El Corredor Veloz
En un reino muy lejano, lindando con una ciudad había un pantano muy
extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que,
yendo deprisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y yendo despacio se
tardaba más de cinco.
A un lado de la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos.
El primero se llamaba Iván; el segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. El buen
anciano pensó hacer un camino en línea recta a través del pantano, construyendo
algunos puentes necesarios, con objeto de que la gente pudiese hacer todo el
trayecto tardando solamente tres semanas o tres días, según se fuese a pie o a
caballo. De este modo harían todos gran economía de tiempo.
Se puso al trabajo con sus tres hijos, y al cabo de bastante tiempo terminó la
obra; el pantano quedó atravesado por una ancha carretera en línea recta con
magníficos puentes.
De vuelta a casa, el padre dijo a su hijo mayor: –Oye, Iván, ve, siéntate
debajo del primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes.
El hijo obedeció y se escondió debajo de uno de los arcos del primer puente,
por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían: –Al hombre que
ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.
Cuando Iván oyó esto salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les
dijo: –Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.
–¿Y qué pides tú a Dios? –Preguntaron los ancianos.
–Pido tener mucho dinero durante toda mi vida.
–Está bien. En medio de aquella pradera hay un roble muy viejo: excava
debajo de sus raíces y encontrarás una gran cueva llena de oro, plata y piedras
preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca
hasta que te mueras.
Iván se fue a la pradera, excavó debajo del roble y encontró una caverna
llena de una inmensidad de riquezas en oro, plata y piedras preciosas, que se llevó a
su casa.
Al llegar allí, su padre le preguntó: –¿Y qué, hijo mío, qué es lo que has oído
hablar de mí a la gente?
Iván le contó todo lo que había oído hablar a los dos ancianos y cómo éstos
le habían colmado de riquezas para toda su vida.
Al día siguiente el padre envió a su segundo hijo. Basiliv se sentó debajo del
puente y se puso a escuchar lo que la gente decía. Pasaban por el puente dos viejos,
y cuando estuvieron cerca de donde Basiliv se hallaba escondido, éste les oyó
hablar así: –Al que construyó este puente, todo lo que pida a Dios le será
concedido.
Salió en seguida Basiliv de su escondite, y saludando a los dos ancianos, les
dijo: –Abuelitos, este puente lo he construido yo con ayuda de mi padre y de mis
hermanos.
–¿Y qué es lo que tú desearías? –Le preguntaron.
–Que Dios me diese, para toda mi vida, mucho grano.
–Pues vete a casa, siega trigo, siémbralo y verás cómo Dios te dará trigo para
toda tu vida.
Basiliv llegó a casa, contó al padre lo que le habían dicho, segó trigo y luego
sembró la semilla. En seguida creció tantísimo trigo que no sabía dónde guardarlo.
Al tercer día el viejo envió a su tercer hijo. Simeón se escondió debajo del
puente, y al cabo de un rato oyó pasar a los dos ancianos, que decían: –Al que hizo
este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará todo lo que le pida.
Al oír Simeón estas palabras salió de su escondite y se presentó a los dos
hombres, diciéndoles:
–Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y de
mis hermanos.
–¿Y qué es lo que pides a Dios?
–Que el zar me acepte como soldado de su escolta.
–Pero muchacho, ¿no sabes que esa profesión de soldado es difícil y pesada?
¡Cuántas lágrimas vas a verter! Pídele a Dios cualquier otra cosa más agradable para
ti.
Pero el joven insistió en su propósito, diciéndoles: –Ustedes son viejos y, sin
embargo, lloran; ¿qué tiene de particular que llore yo, que soy más joven? El que
no llore en este mundo llorará en el otro.
–Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos.
Y diciendo esto pusieron las manos sobre su cabeza, y al instante el joven se
convirtió en un ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y
hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y volvió junto a los
ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió por segunda vez a su
casa, y cuando allí se dieron cuenta de que había entrado una liebre, se echaron
sobre ella para cogerla; pero se escapó y se volvió a acercar a los dos viejos, los
cuales, por tercera vez, lo transformaron en un pajarito dorado que volaba con
gran rapidez.
Voló a casa de su familia, y entrando por la ventana, se puso a piar y saltar
en el alféizar. Los hermanos procuraron cogerlo; pero él, con gran ligereza, escapó
al campo. Esta vez, cuando el pajarito dorado se arrimó a los dos viejos, se
transformó en el joven de antes y éstos le dijeron: –Ahora, Simeón, vete a alistarte
en el ejército del zar. Si tuvieses que ir a algún sitio con gran rapidez, podrás
transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal como nosotros te hemos
enseñado.
Simeón volvió a casa y pidió al padre que le dejase ir a servir al zar como
soldado.
