El blanco
El blanco
A Luis Alberto Sánchez
I
El título no me había servido de
nada. Ya fuera porque lo hubiese
obtenido a costa de muchas jaladas y
aplazamientos, o porque no supiera yo
explotarlo, lo cierto era que ningún
rendimiento apreciable sacaba de él.
Durante cuatro años mi plancha de
abogado había tenido que soportar el
agravio de las miradas indiferentes de
los transeúntes y las oxidaciones de la
intemperie sobre los barrotes de una
ventana de reja, en la calle de Ayacucho,
a media cuadra del Palacio de Justicia.
Ni siquiera esta aproximación me había
favorecido. Se diría que la gente del
papel sellado no quería tomarme en
serio, que de mi estudio fluía algo que la
apartaba y que le decía del riesgo que
podían correr confiándome su pleito.
Esta indiferencia me había hecho
meditar mucho sobre mi propia
capacidad. ¿Por qué otros colegas míos,
tan jóvenes y tan «aplazados» como yo
durante la persecución del título,
resultaban de la noche a la mañana
metiendo estrépito en los estrados
judiciales, ganándose cada día un
litigante y cobrando insolentes
honorarios, si profesionalmente e
intelectualmente el mercurio de su
capacidad jurídica seguía marcando,
según opinión de los del gremio, la
misma línea que en la época estudiantil?
¿Farsa, posse, audacia, diligencia,
puntualidad, mundología…? ¡Vaya usted
a saberlo!
Pero lo cierto era que los hechos
estaban ahí hablándome con elocuencia
abrumadora. Así, mientras mi colega de
enfrente apenas se daba tiempo para
atender a litigantes y escribanos, yo me
pasaba el día leyendo o atisbando a
través de la celosía el movimiento
callejero. Algunas veces me entretenía
en llevar la cuenta de los autos que
pasaban durante cierto tiempo, para
luego hacer el cómputo y sacar
deducciones estadísticas sobre el
tránsito. De aquí pasaba a hacer otras,
como por ejemplo, cuántos de esos autos
estarían todavía a medio pagar por sus
envanecidos dueños. Cuántas
privaciones costaría el sostenimiento de
este lujo o de esta necesidad. A cuántas
aventuras pecaminosas se prestaban
estos vehículos. Cuál sería la influencia
del automóvil en las costumbres y en el
índice de los delitos contra el honor
sexual. Puestos en una balanza los
beneficios indiscutibles, traídos por el
carro automotor y los daños que en la
moral y en las costumbres tienen que
haber ocasionado, cuál sería la
diferencia y de qué lado estarían las
ventajas.
Así se me pasaban los días y los
años. Semejante situación estaba
llamada a concluir desastrosamente. Los
pocos reales de la herencia paterna se
habían ido de mis manos en pos de otras
mejores insensiblemente, mejor dicho,
lo más sensiblemente posible, entre
faldas, automóvil, Zoológico y Palais
Concert.
Estaba visto que como abogado nada
tenía que hacer con los jueces ni qué
esperar de los Códigos. Y como los
alquileres de la ventana de reja corrían
con incontenible rapidez y yo me sentía
impotente para alcanzarlos, pues por lo
general siempre me llevaban dos o tres
meses de ventaja, tuve al fin que pensar
en la resolución de este dilema:
resignarme al desahucio, trance un poco
ridículo y desopinante para un hombre
de leyes, o aceptar una subprefectura,
puesto que en cierta ocasión me
ofreciera, entre risotadas y bromas, el
director de gobierno, antiguo compañero
mío de jaladas universitarias y
parrandeos bajopontinos[*], y el cual
parecía animado de la mejor intención
de cancelarme en esta forma un viejo y
gordo préstamo.
Opté, no sin un poco de emoción --
pues ningún complejo, y menos el
profesional, puede romperse sin sentirse
su percusión en las entrañas— por la
subprefectura, y pocos días después de
expedido el nombramiento y de una
champañada nominal, netamente
periodística, que un cronista agradecido
quiso adjudicarme, me dirigí
inmediatamente en pos de mi cargo,
temeroso de que fuera a declararse
insubsistente el nombramiento, cosa, por
lo demás, muy frecuente en las «esferas
oficiales». Como soy de los que piensan
que la vía más corta no siempre es la
mejor, elegí la más larga, por parecerme
más interesante, y una mañana,
soñoliento todavía, tomé el tren de la
sierra en Desamparados, camino de
Abancay, vía de Ayacucho.
Nada de polainas, más o menos
flamantes, ni de fuete de cuero trenzado
y puño de plata, ni de revólver al cinto,
ni de pluma-fuente en el bolsillo de
pecho, ni de anillo de oro
monogramado… Una maleta modesta, de
esas criollas de Polvos Azules, dos
sueldos adelantados —lo menos que un
director de gobierno, sin ganas de
pagarme una vieja deuda, podía hacer en
mi favor— y un paquete de
instrucciones, digo mal, un memorándum
que, para no correr el riesgo de que se
me extraviara, rompí al salir del
Ministerio.
¡Abancay! ¿Dónde quedaría eso?
Jamás me había preocupado mucho de la
geografía del país. Especialmente de la
geografía serrana. ¿Cómo serían los
abancayinos, las abancayinas
particularmente? De aquella tierra sólo
conocía a ese rubio rebelde, demócrata
sempiterno, más sempiterno que rebelde,
que metido después a «hombre serio»,
han dado en llamar todos «don David».
Y de mujeres, sólo a Rosario Araoz, esa
maestra que a la hora de enseñar y de
perorar vale por diez hombres juntos.
La muestra no podía ser mejor: un
bello specimen de cada sexo. Pero
¿serían todos así? ¡Hum! Había oído
decir que andaban por ahí unos
Montesinos y unos Gonzales y unos
González y unos Pelayos que ponían las
carnes de gallina. Y unos Ocampos que
le metían el resuello hasta a los
prefectos y que a la hora de juerguear
mandaban por mujeres y aguardientes a
la primera autoridad que tenían a la
mano. ¿Y cómo iba a componérmelas yo
para mandarlos al cuerno a la primera
insolencia de éstas?
¡Adónde me aventaban, por Dios
Santo! ¿Por qué había sido tan débil en
aceptar esto? ¿No hubiera sido mejor un
nombramiento cualquiera en la costa,
entre gente de mi misma psicología? Los
serranos, según había oído yo decir, son
taimados, quisquillosos, recelosos,
tornadizos. Tan pronto se les ve
resplandecientes de alegría como
nublados de tristeza. Pasan de la cólera
a la cordialidad con una rapidez
nubarrónica, ni más ni menos que el
celaje de sus cielos. Parece que cada
uno de estos hombres lleva en el alma
una garra, que, aun en la caricia, tan
pronto se contrae como se extiende,
rasgando lo que toca.
Qué diablos entendía, pues, yo de
psicología serrana, ni de intrigas
gamonalistas, ni de amaños electorales.
Porque uno de los puntos que más se me
recomendara en el memorándum era el
de «dejar hacer» a los amigos del
gobierno «sin hacer», esto es, sin
innovar, como diríamos en jerga
procesal y, a la vez, hacerles sentir a los
otros, a los enemigos, todo el peso de la
autoridad que estaba al frente de ese
gobierno, aunque se ciscaran en la mía.
Y tuve que emprender el viaje lleno
de prevención y presentimientos. En la
Oroya me sentía ya menos inclinado a
cumplir las instrucciones del
memorándum. Al pasar por Huancayo,
ya fuera por efecto del soroche o por las
tarascadas del frío, lo cierto era que la
imagen del Director de gobierno
aparecía ya un poco borrosa en mi
memoria, y la del ministro, enteramente
perdida. Todo era en mi imaginación
cerros, llamas, nieve, coca, ponchos
listados, faldas repolludas y
colorinescas, mocosuelos a horcajadas
sobre pacientes lomos maternales…
Días después, ya en Ayacucho,
comencé a sufrir una especie de
superposición en las imágenes y una
manía de comparación. Así, la de
pampa, por ejemplo, era otra; el plano
movedizo de las dunas costeñas lo había
reemplazado por el frío y hierático de
las punas; el cálido desierto de los
llanos por la frígida desolación de las
alturas. El San Cristóbal de mi añorada
Lima me parecía ahora un cerrito de
nacimiento, una excrecencia andina, una
insignificancia geográfica. ¡Y yo que tan
orgulloso estaba de mi cerro, de este
cerro de mis vacas y dominicales
ascensiones! La naturaleza empezó a
decepcionarme de mi limeño mundo y a
darme lecciones de humildad.
Me miraba y remiraba íntimamente
sin poderme encontrar. Sentíame otro y
al buscarme, lo único que palpaba eran
los dos sueldos recibidos la víspera del
viaje, un poco mermados ya, a pesar de
mis recientes pujos económicos, el
retrato que me diera una chica al
despedirnos y el título del cargo que iba
a desempeñar.
Hasta mi manera de hablar, un poco
cotorrera, me parecía transformada. Las
palabras no me salían ya destacadas y
crepitantes, sino sincopadas o
arrastradas. Creía notar en la ch o en la
sh un silbido; comencé a descomponer
la ll dulzonamente y la r a marcarla y
morderla. Y ante la idea de que la i me
saliera de repente convertida en e o al
contrario, mi limeñismo se sentía
profundamente humillado. Me propuse
entonces hablar poco, lo preciso,
midiendo la pronunciación, recargando
todo lo posible mi acento capitalino.
Evité mezclarme en las charlas de mis
compañeros de viaje, la mayor parte de
ellos «made in sierra», de contener ese
inconsciente espíritu de imitación que
hay en todo hombre, por culto que sea,
cuando se halla en un medio enteramente
distinto del suyo.
Pero nuestros Andes no sólo «son
imponentes», como diría un cronista de
clisé, sino impositivos. Una vez en ellos
se agarran a nuestras entrañas
fuertemente. Comienzan por
impregnarnos de sus efluvios terráqueos,
mesológicos; después, por arrasarnos
las visiones de la llanura y exaltarnos
con la emoción de las cumbres; luego,
por jugar con la ilusión del vértigo en
nuestra mente y hasta por perseguirla
durante el sueño y sustituir todas
nuestras viejas formas oníricas por otras
caóticas y abismales.
El puente de Izcuchaca, tan famoso
en nuestra historia militar, me alivió un
poco de la pesadilla de los desfiladeros.
Un puente, por lo mismo que es un
desprecio al obstáculo, una burla del
hombre a la naturaleza, después de
pasado, despierta siempre sensaciones
de curiosidad, de alegría, de triunfo. Y
también la de aproximación a algo que
esperamos ver, de lugares habitados por
seres como nosotros y en donde tal vez
nos está aguardando un poco de dicha
escondida desde hace siglos.
No me dijo mucho Ayacucho, es
decir, me dijo mucho del pasado y casi
nada del presente. Las cariátides de un
balcón y las aldabas de algunos portones
vetustos me descubrieron algo de su
vida colonial y de lo lindamente
aretinesca que debió ser esa vida.
¡Cuántas manos de mujer habrían
acariciado esas aldabas y cuántos ojos
de niños, contemplado las posturas de
esas cariátides!
Por supuesto que no voy a hablar de
todo lo que vi y admiré de la ayacuchana
orfebrería durante la tarde y la noche
que permanecí en aquella ciudad. Mi
propósito no es éste, ni todo lo que
puede decirse de Ayacucho cabe en la
reseña de un viaje. Hay para escribir
sobre esta prócer e histórica ciudad
muchos libros. Si he mencionado lo de
las aldabas y cariátides es porque la
noche que pasé en ella tuve que
empuñar, al recogerme, una de aquéllas,
y al reanudar al siguiente día el viaje,
que reparar en el balcón de enfrente,
desde donde un par de ojos, sedeños e
insinuantes, me miraban, diciéndose:
«¡Cómo, ya se va usted apenas ha
llegado!».
Mi entrada en Abancay fue sutil, casi
nocturna e inadvertida, por lo mismo
que mi intención fue la de evitarme el
aparato de un recibimiento, que, por
modesto que sea, siempre distrae y
obliga. Desmonté, pues, de mi
cabalgadura con mucho silencio en
derredor y mucha melancolía en el alma,
pero también con una gran sensación de
alivio y entre la tibieza de un cálido
crepúsculo. Al menos, así me pareció.
