Juan Rabines no perdona
Juan Rabines no perdona
A José Vasconcelos
I
Rotas ya las negociaciones con el
montonero Benel, un fuerte destacamento
de tropas, compuesto en su mayor parte
de paisanos, muchos de ellos enemigos
del famoso cabecilla, cayó sobre él en
Chipuluc, desbaratándole y
ametrallándole sin piedad.
Brava gente esta de Benel y más que
brava, escurridiza, matrera, de mucha
alicantina y forjada al golpe de los
infortunios y de la lucha, de esa vida que
no deja dormir más que con un solo ojo,
y que enseña a bastarse a sí mismo y a
confiarlo todo a las armas.
Cada hombre de éstos, al igual de su
jefe tenía la intuición de la maniobra y
la soberbia de su independencia.
Muchos de ellos se habían afiliado a la
banda por mero gusto, por sport, por
simpatía al hombre que los encabezaba
más que por comprensión del principio
que sostenía.
No obstante lo estratégico de la
posesión, la derrota había sobrevenido.
Y lo peor no era esto, sino la
victimación del jefe en momentos que,
arrastrándose acribillado de heridas,
buscaba un refugio en la selva. Ni
esperanzas, pues, de reacción, de
resurgimiento, de vuelta a la vida
montoneril, de entradas y salidas por
pueblos y aldeas, bajo el vitoreo de los
simpatizantes con la causa y de las
sonrisas de las mozas garridas y
querendonas.
Todo se derrumbaba de repente,
todo, por la fuerza de la fuerza y al
crepitar siniestro de las ametralladoras
—esas maquinitas pedorreras— como
tan gráfica y burlonamente las llamaban
montoneros y paisanos. La visión del
triunfo y la expectativa de una cuantiosa
indemnización, columbradas desde
varios meses atrás, se desvanecían entre
estertores de muerte y charcos de
preciosa sangre fraterna.
Entre estos derrotados, el que más
dolorido se sentía por el desastre era el
mozo Juan Rabines, enrolado en la gente
de Benel con la más sana intención de
hacer la felicidad de la patria, pero
haciendo antes, por supuesto, la suya.
Para eso había contribuido a la rebelión
con algunos hombres, escogidos entre el
bandolerismo, gente pronta para el
asalto, la emboscada, el avance o la
fuga.
También lo había llevado un poco de
entusiasmo novelesco, de rebeldía
innata, atávica, transmitida por la sangre
de diez generaciones de hombres
turbulentos y combativos,
indisciplinados y cerriles, eternamente
afiebrados de pasión y excitados por el
espectáculo de la tragedia.
Un chotano, un buen chotano, no
podía permanecer indiferente ante una
rebeldía, fuera la que fuera. Y en el caso
de Benel la vacilación habría sido para
él una deshonra. No sólo se trataba del
paisano, sino del patrón, del buen don
Eleodoro, quien más de una vez había
sabido sacarle de apuros por una
puñadita de primera intención,
amparándole en «El Triunfo»,
sentándole a su mesa y dándole tierras y
dinero para trabajarlas, hasta que los
edictos —esa indiscreta y odiosa
manera de llamar a la gente que tiene la
justicia— se cansaban de mentarle el
nombre.
¿Cómo no lo iba a seguir, sobre
todo, cuando en esta vez estaba de por
medio el nombre del doctor, de don
Arturo, el ilustre paisano, quien, de
repente, sin decir allá va, había caído
entre ellos, bizarro y optimista? Un
chotano puede vivir con todos sus
paisanos en perpetua guerra dentro de su
pueblo, que ésta es la ley de la
caballería chotanesca desde que Chota
es Chota; pero fuera de él, nunca, porque
la voz del paisanaje está por encima del
odio y ata más que el amor.
Juan Rabines iba, pues, aquella
mañana, quince días después de la
derrota, en plena renegación, inerme,
para que el fusil no fuera a delatarle,
cubierto con un poncho, prestado por
ahí, para ocultar las desgarraduras de su
traje, y con un largo cuchillo a la
cintura, como única defensa para el caso
de un desagradable encuentro.
Por todas partes iba recogiendo
informaciones poco tranquilizadoras.
Muchos de los prisioneros habían sido
fusilados o rematados en el mismo
campo de acción; la muerte de Benel
estaba ya confirmada y la caza de
dispersos, más que persecución,
continuaba todavía. Como casi todos los
rebeldes tomaran hacia la montaña, con
el fin de internarse en ella y librarse así
de caer en manos de las autoridades,
puestas en acción telegráficamente, él,
Rabines, llevado de un presentimiento,
tomó por el lado contrario, hacia la
costa, pues algo le decía que por esa
ruta la persecución y vigilancia no
habrían de ser tan rigurosas, por lo
mismo que la atención de todos, amigos
y enemigos, estaría fija en esos trágicos
momentos en la serranía y la montaña
cutervinas.
¡Qué viaje el que tuvo entonces que
hacer! Unas horas dentro de los
caminos, otras fuera de ellos, eludiendo
encuentros peligrosos, como el de la
guardia civil, flamante aún en el
servicio y deseosa de hacer méritos. Y
en su marcha a campo traviesa, cortando
quebradas, saltando abismos y ríos
torrentosos, el único guía fue su instinto.
Allí, donde cualquier costeño se hubiera
encontrado sin salida o una falsa pisada
le hubiera precipitado en el vacío, o una
distracción expuéstole a la asechanza o
ataque de alguna alimaña feroz, él había
sabido componérselas y salir triunfante
de su habilidad, de su fuerza, lleno de un
creciente optimismo, a medida que el
olor de las tierras bajas se le iba
haciendo más sensible y penetrante.
Jamás había pasado de Santa Cruz,
adonde fuera en más de una ocasión,
atraído por la celebrada belleza de sus
mujeres y la dulzura del clima. Porque
Rabines, como buen guitarrista y amigo
de aventuras amorosas, casi no había
dejado pueblo de Cutervo ni de su
provincia sin darles a conocer su
abaritonada voz y su habilidad musical,
su porte seductor y sus arrestos
tenorinos. Él era quien había hecho
famosa, a fuerza de irla repitiendo en
todas partes, aquella copla de su
invención, que tan bien le retrataba de
alma y cuerpo:
Con corona o sin corona,
con buenos o malos fines,
quien se la hace a Juan Rabines,
Rabines no le perdona.
Y la copla la iba repitiendo aquella
mañana mentalmente. Desde la noche, al
rodear los aledaños del mentado pueblo
—donde la prudencia no le dejó entrar
—, cuna de la mujer que había sabido
sujetarle y con la cual se uniera
libremente hacía apenas dos años.
¿Dónde estaría ella, la muy deseada, en
aquellos instantes? ¿Por qué no la
encontraría en La Samana el propio que
le mandó del campamento, días antes del
combate de Chipuluc? ¿Se habría
decidido a volver a Santa Cruz, donde
su familia, para librarse de las tropelías
de la soldadesca y de los
contramontoneros comenzadas contra
los allegados de los benelistas,
particularmente contra sus hogares y sus
mujeres? ¿Dónde estaría refugiada?
Había combatido la última vez con
esta interrogación colgada de los labios,
receloso, inquieto, disparando
rabiosamente el rifle, esperanzado en el
triunfo, más que por sus resultados, por
el deseo de volver al lado de ella,
aunque fuera por unos días, y poderle
desvanecer así la inquietud que
comenzaba a torturarle.
Marchaba despeado, con el talego
de fiambre enteramente vacío y una sed
que comenzaba a morderle las entrañas.
Casi no había dormido en la noche,
sacudido de rato en rato por las
trepidaciones de los autos, que, desde su
escondrijo, veía pasar agujereando
sombras, levantando oleadas de
abrillantado polvo, sembrando de
graznidos el silencio solemne de las
alturas y luciendo por largo espacio el
rubí de sus linternas traseras.
Desfile interminable… inacabable.
Unas veces eran tres o cuatro autos en
convoy los que pasaban; otras, uno solo;
pero todos, al parecer, urgidos,
deseosos de llegar adonde iban. Hubo
un momento en que uno de ellos se
detuvo casi frente a su abrigo y creyó oír
una vez autoritaria que preguntaba algo y
otra que respondía respetuosamente y
luego ver, entre los conos de luz
proyectados por el auto, sables y
galones militares.
Inmediatamente comprendió lo que
aquel desfile significaba. Un refuerzo de
tropas gobiernistas. Soldados, soldados
y más soldados… El comando de allá
abajo no creía suficiente los que había
echado tras del infortunado guerrillero.
¿Y para qué…? ¿Qué, ignoraban todavía
lo que se había hecho con él en las
inmediaciones de Chipuluc? ¿O se temía
algún levantamiento en alguna parte?
¿Tal vez si don Arturo… o quizá si todo
lo que había ido recogiendo sobre Benel
durante su largo peregrinaje era falso?
Pero no, no podía ser. En la cara de
todos los poblanos y campesinos había
leído la verdad, toda la terrible verdad.
En casi todos ellos un dejo de tristeza,
una protesta muda, una sombra de
inquietud, una decepción…
Caminó todavía media hora más por
las alturas, fuera de camino,
bordeándolo, hasta que al fin se resolvió
a descender a la carretera, la cual
columbrara desde el amanecer y parecía
invitarle a bajar. Pero apenas había
empezado a saborear el placer de
caminar por ella y a sentir extrañas
sensaciones en sus pies serranos,
cuando, a la vuelta de una curva, un
estallido de voces y risotadas le detuvo.
Intentó retroceder y ocultarse, pero
alguien, desde un camión, que se hallaba
plantado en media carretera, le gritó:
—Oiga, amigo, acérquese y denos
una manita, que el carro se nos ha
plantao.
—Bueno, allá voy.
Y Rabines se acercó confiadamente
y ayudó. Una rueda del camión se había
salido, al describir una cerrada curva,
del lomo de la pista, quedando casi al
aire. Una vuelta más y los seis hombres
que llevaba el camión habrían rodado
con él hasta el fondo del abismo.
—Hemos estado de suerte —dijo
uno de ellos—. Ya te decía, Crisóstomo,
que todo sale malo en día trece. Ahora
falta que no podamos llegar a tiempo al
túnel y el ingeniero nos eche una raspa.
—Pa lo que a mí me importa --
respondió el llamado Crisóstomo, un
zambo fornido y que parecía ser el jefe
de ellos—. Con tal que estemos allá
antes de las nueve…
Rabines se aventuró a terciar en la
conversación:
—¿Que no son las nueve todavía?
Yo hubiera creído que ya estábamos en
ellas o, cuando menos, cerca…
—Apenas hará media hora que
salimos del campamento, y cuando
salimos, el jefe que nos despachó dijo:
«Bueno, son las siete y media. A las
nueve estarán allá descansadamente».
—¿Y usté de dónde viene, amigo?
—preguntó el Crisóstomo.
—De arriba, de Santa Cruz.
—¿Es usté deay?
—De más allacito.
—¿No se ha encontrado usté por ay
con la fuerza?
—Toda la noche han estao pasando
por el costao de mi rancho carros y más
carros, llenos de tropa, que no nos han
dejado dormir bien.
—Una tontería —intervino otro—.
Ya Benel huele a difunto. Le han
destrosao toda su gente y a él le han
metido cuatro tiros y le han dejado por
ay tirao para que se lo coman los
gallinazos, según dicen, que a mí no me
consta. ¡Sonso! ¿Pa qué se dejó
acorralar?
—Si no es indiscreción, ¿puede
saberse, amigo, dónde va usté? —volvió
a interrogar Crisóstomo.
A Rabines no le supo bien la
pregunta. En otro momento y en otro
lugar le habría respondido con un «qué
le importa a usted», pero como no
quería hacerse sospechoso y, de otro
lado, la franqueza de esta gente le
inspiraba confianza, contestó:
—Ni yo mismo lo sé. ¡Psh! Como
todo anda por allá arriba mal y la gente
sin trabajo, espantada por los de Benel,
me he venido a buscarlo por acá. ¿No
habría para mí un lugarcito entre
ustedes?
—Ya lo creo que sí. Precisamente
son hombres los que necesitamos. Suba
al carro con nosotros y véngase, que yo
lo presentaré al ingeniero.
Rabines aceptó y después de
encaramarse en el camión y devorar
unos cuantos trozos de tasajo, que uno
de los trabajadores le brindara, dijo,
poniéndose a tono de la alegría general:
—¿No hay por ahí un poco de agua?
—¡Tan temprano! —murmuró el
chofer—. Como no sea de la que
llevamos pa’l refrigerador… Si gusta de
ésa…
Rabines, sin preocuparse de la
ironía de la respuesta, y de las bromas
de sus flamantes compañeros, cogió la
lata que le pasaba el chofer, quitole los
tapones y levantándola en alarde de
fuerza hasta la altura de su boca, vertió
sobre ella un chorro de agua fresca y
cristalina.
Todos aplaudieron íntimamente esta
muestra de sencillez y vigor del
simpático mozo, a la vez que empezaron
a sentir por él estimación y respeto.
—¡Muy bien, requetebién! --
exclamó el capataz Crisóstomo—. Si
alguna vez hace usté esto delante de
míster Sutton, capaz de mandarle a su
tierra pa que boxee.
—O pa que maneje el monitor que
van a estrenar dentro de poco.
Rabines sonrió, sin pagarse mucho
de la alabanza, limitándose a decir, con
profundo sentido filosófico:
—¡Para lo que sirven hoy las manos
habiendo tantas cosas con qué
defenderse y matar rápidamente!…
II
A los quince días el cholo Juan,
como acabaron por llamar todos en el
campamento a Rabines, sin preocuparse
de su apelativo, que él —por una razón
muy explicable—, sustituyera por el de
Carpio, se había convertido en el
trabajador más estimado y popular de
Carhuaquero. Hacía todo con una
diligencia extrema y una habilidad muy
particular.
Mientras la mayor parte de los otros
peones serranos sacaban apenas una
tarea al día, murrientos, nostálgicos, con
las miradas pegadas a las cumbres de
los cerros que circundaban el valle, él,
alegre y decidor, sacaba tres cada dos y
a veces hasta cuatro, vertiendo sobre el
duro prosaísmo de los picos y las
palanas toda la poesía de las canciones
y tristes del folklore chotano y
cutervino.
Pero esta alegría de Juan Rabines,
bien observada, no era más que un
disimulo, careta tras de la cual ocultaba
una pena más honda que las
excavaciones que hacían aquellos
hombres en las peñas y canales. Tenía el
orgullo de su dolor, la soberbia de su
silencio y la fe de que al fin habrían de
volver para él mejores días.
¿Para qué, pues, hacer pública la
pena que le ahogaba? ¿Para qué perder
tiempo en contarle a los compañeros lo
que éstos no habrían de remediar?
¿Quién de entre ellos hubiera podido
aquilatar su pena y apaciguar toda la
tempestad que hervía en el fondo de su
pecho?
Porque Rabines, desde que llegó a
Carhuaquero, se sentía carcomido por
unos celos horribles. La inquietud se le
había tornado en duda y la duda en
celos. Unos celos brotados de repente,
al despertar una mañana, del fondo de un
sueño y medio recordado entre las
brumosidades de la vigilia. Celos que
iban creciendo a medida que los días
pasaban y la ignorancia sobre la suerte
de su querida se hacía más larga y
profunda.