–¿Por qué quieres ir a servir al zar, cuando todavía eres joven y aún no tienes
experiencia de la vida?
–No, padre; déjame ir, porque es la voluntad de Dios.
El padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se despidió de su
familia y tomó la carretera que iba a la capital. Caminó muchos días, y al fin llegó;
entró en el palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó delante de él y le dijo: –Mi
zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército.
–¡Pero muchacho! ¡Tú eres demasiado joven todavía!
–Puede que sea demasiado joven e inexperto; pero creo que podré servirte
igual que los demás, y así lo prometo a Dios.
El zar consintió y lo nombró soldado de su escolta personal.
Pasado algún tiempo, un rey enemigo emprendió una guerra sangrienta
contra el zar. Éste empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona.
Simeón pidió al zar que le dejase ir también a él para acompañarle; el zar consintió,
y todo el ejército se puso en camino en busca del enemigo.
Caminaron muchos días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin
llegaron a enfrentarse con el enemigo. La batalla había de tener lugar dentro de tres
días.
El zar pidió que le preparasen sus armas de combate; pero, con la prisa con
que se marcharon de la capital, habían dejado olvidados en palacio la espada y el
escudo. ¡El zar sin sus armas no quería entrar en batalla para batir al enemigo!...
Hizo leer un bando disponiendo que si había alguien que se considerase
capaz de ir y volver a palacio en tres días y traerle la espada y el escudo, que se
presentase. Al que consiguiese traerle sus armas, el zar ofrecía darle en recompensa
por esposa a su hija María, la cual llevaría como dote la mitad del Imperio, y
además sería declarado heredero del trono.
Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él podría ir y volver
en tres años, otro que en dos años, y un tercero que en uno.
Entonces Simeón se presentó al zar y le dijo: –Majestad, yo puedo ir a
palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días.
El zar se puso contentísimo, lo abrazó dos veces y escribió en seguida una
carta a su hija, en la que disponía que entregase a su soldado Simeón la espada y el
escudo que había dejado olvidados en palacio. Simeón cogió el mensaje del zar y se
marchó. Cuando estuvo a una legua del campamento se transformó en ciervo y se
puso a correr con la rapidez de una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó se
transformó en liebre; continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas
empezaron a cansarse se transformó en un pajarito dorado y voló con más rapidez
que antes. Un día y medio después llegaba a palacio, donde la zarevna María se
había quedado. Se transformó entonces en hombre, entró en palacio y entregó a la
zarevna el mensaje del zar. Ésta lo tomó, y después de leerlo preguntó al joven: –
¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo?
–Pues así –respondió Simeón.
Y transformándose en un ciervo dio, con gran velocidad, unas carreras por
el parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las rodillas de
la joven; ésta cortó con sus tijeritas un mechón de pelo de la cabeza del ciervo.
Después se transformó en una liebre y se puso a dar saltos y brincos, cobijándose
luego en las rodillas de la zarevna, quien también cortó otro mechón de pelo de la
cabeza de la liebre. Por último, se transformó en un pajarito con la cabeza dorada,
voló de un lado a otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le
arrancó algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que
había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo puso todo en su
pañuelo, que ató y escondió en su bolsillo. El pajarito esta vez se transformó en el
joven de antes.
La zarevna hizo que le diesen de comer y beber y le dio provisiones para el
camino. Después de entregarle el escudo y la espada del zar su padre, al despedirse
le dio un abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar.
Otra vez se transformó en ciervo; cuando se cansó de correr, en liebre;
cuando se cansó de nuevo, en pajarito, y al tercer día vio, ya no lejos, la tienda
imperial. Al llegar a la distancia de media legua se transformó en su verdadero ser y
se echó en la sombra de un zarzal a la orilla del mar, para descansar un poco del
viaje. Puso la espada y el escudo a su lado; pero era tanto el cansancio que tenía,
que se durmió al momento.
Uno de los generales del zar, que por casualidad paseaba por allí, descubrió
al corredor dormido; aprovechándose de su sueño lo tiró al agua, y cogiendo la
espada y el escudo fue a la tienda de campaña del zar y le entregó sus armas,
diciéndole: –Señor: he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído.
El zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón. A
las pocas horas se entabló la batalla con el enemigo, el resultado de la cual fue una
gran victoria para el zar y su ejército.
Al pobre Simeón, cuando cayó al mar, lo cogió el zar del Mar y lo arrastró a
las profundidades de su reino. Vivió con este zar durante un año y se puso muy
triste.
–¿Qué tienes, Simeón, te aburres aquí? –le preguntó un día el zar del Mar.
–Sí, majestad.
–¿Quieres ir a la tierra rusa?
–Sí quiero, si su majestad lo permite.
El zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy obscura.
Simeón se puso a rezar, diciendo: –¡Dios mío, haz salir el Sol!
Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura por levante con la luz de la
aurora, el zar del Mar se presentó a Simeón, lo agarró y se lo llevó otra vez a su
reino.
Vivió allí otro año, y de la tristeza que tenía estaba siempre llorando. Otra
vez le preguntó entonces el zar: –¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres?
–Mucho, majestad.
–¿Quieres volver a la tierra rusa?
–Sí, majestad.
Lo cogió y lo dejó a la orilla del mar. Simeón, con lágrimas en los ojos, rogó
al Señor, diciendo:
–¡Dios mío, haced que salga el Sol!
Apenas empezó a teñirse el horizonte, el zar del Mar se presentó como la
otra vez, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino. Pasó el pobre
Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que llorar todo el día.
Un día que estaba más triste que de costumbre, el zar del Mar se le acercó y le dijo:
–Pero ¿por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa?
–Sí, majestad.
Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del mar.
Apenas se encontró Simeón fuera del agua, se puso de rodillas, y con
grandísimo fervor rogó así:
–¡Dios mío, tened piedad de mí! Haced que salga el Sol.
No había tenido tiempo de decirlo, cuando el Sol se mostró en todo su
esplendor, iluminando el mundo con sus rayos. Esta vez el zar del Mar tuvo miedo
a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre.
Se puso en camino hacia su reino, transformándose primero en ciervo,
después en liebre, y finalmente en un pajarito, y en poco tiempo llegó al palacio del
zar.
En los tres años que habían pasado, el zar llegó con su ejército a la capital de
su reino e hizo los preparativos para la boda de su hija con el general embustero
que dijo ser quien había llevado al campamento la espada y el escudo imperiales.
Simeón entró en la sala donde estaban sentados a la mesa María Zarevna, el
general y los convidados, y apenas María lo vio entrar, lo reconoció y dijo a su
padre: –Habla, hija mía, ¿qué es lo que quieres?
–El general que está sentado a mi lado en la mesa no es mi prometido.
Mi verdadero prometido es el joven que acaba de entrar en la sala. Y
dirigiéndose al recién llegado le dijo:
–Simeón, haznos ver cómo fuiste tú el que consiguió llevar tan velozmente
la espada y el escudo.
Simeón se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró cerca de María
Zarevna; ésta sacó de su pañuelo el mechón de pelo que había cortado al ciervo, y
mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había cortado y le dijo: –Mira,
padre, ésta es una prueba.
El ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se fue a echar en el
regazo de la zarevna. María mostró entonces el mechón de pelo que había cortado
a la liebre.
Se transformó la liebre en un pajarito con la cabeza de oro, y después de
volar con gran rapidez por todo el salón vino a posarse en un hombro de la
zarevna. Ésta desató el tercer nudo de su pañuelo y mostró al zar las plumitas
doradas que había arrancado de la cabeza del pajarito.
Al ver esto el zar comprendió toda la verdad, y después de escuchar las
explicaciones de Simeón, condenó a muerte al general. A María la casó con Simeón
y éste fue nombrado heredero del trono.
La bruja Baba–Yaga
Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; un día ésta se murió,
dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa
de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella.
Aprovechando la ocasión de que el padre tuvo que hacer un viaje, la
madrastra dijo a la muchacha: –Ve a ver a mi hermana y pídele que te dé una aguja
y un poco de hilo para que te cosas una camisa.
La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista,
decidió ir primero a pedir consejo a otra tía suya, hermana de su padre.
–Buenos días, tiíta.
–Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes?
–Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo,
para que me cosa una camisa.
–Acuérdate bien –le dijo entonces la tía– de que un álamo blanco querrá
arañarte la cara: tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela
rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes
con aceite. Los perros te querrán despedazar; tírales un poco de pan. Un gato feroz
estará encargado de arañarte y sacarte los ojos; dale un pedazo de jamón.
La chica se despidió, cogió un poco de pan, aceite y jamón y una cinta, se
puso a andar en busca de la bruja y finalmente llegó.
Entró en la cabaña, en la cual estaba sentada la bruja Baba–Yaga sobre sus
piernas huesosas, ocupada en tejer.
–Buenos días, tía.
–¿A qué vienes, sobrina?
–Mi madre me ha mandado que venga a pedirte una aguja e hilo para
coserme una camisa.
–Está bien. En tanto que lo busco, siéntate y ponte a tejer.
Mientras la sobrina estaba tejiendo, la bruja salió de la habitación, llamó a su
criada y le dijo: –Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la
voy a comer.
La pobre muchacha se quedó medio muerta de miedo, y cuando la bruja se
marchó, dijo a la criada: –No quemes mucha leña, querida; mejor es que eches agua
al fuego y lleves el agua al baño con un colador.