Cuatro horas de bajada por una cuesta,
donde el cuerpo va pasando por
cromáticos cambios temperamentales,
desde el frígido de la puna hasta el
semicálido de la costa, era suficiente
para hacerme la ilusión de no estar en la
sierra en ese instante.
No fue, pues, muy ingrata la
sensación que experimenté al entrar en
mi ínsula. Y aunque lo hubiese sido. Un
destierro como éste bien valía los 270
soles que iba a ganar desde el siguiente
día. Doscientos setenta soles…
Mensualidad que jamás pude ganar
durante los cuatro años que
permaneciera mi estudio de abogado
abierto, y que hoy para verla toda junta y
por obra de mi propia actividad, me
había sido preciso vender un poco de mi
independencia.
II
Dos meses habían transcurrido
desde el día que «juré el cargo». Dos
meses que significaban en mi vida
espiritual: monotonía, aburrimiento,
nostalgia, disconformidad, inadaptación;
y en la oficinesca: quejas, denuncios,
comparendos, lágrimas, detenciones y
órdenes judiciales y prefecturales.
Oficios con las frases consabidas de
«Sírvase usted»… «Haga usted»…,
desfile de gentes humildes, analfabetas,
cerriles, mugrientas y piojosas, a
muchas de las cuales, por no hablar sino
el quechua, tenía que hacerlas interrogar
por el amanuense, un serrano socarrón,
saturado de la atmósfera viciada del
cargo, envejecido milagrosamente en él
y cuya manera de comportarse me iba
descubriendo que por sus manos habían
pasado muchas cosas y que sus ojos
veían más allá de esas manos.
Hasta entonces una que otra visita de
cumplido, de tanteo; dos o tres
candidatos a diputado o senador; dos
curas, más o menos bien cebados y
contentos; un preceptor, que
posiblemente se sentía en su puesto poco
seguro y que tal vez se imaginaba que yo
era el llamado a asegurarle en él;
algunos dueños de tierras y pongos, y
hasta media docena de personeros de
comunidades, de esos que siempre están
creyendo que toda autoridad que se les
envía es para oírles sus quejas
exclusivamente.
Pero ningún rostro conocido.
¿Dónde estaban los tres o cuatro
condiscípulos apurimeños, sobre todo
aquel inolvidable Diego Montes, con
quien a veces repasábamos en el patio
de Jurisprudencia y me ayudaba a rajar
de algunos catedráticos? ¿Dónde esos
Letonas, de rumbosa vida, y esos
Trelles, y esos Montesinos, y esos
Ocampos, y esos González, que tanto me
interesaba conocer? ¿Por qué ninguno de
éstos había caído por mi despacho, ya
que no a pedirme algo, a diferenciarme
siquiera con su visita de los otros
subprefectos de ciento en carga, a que
tan acostumbrados estaban, ya que
seguramente era la primera vez que un
doctor en leyes honraba la subprefectura
abancayina?
Meditaba sobre esto una mañana,
cuando un sujeto de poncho y espuelas
avanzó, a grandes zancadas, hasta la
mesa en que me hallaba despachando,
sin descubrirse siquiera y dando
muestras de una efusividad que ya tenía
olvidada desde que salí de Lima.
¿Quién era este hombre que,
prescindiendo de la más elemental
cortesía, se presentaba así y me abría
los brazos, invitándome a hacer lo
mismo?
—Mi querido Riverita, por fin te
vuelvo a ver. Y había de ser aquí en mi
tierra. Ya sabía yo que te habían
aventado por acá, aunque no lo quería
creer… ¡Subprefecto tú, un doctorazo
tan elegante y tan parroquiano de
Marrón, del Palais Concert y del
Zoológico!
—Hombre, si no me dice usted con
quién tengo el gusto de hablar…
—¡Qué rico tipo! Montes, hombre de
Dios, Diego Montes, ese a quien sus
camaradas sanmarquinos le fregaban la
paciencia con aquello de «Donde digo
digo no digo digo, sino digo Diego».
¿Recuerdas? Deja, pues, el usted para
los otros serranos y permíteme que te
abrace.
Efectivamente era aquel
condiscípulo, cuya visita había estado
esperando, al que tenía delante.
Desarrugué el ceño y le tendí los brazos
también. Un minuto de clinch, del que
salí medio estropeado de espaldas y de
plexo.—¡Qué rico tipo! Estás lo mismo
que cuando éramos estudiantes --
exclamó, después de repasarme con una
mirada un poco impertinente—. Un poco
calvo no más… Pero supongo que no le
echarás la culpa de esto a los Códigos,
sino a la vidita que te habrás dado. La
buena vida se lleva el pelo con dinero y
todo…
—Si así fuera, tú deberías estar más
pelado que una bola de cristal, cholo del
diablo —respondí, riendo irónicamente
y devolviéndole su estocada con otra un
poco más a fondo.
—Verdad, pero el cholo serrano es
más duro de pelar que el cholo costeño
y hasta tiene al frío en su favor. Mientras
que un cholo de aquí (me refiero a los
buenos) puede pasarse veinte malas
noches en claro, entre botellas y mujeres
y tornar a la vida seria como nuevito,
ustedes, los costeños, con unita no más
están al día siguiente queriendo comerse
el sol de cada bostezo y más
desencajados que un Cristo… Bueno,
pero vamos a lo que he venido. Esta
visita tiene doble objeto: darte un
abrazo, que ya te lo di, y cargar contigo
a mi fundo, que está aquí no más. Quiero
almorzar y pasar el día en tu compañía;
reventarte a preguntas. Que me digas qué
rumbo corrió esa chica del Corazón de
Jesús, que nos gorreaba cada vez que
nos parábamos a chocolearla por la
ventana; qué de la gringuita esa que
despachaba frente a la tonelería de
Chirichigó; si la… Pero ya te iré
preguntando más despacio. ¿Te parece
bien el programa?
¿Cómo resistirme a tan franca y
conminatoria invitación? Más que todo,
a la idea de tener con quién hablar de mi
tierra y hacer evocaciones de mi vida
estudiantil. Acepté. La oportunidad de
cambiar la monótona escena que estaba
representando a regañadas, desde hacía
dos meses, no podía llegarme más a
tiempo. Y después de algunos minutos
de charla y de dictar algunas
disposiciones, partimos.
Dos horas de cabalgar por unos
senderos endiablados. Atención en
grado máximo, conatos de vértigos,
ruidos de oquedades fascinantes, riscos
incitadores al acecho, quebradas de
horripilantes honduras. Apenas me daba
tiempo para atender y contestar las
preguntas que Montes me iba haciendo
en el trayecto. Estaba empeñado en que
le llenara, a fuerza de respuestas, esa
laguna de nueve años de separación que
se había formado entre nosotros.
—Y al fin te recibistes…
—Al fin…
—Yo, como tú sabrías, no quise
apechugar con el cuarto año. Estaba
aburrido de tanto Derecho. Para todo, el
Derecho. ¿Que usted quiere un pedazo
de tierra? Derecho. ¿Qué usted se quiere
casar? Derecho. ¿Qué se le muere a
usted su padre? Derecho. ¿Qué le dan a
uno una trompada y la devuelve con un
tiro? Derecho… ¡Qué ricos tipos esos
maestritos de San Carlos! ¡Ya quisiera
verlos por acá para que digas de qué les
sirve su Derecho!
—Hombre, les serviría siquiera para
darte un consejo cuando alguno te
despojara de lo tuyo.
—¿Despojarme a mí? ¡Caracho! ¿A
Diego Montes? Cómo que no sabes tú
que todos los artículos del Código Civil
y del Código Penal los tengo reducidos
a cincuenta carabinas con su respectiva
dotación de tiros. ¿Qué mejor derecho
para defender por acá nuestro derecho
que una buena carabina y un corazón
resuelto y firme?
—Sí, pero… Espera un momento…
No sé qué le pasa al caballo. Huele y no
quiere pasar.
—¿Que no quiere? ¡No digas! Un
caballo no puede decirle eso a un
hombre. Métele las espuelas para que se
dé cuenta de que tiene encima a un
hombre.
Al caballo y la mujer
hay que saber espolear,
para así poder lograr
que el uno vuele al correr
y la otra gima al amar.
»No te olvides de esta copla, que
aquí es de mucha aplicación.
Un poco avergonzado por la alusión
hecha a mi hombría y picado en lo más
vivo de mi amor propio, le hundí las
espuelas al caballo, haciéndole saltar y
seguir nerviosamente su marcha.
—Es el mejor potro que tengo en mi
fundo. Apenas tiene tres años. Me lo han
querido robar varias veces, y en una
ocasión se lo arrearon hasta
Cotabambas; pero armé a mi gente y me
fui encima de la banda que se lo había
robado. Un tiroteo de media hora, en que
les tumbé varios cholos a los cuatreros,
y otra vez el animalito en su corral. Así
hay que hacer aquí, Riverita. Con
denuncios ante el juez no habría llegado
a ninguna parte. ¡Buena es la justicia y
buena la autoridad para impedir o
castigar estas cosas! Ya quisiera, repito,
tener por acá a Villarancito para decirle:
«Mire usted, doctor, usted sabrá mucho
de derecho natural, pero aquí el mejor
derecho está en la misma naturaleza y en
la boca de un rifle». Sí, Riverita; diente
por diente y ojo por ojo es la ley. Haz
para que te hagan, no hagas para que no
te hagan. Y si te hacen y no haces,
mándate matar.
—Como en el Putumayo —murmuré
escépticamente—. Así no podrá haber
nunca paz entre ustedes.
—Oye, ¿y para qué sirve, en buena
cuenta, la paz? Será buena para cuando
se duerme. Pero ni aun así. Aquí hay que
dormir con un ojo cerrado y el otro
abierto. ¿Por qué crees que se
palomearon a Graucito en Cotabambas?
Porque se durmió con los dos ojos;
porque se confió en su valentía. Como si
de esto hubiera por acá para dar y
vender. No, aquí hay que ser primero
que valiente, avisado, precavido,
madrugador. Buen ojo, buen olfato y
buen corazón. A cualquiera se le ocurre
meterse en la cueva de una fiera sin
tomar sus precauciones. Hay que ser
cauto hasta en la iglesia. ¿Ves a ese
cholo que se nos viene cuesta abajo, por
la derecha? Pues es uno de mis
muchachos, a quien dejé de parada
cuando fui a verte, para que me vigile el
camino y me dé el alerta si ve a alguno
que me está venteando. En todo mal
paso, uno. Una sarta de diez perlas
preciosas, de las que cada una mata con
más certeza y rapidez que un tifus
exantemático.
Efectivamente, el indio que venía a
campo traviesa avanzó hasta nosotros y,
después de hacer una especie de signo
masónico y de echarme una mirada
inquisidora, se colocó a retaguardia. Y
así fueron apareciendo y juntándosenos
hasta nueve hombres más, de inofensiva
apariencia, mudos, enigmáticos,
greñudos, de mirada frías, pero dejando
todos ellos entrever que bajo el poncho
llevaban algo que ocultaba seguramente
la muerte.
Diego Montes me cortó el vuelo de
los pensamientos que la aparición de
esos hombres me había suscitado.
—Ya vamos a llegar, Riverita. ¿Ves
aquellos cañaverales que están a la
derecha? Pues al piecito de ellos tengo
mi casucha.
Y dirigiéndose al hombre que iba
más cerca de nosotros:
—Nicucho, vuela a avisar que ya
estamos ahí y que luego nos iremos
contra la mesa. Hay que matar pronto el
hambre que llevamos.
El cholo, haciéndonos un recorte de
gallo, pasó por delante y se abrió en
vertiginosa carrera hasta perderse de
vista, mientras Montes, sofrenando su
bestia y volviéndose a mí, murmuraba,
no sé si orgulloso de sí mismo o de
aquel pedestre espectáculo:
—¡Qué rico tipo! Como para una
Maratón. Es el mejor indio de mi banda.
Porque has de saber, ya que me había
olvidado de decírtelo, que yo tengo una
banda de ciencuenta indios como ése.
No, miento; como ése ninguno. Si me lo
mataran le pegaba fuego a Abancay. Te
lo juro, aunque estuvieras tú adentro.
