Ushanan-jampi (Enrique Lopez Albujar)
La plaza de Chupán hervía de gente.
El pueblo entero, ávido de curiosidad,
se había congregado en ella desde las
primeras horas de la mañana, en espera
del gran acto de justicia a que se le
había convocado la víspera,
solemnemente.
Se habían suspendido todos los
quehaceres particulares y todos los
servicios públicos. Allí estaba el
jornalero, poncho al hombro, sonriendo,
con sonrisa idiota, ante las frases
intencionadas de los corros; el pastor
greñudo, de pantorrillas bronceadas y
musculosas, serpenteadas de venas,
como lianas en torno de un tronco; el
viejo silencioso y taimado, mascador de
coca sempiterno; la mozuela tímida y
pulcra, de pies limpios y bruñidos como
acero pavonado, y uñas desconchadas y
roídas y faldas negras y esponjosas
como repollo; la vieja regañona,
haciendo perinolear al aire el huso
mientras barbotea un rosario
interminable de conjuros; y el chiquillo,
con su clásico sombrero de falda gacha
y copa cónica —sombrero de payaso--
tiritando al abrigo de un ilusorio
ponchito, que apenas le llega al vértice
de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros,
unos perros color de ámbar sucio,
hoscos, héticos, de cabezas angulosas y
largas como cajas de violín, costillas
transparentes, pelos hirsutos, miradas de
lobo, cola de zorro y patas largas,
nervudas y nudosas —verdaderas patas
de arácnido— yendo y viniendo
incesantemente, olfateando a las gentes
con descaro, interrogándoles con
miradas de ferocidad contenida,
lanzando ladridos impacientes, de
bestias que reclamaran su pitanza.
Se trataba de hacerle justicia a un
agraviado de la comunidad, a quien uno
de sus miembros, Conce Maille, ladrón
incorregible, le había robado días antes
una vaca. Un delito que había alarmado
a todos profundamente, no tanto por el
hecho en sí cuanto por la circunstancia
de ser la tercera vez que un mismo
individuo cometía igual crimen. Algo
inaudito en la comunidad. Aquello
significaba un reto, una burla a la
justicia severa e inflexible de los yayas,
merecedora de un castigo pronto y
ejemplar.
Al pleno sol, frente a la casa
comunal y en torno de una mesa rústica y
maciza, con macicez de mueble incaico,
el gran consejo de los yayas, constituido
en tribunal, presidía el acto solemne,
impasible, impenetrable, sin más
señales de vida que el movimiento
acompasado y leve de las bocas
chacchadoras, que parecían tascar un
freno invisible.
De pronto los yayas dejaron de
chacchar, arrojaron de un escupitajo la
papilla verdusca de la masticación,
limpiáronse en un pase de manos las
bocas espumosas y el viejo Marcos
Huacachino, que presidía el consejo,
exclamó:
—Ya hemos chacchado bastante. La
coca nos aconsejará en el momento de la
justicia. Ahora bebamos para hacerlo
mejor.
Y todos, servidos por un decurión[*],
fueron vaciando a grandes tragos un
enorme vaso de chacta.
—Que traigan a Cunce Maille --
ordenó Huacachino una vez que todos
terminaron de beber.
Y, repentinamente, maniatado y
conducido por cuatro mozos
corpulentos, apareció ante el tribunal un
indio de edad incalculable, alto, fornido,
ceñudo, y que parecía desdeñar las
injurias y amenazas de la muchedumbre.
En esa actitud, con la ropa
ensangrentada y desgarrada por las
manos de sus perseguidores y las
dentelladas de los perros ganaderos, el
indio más parecía la estatua de la
rebeldía que la del abatimiento. Era tal
la regularidad de sus facciones de indio
puro, la gallardía de su cuerpo, la
altivez de su mirada, su porte señorial,
que, a pesar de sus ojos sanguinolentos,
fluía de su persona una gran simpatía, la
simpatía que despiertan los hombres que
poseen la hermosura y la fuerza.
—¡Suéltenlo! —exclamó la misma
voz que había ordenado traerlo.
Una vez libre Maille, se cruzó de
brazos, irguió la desnuda y revuelta
cabeza, desparramó sobre el consejo
una mirada sutilmente desdeñosa y
esperó.
—José Ponciano te acusa de que el
miércoles pasado le robaste un vaca
mulinera y que has ido a vendérsela a
los de Obas. ¿Tú qué dices?
—¡Verdad! Pero Ponciano me robó
el año pasado un toro. Estamos pagados.
—¿Por qué entonces no te quejaste?
—Porque yo no necesito de que
nadie me haga justicia. Yo mismo sé
hacérmela.
—Los yayas no consentimos que
aquí nadie se haga justicia. El que se la
hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido,
intervino:
—Maille está mintiendo, taita. El
toro que dice que yo le robé se lo
compré a Natividad Huaylas. Que lo
diga; está presente.
—Verdad, taita —contestó un indio,
adelantándose hasta la mesa del consejo.
—¡Perro! —gritó Maille,
encarándose ferozmente a Huaylas—.
Tan ladrón tú como Ponciano. Todo lo
que tú vendes es robado. Aquí todos se
roban.
Ante tal imputación, los yayas, que
al parecer dormitaban, hicieron un
movimiento de impaciencia al mismo
tiempo que muchos individuos del
pueblo levantaban sus garrotes en son de
protesta y los blandían gruñendo
rabiosamente. Pero el jefe del tribunal,
más inalterable que nunca, después de
imponer silencio con gesto imperioso
dijo:--
Cunce Maille, has dicho una
brutalidad que ha ofendido a todos.
Podríamos castigarte entregándote a la
justicia del pueblo, pero sería abusar de
nuestro poder.
Y dirigiéndose al agraviado José
Ponciano, que, desde uno de los
extremos de la mesa, miraba torvamente
a Maille, añadió:
—¿En cuánto estimas tu vaca,
Ponciano?
—Treinta soles, taita. Estaba para
parir, taita.
En vista de esta respuesta, el
presidente se dirigió al público en esta
forma:
—¿Quién conoce la vaca de
Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca
de Ponciano?
Muchas voces contestaron a un
tiempo que la conocían y que podría
costar realmente los treinta soles que le
había fijado su dueño.
—¿Has oído, Maille? —dijo el
presidente al aludido.
—He oído, pero no tengo dinero
para pagar.
