Marco el Rico y Basilio el Desgraciado
En cierto país vivía un comerciante llamado Marco, al que pusieron el apodo
de ‘el Rico’ porque poseía una fabulosa fortuna. A pesar de sus riquezas, era un
hombre avaro y sin caridad para los pobres, a los que no quería ver ni aun en los
alrededores de su casa; apenas alguno se acercaba a su puerta, ordenaba a sus
servidores que lo echasen fuera y lo persiguiesen con los perros.
Un día, ya al anochecer, entraron en su casa dos ancianos de cabellos
blanquísimos y le pidieron refugio.
–¡Por Dios, Marco el Rico, danos alojamiento para no tener que pasar la
noche a campo raso!
Le suplicaron tanto y con tanta insistencia, que Marco, sólo para que no lo
molestasen más, dio orden de que los dejasen dormir en el cobertizo del corral,
donde también dormía una mujer pariente suya y gravemente enferma.
A la mañana siguiente vio que ésta, perfectamente buena y sana, lo saludaba
dándole los buenos días.
–¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has recobrado la salud? –Le preguntó.
–¡Oh Marco el Rico! –Exclamó la mujer–. Yo misma lo ignoro. He visto, no
sé si en sueños o en la realidad, que han pasado la noche en mi choza dos viejos
con cabellos blancos como la nieve; a eso de la medianoche alguien llamó y dijo:
‘En la aldea vecina, en casa de un pobre campesino, acaba de nacer un niño. ¿Qué
nombre queréis darle y qué dote le concedéis?’ Y los ancianos contestaron: ‘Le
damos el nombre de Basilio, el apodo de el Desgraciado, y lo dotamos con todas
las riquezas de Marco el Rico, en casa del cual pasamos ahora la noche.’
–¿Y nada más? –Preguntó Marco.
–Para mí fue bastante lo que obtuve, porque apenas desperté me levanté
sana y fuerte como antes.
–Bien –dijo el comerciante–; pero los tesoros de Marco no logrará poseerlos
el hijo de un pobre campesino; serían demasiado para él.
Púsose a meditar Marco el Rico y quiso ante todo asegurarse de si era verdad
que había nacido Basilio el Desgraciado. Mandó enganchar el coche, se fue a la
aldea, y dirigiéndose a casa del pope, le preguntó: –¿Es verdad que ayer nació aquí
un niño?
–Sí, es verdad –le contestó el pope–; nació en casa del más pobre campesino
de estos lugares; yo le puse el nombre de Basilio y el apodo de ‘el Desgraciado’;
pero aún no ha podido bautizársele, porque nadie quiere ser su padrino.
Entonces Marco se ofreció como padrino, rogó a la mujer del pope que
fuese la madrina y mandó preparar una abundante comida. Trajeron al niño, lo
bautizaron y después tuvieron fiesta hasta la noche.
Al día siguiente, Marco el Rico llamó al pobre campesino, lo trató con gran
afabilidad y le dijo: –Oye, compadre, tú eres un hombre pobre y no podrás educar
a tu hijo; cédemelo a mí, que le haré un hombre honrado, aseguraré su porvenir y
te daré a ti mil rublos para que no padezcas miseria.
El padre reflexionó un poco; pero al fin consintió, pues creía hacer la
felicidad de su hijo. Marco tomó al niño, lo tapó bien con su capote forrado de
pieles de zorro, lo puso en el coche y se marchó.
Después de haber corrido unas cuantas leguas, el comerciante hizo parar el
coche, entregó el niño a su criado y le ordenó: –Cógelo por los pies y tíralo al
barranco.
El criado cogió al niño e hizo lo que su amo le mandaba. Marco, riéndose,
dijo: –Ahí, en el fondo del barranco, podrás poseer todos mis bienes.
Tres días después, y por el mismo camino por donde había pasado Marco,
pasaron unos comerciantes que llevaban a Marco el Rico doce mil rublos que le
debían; al aproximarse al barranco oyeron el llanto de un niño; se pararon y
escucharon un rato y mandaron a uno de sus dependientes que se enterase de la
causa de aquello. El empleado bajó al fondo del barranco y vio que había una
pequeña pradera verde en la cual estaba sentado un niño jugando con las flores;
volviendo atrás, contó lo que había visto a su amo y éste bajó en persona
apresuradamente para verlo.
Luego cogió al niño, lo arropó cuidadosamente, lo colocó en el trineo y
todos se pusieron de nuevo en camino.
