El brindis de los yayas
El brindis de los
yayas[*]
A Waldo Frank
I
Ponciano Culqui había logrado
revolucionar a todo Chupán en menos de
seis meses, que era el tiempo
transcurrido desde su vuelta del servicio
militar. Tenía inquietos a los mozos y
alarmados a los viejos con las ideas
traídas de allá abajo. Según él, no eran
sólo los años los que daban autoridad y
sabiduría; también las daba el cuartel. Y
en poco tiempo. No había necesidad de
envejecer y pasarse toda la vida
amontonando experiencia como los
yayas.
¡Los yayas! ¿Qué sabían, por
ejemplo, los yayas de tomar la línea de
mira frente a un blanco, de educar, de
rasquetear y manejar un caballo, de
ejercicios ecuestres, de obligaciones
para con la patria y la bandera, de la
importancia de saber leer y escribir y de
la satisfacción de verse con un libro o
un periódico en las manos? Nada de esto
podían saber los infelices.
Así venían pasándose las centurias
sin que nada hicieran ellos por salir de
los viejos y trillados caminos. No, él no
había regresado a su pueblo para esto.
Un sargento como él no iba a resignarse
a que la madurez le sorprendiera antes
de haber alcanzado el honor de sentarse
en el Consejo de los yayas. ¿Cuántos
años de espera significaba esto? Lo
menos veinticinco; más del doble de los
años que él contaba.
¿Qué iba a hacerse durante ese
tiempo? ¿Lampear[*] tierras de otros o
las que quisiera darle temporalmente la
comunidad? Si fuera en tierras
definitivamente suyas… ¡Un primero de
su talla, calificado de tirador de
preferencia y jinete excelente, labrando
chacras ajenas, como un jornalero, tarde
y mañana, para luego no saber qué
hacerse en las noches y días feriados! Si
siquiera hubiera cine una vez a la
semana… Pero ni esto. Indudablemente
sus paisanos estaban muy ignorantes.
¿No sería cosa digna de un sargento
sacarles de esta oscuridad?
Mas ¿de quién valerse para esta
empresa? ¿Con quién consultarse para
conocer los puntos vulnerables de
aquellos a quienes seguramente había
que combatir? Como buen soldado no
ignoraba que para atacar una posición
hay que enterarse primero de las fuerzas
del enemigo, del sitio en que está
acampado y de sus elementos de
defensa. Y para esto nada mejor que la
información y el reconocimiento.
Había, pues, que servirse de alguien,
y nadie más a propósito para el caso que
don Leoncio, el misti[*] de Pillco-
Rondos[*], que hacía veinte años que
vivía entre ellos y había conseguido, a
fuerza de lealtad y desinterés, ganarse la
confianza de los yayas, de que le
tuvieran por suyo y hasta se dignasen
pedirle consejo. Se resolvió, pues, a
abordarle.
Llegada la noche, mientras el pueblo
dormía, Ponciano, deslizándose por las
callejuelas del pueblo, cautelosamente,
para evitar un encuentro con algún
campo[*] y que pudiera éste tomarle por
hombre de malas costumbres, se
encaminó a la casa del viejo misti y, una
vez adentro, comenzó a franquearse.
—Venía a hablarle, don Leoncio.
—Tú dirás.
—Se me ha metido una cosa entre
ceja y ceja a poco de volver del
servicio.
—¿Qué es ello?
—Ser alcalde de Chupán no más…
Don Leoncio hizo algo parecido a un
respingo y, escupiendo el bodoque de
coca que estaba chacchando[*], clavó en
el indio sus dos ojos saltones,
inyectados de asombro y malicia.
—¿Alcalde tú?… ¿Estás en tu
juicio? Un mozo que apenas sabe dónde
tiene las narices.
—Junto a la boca, taita[*] Leoncio.
—No; yo creo que las tuyas las
tienes junto a esas bandas revoltosas que
llevas enroscadas a las pantorrillas día
y noche, desde que llegaste. ¿Has
pensado bien lo que has dicho? ¿Qué has
hecho tú hasta hoy para pretender un
cargo que sólo puede merecerse después
que se haya cumplido con todo lo que
las leyes de la comunidad mandan? ¿Ser
soldado no más?
—Y sargento, taita Leoncio.
—¡Sargento! Eso y nada es lo
mismo. Sargento, y sirviente o pongo[*]
de los mistis es igual. En Chupán ser
alcalde es ser jefe de jefes. Taita de
taitas, esto es, señor de señores. ¿Has
entendido, Ponciano?
—Cómo no… Ya lo sabía antes de ir
al servicio. Pero ¿qué es todo esto
cuando se llevan suchuyes, calzones
parchados, camisas mugrientas, ojos que
no saben leer, manos que no saben
escribir y piojos en la cabeza?
—¡Cállate la boca! No ofendas así a
tus antepasados. ¿No sabes tú que el
bienestar y la felicidad puede pasárseles
sin papel ni tinta?
—No, mi don Leoncio; la felicidad y
el bienestar me parecen mejores con
tinta y papel. El automóvil es mejor que
el caballo; la luz eléctrica, mejor que el
candil. Se lo dice Ponciano Culqui,
acabado de llegar de Lima.
—Entonces, ¿a qué has venido acá?