—Tienes ganados, tienes tierras,
tienes casas. Se te embargará uno de tus
ganados y, como tú no puedes seguir
aquí porque es la tercera vez que
compareces ante nosotros por ladrón,
saldrás de Chupán inmediatamente y
para siempre. La primera vez te
aconsejamos lo que debías hacer para
que te enmendaras y volvieras a ser
hombre de bien. No has querido. Te
burlaste del yaachishum[*]. La segunda
vez tratamos de ponerte a bien con
Felipe Tacuche, a quien le robaste diez
carneros. Tampoco hiciste caso del alliachishum[*],
pues no has querido
reconciliarte con tu agraviado y vives
amenazándole constantemente… Hoy le
ha tocado a Ponciano ser el perjudicado
y mañana quién sabe a quién le tocará.
Eres un peligro para todos. Ha llegado
el momento de botarte y aplicarte el
jitarishum[*]. Vas a irte para no volver
más. Si vuelves ya sabes lo que te
espera: te cogemos y te aplicamos
ushanan-jampi[*]. ¿Has oído bien,
Cunce Maille?
Maille se encogió de hombros, miró
al tribunal con indiferencia, echó mano
al huallqui, que por milagro había
conservado en la persecución, y sacando
un poco de coca se puso a chacchar
lentamente.
El presidente de los yayas, que
tampoco se inmutó por esta especie de
desafío del acusado, dirigiéndose a sus
colegas, volvió a decir:
—Compañeros, este hombre que
está delante de nosotros es Cunce
Maille, acusado por tercera vez de robo
en nuestra comunidad. El robo es
notorio; no lo ha desmentido, no ha
probado su inocencia. ¿Qué debemos
hacer con él?
—Botarlo de aquí; aplicarle el
jitarishum —contestaron a una voz los
yayas, volviendo a quedar mudos e
impasibles.
—¿Has oído, Maille? Hemos
procurado hacerte un hombre de bien,
pero no lo has querido. Caiga sobre ti el
jitarishum.
Después, levantándose y
dirigiéndose al pueblo, añadió con voz
solemne y más alta que la empleada
hasta entonces:
—Este hombre que ven aquí es
Cunce Maille, a quien vamos a botar de
la comunidad por ladrón. Si alguna vez
se atreve a volver a nuestras tierras,
cualquiera de los presentes podrá
matarle. No lo olviden. Decuriones,
cojan a ese hombre y sígannos.
Y los yayas, seguidos del acusado y
de la muchedumbre, abandonaron la
plaza, atravesaron el pueblo y
comenzaron a descender por una
escarpada senda, en medio de un
imponente silencio, turbado sólo por el
tableteo de los shucuyes. Aquello era
una procesión de mudos bajo un nimbo
de recogimiento. Hasta los perros,
momentos antes inquietos, bulliciosos,
marchaban en silencio, gachas las orejas
y las colas, como percatados de la
solemnidad del acto.
Después de un cuarto de hora de
marcha por senderos abruptos,
sembrados de piedras y cactus
tentaculares, y amenazadores como
pulpos rabiosos —senderos de pastores
y cabras— el jefe de los yayas levantó
su vara de alcalde, adornada de cintajos
multicolores y flores de plata de
manufactura infantil, y la extraña
procesión se detuvo al borde del
riachuelo que separa las tierras de
Chupán y las de Obas.
—¡Suelten a ese hombre! —exclamó
el yaya de la vara.
Y dirigiéndose al reo:
—Cunce Maille: desde este
momento tus pies no pueden seguir
pisando nuestras tierras porque nuestros
jircas se enojarían y su enojo causaría la
pérdida de las cosechas, y se secarían
las quebradas y vendría la peste. Pasa el
río y aléjate para siempre de aquí.
Maille volvió la cara hacia la
multitud que con gesto de asco e
indignación, más fingido que real,
acababa de acompañar las palabras
sentenciosas del yaya, y después de
lanzar al suelo un escupitajo
enormemente despreciativo, con ese
desprecio que sólo el rostro de un indio
es capaz de expresar, exclamó:
—¡Ysmayta-micuy![*]
Y de cuatro saltos salvó las aguas
del Chillán y desapareció entre los
matorrales de la banda opuesta, mientras
los perros, alarmados de ver a un
hombre que huía y excitados por el largo
silencio, se desquitaban ladrando
furiosamente, sin atreverse a penetrar en
las cristalinas y bulliciosas aguas del
riachuelo.
Si para cualquier hombre la
expulsión es una afrenta, para un indio, y
un indio como Cunce Maille, la
expulsión de la comunidad significa
todas las afrentas posibles, el resumen
de todos los dolores frente a la pérdida
de todos los bienes: la choza, la tierra,
el ganado, el jirca y la familia. Sobre
todo, la choza.
El jitarishum es la muerte civil del
condenado, una muerte de la que jamás
se vuelve a la rehabilitación; que
condena al indio al ostracismo perpetuo
y parece marcarle con un signo que le
cierra para siempre las puertas de la
comunidad. Se le deja solamente la vida
para que vague con ella a cuestas por
quebradas, cerros, punas y bosques, o
para que baje a vivir en las ciudades
bajo la férula del misti, lo que para un
indio altivo y amante de las alturas es un
suplicio y una vergüenza.
Y Conce Maille, dada su naturaleza
rebelde y combativa, jamás podría
resignarse a la expulsión que acababa de
sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas que
le atraían constantemente a la tierra
perdida: su madre y su choza. ¿Qué iba a
ser de su madre sin él? Este pensamiento
le irritaba y le hacía concebir los más
inauditos proyectos. Y exaltado por los
recuerdos, nostálgico y cargado su
corazón de odio como una nube de
electricidad, harto en pocos días de la
vida de azar y merodeo que se le
obligaba a llevar, volvió a repasar, en
las postrimerías de una noche, el mismo
riachuelo que un mes antes cruzara a
pleno sol, bajo el silencio de una
poblada hostil y los ladridos de una
jauría famélica y feroz.
A pesar de su valentía, comprobada
cien veces, Maille, al pisar la tierra
prohibida, sintió como una mano que le
apretara el corazón, y tuvo miedo.
¿Miedo de qué? ¿De la muerte? Pero
¿qué podría importarle la muerte a él,
acostumbrado a jugarse la vida por
nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y
sus cien tiros? Lo suficiente para batirse
con Chupán entero y escapar cuando se
le antojara.
