Una posesión judicial
Una posesión judicial
A Ezequiel Ayllón
I
—Yábar, su despacho.
El escribano aludido, acucioso y
solemne, con solemnidad un tanto
cómica, fue pasándome hasta una
veintena de escritos, los que iba yo
proveyendo a medida que me enteraba
del contenido. Dos demandas, tres
reposiciones, seis ofrecimientos de
prueba, una apelación, tres excepciones,
dos diligencias preparatorias, dos
artículos de nulidad y una solicitud de
diligencia posesoria, he aquí a lo que se
reducía aquella tarde el despacho del
escribano Yábar.
Al llegar al último escrito, al de la
diligencia posesoria, el actuario se
permitió hacerme esta indicación:
—Es la sexta vez que este señor, en
el espacio de cinco años, pide la misma
diligencia, según aparece del
expediente, y siempre la diligencia
quedó sin realizarse. Temo que ahora
suceda lo mismo, señor.
Pedí el cuaderno y me puse a
hojearlo, pues yo, por razón de ser un
mero juez ejecutor y de intervenir por
primera vez en él, no lo conocía.
Tratábase de un juicio de misión en
posesión, como se llamaba al interdicto
de adquirir en los tiempos del antiguo
Código de Enjuiciamientos Civiles,
terminado ya por sentencia ejecutoriada,
compuesto de unos trescientos folios e
incoado en 1898, y del cual no se sabía
qué admirar más, si la diabólica maraña
de excepciones, oposiciones y artículos
previos, la saña con que los litigantes
paraban y repetían los golpes, o la
marcha violenta o atáxica del
procedimiento. Y todo aquello
interrumpido por una serie interminable
de apelaciones, de las que hoy salía
triunfante el uno y mañana el otro, y
gracias a las cuales el derecho y la
legalidad hallaban de cuando en cuando
un punto de orientación en esa selva
intrincada de la mala fe y el odio.
Porque, en el fondo, el proceso no
era más que esto: lucha de la artería y de
la pasión; de la frase mordaz y del
derecho hipósito; lucha pestilente y
nauseabunda de dos medio hermanos,
cuyo odio había ido dejando por todas
las encrucijadas del juicio un reguero de
bilis y rencor, disimulado apenas por el
manto poco tupido de las formas
judiciales.
Lo más curioso de esta lucha
titánica, con cuya malgastada energía
aquel par de hombres habría podido
horadar una montaña con las manos, o
llegar a pie a los polos, o haber
encadenado a sus plantas la fortuna, era
que, después de doce años de rudo
batallar, una vez alcanzado el triunfo
definitivo, había sobrevenido el
estancamiento, la pasividad, una
pasividad casi rayana en el abandono,
interrumpida de tarde en tarde por algún
escrito breve, igual al que acababa de
proveer.
¿Por qué estas peticiones tan
regulares, tan distanciadas y tan
abortadas siempre? Y si de aquí podía
deducirse que esa penumbra de olvido,
en que parecía dormir el proceso, no era
más que aparente, que tras de aquel
montón de papel sellado había un ojo
que vigilaba y una voluntad que pedía
¿por qué esas paradas súbitas, por qué
ese abandono ilógico, para volver a
pedir al año siguiente lo que no había de
realizarse por culpa del mismo
peticionario? Se diría que en esto había
algo de morboso, una delectación
malsana de pedir por pedir, para, una
vez obtenida la providencia, retroceder,
esfumarse y dejar la diligencia aplazada.
Me parecía estar frente a un caso
sospechoso de manía litigiosa, en que el
sujeto, al verse vencedor después de una
larga y dispendiosa campaña procesal,
no teniendo ya con quién contender, se
deleitaba en saborear su triunfo y
prolongar indefinidamente la realización
del acto posesorio, de ese acto que
veinte años atrás viera surgir a través de
una altisonante y kilométrica demanda y
que ahora, no dependiendo aquello más
que de su voluntad, de su simple
concurrencia al acto posesorio, la
evitaba para no matar con ello el más
hermoso sueño de su vida.
Y me parecía ver también en esta
conducta un asomo de ferocidad en
acecho, algo propio de esas bestias
feroces, que, después de devorar su
presa hasta saciarse, se tienden a su
lado, extendidas las garras, a dormitar.
O algo de aquellos asesinos, que,
después de matar, fascinados por la
púrpura de la sangre derramada, se
quedan junto al muerto hasta que la
justicia y el gendarme le tornan a la
realidad de su tragedia.
Hallábame en estas y otras
divagaciones, sugeridas por la lectura
de los autos, cuando alguien vino a
sacarme de ellas. En el umbral,
ceremonioso, con un escrito en la
diestra, esperaba un hombre de trazas
recónditas, extraño, cuyo vestido
estrafalario y anacrónico resaltaba,
como una mancha innoble, en la
deslumbrante claridad que penetraba por
la puerta.
¡Qué traje el de aquel hombre! Se
diría que antes de ponérselo había
estado rodando por el polvo de algún
ruinoso desván, o por el fondo de algún
viejo y abandonado arcón. Todo él
resumía desaliño y antigüedad. El corte
y encintado del chaqué, la forma tubular
del pantalón, el cuadriculado dibujo de
la tela y algunos pormenores más
estaban indicando que aquel vestido
había vuelto a la luz del mundo con el
retraso de tres o cuatro modas
masculinas. Y como corroborando esto,
un hongo negro y aludo, caído
pronunciadamente sobre el rostro del
visitante y una bufanda de vicuña,
enroscada al cuello, en un sola vuelta, y
con las enflecadas puntas sobre el
pecho, que contribuía a darle a aquel
raro individuo un aire de convaleciente.
No entendí lo que aquel hombre
farfulló al pasarme el escrito. De lo
único que estoy seguro es de que dijo
algo gutural, inarmónico, sordo, que
apenas percibí y que me desagradó
profundamente.
—Está bien —le respondí, sin
mirarle apenas—. Voy a proveer su
escrito inmediatamente.
¡Qué rara sensación la que sentí al
contacto de aquel papel viscoso y
nauseabundo! Parecía bailar ante mis
ojos y no sentirlo entre mis manos.
Estaba en perfecta consonancia con el
traje descrito: el mismo sello de vejez,
los mismos pliegues aludidos, el mismo
desgaire y con un bienio de retraso, en
vez de la flamante y tersa hoja, como era
de esperarse, al igual de los otros
recursos presentados ese día.
«Señor juez», comenzaba… y en
seguida, dos borrones, a manera de dos
puntos. A continuación una serie de
renglones gruesos, toscos, apalotados,
que me costó un esfuerzo enorme
descifrar. El recurso parecía escrito
rabiosamente, como en un rapto de
histerismo, o en un instante catastrófico,
en que, roto el freno de la cordura, el
litigante, vencido, echa a galopar su
despecho por las tentadoras llanuras del
papel sellado. ¡Qué lenguaje tan
bárbaro, tan antijurídico y a la vez tan
propio y tan contundente, tan veraz y tan
hondo!
Nada de eufemismos hipócritas, de
citas legales, más o menos pertinentes,
de retoricismo capcioso y detonante.
Todo él era fuerza y acometividad. Se
diría que el propósito del opositor --
pues se trataba de una oposición a la
diligencia posesoria pedida— a pesar
de que debía estar convencido de la
inutilidad de su recurso, no era otro que
herir el lado moral de su colitigante.
Como él decía: «No se trata de un
individuo cualquiera. Con un extraño mi
actitud habría sido otra. Pero es que en
el fondo de la disputa hay algo más que
un interés material, que un simple
derecho, que la codicia por una cosa tan
mísera como los bienes de una herencia,
cuya posesión no importa que se haya
pedido judicialmente: hay el derecho al
nombre que llevo, en el que se halla
envuelto el de mi madre; derecho contra
el cual el leguleyismo y la rapacidad de
mi colitigante han ido hasta el cinismo,
probando, gracias a no sé qué artimañas,
que yo, el verdadero hijo de don Juan
María de Quiñónez y Puelles soy un
farsante, un usurpador. ¡Farsante!…
Farsante yo, que he vivido, desde que
nací —cosa que no podrá decir el
titulado mi hermano— bajo el mismo
techo que mi padre, a la vista de todo el
mundo y paseando por todas partes el
ilustre apellido que llevo».
Efectivamente, a estar a lo dicho en
lo demás del recurso y en otros
semejantes, el opositor resultaba un
sosías del viejo don Juan María. No
había más que compararles: el mismo
mentón prógnata y recio, que le valió de
sus condiscípulos el mote de Gorila: la
misma barba crespa y acollarada, como
una fosca media luna, de los Puelles,
transmitida a toda la descendencia por
el conquistador de este nombre y
fundador más tarde de la muy noble
ciudad de los caballeros de León de
Huánuco, quien, salido de un
mediterráneo pueblecillo español,
aportó a la tierra conquistada toda la
supervivencia y tenacidad de sus
mayores; los mismos rasgos enérgicos e
imperativos; la misma cabellera
ondeada; la misma nariz aquilina y firme
y hasta el mismo ceceo, que le hacía
aparecer un poco infantil en sus fugaces
instantes de alegría y expansión.
Lo que no pasaba con el pícaro de su
señor hermano. No había más que verle
para adivinar que en las venas de ese
hombre podía haber sangre de todas las
sangres del mundo, menos de la de los
Quiñónez y Puelles. ¿Y cómo era
posible que un hombre así, desvinculado
ostensiblemente de los suyos por el alma
y por el cuerpo, salido de las alturas de
Pillao y aparecido de repente en
Huánuco, resultara el verdadero amo y
señor de la solariega casa de los
Puelles?
Entre el laberinto de sus recuerdos
infantiles había uno que estaba
fuertemente adherido a su memoria,
como un clavo a una tabla: el de que su
padre no procreó nunca en su primera
mujer. Y hasta otro más: el de que al día
siguiente de haberse casado don Juan
María con esta primera mujer, se separó
de ella ostensiblemente y se fue a vivir,
solo y retraído por un tiempo, en uno de
sus fundos. ¿Cuál fue el motivo de esta
separación? ¿Qué hijo era éste que había
esperado, para darse a conocer como
tal, que su padre muriera? ¿Por qué su
progenitor, si es que tuvo noticia de este
hijo, lo calló siempre? Y si la
imputación era falsa ¿por qué no ocurrió
a la vía judicial para destruirla?