Y es que Juan Rabines, a pesar de la
fogosidad de su pasión, no estaba muy
cegado por ella y menos entontecido.
Sabía por su práctica erótica todo lo que
podía esperar de su amante después de
una larga separación. Era una hembra
«incitadora como el ají», según
expresión propia, y, más que incitadora,
fascinante como una vampiresa. Más
todavía: tenía los tres dones terribles de
la mujer: belleza, gracia y juventud, en
torno de los cuales toda precaución
marital suele a veces ser poca.
¿Cómo pasar inadvertida una mujer
así? ¿No la tendrían asediada ya todos
los mozos de su pueblo, que tanto se la
habían envidiado? ¿No habría sido ya
descubierta por alguno de esos
libertinos de sable, desalmados, que se
habían esparcido por toda la provincia
chotana, a caza de benelistas fugitivos?
¿No la habrían violentado algunos de
ésos y cargado después con ella,
aprisionado, a su vez, por las redes de
sus gracias?
Y ante esta idea dolorosa, el mozo
se sentía a ratos tentado de descubrirse y
gritar: «Este cholo Juan que ven aquí es
el chotano Juan Rabines, el de la copla
famosa, que no sabe perdonar ni tener
miedo. El que sea hombre que me
tome». Luego arrojar la herramienta y
perderse cuesta arriba. Pero pronto
acababa refrenándose. Algo íntimo le
decía que semejante actitud habría sido
tonta, estúpida, y, más que todo inútil…,
que más tardaría en perderse de vista
cuando ya los avisos telefónicos y
telegráficos, como chasquis[*]
diabólicos, habrían propagado la noticia
de su fuga. Un teniente de Benel no era
cosa despreciable en esos instantes de
expectativa pública. Su captura podía
ser hasta motivo de ascenso.
No; no era hora de huir todavía, de
eclipsarse, de tornar a la añorada tierra,
a esa Samana de sus amores, para darse
el gusto de saldar algunas cuentas, que
indudablemente le habrían abierto
durante su ausencia. Él, como buen
pagador, no gustaba quedarse con nada
de nadie. Cobrar y pagar fueron siempre
las dos grandes preocupaciones de su
vida, que, aunque corta, era ya larga en
episodios de sangre, lides amorosas,
persecuciones judiciales, aventuras
montoneriles, levantadas y caídas.
Y la primera de las cuentas que
había de cobrar sería seguramente la que
alguno le había abierto a costa de su
honra, de su crédito de macho que no
supo jamás perdonar una ofensa. ¿Cómo
presentarse en su pueblo y volver a
cantar, al compás de su guitarra, la
famosa copla sin sentirse abrumado de
ironía y azotado por la risa zumbona de
todos?
¿Para qué quedaría entonces Juan
Rabines sino para chacota de los
hombres y hazmerreír de las mujeres?
Habría sido una imperdonable necedad
descubrirse. Se reconvino a sí mismo, se
dirigió frases despectivas por sus
asomos de flaqueza, comparó su
presente y su pasado, hizo de ellos un
balance y el saldo favoreció su varonía.
Hasta ese momento podía jactarse de
haber sido siempre un hombre. Había,
pues, que seguir siéndolo; someterse a
las circunstancias, al destino, que tan
oportunamente le había facilitado la
manera de esquivar la persecución y
procurarle un honrado medio de vida.
Trabajar no era malo, tal vez si
mejor que pasarse una noche aquí y una
noche allá, con la vihuela bajo el brazo,
o el caballo entre las piernas, de guarda
espaldas del patrón Eleodoro,
concitándose la envidia de los mismos
compañeros de aventuras y oyendo las
amargas recriminaciones de las mujeres
burladas. El trabajo era un dulce
sedativo del pesar y el mejor refrenador
de la impaciencia. Trabajando se
pasaban raudos los días. Se veía
amanecer el sol por un lado y cuando
menos se pensaba ya estaba en el
opuesto, pálido, agonizante, como esos
buenos camaradas que vio caer en torno
suyo en los combates.
Y menos mal la vida en
Carhuaquero. Se trataba bien al
trabajador; se le pagaba semanalmente,
sin esos descuentos leoninos de las
haciendas andinas. Tantas tareas, tantos
soles, ni más ni menos. Nada de esperas
ni de enredos a las horas de pago. Cada
cual tenía el derecho de comparar su
libreta con las cuentas del pagador y
reclamar de cualquier equívoco. Y una
vez el dinero en la mano se podía hacer
con él muchas cosas: proveerse de
sabrosas conservas, hacer por ahí alguna
picardía con las mozas de los
alrededores, darse un brinquito a
Chongoyape, para atracarse de guarapo
y piñas, o subir a Carrizal, o bajar a La
Puntilla, a comprar lo que faltaba en el
campamento.
En las noches, tertulia en el galpón,
charlas picarescas, briscán, caída y
limpia, casino, siete y medio y audición
gramofonil. Y brazuelos regordetes y
atezados, alcanzándoles a los jugadores
vasos de gaseosas y butifarras para
alguno a quien la cena no había dejado
satisfecho; fru-fru de faldas
almidonadas; risas femeninas llenas de
malicia y obsequiosidad; chiquillos de
rostros palúdicos, pidiendo algo, entre
llantos y bostezos; perros ladradores,
que olfatean las escandalosas
emanaciones de las ollas, y, por encima
de todo esto, el ruido del motor de la
planta eléctrica taladrando el silencio
nocturno con monótono gorgoriteo.
Un domingo de ésos, Rabines,
estimulado por la paga del día anterior,
que había recibido íntegra, y por la
suerte con que jugara en la noche,
aligerando más de un bolsillo y, más que
todo, por el deseo de averiguar allá
abajo algo de lo que le interesaba, se
resolvió a ir a la gerencia en demanda
de permiso. Su sección no estaba aquel
día de turno y bien podía pasarse el
domingo en otra parte.
—Adelante, Carpio —exclamó la
voz del ingeniero jefe—. ¿Qué le trae
por aquí?
—Permiso, señor, para ir a conocer
Chongoyape en el camión que va a salir
ahora por víveres.
—¡Hum! Como no me lo eche a
perder a usted alguna mala junta…
Chongoyape es peligroso para los mozos
como usted, que se las traen cuando se
ven con la guitarra en la mano y el
bolsillo un poco lleno. Ayer ha recibido
usted su semana íntegra. No salgamos
después con que se me pasó la hora…
—No, señor. Esta misma tarde
estaré de regreso.
—Sí, sí, así dicen todos y después
hay que mandar a requisarlos.
—Soy hombre de palabra.
—Y de otras cosas más, a lo que
parece. Por ahí anda en todas las bocas
una canción traída por usted, un poco
jactanciosa y retadora. Y medio que me
está soliviantando a algunos de los
matoncitos que tenemos en la peonada.
¿Podría usted decirme qué es eso de
«Juan Rabines no perdona»? ¿De dónde
ha sacado usted ese canto?
—De mi tierra, señor; de Santa
Cruz…
—Hombre, no sabía que habían
Rabines en Santa Cruz. Yo he estado allí
hace poco y no he tropezado con ningún
sujeto de este apellido. Y cuidado que
conozco a casi toda su gente visible.
—Es natural, señor, porque la copla
no es santacruceña sino chotana.
—¡Ah, acabáramos!… ¡Buenos
demonios son esos chotanos! Pero creo
que con la felpa que les acaban de dar
no les va a quedar ganitas de volver por
otra. Bueno, puede usted ir y ojalá,
repito, que no sea para quedarse.
Rabines giró sobre los talones un
poco militarmente, y cuando ya se
preparaba a salir oyó una voz que decía
desde adentro:
—Ricardo, ¿no querrías hacer un
viajecito a Santa Cruz? El día está como
para una excursión.
—Bueno; iremos. Prepárate…
Rabines no acabó de girar. Quedose
medio contorsionado, en suspenso, lleno
el rostro, al eco de esa voz, de una
extraña interrogación y cogido por un
súbito y mordiente deseo de curiosidad.
El ingeniero levantó la cabeza y al
verle en esta actitud le interrogó:
—¿Quería usted alguna otra cosa?
—No, nada…
Y recobrando un poco su dominio,
salió el mozo enfurruñado moviendo
dubitativamente la cabeza.
III
El eco de esa voz había perturbado
profundamente a Rabines desde ese día.
Se quedó sin hacer el viaje a
Chongoyape y todo aquel domingo lo
dedicó a atisbar el chalet de la gerencia
desde el rancho de Crisóstomo,
esperando ver bajar por la escalinata al
ingeniero don Ricardo y a la mujer que
le invitara a ir a Santa Cruz. Pero ni la
pareja ni el automóvil, que debía venir
por ella, aparecieron por ninguna parte.
¿Habrían desistido de la excursión?
¿Se habría dañado el auto? Ya al
mediodía, cansado de esperar, se atrevió
a decir, fingiendo indiferencia, al tiempo
de sentarse a almorzar, invitado por los
dueños del rancho:
—No he visto salir en toda la
mañana al jefe, sin embargo de haberle
oído decir que estaba de excursión a
Santa Cruz, en compañía, a lo que
parece, de una señora.
—Habrán salido por atrás --
murmuró la mujer de Crisóstomo,
mientras éste, acabando de deglutir un
suculento bocado, añadía:
—Por aquí no sale nunca con la
mujer. Como la tiene medio de
tapadito…
—¿Qué, no es casado? —interrogó
Rabines.
—Detrás de la iglesia —respondió
el capataz—. Pero ya acabarán por
unirse como Dios manda. La moza es
muy apreciable. Tiene unos andares y
una manera de reír que tiene revolados a
todos los demás ingenieros. Y si no se
casa y se la lleva pa allá abajo, no sé
qué va a pasar aquí cualquier día. Es
una tentación la tal santacruceñita.
—¡Cómo te has fijado en todo eso,
zamarro! —gruñó bromeando la mujer
de Crisóstomo.
—Hombre, pa qué son los ojos.
Aunque mujeres así no sean del comer
de uno, no por eso va uno a dejar de
mirarlas. El mirar ni quita ni da, como
dice el dicho. ¿No es verdad, Juan?
Rabines se había tornado pensativo
con lo de santacruceñita. ¿Conque ya no
era sólo la voz la que le había hecho
recelar? Era también la procedencia
nativa de aquella misteriosa mujer.
—¿Y desde cuándo la tiene por acá?
—inquirió Rabines, atragantándosele un
poco la pregunta al pronunciar el «la
tiene».
—No hace mucho —respondió el
capataz—. Creo que apenas hará un mes.
Están en plena luna de miel…
—Has dicho que es santacruceña.
¿Entonces la ha traído de por allá?
—Así parece. Se la encontró, como
dicen, en una de sus excursiones don
Ricardo. Estaba huachita[*] y medio
desconsolada por la pérdida de su
tráido, que era de los de Benel. ¿Te
acuerdas, Marco, de lo que dijo aquel
oficial que pasó por aquí el otro día, al
ver a la serranita con don Ricardo,
recortada en la baranda del corredor?
—¡Cómo no me voacordar, hombre!
«¡Ah, por acá estaba ésta! Me se
escapó… Me la enseñaron como mujer
de uno de los tenientes de Benel y
cuando me preparaba a llevármela como
botín, llegó un pelotón de esos
bebedores de gasolina del gringo Sutton
y me se interpuso cuando ya tenía toda
mi batería enfilada. Pero puede ser que
yo vuelva por acá y entonces…».
Rabines no terminó de almorzar. Los
datos no podían ser más concluyentes.
¿Quién de los tenientes de don
Eleodoro, fuera de él, podía jactarse de
tener una mujer capaz de revolverle el
seso a todo el mundo? Las otras eran
unas cholas de poco más o menos.
Motosas, chapudas[*] escandalosamente,
bastas, sumisas como perros, más
adecuadas para fregar que para hacer
una caricia. Las tenía bien conocidas a
todas. Y luego, que ninguna de ellas era
santacruceña; chotanas, celendinas,
cutervinas; de las quebradas, de los
montes, de las punas…
La suya no era así. Sabía lo que era
moda en el vestir, ni más ni menos que
las señoritas de la ciudad; lo que era un
jazz, un tango, un one. Por eso,
precisamente, se había enamorado de
ella. Las otras habían llegado ya a
hartarle. Tolerantes, pacientes, rutineras,
mecánicas; incapaces de reaccionar ante
los despotismos maritales, sumisas a los
golpes, semejantes en sus protestas a las
llamas, que se echan cuando se les
recarga el paso y sólo se levantan
cuando las aligeran de él. La suya no;
ésta se atrevía a mirar de frente a
Rabines cuando se extralimitaba en su
conducta hogareña o intentaba volver a
su vida licenciosa.
Una brava y fuerte mujer, que supo,
desde el primer día, infundirle cierto
respeto por la unión libre y despertarle
ambiciones no sentidas hasta entonces.
Ella fue la que le empujó a seguir al
valiente e indómito montonero, a jugarse
sobre el tapete de una revolución su
vida y patrimonio, para ver si así
lograba aumentar éste y colocarse los
dos en situación de vida holgada y
espectable.
Pero todo esto se había derrumbado
de repente, más que por obra de los
hombres a quienes había combatido, por
obra de la mujer que lo había inducido a
ello. Porque era indudable que la mujer
a quien se había referido la del capataz
Crisóstomo era la suya.
Caída la tarde se retiró de su
atisbadero, afiebrado, como si la kola[*]
que había estado bebiendo se le hubiese
convertido en un tóxico. «Están en plena
luna de miel», se iba repitiendo. ¡En
plena luna de miel!… ¿De cuántas lunas
de miel sería capaz esta mujer? ¿Cómo
podía estar en pleno goce de otra cuando
al dejarla, no hacía mucho, se había
llevado la sensación de que la de ellos
no se había acabado todavía?
¿Era así como esta mujer sabía
amar? ¿Era así como le guardaba la
fidelidad que tanto le había prometido,
espontáneamente, al separarse y
estimaba el sacrificio de su rebeldía? Y
tras de este pensamiento martirizador
surgió el otro, el de sus horas de
celosidad, de cólera, de pasión que le
hacían empuñar la guitarra y lanzarse en
son de reto por las calles pueblerinas,
cantando en cada puerta, donde el odio o
el amor le había arrastrado, la canción
de la copla famosa; poniendo en el
verso final toda la intención de su
espíritu combativo y la pujanza de su
pecho de atleta.
Quien se la hace a Juan Rabines,
Rabines no le perdona…
Si ella se la había hecho ya y se la
estaba haciendo en esos momentos,
¿cómo la iba a perdonar, por mucho que
fuera el amor que le tuviese? ¿Podía
caber perdón por una acción semejante?
¿Le tendría tal vez por muerto en el
combate de Chipuluc o fusilado entre los
prisioneros? Y suponiendo que así fuera,
¿era así como su corazón guardaba luto
por él y respetaba su memoria?
¿Qué estarían diciendo en aquel
momento, allá arriba, de los dos, de él
principalmente, cuyo paradero se
ignoraba, pero a quien no podía haberse
dado todavía por muerto, puesto que no
se le había identificado, y de ella, que
tan a raíz del desastroso final de la
revuelta benelista, desapareciera,
dejando a todos entregados a maliciosas
conjeturas?