Y diciéndole esto, le regaló un pañuelo.
Baba–Yaga, impaciente, se acercó a la ventana donde trabajaba la chica y le
preguntó a ésta:
–¿Estás tejiendo, sobrinita?
–Sí, tiíta, estoy trabajando.
La bruja se alejó de la cabaña, y la muchacha, aprovechando aquel momento,
le dio al gato un pedazo de jamón y le preguntó cómo podría escaparse de allí. El
gato le dijo: –Sobre la mesa hay una toalla y un peine: cógelos y echa a correr lo
más deprisa que puedas, porque la bruja Baba–Yaga correrá tras de ti para cogerte;
de cuando en cuando échate al suelo y arrima a él tu oreja; cuando oigas que está ya
cerca, tira al suelo la toalla, que se transformará en un río muy ancho. Si la bruja se
tira al agua y lo pasa a nado, tú habrás ganado delantera. Cuando oigas en el suelo
que no está lejos de ti, tira el peine, que se transformará en un espeso bosque, a
través del cual la bruja no podrá pasar.
La muchacha cogió la toalla y el peine y se puso a correr. Los perros
quisieron despedazarla, pero les tiró un trozo de pan; las puertas de una cancela
rechinaron y se cerraron de golpe, pero la muchacha untó los goznes con aceite, y
las puertas se abrieron de par en par. Más allá, un álamo blanco quiso arañarle la
cara; entonces ató las ramas con una cinta y pudo pasar.
El gato se sentó al telar y quiso tejer; pero no hacía más que enredar los
hilos. La bruja, acercándose a la ventana, preguntó: –¿Estás tejiendo, sobrinita?
¿Estás tejiendo, querida?
–Sí, tía, estoy tejiendo –respondió con voz ronca el gato.
Baba–Yaga entró en la cabaña, y viendo que la chica no estaba y que el gato
la había engañado, se puso a pegarle, diciéndole: –¡Ah viejo goloso! ¿Por qué has
dejado escapar a mi sobrina? ¡Tu obligación era quitarle los ojos y arañarle la cara!
–Llevo mucho tiempo a tu servicio –dijo el gato– y todavía no me has dado
ni siquiera un huesecito, y ella me ha dado un pedazo de jamón.
Baba–Yaga se enfadó con los perros, con la cancela, con el álamo y con la
criada y se puso a pegar a todos.
Los perros le dijeron: –Te hemos servido muchos años, sin que tú nos hayas
dado ni siquiera una corteza dura de pan quemado, y ella nos ha regalado con pan
fresco.
La cancela dijo: –Te he servido mucho tiempo, sin que a pesar de mis
chirridos me hayas engrasado con sebo, y ella me ha untado los goznes con aceite.
El álamo dijo: –Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas regalado ni
siquiera un hilo, y ella me ha engalanado con una cinta.
La criada exclamó: –Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado ni
siquiera un trapo, y ella me ha regalado un pañuelo.
Baba–Yaga se apresuró a sentarse en el mortero; arreándole con el mazo y
barriendo con la escoba sus huellas, salió en persecución de la muchacha. Ésta
arrimó su oído al suelo para escuchar y oyó acercarse a la bruja. Entonces tiró al
suelo la toalla, y al instante se formó un río muy ancho.
Baba–Yaga llegó a la orilla, y viendo el obstáculo que se le interponía en su
camino, rechinó los dientes de rabia, volvió a su cabaña, reunió a todos sus bueyes
y los llevó al río: los animales bebieron toda el agua y la bruja continuó la
persecución de la muchacha.
Ésta arrimó otra vez su oído al suelo y oyó que Baba–Yaga estaba ya muy
cerca: tiró al suelo el peine y se transformó en un bosque espesísimo y frondoso.
La bruja se puso a roer los troncos de los árboles para abrirse paso; pero a
pesar de todos sus esfuerzos no lo consiguió, y tuvo que volverse furiosa a su
cabaña.
Entretanto, el comerciante volvió a casa y preguntó a su mujer.
–¿Dónde está mi hijita querida?
–Ha ido a ver a su tía –contestó la madrastra.
Al poco rato, con gran sorpresa de la madrastra, regresó la niña.
–¿Dónde has estado? –Le preguntó el padre.
–¡Oh padre mío! Mi madre me ha mandado a casa de su hermana a pedirle
una aguja con hilo para coserme una camisa, y resulta que la tía es la mismísima
bruja Baba–Yaga, que quiso comerme.
–¿Cómo has podido escapar de ella, hijita?
Entonces la niña le contó todo lo sucedido.
Cuando el comerciante se enteró de la maldad de su mujer, la echó de su
casa y se quedó con su hija.