Llegados a casa de Marco el Rico, éste preguntó a los comerciantes dónde
habían encontrado al niño. Le contaron lo ocurrido y Marco comprendió en
seguida que el niño era su ahijado Basilio el Desgraciado.
Convidó a los comerciantes con manjares delicados y gran abundancia de
vinos generosos, terminando por rogarles que le dieran al niño encontrado.
Rehusaron los comerciantes un buen rato; pero al decirles Marco que les
perdonaba todas las deudas, le entregaron el niño sin vacilar más.
Pasó un día, luego otro, y al fin del tercero tomó Marco a Basilio el
Desgraciado, lo puso en un tonel, que tapó y embreó cuidadosamente, y lo echó
desde el embarcadero al agua. El tonel flotó durante mucho tiempo por el mar, y
por fin llegó a una orilla en donde se elevaba un convento. En aquel momento salía
un monje a coger agua, y oyendo un llanto infantil que partía del tonel salió en una
barca, pescó el tonel, lo destapó, y al ver en el interior un niño sentado lo cogió en
sus brazos y se lo llevó al convento. El abad, creyendo que no estaría bautizado, le
puso al niño el nombre de Basilio y el apodo de ‘el Desgraciado’; desde entonces
Basilio el Desgraciado vivió en el convento, y así transcurrieron dieciocho años, en
los cuales aprendió a leer, a escribir y a cantar en el coro de la capilla. El abad tomó
gran cariño a Basilio y lo utilizaba como sacristán en el servicio de la iglesia del
convento.
Un día Marco el Rico se dirigía a otro país para cobrar sus deudas, y al pasar
por el convento se detuvo en él. Se fijó en el joven sacristán y empezó a preguntar
a los monjes de dónde había venido y cuánto tiempo hacía que estaba en el
convento. El abad le contó todo lo que recordaba acerca del hallazgo de Basilio.
Que hacía dieciocho años un tonel que venía flotando por el mar se había acercado
a la orilla no lejos del convento y que en el tonel había un niño, al que él había
puesto el nombre de Basilio.
Marco, después de haber oído esto, comprendió que el sacristán era su
ahijado. Entonces dijo al abad: –Si yo hubiese dispuesto de un hombre tan listo
como parece vuestro sacristán, lo habría nombrado mi ayudante principal en los
negocios de mi casa. ¡Cedédmelo!
El abad se negó al principio; pero Marco el Rico, a pesar de su avaricia,
ofreció una donación de veinticinco mil rublos para el convento a cambio de
Basilio; el abad, después de haber pedido consejo a los demás frailes, decidió, con
la aprobación de todos, aceptar la donación y dejar marchar a Basilio el
Desgraciado.
Marco envió al joven a su casa con una carta cerrada que decía: ‘Mujer: En
cuanto recibas esta carta ve con el dador a nuestra fábrica de jabón y ordena a los
obreros que lo echen en una de las calderas de aceite hirviendo; cuida de no faltar
en cumplir lo que te digo, porque se trata de mi más temible enemigo.’
Se puso en marcha Basilio el Desgraciado sin sospechar la suerte que le
esperaba, y en el camino tropezó con un viejo de cabellos blancos como la nieve,
que le preguntó: –¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
–Voy a casa de Marco el Rico, donde me envía su dueño con una carta para
su mujer.
–Déjame ver la carta.
Basilio le entregó la carta y el viejo rompió el sello y se la mostró, diciendo: –
¡Toma, léela!
Basilio la leyó y comenzó a llorar, diciendo: –¿Qué le he hecho yo a ese
hombre para que me condene a muerte tan cruel?
–No te entristezcas ni temas nada –le dijo el anciano para tranquilizarle–.
Dios no te abandonará.
Y soplando sobre la carta, se la devolvió con el sello intacto, como si no la
hubiese abierto.
–Ahora, vete con Dios y entrega la carta de Marco el Rico a su mujer.
Basilio el Desgraciado llegó a la casa del comerciante, preguntó por el ama y
le entregó la carta. La mujer la leyó, llamó a su hija y le enseñó la carta, que decía:
‘Mujer: En cuanto recibas esta carta, prepara todo para casar al día siguiente a
Anastasia con el dador de ésta; y cuida de no faltar en cumplir lo que te digo,
porque tal es mi voluntad.’
Los ricos, como de todo tienen en su casa en abundancia, organizan
rápidamente fiestas cuando les parece; así que inmediatamente vistieron a Basilio
con un riquísimo vestido y le presentaron a Anastasia, que se enamoró en seguida
de él; al día siguiente fueron a la iglesia, se casaron y celebraron la boda con un
gran banquete.
