con nadie habló de ellas. Se
encerró en un mutismo de esfinge, con
esa fuerza de impenetrabilidad con que
sabe guardar el indio un secreto cuando
está de por medio su fe; mutismo que se
reforzaba con la actitud de sus
camaradas andinos, que parecía
obedecer a una misma consigna.
Además, había visto hacer cosas tan
estupendas a las divinidades de su
pueblo… Por ejemplo, había visto cierta
vez, poco antes del servicio, cómo se le
pudrió lentamente el índice de la diestra
a un paisano y cómo se le fue cayendo a
pedazos, sin que nadie se atreviese a
curarle, hasta que halló un blanco
compasivo que, despreciando
preocupaciones, le salvó de la muerte a
que estaba destinado. El mozo, lleno de
temor, había confesado que el dedo se le
había puesto así, seguramente, porque
había señalado con él el turmanya, el
arco iris. Este hecho se grabó
profundamente en la imaginación de
Maille, quien, desde entonces, a cada
aparición del fenómeno celeste,
mirábalo con supersticioso temor y
ocultando las manos debajo del poncho,
para evitar la tentación de señalarle con
ellas.Y junto con esta superstición, había
conservado incólume cien más; todas las
referentes al culto de los cerros,
quebradas, manantiales y apachetas[*];
todas las prácticas de una liturgia
primitiva, mezcla de bellaquería,
credulidad y libertinaje, inventadas
como para gentes de apetitos bajos y
fáciles y de imaginación infantil.
III
Maille no se descorazonó por el
desdén hostil de sus paisanos. Él era un
Maille, y un Maille estaba obligado a
soportar todo, impasiblemente, mientras
careciera de fuerza para luchar y
vengarse. Meditó un plan, tomó una
resolución y abandonó su pueblo, triste y
lleno de rencor por los agravios sufridos
en tan pocos días. Y, a medida que
caminaba, iba pensando en que a algo le
debía su mala suerte, y que ese algo no
podía ser sino su apellido, pues no había
otra razón para que sus paisanos le
hubieran tratado tan mal. Ser Maille era
ser bandolero, incendiario, asesino…
Una fama que hacía daño.
Por eso, cuando se presentó pocos
días después en uno de los fundos de la
quebrada de Higueras, en demanda de
trabajo, al interrogarle el patrón por su
nombre, dijo llamarse Juan Aponte,
cabo licenciado de infantería y natural
de Chupán. Nada de Maille. ¿Para qué,
si a la gente le sonaba tan mal la
palabra? Y el nombre de Juan Maille
quedó muerto y sepultado para siempre
en su memoria.
El dueño del fundo lo miró de alto a
bajo y al ver a un mozo fuerte, de aire
avisado y resuelto, muy distinto de los
otros indios que le trabajaban la tierra, y
leído y de letra regularmente cursada,
según lo comprobó desde el primer
momento, no tuvo reparo en aceptarlo,
con el propósito de darle una ocupación
adecuada. Destinole a la cantina para
que vendiera y anotara las entradas y
salidas del aguardiente, y al poco
tiempo se convenció de que podía servir
en cosas de más riesgo y habilidad.
Un día que vio al patrón cejijunto y
nervioso, Maille se aventuró a decirle:
—No te apures, patrón; yo puedo
sacar todo tu aguardiente esta noche.
Dime no más dónde quieres que lo lleve.
El patrón saltó de su asiento, se
encaró al indio y, mirándole fijamente,
le preguntó:
—¿Y quién te ha dicho que yo estoy
apurado por sacar el aguardiente,
hombre de Dios? El aguardiente sale de
mi fundo cuando vienen por él los que lo
necesitan.
—Lo sé, patrón. Pero hay
aguardiente que vienen por él de día y
aguardiente que vienen por él de noche.
Y he visto que los que salen de noche,
salen por detrás de la casa y toman por
las alturas, fuera de camino… ¿Por qué
será esto, señor?
A tal pregunta, el patrón cambió de
actitud, le tiró cariñosamente de una
oreja y se decidió a hacerle a Aponte, en
un rincón de la cantina, una confidencia,
de la que resultó un pacto entre ambos y
un cambio de ocupación para el indio.
Aponte vio en esto un porvenir. Con
cinco años o seis de trabajo podría
retirarse, llevándose algunos reales, que
le servirían para adquirir tierras,
ganados y vivir como un hombre de
respeto. La ocupación era un poco
ilícita, pero sabiendo portarse en ella…
Todo se reducía a saber burlar la
vigilancia de ciertos hombres.
Entonces entró Aponte resueltamente
en el camino de una nueva vida, vida
llena de azar, de riesgo, de rudeza, de
desafío, de arrojo y de suerte. Tanto le
podía ir mal desde el primer instante
como bien. Una vida, en cierto modo,
digna de un Maille.
Comenzó por cambiar de métodos.