¿Por qué no te has quedado allá abajo,
sirviendo a los mistis?
—Porque yo soy un buen chupán y
no he nacido para pongo de nadie,
¡carache! Yo soy un chupán de los
nuevos, de esos que han aprendido en el
cuartel y en los periódicos lo que es la
patria, lo que debemos hacer todos por
la patria. Por eso estoy aquí, mi don
Leoncio. Por eso he venido a que me dé
un consejo y, si puede, una ayudita.
—No puedo dártelos. Me expondría
a que se me aplicara el jitarishum[*],
cuando menos. No, yo no soy desleal ni
traidor.
—¿Que no sabe usted, don Leoncio,
que todos los mozos del pueblo se han
comprometido este año a sacarme de
alcalde pedáneo[*]? Me lo han jurado
delante de nuestros jircas[*].
—Si tal cosa pasara, la división y
las rencillas se desatarían en el pueblo,
desaparecería la paz y la peste caería
sobre nuestros campos, volviendo todo
ruina. ¿Es esto lo que quieres? Y luego
¿con qué contarías tú para responder a
todas las obligaciones del cargo desde
el instante que salieras elegido? ¿Dónde
está lo que tienes?
—Ése es mi secreto, taita. Ya sabría
yo de dónde sacarlo. Ayúdeme no más,
que yo sabré componérmelas.
—¡Nunca! ¡Nunca! Es como si
quisieras dar un salto desde aquí al mar.
Y con qué piernas, ¡pobrecito!… Tú no
has ayudado todavía a todas las fiestas
que se celebran en el pueblo; ni has
desempeñado todas las tesorerías de
esas fiestas; ni has intervenido en la
distribución de la cera de los santos, ni
sabes cómo se labra ésta. No has sido
Atahualpa, Huáscar, Pizarro; ni huanca,
negro, lado, traslado, guiador,
trasguiador en materia de danzas.
Tampoco apóstol, sirviendo fiestas de
ceras, ni decurión[*]. Sobre todo, óyelo
bien, no has viajado a Huari por ollas, a
Huacho por sal, a Sayán por ají. Y esto
es lo que menos te dispensarían. No
entiendes todavía el quipu[*], no sabes
catipar[*] ni distinguir los jircas buenos
de los malos, ni a sus enemigos. ¿Qué
sabes, vamos a ver, de las estaciones,
del estado de la atmósfera para cuándo
conviene sembrar? ¿Has aprendido allá
en el cuartel algo de medicina, de
historia natural, de veterinaria siquiera?
¿Sabes curar el tabardillo, el costado
blanco[*], la angina y la terciana
muda[*]? ¡Qué vas a saber, hombre! Yo
creo que no sabes ni cómo se saca un
pique y se cura en seguida el hueco para
que no se pudra. Te habrán enseñado en
el cuartel, a toques de corneta, cómo se
sube y se baja del caballo, lo que no
tiene gracia; pero no lo que desean y
pueden los santos de nuestra Madre
Iglesia. Seguramente el sable no te ha
dejado tiempo para buscarte en la
capital de nuestra provincia padrinos
para cuando necesitemos apoyo; ni
compadres en Pillco-Rondos para el
hospicio, ni recomendaciones para el
vicario y los comerciantes ricos, cuando
se necesitan para algún asunto
importante.
»Todavía te falta más. Tú te crees un
gran tirador; pero aquí hay quienes
pueden enseñarte, sin necesidad de tus
reglas, a poner una bala en la boca de un
cholo a dos cuadras de distancia.
¿Cuentas acaso con la amistad de los
pueblos que tienen illapacos[*] famosos?
Debes alcanzar primero, grado a grado,
y por orden, las varas del cabildo, como
las de regidor, alguacil, campo, fiscal,
capilla y escribano. ¿Qué, te has creído
tú que es cosa fácil ser alcalde de
Chupán? Estás equivocado, Culqui. Más
fácil es llegar allá abajo a presidente
que acá arriba a alcalde. Allá hasta los
sargentos Huapayas se atreven a ir a
Palacio. Aquí hay que haber pasado
antes por muchas pruebas. Aquí es muy
difícil presidir los destinos de la
comunidad, porque un alcalde es entre
nosotros como un padre; pero un padre
sabio y prudente, capaz de resolver por
sí solo lo que los demás no pueden.
—Aprenderé, don Leoncio. Pero
basta ya de viejos de shucuy[*], taita,
con perdón suyo. Los viejos no quieren
que nos pongamos zapatos ni corbata;
prefieren que nos sonemos las narices
con las manos, que los de fuera no
vengan a vivir entre nosotros por no ser
indios; curarse sin médico; no ensanchar
los chaquinani[*] para que no pase el
automóvil; seguir con el quipu en vez de
la escritura del misti y con el tocus y el
jacha-caldo[*], habiendo tantas cosas
mejores y más alimenticias que comer.
Si usted no nos ayuda, don Leoncio, al
primero que vamos a botar del pueblo es
a usted, por nocivo, por interesado en
que este pueblo no progrese. Porque
¿cómo es que usted, siendo tan leído y
escribiendo tan bien, no les haya
enseñado nada a mis hermanos en tanto
tiempo? ¿Será porque no le conviene?