Después de transcurrido algún tiempo, una mañana avisaron a la mujer de
Marco el Rico que llegaba su marido, y ella salió acompañada de su hija y su yerno
al embarcadero para recibirlo. Marco, al ver vivo a Basilio el Desgraciado y casado
con su hija, se enfureció y dijo a su mujer: –¿Cómo te has atrevido a casar a nuestra
hija con este hombre?
–No he hecho más que obedecer las órdenes que me diste –contestó la
mujer, enseñándole la carta.
Marco se aseguró de que estaba escrita por su propia mano, calló y no dijo
más.
Pasaron así tres meses, y el comerciante llamó a su yerno y le dijo: –Tienes
que ir allá lejos, muy lejos, a mil leguas de aquí, donde vive el Rey Serpiente, a
cobrarle la renta que me debe por doce años, y entérate de camino qué suerte
tuvieron doce navíos míos que hace ya tres años que han desaparecido; mañana
mismo al amanecer te pondrás en camino.
Al día siguiente, muy temprano, se levantó Basilio el Desgraciado, rezó a
Dios, se despidió de su mujer, cogió un saquito con pan tostado y se puso en
camino. Llevaba andando bastante, cuando, al pasar junto a un frondoso roble, oyó
una voz que le decía: –¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
Miró a su alrededor, y no viendo a nadie preguntó: –¿Quién me llama?
–Soy yo, el Roble, quien te pregunta.
–Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
Entonces el Roble contestó: –Cuando llegues allí acuérdate de mí, que estoy
aquí hace ya trescientos años y quisiera saber cuántos tendré aún que permanecer
en este sitio. No te olvides de enterarte.
Basilio le escuchó con atención y continuó su camino. Más allá encontró un
río muy ancho, se sentó en la barca para pasar a la otra orilla y el barquero le
preguntó: –¿Adónde vas?
–Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
–Cuando llegues allá acuérdate de mí, que estoy pasando a la gente de una
orilla a otra hace ya treinta años y quisiera saber durante cuánto tiempo tendré aún
que seguir haciendo lo mismo. No te olvides de enterarte.
–Bien –dijo Basilio, y siguió su camino.
Anduvo unos cuantos días y llegó a la orilla del mar, sobre el cual estaba
tendida una ballena de tal tamaño que llegaba a la orilla opuesta; su espalda servía
de puente a los caminantes y los carros. Apenas la pisó Basilio, la Ballena exclamó:
–¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
–Voy al reino del Rey Serpiente a reclamarle la renta de doce años.
–Pues procura acordarte de mí, que estoy aquí tendida sobre el mar, y
pasando sobre mis espaldas caminantes y carros que destrozan mis carnes hasta
llegar a mis huesos; entérate cuánto tiempo tendré aún que seguir sirviendo de
puente a la gente.
–Bien, no te olvidaré –contestó Basilio, y siguió más adelante.
Después de caminar mucho tiempo se encontró en una extensa pradera en
medio de la cual se elevaba un gran palacio. Basilio el Desgraciado subió por la
ancha escalera de mármol y penetró en el palacio. Atravesó muchas habitaciones,
cada una más lujosa que la anterior, y en la última encontró, sentada sobre su lecho,
una bellísima joven que lloraba con desconsuelo. Al percibir al desconocido se
levantó y, acercándose a él, le dijo: –¿Quién eres y qué valor es el tuyo que te has
atrevido a entrar en este reino maldito?
–Soy Basilio el Desgraciado y me ha enviado aquí Marco el Rico en busca
del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
–¡Oh, Basilio el Desgraciado! No te han enviado para cobrar la contribución,
sino para ser comido por el Rey Serpiente. Cuéntame ahora por dónde has venido.
¿No te ocurrió nada mientras caminabas? ¿Viste u oíste algo?
Basilio le contó lo del roble, lo del barquero y lo de la ballena.
Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un gran ruido como
producido por un torbellino de viento; la tierra empezó a temblar y el palacio se
bamboleó. La hermosa joven escondió a Basilio debajo de su lecho y le dijo:–
Estate ahí sin moverte y escucha lo que diga el Rey Serpiente.
El Rey Serpiente entró volando en la habitación, husmeó el aire y preguntó:
–¿Por qué huele aquí a carne humana?
–¿Cómo habría podido penetrar aquí un ser humano? –Contestó la hermosa
joven–. Por fuerza has volado muy cerca de la tierra y te has empapado de olor
humano.