Nada de caminar de noche. La noche se
ha hecho para dormir, para descansar.
Las cosas salen mejor de día, pensaba
él. El día se ha hecho para trabajar, y en
esto del contrabando hay que olfatear y
ver venir desde lejos y sin dejarse ver.
A esto se reduce toda la habilidad del
oficio. El peligro es cosa de un
momento. Además, el terreno se presta;
no es como en la costa. Los empleados
pasan a diez pasos del contrabandista y
él se ríe viéndoles pasar. ¡Una delicia!
Y luego el espionaje podía servirle
también de mucho. Con un buen
espionaje se sabe dónde está el
enemigo, cuáles son sus costumbres, sus
aficiones y los medios que emplea en la
persecución. Un espía es un centinela
perdido; ni más ni menos que en la
milicia. Y Aponte se sonreía y se frotaba
las manos al pensar en estas cosas, de
las que había ido enterándose en poco
tiempo, sonsacándoselas a algunos
contrabandistas que tratara en su destino
de cantinero.
Organizó y manejó militarmente una
banda de seis mozos, buscados y
escogidos por él entre los licenciados,
que tanto abundan en las serranías,
llenos de pretensiones traídas del
cuartel, poco afectos al cultivo del
suelo, deseosos de nuevos goces y
descontentos de tener que luchar
rudamente para ganarse una
alimentación y un vestido, que en la
milicia, con un fusil y un poco de
marchas y contramarchas, que para ellos
era una bicoca, se ganaban fácilmente.
Y la consigna fue esquivar a todo
trance el choque, la resistencia. ¿Para
qué batirse? En caso de peligro había
que salir del paso con una treta o
dejarse coger, que ya el patrón vería
modos de sacar del apuro al apresado.
Cuestión de unos cuantos días de cárcel.
Y en la cárcel no se está tan mal. Y hasta
se le da un diario al preso para que no
se muera de hambre. Un tiroteo es
escandaloso, y cuando un tiro cae en
mala parte, ya sea al vigilante o al
contrabandista, trae complicaciones, de
las que se corre el riesgo de salir mal.
Del contrabando simple, pasivo, se sale
bien librado en cualquier momento.
Nada de tiros. En todo caso, nada
importaba que el aguardiente se lo
llevara el diablo. Para eso era del
patrón.
En cierta vez que el patrón insistiese
en recomendarle que procediera
cautelosamente, pues había sabido que
uno de los empleados de la
Recaudadora se la había jurado, Aponte
se apresuró a responderle:
—¡Qué patrón! Aponte sabe muchas
cosas; sabe que por acá jamás se ha
sentenciado a un contrabandista que
trabaja por cuenta de un hacendado.
Recaudadora y autoridades se arreglan
con el patrón.
—Es que de repente caes en manos
de uno de los jueces y te quedas
encerrado, quién sabe por qué tiempo.
La justicia no juega. Una vez en manos
del juez no hay recomendación que
valga. —Es que Aponte no pasará de las
manos del subprefecto, y el subprefecto
siempre listo a hacer negocio, o a
obedecer recomendaciones del
diputado.
Y el patrón, casi convencido, puso
término al diálogo con esta frase
despectiva:
—Bien, bien; allá tú… El tiempo lo
dirá.
IV
Una tarde la tempestad cogió a
Aponte en uno de los tantos desfiladeros
por donde solía deslizarse sigilosamente
con sus contrabandos, y viose en el
ineludible caso de descargar el
aguardiente y acampar allí mismo, lleno
de rabia y murmurando palabras
incoherentes. En seguida armó carpa,
como pudo, con la manta y el poncho, y
se sentó malhumorado, sombrío,
queriendo descargar su cólera en uno de
sus ayudantes, a quien hacía poco había
alcanzado, cuando más creído estaba de
que ya hubiese llegado a su destino. Le
parecía todo esto un aviso, una señal de
peligro grave. El día había comenzado
muy mal para él. Primero, se había
olvidado de hacerle al jirca, que está
detrás de la casa de la hacienda, las
promesas que acostumbraba hacerle
cuando salía de viaje. Un olvido que no
se lo explicaba y que podía traerle quién
sabe qué consecuencias terribles.
Después, al mediodía, cuando se detuvo
a chacchar y le preguntó a su coca si el
viaje terminaría bien, ésta, muy amarga,
le había contestado que no. Y ahora la
tempestad salía estorbándole en el
camino, obligándole a detenerse en el
sitio más peligroso, un sitio conocido ya
por los vigilantes de la Recaudadora, y
en el que a veces se aventuraban a
penetrar en busca de contrabandos
posibles. Sólo faltaba que alguno de
esos sabuesos le cayera encima. Sobre
todo, no dejaba de inquietarle uno, ese
de quien le hablara el patrón, que había
resultado inabordable, irreductible a las
solicitaciones de sus agentes, y a quien
oyó decir un día, en el tambo del
camino, como haciéndole una
advertencia: «Yo a los cholos que
contrabandean aguardiente no
acostumbro a gritarles: ¡párense!; les
doy la voz con mi carabina. Y al que le
caiga un tiro que se rasque. Yo no
disparo al aire, como otros».