Y el indio, con el arma preparada,
avanzó cauteloso, auscultando todos los
ruidos, oteando los matorrales, por la
misma senda de los despeñaderos y de
los cactus tentaculares y amenazadores
como pulpos, especie de vía crucis, por
donde solamente se atrevían a bajar,
pero nunca a subir, los chupanes, por
estar reservada para los grandes
momentos de su feroz justicia. Aquello
era como la roca Tarpeya[*] del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades
de la ascensión y, una vez en el pueblo,
se detuvo frente a una casucha y lanzó un
grito breve y gutural, lúgubre, como el
gruñido de un cerdo dentro de un
cántaro. La puerta se abrió y dos brazos
se enroscaron al cuello del proscrito, al
mismo tiempo que una voz decía:
—Entra, guagua-yau[*], entra. Hace
muchas noches que tu madre no duerme
esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se
encogió de hombros y entró.
Pero el gran consejo de los yayas,
sabedor por experiencia propia de lo
que el indio ama su hogar, del gran dolor
que siente cuando se ve obligado a vivir
fuera de él, de la rabia con que se
adhiere a todo lo suyo, hasta el punto de
morirse de tristeza cuando le falta poder
para recuperarlo pensaba: «Maille
volverá cualquier noche de éstas; Maille
es audaz, no nos teme, nos desprecia, y
cuando él sienta el deseo de chacchar
bajo su techo y al lado de la vieja
Nastasia, no habrá nada que lo detenga».
Y los yayas pensaban bien. La choza
sería la trampa en que habría de caer
alguna vez el condenado. Y resolvieron
vigilarla día y noche por turno, con
disimulo y tenacidad verdaderamente
indios.
Por eso aquella noche, apenas Conce
Maille penetró en su casa, un espía
corrió a comunicar la noticia al jefe de
los yayas.
—Cunce Maille ha entrado a su
casa, taita. Nastasia le ha abierto la
puerta —exclamó palpitante,
emocionado, estremecido aún por el
temor, con la cara de un perro que viera
a un león de repente.
—¿Estás seguro, Santos?
—Sí, taita. Nastasia lo abrazó. ¿A
quién podría abrazar la vieja Nastasia,
taita? Es Cunce…
—¿Está armado?
—Con carabina, taita. Si vamos a
sacarlo, iremos todos armados. Cunce
es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el
pueblo eléctricamente… «¡Ha llegado
Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce
Maille!», era la frase que repetían todos
estremeciéndose. Inmediatamente se
formaron grupos. Los hombres sacaron a
relucir sus grandes garrotes —los
garrotes de los momentos trágicos—; las
mujeres, en cuclillas, comenzaron a
formar ruedas frente a la puerta de sus
casas, y los perros, inquietos, sacudidos
por el instinto, a llamarse y a dialogar a
la distancia.
—¿Oyes, Cunce? —murmuró la
vieja Nastasia, que, recelosa y con el
oído pegado a la puerta, no perdía el
menor ruido, mientras aquél, sentado
sobre un banco, chacchaba impasible,
como olvidado de las cosas del mundo
—. Siento pasos que se acercan, y los
perros se están preguntando quién ha
venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán
visto. ¡Para qué habrás venido aquí,
guagua-yau!
Conce hizo un gesto desdeñoso y se
limitó a decir:
—Ya te he visto, mi vieja, y me he
dado el gusto de saborear una chaccha
en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.
Y el indio, levantándose y fingiendo
una brusquedad que no sentía, esquivó el
abrazo de su madre y, sin volverse,
abrió la puerta, asomó la cabeza al ras
del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos
sospechosos; sólo una leve y rosada
claridad comenzaba a teñir la cumbre de
los cerros.
Pero Maille era demasiado receloso
y astuto, como buen indio, para fiarse de
ese silencio. Ordenole a su madre pasar
a la otra habitación y tenderse boca
abajo, dio en seguida un paso atrás para
tomar impulso, y de un gran salto al
sesgo salvó la puerta y echó a correr
como una exhalación. Sonó una descarga
y una lluvia de plomo acribilló la puerta
de la choza, al mismo tiempo que
innumerables grupos de indios, armados
de todas armas, aparecían por todas
partes gritando:
—¡Muera Cunce Maille! ¡Ushananjampi!
¡Ushanan-jampi!
Maille apenas logró correr unos cien
pasos, pues otra descarga, que recibió
de frente, le obligó a retroceder y
escalar de cuatro saltos felinos el
aislado campanario de la iglesia, desde
donde, resuelto y feroz, empezó a
disparar certeramente sobre los
primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó algo jamás visto
por esos hombres rudos y
acostumbrados a todos los horrores y
ferocidades; algo que, iniciado con un
reto, llevaba trazas de acabar en una
heroicidad monstruosa, épica, digna de
la grandeza de un canto.
A cada diez tiros de los sitiadores,
tiros inútiles, de rifles anticuados, de
escopetas inválidas, hechos por manos
temblorosas, el sitiado respondía con
uno invariablemente certero, que
arrancaba un lamento y cien alaridos. A
las dos horas había puesto fuera de
combate a una docena de asaltantes,
entre ellos a un yaya, lo que había
enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen, perros! —gritaba Maille
a cada indio que derribaba—. Antes de
que me cojan mataré cincuenta. Cunce
Maille vale cincuenta perros chupanes.
¿Dónde está Marcos Huacachino?
¿Quiere un poquito de cal para su boca
con esta shipina?
Y la shipina era el cañón del arma,
que, amenazadora y mortífera, apuntaba
en todo sentido.
Ante tanto horror, que parecía no
tener término, los yayas, después de
larga deliberación, resolvieron tratar
con el rebelde. El comisionado debería
comenzar por ofrecerle todo, hasta la
vida, que, una vez abajo y entre ellos, ya
se vería cómo eludir la palabra
empeñada. Para esto era necesario un
hombre animoso y astuto como Maille, y
de palabra capaz de convencer al más
desconfiado.
Alguien señaló a José Facundo.
«Verdad —exclamaron los demás—.
Facundo engaña al zorro cuando quiere
y hace bailar al jirca más furioso».
Y Facundo, después de aceptar
tranquilamente la honrosa comisión,
recostó su escopeta en la tapia en que
estaba parapetado, sentose, sacó un
puñado de coca, y se puso a catipar[*]
religiosamente por espacio de diez
minutos largos. Hecha la catipa y
satisfecho del sabor de la coca, saltó la
tapia y emprendió una vertiginosa
carrera, llena de saltos y zigzags, en
dirección al campanario, gritando:
—¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce!,
Facundo quiere hablarte.
