La ciencia mágica
En una aldea vivían un campesino con su mujer y su único hijo. Eran muy
pobres, y, sin embargo, el marido deseaba que su hijo estudiase una carrera que le
ofreciese un porvenir brillante y pudiera servirles de apoyo en su vejez. Pero ¿qué
podían hacer? ¡Cuando no se tiene dinero...!
El padre llevó a su hijo a varias ciudades y pueblos para ver si alguien quería
instruirle de balde; pero sin dinero nadie quería hacerlo.
Volvieron a casa, lloró él, lloró la mujer, se desesperaron los dos por no
tener bienes de fortuna, y cuando se calmaron un poco, cogió el viejo a su hijo y
otra vez se marcharon ambos a la ciudad cercana. Cuando llegaron a ésta
encontraron en la calle a un hombre desconocido que paró al campesino y le
preguntó: –¿Por qué estás tan triste, buen hombre?
–¿Cómo no he de estarlo? –Dijo el padre–. Hemos visitado muchas
ciudades, buscando quien quiera instruir de balde a mi hijo, y no he podido
encontrarlo; todos me piden mucho dinero y yo no lo tengo.
–Déjamelo a mí –le dijo el desconocido–. En tres años yo le enseñaré una
profesión muy lucrativa; pero, acuérdate bien: dentro de tres años, el mismo día y a
la misma hora que hoy, tienes que venir a recogerlo; si llegas a tiempo y reconoces
a tu hijo, te lo podrás llevar; pero si llegas tarde o no lo reconoces, se quedará para
siempre conmigo.
El campesino se puso tan contento que se olvidó de preguntar sus señas al
desconocido y qué era lo que iba a enseñar a su hijo. Se despidió de éste, volvió a
su casa, y con gran júbilo contó lo ocurrido a su mujer.
No se había dado cuenta de que el desconocido a quien había dejado su hijo
era un hechicero.
Pasaron tres años; el viejo había olvidado por completo la hora y el día y no
sabía de qué modo salir de este apuro. El día anterior a aquel en que el campesino
tenía que presentarse al hechicero, su hijo, transformado en un pajarito, voló a la
casa paterna, se situó delante de la cabaña, y dando un golpe en el suelo con una
patita volvió a su estado primitivo y entró en la casa hecho un joven guapísimo.
Saludó a sus padres y les dijo: –¡Padre! Mañana es el día en que tienes que venir a
buscarme, pues se cumplen los tres años de mis estudios, cuida de no olvidarlo.
Y le explicó a qué sitio tenía que ir y cómo podría reconocerlo.
–Mi maestro tiene en casa otros once jóvenes discípulos, los cuales se han
quedado para siempre con él porque sus padres no llegaron a tiempo para
llevárselos o no han sabido reconocerlos; si a ti te sucediese lo mismo no tendría
más remedio que quedarme toda la vida con él. Mañana, cuando llegues a casa del
maestro, él nos presentará a los doce jóvenes transformados en doce palomos
blancos todos exactamente iguales; tú tienes que fijarte, pues al principio todos
volaremos a la misma altura; pero luego yo volaré más alto que los otros; el
maestro te preguntará: ‘¿Has reconocido a tu hijo?’ Tú señálale el palomo que vuela
más alto. Después –prosiguió el hijo– te presentará doce caballos que tendrán
todos el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada; fíjate bien en que todos
estarán muy tranquilos menos yo, que me moveré y golpearé el suelo con la pata
izquierda. El maestro te repetirá la pregunta de antes y tú, sin titubear, señálame a
mí. Después de esto –siguió el hijo– aparecerán ante ti doce guapos jóvenes todos
de la misma estatura, del mismo color de pelo, con la misma voz, y estarán vestidos
y calzados todos iguales.
Fíjate bien entonces en que se posará en mi mejilla derecha una mosca
pequeñita; ése será el signo por el que podrás reconocerme.
Se despidió de sus padres, dio un golpe en el suelo, y al instante se volvió a
transformar en un pajarito, que se fue volando a casa de su maestro.
Por la mañana el padre se levantó temprano y se fue en busca de su hijo.
Cuando se presentó delante del hechicero, éste le dijo: –He enseñado a tu hijo
durante tres años toda la ciencia que yo sé; pero si tú no le reconoces se quedará
conmigo para siempre.
Después soltó doce palomos todos blancos que no se diferenciaban en nada.