Un bruto, que cualquier día iba a
obligarle a meterle una bala en la
cabeza. Para eso había sido tirador de
preferencia en su compañía.
Y como la tempestad llevaba trazas
de no acabar y era muy temprano para
dormir, por decir algo, le dijo a su
ayudante:
—Ishaco, te estás volviendo lerdo.
—¿Por qué, Juan?
—Porque te has dejado alcanzar.
Has debido estar en Jesús muy
temprano.
—Se desbarrancó un burro y tuve
que sacarlo yo solo del fondo de la
quebrada; y también el aguardiente, para
que no se perdiese. Esto me ha hecho
demorar más de una hora.
—Entonces jirca tiene la culpa. Mi
coca avisarme temprano.
—¿De veras, Juan? Mi coca también
muy amarga esta mañana. Va a
sucedernos algo, Juan.
Aponte se calló. Pasado un gran
rato, como queriendo reparar su
descuido de la mañana, se levantó,
extendió los brazos por encima de la
cabeza, juntó las manos, dentro de las
que tenía un puñado de coca, dirigió la
mirada hacia el punto donde creía que
estaba su jirca protector, y exclamó con
toda la fe de un creyente: «Jirca-yayag,
te masco coca, te endulzo para que no
me hagas nada esta noche. Hazme llegar
bien donde voy; haz que la tempestad
recoja su agua y, cuando salga de aquí,
que los vigilantes no me encuentren ni
me vean. Cuando vuelva de Jesús,
llegaré donde ti, trayéndote bizcochos
grandes, confites, pasas y te daré chacta
para que bebas».
Y no satisfecho de esta invocación,
tomó un poco de coca y se puso
nuevamente a chacchar, interrogándola
mentalmente sobre lo que significaba el
contratiempo que le había sobrevenido,
y qué era lo que podía esperar,
contestándole ésta, a poco,
desfavorablemente, según él, pues
comenzó a sentirla amarga.
Y estaba en esta operación,
abstraído completamente, cuando la voz
de alarma de Ishaco le hizo levantar,
como impulsado por un resorte, y,
dirigiendo la mirada a todas partes,
preguntó:
—¿Qué pasa, Ishaco?
—Caballos que llegan, Juan; vienen
muchos.
Y el ayudante, que apenas tuvo
tiempo para contestar, se lanzó barranco
abajo, a la manera india, envolviéndose
la cabeza en el poncho y echándose a
rodar a la buena de Dios.
Aponte no pudo hacer lo mismo;
mientras perdía algunos segundos en
guardar en el huallqui el ishcupuro y la
shipina y empuñaba el rifle, sonaron
varios disparos, que repercutieron
fúnebremente en las concavidades de la
quebrada, al mismo tiempo que el infeliz
mozo, llevándose una mano al pecho,
caía de espaldas, murmurando:
—¡Jirca no me ha perdonado! ¡Por
eso estaba mi coca muy amarga!
Lo primero que hizo Juan Maille, al
verse fuera del cuartel y licenciado, fue
tomarse dos copas en compañía de otros
camaradas, mientras comentaban,
sonriendo, la perorata con que el capitán
acababa de despedirles del servicio,
hablándoles del agradecimiento de la
patria y del honor y del deber militar.
—¡Carache! Capitán habla bonito.
¿A ti qué te parece, Maille? —le
preguntó uno de los compañeros.
—Habla bonito, verdad. Pero ¿por
qué no hablarnos así durante el
servicio? «A ver ¿qué hace allí ese
cholo bruto? ¿Que no entiende esa
bestia, o lo hago entender yo? ¡Lástima
de palo! A estos indios lo que les hace
falta es el palo que en mala hora
vinieron a suprimir los franchutes». ¿Te
acuerdas, Canchaparán? Así habla
capitán dentro cuartel.
Y el aludido contestó:
—Verdad, Maille. Por eso yo no he
querido reengancharme. Voime mi tierra.
—Ni yo —añadió Maille—, así me
hicieran sargento y me pagaran diez
veces más.
Y, después de la segunda tanda de
copas, se despidieron y se dispersaron.
Maille se fue a dormir a un tambo[*]
y al día siguiente tomó el tren de la
sierra, henchida la memoria de
recuerdos y el corazón de esperanzas.
Porque Maille, a pesar de todo, era un
indio que se permitía pensar en el
porvenir. El porvenir era una palabra
que la había oído repetir continuamente
a sus jefes. «El capitán X es un oficial
de porvenir». «El comandante llegará a
general; es un jefe de porvenir». «H. es
un oficial descuidado. Ése nunca hará
nada. No tiene porvenir».