Los dos vivieron en paz muchos años felices.
extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que,
yendo deprisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y yendo despacio se
tardaba más de cinco.
A un lado de la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos.
El primero se llamaba Iván; el segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. El buen
anciano pensó hacer un camino en línea recta a través del pantano, construyendo
algunos puentes necesarios, con objeto de que la gente pudiese hacer todo el
trayecto tardando solamente tres semanas o tres días, según se fuese a pie o a
caballo. De este modo harían todos gran economía de tiempo.
Se puso al trabajo con sus tres hijos, y al cabo de bastante tiempo terminó la
obra; el pantano quedó atravesado por una ancha carretera en línea recta con
magníficos puentes.
De vuelta a casa, el padre dijo a su hijo mayor: –Oye, Iván, ve, siéntate
debajo del primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes.
El hijo obedeció y se escondió debajo de uno de los arcos del primer puente,
por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían: –Al hombre que
ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.
Cuando Iván oyó esto salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les
dijo: –Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.
–¿Y qué pides tú a Dios? –Preguntaron los ancianos.
–Pido tener mucho dinero durante toda mi vida.
–Está bien. En medio de aquella pradera hay un roble muy viejo: excava
debajo de sus raíces y encontrarás una gran cueva llena de oro, plata y piedras
preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca
hasta que te mueras.
Iván se fue a la pradera, excavó debajo del roble y encontró una caverna
llena de una inmensidad de riquezas en oro, plata y piedras preciosas, que se llevó a
su casa.
Al llegar allí, su padre le preguntó: –¿Y qué, hijo mío, qué es lo que has oído
hablar de mí a la gente?
Iván le contó todo lo que había oído hablar a los dos ancianos y cómo éstos
le habían colmado de riquezas para toda su vida.
Al día siguiente el padre envió a su segundo hijo. Basiliv se sentó debajo del
puente y se puso a escuchar lo que la gente decía. Pasaban por el puente dos viejos,
y cuando estuvieron cerca de donde Basiliv se hallaba escondido, éste les oyó
hablar así: –Al que construyó este puente, todo lo que pida a Dios le será
concedido.
Salió en seguida Basiliv de su escondite, y saludando a los dos ancianos, les
dijo: –Abuelitos, este puente lo he construido yo con ayuda de mi padre y de mis
hermanos.
–¿Y qué es lo que tú desearías? –Le preguntaron.
–Que Dios me diese, para toda mi vida, mucho grano.
–Pues vete a casa, siega trigo, siémbralo y verás cómo Dios te dará trigo para
toda tu vida.
Basiliv llegó a casa, contó al padre lo que le habían dicho, segó trigo y luego
sembró la semilla. En seguida creció tantísimo trigo que no sabía dónde guardarlo.
Al tercer día el viejo envió a su tercer hijo. Simeón se escondió debajo del
puente, y al cabo de un rato oyó pasar a los dos ancianos, que decían: –Al que hizo
este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará todo lo que le pida.
Al oír Simeón estas palabras salió de su escondite y se presentó a los dos
hombres, diciéndoles:
–Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y de
mis hermanos.
–¿Y qué es lo que pides a Dios?
–Que el zar me acepte como soldado de su escolta.
–Pero muchacho, ¿no sabes que esa profesión de soldado es difícil y pesada?
¡Cuántas lágrimas vas a verter! Pídele a Dios cualquier otra cosa más agradable para
ti.
Pero el joven insistió en su propósito, diciéndoles: –Ustedes son viejos y, sin
embargo, lloran; ¿qué tiene de particular que llore yo, que soy más joven? El que
no llore en este mundo llorará en el otro.
–Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos.
Y diciendo esto pusieron las manos sobre su cabeza, y al instante el joven se
convirtió en un ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y
hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y volvió junto a los
ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió por segunda vez a su
casa, y cuando allí se dieron cuenta de que había entrado una liebre, se echaron
sobre ella para cogerla; pero se escapó y se volvió a acercar a los dos viejos, los
cuales, por tercera vez, lo transformaron en un pajarito dorado que volaba con
gran rapidez.
Voló a casa de su familia, y entrando por la ventana, se puso a piar y saltar
en el alféizar. Los hermanos procuraron cogerlo; pero él, con gran ligereza, escapó
al campo. Esta vez, cuando el pajarito dorado se arrimó a los dos viejos, se
transformó en el joven de antes y éstos le dijeron: –Ahora, Simeón, vete a alistarte
en el ejército del zar. Si tuvieses que ir a algún sitio con gran rapidez, podrás
transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal como nosotros te hemos
enseñado.
Simeón volvió a casa y pidió al padre que le dejase ir a servir al zar como
soldado.