¿Pero qué será, pues, taita Leoncio?
—No es por nada de eso,
malpensado. Es porque a tu raza no le
gusta el cambio. La matan primero.
Prefieren el paso de la llama a las
carreritas de la ardilla y a los saltos del
mono. —Pues yo voy a hacerles andar a
paso de marcha. Un dos, un dos, un
dos… Y al que no lleve el paso, palo
con él. Va usted a verlo, don Leoncio.
—Pues si tanta fe y poder tienes,
Culqui, pruébalo.
II
A pesar de la profunda división que
se había originado en todo Chupán, con
motivo de las pretensiones de Ponciano
Culqui y de las ideas que éste había
logrado difundir, las fiestas preliminares
a las del primero de enero habían
comenzado a celebrarse con la
ritualidad y pompa de costumbre. En el
día de la Navidad se había hecho el
depósito de las varas para los
moshos[*]; el 29, el desarme del
nacimiento del Niño y su restitución a la
casa cural, y en este mismo día todos los
chupanes, amigos y enemigos, habían
concurrido a la iglesia, encabezado cada
bando por sus jefes. Ahí, después de
encenderle cada «autoridad pasada» una
vela al Capac Eterno[*], pidiéronle,
entre oraciones y rogativas, que les
mandara de las selvas, por medio de sus
jircas, a los nuevos cargos[*].
Los días 30 y 31 tampoco habían
sido infringidos; todos habían entrado
en alma, esto es, sometido al precepto
del ayuno, pero no a ese ayuno quieto,
reconcentrado, claustral del misti. Esas
48 horas de hambre voluntaria, de paro
estomacal, habían sido empleadas en
asear e higienizar al pueblo, hasta
dejarlo limpio y resplandeciente como
un relicario, según rezaba la orden de
los campos, y en los preparativos de la
celebración del primer día del año que
se iba a recibir.
Se había molido la jora para la
chicha[*], recibido y depositado los
aguardientes, raspado las nuevas varas
de quishuar[*] y colectado flores en
todos los campos vecinos para el adorno
de los bailarines. Todo esto mientras las
danzas, venidas de fuera, invadían el
pueblo. Entre esos danzantes, de
extravagante indumentaria y
acompasados y sinuosos movimientos,
estaban los negritos, con sus carracas
giratorias y sus látigos enroscados al
cuello, como víboras domesticadas; los
huancas de poncho, llevando el compás
de sus cautelosas pisadas con nasales
graznidos; los chunchos, emplumados y
colorinescos, y todos moviéndose al son
de las arpas de los campos, de los
violines de los regidores, del arihuay[*]
de las mujeres de los cesantes y de los
pincullos[*] y tambores de los
alguaciles. Y durante estas dos noches,
un incesante vaivén de la iglesia al
cabildo y del cabildo a las casas de las
autoridades entrantes y salientes.
Sólo un pequeño grupo de hombres
se había retraído a última hora de
intervenir en estos preparativos. Habían
ideado una especie de boicott contra el
licenciado sargento. Si había de ser éste
el nuevo alcalde, como los mozos del
pueblo lo tenían resuelto, ¿para qué dar
nada ni ayudar? ¿Para qué ir a pedirles a
los jircas una buena autoridad si ya se
sabía que la que les iba a llegar no
habría de ser la que ellos querían? ¿Qué
cosa buena podría hacer un mozo que
todavía estaba apestando a cuartel?
¿Qué podía haber aprendido allí, como
no fuera a sablear a la gente?
Pero la abstención no debía ser
completa. Si estaba bien no impetrar
nada al Capac Eterno, ni al Niño,
porque esto habría sido un sacrilegio, en
cambio, no estaba mal ir al cabildo a la
hora en que ese huele-misti, revestido
de la capa de bayeta negra, volteada,
fuera a recibir la vara de los claveles
para darse el gusto de reírse de él
cuando se quedara sin decir los
discursos, ni supiera qué contestar a las
preguntas reglamentarias, ni cómo
dirigirle la palabra al Niño-Dios.
Porque ¿cómo los iba a saber si ni los
yayas ni el escribano saliente,
encargado de prepararle, le habrían
enseñado nada?
Aquello iba a ser como una
tempestad, como un terremoto, algo
nunca visto por ojos chupanes y dignos
del jitarishum. Y todos, llenos de
maligno regocijo ante la idea del
fracaso, irrumpieron en la casa
municipal en el instante en que el audaz
y ambicioso sargento, al pie del alcalde
cesante y rodeado de todos los nuevos
cargos y de algunas centenas de mozos,
armados de sendos garrotes, le dirigía al
pueblo, entre el asombro de los unos y
la alegría de los otros, el siguiente
discurso, transmitido por boca de diez
generaciones:
«Pronto voy a recibir la vara que el
Niño ha querido confiarme para dirigir
su grey. Yo soy un mozo pobre, ciego,
sin juicio, y sin lapones[*] que ladren en
mi favor y me defiendan, sin personeros
que puedan gritarme ¡guapi![*] cuando
vengan los gavilanes a llevarme. No
podré, quizá, hacer que les llene a
ustedes la barriga con los locros y las
chichas; me quitarán las naranjas en el
jitanacuy[*]. Puede que el taita cura no
quiera venir a las fiestas, pretextando
que no se le han pagado las primicias,
de lo que yo no voy a hacerme
responsable, y entonces, por no haber
misas, pretendan ustedes romperme mi
cabeza. No sería justo. También han de
querer hacerme responsable de las
contribuciones, de las pérdidas de las
cosechas, de la falta de harina para su
pan, de los hielos, y mucho más ahora
que los aguaceros se están adelantando y
que los veranos de San Reyes y de San
Sebastián y de la Candelaria secarán los
pastos y quemarán las papas, sembrando
el hambre y atrasando el ganado.