Y Maille dedujo de todo esto que los
hombres tienen delante de sí algo que
esperar. Por eso él pensaba en el
porvenir. Con sus veintitrés años bien
llevados, sus nuevos hábitos de orden y
disciplina, su voluntad para el trabajo y
la gramática parda aprendida en el
cuartel, tendría lo suficiente para
conquistar un porvenir. Y el porvenir
para él consistía en un buen pedazo de
tierra, una docena de vacas, un centenar
de carneros y una estancia llena de todo
lo que puede apetecer un hombre joven,
entre lo cual había que contar,
necesariamente, a la mujer.
En el cuartel había aprendido,
además de las ideas de patria y de
bandera —símbolos extraños para él
mientras vivió en su pueblo—, otras
cosas que lo hacían reír para adentro,
con cierta malicia: cómo se puede matar
gloriosamente; cómo el saber leer y
escribir servía para usos muy distintos
de los que hasta entonces había él
imaginado; por ejemplo, para entenderse
a la distancia, como lo hacía el capitán
de su compañía con la hija del jefe; y
por qué a los hijos de los ricos y de los
poderosos nunca les tocaba el servicio.
Y había aprendido más todavía: que la
altivez y la contracción no sirven para
prosperar en una colectividad donde
unos mandan y otros obedecen. Nada
como la adulación y la bellaquería para
ascender. Una carta entregada a tiempo a
la querida del comandante le sirvió de
puente al sargento segundo de su
compañía, según lo contaba cínicamente,
para pasar a primero. De aquí dedujo
también una máxima de buen vivir: que
el ser tercero en cosas de amor no es
inconveniente para ser el primero en
cosas de milicia.
Pero una vez en su pueblo, en
Chupán, donde llegó una tarde, su
desencanto fue doloroso. Desde el
primer instante las gentes comenzaron a
mirarle con recelo. Le negaban el
saludo; se entraban al verle pasar;
cerrábanle las puertas y, para colmo de
esa situación odiosa, no tuvo ni la
compañía de su padre Conce ni de su
abuela Nastasia. Su padre había sido
despedazado durante su ausencia, en una
hora trágica, entre los rugidos de una
poblada feroz, empeñada en hacerle
justicia, y las dentelladas de una jauría
famélica.
Por eso sus paisanos, al verle pasar,
se preguntaban, casi en su cara,
insolentemente: «¿No es éste el hijo del
perro Conce Maille? Habría que
expulsarlo como a su padre». Y le
ponían punto a la frase con un
escupitajo, limpiándose después la
boca, fruncida en gesto de asqueamiento
profundo e implacable.
Y había en este desdén agresivo de
las gentes de la aldea un poco de razón.
Los Maille eran gente de presa. Mataban
por aburrimiento; incendiaban por
distracción; robaban por deseo
irresistible; quizás lo hacían todo por
atavismo o diletantismo inconsciente. Al
tener escudo esta familia, su blasón
habría sido una pirámide de cráneos,
coronada de una tea, sobre un charco de
sangre. Ni más ni menos que los señores
feudales de otros tiempos.
En cuanto a Juan Maille, a quien el
servicio militar arrancara oportunamente
de las abruptas soledades de su estancia,
no había tenido ocasión de hacer nada
digno de su nombre. Apenas si una vez,
mandado por su padre, llegó a una
estancia vecina, en donde yacía el
cadáver de José Ponciano, cosido a
puñaladas por la mano implacable de
aquél, le cortó diestramente la cabeza,
con destreza de matarife atávico, la
enarboló en una vara que se puso al
hombro triunfalmente, y, ya de vuelta,
tirola a los pies de su padre, diciéndole
con indiferencia: «Me ha venido
goteando en la espalda la maldita.
Parece que ya apesta».
II
Pero el cuartel no había logrado
transformar completamente la naturaleza
de Juan Maille. Físicamente lo había
desbastado y nada más. A fuerza de
marchar había adquirido cierta
marcialidad, un andar acompasado y
recto, todo lo contrario del trote
menudo, leve, cauteloso, encorvado y
tigresco del indio serrano, que parece
responder, más que a las escabrosidades
y alturas que vive ascendiendo y
bajando constantemente, a un signo de
sumisión y servilismo legendarios.
Maille caminaba ahora recto, con el
pecho saliente, balanceando los brazos
por igual, la frente levantada y la mirada
firme, con ese aplomo que da la marcha
isócrona colectiva, regulada por el
compás de las bandas militares y cuyo
son parece percibirse mucho tiempo
después de haberse oído. Había
aprendido también a soportar la tiranía
de las bandas de resistencia, que
continuó usando durante su vida de
licenciado, y del botín de pasadores, esa
especie de suplicio, que parece
inventado para torturar por un tiempo el
pie del indio, acostumbrado desde que
nace a la saludable libertad del
yanque[*] y del shucuy.