Conce Maille le dejó llegar, y una
vez que le vio sentarse en el primer
escalón de la gradería, le preguntó:
—¿Qué quieres, Facundo?
—Pedirte que bajes y te vayas.
—¿Quién te manda?
—Yayas.
—Yayas son unos supaypahuachasgan[*]
que cuando huelen sangre
quieren beberla. ¿No querrán beber la
mía?
—No, yayas me encargan decirte
que si quieres te abrazarán y beberán
contigo un trago de chacta en el mismo
jarro y te dejarán salir con la condición
de que no vuelvas más.
—Han querido matarme.
—Ellos no; ushanan-jampi, nuestra
ley. Ushanan-jampi igual para todos,
pero se olvidará esta vez para ti. Están
asombrados de tu valentía. Han
preguntado a nuestro gran jirca-yayag y
él ha dicho que no te toquen. También
han catipado y la coca les ha dicho lo
mismo. Están pesarosos.
Conce Maille vaciló, pero
comprendiendo que la situación en que
se encontraba no podía continuar
indefinidamente, que, al fin, llegaría el
instante en que habría de agotársele la
munición y vendría el hambre, acabó por
decir, al mismo tiempo que bajaba:
—No quiero abrazos ni chacta. Que
vengan aquí todos los yayas desarmados
y, a veinte pasos de distancia, juren por
nuestro jirca que me dejarán partir sin
molestarme.
Lo que pedía Maille era una
enormidad, una enormidad que Facundo
no podía prometer, no sólo porque no
estaba autorizado para ello, sino porque
ante el poder del ushanan-jampi no
había juramento posible.
Facundo vaciló también, pero su
vacilación fue cosa de un instante. Y,
después de reír con gesto de perro a
quien le hubiesen pisado la cola,
replicó:
—He venido a ofrecerte lo que
pidas. Eres como mi hermano y yo le
ofrezco lo que quiera a mi hermano.
Y, abriendo los brazos, añadió:
—Cunce, ¿no habrá para tu hermano
Facundo un abrazo? Yo no soy yaya.
Quiero tener el orgullo de decirle
mañana a todo Chupán que me he
abrazado con un valiente como tú.
Maille desarrugó el ceño, sonrió
ante la frase aduladora y, dejando su
carabina a un lado, se precipitó en los
brazos de Facundo. El choque fue
terrible. En vez de un estrechón efusivo
y breve, lo que sintió Maille fue el
enroscamiento de dos brazos
musculosos, que amenazaban ahogarle.
Maille comprendió instantáneamente el
lazo que se le había tendido y, rápido
como el tigre, estrechó más fuerte a su
adversario, levantole en peso e intentó
escalar con él el campanario. Pero al
poner el pie en el primer escalón,
Facundo, que no había perdido la
serenidad, con un brusco movimiento de
riñones hizo perder a Maille el
equilibrio, y ambos rodaron por el
suelo, escupiéndose injurias y amenazas.
Después de un violento forcejeo, en que
los huesos crujían y los pechos
jadeaban, Maille logró quedar encima
de su contendor.
—¡Perro!, más perro que los yayas
—exclamó Maille, trémulo de ira—; te
voy a retacear allá arriba, después de
comerte la lengua.
Facundo cerró los ojos y se limitó a
gritar rabiosamente:
—¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está!
¡Ushanan-jampi!
—¡Calla, traidor! —volvió a rugir
Maille, dándole un puñetazo feroz en la
boca, y cogiendo a Facundo por la
garganta se la apretó tan rudamente que
le hizo saltar la lengua, una lengua
lívida, viscosa, enorme, vibrante como
la cola de un pez cogido por la cabeza, a
la vez que entornaba los ojos y una gran
conmoción se deslizaba por su cuerpo
como una onda.
Maille sonrió satánicamente;
desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo
la lengua de su víctima y se levantó con
intención de volver al campanario. Pero
los sitiadores que, aprovechando el
tiempo que había durado la lucha, lo
habían estrechamente rodeado, se lo
impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo
aturdió; una puñalada en la espalda lo
hizo tambalear; una pedrada en el pecho
obligole a soltar el cuchillo y llevarse
las manos a la herida. Sin embargo, aún
pudo reaccionar y abrirse paso a
puñadas y puntapiés, y llegar, batiéndose
en retirada, hasta su casa. Pero la turba,
que lo seguía de cerca, penetró tras él en
el momento en que el infeliz caía en los
brazos de su madre. Diez puñales se le
hundieron en el cuerpo.
—¡No le hagan así, taitas, que el
corazón me duele! —gritó la vieja
Nastasia, mientras, salpicado el rostro
de sangre, caía de bruces, arrastrada por
el desmadejado cuerpo de su hijo y por
el choque de la feroz acometida.
Entonces desarrollose una escena
horripilante, canibalesca. Los cuchillos,
cansados de punzar, comenzaron a tajar,
a partir, a descuartizar. Mientras una
mano arrancaba el corazón y otra los
ojos, ésta cortaba la lengua y aquélla
vaciaba el vientre de la víctima. Y todo
esto acompañado de gritos, risotadas,
insultos e imprecaciones, coreados por
los feroces ladridos de los perros, que,
a través de las piernas de los asesinos,
daban grandes tarascadas al cadáver y
sumergían ansiosamente los puntiagudos
hocicos en el charco sangriento.
—¡A arrastrarlo! —gritó una voz.
—¡A arrastrarlo! —respondieron
cien más.
—¡A la quebrada con él!
—¡A la quebrada!
Inmediatamente se le anudó una soga
al cuello y comenzó el arrastre. Primero
por el pueblo para que, según los yayas,
todos vieran cómo se cumplía el
ushanan-jampi, después por la senda de
los cactus.
Cuando los arrastradores llegaron al
fondo de la quebrada, a las orillas del
Chillán, sólo quedaba de Conce Maille
la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo
demás quedose entre los cactus, las
puntas de las rocas y las quijadas
insaciables de los perros.
Seis meses después, todavía podía
verse sobre el dintel de la puerta de la
abandonada y siniestra casa de los
Maille unos colgajos secos, retorcidos,
amarillentos, grasosos, a manera de
guirnaldas: eran los intestinos de Conce
Maille, puestos allí por mandato de la
justicia implacable de los yayas.