¡Ah, la razón la veía ahora muy
clara! Había sido preciso toda la labor
exhumadora y disolvente de los juicios
para haber llegado a ver en el fondo de
ese silencio, ceñudo y hostil, de su
padre, cuya dignidad no le permitió a
éste violarlo nunca.
De ahí esa tenacidad, esa ruda
franqueza en sus escritos, que una
indignación justa no le permitía minorar.
De ahí el espectáculo de un hombre
vencido, agotado por la inmisericorde
mano de la ley, pero no convicto. Por
eso todos sus recursos resultaban como
una catapulta. «Yo no puedo aceptar,
señor juez —decía al fin del que
acababa de presentarme— que ese
hombre sea mi hermano. Si lo fuese
habría callado y no removido cosas que
no debieron salir jamás a la curiosidad
pública, por propia conveniencia y por
respeto a ese mismo hombre que tan
sarcásticamente ha resultado su padre.
Nada vale que sea hijo suyo por obra de
la ley, de esa ley que sólo él pudo
invocar, si ante Dios y los hombres no lo
es. Este Jesús Quiñónez, que más que
Jesús es Satanás, no puede ser hijo de
mi padre. Por consiguiente, lo que se va
a cometer conmigo es un verdadero
despojo judicial. La posesión que se le
va a ministrar hará estremecer a mi
padre en su tumba».
«Ahora, si usted, señor juez,
desoyendo esta solicitud, que es la
expresión de la verdad, procede a poner
a ese sujeto en posesión de lo que en
justicia es mío, desde este instante lo
emplazo ante el altísimo Tribunal de
Dios, para que allí responda por la
pérdida de mi alma».
¡La pérdida de su alma!… ¿Qué
habría querido decir con esta solemne
frase aquel señor tan rebelde a los
dictados de la justicia? ¿Qué relación
habría para él entre su alma y la
posesión judicial que se iba a ministrar
al otro Quiñónez? ¿Encerraría esto algún
siniestro propósito?
Deseoso de conocer algo más de la
vida de este irreductible don Juan María
Quiñónez y Lúcar, me resolví a
interrogar a Yábar, biblia profana de la
vida huanuqueña y perfectamente al
tanto de toda la serie de juicios
sostenidos entre ambos hermanos.
—¿Conoce usted, Yábar, a este Juan
María de Quiñónez y Lúcar?
—Muchísimo, señor. Es, sin duda
alguna, el verdadero y único hijo del
viejo don Juan María. El otro es un
vivo, detrás del cual se han parapetado
dos o tres personas, a quienes señala
todo el mundo como interesadas en la
cuantiosa herencia de aquel viejo.
—Pues el que acaba de estar aquí, a
juzgar por su recurso, no parece tonto.
—Tonto no, pero sí un poco ingenuo.
Ha tenido la presunción de defenderse
solo, aprovechando de la defensa libre y
atenido a la justicia de su causa, que no
siempre, dicho sea sin agraviar, es la
mejor razón para ganar un juicio. Por
eso los ha perdido casi todos. En cierta
ocasión que me permití aconsejarle, me
contestó que la verdad no necesitaba de
leguleyos ni tinterillos. Naturalmente el
otro, que ha sabido defenderse y gastar
el dinero a manos llenas, ha llegado a
probar su derecho a la herencia del
viejo Quiñónez, cuantiosa, como he
dicho ya, pues, además de la casa a que
se refiere la posesión, comprende dos
fundos de montaña, de doscientas cargas
de coca cada uno, otro en el valle, de
caña, y algunas fincas en Lima. Todo lo
cual está tasado en poco más de
doscientos mil soles. Y ya usted sabe,
señor, lo que son las tasaciones
judiciales cuando el fisco y los
interesados andan de por medio. No es,
pues, grano de anís lo que los Quiñónez
pleitean.
—Pero en el recurso de hoy habla
Quiñónez y Lúcar de legitimación…
—Verdad, pero su hermano Jesús le
ha probado que todo aquello, si no fue
falso, era, cuando menos, nulo, por
haber sido hecho estando viva su madre,
es decir, la primera mujer del viejo
Quiñónez. Porque ha de saber usted que
el señor fue casado dos veces.
—¿Y por qué asevera entonces, tan
enfáticamente, el Juan María que su
hermano Jesús no es tal hermano suyo?
¿Por qué seguridad y vehemencia en
afirmarlo?
Yábar sonrió maliciosamente, con
esa sonrisa socarrona con que sonríe a
todo el mundo, especialmente a mí
cuando quiere adularme, movió la
cabeza con un aire muy suyo y contestó:
—Porque es un hecho que está en la
conciencia de todos, y hasta en la del
mismo Jesús, a quien alguna vez,
leyendo los recursos de Juan María al
respecto, le oí decir, cínicamente: «Que
sea yo su hermano o no, lo cierto es que
yo seré el dueño de todo». Y como la
ley ha declarado sumariamente que don
Jesús es hijo del viejo Quiñónez y el
otro no, a pesar de lo que le consta a
todo el mundo, mientras en el juicio
contradictorio que siguen ambos no se
acredite lo contrario, el Jesús tendrá que
echarse sobre todo, como ya se ha
echado sobre los fundos.
—¿Cómo explica usted lo del
intestado de Quiñónez? ¿No cree usted
inverosímil que un hombre, a quien hay
que suponer profundamente herido y
enconado contra su primera mujer, se
descuidara hasta el extremo de no tomar
disposición alguna en resguardo de sus
bienes, por ejemplo, la de testar?
—Inverosímil, indudablemente. Pero
lo cierto es que si testó, el testamento
tuvo que ser cerrado, pues de otro modo
los notarios lo habrían hecho público, y
de esto nadie ha dicho una palabra hasta
hoy. Lo que no dejaría también de ser
inverosímil, pues es un acto en que han
debido intervenir hasta ocho personas,
seguramente honorables y de la
confianza del testador, el silencio de
todos sólo podría explicarse por la
colusión y el soborno, cosa que se hace
difícil aceptar. Además, sobre este punto
se ha seguido un juicio por sustracción
de documentos, alhajas y otros valores
contra Jesús, que terminó por
sobreseimiento definitivo. La ley no ha
tenido, pues, más remedio que declarar
a éste hijo de don Juan María y, como
tal, heredero de sus bienes.
—¡Y por una cosa tan clara han
disputado tantos años!…
—Es que el Juan María no quiso
(cosa que al principio se le propuso)
compartir la herencia con Jesús. Se
fundaba en que la proposición era una
pillería que no podía aceptar sin
deshonrar su nombre.
—A todo esto ¿quién es realmente el
padre de Jesús?
—Un primo de su madre, que fue
con quien vivió públicamente desde que
ésta fue repudiada por el viejo
Quiñónez. Por eso tuvieron al Jesús, que
nació a mucho más del año de la
separación, oculto varios años en un
fundito de Pillao.
—Ahora me explico el tono violento
del recurso.
—Es el tono de siempre, señor. Lo
que me extraña en esta vez es su
insistencia en oponerse, sabiendo que
sus demás oposiciones han sido
desechadas y que hay ejecutorias al
respecto. Lo creía ausente… No se le ha
visto en mucho tiempo… ¿Dónde habrá
salido?
—¿No lo sabe usted?
—No, señor. Han corrido ciertas
versiones sobre su ausencia: una decía
que su hermano lo tenía secuestrado en
la montaña; otra, que se había marchado
al extranjero, gracias a una gruesa suma,
que le diera su hermano para que le
dejase en paz. Y como nadie ha tenido
interés en averiguarlo…
—Bien. Teste usted en el recurso, de
manera ilegible, todas las palabras que
le indico, dejando previamente copia de
ellas en el libro respectivo, y ponga no
ha lugar y a los autos.
II
Y llegó el día de la diligencia tantas
veces frustrada.
Tratábase de un caserón de dos
pisos, ruinoso, destartalado, lleno de
antigüedad y silencio, cuya fachada
hacía pensar en que tras del hermetismo
de sus portones, anchos y pesados,
yacería en la oquedad de sus
habitaciones, desmenuzado, el orgullo
de una familia soberbia y caciquista. Sus
rejas voladas y pletóricas de macicez y
de dibujos revesados y cubiertos de
leprosa herrumbre secular; sus balcones
tribunicios y de cenicientos balaustres
de madera; su portón principal, de
marcos repujados y talladuras
estrambóticas en el desmesurado plan de
los tableros; sus paredes desteñidas y
emporcadas por el asperges continuo de
las lluvias, todo contribuía a darle a
aquella casona colonial una solemnidad
fría, siniestra.
En el primer momento tropezamos
con una dificultad: la de no hallar con
quién entendernos para el franqueo de la
casa, delante de la cual el escribano y
yo tuvimos que permanecer algunos
minutos esperando al interesado, que
había prometido asistir. Algunas cabezas
de curiosos, a manera de gárgolas,
asomaban por las puertas y ventanas
vecinas.
De pronto un jinete que llega,
desmonta y saluda ceremoniosamente,
con leve y falsa sonrisa, tan falsa como
el plateado metal de las riendas de su
cabalgadura. En seguida saca, con
brusquedad que revela muy bien lo
arrebatado de su carácter, de una alforja
de cuero, un negro y desmedido llavón,
en cuyo ojo luce el capricho de un
arabesco, y lo hunde, como una
puñalada, en la cerradura del
postiguillo, el cual lanza al abrirse un
gemido oxidante, al mismo tiempo que
un jabardillo de gorriones y jilgueros
huye despavorido.
Adentro, el abrojo y el chamico
medran adueñados del zaguán y del
patio: el primero, extendiéndose como
híspida alfombra sobre el empedrado
suelo; el segundo, alzándose en forma
montuosa, que fue preciso hender,
pisotear, para poder llegar hasta la sala.