Fiel como un perro, corredor como un
caballo y valiente como un gallo, como
dice el dicho. Me lo han abaleado ya
seis veces y en la última, cuando lo
trajeron del campo, me dijo sonriendo:
«Nicucho tiene siete vidas, como el
gato, taita, todavía me queda unita». Y lo
mejor de este cholo es su gran espíritu
de disciplina. Jamás me observa una
orden y siempre la cumple fielmente. Si
yo le dijera: vete así no más a pie a
Lima y pégale un tiro al arzobispo, se lo
pegaba. ¡Qué rico tipo!
—Si así son todos los indios de por
acá, supongo que todos tendrán a su
servicio hombres de esta clase, pues tú
no has de ser la excepción, y
teniéndoles, nadie ha de vivir seguro de
su vida. Vivir así ha de ser un infierno.
—No creas. A todo se acostumbra el
hombre. La vida propia es la mejor
garantía de la vida ajena. ¿Qué hará uno
que no le hagan los otros? Todos, pues,
nos cuidamos y celamos. Y sólo así es
realmente verdad eso que decían esos
profesorcitos teóricos de San Marcos:
«el derecho de cada cual termina donde
empieza el ajeno». ¿Te acuerdas? ¿Y
crees tú que por allá abajo eso sea
realidad? Nec quequam. Allá le ponen
la puntería a lo tuyo y te lo quitan, ya
con el pretexto de utilidad pública, ya
porque a cualquier señorón de ésos se le
ha ocurrido ensanchar su propiedad. Y
te lo quitan con papel sellado, que es lo
peor. ¡Hum! Aquí, ¡que nos vengan con
ésas! Claro es que si aquí no se emplean
los mismos métodos no es por falta de
ganas, sino porque no lo consentimos,
porque más tarda uno en embestirnos
con el papel sellado que nosotros en
meterles una bala. El miedo es, pues, el
que nos hace vivir a todos en paz dentro
de este aparente estado de guerra. Como
las naciones de Europa. Aquí cada
patrón, cada propietario, cada
terrateniente, es una fuerza, una
republiquita, un estado en plena
beligerancia. ¿Por qué crees tú que los
Montesinos se le enfrentaron a un
hombre como Rafael Grau? Porque
habían aprendido a hacerse temer de
todos y a no temer a nada. ¿Por qué a
ese gran puma, conocido por «el viejo
González», lo hizo Leguía prefecto ad
honorem, cosa nunca vista hasta
entonces? Porque Leguía sabía dónde le
ajustaba el zapato a ese viejo, y como lo
sabía se cuidó de hacérselos cambiar él
mismo. ¿Para qué? Si entre sus paisanos
estaría el que habría de hacérselos
cambiar. No sólo, pues, lo dejó con
ellos, sino que hasta le dio título encima.
¡Qué rico tipo ese de don Augusto!
¡Cómo sabía adónde le ajustaba el
zapato a todos los peruanos!
—Y a ti ¿qué te hizo?
—Nada. ¿Qué más podía hacerme
que prefecto o diputado? Pero yo aquí
soy más que eso. Un prefecto tiene
siempre quien lo mande; un diputado,
quien le friegue la paciencia. A mí nadie
me la friega.
Y guiñándome el ojo, rectificó:
—Miento; si tengo quien me la
friegue; la compañera que vas a conocer.
Una cotabambina que me llenó el ojo
desde el primer momento. Monta a
caballo mejor que yo y mete una bala
por el pico de una botella. ¡Qué rico
tipo! Era lo que me faltaba.
Una sinfonía de ladridos
desaforados, un rosario de ríspidos
cantos gallunos, un gorjeo de pájaros
que parecían saludar nuestra llegada y la
silueta de una hermosa mujer apoyada en
el barandal de una casona de piedra y
tejado rojizo, nos sacaron de nuestra
evocadora charla.
—Ya estás en tu casa, Riverita --
dijo Montes, desmontándose de un salto
y corriendo a empuñar las riendas de mi
cabalgadura para facilitarme el
descenso, pero sin conseguirlo, pues yo,
no queriendo quedarme atrás y
viéndome enfocado por el par de ojos
de la mujer que salía a recibirnos, imité
y creo que hasta superé a mi compañero
de viaje.
III
El almuerzo fue pantagruélico. Una
magnífica obra de culinaria en doce
tomos, digo, en doce platos desde el
shupe de entrada hasta el de salida, pues
en toda mesa serrana de gente bien es de
práctica cerrar todo menú como se
comienza. Y en esta obra no sabía qué
admirar más, si el barroquismo de la
forma o la excelencia del fondo.
Y todo este derroche de
magnificencia bajo un chaparrón de
vinos blancos y tintos, de rancia
prosapia, y de una irisada variedad de
licores, desde el criollo y coruscante
puro de Ica hasta el melifluo y pegajo
curazao. A los postres la mesa estaba
convertida en un bosque de botellas,
contra el cual cinco bocas —dos de
ellas femeninas— disparaban
voluptuosamente, con deliquio de
inveterados fumadores, sendas
chiflonadas de humo, interrumpidas sólo
por el tiroteo de las frases, algunas de
subida intención.
Pero lo mejor de este almuerzo fue
la franqueza y familiaridad desplegada
durante él; una franqueza iniciada desde
el momento en que la dueña de casa
estrechó mi diestra al serle presentado,
hasta aquel en que con sonrisa
vampiresca me brindara un cigarrillo.
—Aquí fumamos todos, es decir, en
mi familia —exclamó Montes
sentenciosamente—. Y bebemos
también: los machos, por ser una ley del
sexo, y las hembras, por no ser menos
que los machos. ¿Qué te parece,
Riverita?
Iba ya a pronunciarme en contra de
la tesis, pero creí una grosería insólita
mostrarme en desacuerdo con mis
comensales, particularmente con la que
me invitaba a fumar y la cual en ese
instante, en un esguince de garganta,
demasiado provocativo para ser natural,
hacía humear el cráter de su encendida
boca. —Me parece bien. Y tu… tu señora
es muy amable al darnos el ejemplo.
Una carcajada de Montes, seguida
de un coro de sonrisas, no me dejó
continuar.
—¡Qué señora, hombre, qué señora!
… Todavía no me han marcornado al
yugo. Esta que tienes al frente sólo la
tengo en categoría de compañera.
Espero que al fin acabaremos por donde
debimos prencipiar… Es cuestión de
que lo diga ella. ¿Verdad, Rosina?
—Posiblemente —habló con
displicencia la aludida—. No es cosa
que urge. La bendición del cura no es la
que casa sino la voluntad. Y luego, que
siempre es mejor ensayar que
equivocarnos cuando la cosa no tiene ya
remedio.
La respuesta de esta mujer me causó
una extrañeza parecida al estupor.
¿Desde cuándo hablaba así una mujer
provinciana? Me pareció no estar en la
sierra del Perú, a sesenta leguas de la
costa y a seis mil pies sobre el nivel del
mar. ¿Conque no le urgía a esta mujer
casarse, afirmarse en el hogar en que
estaba, sentirse dueña de todo lo que
giraba en torno suyo y del corazón del
hombre que la había llevado a convivir
bajo un mismo techo?
—Pero sería una lástima —respondí
— que un ensayo como éste terminara en
una equivocación. Ya no estás mozo,
Diego, y es mejor hacer pronto lo que ha
de hacerse al fin. Con qué gusto me
prestaría a ser uno de los testigos de tu
boda. Sería el recuerdo más grato que
me llevaría de esta sierra.
—Todo se puede andar… Es
cuestión de que Rosina lo resuelva.
—Ya he dicho que no me urge. Hay
que probarte mucho, Diego. No eres
como el oro cotabambino. Eres muy
truhán y no me gustaría verte mañana,
cuando ya fuésemos marido y mujer,
diciendo por ahí: «Ésta quiero, ésta no
quiero». Tú sabes que como buena
Pelayo no soporto traiciones y que al
que me la hace se la cobro. ¿No es
verdad que así estamos mejor, Jesusa?
—Así me parece —contestó la
interpelada, una joven de veinte años,
dejando de bromear con el mozo que
tenía a su derecha—. Precisamente
estaba diciéndole a Martínez lo mismo;
que ya pasaron los tiempos en que
nosotros éramos ceros a la izquierda de
ustedes, y que cuando alguno nos
burlaba no había más remedio que
desbarrancarse por ahí o encerrarse
para toda la vida. Hoy ya no hacemos
eso. La mujer que se tropieza puede
levantarse. Un tropezón es un tropezón,
¡vaya!
Martínez barbotó esta frase brutal,
que afianzó con una sonrisa, más brutal
todavía:
—Pues entonces ¿por qué no
hacemos un ensayito?
—Porque eres muy bruto, Pedro, y
porque no estás a la altura de que yo
haga ensayos de esta clase contigo.
Una explosión de risas no dejó oír
bien la respuesta del corrido Martínez.
—No hay que enfurruñarse —dijo en
tono conciliador Rosina una vez hecho
el silencio—. No vaya a tomarnos el
señor subprefecto por unos serranos
quisquillosos y asuntadores. Yo estoy
por creer que al fin usted Martínez y la
Jesusa acabarán por entenderse. Todo
está en que usted comience por hacer
acto de contrición, como Diego cuando
principió a tentarme. Obras son amores
y no buenas razones. Bote usted toda la
ropa sucia que tiene por ahí y entonces
piense en la limpia. Trasnoche menos,
mire más por los carneros y los toros,
visite menos Abancay y ya verá usted
cómo la Jesusa menos ascos le hace.
—Zorro que come gallina… --
exclamó el vecino de mi derecha, primo
de Montes—. ¡Y las cuentas que tendrá
que rendir a sus acreedoras!… Aquí
todos, cual más cual menos, tienen su
deudita faldera que pagar. Yo creo que
hasta Diego no ha acabado de cancelar
la suya.
—¿Qué estás diciendo ahí,
badulaque? —exclamó la Rosina,
recogiendo, con marcada displicencia,
la reticente frase de su primo postizo—.
¿Te imaginas, primucho, que vas a
excitar mi curiosidad o mis nervios?
—No, primita. Decir que Diego no
ha acabado de pagar su cuentecita no es
decir que esté abriendo otras. Diego está
ahora muy formal y más serio que
cuando se pone a disparar sobre el
blanco que tiene allá adentro.
—Hombre —dijo Montes,
levantándose—, ya que has mentado eso,
bueno sería que Riverita nos diera la
muestra de lo que él sabe hacer con un
revólver. Los limeños tienen fama de ser
buenos tiradores. Y como lo supongo
socio de algún Club…
—Lo hago muy mal. En Lima casi
nadie se dedica ya al revólver. Además,
después de un almuerzo como el que nos
has dado, el pulso y el ojo no deben
andar muy bien.
—Pues yo cuando tomo mi copita --
prorrumpió Rosina quedándose conmigo
un poco atrás y cogiéndose a mi brazo
—, es cuando mejor apunto.
—¿Es usted también aficionada a
esta clase de sport?
—A todos. Es la única manera de
que los hombres como Diego nos
estimen y hasta nos teman. Y luego, que
nunca está demás saber poner la bala
donde uno quiera. Un revólver parece
que dispara mejor cuando siente en la
cacha la mano de una mujer. Lo mismo
que el caballo cuando nos siente encima.
¿No ha reparado usted?
—¡Jinete, también!
—Un poco con los caballos y otro
poco con los hombres…
—Sentir la espuela de usted debe
ser una delicia…
—No la uso. Me basta con el fuete y
una caricia a tiempo.
—¡Y a destiempo también, picarona!
—intervino Montes, incorporándose a
nuestra fila, quien, por lo visto, había
estado escuchando el diálogo. Y
dirigiéndose a su querida—: Anda a
hacer ganguear la ortofónica mientras
nosotros quemamos unos tiros. Quizás
le guste a Riverita disparar con música.
Y los tres, con Diego a la cabeza,
penetramos en un gran corralón, en
donde el indio de las siete vidas se
ocupaba en fijar un blanco sobre uno de
los muros del fondo.
Concluida la operación, Montes
exclamó:
—Bueno, puede comenzar el que
quiera. A mí no me gusta mucho disparar
sobre esos cartones con circulitos.
Prefiero cosas de bulto por ser más
práctico. Y cuando son movibles, mejor.
Parece que así se establece una
corriente entre el tirador y el objetivo.
¿No es verdad, Riverita?