El hechicero dijo entonces al padre: –Dime cuál es tu hijo.
–¿Cómo quieres que lo reconozca cuando todos son iguales? –Exclamó el
padre.
Pero de pronto uno de los palomos empezó a volar más alto que los demás,
y el padre, entonces, reconoció en él a su hijo.
–Bien, hombre. Esta vez has reconocido a tu hijo –dijo el hechicero.
A los pocos minutos aparecieron ante ellos doce caballos, los cuales tenían el
mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada. El padre empezó a caminar
alrededor de ellos sin poder reconocer a su hijo, cuando uno de los caballos golpeó
el suelo con la pata izquierda; el padre en seguida señaló al caballo, diciendo al
hechicero: –Ése es mi hijo.
–Tienes razón, viejo –repuso el hechicero.
Por último, se presentaron ante sus ojos doce jóvenes guapísimos; tenían
todos la misma estatura, el pelo del mismo color, la misma voz y estaban vestidos y
calzados del mismo modo. El campesino se fijó bien en ellos, pero esta vez no
podía reconocer a su hijo; pasó por delante de ellos dos veces, y por fin vio posarse
una mosquita sobre la mejilla derecha de uno de los jóvenes. El padre, lleno de
júbilo, lo señaló al hechicero, diciéndole: –Maestro, ése es mi hijo.
–Lo has reconocido; pero no eres tú el sabio astuto, sino que el astuto es tu
hijo.
El padre, contentísimo y seguido del hijo, se marchó a su casa. No se sabe
cuánto tiempo caminaron; los cuentos se cuentan pronto, pero en la realidad las
cosas ocurren mucho más despacio. En su camino encontraron a unos cazadores
que estaban discutiendo, y mientras tanto, una zorra aprovechaba la ocasión para
huir de ellos.
–Padre –exclamó el hijo–, yo me transformaré en perro de caza, cogeré a la
zorra, y cuando los cazadores quieran quitármela tú les dirás: ‘Señores cazadores,
con este perro yo me gano la vida.’ Ellos querrán comprarte el perro y te ofrecerán
por él una buena cantidad de dinero; tú véndeme, pero conserva el collar y la
correa.
Al instante se transformó en perro de caza y cogió a la zorra. Los cazadores
se pusieron a gritar al viejo campesino, diciéndole: –¿Por qué, viejo, has venido
aquí a molestarnos y robarnos nuestra presa?
–Señores cazadores –respondió el viejo–, yo no tengo más que este perro,
con el cual me gano la vida.
–¿Quieres vendérnoslo?
–Compradlo.
–¿Cuánto quieres por él?
–Cien rublos.
Los cazadores, sin decir una palabra más, le pagaron al viejo los cien rublos,
y al ver que éste le quitaba al perro el collar y la correa, dijeron: –¿Para qué
necesitas tú el collar y la correa?
–Por si se me rompen las correas de mis abarcas tener con qué componerlas.
–Bueno, cógelos –le dijeron, y ataron al perro con un cinturón, arrearon sus
caballos y se marcharon.
Al poco rato vieron otra zorra y soltaron a sus perros; pero éstos, por más
que corrieron no la pudieron coger. Uno de los cazadores dijo a sus compañeros:
–Amigos, soltad el perro que acabamos de comprar.
Lo soltaron, pero no tuvieron casi tiempo de verlo; la zorra corría por un
lado y el perro desapareció por el otro, y llegó donde se había quedado el viejo, dio
un golpe en el suelo, y al instante se transformó en el guapo mozo de antes.
El padre y el hijo continuaron su camino; llegaron a un lago y vieron a otros
cazadores que cazaban patos grises.
–Mira, padre –le dijo su hijo–, mira cuántos patos vuelan. Voy a
transformarme en halcón para coger y matar a los patos; entonces los cazadores
empezarán a amenazarte para que les dejes cazar en paz, y tú diles: ‘Señores
cazadores, yo no tengo más que este halcón que me ayuda a ganar el pan de cada
día.’ Ellos entonces querrán comprarte el pájaro, y tú se lo venderás, pero
acuérdate bien de no darles las correítas que sujetan las patas.
Se transformó en un magnífico halcón que voló con gran rapidez a una gran
altura, y desde allí se precipitó sobre la manada de patos, hiriendo y matando tantos
que su padre reunió en seguida un montón de caza.