Moralmente, había ensanchado el
círculo de sus nociones sobre lo lícito o
ilícito, pero conservando los resabios
de superstición que en su alma ingenua y
rústica alimentara la tradición, el
ejemplo, las costumbres y la raza. Salía
del cuartel creyendo menos en el cura,
en la virtud milagrosa de los santos,
cuyos atributos y nombres más
populares acabó por confundir
lastimosamente; y en su cerebro echó
raíces de convicción la idea de que la
iglesia recibe más de lo que da y que
siempre hace más por el blanco que por
el indio.
Y pensaba: «¡Lo que los curas han
sacado a los Maille y lo que nosotros
hemos sacado de ellos! Para ellos la
mejor vaca, el mejor carnero, los
primeros sacos de papas, de maíz, de
trigo, el mejor plato y el mejor vino en
las fiestas, los relucientes y sonantes
soles a la hora del bautismo, del
casamiento, de los funerales y de los
responsos. Y también la mejor oveja del
redil de los fieles».
Y concluía admirándose de que de
todo esto se hubiese percatado
tardíamente, gracias al servicio militar y
quizás cuando menos lo necesitaba.
Antes había visto todas estas cosas
pasar delante de sus ojos como las más
naturales y legítimas del mundo, como
cosas que, por lo mismo que pesaban
por igual sobre todos, a nadie
sublevaban y a nadie envilecían. Le
había sido necesario mirarlas a través
del tiempo y la distancia para reparar en
ellas y entenderlas un poco.
Y los encargados de ayudarle en esta
comprensión fueron sus mismos
compañeros, esa variedad de mestizos,
venidos de todos los rincones de la
república, indisciplinados, levantiscos,
burlones, incrédulos, crecidos al calor
de ideas disolventes y audaces,
aprendidas en el hervor de las huelgas, o
recogidas de los clubs y vaciadas en los
periódicos obreros. Naturalmente
Maille acabó por deglutir esas ideas
después de rumiarlas largamente en el
silencio de las noches solemnes, cuando,
entre el alerta de los centinelas,
suspiraba bajo el peso de los recuerdos
del terruño. Un sarcasmo, una burla, una
frase agresiva, acompañada a veces de
un golpe brutal, le decían más a su
imaginación que lo que le habría hecho
entender un libro de mil páginas, o los
sermones de cien predicadores. Cierto
día que, movido por el deseo de
expansionarse, hablaba con el sargento
de su compañía de la vida y costumbres
de su pueblo, éste, mirándole
compasivamente, le interrumpió:
—¡Pero ustedes son unos infelices!
… ¿Y por sólo una peseta, un puñado de
coca todas las mañanas y una ración de
maíz y frijoles, como para puercos,
trabajan todo el día?… ¡Qué bestias!
Mejor están ustedes de soldados.
—¿Y en tu tierra, mi sargento, cuánto
ganan?
—Nosotros, por tirar lampa[*],
recoger algodón, cosechar arroz o maíz,
un sol cincuenta. Así es que cada
semana tarjamos[*] nueve cincuenta, y a
veces más, según las fuerzas de cada
uno. Yo, verbigracia, me ganaba hasta
doce rúcanos[*], y catorce también.
Sacaba tarea y media en un día. Para
tirar lampa o hacha, yo. ¿Y ustedes?…
¿Cuántas tareas al día sacan ustedes?
—Nosotros una, mi sargento. La
montaña llueve mucho, solea mucho y
comer mal, mi sargento. Patrones pagan
mal: una peseta. ¿Qué hacer con una
peseta?…
—Lo dicho: ¡unos bestias! A
nosotros nos pagan el sábado, el
domingo hacemos con nuestra plata lo
que nos da la gana. Nada de mejoreros
ni de vainas por el estilo.
—Y al cura ¿qué le dan ustedes
cuando cosechan, mi sargento?
—¿Qué le damos? ¡Una bala!…
Y después de estallar en una burlona
carcajada, concluyó diciendo:
—Los curas son lo mismo que
nosotros, ni más ni menos. En mi tierra,
que es Chiclayo, pues yo soy de la tierra
del liberalismo, como decía don Juan de
Dios, cuando nos peroraba, el cura que
quiere comer y vivir bien tiene que
desgastarse cantando y rezando misas.
No hay arroz ni maíz para el cura. El
que lo quiere lo compra. Y al que
menos, le damos un trancazo cuando se
mete donde no le llaman.