Las risotadas con que sus
compañeros celebraban en el tambo[*]
los chistes y las pullas le sacaron de su
abstracción, haciéndolo detenerse.
—¿Qué te pasa, cholo Juan? Traes
una cara de viernes santo. Es la primera
vez que te vemos así.
—Algo que a ninguno de ustedes le
importa: cada uno tiene su procesión por
dentro. ¿O es que ustedes creen que yo
no tengo en qué pensar?
—¡No seas tan mala gracia, cholo!
Si tienes penas, dilas, que las penas
comunicándolas se alivian…
—No siempre. Hay unas que no se
pueden decir porque al decirlas ahogan.
Lo mejor es darle tiempo al tiempo.
—«Al tiempo le pido tiempo y el
tiempo no me lo da», como dice el
cantar —añadió uno por ahí.
—¿No sería mejor —agregó otro--
que empuñaras, Carpio, la vihuela y nos
cantaras un poco?…
—No me siento bien. Se me ha
cerrado el pecho de repente. Y luego,
¿para qué cantar, si ya les tengo cantado
todo lo que sé?
—Verdad, pero la canción esa de
Juan Rabines no nos cansa nunca. Y yo,
por mi parte, estoy empeñado en
aprenderte no sólo la letra, sino en
cogerte el modo de cantarla. Parece,
cuando la cantas, que tú mismo fueras el
Juan Rabines.
El chotano se estremeció y una
amarga sonrisa le emergió a los labios.
—¿Conque les parezco Juan
Rabines? Pues para parecerme más
alcáncenme una guitarra.
Más tardó en decir esto el mozo que
en aparecer por entre la rueda de la
peonada el instrumento pedido. Cogiole
Rabines y después de revisarlo y
trastearlo, exclamó:
—Lo de siempre. Toda mala guitarra
es así: muchos cintajos en la cabeza y
muchos adornos en el pecho y a la hora
de sonar, pesada y sorda.
—Como ciertas mujeres —añadió
alguien, mirando de reojo a la que tenía
al lado.
—Y así no dejan de gustarte todas,
bocatán —respondió la aludida.
—¿Te quieres callar, Toribia? --
gruñó uno de los obreros, con aire
marital.
La llamada Toribia, dándole un
codazo y una disimulada torcida de ojos
al que la había satirizado, murmuró por
lo bajo:
—Ya ves, bandido, a lo que expones
a una mujer de vergüenza, a que la
reprienda a uno el hombre delante de los
cristianos.
Un rasgueo, algo brusco, le puso fin
al barullo de frases con que se
tiroteaban aquellos hombres, a propósito
del comentario de Rabines sobre la
guitarra: rasgueo con el cual parecía
haberles querido decir: «Bueno, basta, a
callarse, que soy yo quien va a tocar».
Silencio profundo; atención
hiperestésica; ojos de todos los matices,
clavados como puñales en la broncínea
figura del guitarrista; mujeres de bocas
entreabiertas y anhelantes y senos
umbrosos y elásticos, como gaitas, a
cuyos largos pezones estaban prendidos
varias criaturas de pecho, tocando su
monótona canción de vida; humo de
cigarrillos baratos, que atosigaba el
ambiente y enrarecía las estrellas que
comenzaban a salir de repente de todos
los escondrijos del día, como cansadas
de esperar…
Y las manos del cholo Juan, como
envanecidas de la admiración con que se
miraba a su dueño, comenzaron a
corresponder a aquélla,
habilidosamente. Del triste
cajamarquino, de acentos semitrágicos y
menos doloridos y lacrimosos, y el
yaraví sureño, pasó a la canción criolla,
a la música de exóticas reminiscencias,
concluyendo al fin, después de agotar el
repertorio, con la consabida canción de
la célebre copla.
Se hallaba ya rematándola con
vibrante lirismo, recalcando con toda la
potencia de su voz el verso aquel de
«Quien se la hace a Juan Rabines…»
cuando por uno de los costados de la
ramada del tambo, apareció claxonante,
pidiendo paso libre, el auto del
ingeniero don Ricardo, de vuelta ya de
la excursión. Dentro de él, recostada con
estudiada indolencia, una mujer,
empaquetada en seda y pieles, emergía
por entre ellas su ovalado rostro de
marfil, embellecido por unos ojos medio
satánicos y angélicos.
Como el auto acortase la velocidad
hasta casi detenerse, todos los que
estaban bajo la ramada pudieron ver
bien a la amartelada pareja.
—¡Qué blanca tan linda! —exclamó
uno de los obreros—. Por una de éstas
me atrevería yo hasta con Juan Rabines,
ese que dices tú, cholo Juan, que no
perdona al que se la hace…
Rabines, mortificado por la
importuna aparición del automóvil, que
de tan intempestivo modo le interrumpía
su cantar, movido, más que por la
curiosidad, por la libidinosa
exclamación del asombrado compañero,
alzó los ojos para ver también y el
asombro suyo fue mayor aún, a pesar de
que desde horas antes, otra extraña
coincidencia le tenía ya preparado el
ánimo para recibir el golpe.
La sangre se le paralizó y su faz
tornose de cobruna en lívida. Intentó
hablar, pero no pudo: la voz se le quedó
enroscada en la garganta. ¡Ah, conque
esa que iba ahí era su mujer, la Doralisa,
esa que en la mañana hablara tan
mimosamente al hombre que iba al lado
suyo!--
¿Qué te pasa, cholo? —volvió la
misma voz a preguntarle—. Parece que
la blanca del ingeniero te ha flechado. Si
es así no tienes más que serenatearla un
poco. Las blancas son caprichosas y ésta
no parece moneda de buena ley.
Todos se volvieron a Rabines y
echaron a reír al verlo estático y con los
ojos fijos en la cola de polvo que dejara
el auto.
—Dice bien, Hermógenes, cholo --
prorrumpió el tambero—. Yo de vos,
con ese físico que te gastas, tocando
como tocas y cantando como cantas, ya
me iba a aguantar una blanquita como
ésa… Por Dios que me la robaba. Para
eso que ni casada es. En estas cosas de
faldas el que es hombre es hombre y el
que puede, puede.
Las palabras del tambero cayeron
sobre Rabines como bofetadas. Quien
hubiera querido burlarse de él en ese
instante no habría dicho nada mejor que
este cúmulo de frases intencionadas y
azuzadoras.
Rabines volvió en sí; tiró la guitarra
sobre una mesa y mirando a todos, de
hito en hito, como un águila que
columbra desde una cumbre un rebaño
de corderillos, exclamó:
—Bueno, muchachos; les agradezco
la intención y, más que todo, el concepto
que tienen de mí. Yo, sin ser Juan
Rabines, pero obligado como buen
chotano a imitarle en todo,
especialmente en lo de las mujeres, les
juro por mi madre que cualquier día de
éstos voy a obsequiarles con algo más
sonado que aquello de llevarse una
mujer de éstas.
Y con la faz un poco asqueada,
concluyó:
—A esa mujer que acaba de pasar la
conozco yo desde Santa Cruz, por eso
me he detenido a mirarla. Está buena
para plato de ingeniero bobo, pero no
para hombres como yo. De ésas hay en
los burdeles de cualquier ciudad, a
libra. Y lo que yo he deseado siempre es
una mujer que sepa guardar bien las
espaldas de su hombre, en todo momento
y morirse de pena cuando a ese hombre
se lo maten. ¿Hay de ésas por aquí?…
Nadie se atrevió a contestarle. Los
hombres se sintieron poseídos de un
extraño respeto por quien así acababa
de hablarles y más de una mujer se
estremeció íntimamente.
IV
Carhuaquero hervía de gente
forastera, no obstante de no ser día
feriado. Los obreros hormigueaban por
todas partes, empujando carretillas,
halando cables de acero, acarreando
haces de herramientas, transportando
cajones, tendiendo tubos de cemento,
disparando golpes de comba sobre los
remaches aflojados de un puentecillo,
piqueteando sobre las entrañas de roca
viva de una estribación y dándoles las
últimas pisoneadas a los senderos del
contorno con un mastodóntico rodillo.
La fiesta, por supuesto, más que para
los habitantes del campamento, era para
los que iban llegando, especialmente
invitados unos y curiosamente atraídos
otros. Todos estaban interesados en ver
el funcionamiento del misterioso
aparato, cuya prueba había dejado
pasmados a los mismos ingenieros que
la presenciaran. Todos querían
cerciorarse de cómo esa cosita
manuable y de tamaño tan ridículo
disolvía los montes y los precipitaba en
forma de aluvión a lejanos puntos.
Si no fuera porque el aparato estaba
ahí a la vista y hasta se le podía tocar,
muchos habrían terminado por creer que
era una invención o cosa de
embrujamiento. En menos de una hora
podía hacer el trabajo de cien hombres
en cien días, con una economía
portentosa. Las piedras, al recibir la
rociada del pequeño monstruo, se
pulverizaban y se diluían entre cataratas
de fango, o saltaban como escupidas por
subterráneas fuerzas. Los obreros que le
habían visto funcionar se sentían
humillados en su orgullo de hombres
jóvenes y vigorosos, y se habrían dado
por felices si algo hubiera hecho
fracasar la exhibición. Porque aquella
maquinita, en buena cuenta, iba a
competir con ellos ventajosamente y a
abaratarles y mermarles el jornal. Al
menos así lo susurraban por lo bajo
contratistas y capataces, temerosos de la
disminución de la demanda de brazos
que presentían.
Una docena de ingenieros, mozos
casi todos, entusiastas, engreídos por la
importancia del trabajo que estaban
realizando, bajo las órdenes de un
semisajón de espíritu dinámico,
comprensivo, infatigable, paternal en
todo, en medio de su disciplina de
soldado, y, más que engreídos,
compenetrados de esa misma
importancia, dictaban sus últimas
disposiciones a los pelotones de
operarios, para luego dirigirse, por
distintas rutas, al sitio destinado a las
familias invitadas a atenderlas, alegres y
corteses.
Desde allí explicaban unos,
pormenorizando, todas las obras
emprendidas por la formidable empresa.
Allá abajo, la planta eléctrica de
centenares de caballos de fuerza, que
daba luz al campamento y la daría más
tarde a algunos pueblos vecinos. Más
allá la represa del Chancay, con sus
compuertas y en el lado opuesto, la
hoyada que iba a servir de reservorio,
con capacidad de cincuenta millones de
metros cúbicos, para la época del
estiaje y uno de cuyos costados debía de
cerrarse con un muro de acarreo,
operación costosa y casi imposible por
medio de los brazos; pero que la
hidráulica y la mecánica tenían ya
resueltos. Y eran éstas las que iban a
transportar hasta allá esas lomas
inútiles, ociosas, desde la formación del
planeta, que alguna vez había que
emplear en servicio del hombre.
El objeto de la invitación era éste:
ver cómo por obra del agua y del
artefacto, que debía estar ahí cubierto
hasta la hora de la ceremonia del
bautizo, aquellos promontorios
terráqueos desaparecían, fundidos por
un chorro potente e incontrastable.
—¿Y cómo se llama el aparato? --
preguntó una de las damas al ingeniero
que hacía la explicación.
—Tiene un nombre un poco
prosaico, pero que dice mucho: monitor.
Es claro que no está hecho para avisar
ni amonestar a nadie —recalcó el
ingeniero—. Como los monitores
marinos, tiene su espolón, y es con él
con el que destruye todo lo que hiere su
formidable chorro.
—Me han dicho que es capaz de
deshacer una casa en un instante.
—No le han exagerado a Ud.,
señora. Es tan potente su chorro que
ningún hombre, por fuerte que sea,
podría cortarle de un hachazo. El hacha
rebotaría.
—¡Por Dios! Es cosa digna de
verse. Me alegro entonces de haber
venido y una vez más les agradezco a
ustedes la invitación.
Rabines fue también de los
concurrentes. No había querido faltar a
esta especie de cita a la curiosidad
departamental. Él más interesado que
nadie puesto que el objetivo suyo no
estaba inspirado en esa curiosidad sino
en un sentimiento íntimo, en un
contenido deseo de venganza. ¿Qué le
podía importar a él esa cosa que había
soliviantado a la gente de todos los
pueblos de la región? Aquella
curiosidad la encontraba un poco
ridícula, impropia de personas que se
tenían por cultas y que miraban a los que
venían de las alturas con mal disimulada
ironía; en el fondo, una novedad, un
pretexto para libar unas cuantas copas
de licor y liarse luego, en parejas
apretadas, a bailar esos bailes
encalabrinantes, más propios de monos
lujuriosos que de seres racionales.
No, él no estaba ahí por eso. Y así
se lo había dicho a la mujer de
Crisóstomo, apenas descendió del
camión delante de su rancho. Tal vez si
acabaría por no ir a ver funcionar otra
maquinita humana, más presuntuosa
todavía, más terrible y destructora que
todas las ideadas por el hombre. Y la
suya, aquel precioso artefacto de carne
marfilina y sedeña, que la suerte puso un
día en sus manos para su tormento,
estaba también entre esa muchedumbre
bulliciosa, al parecer alegre y feliz.
Cinco meses había tenido que
esperar para ver llegar este día. La
suerte había estado jugando con él
durante ese tiempo, desde la tarde
aquella en que su querida le truncara con
un hachazo brutal la copla que, al son de
su guitarra, cantaba, envuelta en lírico
torrente. Una orden, venida de repente,
cuando no se hallaba repuesto aún del
shock que sacudiera su espíritu, hasta
dejarlo sumido en una especie de
inconsciencia, le hizo dejar el
campamento y marchar a otro de allá
abajo, a Huaca de la Cruz, donde
algunas centenas de hombres tasajeaban
la tierra y enmendaban el curso de un
río.
No tuvo más que obedecer. Una
rebeldía le habría puesto en el caso de
ser despedido. Los siniestros planes que
idease durante esa noche, la más larga y
horrible de su vida, tuvieron que
quedarse aplazados y escondidos en lo
más profundo de su ser,
carcomiéndoselo y con la angustia de no
poderlo evitar.
Cuantas veces intentó darse una
escapada a Carhuaquero, tantas tuvo que
desistirse, obstaculizado por algo.
Diríase que una voluntad perversa
jugaba con su deseo, y la vez que pudo
lograrlo su decepción fue más amarga
todavía.
«La señorita, porque ya has de saber
tú que se ha casado con don Ricardo --
le dijo la mujer de Crisóstomo—, está
por allá abajo, en Pimentel, tomando
baños para tonificarse, porque el
embarazo la ha puesto melindrosa. Estas
blancas cuando las empreñan se vuelven
de mírame y no me toques. Cualquiera
cosita las resiente. No son como
nosotras, que así con barriga y todo,
lavamos, cocinamos, cosemos y le
llevamos la comida al marido adonde
esté trabajando; tiramos lampa en la
chacra, si se ofrece, y hasta cortamos
leña. Yo de ti ni me interesaría por saber
de ella, por más que sea tu media
paisana, a no ser que… ¡Dios me
perdone!, iba a decir una cosa…».