—Para contestarte
satisfactoriamente habría que probar tu
teoría. La que yo conozco es otra: que
hay que comenzar por blancos de esta
clase. Es lo elemental y lo que se
practica en todas partes.
—Pues a nosotros no nos hace falta.
Tenemos por acá demasiadas cosas
sobre qué apuntar para perder el tiempo
en blanquitos de esa laya. El blanco de
los clubs tiene para mí un defecto: que
no apunta ni hace fuego sobre nosotros.
Así no se puede saber nunca hasta dónde
dan nuestros nervios cuando nos
batimos, por ejemplo, o cuando vemos a
una fiera venírsenos encima.
—Y entonces ¿para qué tienes esos
cartoncitos?
—Son de Rosina. Como no siempre
puede salir a ejercitarse en los animales
del campo, se ejercita aquí, para que no
se le oxide la puntería y estar lista, por
si acaso… quieren invadirnos. Y si
vieras cómo lo hace…
—Debiste permitirle que viniera con
nosotros a ponernos una muestra.
—Ya habrá ocasión. Y luego, que no
es bueno que se engría. Figúrate que lo
hiciera mejor que nosotros… que tú. Y
no es bueno quedar en ridículo ante las
mujeres.
—A ver, háganse a un lado --
exclamó Martínez sacando su revólver
del cinto y apuntando a unos treinta
metros de distancia.
Los siete tiros de su browning
acribillaron el negro circulito del
centro. El primo de Montes, que
tampoco era manco, hizo más o menos lo
mismo. Sólo Diego y yo no quisimos
disparar; él por la razón que expresara
antes y yo, por estar convencido del
ridículo que iba a hacer entre gente que
le daba tanta importancia a esto. El tiro
requiere perseverancia, dinero de sobra
y hasta cierta rigidez en el método de
vida, y, la verdad, yo jamás me sentí
capaz de un sacrificio de esta clase.
Siempre preferí apuntar sobre las
mujeres más que sobre los blancos.
Como la prueba no dejase satisfecho
a Montes y, más que todo, como el deseo
que se traslucía en éste era demostrar su
superioridad, especialmente, hacerme
ver a mí de lo que era capaz con un
revólver en la mano, ordenó:
—A ver, Nicucho, mide desde aquí
unos treinta pasos y tiende cinco
botellas sobre el caballete, dejándolas
con el pico para acá, que quiero hacerle
tragar a cada una su balita.
Las cinco botellas, tumbadas en fila
y separadas algunos centímetros una de
otra, parecían mirarnos con su única
cuenca vacía, desafiadoramente.
—Comenzaré por la de la izquierda.
Tú, Martínez, me darás la voz, como de
costumbre, como si se tratara de un
duelo. —¡Listo! —gritó Martínez—.
¡Uno… dos, tres!
La botella giró desfondada.
—¿Le he roto el pico, Nicucho? --
interrogó Montes.
—No, taita. Entró la bala derechito.
Y mi admiración subió hasta el
máximo cuando vi a la quinta botella
correr la misma suerte que las otras.
Ante este prodigio de destreza me
quedé mudo, estupefacto, cohibido por
la sensación de una inferioridad infinita.
¿Era posible que la voluntad del hombre
sometiera a su poder una cosa tan
rebelde a la precisión como el tiro, tan
susceptible de escapar al freno del pulso
y al cartaboneo del ojo?
—¿Cómo has podido llegar a esta
perfección, Diego? —prorrumpí al fin y
después de expresarle mi admiración
con un abrazo—. ¡Qué enormidad de
práctica y de tiempo me representa tu
proeza!
—No creas. Es cosa que no podría
explicarte muy bien. Cuestión de
atracción entre el ojo de la botella y el
mío. No hay más. Lo que pasa es que no
todos pueden sentir esa atracción.
¡Cuánto no ha hecho Martínez por
realizar esta prueba y jamás ha podido
meter más de una bala! ¿No es verdad,
Martínez?
—¡Verdad! Yo creo que el tirador
nace; que una cosa es tirar sobre un
blanco y tocar el punto negro y otra
poner la bala donde uno quiere. Hay
ojos a quienes un blanco así no les dice
nada. Y si no, ahí están nuestros indios,
que, sin reglas ni mucho ejercicio, lo
hacen mejor que nuestros tiradores de
concurso.
Montes, sentencioso, grave, con una
gravedad de sabio llamado a opinar
sobre un tema científico, concluyó
dogmático:
—Ha dicho bien, Martínez; el
tirador nace, y para ser perfecto tiene
que saber lo que es disparar sobre un
hombre, batirse con él, exponiéndose a
recibir una bala en cambio de la que uno
le envía; hacer sobre una cosa viva lo
mismo que sobre una muerta; corriendo
el mismo riesgo que uno hacer correr…
Por eso el duelo, el duelo de verdad, es
la prueba suprema. Hay que apuntar en
ese trance sin la preocupación de que
también nos apuntan. ¿No te has batido
nunca tú, Riverita?
Y como respondiera negativamente,
prosiguió:
—Pues en un duelo lo primero que
hay que mirar frente al adversario es el
ojo que nos va a apuntar. El guión de la
pistola es cosa secundaria; puede hasta
prescindirse de él. Si el fluido de tu
mirada se sobrepone al suyo y se
establece la corriente que yo llamo «de
seguridad», a la hora de disparar, la
mano no hace más que obedecer. Apunta
donde el fluido magnético dirige. Y
como no siempre has de estar batiéndote
para ejercitarte en esta forma, nada
mejor que el ojo de una botella, o las
cuencas de una calavera si la tienes a la
mano, de una calavera de verdad.
Y como Montes notase, por mi
sonrisa un poco burlona, que su teoría
no me había convencido, añadió:
—De incrédulos está lleno el
mundo. Si no lo crees, pruébalo. Ahí
tienes otras cinco botellas que te están
mirando y aquí tienes mi revólver.
Vacilé. Pero movido por un
repentino orgullo y no queriendo insistir
en mi negativa, que podría tal vez
tomarse en mal sentido, más que todo,
estimulado también por la curiosidad,
tomé el arma y apunté. Apunté no sé qué
tiempo. Lo cierto es que de tanto mirar
el agujero de la botella, acabé por
imaginarme que algo iba y venía entre
ese hueco y mi ojo, y que éste se me
llenaba de una fijeza perforante. Hasta
que el traquido me sacó de esta especie
de alucinación, dejándome con un
milagro delante. La botella había saltado
del caballete. Todos corrieron a ver qué
efecto había hecho el tiro. El impacto
había sido magnífico; la botella estaba
desfondada, limpiamente desfondada.
Un hurra del grupo, a iniciativas de
Montes, glorificó mi éxito. ¿Conque era
yo quien había hecho tamaña maravilla?
¿Yo, cuando apenas era la tercera o
cuarta vez que disparaba con un
revólver? Creí por un instante que se
trataba de un truco, hábilmente
preparado por Montes. Pero esta idea
me la desvaneció el aire de admiración
con que todos me miraban,
particularmente el indio Nicucho, que, al
presentarme el pico de la botella,
murmuró:
—¡Buenazo tiro, taita, buenazo! No
quisiera me apuntaras nunca. ¡Qué linda
pareja harías aquí con patrón Diego!
Por supuesto que me abstuve de
seguir disparando. «¿Para qué?», dije
con gesto displicente, pero en el que un
buen observador habría adivinado toda
la farsa e impotencia que encerraba. Y
concluí:
—Podría hacer lo mismo con las
otras botellas, pero siempre quedaría
por debajo de Diego, a quien me
complazco en reconocerle su
superioridad. Para igualarte tendría que
disparar a la voz, como acabas de
hacerlo, y, francamente, fallaría.
Este disparo a quemarropa sobre la
vanidad de tirador de mi amable
anfitrión fue todavía más certero que el
otro. Se lo noté en los ojos, medio
ebrios de vino y llenos de extraña y
sombría provocación.
—Yo también aplaudo tu destreza,
Riverita. Te estabas haciendo el zorro
dormido, pero te voy encontrando
completo, como para hombre de estas
tierras. No lo haces mal a caballo, tiras
divinamente, según la muestra que
acabas de darnos, y bebes casi al igual
de nosotros. Supongo que con las
mujeres no te quedarás atrás. Pero
quisiera convencerme de una cosa…
—Di tú…
—¿Cómo andarás de prejuicios?
Porque aquí sobra un poco de esto. La
sierra quita por un lado lo que da por
otro. Te da, por ejemplo, independencia,
rebeldía, confianza en ti mismo y en
cambio te quita escrupulosidad,
sensiblería, amaneramiento. La
escrupulosidad es como la goma de
lustrín, buena para darle tiesura y brillo
a las pecheras y los cuellos, pero que de
nada sirve cuando la camisa es de lana.
Y en la sierra, al menos en esta de
Abancay, todo es lana. ¿Me has
entendido, Riverita?
—Yo me hago a todos los medios,
Dieguito. A lo único que creo que no me
adaptaré nunca es a dejar de ser quien
soy ni a contemporizar con el abuso. No
está en mí; mis escrúpulos sobre esto
son más fuertes que yo.
—Entonces temo que no te va a
gustar la prueba que te voy a proponer.
Es una prueba para templar los nervios;
sobre todo, después de almorzar. Una
prueba a la que no ha querido someterse
la misma Rosina, así tan machuna como
la habrás notado.
—Si no me lo dices.
—No es cosa de decir sino de ver.
Nicucho, abre la bodega.
El Nicucho dio una vuelta de llave y
abrió, dejándonos libre el paso.
—Pues ahí tienes el blanco sobre el
cual vengo yo todos los jueves, desde
hace un tiempo a una hora fija, a
disparar sólo un tirito. Es ese que está
sobre la picota. ¿Lo has visto bien?
Esforcé la mirada para descubrir
qué era esa cosa informe, especie de
morrión astracanado, sobre cuyo centro
blancuzco, parecido a un antifaz,
revoloteaba un enjambre de moscas, y al
fin pude adivinar.
—¡Una cabeza!… ¿Pero es cabeza
de verdad? —interrogué con una
incontenible sensación de asco y de
reproche.
—Ya lo presumía. Estos limeñitos se
atragantan con todo. ¿Qué va a ser sino
una cabeza de verdad, de hombre? ¿Qué
te creías, que era de carnero? Es la
cabeza de un bandido, de un respetable
bandido, a quien tuve yo que perderle el
respeto.
—Un facineroso que no perdonaba
ni a los niños —añadió el primo de
Montes.
—¿Y por qué la tienes así? ¿Quién
fue el que lo mató?
—¿Quién? Yo, naturalmente --
exclamó Montes, con tono jactancioso y
trágico—. ¿Quién había de ser sino yo,
puesto que él fue quien mató a mi padre?
¿Para qué estaba yo en el mundo
entonces? ¿Crees, tú, Riverita, que lo
iba a coger y entregárselo a la justicia,
para que luego saliera soltándole como
otras veces?
Retrocedí y traspuse la puerta. Un
calofrío me corría por el cuerpo y un
deseo de partir y alejarme
definitivamente de aquel fundo me
espoleaba.
—Oye, Montes —dije, recobrando
el peso de mi autoridad—, quita eso de
ahí y dale buena sepultura. A los
hombres, por malvados que hayan sido
en vida, hay que respetarlos en la
muerte. Y no olvides aquello de que
quien a cuchillo mata…
—… a cuchillo muere. Ya lo sé. ¿Y
qué más da que sea a cuchillo que con
una terciana? Vamos, Riverita, deja a un
lado la goma de lustrín, que tu camisa no
la necesita aquí, y volvamos al salón a
dar un bailecito.
—No —respondí rotundamente—.
Me voy, y no sólo me voy de tu casa, a
pesar de lo bien que me has tratado, y lo
cual te agradezco, sino de Abancay.
Mañana mismo presento mi renuncia.
—Pero si todos sabemos quién eres
y por eso te estimamos.
—Sí, pero yo al fin acabaría por no
estimarlos a ustedes. A ti
principalmente, y me sería muy sensible.
Ya afuera, después de una despedida
un poco circunstancial y de una mirada
interrogadora de la dueña de casa, salté
sobre el caballo y partí, precedido de un
espolique, no sin decir antes a Montes:
—Ten mucho cuidado con tu cabeza,
que no faltará quien quiera hacer en ella
también blanco.