–¿Por qué quieres ir a servir al zar, cuando todavía eres joven y aún no tienes
experiencia de la vida?
–No, padre; déjame ir, porque es la voluntad de Dios.
El padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se despidió de su
familia y tomó la carretera que iba a la capital. Caminó muchos días, y al fin llegó;
entró en el palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó delante de él y le dijo: –Mi
zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército.
–¡Pero muchacho! ¡Tú eres demasiado joven todavía!
–Puede que sea demasiado joven e inexperto; pero creo que podré servirte
igual que los demás, y así lo prometo a Dios.
El zar consintió y lo nombró soldado de su escolta personal.
Pasado algún tiempo, un rey enemigo emprendió una guerra sangrienta
contra el zar. Éste empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona.
Simeón pidió al zar que le dejase ir también a él para acompañarle; el zar consintió,
y todo el ejército se puso en camino en busca del enemigo.
Caminaron muchos días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin
llegaron a enfrentarse con el enemigo. La batalla había de tener lugar dentro de tres
días.
El zar pidió que le preparasen sus armas de combate; pero, con la prisa con
que se marcharon de la capital, habían dejado olvidados en palacio la espada y el
escudo. ¡El zar sin sus armas no quería entrar en batalla para batir al enemigo!...
Hizo leer un bando disponiendo que si había alguien que se considerase
capaz de ir y volver a palacio en tres días y traerle la espada y el escudo, que se
presentase. Al que consiguiese traerle sus armas, el zar ofrecía darle en recompensa
por esposa a su hija María, la cual llevaría como dote la mitad del Imperio, y
además sería declarado heredero del trono.
Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él podría ir y volver
en tres años, otro que en dos años, y un tercero que en uno.
Entonces Simeón se presentó al zar y le dijo: –Majestad, yo puedo ir a
palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días.
El zar se puso contentísimo, lo abrazó dos veces y escribió en seguida una
carta a su hija, en la que disponía que entregase a su soldado Simeón la espada y el
escudo que había dejado olvidados en palacio. Simeón cogió el mensaje del zar y se
marchó. Cuando estuvo a una legua del campamento se transformó en ciervo y se
puso a correr con la rapidez de una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó se
transformó en liebre; continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas
empezaron a cansarse se transformó en un pajarito dorado y voló con más rapidez
que antes. Un día y medio después llegaba a palacio, donde la zarevna María se
había quedado. Se transformó entonces en hombre, entró en palacio y entregó a la
zarevna el mensaje del zar. Ésta lo tomó, y después de leerlo preguntó al joven: –
¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo?
–Pues así –respondió Simeón.
Y transformándose en un ciervo dio, con gran velocidad, unas carreras por
el parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las rodillas de
la joven; ésta cortó con sus tijeritas un mechón de pelo de la cabeza del ciervo.
Después se transformó en una liebre y se puso a dar saltos y brincos, cobijándose
luego en las rodillas de la zarevna, quien también cortó otro mechón de pelo de la
cabeza de la liebre. Por último, se transformó en un pajarito con la cabeza dorada,
voló de un lado a otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le
arrancó algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que
había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo puso todo en su
pañuelo, que ató y escondió en su bolsillo. El pajarito esta vez se transformó en el
joven de antes.
La zarevna hizo que le diesen de comer y beber y le dio provisiones para el
camino. Después de entregarle el escudo y la espada del zar su padre, al despedirse
le dio un abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar.
Otra vez se transformó en ciervo; cuando se cansó de correr, en liebre;
cuando se cansó de nuevo, en pajarito, y al tercer día vio, ya no lejos, la tienda
imperial. Al llegar a la distancia de media legua se transformó en su verdadero ser y
se echó en la sombra de un zarzal a la orilla del mar, para descansar un poco del
viaje. Puso la espada y el escudo a su lado; pero era tanto el cansancio que tenía,
que se durmió al momento.
Uno de los generales del zar, que por casualidad paseaba por allí, descubrió
al corredor dormido; aprovechándose de su sueño lo tiró al agua, y cogiendo la
espada y el escudo fue a la tienda de campaña del zar y le entregó sus armas,
diciéndole: –Señor: he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído.
El zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón. A
las pocas horas se entabló la batalla con el enemigo, el resultado de la cual fue una
gran victoria para el zar y su ejército.
Al pobre Simeón, cuando cayó al mar, lo cogió el zar del Mar y lo arrastró a
las profundidades de su reino. Vivió con este zar durante un año y se puso muy
triste.
–¿Qué tienes, Simeón, te aburres aquí? –le preguntó un día el zar del Mar.
–Sí, majestad.
–¿Quieres ir a la tierra rusa?
–Sí quiero, si su majestad lo permite.
El zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy obscura.
