El Príncipe Danilo
Érase una princesa que tenía un hijo y una hija; los dos eran sanos y
guapísimos. Un día vino a visitarla una vieja bruja, que se puso a alabar a los niños,
y al despedirse, dijo: –Querida amiga mía: he aquí un anillo; ponlo en el dedo de tu
hijo, porque le traerá suerte y siempre será rico y feliz; pero que tenga cuidado de
no perderlo y de no casarse más que con la joven a la que el anillo se le ajuste
exactamente.
La princesa agradeció mucho el regalo, no sospechando la mala intención de
la bruja, y al llegar la hora de su muerte legó a su hijo el anillo, obligándose a
casarse con la joven a la cual éste se le ajustase exactamente.
Así transcurrieron unos cuantos años, y el príncipe cada día era más fuerte y
guapo. Al fin llegó a la edad de casarse; púsose en busca de novia. Primero le gustó
una, luego se enamoró de otra; pero a ninguna le venía bien el anillo; o era
demasiado grande o demasiado pequeño.
Viajó de una ciudad a otra, de un pueblo a otro de su reino e hizo ensayar el
anillo a todas las jóvenes; pero no logró encontrar a su prometida y volvió a casa
triste y pensativo.
–¿En qué estás pensando, hermanito? ¿Por qué estás tan triste? –Le
preguntó su hermana.
Éste le contó su desgracia.
–Pero ¿cómo es ese anillo maravilloso que no hay joven a quien le sirva? –
Exclamó la hermana–. Déjame ensayarlo.
Se lo puso, y le entró tan justamente como si hubiese sido hecho de
propósito para su manita.
El príncipe, viendo brillar el anillo en el dedo de su hermana, exclamó con
júbilo: –¡Oh hermanita! ¡Tú eres mi prometida! Me casaré contigo.
–¿Has perdido el juicio? ¿Quién sería capaz de casarse con su propia
hermana? Dios te castigaría.
Pero el príncipe no hacía caso de estas palabras y, saltando de alegría, le
ordenó que se preparase para la boda.
La pobre joven salió de la habitación llorando desconsoladamente, se sentó
en el umbral de la puerta y sus lágrimas corrieron en abundancia.
Pasaban por allí dos ancianos, y la joven los invitó a entrar en palacio para
darles de comer. Ellos le preguntaron la causa de su desconsuelo y la joven les
contó la desgracia que le ocurría.
–No llores ni te entristezcas, hijita –le dijeron los ancianos–. Ve a tu
habitación, haz cuatro muñecas, ponlas en los cuatro rincones del cuarto, y cuando
tu hermano te llame para que vayas con él a la iglesia contéstale así: ‘Voy en
seguida; pero no te muevas.’
Los ancianos se marcharon y el príncipe, poniéndose su traje de gala, llamó a
su hermana para que fuese con él a casarse. Ella le contestó: –¡Voy en seguida,
hermanito! ¡Tengo que ponerme los zapatitos!
Y las muñecas, sentadas en los cuatro rincones de la habitación, contestaron
a coro: –¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la
hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!
La tierra empezó a abrirse y la joven empezó a hundirse poco a poco.
El príncipe llamó por segunda vez: –¡Hermana, vamos a casarnos!
–¡En seguida, hermanito! Estoy atándome la faja.
Las muñecas cantaron otra vez: –¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El
hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la
hermana!
La joven seguía hundiéndose y ya sólo se le veía la cabeza. El príncipe llamó
por tercera vez: –¡Hermana, vamos a casarnos!
–En seguida, hermanito. Estoy poniéndome los pendientes.
Las muñecas siguieron cantando hasta que la joven desapareció en las
profundidades de la tierra.
El príncipe llamó aún con más insistencia; pero viendo que no le
contestaban se enfadó, dio un empujón a la puerta, que se abrió con estrépito, y
entrando en la habitación vio que su hermana había desaparecido. En los cuatro
rincones del cuarto estaban sentadas las cuatro muñecas, que seguían cantando: –
¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!
Entonces Danilo, cogiendo un hacha, les cortó las cabezas y las echó al
horno.
Entretanto, la joven princesa se encontró en un país subterráneo; siguió un
camino, y después de andar un largo rato llegó frente a una cabaña, puesta sobre
patas de gallina, que giraba continuamente.
–¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la entrada
hacia mí! –Exclamó la joven.
La cabaña se paró y la puerta se abrió. En el interior estaba sentada una
joven hermosísima que bordaba, con oro y plata, unos dibujos admirables en una
preciosa toalla. Al ver a la inesperada visitante la acogió cariñosamente y luego le
dijo suspirando: –¿Por qué has venido aquí, corazoncito mío? Aquí vive la terrible
bruja Baba–Yaga, que tiene las piernas de madera; en este momento no está en
casa, pero cuando venga ¡pobre de ti!
La joven princesa se asustó mucho al oír tales palabras; pero como no sabía
dónde ir, se sentaron las dos a bordar en la toalla, hablando entre sí mientras
trabajaban.
De repente oyeron un tremendo ruido, y comprendiendo que era Baba–
Yaga que volvía a casa, la hermosa bordadora transformó a la joven princesa en
una aguja, la escondió en la escoba y puso ésta en un rincón.
Apenas había tenido tiempo de acabar estas operaciones cuando la bruja
apareció en la puerta.
–¡Qué asco! –Exclamó husmeando el aire–. ¡Aquí huele a carne humana!
–Nada de extraño tiene, abuelita –le contestó la joven bordadora–.
Hace poco pasaron por aquí unos transeúntes y entraron a beber agua.
–¿Por qué no los has invitado a quedarse aquí?
–Es que eran ya viejos, abuela; no estaban para tus dientes.
–Bueno; pero en adelante no te olvides de invitar a todos a entrar en casa y
no dejar que ninguno se marche –dijo Baba–Yaga, y se marchó al bosque.
riendo. De pronto la bruja apareció otra vez, y fue tan rápida su llegada, que
la joven princesa apenas tuvo tiempo de esconderse en la escoba.
Baba–Yaga husmeó el aire de la cabaña y exclamó: –Me parece percibir olor
de carne humana.
–Sí, abuela. Han entrado aquí unos ancianos para calentarse un ratito; les
supliqué que se quedasen más tiempo, pero no quisieron.
La bruja, que tenía mucha hambre, se enfadó, regañó a la joven y se fue
gruñendo. La princesa salió de la escoba y ambas se pusieron a bordar
la toalla, y mientras trabajaban buscaban un medio de librarse de la bruja,
huyendo de la cabaña. No tuvieron tiempo de decidir nada porque, de repente,
Baba–Yaga apareció delante de ellas, sorprendiéndolas de improviso.
–¡Qué asco! Huele a carne humana –exclamó furiosa.
–Pues, abuelita, aquí te están esperando.
La joven princesa levantó los ojos, y al ver a la espantosa Baba–Yaga, con
sus piernas de madera y su nariz que más bien parecía una trompa, se quedó como
petrificada.
–¿Por qué no trabajáis? –Gritó a las jóvenes, y les ordenó traer leña y
encender el horno.
Ellas trajeron leña de roble y de arce y encendieron el horno, que pronto
estuvo ardiendo.
–Siéntate, hermosa, en la pala.
La joven se sentó y la bruja intentó meterla en el horno; pero la princesa
puso un pie en la boca y el otro en la estufa.
–¿Cómo es eso, joven? ¿No sabes cómo debes estar sentada? ¡Siéntate como
es menester!
La princesa se sentó bien, y la bruja quiso meterla en el horno; pero ella
volvió a poner un pie en la boca y el otro en la estufa. La bruja se enfadó, le hizo
bajar de la pala, gritándole: –¿Estás divirtiéndote, hermosa? Hay que estarse quieta;
mira cómo me siento yo.
Se sentó en la paleta, estrechó sus piernas, y las jóvenes, cogiendo la pala, la
metieron rápidamente en el horno, cerraron la puerta atrancándola con unos
troncos, taparon bien todas las junturas, y hecho esto huyeron de la maldita cabaña,
llevándose consigo la toalla bordada, un cepillo y un peine.
Corrieron, corrieron; pero cuando miraron atrás vieron que la bruja las
perseguía silbando: –¡Hola! ¡Ahora no os escaparéis!