–¡Oh qué cansadísirno estoy! ¡Ráscame la cabeza –dijo el Rey Serpiente,
extendiéndose en el lecho.
La joven se puso a rascarle la cabeza y mientras le dijo: –Mi señor, ¡si
supieras qué sueño he tenido en tu ausencia! He soñado que caminaba por una
carretera y, de repente, oí gritar a un viejo Roble: ‘Pregunta al Rey Serpiente cuánto
tiempo me queda de estar aquí.’
–Pues se quedará allí –contestó el Rey Serpiente– hasta que llegue un
hombre valiente que le dé un golpe con el pie en dirección de Levante; entonces se
romperán sus raíces, el roble caerá al suelo y bajo él se encontrará más cantidad de
oro y plata que la que posee Marco el Rico.
–Luego he soñado –siguió la joven– que me había acercado a un río ancho y
grande; había una barca para pasar de una orilla a otra y el barquero me preguntó.
‘¿Por cuánto tiempo tendré que continuar en esta ocupación de pasar a la gente de
una orilla a otra?’–Pues no mucho tiempo. Bastará que cuando se siente un viajero
en la barca le entregue los remos y la empuje desde la orilla; así quedará él libre y el
pasajero a quien le suceda esto se quedará, en cambio, de eterno barquero.
–Luego soñé que estaba pasando por el lomo de una enorme ballena tendida
en el mar de una orilla a otra, que se quejaba de su desgracia y me preguntaba:
‘¿Por cuánto tiempo tendré que seguir sirviendo de puente a todo el mundo?’
–¡Oh! Ésa permanecerá así hasta que eche de sus entrañas los doce navíos de
Marco el Rico, y apenas lo haga se sumergirá en el agua y sus huesos se cubrirán de
carne –respondió el Rey Serpiente; y se durmió profundamente.
La hermosa joven, dejando salir a Basilio el Desgraciado, le aconsejó: –Lo
que has oído decir al Rey Serpiente no se lo digas ni a la Ballena ni al Barquero
hasta después de atravesar el mar y el río; sólo cuando hayas pasado a la otra orilla
del mar darás la contestación a la Ballena, y después de cruzar el río podrás
contestar al Barquero.
Basilio el Desgraciado dio las gracias a la joven y tomó el camino de su casa.
Después de andar un buen rato llegó a la orilla del mar y en seguida la Ballena le
preguntó: –¿Qué respuesta me traes? ¿Has hablado de mi asunto con el Rey
Serpiente?
–Sí, he hablado; pero la respuesta te la diré cuando haya pasado a la otra
orilla.
Y cuando se encontró en la otra orilla, le dijo:–Echa de tus entrañas los doce
navíos de Marco el Rico.
La Ballena vomitó los doce navíos, que salieron navegando con sus velas
desplegadas, y las olas se precipitaron a la orilla con tal fuerza, que, aunque Basilio
se había alejado ya bastante, se encontró con el agua hasta las rodillas. Cuando
llegó al río, le preguntó el Barquero: –¿Has preguntado al Rey Serpiente lo que te
rogué?
–Sí, lo he preguntado; pero llévame antes a la otra orilla y allí te diré la
respuesta.
Basilio, una vez que hubo atravesado el río, le dijo al Barquero: –Al primero
que te pida que lo pases a la orilla opuesta hazlo entrar en tu sitio y empuja la barca
hacia el agua.
Al fin, llegado delante del viejo roble le dio una patada con gran fuerza en
dirección de Levante; el árbol cayó y debajo de sus raíces descubrió una cantidad
enorme de oro, plata y piedras preciosas. Basilio miró atrás y vio navegar con
rumbo a la orilla los doce navíos que había vomitado hacía poco la Ballena. Los
marineros cargaron todas las riquezas en los navíos, y cuando acabaron se dieron a
la vela llevando a bordo a Basilio el Desgraciado.
Cuando avisaron a Marco el Rico que estaba llegando su yerno con los doce
navíos y llevando consigo las incalculables riquezas que le había regalado el Rey
Serpiente se enfureció y ordenó enganchar un carruaje para dirigirse al reino del
Rey Serpiente y pedirle consejo acerca del modo de deshacerse de su yerno. Llegó
al río, se sentó en la barca, el Barquero empujó a ésta desde la orilla y Marco el
Rico se quedó allí toda la vida condenado a pasar la gente de una orilla a otra.
Entretanto, Basilio el Desgraciado llegó a su casa y vivió siempre en la mejor
armonía con su mujer y su suegra, aumentando sus tesoros y ayudando a los
pobres y a los humildes.