El pueblo entero, ávido de curiosidad,
se había congregado en ella desde las
primeras horas de la mañana, en espera
del gran acto de justicia a que se le
había convocado la víspera,
solemnemente.
Se habían suspendido todos los
quehaceres particulares y todos los
servicios públicos. Allí estaba el
jornalero, poncho al hombro, sonriendo,
con sonrisa idiota, ante las frases
intencionadas de los corros; el pastor
greñudo, de pantorrillas bronceadas y
musculosas, serpenteadas de venas,
como lianas en torno de un tronco; el
viejo silencioso y taimado, mascador de
coca sempiterno; la mozuela tímida y
pulcra, de pies limpios y bruñidos como
acero pavonado, y uñas desconchadas y
roídas y faldas negras y esponjosas
como repollo; la vieja regañona,
haciendo perinolear al aire el huso
mientras barbotea un rosario
interminable de conjuros; y el chiquillo,
con su clásico sombrero de falda gacha
y copa cónica —sombrero de payaso--
tiritando al abrigo de un ilusorio
ponchito, que apenas le llega al vértice
de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros,
unos perros color de ámbar sucio,
hoscos, héticos, de cabezas angulosas y
largas como cajas de violín, costillas
transparentes, pelos hirsutos, miradas de
lobo, cola de zorro y patas largas,
nervudas y nudosas —verdaderas patas
de arácnido— yendo y viniendo
incesantemente, olfateando a las gentes
con descaro, interrogándoles con
miradas de ferocidad contenida,
lanzando ladridos impacientes, de
bestias que reclamaran su pitanza.
Se trataba de hacerle justicia a un
agraviado de la comunidad, a quien uno
de sus miembros, Conce Maille, ladrón
incorregible, le había robado días antes
una vaca. Un delito que había alarmado
a todos profundamente, no tanto por el
hecho en sí cuanto por la circunstancia
de ser la tercera vez que un mismo
individuo cometía igual crimen. Algo
inaudito en la comunidad. Aquello
significaba un reto, una burla a la
justicia severa e inflexible de los yayas,
merecedora de un castigo pronto y
ejemplar.
Al pleno sol, frente a la casa
comunal y en torno de una mesa rústica y
maciza, con macicez de mueble incaico,
el gran consejo de los yayas, constituido
en tribunal, presidía el acto solemne,
impasible, impenetrable, sin más
señales de vida que el movimiento
acompasado y leve de las bocas
chacchadoras, que parecían tascar un
freno invisible.
De pronto los yayas dejaron de
chacchar, arrojaron de un escupitajo la
papilla verdusca de la masticación,
limpiáronse en un pase de manos las
bocas espumosas y el viejo Marcos
Huacachino, que presidía el consejo,
exclamó:
—Ya hemos chacchado bastante. La
coca nos aconsejará en el momento de la
justicia. Ahora bebamos para hacerlo
mejor.
Y todos, servidos por un decurión[*],
fueron vaciando a grandes tragos un
enorme vaso de chacta.
—Que traigan a Cunce Maille --
ordenó Huacachino una vez que todos
terminaron de beber.
Y, repentinamente, maniatado y
conducido por cuatro mozos
corpulentos, apareció ante el tribunal un
indio de edad incalculable, alto, fornido,
ceñudo, y que parecía desdeñar las
injurias y amenazas de la muchedumbre.
En esa actitud, con la ropa
ensangrentada y desgarrada por las
manos de sus perseguidores y las
dentelladas de los perros ganaderos, el
indio más parecía la estatua de la
rebeldía que la del abatimiento. Era tal
la regularidad de sus facciones de indio
puro, la gallardía de su cuerpo, la
altivez de su mirada, su porte señorial,
que, a pesar de sus ojos sanguinolentos,
fluía de su persona una gran simpatía, la
simpatía que despiertan los hombres que
poseen la hermosura y la fuerza.
—¡Suéltenlo! —exclamó la misma
voz que había ordenado traerlo.
Una vez libre Maille, se cruzó de
brazos, irguió la desnuda y revuelta
cabeza, desparramó sobre el consejo
una mirada sutilmente desdeñosa y
esperó.
—José Ponciano te acusa de que el
miércoles pasado le robaste un vaca
mulinera y que has ido a vendérsela a
los de Obas. ¿Tú qué dices?
—¡Verdad! Pero Ponciano me robó
el año pasado un toro. Estamos pagados.
—¿Por qué entonces no te quejaste?
—Porque yo no necesito de que
nadie me haga justicia. Yo mismo sé
hacérmela.
—Los yayas no consentimos que
aquí nadie se haga justicia. El que se la
hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido,
intervino:
—Maille está mintiendo, taita. El
toro que dice que yo le robé se lo
compré a Natividad Huaylas. Que lo
diga; está presente.
—Verdad, taita —contestó un indio,
adelantándose hasta la mesa del consejo.
—¡Perro! —gritó Maille,
encarándose ferozmente a Huaylas—.
Tan ladrón tú como Ponciano. Todo lo
que tú vendes es robado. Aquí todos se
roban.
Ante tal imputación, los yayas, que
al parecer dormitaban, hicieron un
movimiento de impaciencia al mismo
tiempo que muchos individuos del
pueblo levantaban sus garrotes en son de
protesta y los blandían gruñendo
rabiosamente. Pero el jefe del tribunal,
más inalterable que nunca, después de
imponer silencio con gesto imperioso
dijo:--
Cunce Maille, has dicho una
brutalidad que ha ofendido a todos.
Podríamos castigarte entregándote a la
justicia del pueblo, pero sería abusar de
nuestro poder.
Y dirigiéndose al agraviado José
Ponciano, que, desde uno de los
extremos de la mesa, miraba torvamente
a Maille, añadió:
—¿En cuánto estimas tu vaca,
Ponciano?
—Treinta soles, taita. Estaba para
parir, taita.
En vista de esta respuesta, el
presidente se dirigió al público en esta
forma:
—¿Quién conoce la vaca de
Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca
de Ponciano?
Muchas voces contestaron a un
tiempo que la conocían y que podría
costar realmente los treinta soles que le
había fijado su dueño.
—¿Has oído, Maille? —dijo el
presidente al aludido.
—He oído, pero no tengo dinero
para pagar.