A Luis Alberto Sánchez
I
El título no me había servido de
nada. Ya fuera porque lo hubiese
obtenido a costa de muchas jaladas y
aplazamientos, o porque no supiera yo
explotarlo, lo cierto era que ningún
rendimiento apreciable sacaba de él.
Durante cuatro años mi plancha de
abogado había tenido que soportar el
agravio de las miradas indiferentes de
los transeúntes y las oxidaciones de la
intemperie sobre los barrotes de una
ventana de reja, en la calle de Ayacucho,
a media cuadra del Palacio de Justicia.
Ni siquiera esta aproximación me había
favorecido. Se diría que la gente del
papel sellado no quería tomarme en
serio, que de mi estudio fluía algo que la
apartaba y que le decía del riesgo que
podían correr confiándome su pleito.
Esta indiferencia me había hecho
meditar mucho sobre mi propia
capacidad. ¿Por qué otros colegas míos,
tan jóvenes y tan «aplazados» como yo
durante la persecución del título,
resultaban de la noche a la mañana
metiendo estrépito en los estrados
judiciales, ganándose cada día un
litigante y cobrando insolentes
honorarios, si profesionalmente e
intelectualmente el mercurio de su
capacidad jurídica seguía marcando,
según opinión de los del gremio, la
misma línea que en la época estudiantil?
¿Farsa, posse, audacia, diligencia,
puntualidad, mundología…? ¡Vaya usted
a saberlo!
Pero lo cierto era que los hechos
estaban ahí hablándome con elocuencia
abrumadora. Así, mientras mi colega de
enfrente apenas se daba tiempo para
atender a litigantes y escribanos, yo me
pasaba el día leyendo o atisbando a
través de la celosía el movimiento
callejero. Algunas veces me entretenía
en llevar la cuenta de los autos que
pasaban durante cierto tiempo, para
luego hacer el cómputo y sacar
deducciones estadísticas sobre el
tránsito. De aquí pasaba a hacer otras,
como por ejemplo, cuántos de esos autos
estarían todavía a medio pagar por sus
envanecidos dueños. Cuántas
privaciones costaría el sostenimiento de
este lujo o de esta necesidad. A cuántas
aventuras pecaminosas se prestaban
estos vehículos. Cuál sería la influencia
del automóvil en las costumbres y en el
índice de los delitos contra el honor
sexual. Puestos en una balanza los
beneficios indiscutibles, traídos por el
carro automotor y los daños que en la
moral y en las costumbres tienen que
haber ocasionado, cuál sería la
diferencia y de qué lado estarían las
ventajas.
Así se me pasaban los días y los
años. Semejante situación estaba
llamada a concluir desastrosamente. Los
pocos reales de la herencia paterna se
habían ido de mis manos en pos de otras
mejores insensiblemente, mejor dicho,
lo más sensiblemente posible, entre
faldas, automóvil, Zoológico y Palais
Concert.
Estaba visto que como abogado nada
tenía que hacer con los jueces ni qué
esperar de los Códigos. Y como los
alquileres de la ventana de reja corrían
con incontenible rapidez y yo me sentía
impotente para alcanzarlos, pues por lo
general siempre me llevaban dos o tres
meses de ventaja, tuve al fin que pensar
en la resolución de este dilema:
resignarme al desahucio, trance un poco
ridículo y desopinante para un hombre
de leyes, o aceptar una subprefectura,
puesto que en cierta ocasión me
ofreciera, entre risotadas y bromas, el
director de gobierno, antiguo compañero
mío de jaladas universitarias y
parrandeos bajopontinos[*], y el cual
parecía animado de la mejor intención
de cancelarme en esta forma un viejo y
gordo préstamo.
Opté, no sin un poco de emoción --
pues ningún complejo, y menos el
profesional, puede romperse sin sentirse
su percusión en las entrañas— por la
subprefectura, y pocos días después de
expedido el nombramiento y de una
champañada nominal, netamente
periodística, que un cronista agradecido
quiso adjudicarme, me dirigí
inmediatamente en pos de mi cargo,
temeroso de que fuera a declararse
insubsistente el nombramiento, cosa, por
lo demás, muy frecuente en las «esferas
oficiales». Como soy de los que piensan
que la vía más corta no siempre es la
mejor, elegí la más larga, por parecerme
más interesante, y una mañana,
soñoliento todavía, tomé el tren de la
sierra en Desamparados, camino de
Abancay, vía de Ayacucho.
Nada de polainas, más o menos
flamantes, ni de fuete de cuero trenzado
y puño de plata, ni de revólver al cinto,
ni de pluma-fuente en el bolsillo de
pecho, ni de anillo de oro
monogramado… Una maleta modesta, de
esas criollas de Polvos Azules, dos
sueldos adelantados —lo menos que un
director de gobierno, sin ganas de
pagarme una vieja deuda, podía hacer en
mi favor— y un paquete de
instrucciones, digo mal, un memorándum
que, para no correr el riesgo de que se
me extraviara, rompí al salir del
Ministerio.
¡Abancay! ¿Dónde quedaría eso?
Jamás me había preocupado mucho de la
geografía del país. Especialmente de la
geografía serrana. ¿Cómo serían los
abancayinos, las abancayinas
particularmente? De aquella tierra sólo
conocía a ese rubio rebelde, demócrata
sempiterno, más sempiterno que rebelde,
que metido después a «hombre serio»,
han dado en llamar todos «don David».
Y de mujeres, sólo a Rosario Araoz, esa
maestra que a la hora de enseñar y de
perorar vale por diez hombres juntos.
La muestra no podía ser mejor: un
bello specimen de cada sexo. Pero
¿serían todos así? ¡Hum! Había oído
decir que andaban por ahí unos
Montesinos y unos Gonzales y unos
González y unos Pelayos que ponían las
carnes de gallina. Y unos Ocampos que
le metían el resuello hasta a los
prefectos y que a la hora de juerguear
mandaban por mujeres y aguardientes a
la primera autoridad que tenían a la
mano. ¿Y cómo iba a componérmelas yo
para mandarlos al cuerno a la primera
insolencia de éstas?
¡Adónde me aventaban, por Dios
Santo! ¿Por qué había sido tan débil en
aceptar esto? ¿No hubiera sido mejor un
nombramiento cualquiera en la costa,
entre gente de mi misma psicología? Los
serranos, según había oído yo decir, son
taimados, quisquillosos, recelosos,
tornadizos. Tan pronto se les ve
resplandecientes de alegría como
nublados de tristeza. Pasan de la cólera
a la cordialidad con una rapidez
nubarrónica, ni más ni menos que el
celaje de sus cielos. Parece que cada
uno de estos hombres lleva en el alma
una garra, que, aun en la caricia, tan
pronto se contrae como se extiende,
rasgando lo que toca.
Qué diablos entendía, pues, yo de
psicología serrana, ni de intrigas
gamonalistas, ni de amaños electorales.
Porque uno de los puntos que más se me
recomendara en el memorándum era el
de «dejar hacer» a los amigos del
gobierno «sin hacer», esto es, sin
innovar, como diríamos en jerga
procesal y, a la vez, hacerles sentir a los
otros, a los enemigos, todo el peso de la
autoridad que estaba al frente de ese
gobierno, aunque se ciscaran en la mía.
Y tuve que emprender el viaje lleno
de prevención y presentimientos. En la
Oroya me sentía ya menos inclinado a
cumplir las instrucciones del
memorándum. Al pasar por Huancayo,
ya fuera por efecto del soroche o por las
tarascadas del frío, lo cierto era que la
imagen del Director de gobierno
aparecía ya un poco borrosa en mi
memoria, y la del ministro, enteramente
perdida. Todo era en mi imaginación
cerros, llamas, nieve, coca, ponchos
listados, faldas repolludas y
colorinescas, mocosuelos a horcajadas
sobre pacientes lomos maternales…
Días después, ya en Ayacucho,
comencé a sufrir una especie de
superposición en las imágenes y una
manía de comparación. Así, la de
pampa, por ejemplo, era otra; el plano
movedizo de las dunas costeñas lo había
reemplazado por el frío y hierático de
las punas; el cálido desierto de los
llanos por la frígida desolación de las
alturas. El San Cristóbal de mi añorada
Lima me parecía ahora un cerrito de
nacimiento, una excrecencia andina, una
insignificancia geográfica. ¡Y yo que tan
orgulloso estaba de mi cerro, de este
cerro de mis vacas y dominicales
ascensiones! La naturaleza empezó a
decepcionarme de mi limeño mundo y a
darme lecciones de humildad.
Me miraba y remiraba íntimamente
sin poderme encontrar. Sentíame otro y
al buscarme, lo único que palpaba eran
los dos sueldos recibidos la víspera del
viaje, un poco mermados ya, a pesar de
mis recientes pujos económicos, el
retrato que me diera una chica al
despedirnos y el título del cargo que iba
a desempeñar.
Hasta mi manera de hablar, un poco
cotorrera, me parecía transformada. Las
palabras no me salían ya destacadas y
crepitantes, sino sincopadas o
arrastradas. Creía notar en la ch o en la
sh un silbido; comencé a descomponer
la ll dulzonamente y la r a marcarla y
morderla. Y ante la idea de que la i me
saliera de repente convertida en e o al
contrario, mi limeñismo se sentía
profundamente humillado. Me propuse
entonces hablar poco, lo preciso,
midiendo la pronunciación, recargando
todo lo posible mi acento capitalino.
Evité mezclarme en las charlas de mis
compañeros de viaje, la mayor parte de
ellos «made in sierra», de contener ese
inconsciente espíritu de imitación que
hay en todo hombre, por culto que sea,
cuando se halla en un medio enteramente
distinto del suyo.
Pero nuestros Andes no sólo «son
imponentes», como diría un cronista de
clisé, sino impositivos. Una vez en ellos
se agarran a nuestras entrañas
fuertemente. Comienzan por
impregnarnos de sus efluvios terráqueos,
mesológicos; después, por arrasarnos
las visiones de la llanura y exaltarnos
con la emoción de las cumbres; luego,
por jugar con la ilusión del vértigo en
nuestra mente y hasta por perseguirla
durante el sueño y sustituir todas
nuestras viejas formas oníricas por otras
caóticas y abismales.
El puente de Izcuchaca, tan famoso
en nuestra historia militar, me alivió un
poco de la pesadilla de los desfiladeros.
Un puente, por lo mismo que es un
desprecio al obstáculo, una burla del
hombre a la naturaleza, después de
pasado, despierta siempre sensaciones
de curiosidad, de alegría, de triunfo. Y
también la de aproximación a algo que
esperamos ver, de lugares habitados por
seres como nosotros y en donde tal vez
nos está aguardando un poco de dicha
escondida desde hace siglos.
No me dijo mucho Ayacucho, es
decir, me dijo mucho del pasado y casi
nada del presente. Las cariátides de un
balcón y las aldabas de algunos portones
vetustos me descubrieron algo de su
vida colonial y de lo lindamente
aretinesca que debió ser esa vida.
¡Cuántas manos de mujer habrían
acariciado esas aldabas y cuántos ojos
de niños, contemplado las posturas de
esas cariátides!
Por supuesto que no voy a hablar de
todo lo que vi y admiré de la ayacuchana
orfebrería durante la tarde y la noche
que permanecí en aquella ciudad. Mi
propósito no es éste, ni todo lo que
puede decirse de Ayacucho cabe en la
reseña de un viaje. Hay para escribir
sobre esta prócer e histórica ciudad
muchos libros. Si he mencionado lo de
las aldabas y cariátides es porque la
noche que pasé en ella tuve que
empuñar, al recogerme, una de aquéllas,
y al reanudar al siguiente día el viaje,
que reparar en el balcón de enfrente,
desde donde un par de ojos, sedeños e
insinuantes, me miraban, diciéndose:
«¡Cómo, ya se va usted apenas ha
llegado!».
Mi entrada en Abancay fue sutil, casi
nocturna e inadvertida, por lo mismo
que mi intención fue la de evitarme el
aparato de un recibimiento, que, por
modesto que sea, siempre distrae y
obliga. Desmonté, pues, de mi
cabalgadura con mucho silencio en
derredor y mucha melancolía en el alma,
pero también con una gran sensación de
alivio y entre la tibieza de un cálido
crepúsculo. Al menos, así me pareció.