Tampoco sería esto justo. Los hombres
no somos jircas ni podemos más que
Dios».
«Espero que las riñas entre las
familias de los Maille y los Ambicho no
terminen en muertes, como otros años.
Si ustedes me prometen formalizarse,
aquí estoy, valiente pueblo chupán, a tu
disposición».
Los confabulados yayas escucharon,
sin pestañear, todo este discurso. Algo
de lo suyo le había agregado el mozo,
pero, en sustancia, era el de costumbre.
El aire de reto y suficiencia con que
Ponciano lo pronunciara les había
dejado entullecidos.
Mientras el pueblo aclamaba al
nuevo alcalde y le prometía, en medio
de juramentos, obediencia y ayuda,
ellos, llenos de estupor, no hacían más
que mirarse recelosamente. ¿Quién de
ellos o de los otros yayas había violado
tanto el secreto de la tradición como la
promesa, hecha la víspera, de no
transmitírsela al innovador intruso?
Pero la llegada del Niño en
procesión, encabezada por el cura y los
danzantes y cuya anda fue colocada al
pie del elegido, sacó de su actitud y de
sus tumultuosos pensamientos a los
yayas, haciéndoles arrodillarse y
entonar, junto con todos, la clásica
plegaria del rigcharillag[*]. Terminado
el cántico, el juez de paz, con un
crucifijo en la diestra y en la otra mano
la vara, cuya entrega debía hacer,
después de besar tres veces los claveles
de plata de uno de sus extremos,
dirigiéndose a Culqui, el cual
permanecía aún arrodillado, le
interrogó:
—¡Alcalde! ¿Juras igualdad en el
reparto del locro, la chicha, el
aguardiente y los panes?
—¡Aumi[*], taita!
—¿Juras aumentar el ganado[*] que
nuestro patrón San Pedro y Santa Rosa
te entregan por manos del taita Niño?
—¡Aumi, taita!
—¿Juras dejar de comer por ellos?
—¡Aumi, taita!
—¿Juras taparlos y guarecerlos
contra el frío, de las deudas del
ragrapacho[*], los abusos de las
autoridades y conservar los secretos del
pueblo?
—¡Aumi, taita!
—Si así cumples, el Niño te dará
vida y te sentará a su lado; los jircas te
harán producir buenas cosechas, si no,
Tullo-Calpa, Tancuy y Sumarag[*] te
roerán las carnes por las maldiciones de
su comunidad, y por las lágrimas que le
hagas derramar te coserán las tripas. No
des, pues, lugar a quedarte riendo dentro
de las aguas cristalinas de Puma-Saca[*].
—¡Manachi[*], taita!
—Bien, en nombre del Niño y de
todos los patrones de nuestro pueblo, te
entrego esta comunidad sana y a todos
ricos de salud y alegría. Haz lo que
quieras; dispón de ella como te
convenga.
—En la entrega que me haces
dispondré lo conveniente.
Todo el diálogo fue escuchado con
el mayor recogimiento. Los mismos
yayas se sintieron compenetrados de la
solemnidad del acto y casi desarmados
en sus odios y rencores. Su asombro fue
mayor cuando Culqui, alzando los ojos
hacia la imagen que tenía delante y la
cual parecía mirarle compasiva, le
dirigió esta invocación, con voz clara y
llena de sentimientos y calidez:
«Taita Niño, hijo del Capac Eterno
y del taita San José: tú has caminado con
los pies desnudos; conoces las espinas y
el cascajo, el peso de los ataditos; has
saboreado la pobreza y has conocido el
hambre y la sed, subiendo detrás de tu
burrito tierno por esas cuestas
empinadas. Tu padre hacía puertas,
cucharas, arados, como hacemos
nosotros, y nuestra madre María
Santísima cocinaba y llevaba las ollitas
para el camino, con sus matecitos[*] y
servilletas, como nuestras mujeres lo
hacen para nosotros.
»Nuestra Madre fue la primera que
descubrió la coca: mascándola encontró
el consuelo. Sus cinco dientecitos están
estampados en cada hoja recién cogida;
ella nos enseñó a chacchar. Por medio
de esto conocemos el bien y nos
apartamos del mal. Nosotros somos
fieles a tus doctrinas y a tus ejemplos,
que no olvidamos. Los mistis son los
que idearon la cruz para hacernos jurar.
Ellos son los que te hicieron cargar con
ella, los que te estiraron, te clavaron y te
lancearon. Esos shapras[*] no han creído
en taita Santiago, en taita San Pedro y
taita San Francisco, ni en mama Santa
Rosa, en mama Natividad, en mamaahuilla
Santa Ana. Esos shapras
mataban gente, la quemaban, la hacían
comer de los pumas y otorongos[*].