Cuando los cazadores vieron un halcón tan prodigioso se acercaron al viejo
y le dijeron: –¿Por qué has venido aquí a quitarnos y estropearnos nuestra caza?
–Señores cazadores, no tengo más que este halcón, con la ayuda del cual me
gano la vida.
–¿Quieres vendérnoslo?
–Compradlo.
–¿Cuánto quieres por él?
–Doscientos rublos.
Los cazadores le pagaron el dinero y se quedaron con el pájaro; pero el viejo
le quitó las correas que sujetaban las patas.
–¿Por qué se las quitas? –Preguntaron los cazadores–. ¿Para qué te pueden
servir?
–Yo camino mucho, y con frecuencia se me rompen las correas de mis
abarcas, y éstas me podrán servir para reemplazar las rotas.
Los cazadores, no queriendo entrar en discusiones, le dejaron las correas y se
marcharon con el halcón en busca de caza. Al poco tiempo voló hacia ellos una
manada de gansos.
–¡Compañeros, soltad pronto el halcón! –Gritó uno de los cazadores.
Lo soltaron, y éste voló con gran rapidez y se elevó a una gran altura sobre la
manada de gansos, pero continuó volando más allá en busca del viejo, hasta que le
perdieron de vista. Encontró a su padre, dio un golpe en el suelo y volvió a su
verdadero ser.
De este modo llegaron los dos a su casa con los bolsillos llenos de dinero.
Llegó el domingo, y el hijo dijo al padre: –Padre, hoy me transformaré en un
caballo; tú me venderás, pero acuérdate bien de no vender la brida, porque si la
vendes no podré volver más a casa.
Dio un golpe con un pie en la tierra y se transformó en un magnífico
caballo, que el padre llevó a la feria para venderlo.
Apenas llegó, muchos compradores rodearon al caballo, ofreciendo cada vez
más dinero; el hechicero, que estaba allí entre los compradores, ofreció al viejo un
precio más elevado que los demás y se quedó con el caballo. El viejo empezó a
quitarle la brida, pero el hechicero le dijo: –Pero hombre, si le quitas la brida,
¿cómo quieres que me lo lleve a mi cuadra?
Toda la gente que estaba presente empezó a murmurar y a decirle: –No
tienes razón: si has vendido el caballo, has vendido con él la brida.
Como el viejo no podía nada contra tanta gente, le dejó la brida al
comprador.
El hechicero se llevó el caballo a su cuadra, lo ató muy bien al anillo y le
puso la cuerda tan corta que el animal se quedó con el cuello estirado y sin poder
llegar al suelo con las patas delanteras.
–Hija mía –dijo el hechicero a su hija–, he comprado un caballo que es mi
discípulo último.
–¿Dónde está? –Preguntó ella.
–En la cuadra.
Corrió a verlo y tuvo compasión del joven; quiso soltarle un poco la
cabezada y empezó a quitar los nudos y aflojarle la cuerda, y el caballo a menear la
cabeza de un lado a otro hasta que se quedó suelto, y de un salto escapó de la
cuadra y se puso a galopar. La hija corrió entonces hacia su padre llorando y
diciéndole: –Padre, perdóname. He cometido una gran falta: el caballo se ha
escapado.
El hechicero dio una patada en el suelo, se transformó en un lobo gris y salió
corriendo como el viento. Ya estaba muy cerca del caballo cuando éste llegó a la
orilla de un río, dio un golpe en el suelo y se transformó en un pececito; el lobo dio
otro golpe en el suelo y se tiró al agua en forma de rollo. El pececito nadaba,
nadaba, perseguido por el rollo, y ya le iba a alcanzar, cuando llegó a la otra orilla,
donde unas jóvenes estaban lavando ropa. Salió del agua y se transformó en una
sortija de oro que, rodando, fue a parar a manos de una de las muchachas, hija de
un rico mercader, la cual, apenas vio la sortija, se la puso en el dedo meñique.
Entonces el hechicero se transformó en hombre y rogó a la joven que le
regalase la sortija. Ella se la dio, pero al quitársela del dedo se cayó al suelo y se
convirtió en muchas perlitas; el hechicero se transformó en gallo y se puso a
comérselas. Mientras estaba entretenido en esta operación, una de las perlas se
transformó en un buitre que voló muy alto, y de un golpe se tiró al suelo sobre el
gallo y lo mató.