Tiraron el cepillo y creció un juncal tan espesísimo que ni a una culebra le
hubiese sido posible atravesarlo. La bruja, sin embargo, cavó con sus uñas, hizo
una veredita y echó a correr tras las fugitivas.
¿Dónde esconderse? Tiraron el peine y creció un bosque frondoso y
espesísimo; ni siquiera una mosca hubiera podido atravesarlo. La bruja afiló sus
dientes y se puso a arrancar de la tierra los árboles con sus raíces, lanzándolos por
todas partes; pronto se abrió un camino y continuó la persecución.
Ya estaba cerca, muy cerca; a las pobres muchachas, de tanto correr, les
faltaba el aliento. Entonces tiraron la toalla bordada de oro y se formó un mar de
fuego ancho y profundo. La bruja subió por el aire intentando volar por encima;
pero cayó en el fuego y pereció.
Las dos jóvenes, viéndose fuera de peligro, como estaban cansadas, se
sentaron en un jardín. Éste pertenecía al príncipe Danilo. Un servidor del príncipe
las vio y anunció a su señor que en su jardín había dos jóvenes de belleza
incomparable.
–Una de ellas –le dijo– debe ser tu hermana; pero son tan parecidas que es
imposible saber cuál de las dos es.
El príncipe las invitó a entrar en su palacio, y en seguida comprendió que
una de las dos era su hermana; pero ¿cómo saber cuál de las dos si ella misma no lo
decía?
–Escúchame –dijo el servidor al príncipe–. Coge la vejiga de un cordero,
llénala de sangre y átatela debajo del brazo; yo, fingiendo ser un malhechor,
simularé que te doy una puñalada. Cuando tu hermana te vea derramando sangre,
en seguida se dará a conocer. Danilo aceptó este recurso y así lo hicieron.
Cuando el criado dio una puñalada al príncipe y éste cayó al suelo bañado en
sangre, la hermana se lanzó sobre él para socorrerlo, llorando y exclamando: –¡Oh
hermano mío querido!
Danilo se puso en pie, abrazó a su hermana y el mismo día la casó con un
noble honrado y bueno; luego probó el anillo a la amiguita de su hermana, y viendo
que le servía perfectamente, se casó con ella y todos vivieron felices y contentos.
guapísimos. Un día vino a visitarla una vieja bruja, que se puso a alabar a los niños,
y al despedirse, dijo: –Querida amiga mía: he aquí un anillo; ponlo en el dedo de tu
hijo, porque le traerá suerte y siempre será rico y feliz; pero que tenga cuidado de
no perderlo y de no casarse más que con la joven a la que el anillo se le ajuste
exactamente.
La princesa agradeció mucho el regalo, no sospechando la mala intención de
la bruja, y al llegar la hora de su muerte legó a su hijo el anillo, obligándose a
casarse con la joven a la cual éste se le ajustase exactamente.
Así transcurrieron unos cuantos años, y el príncipe cada día era más fuerte y
guapo. Al fin llegó a la edad de casarse; púsose en busca de novia. Primero le gustó
una, luego se enamoró de otra; pero a ninguna le venía bien el anillo; o era
demasiado grande o demasiado pequeño.
Viajó de una ciudad a otra, de un pueblo a otro de su reino e hizo ensayar el
anillo a todas las jóvenes; pero no logró encontrar a su prometida y volvió a casa
triste y pensativo.
–¿En qué estás pensando, hermanito? ¿Por qué estás tan triste? –Le
preguntó su hermana.
Éste le contó su desgracia.
–Pero ¿cómo es ese anillo maravilloso que no hay joven a quien le sirva? –
Exclamó la hermana–. Déjame ensayarlo.
Se lo puso, y le entró tan justamente como si hubiese sido hecho de
propósito para su manita.
El príncipe, viendo brillar el anillo en el dedo de su hermana, exclamó con
júbilo: –¡Oh hermanita! ¡Tú eres mi prometida! Me casaré contigo.
–¿Has perdido el juicio? ¿Quién sería capaz de casarse con su propia
hermana? Dios te castigaría.
Pero el príncipe no hacía caso de estas palabras y, saltando de alegría, le
ordenó que se preparase para la boda.
La pobre joven salió de la habitación llorando desconsoladamente, se sentó
en el umbral de la puerta y sus lágrimas corrieron en abundancia.