En esta habitación, que estaba precedida
por un amplio vestíbulo de barandilla y
columnata, la construcción era de un
orden menos bárbaro, más regular: tenía
algo de la grave y sobria pureza de
líneas de las casonas hispanas, que
nuestra criolla simplicidad supo apenas
comprender y que más tarde adulteraran
las nimiedades de los empíricos de la
plomada y el palustre. Además de su
perfecta rectangularidad, la
ornamentación original y caprichosa de
aquella sala extensa hacía curioso
contraste con la pobreza estética de la
fachada, enteramente desprovista de
relieves y surcos decorativos. Mientras
afuera todo era vetustez y llaneza, aquí
todo era suntuosidad y ostentación. El
mosaico del zócalo, el dorado y la
pintura de las rejas y maderos, la
elegancia del artesonado, resultaban
como el capricho principesco de un gran
señor, mitad soldado, mitad monje, que,
al par que dejaba para el exterior de su
casa toda la humildad gazmoña de la
época, se complació en derrochar en el
interior un poco de soberbia hidalga,
para así gozar mejor de la dicha de
poseerla él solo en su retiro.
La única nota disonante en aquella
estancia señoril era el piso,
desenladrillado, removido y lleno de
visibles excavaciones, que hacían
suponer fundadamente que alguien había
pasado allí quién sabe qué horas de
angustia y codicia, en busca de algún
tradicional tapado[*].
Una luz turbia y triste, amortiguada
por el azul intenso de las vidrieras,
permitía apenas distinguir el fondo de
las habitaciones contiguas, cuyas
puertas, a pesar de hallarse abiertas de
par en par, parecían hostiles a toda
violación. Frías ráfagas de viento
soplaban de aquel fondo penumbroso,
saturado el ambiente de un acre olor de
tierra húmeda y de pegajosas
emanaciones de murciélago, y aportando
en sus ondas un áspero y monocorde
gemir de rendijas mal ajustadas.
Como no hubiera mesa en qué
escribir ni sillas en qué sentarse e
hiciera yo al respecto una observación
un poco acerba, Quiñónez, un tanto
contrariado, se apresuró a disculparse:
—Tiene usted razón, señor juez,
pero la culpa no ha sido mía. Le mandé
a un compadre mío la llave hace dos
días para que preparase todo para hoy y
el muy estúpido salió devolviéndomela,
y no siquiera inmediatamente, sino esta
mañana, dándome como disculpa el no
haberse hallado en ánimo de entrar solo
a esta casa, y que nadie había querido
tampoco acompañarle. Una tontería de
esta gente supersticiosa. Suplico que me
excuse usted y que tenga la bondad de
esperar mientras yo voy adentro por
todo lo necesario. A no ser que usted
prefiera pasar adelante…
—No; prefiero sentar aquí el acta.
Sólo le recomiendo brevedad, porque ya
ha transcurrido más de un cuarto de hora
y yo no acostumbro esperar mucho.
Mientras Quiñónez se alejaba, mi
escribano, que hacía rato hojeaba con
mal disimulada nerviosidad el
expediente, exclamó:
—Señor, me pasa una cosa extraña:
el recurso de oposición no está en los
autos, sin embargo de que estoy seguro
de haberlo cosido yo mismo. ¿No cree
usted, señor, que esto podría entorpecer
la diligencia?
—Si lo hubiese usted cosido ahí
estaría —repliqué desconfiado—. ¿No
será éste uno de los tantos olvidos de
que usted adolece?
—Le juro, señor, haberlo agregado
el mismo día que usted lo proveyó.
Recuerdo todavía que al fijarme en la
data, en vez de 1918, como debía
haberse puesto, decía 1916, por cuyo
motivo puse la certificación respectiva.
Recuerdo también que la segunda hoja
del pliego estaba más aceitosa que la
otra y con pronunciados manchones en
sus dobleces.
—Quiero aceptar su disculpa, sin
que esto signifique que no haya
incurrido usted en falta. Antes de venir
ha debido revisar usted el expediente y
remediar el olvido. Ahora no queda otro
recurso que proceder, al comenzar el
acta, como si el escrito estuviese en los
autos, es decir, prescindiendo de la
última foja del cuaderno. ¿Ha oído
usted?
Y doblemente contrariado por la
falta del uno y la demora del otro,
demora que ya comenzaba a escamarme,
añadí: —Vaya usted, Yábar, a ver qué hace
ese hombre. Parece que él fuera el
primero que estuviera interesado en
frustrar la diligencia.
Una vez solo, comencé a pasearme
en el vestíbulo y a remontar mi
imaginación por aquellos coloniales
tiempos en que, seguramente, fue
edificada aquella solariega casa, tan
disputada, tan sola y tan temida. Porque
de todas las casas del barrio de
Huallaico ésta, conocida por la de los
Puelles, era la más histórica, la más
legendaria y la más célebre. Célebre no
sólo por el pleito y el odio andino de los
hermanos Quiñónez, sino por la
tradicional munificencia de sus antiguos
dueños y, sobre todo, por la serie
inagotable de leyendas, fantasmas y
duendes con que la había ilustrado la
fantasía popular.
No había vecino de Huallaico que
no tuviese que contar algo espeluznante
de ella. Ruidos, lamentos, llamas,
aparecidos, todo el aparato escénico de
lo sobrenatural poníase en acción en la
siniestra casona tan luego como caían
sobre ella la noche y el silencio.
Huallaico entero envolvíase en
supersticioso terror. A esto contribuía,
además de la sencillez de sus
moradores, en su mayor parte gente de
modesta condición, la lobreguez espesa
en que quedaba sumergido el barrio una
vez pasadas las ocho. Después de esta
hora nadie se aventuraba a pasar delante
de la funesta casa. La gente prefería
rodear a correr el riesgo de un mal
encuentro.
Y heme a mí aquella mañana en el
mismo corazón de la casa de los
Puelles, con la imaginación excitada por
la sugerencia del ambiente, a pesar de
mi innata resistencia a todo lo
sobrenatural.
A ratos una extraña frialdad, que
insensiblemente había ido apoderándose
de mí, hacíame estremecer y sentir un
malestar indefinible, hasta el punto de
querer postergar la diligencia y
retirarme. Aquélla era una frialdad sutil,
de éter, que me pasaba como copos de
algodón sobre los párpados y me
obnubilaba las ideas.
De repente, un grito breve y
profundo, venido del interior de la
casona, me paró en seco. Era un grito
que escuchaba por primera vez en mi
vida. Tenía de aullido, de estertor, de
exclamación, de hipo… ¿Era aquello
efecto del espanto, del dolor, del odio,
de la rabia…? Y si era grito humano
¿quién podía haberlo proferido?
¿Quiñónez o Yábar? Porque habiendo
salido de adentro lo natural era suponer
que proviniese de alguno de los dos.
No pude contenerme y grité:
—¡Yábar! ¿Dónde está usted,
Yábar? ¿Por qué se demora usted
también?
No había terminado aún de
exclamar, cuando Yábar se precipitó en
la sala, pálido, desalado, balbuciente,
jadeante, sudoroso…
—¡Señor, venga usted, venga usted!
No sé qué cosa le ha pasado a Quiñónez.
Porque yo creo que le ha pasado algo…
Por aquí, por aquí, señor.
Y ambos nos precipitamos por el
pasadizo que une el primer patio con el
interior de la casa, a la vez que
interrogaba a Yábar:
—¿Que le ha dado algún ataque a
ese hombre?
—Yo creo que algo peor que eso…
Salvo que se haya vuelto loco, porque
sólo a un loco puede ocurrírsele estarse
ahí mudo y en la posición en que está.
Atravesamos un patio enorme, en
cuyo centro se destacaba, como un obús
que apuntara al cielo, la pétrea boca de
un pozo, sobre cuyo brocal un
desvencijado torno tenía desenroscada,
a manera de intestino, toda la longitud
de su soga, destrenzada y reseca, y
después de cruzar un corral, cuajado de
cactos y tomates silvestres, penetramos
en una huerta deslumbradora de
exuberancia y frondosidad.
Yábar, que me precedía, se detuvo y,
señalando hacia un punto, exclamó:
—¿Alcanza usted a ver algo, señor?
Miré y me quedé estupefacto. En el
punto señalado se alzaba, cual un
monstruoso vientre encinta, un horno de
adobes, lamido y agrietado por las
lluvias y el tiempo, del que salían por la
boca un par de pies calzados, con las
puntas hacia abajo y enteramente
inmóviles. Para apreciar mejor el
cuadro nos acercamos. Aquéllos eran
indudablemente los pies de Quiñónez.
Las espuelas, que no tuviera tiempo de
quitarse, el barro reciente de los
tacones, el color marrón de las polainas,
estaban ahí confirmándolo.
¿Qué diablos había ido hacer allí
aquel hombre? Si estaba vivo ¿por qué
esa actitud que parecía la de un muerto?
Y si estaba muerto ¿qué impulso fue el
que le arrastró hasta allí, en busca de un
refugio tan extraño?
—¡Quiñónez! ¡Quiñónez! ¿Qué está
usted haciendo ahí?
Como no contestase ni diera muestra
alguna de vida, hice que Yábar lo tirara
fuertemente de los pies, medida que
tampoco dio ningún resultado, pues
parecía que alguien le sujetaba de
adentro.
—Parece que le tuvieran agarrado,
señor —exclamó Yábar—. Yo juraría
que está muerto.
—Por lo mismo, hay que sacarlo.
Siendo la boca del horno tan grande, no
veo la imposibilidad de que no pueda
salir. Tiremos de él los dos.
Vano esfuerzo. Por más que
jalábamos no pudimos sacarlo ni una
pulgada. Enfurruñado, solté y volví a
interrogar al escribano.
—¿Cuando entró usted a la huerta
estaba ya Quiñónez en esta posición?
—Sí, señor.
—¿Movía aún los pies?
—Me parece que sí, aunque no estoy
seguro.
—¿Notó usted aquí algo que le
revelara la presencia de otra persona?
—Absolutamente no. Lo que sí
recuerdo es haber visto, al atravesar el
segundo patio, en uno de los cuartos de
la derecha, una mesa patas arriba. Y
estoy recordando también que había un
sombrero caído. Me parece que era el
de Quiñónez.
—Y al encontrarlo en esta postura a
Quiñónez ¿no tuvo usted la curiosidad
de acercarse para ver lo que estaba
haciendo?
—Cómo no, señor; y hasta le di la
voz, y al ver que no me respondía, le tiré
de los pies y entonces salió del horno un
grito como de gato rabioso, que me
horripiló y me hizo salir corriendo hasta
donde usted. Es todo lo que he visto y
oído.--
Veo que es usted muy
sugestionable… Pero dejemos a un lado
el interrogatorio y vamos a otra cosa.