Simeón se puso a rezar, diciendo: –¡Dios mío, haz salir el Sol!
Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura por levante con la luz de la
aurora, el zar del Mar se presentó a Simeón, lo agarró y se lo llevó otra vez a su
reino.
Vivió allí otro año, y de la tristeza que tenía estaba siempre llorando. Otra
vez le preguntó entonces el zar: –¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres?
–Mucho, majestad.
–¿Quieres volver a la tierra rusa?
–Sí, majestad.
Lo cogió y lo dejó a la orilla del mar. Simeón, con lágrimas en los ojos, rogó
al Señor, diciendo:
–¡Dios mío, haced que salga el Sol!
Apenas empezó a teñirse el horizonte, el zar del Mar se presentó como la
otra vez, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino. Pasó el pobre
Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que llorar todo el día.
Un día que estaba más triste que de costumbre, el zar del Mar se le acercó y le dijo:
–Pero ¿por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa?
–Sí, majestad.
Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del mar.
Apenas se encontró Simeón fuera del agua, se puso de rodillas, y con
grandísimo fervor rogó así:
–¡Dios mío, tened piedad de mí! Haced que salga el Sol.
No había tenido tiempo de decirlo, cuando el Sol se mostró en todo su
esplendor, iluminando el mundo con sus rayos. Esta vez el zar del Mar tuvo miedo
a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre.
Se puso en camino hacia su reino, transformándose primero en ciervo,
después en liebre, y finalmente en un pajarito, y en poco tiempo llegó al palacio del
zar.
En los tres años que habían pasado, el zar llegó con su ejército a la capital de
su reino e hizo los preparativos para la boda de su hija con el general embustero
que dijo ser quien había llevado al campamento la espada y el escudo imperiales.
Simeón entró en la sala donde estaban sentados a la mesa María Zarevna, el
general y los convidados, y apenas María lo vio entrar, lo reconoció y dijo a su
padre: –Habla, hija mía, ¿qué es lo que quieres?
–El general que está sentado a mi lado en la mesa no es mi prometido.
Mi verdadero prometido es el joven que acaba de entrar en la sala. Y
dirigiéndose al recién llegado le dijo:
–Simeón, haznos ver cómo fuiste tú el que consiguió llevar tan velozmente
la espada y el escudo.
Simeón se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró cerca de María
Zarevna; ésta sacó de su pañuelo el mechón de pelo que había cortado al ciervo, y
mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había cortado y le dijo: –Mira,
padre, ésta es una prueba.
El ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se fue a echar en el
regazo de la zarevna. María mostró entonces el mechón de pelo que había cortado
a la liebre.
Se transformó la liebre en un pajarito con la cabeza de oro, y después de
volar con gran rapidez por todo el salón vino a posarse en un hombro de la
zarevna. Ésta desató el tercer nudo de su pañuelo y mostró al zar las plumitas
doradas que había arrancado de la cabeza del pajarito.
Al ver esto el zar comprendió toda la verdad, y después de escuchar las
explicaciones de Simeón, condenó a muerte al general. A María la casó con Simeón
y éste fue nombrado heredero del trono.
La bruja Baba–Yaga
Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; un día ésta se murió,
dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa
de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella.
Aprovechando la ocasión de que el padre tuvo que hacer un viaje, la
madrastra dijo a la muchacha: –Ve a ver a mi hermana y pídele que te dé una aguja
y un poco de hilo para que te cosas una camisa.
La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista,
decidió ir primero a pedir consejo a otra tía suya, hermana de su padre.
–Buenos días, tiíta.
–Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes?
–Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo,
para que me cosa una camisa.
–Acuérdate bien –le dijo entonces la tía– de que un álamo blanco querrá
arañarte la cara: tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela
rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes
con aceite. Los perros te querrán despedazar; tírales un poco de pan. Un gato feroz
estará encargado de arañarte y sacarte los ojos; dale un pedazo de jamón.
La chica se despidió, cogió un poco de pan, aceite y jamón y una cinta, se
puso a andar en busca de la bruja y finalmente llegó.
Entró en la cabaña, en la cual estaba sentada la bruja Baba–Yaga sobre sus
piernas huesosas, ocupada en tejer.
–Buenos días, tía.
–¿A qué vienes, sobrina?
–Mi madre me ha mandado que venga a pedirte una aguja e hilo para
coserme una camisa.
–Está bien. En tanto que lo busco, siéntate y ponte a tejer.
Mientras la sobrina estaba tejiendo, la bruja salió de la habitación, llamó a su
criada y le dijo: –Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la
voy a comer.
La pobre muchacha se quedó medio muerta de miedo, y cuando la bruja se
marchó, dijo a la criada: –No quemes mucha leña, querida; mejor es que eches agua
al fuego y lleves el agua al baño con un colador.