Rabines dejó hablar a la Maco y así
fue enterándose de todo lo que había
sucedido durante su ausencia. Del
matrimonio de la señorita apadrinado
por el jefe gringo, allá en Lambayeque,
hacía más de tres meses, con mucha
pompa; de sus idas y venidas al
campamento, generalmente los
domingos: de sus bajadas al tambo, a
charlar con la mujer del tambero y a
tomar antojos y hasta preguntarle por el
cholo Juan Carpio, de quien le habían
dicho que había venido de más allá de
Santa Cruz, de Huambos y que cantaba
una copla muy conocida por ella,
lamentándose de no habérsela oído
cantar.
«Y no sólo se limitó a preguntar por
ti, sino que quiso que te pintaran cómo
eras. La Toribia fue dándole tus señas:
un cholo bien plantao (no te
envanezcas); nariz así, ojos asá, medio
facinerosos; boca regular y sin bigote,
como la de esos gringos del cine,
forzudo, capaz de atravesarle el cuerpo
a un hombre de un cuñaso y con una voz,
cuando está con la guitarra, que le hace
correr a las mujeres culebritas por
todito el cuerpo. ¿Qué más le iba decir?
La blanca se quedó pensativa, con los
ojos medio cerrados, como buscando
algo por dentro y luego de echar un
hondo suspiro, se fue y ya no volvió más
pacá hasta hoy, que la he visto pasar con
su marido, muy peripuesta, y más linda
que nunca. ¡Vaya con la mujer tan
abusivamente provocativa! Hasta a
nosotras, siendo mujeres como somos,
nos tiene medio embobadas. Ya me
explico por qué te tiene a ti medio
revolao. Es decir, lo presumo yo…».
Y a los dos meses de esta
conversación Juan Rabines se hallaba
nuevamente en la cabaña del capataz
Crisóstomo, viendo desde ahí el afluir
de los autos, el desfile de los peatones,
venidos desde los caseríos inmediatos,
el pictórico conjunto de los trajes y
sombrillas de las mujeres, enracimadas
sobre los vehículos, sobre las tapias,
sobre las prominencias que circundaban
el valle. En vano buscaba con la mirada
lo que él ansiaba hallar y ver; ver, sin
ser visto, para que al choque de ese
encuentro, su irrevocable propósito de
venganza cobrara nueva fuerza.
Muchas eran las clases de muerte
que había ideado para aquella mujer. Un
tiro, una puñalada, un accidente
automovilístico hábilmente provocado,
un estrangulamiento en su propio chalet,
junto con el marido, allá en Pimentel; un
secuestro hasta verla morir de hambre y
pidiéndole perdón entre las cuatro
paredes del encierro… Pero todos estos
proyectos caían desvanecidos por las
objeciones que él mismo solía hacerse.
Matar así, como todos, lo mismo que
esos asesinos pasionales que llenaban
las cárceles, le parecía, después de
todo, una tontería. Pero lo cierto era que
tenía que matar; matar al uno o al otro, o
a los dos. Y había que hacerlo como
hombre decidido y hábil, dejándose
libre una puerta de escape, esa que
siempre hay detrás de toda acción audaz,
por riesgosa que sea. Afrontando el
peligro primero y burlando después la
persecución para reaparecer más tarde
en algún punto de su provincia,
recogiendo y levantando la bandera que
dejó su querido jefe.
Si, él tenía que hacer algo sonado
ese día. Para eso había venido, para eso
había esperado cinco meses mortales.
La ocasión tenía que llegar. La ocasión
tiene mucho de mujer, huye cuando se la
persigue y se entrega cuando se la
sorprende. Su corazón le decía que el
momento de las explicaciones y del
desenlace trágico se acercaba. Quizá si
el mismo destino era quién había
preparado aquella fiesta, para ponerlo
en el caso de obrar.
Una voz lo sacó de su abstracción:
—Oiga, Juan; ya es hora que
vayamos a ver. Esa gritería de los autos
es la señal de que míster Sutton ya está
allí. A él no más le estaban esperando…
—Vaya Ud. sola. Yo prefiero
quedarme.
—¡No sea bueno! Tiene Ud. que
acompañarme, ¡hágalo siquiera por mí!
Y la china, medio insinuante, añadió:
—Que no me vean llegar sola, que
siempre es feo, aunque uno sea pobre…
—Allí está Crisóstomo. ¿Que no
viene por Ud.?
—No; me dejó dicho que tan luego
como diera la señal de haber llegado el
gringo me fuera pa allá, porque él va a
manejar el pitón del monitor.
—Pues apúrese entonces… Más
vale sola que mal acompañada.
—No se haga rogar, hombre, que es
feo. ¿Pa qué lo dejó aquí el Crisóstomo,
si no fue para que lo represente, supongo
yo…?
Rabines, sin darse por enterado de
la intención con que le estaba hablando
la china, murmuró:
—Lo han escogido a él para el pitón.
¿Y por qué no habrá sido a mí o a otro?
—Quizá porque se necesita juerza
pa aguantarlo. Sacude, según dice, como
un diablo.
El mozo se quedó mirando a la
Maco, irresoluto, pero ésta, rijosa y
prendada de él desde que lo conoció,
cogiole repentinamente con ambas
manos el rostro y, después de estamparle
en los sensuales labios un sonoro beso,
musitó:
—¡Hazlo por mí, cholo, que después
haré yo por ti lo que tú quieras!… Mira
que si no vas me quedo…
El mozo, entre risueño y enojado,
inhibido por el aura de castidad que
envolvía todo su ser, emanada
posiblemente del estado de arrebato y
absorción espiritual en que le tenía
sumido su único pensamiento, contestó
secamente.
—Le daré gusto, Maco; vamos.
V
Frente a la explanada en que se
habían apostado los autos, entre los que
se distinguía, brillante y con la capota
replegada, el Buick del ingeniero don
Ricardo, aparecía, apuntando
siniestramente, el aparato que se iba a
estrenar aquel día, mezcla de máquina
de guerra y de paz, de obús y de bomba
de riego, sobre cuyos acerados y
bruñidos músculos convergían las
curiosas miradas de los espectadores.
Detrás de esta máquina, como un
gigantesco anélido de grisáceos anillos,
se extendía, trepante, sobre una
empinada cuesta de más de cien metros,
una cañería de más de doce pulgadas,
por la cual había de descender, con
fuerza incontrastable, al descorrido de
una compuerta, el agua de un canal
trazado en las alturas.
El capataz Crisóstomo, atento a la
voz que debía darle el director de la
maniobra, empuñaba el metálico pitón,
listo para aguantar la recia sacudida, y
orgulloso de una elección que le
permitía exhibir la potencia de sus
brazos.
—¡Listo! —gritó una voz.
—¡Listo! —respondió el capataz,
echándose hacia atrás para contrarrestar
la violencia de la sacudida, mientras un
cristalino chorro, crepitante, como las
encendidas arterias de un artefacto
pirotécnico, animado de una diabólica y
rasante fuerza, iba a deshacer los
flancos de una loma.
Todos se quedaron estáticos. La
verdad se ponía de golpe, por encima de
lo imaginable. Aquello estaba más allá
de la incredulidad de los pesimistas, de
la ironía de los detractores de la
Empresa de Irrigación. Un chorro de
agua, científicamente encadenado, había
bastado en ese momento para vindicar el
proyecto de aquellas obras gigantescas,
combatido por los mismos a quienes iba
a favorecer y desacreditado por quienes
estaban comiendo a costa de ella.
El reservorio iba a ser al fin una
realidad. Las grandes y yermas pampas
de allá abajo iban a recibir por primera
vez, después de la conquista, el líquido
bienhechor y a convertirse en centro de
vida y riqueza.
Rabines, absorbido hasta entonces
por la contemplación de una de las
damas del Buick, en la cual reconociera
a su ex amante, volvió también los ojos
al fascinante espectáculo y quedó más
asombrado que todos aún.
El crepitar del chorro recordó de
golpe otro crepitar, oído antes entre las
quebradas y riscos de la sierra andina:
el de esas maquinitas infernales, con que
las fuerzas debeladoras del movimiento
benelista les habían perseguido,
inexorables, durante varios días,
rociándoles los caminos de plomo,
desmoronando los riscos que les servían
de parapetos, destripando las fajinas,
podando las copas de los árboles
protectores, acribillando los cuerpos de
sus camaradas, ya heridos o muertos,
hasta dejarlos convertidos en
sanguinolentas piltrafas humanas…
Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac…
Sentía revivir en sus oídos el odioso
martilleo de las ametralladoras. Pero el
de ahora no era igual. No era ya la
muerte que golpeaba así, la que al
redoble de su fúnebre tambor segaba las
más floridas mieses de una revolución.
Éste era distinto, como el piafar de un
potro indómito, y, en vez de muerte, era
vida lo que salía de sus entrañas. Tac,
tac, tac, tac, tac… Este soplete de agua
era, sin duda, más demoledor. Los
flancos de la loma se iban deshaciendo
como una masa de cera al contacto de un
soplete monstruoso. Los pedrones
saltaban en el aire deshechos,
pulverizados, como una lluvia de arena,
para luego correr, entre oleadas de
fango, por el canal que debían llevarlos
a algunos kilómetros de distancia, a
sedimentarse y petrificarse otra vez, al
servicio de una fuerza más poderosa
todavía que la que los llevara hasta allí:
la de la inteligencia humana.
Un estallido de aplausos, como una
válvula de escape, saludó al fin el feliz
éxito de la maniobra. Las mujeres,
empinadas sobre el fondo de los autos,
hacían coro, retozonas y parleras. Una,
particularmente, era la que más se
esforzaba por sobresalir en estas
manifestaciones entusiastas. Alta,
soberbia, como una diosa, atrayente,
excitante, quizá por su mismo estado de
gravidez, con la sombrilla abierta y en
alto, como una cúpula sobre una
catedral, fluía de sus ojos una orgullosa
alegría de maternidad, y de su boca, una
incitante crispatura.
De repente, la mirada de ella y la de
Rabines se encontraron. ¡Dios de Dios,
qué choque! «¿Conque estabas vivo? --
parecían decir los de ella—. ¡Y yo que
te creía por muerto! ¿Pero cómo se te ha
ocurrido venir por acá? ¿No sabes que
una indiscreción podía costarte la vida?
¿Que ignoras que estoy ya casada, y que
éste que está a mi lado es mi marido?
Todo ha terminado, pues, entre nosotros.
Porque supongo que tú no estarás aquí
por mí, para fastidiarme y echarme a
perder mi bienestar. Si así fuera, ya
sabes que yo me parezco un poco a ti,
que soy de tu misma madera y que
tampoco sé perdonar cuando llega el
caso. Una palabra mía puede
precipitarte quién sabe dónde. ¡Lárgate!
Que no vuelva a verte por aquí y menos
en mi camino».
Y los de él: «Ya sé que eres mujer
de ése; que estás casada; que eres
señora de automóvil y que estás
orgullosa de tu preñez. Con lo que has
puesto una muralla entre los dos. No era
preciso tanto. Bastaba mi desprecio.
Pero como yo no sé perdonar, porque
para eso soy quien soy, prepárate, que
he venido a pedirte estrecha cuenta».
Este diálogo, aunque rápido y
agresivo como el choque de dos espadas
en duelo, fue suficiente para que ambos
comprendieran lo que podían esperar
uno de otro. Pero Doralisa, confiada
seguramente en su posición, crecida en
su soberbia de mujer admirada y feliz,
dominándose, respondió a la actitud
retadora de Rabines con una carcajada
intempestiva, burlona, flagelante, cuya
intención sólo él pudo comprender.
«¡Ah, perra! —pensó él—, ¡conque
me desafías! Bien, recojo el guante.
Pero no es en ti sola en quien voy a
descargar el golpe; será en los dos; en ti
y en tu marido, ese bobo, con cara de
cornudo inconfundible. ¡Ya lo verás!».
Pero en esta vez Doralisa ya no se
rió. La mirada de Rabines la había
asustado y sacudido hasta lo más hondo.
Comenzó a sentir miedo. Se vio de
pronto perseguida y en manos de este
hombre, que jamás supo perdonar; que
jugó siempre con la vida de los hombres
y el corazón de las mujeres. ¿Cómo
desprenderse de él? El único remedio
estaba en la denuncia, y era ella la única
que podía hacerlo, que debía hacerlo,
para completa seguridad suya.
La idea fatal comenzó a darle
vueltas en el cerebro. Sí, no; sí, no; sí,
no… El sí salió al fin triunfante. Un sí
lleno de egoísmo, de miedo, que iba
agrandándose hasta convertirse en
terror. Un sí que era comodidad, suerte,
bienestar; el tranquilo advenimiento del
hijo que llevaba en las entrañas; la
expectativa del hogar propio y de la
fortuna; el encumbramiento social y
económico. Mientras que con el no, que
equivalía a ese hombre que estaba ahí al
frente, ¿qué?…
Era, pues, tontería y peligroso callar.
Inclinose repentinamente sobre su
marido y señalándole con discreción a
Rabines, murmuró:
—¿Sabes quién es ese que está ahí?
Juan Rabines, uno de los tenientes de
Benel. ¿A qué habrá venido? ¿No crees
tú que puede comprometerte por haberle
recibido y dado trabajo?
El ingeniero se quedó un poco
perplejo.
—¿Has dicho Juan Rabines? Yo lo
he recibido como Juan Carpio y por tal
lo tienen todos. ¿De dónde lo conoces
tú?
—Recuerdo haberlo visto en Chota y
en Santa Cruz alguna vez… Es ahí muy
conocido como tocador de guitarra.
—Si es así no hay más que hacerlo
tomar preso. Ahora mismo puedo dar la
orden…
—Espera, hijo; no te precipites.
Procura no aparecer tú como el delator.
Sería un poco feo.
Rabines, que no había dejado de
observar a la pareja, y que por las
miradas que disimuladamente le dirigía,
presintiera que algo muy grave se
tramaba contra él, sofocando la cólera
que pugnaba por salirle a la cara en
forma retadora, y arrastrado por un loco
y desesperado pensamiento, exclamó,
acercándose al capataz Crisóstomo:
—Dame el pitón y retírate.
—No, hombre. Vaya a molestarse
don Ricardo, que, a lo que parece, nos
está viendo.
—¡Qué Ricardo ni qué demonios!
Aquí mando yo.
Y mientras con una mano empuñaba
Rabines el pitón, con la otra hacía rodar
por el suelo al asombrado capataz. En
seguida, apuntando resueltamente al
Buick, decapitó de un pitonazo de agua
al ingeniero, que se derrumbó como un
tronco. Doralisa, despavorida, levantó
los brazos como impetrando perdón,
pero otro pitonazo la tiró de espaldas,
despatarrada, mostrando indiscretamente
toda su preñez a las miradas atónitas del
público, que no se daba cuenta de esta
trágica variación de la escena. La pobre
mujer intentó levantarse, pero el chorro
implacable no se lo permitió. Los ojos
de Rabines, buscándole el vientre, le
apuntaron ahí y la infeliz comenzó a
deshacerse y precipitarse junto con el
destrozado automóvil, al fondo de la
quebrada, convertida en una masa
mucilaginosa y sangrienta.
—¡Bárbaro! ¿Qué has hecho? --
interrogó Crisóstomo, intentando
arrebatarle el pitón.
—Lo que debía hacer. Yo soy Juan
Rabines y Juan Rabines no perdona.