Inmediatamente comencé a dar las
órdenes convenientes, a fin de que dos
de los vecinos, que poco a poco habían
ido penetrando en la huerta, fueran en
busca de los instrumentos necesarios
para romper el horno, única manera de
sacar a Quiñónez.
No hubo que esperar mucho. Antes
de lo que yo pensaba aparecieron los
comisionados, armados de picos y
palanas y seguidos de una turba de
curiosos, medio azorada y recelosa, la
cual, apenas vio aquel par de pies
salientes, comenzó a decir: «¡Quiñónez!
¡Don Jesús Quiñónez!… Su hermano,
que no sabe por dónde anda, se la tenía
jurada para cuando vinieran a darle
posesión».
Mientras estas parecidas
exclamaciones corrían de boca en boca,
los hombres de los picos, subidos al
horno, lo demolían febrilmente. Al fin
uno de ellos, desvanecida la nube de
polvo que los envolvía, miró por el
ancho boquete y, lleno de infantil
asombro, exclamó:
—¡Es un hombre! ¡Está boca abajo y
sin sombrero!…
La multitud recibió con burlona
carcajada las observaciones, un tanto
ingenuas, del buen hombre, y hasta hubo
alguno que gritó: «¡Miren qué
perspicacia! ¡Si no lo dices tú!»…
—Señor —volvió a exclamar el
mismo individuo, imperturbable ante la
fisga con que lo acababan de rociar—,
tiene las manos en el suelo y la cara
sobre un charco de sangre… Parece que
la hubiera vomitado.
De un salto me encaramé al horno.
Efectivamente, el hombre que yacía
tendido boca abajo era Jesús Quiñónez.
Estaba sin sombrero y con los brazos
separados, formando ángulo recto con
los codos, clavadas las primeras
falanges de las manos en las
resquebrajaduras del suelo del horno y
con la cabeza apoyada sólo por la
barba, en actitud de esquivez, de
suprema angustia, o quizás de horror al
nauseabundo contacto de la sangre, que,
cuajada ya, parecía una mermelada
diabólica que hubieran querido
hacérsela comer.
El espectáculo, trágico de suyo, a
pesar de la frescura primaveral y de la
esplendidez meridiana del sol, tenía
todas las características de un
acontecimiento fatal. No se descubría en
él huella alguna de crimen, ni de acto
propio violento. Aquello parecía más
bien el efecto de un trastorno moral
repentino, colocado fuera de todas las
reglas de la lógica, de todos los
principios de la normalidad.
Desde luego ¿cómo explicar el caso
de un sujeto, al parecer lleno de vida,
que en el momento de ir a coronar su
triunfo huyo de él y por su propia
voluntad corre a sumergirse
trágicamente en una realidad tan brutal y
repulsiva como la de la muerte? Ahora
iba yo encontrando bastante significativo
ese empeño suyo de que el acta se
sentara en la misma casa, cuando bien
pudo sentarse en cualquier otra de la
vecindad. Y luego ¿por qué esa
determinación de ir solo por la mesa y
las sillas, pudiendo haberse hecho
acompañar del escribano o de algún
vecino? ¿Sería porque nada tuvo que
temer entonces?
Y entrando en el fondo del asunto.
¿No sería esto obra del irreductible
hermano, de ese Juan María, hasta ayer
ausente, quien, viendo lo inútil de su
oposición, hubiese optado, al fin, por
una medida extrema? Y si era así ¿cómo
pudo haber previsto que su hermano
había de ir solo al interior de la casa en
pos de la mesa y solo precisamente?
Casual o previsto el caso, ¿cómo pudo
matarle y llevarle cargado desde el
cuarto en que estaba la mesa volcada
hasta la huerta, y, como quien mete una
pala de pan, introducirlo en el horno y
desaparecer? Todo esto, en un tiempo
relativamente corto. Y he dicho llevarle
cargado porque nada indicaba que
hubiera sido arrastrado.
También había otra solución: que el
Juan María hubiese obrado con el
auxilio de alguien o que otros hubiesen
procedido por cuenta suya. Desde este
punto de vista el hecho parecía
explicable. Pero ¿por qué había
esperado hasta el último momento dando
lugar a que recayeran sobre él, como era
natural, todas las sospechas? ¿Por qué
no se quitó de en medio al hermano en
otro instante cualquiera? Un asalto en el
poblado y a medianoche… Un
esquinazo…, en cualquier parte, a esas
horas en que la ciudad queda en
tinieblas y silencio profundo…
Todas estas reflexiones bullían en mi
mente sin humana explicación. Lo único
que me respondía era lo extraordinario,
lo sobrenatural, tanto más lógico cuanto
más me empeñara en encerrar mi razón
de juez ritualista y disciplinado en el
frío discernimiento de los hechos.
Una vez hechas las anotaciones
respectivas, pues desde aquel momento
empezaba la investigación judicial, hice
extraer al occiso, no sin visible esfuerzo
para desprenderle las agarrotadas
manos, y colocarle a la sombra de un
pacae, donde se le examinó
minuciosamente. El cuerpo estaba
intacto; no presentaba huella alguna de
lesión, y la sangre que le empurpuraba
la boca parecía más bien producida por
un derrame interno. ¿Aneurisma, golpe
violento en alguna noble entraña, para
cuya afirmación era preciso la autopsia
o cierto transcurso del tiempo? ¡Quién
sabe! Mi perplejidad subió de punto
cuando uno de los curiosos, que estaba
encima del horno, gritó:
—¡Señor juez, parece que aquí hay
un hombre enterrado! Se le ve algo por
las junturas de los adobes…
Me acerqué presuroso y aguaité. No
había duda alguna: por entre el charco
de sangre emergía algo como una mota
de pelos, y en opuesto sentido, por entre
las junturas de los mal asentados
adobes, se entreveían las puntas de unos
botines resecos y amarillos.
Ante este nuevo hallazgo, hice
reanudar su tarea a los improvisados
piqueros, descubriéndose después de un
breve trabajo, entre el asombro de los
unos y el espanto de los otros, el
cadáver de un hombre con un puñal
clavado en el pecho hasta el mango.
Cuando le vi en el suelo, al lado del otro
cadáver, un choque brutal me conmovió
hasta la médula, haciéndome exclamar:
«¡Qué parecido al hombre del recurso!».
Yábar, que también se había
acercado a contemplarle, se espeluznó y
salió de estampida a refugiarse entre la
turba, que repetía, acaloradamente: «¡Es
don Juan María Quiñónez! ¡Es él… es
él!… ¡Con razón penaban tanto en esta
casa!…».
La verdad era que el nuevo cadáver
coincidía en toda su indumentaria con el
del hombre del recurso: el mismo traje,
la misma bufanda de vicuña enrollada al
cuello, el mismo hongo faldudo, el
mismo calzado amarillo de pasadores.
Y, personalmente, también había entre
ellos algo de común: la barba crespa y
acollarada de simio gigante.
En cuanto a su estado, conservaba
todavía la piel íntegramente. Estaba en
un periodo de momificación, en ese
periodo en que los cadáveres despiden
un tufo acre, muy parecido al de los
cirios viejos guardados. Podía
afirmarse, sin temor alguno, que el
cadáver del llamado por todos Juan
María Quiñónez databa de unos dos
años atrás. A esto se añadía la vieja
oxidación del puñal y el acentuado
sacofagismo del traje.
Claro es que desde un punto
estrictamente legal la afirmación de los
vecinos sobre la identidad del cadáver
no podía aceptarse como definitiva.
Tanto podía ser el de Juan María
Quiñónez como el de algún otro
individuo parecido. Era necesario
agotar primero todas las posibilidades
contrarias, cerrar el círculo hasta no
dejar dentro, como en una retorta, más
que el precipitado de la certidumbre.
Además, mi lógica no me permitía
conciliar un absurdo: el de la relación
íntima entre el hombre del recurso y el
del fúnebre hallazgo. Mientras para
todos los presentes la verdad estaba
fuera de toda duda, para mí lo imposible
estaba por encima de la verdad. Y es
que para ello la cuestión sólo tenía un
lado: el natural, porque lo
extraordinario no existía.
Por eso mi asombro, ante el cual
todos mostrábanse extrañados, dio
seguramente lugar a falsas
interpretaciones, poco favorables a mi
penetración de juez.
Esta idea me tornó a la realidad, y
volví a coger el hilo de la investigación
en el preciso momento en que, al
descubrirse el pecho del cadáver, para
apreciar mejor el sitio de la herida, caía
de uno de los bolsillos interiores del
chaqué un pliego de papel sellado,
doblado en cuatro.
—A ver, Yábar, recoja usted eso y
examínelo.
Yábar, venciendo su natural
repugnancia, cogió el papel y principió
a desdoblarlo con cierta cautela; pero no
bien acabara de hacerlo cuando los
cabellos se le erizaron y el rostro se le
desencajó, al mismo tiempo que rompía
a gritar:
—¡Es el mismo recurso que cosí el
otro día, señor! Ahí está la fecha…
1916… ¡El mismo, el mismo!…
Y el pobre escribano, lívido,
tambaleante, dando manotadas al aire,
como si tratara de espantarse algo
odioso, se desplomó, al mismo tiempo
que la turba de curiosos, poseída de
repentino espanto, salía disparada y
ululante, mientras yo permanecía
abrumado por la realidad de un misterio
y con el corazón sabiamente envejecido.
ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR
(Chiclayo, 1872 - Lima, 1966).
Narrador, poeta, periodista y magistrado
peruano, conocido como el iniciador de
la corriente indigenista del siglo XX.
Retomando la temática de Narciso
Aréstegui y de Clorinda Matto de
Turner, incorpora la indagación
psicológica y las técnicas del cuento
moderno para retratar el mundo andino.
Se le considera el primer escritor en
construir una imagen verosímil del indio
peruano, con sus creencias y formas de
violencia.
De su obra narrativa sobresalen Cuentos
andinos (1920), Matalaché (novela,
1928), Nuevos cuentos andinos (1937),
El hechizo de Tomayquichua (novela,
1943) y Las caridades de la señora
Tordoya (1955). Asimismo, su larga
experiencia como juez y vocal en
provincias le permitió escribir Los
caballeros del delito (1936), estudio de
sociología criminal peruana.