Pasaban por allí dos ancianos, y la joven los invitó a entrar en palacio para
darles de comer. Ellos le preguntaron la causa de su desconsuelo y la joven les
contó la desgracia que le ocurría.
–No llores ni te entristezcas, hijita –le dijeron los ancianos–. Ve a tu
habitación, haz cuatro muñecas, ponlas en los cuatro rincones del cuarto, y cuando
tu hermano te llame para que vayas con él a la iglesia contéstale así: ‘Voy en
seguida; pero no te muevas.’
Los ancianos se marcharon y el príncipe, poniéndose su traje de gala, llamó a
su hermana para que fuese con él a casarse. Ella le contestó: –¡Voy en seguida,
hermanito! ¡Tengo que ponerme los zapatitos!
Y las muñecas, sentadas en los cuatro rincones de la habitación, contestaron
a coro: –¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la
hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!
La tierra empezó a abrirse y la joven empezó a hundirse poco a poco.
El príncipe llamó por segunda vez: –¡Hermana, vamos a casarnos!
–¡En seguida, hermanito! Estoy atándome la faja.
Las muñecas cantaron otra vez: –¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El
hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la
hermana!
La joven seguía hundiéndose y ya sólo se le veía la cabeza. El príncipe llamó
por tercera vez: –¡Hermana, vamos a casarnos!
–En seguida, hermanito. Estoy poniéndome los pendientes.
Las muñecas siguieron cantando hasta que la joven desapareció en las
profundidades de la tierra.
El príncipe llamó aún con más insistencia; pero viendo que no le
contestaban se enfadó, dio un empujón a la puerta, que se abrió con estrépito, y
entrando en la habitación vio que su hermana había desaparecido. En los cuatro
rincones del cuarto estaban sentadas las cuatro muñecas, que seguían cantando: –
¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!
Entonces Danilo, cogiendo un hacha, les cortó las cabezas y las echó al
horno.
Entretanto, la joven princesa se encontró en un país subterráneo; siguió un
camino, y después de andar un largo rato llegó frente a una cabaña, puesta sobre
patas de gallina, que giraba continuamente.
–¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la entrada
hacia mí! –Exclamó la joven.
La cabaña se paró y la puerta se abrió. En el interior estaba sentada una
joven hermosísima que bordaba, con oro y plata, unos dibujos admirables en una
preciosa toalla. Al ver a la inesperada visitante la acogió cariñosamente y luego le
dijo suspirando: –¿Por qué has venido aquí, corazoncito mío? Aquí vive la terrible
bruja Baba–Yaga, que tiene las piernas de madera; en este momento no está en
casa, pero cuando venga ¡pobre de ti!
La joven princesa se asustó mucho al oír tales palabras; pero como no sabía
dónde ir, se sentaron las dos a bordar en la toalla, hablando entre sí mientras
trabajaban.
De repente oyeron un tremendo ruido, y comprendiendo que era Baba–
Yaga que volvía a casa, la hermosa bordadora transformó a la joven princesa en
una aguja, la escondió en la escoba y puso ésta en un rincón.
Apenas había tenido tiempo de acabar estas operaciones cuando la bruja
apareció en la puerta.
–¡Qué asco! –Exclamó husmeando el aire–. ¡Aquí huele a carne humana!
–Nada de extraño tiene, abuelita –le contestó la joven bordadora–.
Hace poco pasaron por aquí unos transeúntes y entraron a beber agua.
–¿Por qué no los has invitado a quedarse aquí?
–Es que eran ya viejos, abuela; no estaban para tus dientes.
–Bueno; pero en adelante no te olvides de invitar a todos a entrar en casa y
no dejar que ninguno se marche –dijo Baba–Yaga, y se marchó al bosque.
riendo. De pronto la bruja apareció otra vez, y fue tan rápida su llegada, que
la joven princesa apenas tuvo tiempo de esconderse en la escoba.
Baba–Yaga husmeó el aire de la cabaña y exclamó: –Me parece percibir olor
de carne humana.
–Sí, abuela. Han entrado aquí unos ancianos para calentarse un ratito; les
supliqué que se quedasen más tiempo, pero no quisieron.