Y arrojando al suelo el pitón,
añadió:
—Aquí estoy. Pueden cogerme y
consumirme en la cárcel, o pegarme
cuatro tiros, que sería mejor…
A José Vasconcelos
I
Rotas ya las negociaciones con el
montonero Benel, un fuerte destacamento
de tropas, compuesto en su mayor parte
de paisanos, muchos de ellos enemigos
del famoso cabecilla, cayó sobre él en
Chipuluc, desbaratándole y
ametrallándole sin piedad.
Brava gente esta de Benel y más que
brava, escurridiza, matrera, de mucha
alicantina y forjada al golpe de los
infortunios y de la lucha, de esa vida que
no deja dormir más que con un solo ojo,
y que enseña a bastarse a sí mismo y a
confiarlo todo a las armas.
Cada hombre de éstos, al igual de su
jefe tenía la intuición de la maniobra y
la soberbia de su independencia.
Muchos de ellos se habían afiliado a la
banda por mero gusto, por sport, por
simpatía al hombre que los encabezaba
más que por comprensión del principio
que sostenía.
No obstante lo estratégico de la
posesión, la derrota había sobrevenido.
Y lo peor no era esto, sino la
victimación del jefe en momentos que,
arrastrándose acribillado de heridas,
buscaba un refugio en la selva. Ni
esperanzas, pues, de reacción, de
resurgimiento, de vuelta a la vida
montoneril, de entradas y salidas por
pueblos y aldeas, bajo el vitoreo de los
simpatizantes con la causa y de las
sonrisas de las mozas garridas y
querendonas.
Todo se derrumbaba de repente,
todo, por la fuerza de la fuerza y al
crepitar siniestro de las ametralladoras
—esas maquinitas pedorreras— como
tan gráfica y burlonamente las llamaban
montoneros y paisanos. La visión del
triunfo y la expectativa de una cuantiosa
indemnización, columbradas desde
varios meses atrás, se desvanecían entre
estertores de muerte y charcos de
preciosa sangre fraterna.
Entre estos derrotados, el que más
dolorido se sentía por el desastre era el
mozo Juan Rabines, enrolado en la gente
de Benel con la más sana intención de
hacer la felicidad de la patria, pero
haciendo antes, por supuesto, la suya.
Para eso había contribuido a la rebelión
con algunos hombres, escogidos entre el
bandolerismo, gente pronta para el
asalto, la emboscada, el avance o la
fuga.
También lo había llevado un poco de
entusiasmo novelesco, de rebeldía
innata, atávica, transmitida por la sangre
de diez generaciones de hombres
turbulentos y combativos,
indisciplinados y cerriles, eternamente
afiebrados de pasión y excitados por el
espectáculo de la tragedia.
Un chotano, un buen chotano, no
podía permanecer indiferente ante una
rebeldía, fuera la que fuera. Y en el caso
de Benel la vacilación habría sido para
él una deshonra. No sólo se trataba del
paisano, sino del patrón, del buen don
Eleodoro, quien más de una vez había
sabido sacarle de apuros por una
puñadita de primera intención,
amparándole en «El Triunfo»,
sentándole a su mesa y dándole tierras y
dinero para trabajarlas, hasta que los
edictos —esa indiscreta y odiosa
manera de llamar a la gente que tiene la
justicia— se cansaban de mentarle el
nombre.
¿Cómo no lo iba a seguir, sobre
todo, cuando en esta vez estaba de por
medio el nombre del doctor, de don
Arturo, el ilustre paisano, quien, de
repente, sin decir allá va, había caído
entre ellos, bizarro y optimista? Un
chotano puede vivir con todos sus
paisanos en perpetua guerra dentro de su
pueblo, que ésta es la ley de la
caballería chotanesca desde que Chota
es Chota; pero fuera de él, nunca, porque
la voz del paisanaje está por encima del
odio y ata más que el amor.
Juan Rabines iba, pues, aquella
mañana, quince días después de la
derrota, en plena renegación, inerme,
para que el fusil no fuera a delatarle,
cubierto con un poncho, prestado por
ahí, para ocultar las desgarraduras de su
traje, y con un largo cuchillo a la
cintura, como única defensa para el caso
de un desagradable encuentro.
Por todas partes iba recogiendo
informaciones poco tranquilizadoras.
Muchos de los prisioneros habían sido
fusilados o rematados en el mismo
campo de acción; la muerte de Benel
estaba ya confirmada y la caza de
dispersos, más que persecución,
continuaba todavía. Como casi todos los
rebeldes tomaran hacia la montaña, con
el fin de internarse en ella y librarse así
de caer en manos de las autoridades,
puestas en acción telegráficamente, él,
Rabines, llevado de un presentimiento,
tomó por el lado contrario, hacia la
costa, pues algo le decía que por esa
ruta la persecución y vigilancia no
habrían de ser tan rigurosas, por lo
mismo que la atención de todos, amigos
y enemigos, estaría fija en esos trágicos
momentos en la serranía y la montaña
cutervinas.
¡Qué viaje el que tuvo entonces que
hacer! Unas horas dentro de los
caminos, otras fuera de ellos, eludiendo
encuentros peligrosos, como el de la
guardia civil, flamante aún en el
servicio y deseosa de hacer méritos. Y
en su marcha a campo traviesa, cortando
quebradas, saltando abismos y ríos
torrentosos, el único guía fue su instinto.
Allí, donde cualquier costeño se hubiera
encontrado sin salida o una falsa pisada
le hubiera precipitado en el vacío, o una
distracción expuéstole a la asechanza o
ataque de alguna alimaña feroz, él había
sabido componérselas y salir triunfante
de su habilidad, de su fuerza, lleno de un
creciente optimismo, a medida que el
olor de las tierras bajas se le iba
haciendo más sensible y penetrante.
Jamás había pasado de Santa Cruz,
adonde fuera en más de una ocasión,
atraído por la celebrada belleza de sus
mujeres y la dulzura del clima. Porque
Rabines, como buen guitarrista y amigo
de aventuras amorosas, casi no había
dejado pueblo de Cutervo ni de su
provincia sin darles a conocer su
abaritonada voz y su habilidad musical,
su porte seductor y sus arrestos
tenorinos. Él era quien había hecho
famosa, a fuerza de irla repitiendo en
todas partes, aquella copla de su
invención, que tan bien le retrataba de
alma y cuerpo:
Con corona o sin corona,
con buenos o malos fines,
quien se la hace a Juan Rabines,
Rabines no le perdona.
Y la copla la iba repitiendo aquella
mañana mentalmente. Desde la noche, al
rodear los aledaños del mentado pueblo
—donde la prudencia no le dejó entrar
—, cuna de la mujer que había sabido
sujetarle y con la cual se uniera
libremente hacía apenas dos años.
¿Dónde estaría ella, la muy deseada, en
aquellos instantes? ¿Por qué no la
encontraría en La Samana el propio que
le mandó del campamento, días antes del
combate de Chipuluc? ¿Se habría
decidido a volver a Santa Cruz, donde
su familia, para librarse de las tropelías
de la soldadesca y de los
contramontoneros comenzadas contra
los allegados de los benelistas,
particularmente contra sus hogares y sus
mujeres? ¿Dónde estaría refugiada?
Había combatido la última vez con
esta interrogación colgada de los labios,
receloso, inquieto, disparando
rabiosamente el rifle, esperanzado en el
triunfo, más que por sus resultados, por
el deseo de volver al lado de ella,
aunque fuera por unos días, y poderle
desvanecer así la inquietud que
comenzaba a torturarle.
Marchaba despeado, con el talego
de fiambre enteramente vacío y una sed
que comenzaba a morderle las entrañas.
Casi no había dormido en la noche,
sacudido de rato en rato por las
trepidaciones de los autos, que, desde su
escondrijo, veía pasar agujereando
sombras, levantando oleadas de
abrillantado polvo, sembrando de
graznidos el silencio solemne de las
alturas y luciendo por largo espacio el
rubí de sus linternas traseras.
Desfile interminable… inacabable.
Unas veces eran tres o cuatro autos en
convoy los que pasaban; otras, uno solo;
pero todos, al parecer, urgidos,
deseosos de llegar adonde iban. Hubo
un momento en que uno de ellos se
detuvo casi frente a su abrigo y creyó oír
una vez autoritaria que preguntaba algo y
otra que respondía respetuosamente y
luego ver, entre los conos de luz
proyectados por el auto, sables y
galones militares.
Inmediatamente comprendió lo que
aquel desfile significaba. Un refuerzo de
tropas gobiernistas. Soldados, soldados
y más soldados… El comando de allá
abajo no creía suficiente los que había
echado tras del infortunado guerrillero.
¿Y para qué…? ¿Qué, ignoraban todavía
lo que se había hecho con él en las
inmediaciones de Chipuluc? ¿O se temía
algún levantamiento en alguna parte?
¿Tal vez si don Arturo… o quizá si todo
lo que había ido recogiendo sobre Benel
durante su largo peregrinaje era falso?
Pero no, no podía ser. En la cara de
todos los poblanos y campesinos había
leído la verdad, toda la terrible verdad.
En casi todos ellos un dejo de tristeza,
una protesta muda, una sombra de
inquietud, una decepción…
Caminó todavía media hora más por
las alturas, fuera de camino,
bordeándolo, hasta que al fin se resolvió
a descender a la carretera, la cual
columbrara desde el amanecer y parecía
invitarle a bajar. Pero apenas había
empezado a saborear el placer de
caminar por ella y a sentir extrañas
sensaciones en sus pies serranos,
cuando, a la vuelta de una curva, un
estallido de voces y risotadas le detuvo.
Intentó retroceder y ocultarse, pero
alguien, desde un camión, que se hallaba
plantado en media carretera, le gritó:
—Oiga, amigo, acérquese y denos
una manita, que el carro se nos ha
plantao.
—Bueno, allá voy.
Y Rabines se acercó confiadamente
y ayudó. Una rueda del camión se había
salido, al describir una cerrada curva,
del lomo de la pista, quedando casi al
aire. Una vuelta más y los seis hombres
que llevaba el camión habrían rodado
con él hasta el fondo del abismo.
—Hemos estado de suerte —dijo
uno de ellos—. Ya te decía, Crisóstomo,
que todo sale malo en día trece. Ahora
falta que no podamos llegar a tiempo al
túnel y el ingeniero nos eche una raspa.
—Pa lo que a mí me importa --
respondió el llamado Crisóstomo, un
zambo fornido y que parecía ser el jefe
de ellos—. Con tal que estemos allá
antes de las nueve…
Rabines se aventuró a terciar en la
conversación:
—¿Que no son las nueve todavía?
Yo hubiera creído que ya estábamos en
ellas o, cuando menos, cerca…
—Apenas hará media hora que
salimos del campamento, y cuando
salimos, el jefe que nos despachó dijo:
«Bueno, son las siete y media. A las
nueve estarán allá descansadamente».
—¿Y usté de dónde viene, amigo?
—preguntó el Crisóstomo.
—De arriba, de Santa Cruz.
—¿Es usté deay?
—De más allacito.
—¿No se ha encontrado usté por ay
con la fuerza?
—Toda la noche han estao pasando
por el costao de mi rancho carros y más
carros, llenos de tropa, que no nos han
dejado dormir bien.
—Una tontería —intervino otro—.
Ya Benel huele a difunto. Le han
destrosao toda su gente y a él le han
metido cuatro tiros y le han dejado por
ay tirao para que se lo coman los
gallinazos, según dicen, que a mí no me
consta. ¡Sonso! ¿Pa qué se dejó
acorralar?
—Si no es indiscreción, ¿puede
saberse, amigo, dónde va usté? —volvió
a interrogar Crisóstomo.
A Rabines no le supo bien la
pregunta. En otro momento y en otro
lugar le habría respondido con un «qué
le importa a usted», pero como no
quería hacerse sospechoso y, de otro
lado, la franqueza de esta gente le
inspiraba confianza, contestó:
—Ni yo mismo lo sé. ¡Psh! Como
todo anda por allá arriba mal y la gente
sin trabajo, espantada por los de Benel,
me he venido a buscarlo por acá. ¿No
habría para mí un lugarcito entre
ustedes?
—Ya lo creo que sí. Precisamente
son hombres los que necesitamos. Suba
al carro con nosotros y véngase, que yo
lo presentaré al ingeniero.
Rabines aceptó y después de
encaramarse en el camión y devorar
unos cuantos trozos de tasajo, que uno
de los trabajadores le brindara, dijo,
poniéndose a tono de la alegría general:
—¿No hay por ahí un poco de agua?
—¡Tan temprano! —murmuró el
chofer—. Como no sea de la que
llevamos pa’l refrigerador… Si gusta de
ésa…
Rabines, sin preocuparse de la
ironía de la respuesta, y de las bromas
de sus flamantes compañeros, cogió la
lata que le pasaba el chofer, quitole los
tapones y levantándola en alarde de
fuerza hasta la altura de su boca, vertió
sobre ella un chorro de agua fresca y
cristalina.
Todos aplaudieron íntimamente esta
muestra de sencillez y vigor del
simpático mozo, a la vez que empezaron
a sentir por él estimación y respeto.
—¡Muy bien, requetebién! --
exclamó el capataz Crisóstomo—. Si
alguna vez hace usté esto delante de
míster Sutton, capaz de mandarle a su
tierra pa que boxee.
—O pa que maneje el monitor que
van a estrenar dentro de poco.
Rabines sonrió, sin pagarse mucho
de la alabanza, limitándose a decir, con
profundo sentido filosófico:
—¡Para lo que sirven hoy las manos
habiendo tantas cosas con qué
defenderse y matar rápidamente!…
II
A los quince días el cholo Juan,
como acabaron por llamar todos en el
campamento a Rabines, sin preocuparse
de su apelativo, que él —por una razón
muy explicable—, sustituyera por el de
Carpio, se había convertido en el
trabajador más estimado y popular de
Carhuaquero. Hacía todo con una
diligencia extrema y una habilidad muy
particular.
Mientras la mayor parte de los otros
peones serranos sacaban apenas una
tarea al día, murrientos, nostálgicos, con
las miradas pegadas a las cumbres de
los cerros que circundaban el valle, él,
alegre y decidor, sacaba tres cada dos y
a veces hasta cuatro, vertiendo sobre el
duro prosaísmo de los picos y las
palanas toda la poesía de las canciones
y tristes del folklore chotano y
cutervino.
Pero esta alegría de Juan Rabines,
bien observada, no era más que un
disimulo, careta tras de la cual ocultaba
una pena más honda que las
excavaciones que hacían aquellos
hombres en las peñas y canales. Tenía el
orgullo de su dolor, la soberbia de su
silencio y la fe de que al fin habrían de
volver para él mejores días.
¿Para qué, pues, hacer pública la
pena que le ahogaba? ¿Para qué perder
tiempo en contarle a los compañeros lo
que éstos no habrían de remediar?
¿Quién de entre ellos hubiera podido
aquilatar su pena y apaciguar toda la
tempestad que hervía en el fondo de su
pecho?
Porque Rabines, desde que llegó a
Carhuaquero, se sentía carcomido por
unos celos horribles. La inquietud se le
había tornado en duda y la duda en
celos. Unos celos brotados de repente,
al despertar una mañana, del fondo de un
sueño y medio recordado entre las
brumosidades de la vigilia. Celos que
iban creciendo a medida que los días
pasaban y la ignorancia sobre la suerte
de su querida se hacía más larga y
profunda.