—Tienes ganados, tienes tierras,
tienes casas. Se te embargará uno de tus
ganados y, como tú no puedes seguir
aquí porque es la tercera vez que
compareces ante nosotros por ladrón,
saldrás de Chupán inmediatamente y
para siempre. La primera vez te
aconsejamos lo que debías hacer para
que te enmendaras y volvieras a ser
hombre de bien. No has querido. Te
burlaste del yaachishum[*]. La segunda
vez tratamos de ponerte a bien con
Felipe Tacuche, a quien le robaste diez
carneros. Tampoco hiciste caso del alliachishum[*],
pues no has querido
reconciliarte con tu agraviado y vives
amenazándole constantemente… Hoy le
ha tocado a Ponciano ser el perjudicado
y mañana quién sabe a quién le tocará.
Eres un peligro para todos. Ha llegado
el momento de botarte y aplicarte el
jitarishum[*]. Vas a irte para no volver
más. Si vuelves ya sabes lo que te
espera: te cogemos y te aplicamos
ushanan-jampi[*]. ¿Has oído bien,
Cunce Maille?
Maille se encogió de hombros, miró
al tribunal con indiferencia, echó mano
al huallqui, que por milagro había
conservado en la persecución, y sacando
un poco de coca se puso a chacchar
lentamente.
El presidente de los yayas, que
tampoco se inmutó por esta especie de
desafío del acusado, dirigiéndose a sus
colegas, volvió a decir:
—Compañeros, este hombre que
está delante de nosotros es Cunce
Maille, acusado por tercera vez de robo
en nuestra comunidad. El robo es
notorio; no lo ha desmentido, no ha
probado su inocencia. ¿Qué debemos
hacer con él?
—Botarlo de aquí; aplicarle el
jitarishum —contestaron a una voz los
yayas, volviendo a quedar mudos e
impasibles.
—¿Has oído, Maille? Hemos
procurado hacerte un hombre de bien,
pero no lo has querido. Caiga sobre ti el
jitarishum.
Después, levantándose y
dirigiéndose al pueblo, añadió con voz
solemne y más alta que la empleada
hasta entonces:
—Este hombre que ven aquí es
Cunce Maille, a quien vamos a botar de
la comunidad por ladrón. Si alguna vez
se atreve a volver a nuestras tierras,
cualquiera de los presentes podrá
matarle. No lo olviden. Decuriones,
cojan a ese hombre y sígannos.
Y los yayas, seguidos del acusado y
de la muchedumbre, abandonaron la
plaza, atravesaron el pueblo y
comenzaron a descender por una
escarpada senda, en medio de un
imponente silencio, turbado sólo por el
tableteo de los shucuyes. Aquello era
una procesión de mudos bajo un nimbo
de recogimiento. Hasta los perros,
momentos antes inquietos, bulliciosos,
marchaban en silencio, gachas las orejas
y las colas, como percatados de la
solemnidad del acto.
Después de un cuarto de hora de
marcha por senderos abruptos,
sembrados de piedras y cactus
tentaculares, y amenazadores como
pulpos rabiosos —senderos de pastores
y cabras— el jefe de los yayas levantó
su vara de alcalde, adornada de cintajos
multicolores y flores de plata de
manufactura infantil, y la extraña
procesión se detuvo al borde del
riachuelo que separa las tierras de
Chupán y las de Obas.
—¡Suelten a ese hombre! —exclamó
el yaya de la vara.
Y dirigiéndose al reo:
—Cunce Maille: desde este
momento tus pies no pueden seguir
pisando nuestras tierras porque nuestros
jircas se enojarían y su enojo causaría la
pérdida de las cosechas, y se secarían
las quebradas y vendría la peste. Pasa el
río y aléjate para siempre de aquí.
Maille volvió la cara hacia la
multitud que con gesto de asco e
indignación, más fingido que real,
acababa de acompañar las palabras
sentenciosas del yaya, y después de
lanzar al suelo un escupitajo
enormemente despreciativo, con ese
desprecio que sólo el rostro de un indio
es capaz de expresar, exclamó:
—¡Ysmayta-micuy![*]
Y de cuatro saltos salvó las aguas
del Chillán y desapareció entre los
matorrales de la banda opuesta, mientras
los perros, alarmados de ver a un
hombre que huía y excitados por el largo
silencio, se desquitaban ladrando
furiosamente, sin atreverse a penetrar en
las cristalinas y bulliciosas aguas del
riachuelo.
Si para cualquier hombre la
expulsión es una afrenta, para un indio, y
un indio como Cunce Maille, la
expulsión de la comunidad significa
todas las afrentas posibles, el resumen
de todos los dolores frente a la pérdida
de todos los bienes: la choza, la tierra,
el ganado, el jirca y la familia. Sobre
todo, la choza.
El jitarishum es la muerte civil del
condenado, una muerte de la que jamás
se vuelve a la rehabilitación; que
condena al indio al ostracismo perpetuo
y parece marcarle con un signo que le
cierra para siempre las puertas de la
comunidad. Se le deja solamente la vida
para que vague con ella a cuestas por
quebradas, cerros, punas y bosques, o
para que baje a vivir en las ciudades
bajo la férula del misti, lo que para un
indio altivo y amante de las alturas es un
suplicio y una vergüenza.
Y Conce Maille, dada su naturaleza
rebelde y combativa, jamás podría
resignarse a la expulsión que acababa de
sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas que
le atraían constantemente a la tierra
perdida: su madre y su choza. ¿Qué iba a
ser de su madre sin él? Este pensamiento
le irritaba y le hacía concebir los más
inauditos proyectos. Y exaltado por los
recuerdos, nostálgico y cargado su
corazón de odio como una nube de
electricidad, harto en pocos días de la
vida de azar y merodeo que se le
obligaba a llevar, volvió a repasar, en
las postrimerías de una noche, el mismo
riachuelo que un mes antes cruzara a
pleno sol, bajo el silencio de una
poblada hostil y los ladridos de una
jauría famélica y feroz.
A pesar de su valentía, comprobada
cien veces, Maille, al pisar la tierra
prohibida, sintió como una mano que le
apretara el corazón, y tuvo miedo.
¿Miedo de qué? ¿De la muerte? Pero
¿qué podría importarle la muerte a él,
acostumbrado a jugarse la vida por
nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y
sus cien tiros? Lo suficiente para batirse
con Chupán entero y escapar cuando se
le antojara.