La bruja, que tenía mucha hambre, se enfadó, regañó a la joven y se fue
gruñendo. La princesa salió de la escoba y ambas se pusieron a bordar
la toalla, y mientras trabajaban buscaban un medio de librarse de la bruja,
huyendo de la cabaña. No tuvieron tiempo de decidir nada porque, de repente,
Baba–Yaga apareció delante de ellas, sorprendiéndolas de improviso.
–¡Qué asco! Huele a carne humana –exclamó furiosa.
–Pues, abuelita, aquí te están esperando.
La joven princesa levantó los ojos, y al ver a la espantosa Baba–Yaga, con
sus piernas de madera y su nariz que más bien parecía una trompa, se quedó como
petrificada.
–¿Por qué no trabajáis? –Gritó a las jóvenes, y les ordenó traer leña y
encender el horno.
Ellas trajeron leña de roble y de arce y encendieron el horno, que pronto
estuvo ardiendo.
–Siéntate, hermosa, en la pala.
La joven se sentó y la bruja intentó meterla en el horno; pero la princesa
puso un pie en la boca y el otro en la estufa.
–¿Cómo es eso, joven? ¿No sabes cómo debes estar sentada? ¡Siéntate como
es menester!
La princesa se sentó bien, y la bruja quiso meterla en el horno; pero ella
volvió a poner un pie en la boca y el otro en la estufa. La bruja se enfadó, le hizo
bajar de la pala, gritándole: –¿Estás divirtiéndote, hermosa? Hay que estarse quieta;
mira cómo me siento yo.
Se sentó en la paleta, estrechó sus piernas, y las jóvenes, cogiendo la pala, la
metieron rápidamente en el horno, cerraron la puerta atrancándola con unos
troncos, taparon bien todas las junturas, y hecho esto huyeron de la maldita cabaña,
llevándose consigo la toalla bordada, un cepillo y un peine.
Corrieron, corrieron; pero cuando miraron atrás vieron que la bruja las
perseguía silbando: –¡Hola! ¡Ahora no os escaparéis!
Tiraron el cepillo y creció un juncal tan espesísimo que ni a una culebra le
hubiese sido posible atravesarlo. La bruja, sin embargo, cavó con sus uñas, hizo
una veredita y echó a correr tras las fugitivas.
¿Dónde esconderse? Tiraron el peine y creció un bosque frondoso y
espesísimo; ni siquiera una mosca hubiera podido atravesarlo. La bruja afiló sus
dientes y se puso a arrancar de la tierra los árboles con sus raíces, lanzándolos por
todas partes; pronto se abrió un camino y continuó la persecución.
Ya estaba cerca, muy cerca; a las pobres muchachas, de tanto correr, les
faltaba el aliento. Entonces tiraron la toalla bordada de oro y se formó un mar de
fuego ancho y profundo. La bruja subió por el aire intentando volar por encima;
pero cayó en el fuego y pereció.
Las dos jóvenes, viéndose fuera de peligro, como estaban cansadas, se
sentaron en un jardín. Éste pertenecía al príncipe Danilo. Un servidor del príncipe
las vio y anunció a su señor que en su jardín había dos jóvenes de belleza
incomparable.
–Una de ellas –le dijo– debe ser tu hermana; pero son tan parecidas que es
imposible saber cuál de las dos es.
El príncipe las invitó a entrar en su palacio, y en seguida comprendió que
una de las dos era su hermana; pero ¿cómo saber cuál de las dos si ella misma no lo
decía?
–Escúchame –dijo el servidor al príncipe–. Coge la vejiga de un cordero,
llénala de sangre y átatela debajo del brazo; yo, fingiendo ser un malhechor,
simularé que te doy una puñalada. Cuando tu hermana te vea derramando sangre,
en seguida se dará a conocer. Danilo aceptó este recurso y así lo hicieron.
Cuando el criado dio una puñalada al príncipe y éste cayó al suelo bañado en
sangre, la hermana se lanzó sobre él para socorrerlo, llorando y exclamando: –¡Oh
hermano mío querido!
Danilo se puso en pie, abrazó a su hermana y el mismo día la casó con un
noble honrado y bueno; luego probó el anillo a la amiguita de su hermana, y viendo
que le servía perfectamente, se casó con ella y todos vivieron felices y contentos.