Y es que Juan Rabines, a pesar de la
fogosidad de su pasión, no estaba muy
cegado por ella y menos entontecido.
Sabía por su práctica erótica todo lo que
podía esperar de su amante después de
una larga separación. Era una hembra
«incitadora como el ají», según
expresión propia, y, más que incitadora,
fascinante como una vampiresa. Más
todavía: tenía los tres dones terribles de
la mujer: belleza, gracia y juventud, en
torno de los cuales toda precaución
marital suele a veces ser poca.
¿Cómo pasar inadvertida una mujer
así? ¿No la tendrían asediada ya todos
los mozos de su pueblo, que tanto se la
habían envidiado? ¿No habría sido ya
descubierta por alguno de esos
libertinos de sable, desalmados, que se
habían esparcido por toda la provincia
chotana, a caza de benelistas fugitivos?
¿No la habrían violentado algunos de
ésos y cargado después con ella,
aprisionado, a su vez, por las redes de
sus gracias?
Y ante esta idea dolorosa, el mozo
se sentía a ratos tentado de descubrirse y
gritar: «Este cholo Juan que ven aquí es
el chotano Juan Rabines, el de la copla
famosa, que no sabe perdonar ni tener
miedo. El que sea hombre que me
tome». Luego arrojar la herramienta y
perderse cuesta arriba. Pero pronto
acababa refrenándose. Algo íntimo le
decía que semejante actitud habría sido
tonta, estúpida, y, más que todo inútil…,
que más tardaría en perderse de vista
cuando ya los avisos telefónicos y
telegráficos, como chasquis[*]
diabólicos, habrían propagado la noticia
de su fuga. Un teniente de Benel no era
cosa despreciable en esos instantes de
expectativa pública. Su captura podía
ser hasta motivo de ascenso.
No; no era hora de huir todavía, de
eclipsarse, de tornar a la añorada tierra,
a esa Samana de sus amores, para darse
el gusto de saldar algunas cuentas, que
indudablemente le habrían abierto
durante su ausencia. Él, como buen
pagador, no gustaba quedarse con nada
de nadie. Cobrar y pagar fueron siempre
las dos grandes preocupaciones de su
vida, que, aunque corta, era ya larga en
episodios de sangre, lides amorosas,
persecuciones judiciales, aventuras
montoneriles, levantadas y caídas.
Y la primera de las cuentas que
había de cobrar sería seguramente la que
alguno le había abierto a costa de su
honra, de su crédito de macho que no
supo jamás perdonar una ofensa. ¿Cómo
presentarse en su pueblo y volver a
cantar, al compás de su guitarra, la
famosa copla sin sentirse abrumado de
ironía y azotado por la risa zumbona de
todos?
¿Para qué quedaría entonces Juan
Rabines sino para chacota de los
hombres y hazmerreír de las mujeres?
Habría sido una imperdonable necedad
descubrirse. Se reconvino a sí mismo, se
dirigió frases despectivas por sus
asomos de flaqueza, comparó su
presente y su pasado, hizo de ellos un
balance y el saldo favoreció su varonía.
Hasta ese momento podía jactarse de
haber sido siempre un hombre. Había,
pues, que seguir siéndolo; someterse a
las circunstancias, al destino, que tan
oportunamente le había facilitado la
manera de esquivar la persecución y
procurarle un honrado medio de vida.
Trabajar no era malo, tal vez si
mejor que pasarse una noche aquí y una
noche allá, con la vihuela bajo el brazo,
o el caballo entre las piernas, de guarda
espaldas del patrón Eleodoro,
concitándose la envidia de los mismos
compañeros de aventuras y oyendo las
amargas recriminaciones de las mujeres
burladas. El trabajo era un dulce
sedativo del pesar y el mejor refrenador
de la impaciencia. Trabajando se
pasaban raudos los días. Se veía
amanecer el sol por un lado y cuando
menos se pensaba ya estaba en el
opuesto, pálido, agonizante, como esos
buenos camaradas que vio caer en torno
suyo en los combates.
Y menos mal la vida en
Carhuaquero. Se trataba bien al
trabajador; se le pagaba semanalmente,
sin esos descuentos leoninos de las
haciendas andinas. Tantas tareas, tantos
soles, ni más ni menos. Nada de esperas
ni de enredos a las horas de pago. Cada
cual tenía el derecho de comparar su
libreta con las cuentas del pagador y
reclamar de cualquier equívoco. Y una
vez el dinero en la mano se podía hacer
con él muchas cosas: proveerse de
sabrosas conservas, hacer por ahí alguna
picardía con las mozas de los
alrededores, darse un brinquito a
Chongoyape, para atracarse de guarapo
y piñas, o subir a Carrizal, o bajar a La
Puntilla, a comprar lo que faltaba en el
campamento.
En las noches, tertulia en el galpón,
charlas picarescas, briscán, caída y
limpia, casino, siete y medio y audición
gramofonil. Y brazuelos regordetes y
atezados, alcanzándoles a los jugadores
vasos de gaseosas y butifarras para
alguno a quien la cena no había dejado
satisfecho; fru-fru de faldas
almidonadas; risas femeninas llenas de
malicia y obsequiosidad; chiquillos de
rostros palúdicos, pidiendo algo, entre
llantos y bostezos; perros ladradores,
que olfatean las escandalosas
emanaciones de las ollas, y, por encima
de todo esto, el ruido del motor de la
planta eléctrica taladrando el silencio
nocturno con monótono gorgoriteo.
Un domingo de ésos, Rabines,
estimulado por la paga del día anterior,
que había recibido íntegra, y por la
suerte con que jugara en la noche,
aligerando más de un bolsillo y, más que
todo, por el deseo de averiguar allá
abajo algo de lo que le interesaba, se
resolvió a ir a la gerencia en demanda
de permiso. Su sección no estaba aquel
día de turno y bien podía pasarse el
domingo en otra parte.
—Adelante, Carpio —exclamó la
voz del ingeniero jefe—. ¿Qué le trae
por aquí?
—Permiso, señor, para ir a conocer
Chongoyape en el camión que va a salir
ahora por víveres.
—¡Hum! Como no me lo eche a
perder a usted alguna mala junta…
Chongoyape es peligroso para los mozos
como usted, que se las traen cuando se
ven con la guitarra en la mano y el
bolsillo un poco lleno. Ayer ha recibido
usted su semana íntegra. No salgamos
después con que se me pasó la hora…
—No, señor. Esta misma tarde
estaré de regreso.
—Sí, sí, así dicen todos y después
hay que mandar a requisarlos.
—Soy hombre de palabra.
—Y de otras cosas más, a lo que
parece. Por ahí anda en todas las bocas
una canción traída por usted, un poco
jactanciosa y retadora. Y medio que me
está soliviantando a algunos de los
matoncitos que tenemos en la peonada.
¿Podría usted decirme qué es eso de
«Juan Rabines no perdona»? ¿De dónde
ha sacado usted ese canto?
—De mi tierra, señor; de Santa
Cruz…
—Hombre, no sabía que habían
Rabines en Santa Cruz. Yo he estado allí
hace poco y no he tropezado con ningún
sujeto de este apellido. Y cuidado que
conozco a casi toda su gente visible.
—Es natural, señor, porque la copla
no es santacruceña sino chotana.
—¡Ah, acabáramos!… ¡Buenos
demonios son esos chotanos! Pero creo
que con la felpa que les acaban de dar
no les va a quedar ganitas de volver por
otra. Bueno, puede usted ir y ojalá,
repito, que no sea para quedarse.
Rabines giró sobre los talones un
poco militarmente, y cuando ya se
preparaba a salir oyó una voz que decía
desde adentro:
—Ricardo, ¿no querrías hacer un
viajecito a Santa Cruz? El día está como
para una excursión.
—Bueno; iremos. Prepárate…
Rabines no acabó de girar. Quedose
medio contorsionado, en suspenso, lleno
el rostro, al eco de esa voz, de una
extraña interrogación y cogido por un
súbito y mordiente deseo de curiosidad.
El ingeniero levantó la cabeza y al
verle en esta actitud le interrogó:
—¿Quería usted alguna otra cosa?
—No, nada…
Y recobrando un poco su dominio,
salió el mozo enfurruñado moviendo
dubitativamente la cabeza.
III
El eco de esa voz había perturbado
profundamente a Rabines desde ese día.
Se quedó sin hacer el viaje a
Chongoyape y todo aquel domingo lo
dedicó a atisbar el chalet de la gerencia
desde el rancho de Crisóstomo,
esperando ver bajar por la escalinata al
ingeniero don Ricardo y a la mujer que
le invitara a ir a Santa Cruz. Pero ni la
pareja ni el automóvil, que debía venir
por ella, aparecieron por ninguna parte.
¿Habrían desistido de la excursión?
¿Se habría dañado el auto? Ya al
mediodía, cansado de esperar, se atrevió
a decir, fingiendo indiferencia, al tiempo
de sentarse a almorzar, invitado por los
dueños del rancho:
—No he visto salir en toda la
mañana al jefe, sin embargo de haberle
oído decir que estaba de excursión a
Santa Cruz, en compañía, a lo que
parece, de una señora.
—Habrán salido por atrás --
murmuró la mujer de Crisóstomo,
mientras éste, acabando de deglutir un
suculento bocado, añadía:
—Por aquí no sale nunca con la
mujer. Como la tiene medio de
tapadito…
—¿Qué, no es casado? —interrogó
Rabines.
—Detrás de la iglesia —respondió
el capataz—. Pero ya acabarán por
unirse como Dios manda. La moza es
muy apreciable. Tiene unos andares y
una manera de reír que tiene revolados a
todos los demás ingenieros. Y si no se
casa y se la lleva pa allá abajo, no sé
qué va a pasar aquí cualquier día. Es
una tentación la tal santacruceñita.
—¡Cómo te has fijado en todo eso,
zamarro! —gruñó bromeando la mujer
de Crisóstomo.
—Hombre, pa qué son los ojos.
Aunque mujeres así no sean del comer
de uno, no por eso va uno a dejar de
mirarlas. El mirar ni quita ni da, como
dice el dicho. ¿No es verdad, Juan?
Rabines se había tornado pensativo
con lo de santacruceñita. ¿Conque ya no
era sólo la voz la que le había hecho
recelar? Era también la procedencia
nativa de aquella misteriosa mujer.
—¿Y desde cuándo la tiene por acá?
—inquirió Rabines, atragantándosele un
poco la pregunta al pronunciar el «la
tiene».
—No hace mucho —respondió el
capataz—. Creo que apenas hará un mes.
Están en plena luna de miel…
—Has dicho que es santacruceña.
¿Entonces la ha traído de por allá?
—Así parece. Se la encontró, como
dicen, en una de sus excursiones don
Ricardo. Estaba huachita[*] y medio
desconsolada por la pérdida de su
tráido, que era de los de Benel. ¿Te
acuerdas, Marco, de lo que dijo aquel
oficial que pasó por aquí el otro día, al
ver a la serranita con don Ricardo,
recortada en la baranda del corredor?
—¡Cómo no me voacordar, hombre!
«¡Ah, por acá estaba ésta! Me se
escapó… Me la enseñaron como mujer
de uno de los tenientes de Benel y
cuando me preparaba a llevármela como
botín, llegó un pelotón de esos
bebedores de gasolina del gringo Sutton
y me se interpuso cuando ya tenía toda
mi batería enfilada. Pero puede ser que
yo vuelva por acá y entonces…».
Rabines no terminó de almorzar. Los
datos no podían ser más concluyentes.
¿Quién de los tenientes de don
Eleodoro, fuera de él, podía jactarse de
tener una mujer capaz de revolverle el
seso a todo el mundo? Las otras eran
unas cholas de poco más o menos.
Motosas, chapudas[*] escandalosamente,
bastas, sumisas como perros, más
adecuadas para fregar que para hacer
una caricia. Las tenía bien conocidas a
todas. Y luego, que ninguna de ellas era
santacruceña; chotanas, celendinas,
cutervinas; de las quebradas, de los
montes, de las punas…
La suya no era así. Sabía lo que era
moda en el vestir, ni más ni menos que
las señoritas de la ciudad; lo que era un
jazz, un tango, un one. Por eso,
precisamente, se había enamorado de
ella. Las otras habían llegado ya a
hartarle. Tolerantes, pacientes, rutineras,
mecánicas; incapaces de reaccionar ante
los despotismos maritales, sumisas a los
golpes, semejantes en sus protestas a las
llamas, que se echan cuando se les
recarga el paso y sólo se levantan
cuando las aligeran de él. La suya no;
ésta se atrevía a mirar de frente a
Rabines cuando se extralimitaba en su
conducta hogareña o intentaba volver a
su vida licenciosa.
Una brava y fuerte mujer, que supo,
desde el primer día, infundirle cierto
respeto por la unión libre y despertarle
ambiciones no sentidas hasta entonces.
Ella fue la que le empujó a seguir al
valiente e indómito montonero, a jugarse
sobre el tapete de una revolución su
vida y patrimonio, para ver si así
lograba aumentar éste y colocarse los
dos en situación de vida holgada y
espectable.
Pero todo esto se había derrumbado
de repente, más que por obra de los
hombres a quienes había combatido, por
obra de la mujer que lo había inducido a
ello. Porque era indudable que la mujer
a quien se había referido la del capataz
Crisóstomo era la suya.
Caída la tarde se retiró de su
atisbadero, afiebrado, como si la kola[*]
que había estado bebiendo se le hubiese
convertido en un tóxico. «Están en plena
luna de miel», se iba repitiendo. ¡En
plena luna de miel!… ¿De cuántas lunas
de miel sería capaz esta mujer? ¿Cómo
podía estar en pleno goce de otra cuando
al dejarla, no hacía mucho, se había
llevado la sensación de que la de ellos
no se había acabado todavía?
¿Era así como esta mujer sabía
amar? ¿Era así como le guardaba la
fidelidad que tanto le había prometido,
espontáneamente, al separarse y
estimaba el sacrificio de su rebeldía? Y
tras de este pensamiento martirizador
surgió el otro, el de sus horas de
celosidad, de cólera, de pasión que le
hacían empuñar la guitarra y lanzarse en
son de reto por las calles pueblerinas,
cantando en cada puerta, donde el odio o
el amor le había arrastrado, la canción
de la copla famosa; poniendo en el
verso final toda la intención de su
espíritu combativo y la pujanza de su
pecho de atleta.
Quien se la hace a Juan Rabines,
Rabines no le perdona…
Si ella se la había hecho ya y se la
estaba haciendo en esos momentos,
¿cómo la iba a perdonar, por mucho que
fuera el amor que le tuviese? ¿Podía
caber perdón por una acción semejante?
¿Le tendría tal vez por muerto en el
combate de Chipuluc o fusilado entre los
prisioneros? Y suponiendo que así fuera,
¿era así como su corazón guardaba luto
por él y respetaba su memoria?
¿Qué estarían diciendo en aquel
momento, allá arriba, de los dos, de él
principalmente, cuyo paradero se
ignoraba, pero a quien no podía haberse
dado todavía por muerto, puesto que no
se le había identificado, y de ella, que
tan a raíz del desastroso final de la
revuelta benelista, desapareciera,
dejando a todos entregados a maliciosas
conjeturas?