Nosotros somos buenos, sencillos y de
corazón grande; por eso, el misti,
cicatero, nos odia, nos quita nuestras
chacras y nos vende. Hasta los curas,
que también son mistis, nos hacen pagar
contribución, nos quitan nuestras tierras
y sólo nos las devuelven por plata. Con
perjuicio y escándalo roban nuestras
crías y lo que guardamos en nuestras
chocitas.
»No permitas, Niño-Dios, la venida
en este año del misti maldito, que lo
parió el diablo, porque él trae
enfermedades. Viene con su comercio,
nos ruega para que le compremos y
luego nos endeudamos y esa deuda no se
acaba nunca. Este año te serviré yo.
Tengo ya mis dos toros para matar el
martes de Carnaval; tengo mis
guayuncas[*] para la jora; mis papas en
flor y mis carneritos de mano para
degollar el Jueves Santo. Pero hazme
amistar con Niceto Huaylas, que está
resentido conmigo y mis compañeros
moshos porque no ha salido de alcalde,
y con los demás yayas, que han estado
en contra nuestra y parece que nos han
tomado odio; con Filucho Sudario, que
no me habla porque le dije, con razón,
alcabite[*] de su hija, y con Dorote
Ambicho, que me ha amenazado con
matarme porque lo tengo actado[*] por
una vacona que no quiere pagarme. Y
con esto te he dicho todo».
—¿Dónde están Dorote y Filucho,
que no se presentan? —gritó el
gobernador, que era el llamado a hacer
la reconciliación, blandiendo un
tremendo garrote.
—Aquí estoy, taita —respondió
cada cual por su lado.
—¡Ah, cholo marrajo! ¡Toma!, para
que otra vez no mires mal a Ponciano --
rugió el gobernador, propinándole a
Filucho unos cuantos trancazos y
haciéndole depositar sobre una mesa la
consabida multa, para indemnizar al
agraviado.
Repetido el mismo procedimiento
con Dorote y hecha, por ambos, de
rodillas, promesa de no volver a ofender
a Culqui, transgrediendo, una vez más,
las leyes consuetudinarias del ayllo[*],
exclamó, en medio de la admiración de
todos:--
Filucho, Dorote, guárdense sus
multas. Ponciano Culqui no recibe
dinero por los agravios. Los castiga
inmediatamente o los perdona. Y yo ya
se los tengo perdonados hace tiempo.
Venga un abrazo y ayúdenme, como los
demás, a hacer el bien de nuestro
querido Chupán.
III
Las fiestas del jitanacuy estaban a
las puertas; apenas faltaba para su
celebración una semana. Culqui, el
odiado y a la vez querido Culqui, se
preparaba a hacer algo nunca visto.
Toda la mozada giraba en torno de él
haciendo acopio de lúcumas, limas,
granadillas, plátanos, naranjas y
huayruros[*] para los denarios[*] y el
juego. En cambio, nada de chacta[*], ni
de chicha, ni de guarapo[*]. Bebidas
inofensivas y refrescantes no más para
que el alcohol no se subiera a las
cabezas y después los cuchillos y los
garrotes hicieran de las suyas.
El nuevo alcalde quería un Carnaval
sin riñas, alegre, con juegos inocentes y
premios adecuados para los vencedores
del torneo; con bailes y máscaras como
los que había visto allá abajo, en casa
de su jefe y de donde nadie salía
riñendo y menos a curarse unos y al
cementerio otros. Eso era cosa de
salvajes y propia para beneficiar al juez
de paz, al escribano, a los papelucheros,
al cura y hasta a los mismos yayas,
quienes sabían sacar de esto buena
renta.
Con él no iban a pasar tales cosas.
Ya lo había hecho pregonar por bando, y
estaba resuelto a aplicarles a los que
desobedecieran multa, palo o el
jitarishum, según la magnitud de la
falta. Los cargos pasados y los
pretendientes a los nuevos, que fueron
vencidos en la última elección, eran los
que más ofendidos se sentían con estas
disposiciones, que calificaban de
despóticas y fuera de toda ley y razón.
Resuelto a contrarrestar este viento
de reforma, con que se amenazaba
destruir las sagradas tradiciones del
pueblo, Niceto Huaylas, el frustrado
alcalde, había reunido la noche de aquel
sábado a los principales yayas de la
comunidad, para exponerles el caso y la
conveniencia de deshacerse, de una vez,
del odioso innovador.
Practicada la catipa y bebido cada
cual el trago de chacta correspondiente,
el taimado Niceto rompió con estas
palabras, llenas de reconcentrado
despecho:
—No estoy enojado por no haber
salido de alcalde. La alcaldía no da más
que pesares y responsabilidad. Se sube
a la alcaldía con plata y se baja sin ella.
Lo que me duele es que ese mostrenco[*]
de Culqui se la haya agarrado y nosotros
lo hayamos permitido. ¿Es que no hay
hombres en Chupán? ¿Es que le tienen
miedo a ese piojoso, de lengua dulce y
ojos ganchudos[*], porque ha traído un
librito[*] en que lo llaman illapacojumapa[*]?
¿Que no hay entre nosotros
quien haga lo mismo y mejor? ¿No está
aquí Jacinto Orbezo, que mata
huampas[*] al vuelo con su carabina?