Así se cumplió la profecía de que heredaría todos los bienes de Marco el
Rico.
de ‘el Rico’ porque poseía una fabulosa fortuna. A pesar de sus riquezas, era un
hombre avaro y sin caridad para los pobres, a los que no quería ver ni aun en los
alrededores de su casa; apenas alguno se acercaba a su puerta, ordenaba a sus
servidores que lo echasen fuera y lo persiguiesen con los perros.
Un día, ya al anochecer, entraron en su casa dos ancianos de cabellos
blanquísimos y le pidieron refugio.
–¡Por Dios, Marco el Rico, danos alojamiento para no tener que pasar la
noche a campo raso!
Le suplicaron tanto y con tanta insistencia, que Marco, sólo para que no lo
molestasen más, dio orden de que los dejasen dormir en el cobertizo del corral,
donde también dormía una mujer pariente suya y gravemente enferma.
A la mañana siguiente vio que ésta, perfectamente buena y sana, lo saludaba
dándole los buenos días.
–¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has recobrado la salud? –Le preguntó.
–¡Oh Marco el Rico! –Exclamó la mujer–. Yo misma lo ignoro. He visto, no
sé si en sueños o en la realidad, que han pasado la noche en mi choza dos viejos
con cabellos blancos como la nieve; a eso de la medianoche alguien llamó y dijo:
‘En la aldea vecina, en casa de un pobre campesino, acaba de nacer un niño. ¿Qué
nombre queréis darle y qué dote le concedéis?’ Y los ancianos contestaron: ‘Le
damos el nombre de Basilio, el apodo de el Desgraciado, y lo dotamos con todas
las riquezas de Marco el Rico, en casa del cual pasamos ahora la noche.’
–¿Y nada más? –Preguntó Marco.
–Para mí fue bastante lo que obtuve, porque apenas desperté me levanté
sana y fuerte como antes.
–Bien –dijo el comerciante–; pero los tesoros de Marco no logrará poseerlos
el hijo de un pobre campesino; serían demasiado para él.
Púsose a meditar Marco el Rico y quiso ante todo asegurarse de si era verdad
que había nacido Basilio el Desgraciado. Mandó enganchar el coche, se fue a la
aldea, y dirigiéndose a casa del pope, le preguntó: –¿Es verdad que ayer nació aquí
un niño?
–Sí, es verdad –le contestó el pope–; nació en casa del más pobre campesino
de estos lugares; yo le puse el nombre de Basilio y el apodo de ‘el Desgraciado’;
pero aún no ha podido bautizársele, porque nadie quiere ser su padrino.
Entonces Marco se ofreció como padrino, rogó a la mujer del pope que
fuese la madrina y mandó preparar una abundante comida. Trajeron al niño, lo
bautizaron y después tuvieron fiesta hasta la noche.
Al día siguiente, Marco el Rico llamó al pobre campesino, lo trató con gran
afabilidad y le dijo: –Oye, compadre, tú eres un hombre pobre y no podrás educar
a tu hijo; cédemelo a mí, que le haré un hombre honrado, aseguraré su porvenir y
te daré a ti mil rublos para que no padezcas miseria.
El padre reflexionó un poco; pero al fin consintió, pues creía hacer la
felicidad de su hijo. Marco tomó al niño, lo tapó bien con su capote forrado de
pieles de zorro, lo puso en el coche y se marchó.
Después de haber corrido unas cuantas leguas, el comerciante hizo parar el
coche, entregó el niño a su criado y le ordenó: –Cógelo por los pies y tíralo al
barranco.
El criado cogió al niño e hizo lo que su amo le mandaba. Marco, riéndose,
dijo: –Ahí, en el fondo del barranco, podrás poseer todos mis bienes.
Tres días después, y por el mismo camino por donde había pasado Marco,
pasaron unos comerciantes que llevaban a Marco el Rico doce mil rublos que le
debían; al aproximarse al barranco oyeron el llanto de un niño; se pararon y
escucharon un rato y mandaron a uno de sus dependientes que se enterase de la
causa de aquello. El empleado bajó al fondo del barranco y vio que había una
pequeña pradera verde en la cual estaba sentado un niño jugando con las flores;
volviendo atrás, contó lo que había visto a su amo y éste bajó en persona
apresuradamente para verlo.
Luego cogió al niño, lo arropó cuidadosamente, lo colocó en el trineo y
todos se pusieron de nuevo en camino.
Llegados a casa de Marco el Rico, éste preguntó a los comerciantes dónde
habían encontrado al niño. Le contaron lo ocurrido y Marco comprendió en
seguida que el niño era su ahijado Basilio el Desgraciado.