Y diciéndole esto, le regaló un pañuelo.
Baba–Yaga, impaciente, se acercó a la ventana donde trabajaba la chica y le
preguntó a ésta:
–¿Estás tejiendo, sobrinita?
–Sí, tiíta, estoy trabajando.
La bruja se alejó de la cabaña, y la muchacha, aprovechando aquel momento,
le dio al gato un pedazo de jamón y le preguntó cómo podría escaparse de allí. El
gato le dijo: –Sobre la mesa hay una toalla y un peine: cógelos y echa a correr lo
más deprisa que puedas, porque la bruja Baba–Yaga correrá tras de ti para cogerte;
de cuando en cuando échate al suelo y arrima a él tu oreja; cuando oigas que está ya
cerca, tira al suelo la toalla, que se transformará en un río muy ancho. Si la bruja se
tira al agua y lo pasa a nado, tú habrás ganado delantera. Cuando oigas en el suelo
que no está lejos de ti, tira el peine, que se transformará en un espeso bosque, a
través del cual la bruja no podrá pasar.
La muchacha cogió la toalla y el peine y se puso a correr. Los perros
quisieron despedazarla, pero les tiró un trozo de pan; las puertas de una cancela
rechinaron y se cerraron de golpe, pero la muchacha untó los goznes con aceite, y
las puertas se abrieron de par en par. Más allá, un álamo blanco quiso arañarle la
cara; entonces ató las ramas con una cinta y pudo pasar.
El gato se sentó al telar y quiso tejer; pero no hacía más que enredar los
hilos. La bruja, acercándose a la ventana, preguntó: –¿Estás tejiendo, sobrinita?
¿Estás tejiendo, querida?
–Sí, tía, estoy tejiendo –respondió con voz ronca el gato.
Baba–Yaga entró en la cabaña, y viendo que la chica no estaba y que el gato
la había engañado, se puso a pegarle, diciéndole: –¡Ah viejo goloso! ¿Por qué has
dejado escapar a mi sobrina? ¡Tu obligación era quitarle los ojos y arañarle la cara!
–Llevo mucho tiempo a tu servicio –dijo el gato– y todavía no me has dado
ni siquiera un huesecito, y ella me ha dado un pedazo de jamón.
Baba–Yaga se enfadó con los perros, con la cancela, con el álamo y con la
criada y se puso a pegar a todos.
Los perros le dijeron: –Te hemos servido muchos años, sin que tú nos hayas
dado ni siquiera una corteza dura de pan quemado, y ella nos ha regalado con pan
fresco.
La cancela dijo: –Te he servido mucho tiempo, sin que a pesar de mis
chirridos me hayas engrasado con sebo, y ella me ha untado los goznes con aceite.
El álamo dijo: –Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas regalado ni
siquiera un hilo, y ella me ha engalanado con una cinta.
La criada exclamó: –Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado ni
siquiera un trapo, y ella me ha regalado un pañuelo.
Baba–Yaga se apresuró a sentarse en el mortero; arreándole con el mazo y
barriendo con la escoba sus huellas, salió en persecución de la muchacha. Ésta
arrimó su oído al suelo para escuchar y oyó acercarse a la bruja. Entonces tiró al
suelo la toalla, y al instante se formó un río muy ancho.
Baba–Yaga llegó a la orilla, y viendo el obstáculo que se le interponía en su
camino, rechinó los dientes de rabia, volvió a su cabaña, reunió a todos sus bueyes
y los llevó al río: los animales bebieron toda el agua y la bruja continuó la
persecución de la muchacha.
Ésta arrimó otra vez su oído al suelo y oyó que Baba–Yaga estaba ya muy
cerca: tiró al suelo el peine y se transformó en un bosque espesísimo y frondoso.
La bruja se puso a roer los troncos de los árboles para abrirse paso; pero a
pesar de todos sus esfuerzos no lo consiguió, y tuvo que volverse furiosa a su
cabaña.
Entretanto, el comerciante volvió a casa y preguntó a su mujer.
–¿Dónde está mi hijita querida?
–Ha ido a ver a su tía –contestó la madrastra.
Al poco rato, con gran sorpresa de la madrastra, regresó la niña.
–¿Dónde has estado? –Le preguntó el padre.
–¡Oh padre mío! Mi madre me ha mandado a casa de su hermana a pedirle
una aguja con hilo para coserme una camisa, y resulta que la tía es la mismísima
bruja Baba–Yaga, que quiso comerme.
–¿Cómo has podido escapar de ella, hijita?
Entonces la niña le contó todo lo sucedido.
Cuando el comerciante se enteró de la maldad de su mujer, la echó de su
casa y se quedó con su hija.
Los dos vivieron en paz muchos años felices.