¿Que no está aquí Sabiniano Illatopa,
que tiene más letra para empapelar y
adormecer que cualquier Culqui? ¿Qué
se ha hecho Marcos Valencia, que sabe
clavar a veinte pasos orongoyes[*] con
su cuchillo?
—Aquí estamos todos —respondió
sombríamente Illatopa, más herido que
nadie por habérsele escapado en esta
vez la escribanía—. ¿Pero tú crees,
Huaylas, que deshaciéndose de Culqui
se acabaría todo? ¿No saldría de su
bando otro Culqui? ¿No crees tú que el
viento que nos ha traído se le ha entrado
a toda la gente moza en el corazón y que
ni el rifle, ni el puñal, ni el palo se lo
sacarán de allí?
—¿También se te ha metido ese
viento, Illatopa? ¿No estarás
entendiéndote con los otros a nuestras
espaldas?
—Me estás ofendiendo, Niceto, y
mira que si yo llego a ser alcalde alguna
vez, no te perdonaré los palos ni la
multa, como este tonto de Culqui lo hizo
el otro día con Filucho y Dorote.
—Creía que estabas ya procediendo
como escribano. ¡Perdona, Illatopa!
Marcos Valencia, temeroso de que el
objeto de la reunión se frustrara con este
cambio de intencionadas frases,
intervino:
—Illatopa no podría traicionarnos
aunque quisiera. Tiene deuda con Culqui
y debe cobrársela, si es que ya sabe lo
que muchos sabemos.
Illatopa se estremeció. ¿Una deuda
de ese mostrenco? ¿Cuándo la había
contraído?
—¿Estás hablando de verdad,
Valencia? ¿Desde cuándo un Illatopa ha
podido tener tratos y contratos con un
Culqui?
—¿No sabes tú que ese sargentucho
ha venido de allá abajo parchado y
hambriento? Tú no, Sabiniano, pero sí tu
hija. Pregúntale qué hace el nuevo
alcalde en las noches por el corral de tu
casa, después que los lapones duermen.
Sabiniano, lastimado en su amor
propio de hombre que presumía de listo
más que de honrado, y enardecido por la
sorna con que todos se le habían
quedado mirando, contestó:
—Te agradezco, Marcos, tu noticia y
veo con gusto que seremos dos los que
le cobraremos a Culqui lo que nos está
debiendo.
—¿Quién es el otro?
—¿Quién ha de ser sino tú? --
respondió el interrogado,
sarcásticamente, devolviéndole la
maligna indiscreción—. Cuando vayas a
acostarte con tu mujer, pregúntale si
antes no ha estado calentándote tu cama
Ponciano.
—¡Mientes! La Nicolasa no ha dado
jamás qué decir ni de joven. Tú la
calumnias por malquistarme con Culqui.
—Pues pregúntale al nuevo campo
Valerio, que hace no más tres noches,
junto a la iglesia, me decía, guiñándome
el ojo y riendo: «Ponciano tiene mucha
suerte con las mujeres. Todas lo buscan
y se lo quieren comer con los ojos, hasta
la de Valencia, aunque está veterana». Y
como yo le dijera: «Mientes, Valerio»,
él, muy molesto, me respondió:
«¿Cuándo has visto tú mentir a un campo
en servicio? Espera hasta la hora del
gallo, si quieres, y lo verás salir del
corral, aprovechando de que Valencia
está en Pillco-Rondos». ¿No has estado
en Pillco-Rondos, Marcos?
Un silencio hostil, preñado de
infinitos odios, impidió por largo
espacio que estallara la cólera que
ahogaba a aquel conciliábulo tenebroso.
Y durante él se preguntaban todos
mentalmente: ¿Sería cierto lo que
acababan de oír? ¿Así es que Culqui no
se había contentado con quitarle la
alcaldía a uno de ellos, y los cargos a
los otros, sino que también les seducía a
sus mujeres? No, hasta allí no era
posible tolerarle.
Si la convocatoria de Huaylas había
sido únicamente para acordar el medio
de resistirse a las medidas innovadoras
que Culqui pretendía introducir en el
jitanacuy y ver la manera de expulsarle,
haciéndole atravesar el Chillán, para
siempre, ahora había que ir más lejos,
aplicarle, sin misericordia, y por
excepción, el ushanan-jampi[*].
Y bajo la inspiración de este
pensamiento, que espigaba ya en todas
las mentes, el yaya Niceto Huaylas,
explotando la situación hábilmente, se
irguió, onduloso como una víbora que se
prepara a morder, y dijo:
—Todos tenemos resuelto ya en el
corazón la muerte de Ponciano Culqui.
¿Es verdad?
—¡Verdad! —murmuraron todos.
—Pues entonces antes del jitanacuy
habrá muerto él o todos estaremos con
Supay[*]. Pido sólo una cosa: que juren
todos por nuestros jircas obedecerme en
lo que voy a disponer.
—¡Te juramos, hermano Niceto!
Después de este solemne juramento,
nueve hombres, emponchados y calzados
de shucuy, abandonaron cautelosamente
la casa de Niceto Huaylas, con esa
precaución y disimulo del indio de las
cumbres, en tanto que aquél, poseído ya
por el pensamiento homicida, que
acababa de lanzar, miraba con sonrisa
diabólica el atado de yerbas misteriosas
y terribles que tenía en la mano.