Convidó a los comerciantes con manjares delicados y gran abundancia de
vinos generosos, terminando por rogarles que le dieran al niño encontrado.
Rehusaron los comerciantes un buen rato; pero al decirles Marco que les
perdonaba todas las deudas, le entregaron el niño sin vacilar más.
Pasó un día, luego otro, y al fin del tercero tomó Marco a Basilio el
Desgraciado, lo puso en un tonel, que tapó y embreó cuidadosamente, y lo echó
desde el embarcadero al agua. El tonel flotó durante mucho tiempo por el mar, y
por fin llegó a una orilla en donde se elevaba un convento. En aquel momento salía
un monje a coger agua, y oyendo un llanto infantil que partía del tonel salió en una
barca, pescó el tonel, lo destapó, y al ver en el interior un niño sentado lo cogió en
sus brazos y se lo llevó al convento. El abad, creyendo que no estaría bautizado, le
puso al niño el nombre de Basilio y el apodo de ‘el Desgraciado’; desde entonces
Basilio el Desgraciado vivió en el convento, y así transcurrieron dieciocho años, en
los cuales aprendió a leer, a escribir y a cantar en el coro de la capilla. El abad tomó
gran cariño a Basilio y lo utilizaba como sacristán en el servicio de la iglesia del
convento.
Un día Marco el Rico se dirigía a otro país para cobrar sus deudas, y al pasar
por el convento se detuvo en él. Se fijó en el joven sacristán y empezó a preguntar
a los monjes de dónde había venido y cuánto tiempo hacía que estaba en el
convento. El abad le contó todo lo que recordaba acerca del hallazgo de Basilio.
Que hacía dieciocho años un tonel que venía flotando por el mar se había acercado
a la orilla no lejos del convento y que en el tonel había un niño, al que él había
puesto el nombre de Basilio.
Marco, después de haber oído esto, comprendió que el sacristán era su
ahijado. Entonces dijo al abad: –Si yo hubiese dispuesto de un hombre tan listo
como parece vuestro sacristán, lo habría nombrado mi ayudante principal en los
negocios de mi casa. ¡Cedédmelo!
El abad se negó al principio; pero Marco el Rico, a pesar de su avaricia,
ofreció una donación de veinticinco mil rublos para el convento a cambio de
Basilio; el abad, después de haber pedido consejo a los demás frailes, decidió, con
la aprobación de todos, aceptar la donación y dejar marchar a Basilio el
Desgraciado.
Marco envió al joven a su casa con una carta cerrada que decía: ‘Mujer: En
cuanto recibas esta carta ve con el dador a nuestra fábrica de jabón y ordena a los
obreros que lo echen en una de las calderas de aceite hirviendo; cuida de no faltar
en cumplir lo que te digo, porque se trata de mi más temible enemigo.’
Se puso en marcha Basilio el Desgraciado sin sospechar la suerte que le
esperaba, y en el camino tropezó con un viejo de cabellos blancos como la nieve,
que le preguntó: –¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
–Voy a casa de Marco el Rico, donde me envía su dueño con una carta para
su mujer.
–Déjame ver la carta.
Basilio le entregó la carta y el viejo rompió el sello y se la mostró, diciendo: –
¡Toma, léela!
Basilio la leyó y comenzó a llorar, diciendo: –¿Qué le he hecho yo a ese
hombre para que me condene a muerte tan cruel?
–No te entristezcas ni temas nada –le dijo el anciano para tranquilizarle–.
Dios no te abandonará.
Y soplando sobre la carta, se la devolvió con el sello intacto, como si no la
hubiese abierto.
–Ahora, vete con Dios y entrega la carta de Marco el Rico a su mujer.
Basilio el Desgraciado llegó a la casa del comerciante, preguntó por el ama y
le entregó la carta. La mujer la leyó, llamó a su hija y le enseñó la carta, que decía:
‘Mujer: En cuanto recibas esta carta, prepara todo para casar al día siguiente a
Anastasia con el dador de ésta; y cuida de no faltar en cumplir lo que te digo,
porque tal es mi voluntad.’
Los ricos, como de todo tienen en su casa en abundancia, organizan
rápidamente fiestas cuando les parece; así que inmediatamente vistieron a Basilio
con un riquísimo vestido y le presentaron a Anastasia, que se enamoró en seguida
de él; al día siguiente fueron a la iglesia, se casaron y celebraron la boda con un
gran banquete.