Y el indio, con el arma preparada,
avanzó cauteloso, auscultando todos los
ruidos, oteando los matorrales, por la
misma senda de los despeñaderos y de
los cactus tentaculares y amenazadores
como pulpos, especie de vía crucis, por
donde solamente se atrevían a bajar,
pero nunca a subir, los chupanes, por
estar reservada para los grandes
momentos de su feroz justicia. Aquello
era como la roca Tarpeya[*] del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades
de la ascensión y, una vez en el pueblo,
se detuvo frente a una casucha y lanzó un
grito breve y gutural, lúgubre, como el
gruñido de un cerdo dentro de un
cántaro. La puerta se abrió y dos brazos
se enroscaron al cuello del proscrito, al
mismo tiempo que una voz decía:
—Entra, guagua-yau[*], entra. Hace
muchas noches que tu madre no duerme
esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se
encogió de hombros y entró.
Pero el gran consejo de los yayas,
sabedor por experiencia propia de lo
que el indio ama su hogar, del gran dolor
que siente cuando se ve obligado a vivir
fuera de él, de la rabia con que se
adhiere a todo lo suyo, hasta el punto de
morirse de tristeza cuando le falta poder
para recuperarlo pensaba: «Maille
volverá cualquier noche de éstas; Maille
es audaz, no nos teme, nos desprecia, y
cuando él sienta el deseo de chacchar
bajo su techo y al lado de la vieja
Nastasia, no habrá nada que lo detenga».
Y los yayas pensaban bien. La choza
sería la trampa en que habría de caer
alguna vez el condenado. Y resolvieron
vigilarla día y noche por turno, con
disimulo y tenacidad verdaderamente
indios.
Por eso aquella noche, apenas Conce
Maille penetró en su casa, un espía
corrió a comunicar la noticia al jefe de
los yayas.
—Cunce Maille ha entrado a su
casa, taita. Nastasia le ha abierto la
puerta —exclamó palpitante,
emocionado, estremecido aún por el
temor, con la cara de un perro que viera
a un león de repente.
—¿Estás seguro, Santos?
—Sí, taita. Nastasia lo abrazó. ¿A
quién podría abrazar la vieja Nastasia,
taita? Es Cunce…
—¿Está armado?
—Con carabina, taita. Si vamos a
sacarlo, iremos todos armados. Cunce
es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el
pueblo eléctricamente… «¡Ha llegado
Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce
Maille!», era la frase que repetían todos
estremeciéndose. Inmediatamente se
formaron grupos. Los hombres sacaron a
relucir sus grandes garrotes —los
garrotes de los momentos trágicos—; las
mujeres, en cuclillas, comenzaron a
formar ruedas frente a la puerta de sus
casas, y los perros, inquietos, sacudidos
por el instinto, a llamarse y a dialogar a
la distancia.
—¿Oyes, Cunce? —murmuró la
vieja Nastasia, que, recelosa y con el
oído pegado a la puerta, no perdía el
menor ruido, mientras aquél, sentado
sobre un banco, chacchaba impasible,
como olvidado de las cosas del mundo
—. Siento pasos que se acercan, y los
perros se están preguntando quién ha
venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán
visto. ¡Para qué habrás venido aquí,
guagua-yau!
Conce hizo un gesto desdeñoso y se
limitó a decir:
—Ya te he visto, mi vieja, y me he
dado el gusto de saborear una chaccha
en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.
Y el indio, levantándose y fingiendo
una brusquedad que no sentía, esquivó el
abrazo de su madre y, sin volverse,
abrió la puerta, asomó la cabeza al ras
del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos
sospechosos; sólo una leve y rosada
claridad comenzaba a teñir la cumbre de
los cerros.
Pero Maille era demasiado receloso
y astuto, como buen indio, para fiarse de
ese silencio. Ordenole a su madre pasar
a la otra habitación y tenderse boca
abajo, dio en seguida un paso atrás para
tomar impulso, y de un gran salto al
sesgo salvó la puerta y echó a correr
como una exhalación. Sonó una descarga
y una lluvia de plomo acribilló la puerta
de la choza, al mismo tiempo que
innumerables grupos de indios, armados
de todas armas, aparecían por todas
partes gritando:
—¡Muera Cunce Maille! ¡Ushananjampi!
¡Ushanan-jampi!
Maille apenas logró correr unos cien
pasos, pues otra descarga, que recibió
de frente, le obligó a retroceder y
escalar de cuatro saltos felinos el
aislado campanario de la iglesia, desde
donde, resuelto y feroz, empezó a
disparar certeramente sobre los
primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó algo jamás visto
por esos hombres rudos y
acostumbrados a todos los horrores y
ferocidades; algo que, iniciado con un
reto, llevaba trazas de acabar en una
heroicidad monstruosa, épica, digna de
la grandeza de un canto.
A cada diez tiros de los sitiadores,
tiros inútiles, de rifles anticuados, de
escopetas inválidas, hechos por manos
temblorosas, el sitiado respondía con
uno invariablemente certero, que
arrancaba un lamento y cien alaridos. A
las dos horas había puesto fuera de
combate a una docena de asaltantes,
entre ellos a un yaya, lo que había
enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen, perros! —gritaba Maille
a cada indio que derribaba—. Antes de
que me cojan mataré cincuenta. Cunce
Maille vale cincuenta perros chupanes.
¿Dónde está Marcos Huacachino?
¿Quiere un poquito de cal para su boca
con esta shipina?
Y la shipina era el cañón del arma,
que, amenazadora y mortífera, apuntaba
en todo sentido.
Ante tanto horror, que parecía no
tener término, los yayas, después de
larga deliberación, resolvieron tratar
con el rebelde. El comisionado debería
comenzar por ofrecerle todo, hasta la
vida, que, una vez abajo y entre ellos, ya
se vería cómo eludir la palabra
empeñada. Para esto era necesario un
hombre animoso y astuto como Maille, y
de palabra capaz de convencer al más
desconfiado.
Alguien señaló a José Facundo.
«Verdad —exclamaron los demás—.
Facundo engaña al zorro cuando quiere
y hace bailar al jirca más furioso».
Y Facundo, después de aceptar
tranquilamente la honrosa comisión,
recostó su escopeta en la tapia en que
estaba parapetado, sentose, sacó un
puñado de coca, y se puso a catipar[*]
religiosamente por espacio de diez
minutos largos. Hecha la catipa y
satisfecho del sabor de la coca, saltó la
tapia y emprendió una vertiginosa
carrera, llena de saltos y zigzags, en
dirección al campanario, gritando:
—¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce!,
Facundo quiere hablarte.