Se convirtió entonces el buitre en el joven que conocemos, del cual se
enamoró la hija del mercader. Se casaron y vivieron muchos años felices y
contentos.
pobres, y, sin embargo, el marido deseaba que su hijo estudiase una carrera que le
ofreciese un porvenir brillante y pudiera servirles de apoyo en su vejez. Pero ¿qué
podían hacer? ¡Cuando no se tiene dinero...!
El padre llevó a su hijo a varias ciudades y pueblos para ver si alguien quería
instruirle de balde; pero sin dinero nadie quería hacerlo.
Volvieron a casa, lloró él, lloró la mujer, se desesperaron los dos por no
tener bienes de fortuna, y cuando se calmaron un poco, cogió el viejo a su hijo y
otra vez se marcharon ambos a la ciudad cercana. Cuando llegaron a ésta
encontraron en la calle a un hombre desconocido que paró al campesino y le
preguntó: –¿Por qué estás tan triste, buen hombre?
–¿Cómo no he de estarlo? –Dijo el padre–. Hemos visitado muchas
ciudades, buscando quien quiera instruir de balde a mi hijo, y no he podido
encontrarlo; todos me piden mucho dinero y yo no lo tengo.
–Déjamelo a mí –le dijo el desconocido–. En tres años yo le enseñaré una
profesión muy lucrativa; pero, acuérdate bien: dentro de tres años, el mismo día y a
la misma hora que hoy, tienes que venir a recogerlo; si llegas a tiempo y reconoces
a tu hijo, te lo podrás llevar; pero si llegas tarde o no lo reconoces, se quedará para
siempre conmigo.
El campesino se puso tan contento que se olvidó de preguntar sus señas al
desconocido y qué era lo que iba a enseñar a su hijo. Se despidió de éste, volvió a
su casa, y con gran júbilo contó lo ocurrido a su mujer.
No se había dado cuenta de que el desconocido a quien había dejado su hijo
era un hechicero.
Pasaron tres años; el viejo había olvidado por completo la hora y el día y no
sabía de qué modo salir de este apuro. El día anterior a aquel en que el campesino
tenía que presentarse al hechicero, su hijo, transformado en un pajarito, voló a la
casa paterna, se situó delante de la cabaña, y dando un golpe en el suelo con una
patita volvió a su estado primitivo y entró en la casa hecho un joven guapísimo.
Saludó a sus padres y les dijo: –¡Padre! Mañana es el día en que tienes que venir a
buscarme, pues se cumplen los tres años de mis estudios, cuida de no olvidarlo.
Y le explicó a qué sitio tenía que ir y cómo podría reconocerlo.
–Mi maestro tiene en casa otros once jóvenes discípulos, los cuales se han
quedado para siempre con él porque sus padres no llegaron a tiempo para
llevárselos o no han sabido reconocerlos; si a ti te sucediese lo mismo no tendría
más remedio que quedarme toda la vida con él. Mañana, cuando llegues a casa del
maestro, él nos presentará a los doce jóvenes transformados en doce palomos
blancos todos exactamente iguales; tú tienes que fijarte, pues al principio todos
volaremos a la misma altura; pero luego yo volaré más alto que los otros; el
maestro te preguntará: ‘¿Has reconocido a tu hijo?’ Tú señálale el palomo que vuela
más alto. Después –prosiguió el hijo– te presentará doce caballos que tendrán
todos el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada; fíjate bien en que todos
estarán muy tranquilos menos yo, que me moveré y golpearé el suelo con la pata
izquierda. El maestro te repetirá la pregunta de antes y tú, sin titubear, señálame a
mí. Después de esto –siguió el hijo– aparecerán ante ti doce guapos jóvenes todos
de la misma estatura, del mismo color de pelo, con la misma voz, y estarán vestidos
y calzados todos iguales.
Fíjate bien entonces en que se posará en mi mejilla derecha una mosca
pequeñita; ése será el signo por el que podrás reconocerme.
Se despidió de sus padres, dio un golpe en el suelo, y al instante se volvió a
transformar en un pajarito, que se fue volando a casa de su maestro.
Por la mañana el padre se levantó temprano y se fue en busca de su hijo.
Cuando se presentó delante del hechicero, éste le dijo: –He enseñado a tu hijo
durante tres años toda la ciencia que yo sé; pero si tú no le reconoces se quedará
conmigo para siempre.
Después soltó doce palomos todos blancos que no se diferenciaban en nada.
El hechicero dijo entonces al padre: –Dime cuál es tu hijo.