Después de transcurrido algún tiempo, una mañana avisaron a la mujer de
Marco el Rico que llegaba su marido, y ella salió acompañada de su hija y su yerno
al embarcadero para recibirlo. Marco, al ver vivo a Basilio el Desgraciado y casado
con su hija, se enfureció y dijo a su mujer: –¿Cómo te has atrevido a casar a nuestra
hija con este hombre?
–No he hecho más que obedecer las órdenes que me diste –contestó la
mujer, enseñándole la carta.
Marco se aseguró de que estaba escrita por su propia mano, calló y no dijo
más.
Pasaron así tres meses, y el comerciante llamó a su yerno y le dijo: –Tienes
que ir allá lejos, muy lejos, a mil leguas de aquí, donde vive el Rey Serpiente, a
cobrarle la renta que me debe por doce años, y entérate de camino qué suerte
tuvieron doce navíos míos que hace ya tres años que han desaparecido; mañana
mismo al amanecer te pondrás en camino.
Al día siguiente, muy temprano, se levantó Basilio el Desgraciado, rezó a
Dios, se despidió de su mujer, cogió un saquito con pan tostado y se puso en
camino. Llevaba andando bastante, cuando, al pasar junto a un frondoso roble, oyó
una voz que le decía: –¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
Miró a su alrededor, y no viendo a nadie preguntó: –¿Quién me llama?
–Soy yo, el Roble, quien te pregunta.
–Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
Entonces el Roble contestó: –Cuando llegues allí acuérdate de mí, que estoy
aquí hace ya trescientos años y quisiera saber cuántos tendré aún que permanecer
en este sitio. No te olvides de enterarte.
Basilio le escuchó con atención y continuó su camino. Más allá encontró un
río muy ancho, se sentó en la barca para pasar a la otra orilla y el barquero le
preguntó: –¿Adónde vas?
–Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
–Cuando llegues allá acuérdate de mí, que estoy pasando a la gente de una
orilla a otra hace ya treinta años y quisiera saber durante cuánto tiempo tendré aún
que seguir haciendo lo mismo. No te olvides de enterarte.
–Bien –dijo Basilio, y siguió su camino.
Anduvo unos cuantos días y llegó a la orilla del mar, sobre el cual estaba
tendida una ballena de tal tamaño que llegaba a la orilla opuesta; su espalda servía
de puente a los caminantes y los carros. Apenas la pisó Basilio, la Ballena exclamó:
–¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
–Voy al reino del Rey Serpiente a reclamarle la renta de doce años.
–Pues procura acordarte de mí, que estoy aquí tendida sobre el mar, y
pasando sobre mis espaldas caminantes y carros que destrozan mis carnes hasta
llegar a mis huesos; entérate cuánto tiempo tendré aún que seguir sirviendo de
puente a la gente.
–Bien, no te olvidaré –contestó Basilio, y siguió más adelante.
Después de caminar mucho tiempo se encontró en una extensa pradera en
medio de la cual se elevaba un gran palacio. Basilio el Desgraciado subió por la
ancha escalera de mármol y penetró en el palacio. Atravesó muchas habitaciones,
cada una más lujosa que la anterior, y en la última encontró, sentada sobre su lecho,
una bellísima joven que lloraba con desconsuelo. Al percibir al desconocido se
levantó y, acercándose a él, le dijo: –¿Quién eres y qué valor es el tuyo que te has
atrevido a entrar en este reino maldito?
–Soy Basilio el Desgraciado y me ha enviado aquí Marco el Rico en busca
del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
–¡Oh, Basilio el Desgraciado! No te han enviado para cobrar la contribución,
sino para ser comido por el Rey Serpiente. Cuéntame ahora por dónde has venido.
¿No te ocurrió nada mientras caminabas? ¿Viste u oíste algo?
Basilio le contó lo del roble, lo del barquero y lo de la ballena.
Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un gran ruido como
producido por un torbellino de viento; la tierra empezó a temblar y el palacio se
bamboleó. La hermosa joven escondió a Basilio debajo de su lecho y le dijo:–
Estate ahí sin moverte y escucha lo que diga el Rey Serpiente.
El Rey Serpiente entró volando en la habitación, husmeó el aire y preguntó:
–¿Por qué huele aquí a carne humana?
–¿Cómo habría podido penetrar aquí un ser humano? –Contestó la hermosa
joven–. Por fuerza has volado muy cerca de la tierra y te has empapado de olor
humano.
–¡Oh qué cansadísirno estoy! ¡Ráscame la cabeza –dijo el Rey Serpiente,
extendiéndose en el lecho.