A Ezequiel Ayllón
I
—Yábar, su despacho.
El escribano aludido, acucioso y
solemne, con solemnidad un tanto
cómica, fue pasándome hasta una
veintena de escritos, los que iba yo
proveyendo a medida que me enteraba
del contenido. Dos demandas, tres
reposiciones, seis ofrecimientos de
prueba, una apelación, tres excepciones,
dos diligencias preparatorias, dos
artículos de nulidad y una solicitud de
diligencia posesoria, he aquí a lo que se
reducía aquella tarde el despacho del
escribano Yábar.
Al llegar al último escrito, al de la
diligencia posesoria, el actuario se
permitió hacerme esta indicación:
—Es la sexta vez que este señor, en
el espacio de cinco años, pide la misma
diligencia, según aparece del
expediente, y siempre la diligencia
quedó sin realizarse. Temo que ahora
suceda lo mismo, señor.
Pedí el cuaderno y me puse a
hojearlo, pues yo, por razón de ser un
mero juez ejecutor y de intervenir por
primera vez en él, no lo conocía.
Tratábase de un juicio de misión en
posesión, como se llamaba al interdicto
de adquirir en los tiempos del antiguo
Código de Enjuiciamientos Civiles,
terminado ya por sentencia ejecutoriada,
compuesto de unos trescientos folios e
incoado en 1898, y del cual no se sabía
qué admirar más, si la diabólica maraña
de excepciones, oposiciones y artículos
previos, la saña con que los litigantes
paraban y repetían los golpes, o la
marcha violenta o atáxica del
procedimiento. Y todo aquello
interrumpido por una serie interminable
de apelaciones, de las que hoy salía
triunfante el uno y mañana el otro, y
gracias a las cuales el derecho y la
legalidad hallaban de cuando en cuando
un punto de orientación en esa selva
intrincada de la mala fe y el odio.
Porque, en el fondo, el proceso no
era más que esto: lucha de la artería y de
la pasión; de la frase mordaz y del
derecho hipósito; lucha pestilente y
nauseabunda de dos medio hermanos,
cuyo odio había ido dejando por todas
las encrucijadas del juicio un reguero de
bilis y rencor, disimulado apenas por el
manto poco tupido de las formas
judiciales.
Lo más curioso de esta lucha
titánica, con cuya malgastada energía
aquel par de hombres habría podido
horadar una montaña con las manos, o
llegar a pie a los polos, o haber
encadenado a sus plantas la fortuna, era
que, después de doce años de rudo
batallar, una vez alcanzado el triunfo
definitivo, había sobrevenido el
estancamiento, la pasividad, una
pasividad casi rayana en el abandono,
interrumpida de tarde en tarde por algún
escrito breve, igual al que acababa de
proveer.
¿Por qué estas peticiones tan
regulares, tan distanciadas y tan
abortadas siempre? Y si de aquí podía
deducirse que esa penumbra de olvido,
en que parecía dormir el proceso, no era
más que aparente, que tras de aquel
montón de papel sellado había un ojo
que vigilaba y una voluntad que pedía
¿por qué esas paradas súbitas, por qué
ese abandono ilógico, para volver a
pedir al año siguiente lo que no había de
realizarse por culpa del mismo
peticionario? Se diría que en esto había
algo de morboso, una delectación
malsana de pedir por pedir, para, una
vez obtenida la providencia, retroceder,
esfumarse y dejar la diligencia aplazada.
Me parecía estar frente a un caso
sospechoso de manía litigiosa, en que el
sujeto, al verse vencedor después de una
larga y dispendiosa campaña procesal,
no teniendo ya con quién contender, se
deleitaba en saborear su triunfo y
prolongar indefinidamente la realización
del acto posesorio, de ese acto que
veinte años atrás viera surgir a través de
una altisonante y kilométrica demanda y
que ahora, no dependiendo aquello más
que de su voluntad, de su simple
concurrencia al acto posesorio, la
evitaba para no matar con ello el más
hermoso sueño de su vida.
Y me parecía ver también en esta
conducta un asomo de ferocidad en
acecho, algo propio de esas bestias
feroces, que, después de devorar su
presa hasta saciarse, se tienden a su
lado, extendidas las garras, a dormitar.
O algo de aquellos asesinos, que,
después de matar, fascinados por la
púrpura de la sangre derramada, se
quedan junto al muerto hasta que la
justicia y el gendarme le tornan a la
realidad de su tragedia.
Hallábame en estas y otras
divagaciones, sugeridas por la lectura
de los autos, cuando alguien vino a
sacarme de ellas. En el umbral,
ceremonioso, con un escrito en la
diestra, esperaba un hombre de trazas
recónditas, extraño, cuyo vestido
estrafalario y anacrónico resaltaba,
como una mancha innoble, en la
deslumbrante claridad que penetraba por
la puerta.
¡Qué traje el de aquel hombre! Se
diría que antes de ponérselo había
estado rodando por el polvo de algún
ruinoso desván, o por el fondo de algún
viejo y abandonado arcón. Todo él
resumía desaliño y antigüedad. El corte
y encintado del chaqué, la forma tubular
del pantalón, el cuadriculado dibujo de
la tela y algunos pormenores más
estaban indicando que aquel vestido
había vuelto a la luz del mundo con el
retraso de tres o cuatro modas
masculinas. Y como corroborando esto,
un hongo negro y aludo, caído
pronunciadamente sobre el rostro del
visitante y una bufanda de vicuña,
enroscada al cuello, en un sola vuelta, y
con las enflecadas puntas sobre el
pecho, que contribuía a darle a aquel
raro individuo un aire de convaleciente.
No entendí lo que aquel hombre
farfulló al pasarme el escrito. De lo
único que estoy seguro es de que dijo
algo gutural, inarmónico, sordo, que
apenas percibí y que me desagradó
profundamente.
—Está bien —le respondí, sin
mirarle apenas—. Voy a proveer su
escrito inmediatamente.
¡Qué rara sensación la que sentí al
contacto de aquel papel viscoso y
nauseabundo! Parecía bailar ante mis
ojos y no sentirlo entre mis manos.
Estaba en perfecta consonancia con el
traje descrito: el mismo sello de vejez,
los mismos pliegues aludidos, el mismo
desgaire y con un bienio de retraso, en
vez de la flamante y tersa hoja, como era
de esperarse, al igual de los otros
recursos presentados ese día.
«Señor juez», comenzaba… y en
seguida, dos borrones, a manera de dos
puntos. A continuación una serie de
renglones gruesos, toscos, apalotados,
que me costó un esfuerzo enorme
descifrar. El recurso parecía escrito
rabiosamente, como en un rapto de
histerismo, o en un instante catastrófico,
en que, roto el freno de la cordura, el
litigante, vencido, echa a galopar su
despecho por las tentadoras llanuras del
papel sellado. ¡Qué lenguaje tan
bárbaro, tan antijurídico y a la vez tan
propio y tan contundente, tan veraz y tan
hondo!
Nada de eufemismos hipócritas, de
citas legales, más o menos pertinentes,
de retoricismo capcioso y detonante.
Todo él era fuerza y acometividad. Se
diría que el propósito del opositor --
pues se trataba de una oposición a la
diligencia posesoria pedida— a pesar
de que debía estar convencido de la
inutilidad de su recurso, no era otro que
herir el lado moral de su colitigante.
Como él decía: «No se trata de un
individuo cualquiera. Con un extraño mi
actitud habría sido otra. Pero es que en
el fondo de la disputa hay algo más que
un interés material, que un simple
derecho, que la codicia por una cosa tan
mísera como los bienes de una herencia,
cuya posesión no importa que se haya
pedido judicialmente: hay el derecho al
nombre que llevo, en el que se halla
envuelto el de mi madre; derecho contra
el cual el leguleyismo y la rapacidad de
mi colitigante han ido hasta el cinismo,
probando, gracias a no sé qué artimañas,
que yo, el verdadero hijo de don Juan
María de Quiñónez y Puelles soy un
farsante, un usurpador. ¡Farsante!…
Farsante yo, que he vivido, desde que
nací —cosa que no podrá decir el
titulado mi hermano— bajo el mismo
techo que mi padre, a la vista de todo el
mundo y paseando por todas partes el
ilustre apellido que llevo».
Efectivamente, a estar a lo dicho en
lo demás del recurso y en otros
semejantes, el opositor resultaba un
sosías del viejo don Juan María. No
había más que compararles: el mismo
mentón prógnata y recio, que le valió de
sus condiscípulos el mote de Gorila: la
misma barba crespa y acollarada, como
una fosca media luna, de los Puelles,
transmitida a toda la descendencia por
el conquistador de este nombre y
fundador más tarde de la muy noble
ciudad de los caballeros de León de
Huánuco, quien, salido de un
mediterráneo pueblecillo español,
aportó a la tierra conquistada toda la
supervivencia y tenacidad de sus
mayores; los mismos rasgos enérgicos e
imperativos; la misma cabellera
ondeada; la misma nariz aquilina y firme
y hasta el mismo ceceo, que le hacía
aparecer un poco infantil en sus fugaces
instantes de alegría y expansión.
Lo que no pasaba con el pícaro de su
señor hermano. No había más que verle
para adivinar que en las venas de ese
hombre podía haber sangre de todas las
sangres del mundo, menos de la de los
Quiñónez y Puelles. ¿Y cómo era
posible que un hombre así, desvinculado
ostensiblemente de los suyos por el alma
y por el cuerpo, salido de las alturas de
Pillao y aparecido de repente en
Huánuco, resultara el verdadero amo y
señor de la solariega casa de los
Puelles?
Entre el laberinto de sus recuerdos
infantiles había uno que estaba
fuertemente adherido a su memoria,
como un clavo a una tabla: el de que su
padre no procreó nunca en su primera
mujer. Y hasta otro más: el de que al día
siguiente de haberse casado don Juan
María con esta primera mujer, se separó
de ella ostensiblemente y se fue a vivir,
solo y retraído por un tiempo, en uno de
sus fundos. ¿Cuál fue el motivo de esta
separación? ¿Qué hijo era éste que había
esperado, para darse a conocer como
tal, que su padre muriera? ¿Por qué su
progenitor, si es que tuvo noticia de este
hijo, lo calló siempre? Y si la
imputación era falsa ¿por qué no ocurrió
a la vía judicial para destruirla?