Maille, que no tenía nada de bestia,
aunque a veces lo parecía, concluía
riéndose de estas conversaciones
explosivas, de bravía altivez, que,
insensiblemente, iban socavándole la
media docena de creencias religiosas y
morales que llevara de su pueblo. Los
que más se burlaban de su ingenuidad e
ignorancia eran los zambos costeños --
entre los cuales estaba el sargento de su
compañía—, semileídos y bulliciosos,
que sabían tener para todo una respuesta
intencionada y un argumento
contundente. Discutían delante de él
sobre los derechos del proletariado,
sobre el abuso del capital, sobre si el
ejército tenía el deber de sostener a todo
trance a un gobierno constitucional o no,
sobre si el ejército debía abalear al
pueblo cuando se lo mandaba el
superior; sobre todas esas cuestiones
relacionadas con el problema obrero y
que leían a diario en los periódicos de
oposición que penetraban al cuartel.
Y como Maille había ido al servicio
militar sabiendo leer regularmente y con
ese gran espíritu de curiosidad que vive
latente en su raza, antes del año leía
también periódicos y se permitía emitir,
aunque tímidamente, alguna opinión, que
sus camaradas escuchaban aplaudiendo
y llenos de asombro. Estas
manifestaciones despertaron su amor
propio, y le dieron una mayor
conciencia de su personalidad,
acabando ésta por adquirir mayor fuerza
el día en que dejó de ser un simple
número del batallón para convertirse en
el cabo Maille.
Mas lo que no lograron conmover ni
menos descuajar de su espíritu las
cuchufletas y los epítetos gruesos, ni los
periódicos, ni las conversaciones del
sargento de su compañía, fue la
superstición, todo ese cúmulo de
irracionales creencias con que parece
venir el indio al mundo y a las que el
ejemplo, la fe de sus mayores, las
leyendas juradas de los ancianos, la
bellaquería de los sortilegios y
hechiceros, se encargan de alimentar
desde la infancia. Las había guardado en
lo más profundo de su alma, con un celo
que no admitía profanación ni
desahogos. Con nadie habló de ellas. Se
encerró en un mutismo de esfinge, con
esa fuerza de impenetrabilidad con que
sabe guardar el indio un secreto cuando
está de por medio su fe; mutismo que se
reforzaba con la actitud de sus
camaradas andinos, que parecía
obedecer a una misma consigna.
Además, había visto hacer cosas tan
estupendas a las divinidades de su
pueblo… Por ejemplo, había visto cierta
vez, poco antes del servicio, cómo se le
pudrió lentamente el índice de la diestra
a un paisano y cómo se le fue cayendo a
pedazos, sin que nadie se atreviese a
curarle, hasta que halló un blanco
compasivo que, despreciando
preocupaciones, le salvó de la muerte a
que estaba destinado. El mozo, lleno de
temor, había confesado que el dedo se le
había puesto así, seguramente, porque
había señalado con él el turmanya, el
arco iris. Este hecho se grabó
profundamente en la imaginación de
Maille, quien, desde entonces, a cada
aparición del fenómeno celeste,
mirábalo con supersticioso temor y
ocultando las manos debajo del poncho,
para evitar la tentación de señalarle con
ellas.Y junto con esta superstición, había
conservado incólume cien más; todas las
referentes al culto de los cerros,
quebradas, manantiales y apachetas[*];
todas las prácticas de una liturgia
primitiva, mezcla de bellaquería,
credulidad y libertinaje, inventadas
como para gentes de apetitos bajos y
fáciles y de imaginación infantil.
III
Maille no se descorazonó por el
desdén hostil de sus paisanos. Él era un
Maille, y un Maille estaba obligado a
soportar todo, impasiblemente, mientras
careciera de fuerza para luchar y
vengarse. Meditó un plan, tomó una
resolución y abandonó su pueblo, triste y
lleno de rencor por los agravios sufridos
en tan pocos días. Y, a medida que
caminaba, iba pensando en que a algo le
debía su mala suerte, y que ese algo no
podía ser sino su apellido, pues no había
otra razón para que sus paisanos le
hubieran tratado tan mal. Ser Maille era
ser bandolero, incendiario, asesino…
Una fama que hacía daño.
Por eso, cuando se presentó pocos
días después en uno de los fundos de la
quebrada de Higueras, en demanda de
trabajo, al interrogarle el patrón por su
nombre, dijo llamarse Juan Aponte,
cabo licenciado de infantería y natural
de Chupán. Nada de Maille. ¿Para qué,
si a la gente le sonaba tan mal la
palabra? Y el nombre de Juan Maille
quedó muerto y sepultado para siempre
en su memoria.
El dueño del fundo lo miró de alto a
bajo y al ver a un mozo fuerte, de aire
avisado y resuelto, muy distinto de los
otros indios que le trabajaban la tierra, y
leído y de letra regularmente cursada,
según lo comprobó desde el primer
momento, no tuvo reparo en aceptarlo,
con el propósito de darle una ocupación
adecuada. Destinole a la cantina para
que vendiera y anotara las entradas y
salidas del aguardiente, y al poco
tiempo se convenció de que podía servir
en cosas de más riesgo y habilidad.