Cuatro horas de bajada por una cuesta,
donde el cuerpo va pasando por
cromáticos cambios temperamentales,
desde el frígido de la puna hasta el
semicálido de la costa, era suficiente
para hacerme la ilusión de no estar en la
sierra en ese instante.
No fue, pues, muy ingrata la
sensación que experimenté al entrar en
mi ínsula. Y aunque lo hubiese sido. Un
destierro como éste bien valía los 270
soles que iba a ganar desde el siguiente
día. Doscientos setenta soles…
Mensualidad que jamás pude ganar
durante los cuatro años que
permaneciera mi estudio de abogado
abierto, y que hoy para verla toda junta y
por obra de mi propia actividad, me
había sido preciso vender un poco de mi
independencia.
II
Dos meses habían transcurrido
desde el día que «juré el cargo». Dos
meses que significaban en mi vida
espiritual: monotonía, aburrimiento,
nostalgia, disconformidad, inadaptación;
y en la oficinesca: quejas, denuncios,
comparendos, lágrimas, detenciones y
órdenes judiciales y prefecturales.
Oficios con las frases consabidas de
«Sírvase usted»… «Haga usted»…,
desfile de gentes humildes, analfabetas,
cerriles, mugrientas y piojosas, a
muchas de las cuales, por no hablar sino
el quechua, tenía que hacerlas interrogar
por el amanuense, un serrano socarrón,
saturado de la atmósfera viciada del
cargo, envejecido milagrosamente en él
y cuya manera de comportarse me iba
descubriendo que por sus manos habían
pasado muchas cosas y que sus ojos
veían más allá de esas manos.
Hasta entonces una que otra visita de
cumplido, de tanteo; dos o tres
candidatos a diputado o senador; dos
curas, más o menos bien cebados y
contentos; un preceptor, que
posiblemente se sentía en su puesto poco
seguro y que tal vez se imaginaba que yo
era el llamado a asegurarle en él;
algunos dueños de tierras y pongos, y
hasta media docena de personeros de
comunidades, de esos que siempre están
creyendo que toda autoridad que se les
envía es para oírles sus quejas
exclusivamente.
Pero ningún rostro conocido.
¿Dónde estaban los tres o cuatro
condiscípulos apurimeños, sobre todo
aquel inolvidable Diego Montes, con
quien a veces repasábamos en el patio
de Jurisprudencia y me ayudaba a rajar
de algunos catedráticos? ¿Dónde esos
Letonas, de rumbosa vida, y esos
Trelles, y esos Montesinos, y esos
Ocampos, y esos González, que tanto me
interesaba conocer? ¿Por qué ninguno de
éstos había caído por mi despacho, ya
que no a pedirme algo, a diferenciarme
siquiera con su visita de los otros
subprefectos de ciento en carga, a que
tan acostumbrados estaban, ya que
seguramente era la primera vez que un
doctor en leyes honraba la subprefectura
abancayina?
Meditaba sobre esto una mañana,
cuando un sujeto de poncho y espuelas
avanzó, a grandes zancadas, hasta la
mesa en que me hallaba despachando,
sin descubrirse siquiera y dando
muestras de una efusividad que ya tenía
olvidada desde que salí de Lima.
¿Quién era este hombre que,
prescindiendo de la más elemental
cortesía, se presentaba así y me abría
los brazos, invitándome a hacer lo
mismo?
—Mi querido Riverita, por fin te
vuelvo a ver. Y había de ser aquí en mi
tierra. Ya sabía yo que te habían
aventado por acá, aunque no lo quería
creer… ¡Subprefecto tú, un doctorazo
tan elegante y tan parroquiano de
Marrón, del Palais Concert y del
Zoológico!
—Hombre, si no me dice usted con
quién tengo el gusto de hablar…
—¡Qué rico tipo! Montes, hombre de
Dios, Diego Montes, ese a quien sus
camaradas sanmarquinos le fregaban la
paciencia con aquello de «Donde digo
digo no digo digo, sino digo Diego».
¿Recuerdas? Deja, pues, el usted para
los otros serranos y permíteme que te
abrace.
Efectivamente era aquel
condiscípulo, cuya visita había estado
esperando, al que tenía delante.
Desarrugué el ceño y le tendí los brazos
también. Un minuto de clinch, del que
salí medio estropeado de espaldas y de
plexo.—¡Qué rico tipo! Estás lo mismo
que cuando éramos estudiantes --
exclamó, después de repasarme con una
mirada un poco impertinente—. Un poco
calvo no más… Pero supongo que no le
echarás la culpa de esto a los Códigos,
sino a la vidita que te habrás dado. La
buena vida se lleva el pelo con dinero y
todo…
—Si así fuera, tú deberías estar más
pelado que una bola de cristal, cholo del
diablo —respondí, riendo irónicamente
y devolviéndole su estocada con otra un
poco más a fondo.
—Verdad, pero el cholo serrano es
más duro de pelar que el cholo costeño
y hasta tiene al frío en su favor. Mientras
que un cholo de aquí (me refiero a los
buenos) puede pasarse veinte malas
noches en claro, entre botellas y mujeres
y tornar a la vida seria como nuevito,
ustedes, los costeños, con unita no más
están al día siguiente queriendo comerse
el sol de cada bostezo y más
desencajados que un Cristo… Bueno,
pero vamos a lo que he venido. Esta
visita tiene doble objeto: darte un
abrazo, que ya te lo di, y cargar contigo
a mi fundo, que está aquí no más. Quiero
almorzar y pasar el día en tu compañía;
reventarte a preguntas. Que me digas qué
rumbo corrió esa chica del Corazón de
Jesús, que nos gorreaba cada vez que
nos parábamos a chocolearla por la
ventana; qué de la gringuita esa que
despachaba frente a la tonelería de
Chirichigó; si la… Pero ya te iré
preguntando más despacio. ¿Te parece
bien el programa?
¿Cómo resistirme a tan franca y
conminatoria invitación? Más que todo,
a la idea de tener con quién hablar de mi
tierra y hacer evocaciones de mi vida
estudiantil. Acepté. La oportunidad de
cambiar la monótona escena que estaba
representando a regañadas, desde hacía
dos meses, no podía llegarme más a
tiempo. Y después de algunos minutos
de charla y de dictar algunas
disposiciones, partimos.
Dos horas de cabalgar por unos
senderos endiablados. Atención en
grado máximo, conatos de vértigos,
ruidos de oquedades fascinantes, riscos
incitadores al acecho, quebradas de
horripilantes honduras. Apenas me daba
tiempo para atender y contestar las
preguntas que Montes me iba haciendo
en el trayecto. Estaba empeñado en que
le llenara, a fuerza de respuestas, esa
laguna de nueve años de separación que
se había formado entre nosotros.
—Y al fin te recibistes…
—Al fin…
—Yo, como tú sabrías, no quise
apechugar con el cuarto año. Estaba
aburrido de tanto Derecho. Para todo, el
Derecho. ¿Que usted quiere un pedazo
de tierra? Derecho. ¿Qué usted se quiere
casar? Derecho. ¿Qué se le muere a
usted su padre? Derecho. ¿Qué le dan a
uno una trompada y la devuelve con un
tiro? Derecho… ¡Qué ricos tipos esos
maestritos de San Carlos! ¡Ya quisiera
verlos por acá para que digas de qué les
sirve su Derecho!
—Hombre, les serviría siquiera para
darte un consejo cuando alguno te
despojara de lo tuyo.
—¿Despojarme a mí? ¡Caracho! ¿A
Diego Montes? Cómo que no sabes tú
que todos los artículos del Código Civil
y del Código Penal los tengo reducidos
a cincuenta carabinas con su respectiva
dotación de tiros. ¿Qué mejor derecho
para defender por acá nuestro derecho
que una buena carabina y un corazón
resuelto y firme?
—Sí, pero… Espera un momento…
No sé qué le pasa al caballo. Huele y no
quiere pasar.
—¿Que no quiere? ¡No digas! Un
caballo no puede decirle eso a un
hombre. Métele las espuelas para que se
dé cuenta de que tiene encima a un
hombre.
Al caballo y la mujer
hay que saber espolear,
para así poder lograr
que el uno vuele al correr
y la otra gima al amar.
»No te olvides de esta copla, que
aquí es de mucha aplicación.
Un poco avergonzado por la alusión
hecha a mi hombría y picado en lo más
vivo de mi amor propio, le hundí las
espuelas al caballo, haciéndole saltar y
seguir nerviosamente su marcha.
—Es el mejor potro que tengo en mi
fundo. Apenas tiene tres años. Me lo han
querido robar varias veces, y en una
ocasión se lo arrearon hasta
Cotabambas; pero armé a mi gente y me
fui encima de la banda que se lo había
robado. Un tiroteo de media hora, en que
les tumbé varios cholos a los cuatreros,
y otra vez el animalito en su corral. Así
hay que hacer aquí, Riverita. Con
denuncios ante el juez no habría llegado
a ninguna parte. ¡Buena es la justicia y
buena la autoridad para impedir o
castigar estas cosas! Ya quisiera, repito,
tener por acá a Villarancito para decirle:
«Mire usted, doctor, usted sabrá mucho
de derecho natural, pero aquí el mejor
derecho está en la misma naturaleza y en
la boca de un rifle». Sí, Riverita; diente
por diente y ojo por ojo es la ley. Haz
para que te hagan, no hagas para que no
te hagan. Y si te hacen y no haces,
mándate matar.
—Como en el Putumayo —murmuré
escépticamente—. Así no podrá haber
nunca paz entre ustedes.
—Oye, ¿y para qué sirve, en buena
cuenta, la paz? Será buena para cuando
se duerme. Pero ni aun así. Aquí hay que
dormir con un ojo cerrado y el otro
abierto. ¿Por qué crees que se
palomearon a Graucito en Cotabambas?
Porque se durmió con los dos ojos;
porque se confió en su valentía. Como si
de esto hubiera por acá para dar y
vender. No, aquí hay que ser primero
que valiente, avisado, precavido,
madrugador. Buen ojo, buen olfato y
buen corazón. A cualquiera se le ocurre
meterse en la cueva de una fiera sin
tomar sus precauciones. Hay que ser
cauto hasta en la iglesia. ¿Ves a ese
cholo que se nos viene cuesta abajo, por
la derecha? Pues es uno de mis
muchachos, a quien dejé de parada
cuando fui a verte, para que me vigile el
camino y me dé el alerta si ve a alguno
que me está venteando. En todo mal
paso, uno. Una sarta de diez perlas
preciosas, de las que cada una mata con
más certeza y rapidez que un tifus
exantemático.
Efectivamente, el indio que venía a
campo traviesa avanzó hasta nosotros y,
después de hacer una especie de signo
masónico y de echarme una mirada
inquisidora, se colocó a retaguardia. Y
así fueron apareciendo y juntándosenos
hasta nueve hombres más, de inofensiva
apariencia, mudos, enigmáticos,
greñudos, de mirada frías, pero dejando
todos ellos entrever que bajo el poncho
llevaban algo que ocultaba seguramente
la muerte.
Diego Montes me cortó el vuelo de
los pensamientos que la aparición de
esos hombres me había suscitado.
—Ya vamos a llegar, Riverita. ¿Ves
aquellos cañaverales que están a la
derecha? Pues al piecito de ellos tengo
mi casucha.
Y dirigiéndose al hombre que iba
más cerca de nosotros:
—Nicucho, vuela a avisar que ya
estamos ahí y que luego nos iremos
contra la mesa. Hay que matar pronto el
hambre que llevamos.
El cholo, haciéndonos un recorte de
gallo, pasó por delante y se abrió en
vertiginosa carrera hasta perderse de
vista, mientras Montes, sofrenando su
bestia y volviéndose a mí, murmuraba,
no sé si orgulloso de sí mismo o de
aquel pedestre espectáculo:
—¡Qué rico tipo! Como para una
Maratón. Es el mejor indio de mi banda.
Porque has de saber, ya que me había
olvidado de decírtelo, que yo tengo una
banda de ciencuenta indios como ése.
No, miento; como ése ninguno. Si me lo
mataran le pegaba fuego a Abancay. Te
lo juro, aunque estuvieras tú adentro.