¡Ah, la razón la veía ahora muy
clara! Había sido preciso toda la labor
exhumadora y disolvente de los juicios
para haber llegado a ver en el fondo de
ese silencio, ceñudo y hostil, de su
padre, cuya dignidad no le permitió a
éste violarlo nunca.
De ahí esa tenacidad, esa ruda
franqueza en sus escritos, que una
indignación justa no le permitía minorar.
De ahí el espectáculo de un hombre
vencido, agotado por la inmisericorde
mano de la ley, pero no convicto. Por
eso todos sus recursos resultaban como
una catapulta. «Yo no puedo aceptar,
señor juez —decía al fin del que
acababa de presentarme— que ese
hombre sea mi hermano. Si lo fuese
habría callado y no removido cosas que
no debieron salir jamás a la curiosidad
pública, por propia conveniencia y por
respeto a ese mismo hombre que tan
sarcásticamente ha resultado su padre.
Nada vale que sea hijo suyo por obra de
la ley, de esa ley que sólo él pudo
invocar, si ante Dios y los hombres no lo
es. Este Jesús Quiñónez, que más que
Jesús es Satanás, no puede ser hijo de
mi padre. Por consiguiente, lo que se va
a cometer conmigo es un verdadero
despojo judicial. La posesión que se le
va a ministrar hará estremecer a mi
padre en su tumba».
«Ahora, si usted, señor juez,
desoyendo esta solicitud, que es la
expresión de la verdad, procede a poner
a ese sujeto en posesión de lo que en
justicia es mío, desde este instante lo
emplazo ante el altísimo Tribunal de
Dios, para que allí responda por la
pérdida de mi alma».
¡La pérdida de su alma!… ¿Qué
habría querido decir con esta solemne
frase aquel señor tan rebelde a los
dictados de la justicia? ¿Qué relación
habría para él entre su alma y la
posesión judicial que se iba a ministrar
al otro Quiñónez? ¿Encerraría esto algún
siniestro propósito?
Deseoso de conocer algo más de la
vida de este irreductible don Juan María
Quiñónez y Lúcar, me resolví a
interrogar a Yábar, biblia profana de la
vida huanuqueña y perfectamente al
tanto de toda la serie de juicios
sostenidos entre ambos hermanos.
—¿Conoce usted, Yábar, a este Juan
María de Quiñónez y Lúcar?
—Muchísimo, señor. Es, sin duda
alguna, el verdadero y único hijo del
viejo don Juan María. El otro es un
vivo, detrás del cual se han parapetado
dos o tres personas, a quienes señala
todo el mundo como interesadas en la
cuantiosa herencia de aquel viejo.
—Pues el que acaba de estar aquí, a
juzgar por su recurso, no parece tonto.
—Tonto no, pero sí un poco ingenuo.
Ha tenido la presunción de defenderse
solo, aprovechando de la defensa libre y
atenido a la justicia de su causa, que no
siempre, dicho sea sin agraviar, es la
mejor razón para ganar un juicio. Por
eso los ha perdido casi todos. En cierta
ocasión que me permití aconsejarle, me
contestó que la verdad no necesitaba de
leguleyos ni tinterillos. Naturalmente el
otro, que ha sabido defenderse y gastar
el dinero a manos llenas, ha llegado a
probar su derecho a la herencia del
viejo Quiñónez, cuantiosa, como he
dicho ya, pues, además de la casa a que
se refiere la posesión, comprende dos
fundos de montaña, de doscientas cargas
de coca cada uno, otro en el valle, de
caña, y algunas fincas en Lima. Todo lo
cual está tasado en poco más de
doscientos mil soles. Y ya usted sabe,
señor, lo que son las tasaciones
judiciales cuando el fisco y los
interesados andan de por medio. No es,
pues, grano de anís lo que los Quiñónez
pleitean.
—Pero en el recurso de hoy habla
Quiñónez y Lúcar de legitimación…
—Verdad, pero su hermano Jesús le
ha probado que todo aquello, si no fue
falso, era, cuando menos, nulo, por
haber sido hecho estando viva su madre,
es decir, la primera mujer del viejo
Quiñónez. Porque ha de saber usted que
el señor fue casado dos veces.
—¿Y por qué asevera entonces, tan
enfáticamente, el Juan María que su
hermano Jesús no es tal hermano suyo?
¿Por qué seguridad y vehemencia en
afirmarlo?
Yábar sonrió maliciosamente, con
esa sonrisa socarrona con que sonríe a
todo el mundo, especialmente a mí
cuando quiere adularme, movió la
cabeza con un aire muy suyo y contestó:
—Porque es un hecho que está en la
conciencia de todos, y hasta en la del
mismo Jesús, a quien alguna vez,
leyendo los recursos de Juan María al
respecto, le oí decir, cínicamente: «Que
sea yo su hermano o no, lo cierto es que
yo seré el dueño de todo». Y como la
ley ha declarado sumariamente que don
Jesús es hijo del viejo Quiñónez y el
otro no, a pesar de lo que le consta a
todo el mundo, mientras en el juicio
contradictorio que siguen ambos no se
acredite lo contrario, el Jesús tendrá que
echarse sobre todo, como ya se ha
echado sobre los fundos.
—¿Cómo explica usted lo del
intestado de Quiñónez? ¿No cree usted
inverosímil que un hombre, a quien hay
que suponer profundamente herido y
enconado contra su primera mujer, se
descuidara hasta el extremo de no tomar
disposición alguna en resguardo de sus
bienes, por ejemplo, la de testar?
—Inverosímil, indudablemente. Pero
lo cierto es que si testó, el testamento
tuvo que ser cerrado, pues de otro modo
los notarios lo habrían hecho público, y
de esto nadie ha dicho una palabra hasta
hoy. Lo que no dejaría también de ser
inverosímil, pues es un acto en que han
debido intervenir hasta ocho personas,
seguramente honorables y de la
confianza del testador, el silencio de
todos sólo podría explicarse por la
colusión y el soborno, cosa que se hace
difícil aceptar. Además, sobre este punto
se ha seguido un juicio por sustracción
de documentos, alhajas y otros valores
contra Jesús, que terminó por
sobreseimiento definitivo. La ley no ha
tenido, pues, más remedio que declarar
a éste hijo de don Juan María y, como
tal, heredero de sus bienes.
—¡Y por una cosa tan clara han
disputado tantos años!…
—Es que el Juan María no quiso
(cosa que al principio se le propuso)
compartir la herencia con Jesús. Se
fundaba en que la proposición era una
pillería que no podía aceptar sin
deshonrar su nombre.
—A todo esto ¿quién es realmente el
padre de Jesús?
—Un primo de su madre, que fue
con quien vivió públicamente desde que
ésta fue repudiada por el viejo
Quiñónez. Por eso tuvieron al Jesús, que
nació a mucho más del año de la
separación, oculto varios años en un
fundito de Pillao.
—Ahora me explico el tono violento
del recurso.
—Es el tono de siempre, señor. Lo
que me extraña en esta vez es su
insistencia en oponerse, sabiendo que
sus demás oposiciones han sido
desechadas y que hay ejecutorias al
respecto. Lo creía ausente… No se le ha
visto en mucho tiempo… ¿Dónde habrá
salido?
—¿No lo sabe usted?
—No, señor. Han corrido ciertas
versiones sobre su ausencia: una decía
que su hermano lo tenía secuestrado en
la montaña; otra, que se había marchado
al extranjero, gracias a una gruesa suma,
que le diera su hermano para que le
dejase en paz. Y como nadie ha tenido
interés en averiguarlo…
—Bien. Teste usted en el recurso, de
manera ilegible, todas las palabras que
le indico, dejando previamente copia de
ellas en el libro respectivo, y ponga no
ha lugar y a los autos.
II
Y llegó el día de la diligencia tantas
veces frustrada.
Tratábase de un caserón de dos
pisos, ruinoso, destartalado, lleno de
antigüedad y silencio, cuya fachada
hacía pensar en que tras del hermetismo
de sus portones, anchos y pesados,
yacería en la oquedad de sus
habitaciones, desmenuzado, el orgullo
de una familia soberbia y caciquista. Sus
rejas voladas y pletóricas de macicez y
de dibujos revesados y cubiertos de
leprosa herrumbre secular; sus balcones
tribunicios y de cenicientos balaustres
de madera; su portón principal, de
marcos repujados y talladuras
estrambóticas en el desmesurado plan de
los tableros; sus paredes desteñidas y
emporcadas por el asperges continuo de
las lluvias, todo contribuía a darle a
aquella casona colonial una solemnidad
fría, siniestra.
En el primer momento tropezamos
con una dificultad: la de no hallar con
quién entendernos para el franqueo de la
casa, delante de la cual el escribano y
yo tuvimos que permanecer algunos
minutos esperando al interesado, que
había prometido asistir. Algunas cabezas
de curiosos, a manera de gárgolas,
asomaban por las puertas y ventanas
vecinas.
De pronto un jinete que llega,
desmonta y saluda ceremoniosamente,
con leve y falsa sonrisa, tan falsa como
el plateado metal de las riendas de su
cabalgadura. En seguida saca, con
brusquedad que revela muy bien lo
arrebatado de su carácter, de una alforja
de cuero, un negro y desmedido llavón,
en cuyo ojo luce el capricho de un
arabesco, y lo hunde, como una
puñalada, en la cerradura del
postiguillo, el cual lanza al abrirse un
gemido oxidante, al mismo tiempo que
un jabardillo de gorriones y jilgueros
huye despavorido.
Adentro, el abrojo y el chamico
medran adueñados del zaguán y del
patio: el primero, extendiéndose como
híspida alfombra sobre el empedrado
suelo; el segundo, alzándose en forma
montuosa, que fue preciso hender,
pisotear, para poder llegar hasta la sala.