–¿Cómo quieres que lo reconozca cuando todos son iguales? –Exclamó el
padre.
Pero de pronto uno de los palomos empezó a volar más alto que los demás,
y el padre, entonces, reconoció en él a su hijo.
–Bien, hombre. Esta vez has reconocido a tu hijo –dijo el hechicero.
A los pocos minutos aparecieron ante ellos doce caballos, los cuales tenían el
mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada. El padre empezó a caminar
alrededor de ellos sin poder reconocer a su hijo, cuando uno de los caballos golpeó
el suelo con la pata izquierda; el padre en seguida señaló al caballo, diciendo al
hechicero: –Ése es mi hijo.
–Tienes razón, viejo –repuso el hechicero.
Por último, se presentaron ante sus ojos doce jóvenes guapísimos; tenían
todos la misma estatura, el pelo del mismo color, la misma voz y estaban vestidos y
calzados del mismo modo. El campesino se fijó bien en ellos, pero esta vez no
podía reconocer a su hijo; pasó por delante de ellos dos veces, y por fin vio posarse
una mosquita sobre la mejilla derecha de uno de los jóvenes. El padre, lleno de
júbilo, lo señaló al hechicero, diciéndole: –Maestro, ése es mi hijo.
–Lo has reconocido; pero no eres tú el sabio astuto, sino que el astuto es tu
hijo.
El padre, contentísimo y seguido del hijo, se marchó a su casa. No se sabe
cuánto tiempo caminaron; los cuentos se cuentan pronto, pero en la realidad las
cosas ocurren mucho más despacio. En su camino encontraron a unos cazadores
que estaban discutiendo, y mientras tanto, una zorra aprovechaba la ocasión para
huir de ellos.
–Padre –exclamó el hijo–, yo me transformaré en perro de caza, cogeré a la
zorra, y cuando los cazadores quieran quitármela tú les dirás: ‘Señores cazadores,
con este perro yo me gano la vida.’ Ellos querrán comprarte el perro y te ofrecerán
por él una buena cantidad de dinero; tú véndeme, pero conserva el collar y la
correa.
Al instante se transformó en perro de caza y cogió a la zorra. Los cazadores
se pusieron a gritar al viejo campesino, diciéndole: –¿Por qué, viejo, has venido
aquí a molestarnos y robarnos nuestra presa?
–Señores cazadores –respondió el viejo–, yo no tengo más que este perro,
con el cual me gano la vida.
–¿Quieres vendérnoslo?
–Compradlo.
–¿Cuánto quieres por él?
–Cien rublos.
Los cazadores, sin decir una palabra más, le pagaron al viejo los cien rublos,
y al ver que éste le quitaba al perro el collar y la correa, dijeron: –¿Para qué
necesitas tú el collar y la correa?
–Por si se me rompen las correas de mis abarcas tener con qué componerlas.
–Bueno, cógelos –le dijeron, y ataron al perro con un cinturón, arrearon sus
caballos y se marcharon.
Al poco rato vieron otra zorra y soltaron a sus perros; pero éstos, por más
que corrieron no la pudieron coger. Uno de los cazadores dijo a sus compañeros:
–Amigos, soltad el perro que acabamos de comprar.
Lo soltaron, pero no tuvieron casi tiempo de verlo; la zorra corría por un
lado y el perro desapareció por el otro, y llegó donde se había quedado el viejo, dio
un golpe en el suelo, y al instante se transformó en el guapo mozo de antes.
El padre y el hijo continuaron su camino; llegaron a un lago y vieron a otros
cazadores que cazaban patos grises.
–Mira, padre –le dijo su hijo–, mira cuántos patos vuelan. Voy a
transformarme en halcón para coger y matar a los patos; entonces los cazadores
empezarán a amenazarte para que les dejes cazar en paz, y tú diles: ‘Señores
cazadores, yo no tengo más que este halcón que me ayuda a ganar el pan de cada
día.’ Ellos entonces querrán comprarte el pájaro, y tú se lo venderás, pero
acuérdate bien de no darles las correítas que sujetan las patas.
Se transformó en un magnífico halcón que voló con gran rapidez a una gran
altura, y desde allí se precipitó sobre la manada de patos, hiriendo y matando tantos
que su padre reunió en seguida un montón de caza.
Cuando los cazadores vieron un halcón tan prodigioso se acercaron al viejo
y le dijeron: –¿Por qué has venido aquí a quitarnos y estropearnos nuestra caza?