Fiel como un perro, corredor como un
caballo y valiente como un gallo, como
dice el dicho. Me lo han abaleado ya
seis veces y en la última, cuando lo
trajeron del campo, me dijo sonriendo:
«Nicucho tiene siete vidas, como el
gato, taita, todavía me queda unita». Y lo
mejor de este cholo es su gran espíritu
de disciplina. Jamás me observa una
orden y siempre la cumple fielmente. Si
yo le dijera: vete así no más a pie a
Lima y pégale un tiro al arzobispo, se lo
pegaba. ¡Qué rico tipo!
—Si así son todos los indios de por
acá, supongo que todos tendrán a su
servicio hombres de esta clase, pues tú
no has de ser la excepción, y
teniéndoles, nadie ha de vivir seguro de
su vida. Vivir así ha de ser un infierno.
—No creas. A todo se acostumbra el
hombre. La vida propia es la mejor
garantía de la vida ajena. ¿Qué hará uno
que no le hagan los otros? Todos, pues,
nos cuidamos y celamos. Y sólo así es
realmente verdad eso que decían esos
profesorcitos teóricos de San Marcos:
«el derecho de cada cual termina donde
empieza el ajeno». ¿Te acuerdas? ¿Y
crees tú que por allá abajo eso sea
realidad? Nec quequam. Allá le ponen
la puntería a lo tuyo y te lo quitan, ya
con el pretexto de utilidad pública, ya
porque a cualquier señorón de ésos se le
ha ocurrido ensanchar su propiedad. Y
te lo quitan con papel sellado, que es lo
peor. ¡Hum! Aquí, ¡que nos vengan con
ésas! Claro es que si aquí no se emplean
los mismos métodos no es por falta de
ganas, sino porque no lo consentimos,
porque más tarda uno en embestirnos
con el papel sellado que nosotros en
meterles una bala. El miedo es, pues, el
que nos hace vivir a todos en paz dentro
de este aparente estado de guerra. Como
las naciones de Europa. Aquí cada
patrón, cada propietario, cada
terrateniente, es una fuerza, una
republiquita, un estado en plena
beligerancia. ¿Por qué crees tú que los
Montesinos se le enfrentaron a un
hombre como Rafael Grau? Porque
habían aprendido a hacerse temer de
todos y a no temer a nada. ¿Por qué a
ese gran puma, conocido por «el viejo
González», lo hizo Leguía prefecto ad
honorem, cosa nunca vista hasta
entonces? Porque Leguía sabía dónde le
ajustaba el zapato a ese viejo, y como lo
sabía se cuidó de hacérselos cambiar él
mismo. ¿Para qué? Si entre sus paisanos
estaría el que habría de hacérselos
cambiar. No sólo, pues, lo dejó con
ellos, sino que hasta le dio título encima.
¡Qué rico tipo ese de don Augusto!
¡Cómo sabía adónde le ajustaba el
zapato a todos los peruanos!
—Y a ti ¿qué te hizo?
—Nada. ¿Qué más podía hacerme
que prefecto o diputado? Pero yo aquí
soy más que eso. Un prefecto tiene
siempre quien lo mande; un diputado,
quien le friegue la paciencia. A mí nadie
me la friega.
Y guiñándome el ojo, rectificó:
—Miento; si tengo quien me la
friegue; la compañera que vas a conocer.
Una cotabambina que me llenó el ojo
desde el primer momento. Monta a
caballo mejor que yo y mete una bala
por el pico de una botella. ¡Qué rico
tipo! Era lo que me faltaba.
Una sinfonía de ladridos
desaforados, un rosario de ríspidos
cantos gallunos, un gorjeo de pájaros
que parecían saludar nuestra llegada y la
silueta de una hermosa mujer apoyada en
el barandal de una casona de piedra y
tejado rojizo, nos sacaron de nuestra
evocadora charla.
—Ya estás en tu casa, Riverita --
dijo Montes, desmontándose de un salto
y corriendo a empuñar las riendas de mi
cabalgadura para facilitarme el
descenso, pero sin conseguirlo, pues yo,
no queriendo quedarme atrás y
viéndome enfocado por el par de ojos
de la mujer que salía a recibirnos, imité
y creo que hasta superé a mi compañero
de viaje.
III
El almuerzo fue pantagruélico. Una
magnífica obra de culinaria en doce
tomos, digo, en doce platos desde el
shupe de entrada hasta el de salida, pues
en toda mesa serrana de gente bien es de
práctica cerrar todo menú como se
comienza. Y en esta obra no sabía qué
admirar más, si el barroquismo de la
forma o la excelencia del fondo.
Y todo este derroche de
magnificencia bajo un chaparrón de
vinos blancos y tintos, de rancia
prosapia, y de una irisada variedad de
licores, desde el criollo y coruscante
puro de Ica hasta el melifluo y pegajo
curazao. A los postres la mesa estaba
convertida en un bosque de botellas,
contra el cual cinco bocas —dos de
ellas femeninas— disparaban
voluptuosamente, con deliquio de
inveterados fumadores, sendas
chiflonadas de humo, interrumpidas sólo
por el tiroteo de las frases, algunas de
subida intención.
Pero lo mejor de este almuerzo fue
la franqueza y familiaridad desplegada
durante él; una franqueza iniciada desde
el momento en que la dueña de casa
estrechó mi diestra al serle presentado,
hasta aquel en que con sonrisa
vampiresca me brindara un cigarrillo.
—Aquí fumamos todos, es decir, en
mi familia —exclamó Montes
sentenciosamente—. Y bebemos
también: los machos, por ser una ley del
sexo, y las hembras, por no ser menos
que los machos. ¿Qué te parece,
Riverita?
Iba ya a pronunciarme en contra de
la tesis, pero creí una grosería insólita
mostrarme en desacuerdo con mis
comensales, particularmente con la que
me invitaba a fumar y la cual en ese
instante, en un esguince de garganta,
demasiado provocativo para ser natural,
hacía humear el cráter de su encendida
boca. —Me parece bien. Y tu… tu señora
es muy amable al darnos el ejemplo.
Una carcajada de Montes, seguida
de un coro de sonrisas, no me dejó
continuar.
—¡Qué señora, hombre, qué señora!
… Todavía no me han marcornado al
yugo. Esta que tienes al frente sólo la
tengo en categoría de compañera.
Espero que al fin acabaremos por donde
debimos prencipiar… Es cuestión de
que lo diga ella. ¿Verdad, Rosina?
—Posiblemente —habló con
displicencia la aludida—. No es cosa
que urge. La bendición del cura no es la
que casa sino la voluntad. Y luego, que
siempre es mejor ensayar que
equivocarnos cuando la cosa no tiene ya
remedio.
La respuesta de esta mujer me causó
una extrañeza parecida al estupor.
¿Desde cuándo hablaba así una mujer
provinciana? Me pareció no estar en la
sierra del Perú, a sesenta leguas de la
costa y a seis mil pies sobre el nivel del
mar. ¿Conque no le urgía a esta mujer
casarse, afirmarse en el hogar en que
estaba, sentirse dueña de todo lo que
giraba en torno suyo y del corazón del
hombre que la había llevado a convivir
bajo un mismo techo?
—Pero sería una lástima —respondí
— que un ensayo como éste terminara en
una equivocación. Ya no estás mozo,
Diego, y es mejor hacer pronto lo que ha
de hacerse al fin. Con qué gusto me
prestaría a ser uno de los testigos de tu
boda. Sería el recuerdo más grato que
me llevaría de esta sierra.
—Todo se puede andar… Es
cuestión de que Rosina lo resuelva.
—Ya he dicho que no me urge. Hay
que probarte mucho, Diego. No eres
como el oro cotabambino. Eres muy
truhán y no me gustaría verte mañana,
cuando ya fuésemos marido y mujer,
diciendo por ahí: «Ésta quiero, ésta no
quiero». Tú sabes que como buena
Pelayo no soporto traiciones y que al
que me la hace se la cobro. ¿No es
verdad que así estamos mejor, Jesusa?
—Así me parece —contestó la
interpelada, una joven de veinte años,
dejando de bromear con el mozo que
tenía a su derecha—. Precisamente
estaba diciéndole a Martínez lo mismo;
que ya pasaron los tiempos en que
nosotros éramos ceros a la izquierda de
ustedes, y que cuando alguno nos
burlaba no había más remedio que
desbarrancarse por ahí o encerrarse
para toda la vida. Hoy ya no hacemos
eso. La mujer que se tropieza puede
levantarse. Un tropezón es un tropezón,
¡vaya!
Martínez barbotó esta frase brutal,
que afianzó con una sonrisa, más brutal
todavía:
—Pues entonces ¿por qué no
hacemos un ensayito?
—Porque eres muy bruto, Pedro, y
porque no estás a la altura de que yo
haga ensayos de esta clase contigo.
Una explosión de risas no dejó oír
bien la respuesta del corrido Martínez.
—No hay que enfurruñarse —dijo en
tono conciliador Rosina una vez hecho
el silencio—. No vaya a tomarnos el
señor subprefecto por unos serranos
quisquillosos y asuntadores. Yo estoy
por creer que al fin usted Martínez y la
Jesusa acabarán por entenderse. Todo
está en que usted comience por hacer
acto de contrición, como Diego cuando
principió a tentarme. Obras son amores
y no buenas razones. Bote usted toda la
ropa sucia que tiene por ahí y entonces
piense en la limpia. Trasnoche menos,
mire más por los carneros y los toros,
visite menos Abancay y ya verá usted
cómo la Jesusa menos ascos le hace.
—Zorro que come gallina… --
exclamó el vecino de mi derecha, primo
de Montes—. ¡Y las cuentas que tendrá
que rendir a sus acreedoras!… Aquí
todos, cual más cual menos, tienen su
deudita faldera que pagar. Yo creo que
hasta Diego no ha acabado de cancelar
la suya.
—¿Qué estás diciendo ahí,
badulaque? —exclamó la Rosina,
recogiendo, con marcada displicencia,
la reticente frase de su primo postizo—.
¿Te imaginas, primucho, que vas a
excitar mi curiosidad o mis nervios?
—No, primita. Decir que Diego no
ha acabado de pagar su cuentecita no es
decir que esté abriendo otras. Diego está
ahora muy formal y más serio que
cuando se pone a disparar sobre el
blanco que tiene allá adentro.
—Hombre —dijo Montes,
levantándose—, ya que has mentado eso,
bueno sería que Riverita nos diera la
muestra de lo que él sabe hacer con un
revólver. Los limeños tienen fama de ser
buenos tiradores. Y como lo supongo
socio de algún Club…
—Lo hago muy mal. En Lima casi
nadie se dedica ya al revólver. Además,
después de un almuerzo como el que nos
has dado, el pulso y el ojo no deben
andar muy bien.
—Pues yo cuando tomo mi copita --
prorrumpió Rosina quedándose conmigo
un poco atrás y cogiéndose a mi brazo
—, es cuando mejor apunto.
—¿Es usted también aficionada a
esta clase de sport?
—A todos. Es la única manera de
que los hombres como Diego nos
estimen y hasta nos teman. Y luego, que
nunca está demás saber poner la bala
donde uno quiera. Un revólver parece
que dispara mejor cuando siente en la
cacha la mano de una mujer. Lo mismo
que el caballo cuando nos siente encima.
¿No ha reparado usted?
—¡Jinete, también!
—Un poco con los caballos y otro
poco con los hombres…
—Sentir la espuela de usted debe
ser una delicia…
—No la uso. Me basta con el fuete y
una caricia a tiempo.
—¡Y a destiempo también, picarona!
—intervino Montes, incorporándose a
nuestra fila, quien, por lo visto, había
estado escuchando el diálogo. Y
dirigiéndose a su querida—: Anda a
hacer ganguear la ortofónica mientras
nosotros quemamos unos tiros. Quizás
le guste a Riverita disparar con música.
Y los tres, con Diego a la cabeza,
penetramos en un gran corralón, en
donde el indio de las siete vidas se
ocupaba en fijar un blanco sobre uno de
los muros del fondo.
Concluida la operación, Montes
exclamó:
—Bueno, puede comenzar el que
quiera. A mí no me gusta mucho disparar
sobre esos cartones con circulitos.
Prefiero cosas de bulto por ser más
práctico. Y cuando son movibles, mejor.
Parece que así se establece una
corriente entre el tirador y el objetivo.
¿No es verdad, Riverita?