Conce Maille le dejó llegar, y una
vez que le vio sentarse en el primer
escalón de la gradería, le preguntó:
—¿Qué quieres, Facundo?
—Pedirte que bajes y te vayas.
—¿Quién te manda?
—Yayas.
—Yayas son unos supaypahuachasgan[*]
que cuando huelen sangre
quieren beberla. ¿No querrán beber la
mía?
—No, yayas me encargan decirte
que si quieres te abrazarán y beberán
contigo un trago de chacta en el mismo
jarro y te dejarán salir con la condición
de que no vuelvas más.
—Han querido matarme.
—Ellos no; ushanan-jampi, nuestra
ley. Ushanan-jampi igual para todos,
pero se olvidará esta vez para ti. Están
asombrados de tu valentía. Han
preguntado a nuestro gran jirca-yayag y
él ha dicho que no te toquen. También
han catipado y la coca les ha dicho lo
mismo. Están pesarosos.
Conce Maille vaciló, pero
comprendiendo que la situación en que
se encontraba no podía continuar
indefinidamente, que, al fin, llegaría el
instante en que habría de agotársele la
munición y vendría el hambre, acabó por
decir, al mismo tiempo que bajaba:
—No quiero abrazos ni chacta. Que
vengan aquí todos los yayas desarmados
y, a veinte pasos de distancia, juren por
nuestro jirca que me dejarán partir sin
molestarme.
Lo que pedía Maille era una
enormidad, una enormidad que Facundo
no podía prometer, no sólo porque no
estaba autorizado para ello, sino porque
ante el poder del ushanan-jampi no
había juramento posible.
Facundo vaciló también, pero su
vacilación fue cosa de un instante. Y,
después de reír con gesto de perro a
quien le hubiesen pisado la cola,
replicó:
—He venido a ofrecerte lo que
pidas. Eres como mi hermano y yo le
ofrezco lo que quiera a mi hermano.
Y, abriendo los brazos, añadió:
—Cunce, ¿no habrá para tu hermano
Facundo un abrazo? Yo no soy yaya.
Quiero tener el orgullo de decirle
mañana a todo Chupán que me he
abrazado con un valiente como tú.
Maille desarrugó el ceño, sonrió
ante la frase aduladora y, dejando su
carabina a un lado, se precipitó en los
brazos de Facundo. El choque fue
terrible. En vez de un estrechón efusivo
y breve, lo que sintió Maille fue el
enroscamiento de dos brazos
musculosos, que amenazaban ahogarle.
Maille comprendió instantáneamente el
lazo que se le había tendido y, rápido
como el tigre, estrechó más fuerte a su
adversario, levantole en peso e intentó
escalar con él el campanario. Pero al
poner el pie en el primer escalón,
Facundo, que no había perdido la
serenidad, con un brusco movimiento de
riñones hizo perder a Maille el
equilibrio, y ambos rodaron por el
suelo, escupiéndose injurias y amenazas.
Después de un violento forcejeo, en que
los huesos crujían y los pechos
jadeaban, Maille logró quedar encima
de su contendor.
—¡Perro!, más perro que los yayas
—exclamó Maille, trémulo de ira—; te
voy a retacear allá arriba, después de
comerte la lengua.
Facundo cerró los ojos y se limitó a
gritar rabiosamente:
—¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está!
¡Ushanan-jampi!
—¡Calla, traidor! —volvió a rugir
Maille, dándole un puñetazo feroz en la
boca, y cogiendo a Facundo por la
garganta se la apretó tan rudamente que
le hizo saltar la lengua, una lengua
lívida, viscosa, enorme, vibrante como
la cola de un pez cogido por la cabeza, a
la vez que entornaba los ojos y una gran
conmoción se deslizaba por su cuerpo
como una onda.
Maille sonrió satánicamente;
desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo
la lengua de su víctima y se levantó con
intención de volver al campanario. Pero
los sitiadores que, aprovechando el
tiempo que había durado la lucha, lo
habían estrechamente rodeado, se lo
impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo
aturdió; una puñalada en la espalda lo
hizo tambalear; una pedrada en el pecho
obligole a soltar el cuchillo y llevarse
las manos a la herida. Sin embargo, aún
pudo reaccionar y abrirse paso a
puñadas y puntapiés, y llegar, batiéndose
en retirada, hasta su casa. Pero la turba,
que lo seguía de cerca, penetró tras él en
el momento en que el infeliz caía en los
brazos de su madre. Diez puñales se le
hundieron en el cuerpo.
—¡No le hagan así, taitas, que el
corazón me duele! —gritó la vieja
Nastasia, mientras, salpicado el rostro
de sangre, caía de bruces, arrastrada por
el desmadejado cuerpo de su hijo y por
el choque de la feroz acometida.
Entonces desarrollose una escena
horripilante, canibalesca. Los cuchillos,
cansados de punzar, comenzaron a tajar,
a partir, a descuartizar. Mientras una
mano arrancaba el corazón y otra los
ojos, ésta cortaba la lengua y aquélla
vaciaba el vientre de la víctima. Y todo
esto acompañado de gritos, risotadas,
insultos e imprecaciones, coreados por
los feroces ladridos de los perros, que,
a través de las piernas de los asesinos,
daban grandes tarascadas al cadáver y
sumergían ansiosamente los puntiagudos
hocicos en el charco sangriento.
—¡A arrastrarlo! —gritó una voz.
—¡A arrastrarlo! —respondieron
cien más.
—¡A la quebrada con él!
—¡A la quebrada!
Inmediatamente se le anudó una soga
al cuello y comenzó el arrastre. Primero
por el pueblo para que, según los yayas,
todos vieran cómo se cumplía el
ushanan-jampi, después por la senda de
los cactus.
Cuando los arrastradores llegaron al
fondo de la quebrada, a las orillas del
Chillán, sólo quedaba de Conce Maille
la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo
demás quedose entre los cactus, las
puntas de las rocas y las quijadas
insaciables de los perros.
Seis meses después, todavía podía
verse sobre el dintel de la puerta de la
abandonada y siniestra casa de los
Maille unos colgajos secos, retorcidos,
amarillentos, grasosos, a manera de
guirnaldas: eran los intestinos de Conce
Maille, puestos allí por mandato de la
justicia implacable de los yayas.