Las risotadas con que sus
compañeros celebraban en el tambo[*]
los chistes y las pullas le sacaron de su
abstracción, haciéndolo detenerse.
—¿Qué te pasa, cholo Juan? Traes
una cara de viernes santo. Es la primera
vez que te vemos así.
—Algo que a ninguno de ustedes le
importa: cada uno tiene su procesión por
dentro. ¿O es que ustedes creen que yo
no tengo en qué pensar?
—¡No seas tan mala gracia, cholo!
Si tienes penas, dilas, que las penas
comunicándolas se alivian…
—No siempre. Hay unas que no se
pueden decir porque al decirlas ahogan.
Lo mejor es darle tiempo al tiempo.
—«Al tiempo le pido tiempo y el
tiempo no me lo da», como dice el
cantar —añadió uno por ahí.
—¿No sería mejor —agregó otro--
que empuñaras, Carpio, la vihuela y nos
cantaras un poco?…
—No me siento bien. Se me ha
cerrado el pecho de repente. Y luego,
¿para qué cantar, si ya les tengo cantado
todo lo que sé?
—Verdad, pero la canción esa de
Juan Rabines no nos cansa nunca. Y yo,
por mi parte, estoy empeñado en
aprenderte no sólo la letra, sino en
cogerte el modo de cantarla. Parece,
cuando la cantas, que tú mismo fueras el
Juan Rabines.
El chotano se estremeció y una
amarga sonrisa le emergió a los labios.
—¿Conque les parezco Juan
Rabines? Pues para parecerme más
alcáncenme una guitarra.
Más tardó en decir esto el mozo que
en aparecer por entre la rueda de la
peonada el instrumento pedido. Cogiole
Rabines y después de revisarlo y
trastearlo, exclamó:
—Lo de siempre. Toda mala guitarra
es así: muchos cintajos en la cabeza y
muchos adornos en el pecho y a la hora
de sonar, pesada y sorda.
—Como ciertas mujeres —añadió
alguien, mirando de reojo a la que tenía
al lado.
—Y así no dejan de gustarte todas,
bocatán —respondió la aludida.
—¿Te quieres callar, Toribia? --
gruñó uno de los obreros, con aire
marital.
La llamada Toribia, dándole un
codazo y una disimulada torcida de ojos
al que la había satirizado, murmuró por
lo bajo:
—Ya ves, bandido, a lo que expones
a una mujer de vergüenza, a que la
reprienda a uno el hombre delante de los
cristianos.
Un rasgueo, algo brusco, le puso fin
al barullo de frases con que se
tiroteaban aquellos hombres, a propósito
del comentario de Rabines sobre la
guitarra: rasgueo con el cual parecía
haberles querido decir: «Bueno, basta, a
callarse, que soy yo quien va a tocar».
Silencio profundo; atención
hiperestésica; ojos de todos los matices,
clavados como puñales en la broncínea
figura del guitarrista; mujeres de bocas
entreabiertas y anhelantes y senos
umbrosos y elásticos, como gaitas, a
cuyos largos pezones estaban prendidos
varias criaturas de pecho, tocando su
monótona canción de vida; humo de
cigarrillos baratos, que atosigaba el
ambiente y enrarecía las estrellas que
comenzaban a salir de repente de todos
los escondrijos del día, como cansadas
de esperar…
Y las manos del cholo Juan, como
envanecidas de la admiración con que se
miraba a su dueño, comenzaron a
corresponder a aquélla,
habilidosamente. Del triste
cajamarquino, de acentos semitrágicos y
menos doloridos y lacrimosos, y el
yaraví sureño, pasó a la canción criolla,
a la música de exóticas reminiscencias,
concluyendo al fin, después de agotar el
repertorio, con la consabida canción de
la célebre copla.
Se hallaba ya rematándola con
vibrante lirismo, recalcando con toda la
potencia de su voz el verso aquel de
«Quien se la hace a Juan Rabines…»
cuando por uno de los costados de la
ramada del tambo, apareció claxonante,
pidiendo paso libre, el auto del
ingeniero don Ricardo, de vuelta ya de
la excursión. Dentro de él, recostada con
estudiada indolencia, una mujer,
empaquetada en seda y pieles, emergía
por entre ellas su ovalado rostro de
marfil, embellecido por unos ojos medio
satánicos y angélicos.
Como el auto acortase la velocidad
hasta casi detenerse, todos los que
estaban bajo la ramada pudieron ver
bien a la amartelada pareja.
—¡Qué blanca tan linda! —exclamó
uno de los obreros—. Por una de éstas
me atrevería yo hasta con Juan Rabines,
ese que dices tú, cholo Juan, que no
perdona al que se la hace…
Rabines, mortificado por la
importuna aparición del automóvil, que
de tan intempestivo modo le interrumpía
su cantar, movido, más que por la
curiosidad, por la libidinosa
exclamación del asombrado compañero,
alzó los ojos para ver también y el
asombro suyo fue mayor aún, a pesar de
que desde horas antes, otra extraña
coincidencia le tenía ya preparado el
ánimo para recibir el golpe.
La sangre se le paralizó y su faz
tornose de cobruna en lívida. Intentó
hablar, pero no pudo: la voz se le quedó
enroscada en la garganta. ¡Ah, conque
esa que iba ahí era su mujer, la Doralisa,
esa que en la mañana hablara tan
mimosamente al hombre que iba al lado
suyo!--
¿Qué te pasa, cholo? —volvió la
misma voz a preguntarle—. Parece que
la blanca del ingeniero te ha flechado. Si
es así no tienes más que serenatearla un
poco. Las blancas son caprichosas y ésta
no parece moneda de buena ley.
Todos se volvieron a Rabines y
echaron a reír al verlo estático y con los
ojos fijos en la cola de polvo que dejara
el auto.
—Dice bien, Hermógenes, cholo --
prorrumpió el tambero—. Yo de vos,
con ese físico que te gastas, tocando
como tocas y cantando como cantas, ya
me iba a aguantar una blanquita como
ésa… Por Dios que me la robaba. Para
eso que ni casada es. En estas cosas de
faldas el que es hombre es hombre y el
que puede, puede.
Las palabras del tambero cayeron
sobre Rabines como bofetadas. Quien
hubiera querido burlarse de él en ese
instante no habría dicho nada mejor que
este cúmulo de frases intencionadas y
azuzadoras.
Rabines volvió en sí; tiró la guitarra
sobre una mesa y mirando a todos, de
hito en hito, como un águila que
columbra desde una cumbre un rebaño
de corderillos, exclamó:
—Bueno, muchachos; les agradezco
la intención y, más que todo, el concepto
que tienen de mí. Yo, sin ser Juan
Rabines, pero obligado como buen
chotano a imitarle en todo,
especialmente en lo de las mujeres, les
juro por mi madre que cualquier día de
éstos voy a obsequiarles con algo más
sonado que aquello de llevarse una
mujer de éstas.
Y con la faz un poco asqueada,
concluyó:
—A esa mujer que acaba de pasar la
conozco yo desde Santa Cruz, por eso
me he detenido a mirarla. Está buena
para plato de ingeniero bobo, pero no
para hombres como yo. De ésas hay en
los burdeles de cualquier ciudad, a
libra. Y lo que yo he deseado siempre es
una mujer que sepa guardar bien las
espaldas de su hombre, en todo momento
y morirse de pena cuando a ese hombre
se lo maten. ¿Hay de ésas por aquí?…
Nadie se atrevió a contestarle. Los
hombres se sintieron poseídos de un
extraño respeto por quien así acababa
de hablarles y más de una mujer se
estremeció íntimamente.
IV
Carhuaquero hervía de gente
forastera, no obstante de no ser día
feriado. Los obreros hormigueaban por
todas partes, empujando carretillas,
halando cables de acero, acarreando
haces de herramientas, transportando
cajones, tendiendo tubos de cemento,
disparando golpes de comba sobre los
remaches aflojados de un puentecillo,
piqueteando sobre las entrañas de roca
viva de una estribación y dándoles las
últimas pisoneadas a los senderos del
contorno con un mastodóntico rodillo.
La fiesta, por supuesto, más que para
los habitantes del campamento, era para
los que iban llegando, especialmente
invitados unos y curiosamente atraídos
otros. Todos estaban interesados en ver
el funcionamiento del misterioso
aparato, cuya prueba había dejado
pasmados a los mismos ingenieros que
la presenciaran. Todos querían
cerciorarse de cómo esa cosita
manuable y de tamaño tan ridículo
disolvía los montes y los precipitaba en
forma de aluvión a lejanos puntos.
Si no fuera porque el aparato estaba
ahí a la vista y hasta se le podía tocar,
muchos habrían terminado por creer que
era una invención o cosa de
embrujamiento. En menos de una hora
podía hacer el trabajo de cien hombres
en cien días, con una economía
portentosa. Las piedras, al recibir la
rociada del pequeño monstruo, se
pulverizaban y se diluían entre cataratas
de fango, o saltaban como escupidas por
subterráneas fuerzas. Los obreros que le
habían visto funcionar se sentían
humillados en su orgullo de hombres
jóvenes y vigorosos, y se habrían dado
por felices si algo hubiera hecho
fracasar la exhibición. Porque aquella
maquinita, en buena cuenta, iba a
competir con ellos ventajosamente y a
abaratarles y mermarles el jornal. Al
menos así lo susurraban por lo bajo
contratistas y capataces, temerosos de la
disminución de la demanda de brazos
que presentían.
Una docena de ingenieros, mozos
casi todos, entusiastas, engreídos por la
importancia del trabajo que estaban
realizando, bajo las órdenes de un
semisajón de espíritu dinámico,
comprensivo, infatigable, paternal en
todo, en medio de su disciplina de
soldado, y, más que engreídos,
compenetrados de esa misma
importancia, dictaban sus últimas
disposiciones a los pelotones de
operarios, para luego dirigirse, por
distintas rutas, al sitio destinado a las
familias invitadas a atenderlas, alegres y
corteses.
Desde allí explicaban unos,
pormenorizando, todas las obras
emprendidas por la formidable empresa.
Allá abajo, la planta eléctrica de
centenares de caballos de fuerza, que
daba luz al campamento y la daría más
tarde a algunos pueblos vecinos. Más
allá la represa del Chancay, con sus
compuertas y en el lado opuesto, la
hoyada que iba a servir de reservorio,
con capacidad de cincuenta millones de
metros cúbicos, para la época del
estiaje y uno de cuyos costados debía de
cerrarse con un muro de acarreo,
operación costosa y casi imposible por
medio de los brazos; pero que la
hidráulica y la mecánica tenían ya
resueltos. Y eran éstas las que iban a
transportar hasta allá esas lomas
inútiles, ociosas, desde la formación del
planeta, que alguna vez había que
emplear en servicio del hombre.
El objeto de la invitación era éste:
ver cómo por obra del agua y del
artefacto, que debía estar ahí cubierto
hasta la hora de la ceremonia del
bautizo, aquellos promontorios
terráqueos desaparecían, fundidos por
un chorro potente e incontrastable.
—¿Y cómo se llama el aparato? --
preguntó una de las damas al ingeniero
que hacía la explicación.
—Tiene un nombre un poco
prosaico, pero que dice mucho: monitor.
Es claro que no está hecho para avisar
ni amonestar a nadie —recalcó el
ingeniero—. Como los monitores
marinos, tiene su espolón, y es con él
con el que destruye todo lo que hiere su
formidable chorro.
—Me han dicho que es capaz de
deshacer una casa en un instante.
—No le han exagerado a Ud.,
señora. Es tan potente su chorro que
ningún hombre, por fuerte que sea,
podría cortarle de un hachazo. El hacha
rebotaría.
—¡Por Dios! Es cosa digna de
verse. Me alegro entonces de haber
venido y una vez más les agradezco a
ustedes la invitación.
Rabines fue también de los
concurrentes. No había querido faltar a
esta especie de cita a la curiosidad
departamental. Él más interesado que
nadie puesto que el objetivo suyo no
estaba inspirado en esa curiosidad sino
en un sentimiento íntimo, en un
contenido deseo de venganza. ¿Qué le
podía importar a él esa cosa que había
soliviantado a la gente de todos los
pueblos de la región? Aquella
curiosidad la encontraba un poco
ridícula, impropia de personas que se
tenían por cultas y que miraban a los que
venían de las alturas con mal disimulada
ironía; en el fondo, una novedad, un
pretexto para libar unas cuantas copas
de licor y liarse luego, en parejas
apretadas, a bailar esos bailes
encalabrinantes, más propios de monos
lujuriosos que de seres racionales.
No, él no estaba ahí por eso. Y así
se lo había dicho a la mujer de
Crisóstomo, apenas descendió del
camión delante de su rancho. Tal vez si
acabaría por no ir a ver funcionar otra
maquinita humana, más presuntuosa
todavía, más terrible y destructora que
todas las ideadas por el hombre. Y la
suya, aquel precioso artefacto de carne
marfilina y sedeña, que la suerte puso un
día en sus manos para su tormento,
estaba también entre esa muchedumbre
bulliciosa, al parecer alegre y feliz.
Cinco meses había tenido que
esperar para ver llegar este día. La
suerte había estado jugando con él
durante ese tiempo, desde la tarde
aquella en que su querida le truncara con
un hachazo brutal la copla que, al son de
su guitarra, cantaba, envuelta en lírico
torrente. Una orden, venida de repente,
cuando no se hallaba repuesto aún del
shock que sacudiera su espíritu, hasta
dejarlo sumido en una especie de
inconsciencia, le hizo dejar el
campamento y marchar a otro de allá
abajo, a Huaca de la Cruz, donde
algunas centenas de hombres tasajeaban
la tierra y enmendaban el curso de un
río.
No tuvo más que obedecer. Una
rebeldía le habría puesto en el caso de
ser despedido. Los siniestros planes que
idease durante esa noche, la más larga y
horrible de su vida, tuvieron que
quedarse aplazados y escondidos en lo
más profundo de su ser,
carcomiéndoselo y con la angustia de no
poderlo evitar.
Cuantas veces intentó darse una
escapada a Carhuaquero, tantas tuvo que
desistirse, obstaculizado por algo.
Diríase que una voluntad perversa
jugaba con su deseo, y la vez que pudo
lograrlo su decepción fue más amarga
todavía.
«La señorita, porque ya has de saber
tú que se ha casado con don Ricardo --
le dijo la mujer de Crisóstomo—, está
por allá abajo, en Pimentel, tomando
baños para tonificarse, porque el
embarazo la ha puesto melindrosa. Estas
blancas cuando las empreñan se vuelven
de mírame y no me toques. Cualquiera
cosita las resiente. No son como
nosotras, que así con barriga y todo,
lavamos, cocinamos, cosemos y le
llevamos la comida al marido adonde
esté trabajando; tiramos lampa en la
chacra, si se ofrece, y hasta cortamos
leña. Yo de ti ni me interesaría por saber
de ella, por más que sea tu media
paisana, a no ser que… ¡Dios me
perdone!, iba a decir una cosa…».