—Para contestarte
satisfactoriamente habría que probar tu
teoría. La que yo conozco es otra: que
hay que comenzar por blancos de esta
clase. Es lo elemental y lo que se
practica en todas partes.
—Pues a nosotros no nos hace falta.
Tenemos por acá demasiadas cosas
sobre qué apuntar para perder el tiempo
en blanquitos de esa laya. El blanco de
los clubs tiene para mí un defecto: que
no apunta ni hace fuego sobre nosotros.
Así no se puede saber nunca hasta dónde
dan nuestros nervios cuando nos
batimos, por ejemplo, o cuando vemos a
una fiera venírsenos encima.
—Y entonces ¿para qué tienes esos
cartoncitos?
—Son de Rosina. Como no siempre
puede salir a ejercitarse en los animales
del campo, se ejercita aquí, para que no
se le oxide la puntería y estar lista, por
si acaso… quieren invadirnos. Y si
vieras cómo lo hace…
—Debiste permitirle que viniera con
nosotros a ponernos una muestra.
—Ya habrá ocasión. Y luego, que no
es bueno que se engría. Figúrate que lo
hiciera mejor que nosotros… que tú. Y
no es bueno quedar en ridículo ante las
mujeres.
—A ver, háganse a un lado --
exclamó Martínez sacando su revólver
del cinto y apuntando a unos treinta
metros de distancia.
Los siete tiros de su browning
acribillaron el negro circulito del
centro. El primo de Montes, que
tampoco era manco, hizo más o menos lo
mismo. Sólo Diego y yo no quisimos
disparar; él por la razón que expresara
antes y yo, por estar convencido del
ridículo que iba a hacer entre gente que
le daba tanta importancia a esto. El tiro
requiere perseverancia, dinero de sobra
y hasta cierta rigidez en el método de
vida, y, la verdad, yo jamás me sentí
capaz de un sacrificio de esta clase.
Siempre preferí apuntar sobre las
mujeres más que sobre los blancos.
Como la prueba no dejase satisfecho
a Montes y, más que todo, como el deseo
que se traslucía en éste era demostrar su
superioridad, especialmente, hacerme
ver a mí de lo que era capaz con un
revólver en la mano, ordenó:
—A ver, Nicucho, mide desde aquí
unos treinta pasos y tiende cinco
botellas sobre el caballete, dejándolas
con el pico para acá, que quiero hacerle
tragar a cada una su balita.
Las cinco botellas, tumbadas en fila
y separadas algunos centímetros una de
otra, parecían mirarnos con su única
cuenca vacía, desafiadoramente.
—Comenzaré por la de la izquierda.
Tú, Martínez, me darás la voz, como de
costumbre, como si se tratara de un
duelo. —¡Listo! —gritó Martínez—.
¡Uno… dos, tres!
La botella giró desfondada.
—¿Le he roto el pico, Nicucho? --
interrogó Montes.
—No, taita. Entró la bala derechito.
Y mi admiración subió hasta el
máximo cuando vi a la quinta botella
correr la misma suerte que las otras.
Ante este prodigio de destreza me
quedé mudo, estupefacto, cohibido por
la sensación de una inferioridad infinita.
¿Era posible que la voluntad del hombre
sometiera a su poder una cosa tan
rebelde a la precisión como el tiro, tan
susceptible de escapar al freno del pulso
y al cartaboneo del ojo?
—¿Cómo has podido llegar a esta
perfección, Diego? —prorrumpí al fin y
después de expresarle mi admiración
con un abrazo—. ¡Qué enormidad de
práctica y de tiempo me representa tu
proeza!
—No creas. Es cosa que no podría
explicarte muy bien. Cuestión de
atracción entre el ojo de la botella y el
mío. No hay más. Lo que pasa es que no
todos pueden sentir esa atracción.
¡Cuánto no ha hecho Martínez por
realizar esta prueba y jamás ha podido
meter más de una bala! ¿No es verdad,
Martínez?
—¡Verdad! Yo creo que el tirador
nace; que una cosa es tirar sobre un
blanco y tocar el punto negro y otra
poner la bala donde uno quiere. Hay
ojos a quienes un blanco así no les dice
nada. Y si no, ahí están nuestros indios,
que, sin reglas ni mucho ejercicio, lo
hacen mejor que nuestros tiradores de
concurso.
Montes, sentencioso, grave, con una
gravedad de sabio llamado a opinar
sobre un tema científico, concluyó
dogmático:
—Ha dicho bien, Martínez; el
tirador nace, y para ser perfecto tiene
que saber lo que es disparar sobre un
hombre, batirse con él, exponiéndose a
recibir una bala en cambio de la que uno
le envía; hacer sobre una cosa viva lo
mismo que sobre una muerta; corriendo
el mismo riesgo que uno hacer correr…
Por eso el duelo, el duelo de verdad, es
la prueba suprema. Hay que apuntar en
ese trance sin la preocupación de que
también nos apuntan. ¿No te has batido
nunca tú, Riverita?
Y como respondiera negativamente,
prosiguió:
—Pues en un duelo lo primero que
hay que mirar frente al adversario es el
ojo que nos va a apuntar. El guión de la
pistola es cosa secundaria; puede hasta
prescindirse de él. Si el fluido de tu
mirada se sobrepone al suyo y se
establece la corriente que yo llamo «de
seguridad», a la hora de disparar, la
mano no hace más que obedecer. Apunta
donde el fluido magnético dirige. Y
como no siempre has de estar batiéndote
para ejercitarte en esta forma, nada
mejor que el ojo de una botella, o las
cuencas de una calavera si la tienes a la
mano, de una calavera de verdad.
Y como Montes notase, por mi
sonrisa un poco burlona, que su teoría
no me había convencido, añadió:
—De incrédulos está lleno el
mundo. Si no lo crees, pruébalo. Ahí
tienes otras cinco botellas que te están
mirando y aquí tienes mi revólver.
Vacilé. Pero movido por un
repentino orgullo y no queriendo insistir
en mi negativa, que podría tal vez
tomarse en mal sentido, más que todo,
estimulado también por la curiosidad,
tomé el arma y apunté. Apunté no sé qué
tiempo. Lo cierto es que de tanto mirar
el agujero de la botella, acabé por
imaginarme que algo iba y venía entre
ese hueco y mi ojo, y que éste se me
llenaba de una fijeza perforante. Hasta
que el traquido me sacó de esta especie
de alucinación, dejándome con un
milagro delante. La botella había saltado
del caballete. Todos corrieron a ver qué
efecto había hecho el tiro. El impacto
había sido magnífico; la botella estaba
desfondada, limpiamente desfondada.
Un hurra del grupo, a iniciativas de
Montes, glorificó mi éxito. ¿Conque era
yo quien había hecho tamaña maravilla?
¿Yo, cuando apenas era la tercera o
cuarta vez que disparaba con un
revólver? Creí por un instante que se
trataba de un truco, hábilmente
preparado por Montes. Pero esta idea
me la desvaneció el aire de admiración
con que todos me miraban,
particularmente el indio Nicucho, que, al
presentarme el pico de la botella,
murmuró:
—¡Buenazo tiro, taita, buenazo! No
quisiera me apuntaras nunca. ¡Qué linda
pareja harías aquí con patrón Diego!
Por supuesto que me abstuve de
seguir disparando. «¿Para qué?», dije
con gesto displicente, pero en el que un
buen observador habría adivinado toda
la farsa e impotencia que encerraba. Y
concluí:
—Podría hacer lo mismo con las
otras botellas, pero siempre quedaría
por debajo de Diego, a quien me
complazco en reconocerle su
superioridad. Para igualarte tendría que
disparar a la voz, como acabas de
hacerlo, y, francamente, fallaría.
Este disparo a quemarropa sobre la
vanidad de tirador de mi amable
anfitrión fue todavía más certero que el
otro. Se lo noté en los ojos, medio
ebrios de vino y llenos de extraña y
sombría provocación.
—Yo también aplaudo tu destreza,
Riverita. Te estabas haciendo el zorro
dormido, pero te voy encontrando
completo, como para hombre de estas
tierras. No lo haces mal a caballo, tiras
divinamente, según la muestra que
acabas de darnos, y bebes casi al igual
de nosotros. Supongo que con las
mujeres no te quedarás atrás. Pero
quisiera convencerme de una cosa…
—Di tú…
—¿Cómo andarás de prejuicios?
Porque aquí sobra un poco de esto. La
sierra quita por un lado lo que da por
otro. Te da, por ejemplo, independencia,
rebeldía, confianza en ti mismo y en
cambio te quita escrupulosidad,
sensiblería, amaneramiento. La
escrupulosidad es como la goma de
lustrín, buena para darle tiesura y brillo
a las pecheras y los cuellos, pero que de
nada sirve cuando la camisa es de lana.
Y en la sierra, al menos en esta de
Abancay, todo es lana. ¿Me has
entendido, Riverita?
—Yo me hago a todos los medios,
Dieguito. A lo único que creo que no me
adaptaré nunca es a dejar de ser quien
soy ni a contemporizar con el abuso. No
está en mí; mis escrúpulos sobre esto
son más fuertes que yo.
—Entonces temo que no te va a
gustar la prueba que te voy a proponer.
Es una prueba para templar los nervios;
sobre todo, después de almorzar. Una
prueba a la que no ha querido someterse
la misma Rosina, así tan machuna como
la habrás notado.
—Si no me lo dices.
—No es cosa de decir sino de ver.
Nicucho, abre la bodega.
El Nicucho dio una vuelta de llave y
abrió, dejándonos libre el paso.
—Pues ahí tienes el blanco sobre el
cual vengo yo todos los jueves, desde
hace un tiempo a una hora fija, a
disparar sólo un tirito. Es ese que está
sobre la picota. ¿Lo has visto bien?
Esforcé la mirada para descubrir
qué era esa cosa informe, especie de
morrión astracanado, sobre cuyo centro
blancuzco, parecido a un antifaz,
revoloteaba un enjambre de moscas, y al
fin pude adivinar.
—¡Una cabeza!… ¿Pero es cabeza
de verdad? —interrogué con una
incontenible sensación de asco y de
reproche.
—Ya lo presumía. Estos limeñitos se
atragantan con todo. ¿Qué va a ser sino
una cabeza de verdad, de hombre? ¿Qué
te creías, que era de carnero? Es la
cabeza de un bandido, de un respetable
bandido, a quien tuve yo que perderle el
respeto.
—Un facineroso que no perdonaba
ni a los niños —añadió el primo de
Montes.
—¿Y por qué la tienes así? ¿Quién
fue el que lo mató?
—¿Quién? Yo, naturalmente --
exclamó Montes, con tono jactancioso y
trágico—. ¿Quién había de ser sino yo,
puesto que él fue quien mató a mi padre?
¿Para qué estaba yo en el mundo
entonces? ¿Crees, tú, Riverita, que lo
iba a coger y entregárselo a la justicia,
para que luego saliera soltándole como
otras veces?
Retrocedí y traspuse la puerta. Un
calofrío me corría por el cuerpo y un
deseo de partir y alejarme
definitivamente de aquel fundo me
espoleaba.
—Oye, Montes —dije, recobrando
el peso de mi autoridad—, quita eso de
ahí y dale buena sepultura. A los
hombres, por malvados que hayan sido
en vida, hay que respetarlos en la
muerte. Y no olvides aquello de que
quien a cuchillo mata…
—… a cuchillo muere. Ya lo sé. ¿Y
qué más da que sea a cuchillo que con
una terciana? Vamos, Riverita, deja a un
lado la goma de lustrín, que tu camisa no
la necesita aquí, y volvamos al salón a
dar un bailecito.
—No —respondí rotundamente—.
Me voy, y no sólo me voy de tu casa, a
pesar de lo bien que me has tratado, y lo
cual te agradezco, sino de Abancay.
Mañana mismo presento mi renuncia.
—Pero si todos sabemos quién eres
y por eso te estimamos.
—Sí, pero yo al fin acabaría por no
estimarlos a ustedes. A ti
principalmente, y me sería muy sensible.
Ya afuera, después de una despedida
un poco circunstancial y de una mirada
interrogadora de la dueña de casa, salté
sobre el caballo y partí, precedido de un
espolique, no sin decir antes a Montes:
—Ten mucho cuidado con tu cabeza,
que no faltará quien quiera hacer en ella
también blanco.