En esta habitación, que estaba precedida
por un amplio vestíbulo de barandilla y
columnata, la construcción era de un
orden menos bárbaro, más regular: tenía
algo de la grave y sobria pureza de
líneas de las casonas hispanas, que
nuestra criolla simplicidad supo apenas
comprender y que más tarde adulteraran
las nimiedades de los empíricos de la
plomada y el palustre. Además de su
perfecta rectangularidad, la
ornamentación original y caprichosa de
aquella sala extensa hacía curioso
contraste con la pobreza estética de la
fachada, enteramente desprovista de
relieves y surcos decorativos. Mientras
afuera todo era vetustez y llaneza, aquí
todo era suntuosidad y ostentación. El
mosaico del zócalo, el dorado y la
pintura de las rejas y maderos, la
elegancia del artesonado, resultaban
como el capricho principesco de un gran
señor, mitad soldado, mitad monje, que,
al par que dejaba para el exterior de su
casa toda la humildad gazmoña de la
época, se complació en derrochar en el
interior un poco de soberbia hidalga,
para así gozar mejor de la dicha de
poseerla él solo en su retiro.
La única nota disonante en aquella
estancia señoril era el piso,
desenladrillado, removido y lleno de
visibles excavaciones, que hacían
suponer fundadamente que alguien había
pasado allí quién sabe qué horas de
angustia y codicia, en busca de algún
tradicional tapado[*].
Una luz turbia y triste, amortiguada
por el azul intenso de las vidrieras,
permitía apenas distinguir el fondo de
las habitaciones contiguas, cuyas
puertas, a pesar de hallarse abiertas de
par en par, parecían hostiles a toda
violación. Frías ráfagas de viento
soplaban de aquel fondo penumbroso,
saturado el ambiente de un acre olor de
tierra húmeda y de pegajosas
emanaciones de murciélago, y aportando
en sus ondas un áspero y monocorde
gemir de rendijas mal ajustadas.
Como no hubiera mesa en qué
escribir ni sillas en qué sentarse e
hiciera yo al respecto una observación
un poco acerba, Quiñónez, un tanto
contrariado, se apresuró a disculparse:
—Tiene usted razón, señor juez,
pero la culpa no ha sido mía. Le mandé
a un compadre mío la llave hace dos
días para que preparase todo para hoy y
el muy estúpido salió devolviéndomela,
y no siquiera inmediatamente, sino esta
mañana, dándome como disculpa el no
haberse hallado en ánimo de entrar solo
a esta casa, y que nadie había querido
tampoco acompañarle. Una tontería de
esta gente supersticiosa. Suplico que me
excuse usted y que tenga la bondad de
esperar mientras yo voy adentro por
todo lo necesario. A no ser que usted
prefiera pasar adelante…
—No; prefiero sentar aquí el acta.
Sólo le recomiendo brevedad, porque ya
ha transcurrido más de un cuarto de hora
y yo no acostumbro esperar mucho.
Mientras Quiñónez se alejaba, mi
escribano, que hacía rato hojeaba con
mal disimulada nerviosidad el
expediente, exclamó:
—Señor, me pasa una cosa extraña:
el recurso de oposición no está en los
autos, sin embargo de que estoy seguro
de haberlo cosido yo mismo. ¿No cree
usted, señor, que esto podría entorpecer
la diligencia?
—Si lo hubiese usted cosido ahí
estaría —repliqué desconfiado—. ¿No
será éste uno de los tantos olvidos de
que usted adolece?
—Le juro, señor, haberlo agregado
el mismo día que usted lo proveyó.
Recuerdo todavía que al fijarme en la
data, en vez de 1918, como debía
haberse puesto, decía 1916, por cuyo
motivo puse la certificación respectiva.
Recuerdo también que la segunda hoja
del pliego estaba más aceitosa que la
otra y con pronunciados manchones en
sus dobleces.
—Quiero aceptar su disculpa, sin
que esto signifique que no haya
incurrido usted en falta. Antes de venir
ha debido revisar usted el expediente y
remediar el olvido. Ahora no queda otro
recurso que proceder, al comenzar el
acta, como si el escrito estuviese en los
autos, es decir, prescindiendo de la
última foja del cuaderno. ¿Ha oído
usted?
Y doblemente contrariado por la
falta del uno y la demora del otro,
demora que ya comenzaba a escamarme,
añadí: —Vaya usted, Yábar, a ver qué hace
ese hombre. Parece que él fuera el
primero que estuviera interesado en
frustrar la diligencia.
Una vez solo, comencé a pasearme
en el vestíbulo y a remontar mi
imaginación por aquellos coloniales
tiempos en que, seguramente, fue
edificada aquella solariega casa, tan
disputada, tan sola y tan temida. Porque
de todas las casas del barrio de
Huallaico ésta, conocida por la de los
Puelles, era la más histórica, la más
legendaria y la más célebre. Célebre no
sólo por el pleito y el odio andino de los
hermanos Quiñónez, sino por la
tradicional munificencia de sus antiguos
dueños y, sobre todo, por la serie
inagotable de leyendas, fantasmas y
duendes con que la había ilustrado la
fantasía popular.
No había vecino de Huallaico que
no tuviese que contar algo espeluznante
de ella. Ruidos, lamentos, llamas,
aparecidos, todo el aparato escénico de
lo sobrenatural poníase en acción en la
siniestra casona tan luego como caían
sobre ella la noche y el silencio.
Huallaico entero envolvíase en
supersticioso terror. A esto contribuía,
además de la sencillez de sus
moradores, en su mayor parte gente de
modesta condición, la lobreguez espesa
en que quedaba sumergido el barrio una
vez pasadas las ocho. Después de esta
hora nadie se aventuraba a pasar delante
de la funesta casa. La gente prefería
rodear a correr el riesgo de un mal
encuentro.
Y heme a mí aquella mañana en el
mismo corazón de la casa de los
Puelles, con la imaginación excitada por
la sugerencia del ambiente, a pesar de
mi innata resistencia a todo lo
sobrenatural.
A ratos una extraña frialdad, que
insensiblemente había ido apoderándose
de mí, hacíame estremecer y sentir un
malestar indefinible, hasta el punto de
querer postergar la diligencia y
retirarme. Aquélla era una frialdad sutil,
de éter, que me pasaba como copos de
algodón sobre los párpados y me
obnubilaba las ideas.
De repente, un grito breve y
profundo, venido del interior de la
casona, me paró en seco. Era un grito
que escuchaba por primera vez en mi
vida. Tenía de aullido, de estertor, de
exclamación, de hipo… ¿Era aquello
efecto del espanto, del dolor, del odio,
de la rabia…? Y si era grito humano
¿quién podía haberlo proferido?
¿Quiñónez o Yábar? Porque habiendo
salido de adentro lo natural era suponer
que proviniese de alguno de los dos.
No pude contenerme y grité:
—¡Yábar! ¿Dónde está usted,
Yábar? ¿Por qué se demora usted
también?
No había terminado aún de
exclamar, cuando Yábar se precipitó en
la sala, pálido, desalado, balbuciente,
jadeante, sudoroso…
—¡Señor, venga usted, venga usted!
No sé qué cosa le ha pasado a Quiñónez.
Porque yo creo que le ha pasado algo…
Por aquí, por aquí, señor.
Y ambos nos precipitamos por el
pasadizo que une el primer patio con el
interior de la casa, a la vez que
interrogaba a Yábar:
—¿Que le ha dado algún ataque a
ese hombre?
—Yo creo que algo peor que eso…
Salvo que se haya vuelto loco, porque
sólo a un loco puede ocurrírsele estarse
ahí mudo y en la posición en que está.
Atravesamos un patio enorme, en
cuyo centro se destacaba, como un obús
que apuntara al cielo, la pétrea boca de
un pozo, sobre cuyo brocal un
desvencijado torno tenía desenroscada,
a manera de intestino, toda la longitud
de su soga, destrenzada y reseca, y
después de cruzar un corral, cuajado de
cactos y tomates silvestres, penetramos
en una huerta deslumbradora de
exuberancia y frondosidad.
Yábar, que me precedía, se detuvo y,
señalando hacia un punto, exclamó:
—¿Alcanza usted a ver algo, señor?
Miré y me quedé estupefacto. En el
punto señalado se alzaba, cual un
monstruoso vientre encinta, un horno de
adobes, lamido y agrietado por las
lluvias y el tiempo, del que salían por la
boca un par de pies calzados, con las
puntas hacia abajo y enteramente
inmóviles. Para apreciar mejor el
cuadro nos acercamos. Aquéllos eran
indudablemente los pies de Quiñónez.
Las espuelas, que no tuviera tiempo de
quitarse, el barro reciente de los
tacones, el color marrón de las polainas,
estaban ahí confirmándolo.
¿Qué diablos había ido hacer allí
aquel hombre? Si estaba vivo ¿por qué
esa actitud que parecía la de un muerto?
Y si estaba muerto ¿qué impulso fue el
que le arrastró hasta allí, en busca de un
refugio tan extraño?
—¡Quiñónez! ¡Quiñónez! ¿Qué está
usted haciendo ahí?
Como no contestase ni diera muestra
alguna de vida, hice que Yábar lo tirara
fuertemente de los pies, medida que
tampoco dio ningún resultado, pues
parecía que alguien le sujetaba de
adentro.
—Parece que le tuvieran agarrado,
señor —exclamó Yábar—. Yo juraría
que está muerto.
—Por lo mismo, hay que sacarlo.
Siendo la boca del horno tan grande, no
veo la imposibilidad de que no pueda
salir. Tiremos de él los dos.
Vano esfuerzo. Por más que
jalábamos no pudimos sacarlo ni una
pulgada. Enfurruñado, solté y volví a
interrogar al escribano.
—¿Cuando entró usted a la huerta
estaba ya Quiñónez en esta posición?
—Sí, señor.
—¿Movía aún los pies?
—Me parece que sí, aunque no estoy
seguro.
—¿Notó usted aquí algo que le
revelara la presencia de otra persona?
—Absolutamente no. Lo que sí
recuerdo es haber visto, al atravesar el
segundo patio, en uno de los cuartos de
la derecha, una mesa patas arriba. Y
estoy recordando también que había un
sombrero caído. Me parece que era el
de Quiñónez.
—Y al encontrarlo en esta postura a
Quiñónez ¿no tuvo usted la curiosidad
de acercarse para ver lo que estaba
haciendo?
—Cómo no, señor; y hasta le di la
voz, y al ver que no me respondía, le tiré
de los pies y entonces salió del horno un
grito como de gato rabioso, que me
horripiló y me hizo salir corriendo hasta
donde usted. Es todo lo que he visto y
oído.--
Veo que es usted muy
sugestionable… Pero dejemos a un lado
el interrogatorio y vamos a otra cosa.