Rabines dejó hablar a la Maco y así
fue enterándose de todo lo que había
sucedido durante su ausencia. Del
matrimonio de la señorita apadrinado
por el jefe gringo, allá en Lambayeque,
hacía más de tres meses, con mucha
pompa; de sus idas y venidas al
campamento, generalmente los
domingos: de sus bajadas al tambo, a
charlar con la mujer del tambero y a
tomar antojos y hasta preguntarle por el
cholo Juan Carpio, de quien le habían
dicho que había venido de más allá de
Santa Cruz, de Huambos y que cantaba
una copla muy conocida por ella,
lamentándose de no habérsela oído
cantar.
«Y no sólo se limitó a preguntar por
ti, sino que quiso que te pintaran cómo
eras. La Toribia fue dándole tus señas:
un cholo bien plantao (no te
envanezcas); nariz así, ojos asá, medio
facinerosos; boca regular y sin bigote,
como la de esos gringos del cine,
forzudo, capaz de atravesarle el cuerpo
a un hombre de un cuñaso y con una voz,
cuando está con la guitarra, que le hace
correr a las mujeres culebritas por
todito el cuerpo. ¿Qué más le iba decir?
La blanca se quedó pensativa, con los
ojos medio cerrados, como buscando
algo por dentro y luego de echar un
hondo suspiro, se fue y ya no volvió más
pacá hasta hoy, que la he visto pasar con
su marido, muy peripuesta, y más linda
que nunca. ¡Vaya con la mujer tan
abusivamente provocativa! Hasta a
nosotras, siendo mujeres como somos,
nos tiene medio embobadas. Ya me
explico por qué te tiene a ti medio
revolao. Es decir, lo presumo yo…».
Y a los dos meses de esta
conversación Juan Rabines se hallaba
nuevamente en la cabaña del capataz
Crisóstomo, viendo desde ahí el afluir
de los autos, el desfile de los peatones,
venidos desde los caseríos inmediatos,
el pictórico conjunto de los trajes y
sombrillas de las mujeres, enracimadas
sobre los vehículos, sobre las tapias,
sobre las prominencias que circundaban
el valle. En vano buscaba con la mirada
lo que él ansiaba hallar y ver; ver, sin
ser visto, para que al choque de ese
encuentro, su irrevocable propósito de
venganza cobrara nueva fuerza.
Muchas eran las clases de muerte
que había ideado para aquella mujer. Un
tiro, una puñalada, un accidente
automovilístico hábilmente provocado,
un estrangulamiento en su propio chalet,
junto con el marido, allá en Pimentel; un
secuestro hasta verla morir de hambre y
pidiéndole perdón entre las cuatro
paredes del encierro… Pero todos estos
proyectos caían desvanecidos por las
objeciones que él mismo solía hacerse.
Matar así, como todos, lo mismo que
esos asesinos pasionales que llenaban
las cárceles, le parecía, después de
todo, una tontería. Pero lo cierto era que
tenía que matar; matar al uno o al otro, o
a los dos. Y había que hacerlo como
hombre decidido y hábil, dejándose
libre una puerta de escape, esa que
siempre hay detrás de toda acción audaz,
por riesgosa que sea. Afrontando el
peligro primero y burlando después la
persecución para reaparecer más tarde
en algún punto de su provincia,
recogiendo y levantando la bandera que
dejó su querido jefe.
Si, él tenía que hacer algo sonado
ese día. Para eso había venido, para eso
había esperado cinco meses mortales.
La ocasión tenía que llegar. La ocasión
tiene mucho de mujer, huye cuando se la
persigue y se entrega cuando se la
sorprende. Su corazón le decía que el
momento de las explicaciones y del
desenlace trágico se acercaba. Quizá si
el mismo destino era quién había
preparado aquella fiesta, para ponerlo
en el caso de obrar.
Una voz lo sacó de su abstracción:
—Oiga, Juan; ya es hora que
vayamos a ver. Esa gritería de los autos
es la señal de que míster Sutton ya está
allí. A él no más le estaban esperando…
—Vaya Ud. sola. Yo prefiero
quedarme.
—¡No sea bueno! Tiene Ud. que
acompañarme, ¡hágalo siquiera por mí!
Y la china, medio insinuante, añadió:
—Que no me vean llegar sola, que
siempre es feo, aunque uno sea pobre…
—Allí está Crisóstomo. ¿Que no
viene por Ud.?
—No; me dejó dicho que tan luego
como diera la señal de haber llegado el
gringo me fuera pa allá, porque él va a
manejar el pitón del monitor.
—Pues apúrese entonces… Más
vale sola que mal acompañada.
—No se haga rogar, hombre, que es
feo. ¿Pa qué lo dejó aquí el Crisóstomo,
si no fue para que lo represente, supongo
yo…?
Rabines, sin darse por enterado de
la intención con que le estaba hablando
la china, murmuró:
—Lo han escogido a él para el pitón.
¿Y por qué no habrá sido a mí o a otro?
—Quizá porque se necesita juerza
pa aguantarlo. Sacude, según dice, como
un diablo.
El mozo se quedó mirando a la
Maco, irresoluto, pero ésta, rijosa y
prendada de él desde que lo conoció,
cogiole repentinamente con ambas
manos el rostro y, después de estamparle
en los sensuales labios un sonoro beso,
musitó:
—¡Hazlo por mí, cholo, que después
haré yo por ti lo que tú quieras!… Mira
que si no vas me quedo…
El mozo, entre risueño y enojado,
inhibido por el aura de castidad que
envolvía todo su ser, emanada
posiblemente del estado de arrebato y
absorción espiritual en que le tenía
sumido su único pensamiento, contestó
secamente.
—Le daré gusto, Maco; vamos.
V
Frente a la explanada en que se
habían apostado los autos, entre los que
se distinguía, brillante y con la capota
replegada, el Buick del ingeniero don
Ricardo, aparecía, apuntando
siniestramente, el aparato que se iba a
estrenar aquel día, mezcla de máquina
de guerra y de paz, de obús y de bomba
de riego, sobre cuyos acerados y
bruñidos músculos convergían las
curiosas miradas de los espectadores.
Detrás de esta máquina, como un
gigantesco anélido de grisáceos anillos,
se extendía, trepante, sobre una
empinada cuesta de más de cien metros,
una cañería de más de doce pulgadas,
por la cual había de descender, con
fuerza incontrastable, al descorrido de
una compuerta, el agua de un canal
trazado en las alturas.
El capataz Crisóstomo, atento a la
voz que debía darle el director de la
maniobra, empuñaba el metálico pitón,
listo para aguantar la recia sacudida, y
orgulloso de una elección que le
permitía exhibir la potencia de sus
brazos.
—¡Listo! —gritó una voz.
—¡Listo! —respondió el capataz,
echándose hacia atrás para contrarrestar
la violencia de la sacudida, mientras un
cristalino chorro, crepitante, como las
encendidas arterias de un artefacto
pirotécnico, animado de una diabólica y
rasante fuerza, iba a deshacer los
flancos de una loma.
Todos se quedaron estáticos. La
verdad se ponía de golpe, por encima de
lo imaginable. Aquello estaba más allá
de la incredulidad de los pesimistas, de
la ironía de los detractores de la
Empresa de Irrigación. Un chorro de
agua, científicamente encadenado, había
bastado en ese momento para vindicar el
proyecto de aquellas obras gigantescas,
combatido por los mismos a quienes iba
a favorecer y desacreditado por quienes
estaban comiendo a costa de ella.
El reservorio iba a ser al fin una
realidad. Las grandes y yermas pampas
de allá abajo iban a recibir por primera
vez, después de la conquista, el líquido
bienhechor y a convertirse en centro de
vida y riqueza.
Rabines, absorbido hasta entonces
por la contemplación de una de las
damas del Buick, en la cual reconociera
a su ex amante, volvió también los ojos
al fascinante espectáculo y quedó más
asombrado que todos aún.
El crepitar del chorro recordó de
golpe otro crepitar, oído antes entre las
quebradas y riscos de la sierra andina:
el de esas maquinitas infernales, con que
las fuerzas debeladoras del movimiento
benelista les habían perseguido,
inexorables, durante varios días,
rociándoles los caminos de plomo,
desmoronando los riscos que les servían
de parapetos, destripando las fajinas,
podando las copas de los árboles
protectores, acribillando los cuerpos de
sus camaradas, ya heridos o muertos,
hasta dejarlos convertidos en
sanguinolentas piltrafas humanas…
Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac…
Sentía revivir en sus oídos el odioso
martilleo de las ametralladoras. Pero el
de ahora no era igual. No era ya la
muerte que golpeaba así, la que al
redoble de su fúnebre tambor segaba las
más floridas mieses de una revolución.
Éste era distinto, como el piafar de un
potro indómito, y, en vez de muerte, era
vida lo que salía de sus entrañas. Tac,
tac, tac, tac, tac… Este soplete de agua
era, sin duda, más demoledor. Los
flancos de la loma se iban deshaciendo
como una masa de cera al contacto de un
soplete monstruoso. Los pedrones
saltaban en el aire deshechos,
pulverizados, como una lluvia de arena,
para luego correr, entre oleadas de
fango, por el canal que debían llevarlos
a algunos kilómetros de distancia, a
sedimentarse y petrificarse otra vez, al
servicio de una fuerza más poderosa
todavía que la que los llevara hasta allí:
la de la inteligencia humana.
Un estallido de aplausos, como una
válvula de escape, saludó al fin el feliz
éxito de la maniobra. Las mujeres,
empinadas sobre el fondo de los autos,
hacían coro, retozonas y parleras. Una,
particularmente, era la que más se
esforzaba por sobresalir en estas
manifestaciones entusiastas. Alta,
soberbia, como una diosa, atrayente,
excitante, quizá por su mismo estado de
gravidez, con la sombrilla abierta y en
alto, como una cúpula sobre una
catedral, fluía de sus ojos una orgullosa
alegría de maternidad, y de su boca, una
incitante crispatura.
De repente, la mirada de ella y la de
Rabines se encontraron. ¡Dios de Dios,
qué choque! «¿Conque estabas vivo? --
parecían decir los de ella—. ¡Y yo que
te creía por muerto! ¿Pero cómo se te ha
ocurrido venir por acá? ¿No sabes que
una indiscreción podía costarte la vida?
¿Que ignoras que estoy ya casada, y que
éste que está a mi lado es mi marido?
Todo ha terminado, pues, entre nosotros.
Porque supongo que tú no estarás aquí
por mí, para fastidiarme y echarme a
perder mi bienestar. Si así fuera, ya
sabes que yo me parezco un poco a ti,
que soy de tu misma madera y que
tampoco sé perdonar cuando llega el
caso. Una palabra mía puede
precipitarte quién sabe dónde. ¡Lárgate!
Que no vuelva a verte por aquí y menos
en mi camino».
Y los de él: «Ya sé que eres mujer
de ése; que estás casada; que eres
señora de automóvil y que estás
orgullosa de tu preñez. Con lo que has
puesto una muralla entre los dos. No era
preciso tanto. Bastaba mi desprecio.
Pero como yo no sé perdonar, porque
para eso soy quien soy, prepárate, que
he venido a pedirte estrecha cuenta».
Este diálogo, aunque rápido y
agresivo como el choque de dos espadas
en duelo, fue suficiente para que ambos
comprendieran lo que podían esperar
uno de otro. Pero Doralisa, confiada
seguramente en su posición, crecida en
su soberbia de mujer admirada y feliz,
dominándose, respondió a la actitud
retadora de Rabines con una carcajada
intempestiva, burlona, flagelante, cuya
intención sólo él pudo comprender.
«¡Ah, perra! —pensó él—, ¡conque
me desafías! Bien, recojo el guante.
Pero no es en ti sola en quien voy a
descargar el golpe; será en los dos; en ti
y en tu marido, ese bobo, con cara de
cornudo inconfundible. ¡Ya lo verás!».
Pero en esta vez Doralisa ya no se
rió. La mirada de Rabines la había
asustado y sacudido hasta lo más hondo.
Comenzó a sentir miedo. Se vio de
pronto perseguida y en manos de este
hombre, que jamás supo perdonar; que
jugó siempre con la vida de los hombres
y el corazón de las mujeres. ¿Cómo
desprenderse de él? El único remedio
estaba en la denuncia, y era ella la única
que podía hacerlo, que debía hacerlo,
para completa seguridad suya.
La idea fatal comenzó a darle
vueltas en el cerebro. Sí, no; sí, no; sí,
no… El sí salió al fin triunfante. Un sí
lleno de egoísmo, de miedo, que iba
agrandándose hasta convertirse en
terror. Un sí que era comodidad, suerte,
bienestar; el tranquilo advenimiento del
hijo que llevaba en las entrañas; la
expectativa del hogar propio y de la
fortuna; el encumbramiento social y
económico. Mientras que con el no, que
equivalía a ese hombre que estaba ahí al
frente, ¿qué?…
Era, pues, tontería y peligroso callar.
Inclinose repentinamente sobre su
marido y señalándole con discreción a
Rabines, murmuró:
—¿Sabes quién es ese que está ahí?
Juan Rabines, uno de los tenientes de
Benel. ¿A qué habrá venido? ¿No crees
tú que puede comprometerte por haberle
recibido y dado trabajo?
El ingeniero se quedó un poco
perplejo.
—¿Has dicho Juan Rabines? Yo lo
he recibido como Juan Carpio y por tal
lo tienen todos. ¿De dónde lo conoces
tú?
—Recuerdo haberlo visto en Chota y
en Santa Cruz alguna vez… Es ahí muy
conocido como tocador de guitarra.
—Si es así no hay más que hacerlo
tomar preso. Ahora mismo puedo dar la
orden…
—Espera, hijo; no te precipites.
Procura no aparecer tú como el delator.
Sería un poco feo.
Rabines, que no había dejado de
observar a la pareja, y que por las
miradas que disimuladamente le dirigía,
presintiera que algo muy grave se
tramaba contra él, sofocando la cólera
que pugnaba por salirle a la cara en
forma retadora, y arrastrado por un loco
y desesperado pensamiento, exclamó,
acercándose al capataz Crisóstomo:
—Dame el pitón y retírate.
—No, hombre. Vaya a molestarse
don Ricardo, que, a lo que parece, nos
está viendo.
—¡Qué Ricardo ni qué demonios!
Aquí mando yo.
Y mientras con una mano empuñaba
Rabines el pitón, con la otra hacía rodar
por el suelo al asombrado capataz. En
seguida, apuntando resueltamente al
Buick, decapitó de un pitonazo de agua
al ingeniero, que se derrumbó como un
tronco. Doralisa, despavorida, levantó
los brazos como impetrando perdón,
pero otro pitonazo la tiró de espaldas,
despatarrada, mostrando indiscretamente
toda su preñez a las miradas atónitas del
público, que no se daba cuenta de esta
trágica variación de la escena. La pobre
mujer intentó levantarse, pero el chorro
implacable no se lo permitió. Los ojos
de Rabines, buscándole el vientre, le
apuntaron ahí y la infeliz comenzó a
deshacerse y precipitarse junto con el
destrozado automóvil, al fondo de la
quebrada, convertida en una masa
mucilaginosa y sangrienta.
—¡Bárbaro! ¿Qué has hecho? --
interrogó Crisóstomo, intentando
arrebatarle el pitón.
—Lo que debía hacer. Yo soy Juan
Rabines y Juan Rabines no perdona.
Y arrojando al suelo el pitón,
añadió:
—Aquí estoy. Pueden cogerme y
consumirme en la cárcel, o pegarme
cuatro tiros, que sería mejor…