La joven se puso a rascarle la cabeza y mientras le dijo: –Mi señor, ¡si
supieras qué sueño he tenido en tu ausencia! He soñado que caminaba por una
carretera y, de repente, oí gritar a un viejo Roble: ‘Pregunta al Rey Serpiente cuánto
tiempo me queda de estar aquí.’
–Pues se quedará allí –contestó el Rey Serpiente– hasta que llegue un
hombre valiente que le dé un golpe con el pie en dirección de Levante; entonces se
romperán sus raíces, el roble caerá al suelo y bajo él se encontrará más cantidad de
oro y plata que la que posee Marco el Rico.
–Luego he soñado –siguió la joven– que me había acercado a un río ancho y
grande; había una barca para pasar de una orilla a otra y el barquero me preguntó.
‘¿Por cuánto tiempo tendré que continuar en esta ocupación de pasar a la gente de
una orilla a otra?’–Pues no mucho tiempo. Bastará que cuando se siente un viajero
en la barca le entregue los remos y la empuje desde la orilla; así quedará él libre y el
pasajero a quien le suceda esto se quedará, en cambio, de eterno barquero.
–Luego soñé que estaba pasando por el lomo de una enorme ballena tendida
en el mar de una orilla a otra, que se quejaba de su desgracia y me preguntaba:
‘¿Por cuánto tiempo tendré que seguir sirviendo de puente a todo el mundo?’
–¡Oh! Ésa permanecerá así hasta que eche de sus entrañas los doce navíos de
Marco el Rico, y apenas lo haga se sumergirá en el agua y sus huesos se cubrirán de
carne –respondió el Rey Serpiente; y se durmió profundamente.
La hermosa joven, dejando salir a Basilio el Desgraciado, le aconsejó: –Lo
que has oído decir al Rey Serpiente no se lo digas ni a la Ballena ni al Barquero
hasta después de atravesar el mar y el río; sólo cuando hayas pasado a la otra orilla
del mar darás la contestación a la Ballena, y después de cruzar el río podrás
contestar al Barquero.
Basilio el Desgraciado dio las gracias a la joven y tomó el camino de su casa.
Después de andar un buen rato llegó a la orilla del mar y en seguida la Ballena le
preguntó: –¿Qué respuesta me traes? ¿Has hablado de mi asunto con el Rey
Serpiente?
–Sí, he hablado; pero la respuesta te la diré cuando haya pasado a la otra
orilla.
Y cuando se encontró en la otra orilla, le dijo:–Echa de tus entrañas los doce
navíos de Marco el Rico.
La Ballena vomitó los doce navíos, que salieron navegando con sus velas
desplegadas, y las olas se precipitaron a la orilla con tal fuerza, que, aunque Basilio
se había alejado ya bastante, se encontró con el agua hasta las rodillas. Cuando
llegó al río, le preguntó el Barquero: –¿Has preguntado al Rey Serpiente lo que te
rogué?
–Sí, lo he preguntado; pero llévame antes a la otra orilla y allí te diré la
respuesta.
Basilio, una vez que hubo atravesado el río, le dijo al Barquero: –Al primero
que te pida que lo pases a la orilla opuesta hazlo entrar en tu sitio y empuja la barca
hacia el agua.
Al fin, llegado delante del viejo roble le dio una patada con gran fuerza en
dirección de Levante; el árbol cayó y debajo de sus raíces descubrió una cantidad
enorme de oro, plata y piedras preciosas. Basilio miró atrás y vio navegar con
rumbo a la orilla los doce navíos que había vomitado hacía poco la Ballena. Los
marineros cargaron todas las riquezas en los navíos, y cuando acabaron se dieron a
la vela llevando a bordo a Basilio el Desgraciado.
Cuando avisaron a Marco el Rico que estaba llegando su yerno con los doce
navíos y llevando consigo las incalculables riquezas que le había regalado el Rey
Serpiente se enfureció y ordenó enganchar un carruaje para dirigirse al reino del
Rey Serpiente y pedirle consejo acerca del modo de deshacerse de su yerno. Llegó
al río, se sentó en la barca, el Barquero empujó a ésta desde la orilla y Marco el
Rico se quedó allí toda la vida condenado a pasar la gente de una orilla a otra.
Entretanto, Basilio el Desgraciado llegó a su casa y vivió siempre en la mejor
armonía con su mujer y su suegra, aumentando sus tesoros y ayudando a los
pobres y a los humildes.
Así se cumplió la profecía de que heredaría todos los bienes de Marco el
Rico.