IV
Huaylas y sus partidarios fueron los
primeros en instalarse bajo la techumbre
que, como un solio, amaneciera
levantada ese día en el centro de la
plaza de Chupán y con el frente a la
iglesia. Sobre un tabladillo, diez
asientos de macizo laupi[*], patinados
por el roce del tiempo y las posaderas
de los hombres, y en cada uno de ellos
un yaya.
Delante de esta hilera de fetiches
incaicos, como presidiéndoles, un
desmesurado tinajón de chicha, traído de
la casa de Huaylas, y una vara clavada,
de cuyo extremo superior pendía un
jarro de latón. Un símil de don Quijote y
Panza. Muchas ramas de sauce en torno,
traídas de lejanos lugares, ramilletes de
molle, guirnaldas de flores y huayruros,
colgajos de panochas, lúcumas,
granadillas, naranjas y chirimoyas,
adquiridas en Huánuco. Telas de
algodón y lino, de abigarrados y
encendidos colores, dispuestas a manera
de cortinas, recamadas de pájaros de la
selva, disecados, saturados de cedrón y
resinas extrañas y la imagen de un santo
inidentificable, abrumado de arte
barroco, sobre una mesa menguada,
testigo irrecusable del acto que se iba a
celebrar.
En vano un psicólogo habría
pretendido leer en el rostro de esos
hombres, acostumbrados a
impasibilizarse, no sólo por
temperamento sino por hábito. Sobre
todo, en los momentos solemnes.
Ante el dolor, ante la amenaza, ante
el peligro, ante la muerte el rostro debe
permanecer velado de mutismo e
impasibilidad, sin soltar lo que la boca
pugna por decir ni descubrir el
pensamiento. Pero un indigenista habría
sonreído ante esa actitud, porque a
través de ella habría visto que los ojos
de esos hombres dialogaban.
Particularmente los del viejo Huaylas.
Fluían de ellos consejos, advertencias,
recomendaciones, que en caso de no
oírse, de una indiscreción, de un
descuido, de un gesto, el plan acordado
por ellos esa noche podría malograrse.
Y las consecuencias podrían ser fatales:
la muerte nada menos.
Y los del yaya Illatopa parecían
responder: «Ya sé que tú eres un viejo
zorro, pues por eso te hemos hecho jefe
y nos hemos sometido a tus órdenes.
Estamos seguros de que cuando tú le
preparas las yerbas a un indio, aunque
ese indio sea más listo que Supay, no
escapa. No hay nadie como tú en Chupán
para dar una toma que no deje rastro
sospechoso. Los que tú matas con tus
yerbas aparecen como disentéricos o
tercianientos unas veces, y otras parecen
cogidos por el costado blanco o el
tabardillo. Así lo aseguran esos
curanderos bestias, llamados médicos
por los mistis. Huaylas sabe mucho.
Para eso te fuiste a la montaña a
aprender la virtud de esas yerbas y
prepararte para hacer un día un buen
alcalde. No, el perro de Ponciano no se
escapará esta vez. No verá ni presidirá
mañana el jitanacuy. ¡Cómo iremos el
año entrante todos a verle reír en Puma-
Saca!».
Los de Marcos Valencia decían algo
peor y más conciso: «Si Supay mete su
cola y no nos deja envenenar a ese
bandido de Culqui, esta noche, cuando
vaya a rondar mi casa, le meteré una
bala en la barriga».
Y habrían seguido monologando
alrededor de su odio si el estallido de
los petardos y el estridor de los
pincullos y tambores, anunciadores de
la llegada del señor alcalde, no les
hubiera sacado de sus tenebrosos
pensamientos.
El pequeño grupo de partidarios que
se había apostado a las espaldas de los
yayas, como cubriéndoselas, se
arremolinó ante el estrepitoso anuncio,
mientras éstos, aliviados del peso de la
espera, resollaban profundamente y
saeteaban con miradas oblicuas al
hombre que en ese instante se paraba
ante el tabladillo y les hacía,
cuadrándose marcialmente, un saludo
militar.
—Niceto Huaylas, aquí está
Ponciano Culqui, que viene a darte un
abrazo de reconciliación, acompañado
de todos sus muchachos, para que vean
que desde hoy entramos a ser amigos.
—Sube, que Niceto Huaylas te
estaba esperando para brindarte un jarro
de su chicha y aceptar un jarro de la
tuya. El alcalde ascendió en medio de los
vítores de su cortejo, y del redoble de
los tambores, yendo a colocarse al pie
de la enorme y panzuda vasija de chicha
que dos decuriones de su bando
acababan de subir.
Apagado el ruido, Huaylas, dejando
su sitial, avanzó con natural majestad,
hasta casi tocar a Culqui, y, abriéndose
de brazos, exclamó:
—Aquí tienes, Ponciano, mi pecho
para que recuestes tu cabeza en él y
escuches cómo redobla por la alegría
que siento al abrazarte.