Un día que vio al patrón cejijunto y
nervioso, Maille se aventuró a decirle:
—No te apures, patrón; yo puedo
sacar todo tu aguardiente esta noche.
Dime no más dónde quieres que lo lleve.
El patrón saltó de su asiento, se
encaró al indio y, mirándole fijamente,
le preguntó:
—¿Y quién te ha dicho que yo estoy
apurado por sacar el aguardiente,
hombre de Dios? El aguardiente sale de
mi fundo cuando vienen por él los que lo
necesitan.
—Lo sé, patrón. Pero hay
aguardiente que vienen por él de día y
aguardiente que vienen por él de noche.
Y he visto que los que salen de noche,
salen por detrás de la casa y toman por
las alturas, fuera de camino… ¿Por qué
será esto, señor?
A tal pregunta, el patrón cambió de
actitud, le tiró cariñosamente de una
oreja y se decidió a hacerle a Aponte, en
un rincón de la cantina, una confidencia,
de la que resultó un pacto entre ambos y
un cambio de ocupación para el indio.
Aponte vio en esto un porvenir. Con
cinco años o seis de trabajo podría
retirarse, llevándose algunos reales, que
le servirían para adquirir tierras,
ganados y vivir como un hombre de
respeto. La ocupación era un poco
ilícita, pero sabiendo portarse en ella…
Todo se reducía a saber burlar la
vigilancia de ciertos hombres.
Entonces entró Aponte resueltamente
en el camino de una nueva vida, vida
llena de azar, de riesgo, de rudeza, de
desafío, de arrojo y de suerte. Tanto le
podía ir mal desde el primer instante
como bien. Una vida, en cierto modo,
digna de un Maille.
Comenzó por cambiar de métodos.
Nada de caminar de noche. La noche se
ha hecho para dormir, para descansar.
Las cosas salen mejor de día, pensaba
él. El día se ha hecho para trabajar, y en
esto del contrabando hay que olfatear y
ver venir desde lejos y sin dejarse ver.
A esto se reduce toda la habilidad del
oficio. El peligro es cosa de un
momento. Además, el terreno se presta;
no es como en la costa. Los empleados
pasan a diez pasos del contrabandista y
él se ríe viéndoles pasar. ¡Una delicia!
Y luego el espionaje podía servirle
también de mucho. Con un buen
espionaje se sabe dónde está el
enemigo, cuáles son sus costumbres, sus
aficiones y los medios que emplea en la
persecución. Un espía es un centinela
perdido; ni más ni menos que en la
milicia. Y Aponte se sonreía y se frotaba
las manos al pensar en estas cosas, de
las que había ido enterándose en poco
tiempo, sonsacándoselas a algunos
contrabandistas que tratara en su destino
de cantinero.
Organizó y manejó militarmente una
banda de seis mozos, buscados y
escogidos por él entre los licenciados,
que tanto abundan en las serranías,
llenos de pretensiones traídas del
cuartel, poco afectos al cultivo del
suelo, deseosos de nuevos goces y
descontentos de tener que luchar
rudamente para ganarse una
alimentación y un vestido, que en la
milicia, con un fusil y un poco de
marchas y contramarchas, que para ellos
era una bicoca, se ganaban fácilmente.
Y la consigna fue esquivar a todo
trance el choque, la resistencia. ¿Para
qué batirse? En caso de peligro había
que salir del paso con una treta o
dejarse coger, que ya el patrón vería
modos de sacar del apuro al apresado.
Cuestión de unos cuantos días de cárcel.
Y en la cárcel no se está tan mal. Y hasta
se le da un diario al preso para que no
se muera de hambre. Un tiroteo es
escandaloso, y cuando un tiro cae en
mala parte, ya sea al vigilante o al
contrabandista, trae complicaciones, de
las que se corre el riesgo de salir mal.
Del contrabando simple, pasivo, se sale
bien librado en cualquier momento.
Nada de tiros. En todo caso, nada
importaba que el aguardiente se lo
llevara el diablo. Para eso era del
patrón.
En cierta vez que el patrón insistiese
en recomendarle que procediera
cautelosamente, pues había sabido que
uno de los empleados de la
Recaudadora se la había jurado, Aponte
se apresuró a responderle:
—¡Qué patrón! Aponte sabe muchas
cosas; sabe que por acá jamás se ha
sentenciado a un contrabandista que
trabaja por cuenta de un hacendado.
Recaudadora y autoridades se arreglan
con el patrón.
—Es que de repente caes en manos
de uno de los jueces y te quedas
encerrado, quién sabe por qué tiempo.
La justicia no juega. Una vez en manos
del juez no hay recomendación que
valga. —Es que Aponte no pasará de las
manos del subprefecto, y el subprefecto
siempre listo a hacer negocio, o a
obedecer recomendaciones del
diputado.
Y el patrón, casi convencido, puso
término al diálogo con esta frase
despectiva:
—Bien, bien; allá tú… El tiempo lo
dirá.