Inmediatamente comencé a dar las
órdenes convenientes, a fin de que dos
de los vecinos, que poco a poco habían
ido penetrando en la huerta, fueran en
busca de los instrumentos necesarios
para romper el horno, única manera de
sacar a Quiñónez.
No hubo que esperar mucho. Antes
de lo que yo pensaba aparecieron los
comisionados, armados de picos y
palanas y seguidos de una turba de
curiosos, medio azorada y recelosa, la
cual, apenas vio aquel par de pies
salientes, comenzó a decir: «¡Quiñónez!
¡Don Jesús Quiñónez!… Su hermano,
que no sabe por dónde anda, se la tenía
jurada para cuando vinieran a darle
posesión».
Mientras estas parecidas
exclamaciones corrían de boca en boca,
los hombres de los picos, subidos al
horno, lo demolían febrilmente. Al fin
uno de ellos, desvanecida la nube de
polvo que los envolvía, miró por el
ancho boquete y, lleno de infantil
asombro, exclamó:
—¡Es un hombre! ¡Está boca abajo y
sin sombrero!…
La multitud recibió con burlona
carcajada las observaciones, un tanto
ingenuas, del buen hombre, y hasta hubo
alguno que gritó: «¡Miren qué
perspicacia! ¡Si no lo dices tú!»…
—Señor —volvió a exclamar el
mismo individuo, imperturbable ante la
fisga con que lo acababan de rociar—,
tiene las manos en el suelo y la cara
sobre un charco de sangre… Parece que
la hubiera vomitado.
De un salto me encaramé al horno.
Efectivamente, el hombre que yacía
tendido boca abajo era Jesús Quiñónez.
Estaba sin sombrero y con los brazos
separados, formando ángulo recto con
los codos, clavadas las primeras
falanges de las manos en las
resquebrajaduras del suelo del horno y
con la cabeza apoyada sólo por la
barba, en actitud de esquivez, de
suprema angustia, o quizás de horror al
nauseabundo contacto de la sangre, que,
cuajada ya, parecía una mermelada
diabólica que hubieran querido
hacérsela comer.
El espectáculo, trágico de suyo, a
pesar de la frescura primaveral y de la
esplendidez meridiana del sol, tenía
todas las características de un
acontecimiento fatal. No se descubría en
él huella alguna de crimen, ni de acto
propio violento. Aquello parecía más
bien el efecto de un trastorno moral
repentino, colocado fuera de todas las
reglas de la lógica, de todos los
principios de la normalidad.
Desde luego ¿cómo explicar el caso
de un sujeto, al parecer lleno de vida,
que en el momento de ir a coronar su
triunfo huyo de él y por su propia
voluntad corre a sumergirse
trágicamente en una realidad tan brutal y
repulsiva como la de la muerte? Ahora
iba yo encontrando bastante significativo
ese empeño suyo de que el acta se
sentara en la misma casa, cuando bien
pudo sentarse en cualquier otra de la
vecindad. Y luego ¿por qué esa
determinación de ir solo por la mesa y
las sillas, pudiendo haberse hecho
acompañar del escribano o de algún
vecino? ¿Sería porque nada tuvo que
temer entonces?
Y entrando en el fondo del asunto.
¿No sería esto obra del irreductible
hermano, de ese Juan María, hasta ayer
ausente, quien, viendo lo inútil de su
oposición, hubiese optado, al fin, por
una medida extrema? Y si era así ¿cómo
pudo haber previsto que su hermano
había de ir solo al interior de la casa en
pos de la mesa y solo precisamente?
Casual o previsto el caso, ¿cómo pudo
matarle y llevarle cargado desde el
cuarto en que estaba la mesa volcada
hasta la huerta, y, como quien mete una
pala de pan, introducirlo en el horno y
desaparecer? Todo esto, en un tiempo
relativamente corto. Y he dicho llevarle
cargado porque nada indicaba que
hubiera sido arrastrado.
También había otra solución: que el
Juan María hubiese obrado con el
auxilio de alguien o que otros hubiesen
procedido por cuenta suya. Desde este
punto de vista el hecho parecía
explicable. Pero ¿por qué había
esperado hasta el último momento dando
lugar a que recayeran sobre él, como era
natural, todas las sospechas? ¿Por qué
no se quitó de en medio al hermano en
otro instante cualquiera? Un asalto en el
poblado y a medianoche… Un
esquinazo…, en cualquier parte, a esas
horas en que la ciudad queda en
tinieblas y silencio profundo…
Todas estas reflexiones bullían en mi
mente sin humana explicación. Lo único
que me respondía era lo extraordinario,
lo sobrenatural, tanto más lógico cuanto
más me empeñara en encerrar mi razón
de juez ritualista y disciplinado en el
frío discernimiento de los hechos.
Una vez hechas las anotaciones
respectivas, pues desde aquel momento
empezaba la investigación judicial, hice
extraer al occiso, no sin visible esfuerzo
para desprenderle las agarrotadas
manos, y colocarle a la sombra de un
pacae, donde se le examinó
minuciosamente. El cuerpo estaba
intacto; no presentaba huella alguna de
lesión, y la sangre que le empurpuraba
la boca parecía más bien producida por
un derrame interno. ¿Aneurisma, golpe
violento en alguna noble entraña, para
cuya afirmación era preciso la autopsia
o cierto transcurso del tiempo? ¡Quién
sabe! Mi perplejidad subió de punto
cuando uno de los curiosos, que estaba
encima del horno, gritó:
—¡Señor juez, parece que aquí hay
un hombre enterrado! Se le ve algo por
las junturas de los adobes…
Me acerqué presuroso y aguaité. No
había duda alguna: por entre el charco
de sangre emergía algo como una mota
de pelos, y en opuesto sentido, por entre
las junturas de los mal asentados
adobes, se entreveían las puntas de unos
botines resecos y amarillos.
Ante este nuevo hallazgo, hice
reanudar su tarea a los improvisados
piqueros, descubriéndose después de un
breve trabajo, entre el asombro de los
unos y el espanto de los otros, el
cadáver de un hombre con un puñal
clavado en el pecho hasta el mango.
Cuando le vi en el suelo, al lado del otro
cadáver, un choque brutal me conmovió
hasta la médula, haciéndome exclamar:
«¡Qué parecido al hombre del recurso!».
Yábar, que también se había
acercado a contemplarle, se espeluznó y
salió de estampida a refugiarse entre la
turba, que repetía, acaloradamente: «¡Es
don Juan María Quiñónez! ¡Es él… es
él!… ¡Con razón penaban tanto en esta
casa!…».
La verdad era que el nuevo cadáver
coincidía en toda su indumentaria con el
del hombre del recurso: el mismo traje,
la misma bufanda de vicuña enrollada al
cuello, el mismo hongo faldudo, el
mismo calzado amarillo de pasadores.
Y, personalmente, también había entre
ellos algo de común: la barba crespa y
acollarada de simio gigante.
En cuanto a su estado, conservaba
todavía la piel íntegramente. Estaba en
un periodo de momificación, en ese
periodo en que los cadáveres despiden
un tufo acre, muy parecido al de los
cirios viejos guardados. Podía
afirmarse, sin temor alguno, que el
cadáver del llamado por todos Juan
María Quiñónez databa de unos dos
años atrás. A esto se añadía la vieja
oxidación del puñal y el acentuado
sacofagismo del traje.
Claro es que desde un punto
estrictamente legal la afirmación de los
vecinos sobre la identidad del cadáver
no podía aceptarse como definitiva.
Tanto podía ser el de Juan María
Quiñónez como el de algún otro
individuo parecido. Era necesario
agotar primero todas las posibilidades
contrarias, cerrar el círculo hasta no
dejar dentro, como en una retorta, más
que el precipitado de la certidumbre.
Además, mi lógica no me permitía
conciliar un absurdo: el de la relación
íntima entre el hombre del recurso y el
del fúnebre hallazgo. Mientras para
todos los presentes la verdad estaba
fuera de toda duda, para mí lo imposible
estaba por encima de la verdad. Y es
que para ello la cuestión sólo tenía un
lado: el natural, porque lo
extraordinario no existía.
Por eso mi asombro, ante el cual
todos mostrábanse extrañados, dio
seguramente lugar a falsas
interpretaciones, poco favorables a mi
penetración de juez.
Esta idea me tornó a la realidad, y
volví a coger el hilo de la investigación
en el preciso momento en que, al
descubrirse el pecho del cadáver, para
apreciar mejor el sitio de la herida, caía
de uno de los bolsillos interiores del
chaqué un pliego de papel sellado,
doblado en cuatro.
—A ver, Yábar, recoja usted eso y
examínelo.
Yábar, venciendo su natural
repugnancia, cogió el papel y principió
a desdoblarlo con cierta cautela; pero no
bien acabara de hacerlo cuando los
cabellos se le erizaron y el rostro se le
desencajó, al mismo tiempo que rompía
a gritar:
—¡Es el mismo recurso que cosí el
otro día, señor! Ahí está la fecha…
1916… ¡El mismo, el mismo!…
Y el pobre escribano, lívido,
tambaleante, dando manotadas al aire,
como si tratara de espantarse algo
odioso, se desplomó, al mismo tiempo
que la turba de curiosos, poseída de
repentino espanto, salía disparada y
ululante, mientras yo permanecía
abrumado por la realidad de un misterio
y con el corazón sabiamente envejecido.
ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR
(Chiclayo, 1872 - Lima, 1966).
Narrador, poeta, periodista y magistrado
peruano, conocido como el iniciador de
la corriente indigenista del siglo XX.
Retomando la temática de Narciso
Aréstegui y de Clorinda Matto de
Turner, incorpora la indagación
psicológica y las técnicas del cuento
moderno para retratar el mundo andino.
Se le considera el primer escritor en
construir una imagen verosímil del indio
peruano, con sus creencias y formas de
violencia.
De su obra narrativa sobresalen Cuentos
andinos (1920), Matalaché (novela,
1928), Nuevos cuentos andinos (1937),
El hechizo de Tomayquichua (novela,
1943) y Las caridades de la señora
Tordoya (1955). Asimismo, su larga
experiencia como juez y vocal en
provincias le permitió escribir Los
caballeros del delito (1936), estudio de
sociología criminal peruana.