–Señores cazadores, no tengo más que este halcón, con la ayuda del cual me
gano la vida.
–¿Quieres vendérnoslo?
–Compradlo.
–¿Cuánto quieres por él?
–Doscientos rublos.
Los cazadores le pagaron el dinero y se quedaron con el pájaro; pero el viejo
le quitó las correas que sujetaban las patas.
–¿Por qué se las quitas? –Preguntaron los cazadores–. ¿Para qué te pueden
servir?
–Yo camino mucho, y con frecuencia se me rompen las correas de mis
abarcas, y éstas me podrán servir para reemplazar las rotas.
Los cazadores, no queriendo entrar en discusiones, le dejaron las correas y se
marcharon con el halcón en busca de caza. Al poco tiempo voló hacia ellos una
manada de gansos.
–¡Compañeros, soltad pronto el halcón! –Gritó uno de los cazadores.
Lo soltaron, y éste voló con gran rapidez y se elevó a una gran altura sobre la
manada de gansos, pero continuó volando más allá en busca del viejo, hasta que le
perdieron de vista. Encontró a su padre, dio un golpe en el suelo y volvió a su
verdadero ser.
De este modo llegaron los dos a su casa con los bolsillos llenos de dinero.
Llegó el domingo, y el hijo dijo al padre: –Padre, hoy me transformaré en un
caballo; tú me venderás, pero acuérdate bien de no vender la brida, porque si la
vendes no podré volver más a casa.
Dio un golpe con un pie en la tierra y se transformó en un magnífico
caballo, que el padre llevó a la feria para venderlo.
Apenas llegó, muchos compradores rodearon al caballo, ofreciendo cada vez
más dinero; el hechicero, que estaba allí entre los compradores, ofreció al viejo un
precio más elevado que los demás y se quedó con el caballo. El viejo empezó a
quitarle la brida, pero el hechicero le dijo: –Pero hombre, si le quitas la brida,
¿cómo quieres que me lo lleve a mi cuadra?
Toda la gente que estaba presente empezó a murmurar y a decirle: –No
tienes razón: si has vendido el caballo, has vendido con él la brida.
Como el viejo no podía nada contra tanta gente, le dejó la brida al
comprador.
El hechicero se llevó el caballo a su cuadra, lo ató muy bien al anillo y le
puso la cuerda tan corta que el animal se quedó con el cuello estirado y sin poder
llegar al suelo con las patas delanteras.
–Hija mía –dijo el hechicero a su hija–, he comprado un caballo que es mi
discípulo último.
–¿Dónde está? –Preguntó ella.
–En la cuadra.
Corrió a verlo y tuvo compasión del joven; quiso soltarle un poco la
cabezada y empezó a quitar los nudos y aflojarle la cuerda, y el caballo a menear la
cabeza de un lado a otro hasta que se quedó suelto, y de un salto escapó de la
cuadra y se puso a galopar. La hija corrió entonces hacia su padre llorando y
diciéndole: –Padre, perdóname. He cometido una gran falta: el caballo se ha
escapado.
El hechicero dio una patada en el suelo, se transformó en un lobo gris y salió
corriendo como el viento. Ya estaba muy cerca del caballo cuando éste llegó a la
orilla de un río, dio un golpe en el suelo y se transformó en un pececito; el lobo dio
otro golpe en el suelo y se tiró al agua en forma de rollo. El pececito nadaba,
nadaba, perseguido por el rollo, y ya le iba a alcanzar, cuando llegó a la otra orilla,
donde unas jóvenes estaban lavando ropa. Salió del agua y se transformó en una
sortija de oro que, rodando, fue a parar a manos de una de las muchachas, hija de
un rico mercader, la cual, apenas vio la sortija, se la puso en el dedo meñique.
Entonces el hechicero se transformó en hombre y rogó a la joven que le
regalase la sortija. Ella se la dio, pero al quitársela del dedo se cayó al suelo y se
convirtió en muchas perlitas; el hechicero se transformó en gallo y se puso a
comérselas. Mientras estaba entretenido en esta operación, una de las perlas se
transformó en un buitre que voló muy alto, y de un golpe se tiró al suelo sobre el
gallo y lo mató.
Se convirtió entonces el buitre en el joven que conocemos, del cual se
enamoró la hija del mercader. Se casaron y vivieron muchos años felices y
contentos.