IV
Una tarde la tempestad cogió a
Aponte en uno de los tantos desfiladeros
por donde solía deslizarse sigilosamente
con sus contrabandos, y viose en el
ineludible caso de descargar el
aguardiente y acampar allí mismo, lleno
de rabia y murmurando palabras
incoherentes. En seguida armó carpa,
como pudo, con la manta y el poncho, y
se sentó malhumorado, sombrío,
queriendo descargar su cólera en uno de
sus ayudantes, a quien hacía poco había
alcanzado, cuando más creído estaba de
que ya hubiese llegado a su destino. Le
parecía todo esto un aviso, una señal de
peligro grave. El día había comenzado
muy mal para él. Primero, se había
olvidado de hacerle al jirca, que está
detrás de la casa de la hacienda, las
promesas que acostumbraba hacerle
cuando salía de viaje. Un olvido que no
se lo explicaba y que podía traerle quién
sabe qué consecuencias terribles.
Después, al mediodía, cuando se detuvo
a chacchar y le preguntó a su coca si el
viaje terminaría bien, ésta, muy amarga,
le había contestado que no. Y ahora la
tempestad salía estorbándole en el
camino, obligándole a detenerse en el
sitio más peligroso, un sitio conocido ya
por los vigilantes de la Recaudadora, y
en el que a veces se aventuraban a
penetrar en busca de contrabandos
posibles. Sólo faltaba que alguno de
esos sabuesos le cayera encima. Sobre
todo, no dejaba de inquietarle uno, ese
de quien le hablara el patrón, que había
resultado inabordable, irreductible a las
solicitaciones de sus agentes, y a quien
oyó decir un día, en el tambo del
camino, como haciéndole una
advertencia: «Yo a los cholos que
contrabandean aguardiente no
acostumbro a gritarles: ¡párense!; les
doy la voz con mi carabina. Y al que le
caiga un tiro que se rasque. Yo no
disparo al aire, como otros».
Un bruto, que cualquier día iba a
obligarle a meterle una bala en la
cabeza. Para eso había sido tirador de
preferencia en su compañía.
Y como la tempestad llevaba trazas
de no acabar y era muy temprano para
dormir, por decir algo, le dijo a su
ayudante:
—Ishaco, te estás volviendo lerdo.
—¿Por qué, Juan?
—Porque te has dejado alcanzar.
Has debido estar en Jesús muy
temprano.
—Se desbarrancó un burro y tuve
que sacarlo yo solo del fondo de la
quebrada; y también el aguardiente, para
que no se perdiese. Esto me ha hecho
demorar más de una hora.
—Entonces jirca tiene la culpa. Mi
coca avisarme temprano.
—¿De veras, Juan? Mi coca también
muy amarga esta mañana. Va a
sucedernos algo, Juan.
Aponte se calló. Pasado un gran
rato, como queriendo reparar su
descuido de la mañana, se levantó,
extendió los brazos por encima de la
cabeza, juntó las manos, dentro de las
que tenía un puñado de coca, dirigió la
mirada hacia el punto donde creía que
estaba su jirca protector, y exclamó con
toda la fe de un creyente: «Jirca-yayag,
te masco coca, te endulzo para que no
me hagas nada esta noche. Hazme llegar
bien donde voy; haz que la tempestad
recoja su agua y, cuando salga de aquí,
que los vigilantes no me encuentren ni
me vean. Cuando vuelva de Jesús,
llegaré donde ti, trayéndote bizcochos
grandes, confites, pasas y te daré chacta
para que bebas».
Y no satisfecho de esta invocación,
tomó un poco de coca y se puso
nuevamente a chacchar, interrogándola
mentalmente sobre lo que significaba el
contratiempo que le había sobrevenido,
y qué era lo que podía esperar,
contestándole ésta, a poco,
desfavorablemente, según él, pues
comenzó a sentirla amarga.
Y estaba en esta operación,
abstraído completamente, cuando la voz
de alarma de Ishaco le hizo levantar,
como impulsado por un resorte, y,
dirigiendo la mirada a todas partes,
preguntó:
—¿Qué pasa, Ishaco?
—Caballos que llegan, Juan; vienen
muchos.
Y el ayudante, que apenas tuvo
tiempo para contestar, se lanzó barranco
abajo, a la manera india, envolviéndose
la cabeza en el poncho y echándose a
rodar a la buena de Dios.
Aponte no pudo hacer lo mismo;
mientras perdía algunos segundos en
guardar en el huallqui el ishcupuro y la
shipina y empuñaba el rifle, sonaron
varios disparos, que repercutieron
fúnebremente en las concavidades de la
quebrada, al mismo tiempo que el infeliz
mozo, llevándose una mano al pecho,
caía de espaldas, murmurando:
—¡Jirca no me ha perdonado! ¡Por
eso estaba mi coca muy amarga!