Los dos pares de brazos se
enroscaron como cuatro serpientes que
se midieran y alistaran a devorarse. A
través del ropaje de ambos se adivinaba
la fresca y acerada musculatura del uno
y la sarmentosa del otro. Era un bello
grupo escultórico, en el que la juventud
y la madurez parecían haberse juntado
para simbolizar un pasado que se iba y
un porvenir que llegaba.
Pero al desasirse estos dos hombres,
se diría, por las miradas del uno y las
sonrisas del otro, que jamás la
separación había sido más profunda
entre ellos que en el instante en que se
estrechaban. Se habían penetrado y
descubierto en ese abrazo. Los pechos
habían entrado en contacto, pero no los
corazones. Un hálito de desconfianza
fluía de ambos.
—Ahora vamos a remojar la
reconciliación, Culqui, para que no se
seque —prorrumpió Huaylas—. Aunque
tú eres fresco y donoso como la flor del
maíz, un rieguito, por mezquino que sea,
como este que te ofrezco, te fortalecerá.
Voy a servirte.
Y el yaya, cogiendo el jarro que
pendía de la vara de quishuar, lo
sumergió en la tinaja de chicha, que
había hecho conducir de su casa.
—Está bien lo que dices, Niceto --
contestó Culqui, sin aceptar el jarro que
se le alcanzaba—. Pero debemos
quitarle primero, cada uno a su chicha,
la mala capa que se forma encima
cuando ha dormido mucho. La mía ha
estado durmiendo tres días.
Niceto y el resto de los nueve yayas
tuvieron un golpe de sístole. ¿Habría
descubierto Ponciano el plan, tan
meticulosamente preparado? Todos se
miraron oblicuamente, mientras Huaylas,
deshaciéndose en una sonrisa aguda y
forzada, tratando de convencer a su
adversario, repuso:
—Siempre ha sido costumbre en
toda reconciliación que los que se
amistan beban el primer trago de chicha
cambiado. ¿Quieres tú, Ponciano,
romper también esta costumbre,
precisamente cuando debemos mostrarle
a Chupán que la respetamos?
La insidiosa flecha estaba bien
dirigida, pero Culqui no se perturbó. En
materia de arte política y de astucia
rayaba él a mayor altura que cualquiera
de los yayas.
—Nuestra costumbre no manda eso
que dices, Niceto, porque es la primera
vez que un alcalde y un yaya han estado
enemistados y se reconcilian. El caso es
nuevo; no está previsto por nuestras
leyes y este amistamiento, a la vista de
todas mis queridas ovejas, ha sido
ideado por ti. Yo quise que fuera entre
los dos no más, en casa del buen misti
don Leoncio, con una simple botellita de
chacta y un puñadito de coca; pero tú
has querido hacer aparato para que
suene. No hay, pues, costumbre que nos
obligue. Acompáñame a hacer lo que yo
hago en este momento, para que todos
los que vienen detrás beban con
confianza. Después beberemos como tú
quieras.
Niceto, derrotado por este
razonamiento, cedió y, levantando el
jarro, que mantenía en la diestra, dijo:
—¡A tu salud, pues, mozo Ponciano!
—¡A tu salud, viejo Niceto!
Y ambos levantaron el jarro, pero
mientras el joven alcalde bebía hasta la
última gota y mostraba después el
pocillo invertido, para que el público
viera que nada sobraba en él, el viejo
Niceto, tomando una simple buchada que
se cuidó de pasar y volviéndose a uno
de sus compañeros, al primero de la
izquierda, que era el que le seguía en
jerarquía, intentó pasarle el recipiente.
—¡No! —gritó Culqui
imperativamente—. Eso no está bien,
Niceto; no has concluido tu jarro. Tienes
que beber como he bebido yo. Si no lo
haces me sentiré agraviado y entonces
mi cuchillo te pedirá estrecha cuenta.
El yaya, desistiéndose de su actitud,
pues ésta habría infundido sospechas,
sin ningún gesto de contrariedad o de
rabia, para no descomponer la majestad
del poder que en ese instante
representaba y que le habría
desconceptuado ante todos, apuró,
disimuladamente, la buchada y replicó:
—No quedará por eso, Culqui. Yo y
todos mis compañeros sabemos beber
como tú. Quería no más evitarte que
bebieras tantos jarros con nosotros y no
pudieras beber después la chacta para
que la chicha no se te asiente. ¡Salud!, y
prepárate a beber la mía sin recelo.
—¡Que te haga buen provecho,
viejo!
Y el yaya apuró socráticamente el
jarro hasta las heces colgándolo en
seguida de la vara, no sin haberlo antes
volteado, y luego fue a sentarse, ceñudo,
en su sitial, reemplazándolo en el
brindis Ventura Maille. Y a éste le
siguieron los demás, al principio
indecisos, pero al fin animados por la
actitud estoica e impenetrable del viejo
Huaylas.
Estaba Culqui para beber el décimo
jarro, esto es, listo para corresponder el
brindis de Illatopa, el escribano
frustrado, cuando la voz angustiosa de
una mujer que llegaba corriendo y
pugnaba por abrirse paso entre el
arremolinado gentío, le detuvo.
—¡Ponciano! ¡Ponciano, no bebas de
la chicha del yaya Huaylas! ¡Está
emponzoñada! ¡Te lo juro!
Culqui se volvió como electrizado
por el eco de esa voz que tanto conocía.
Era la hija de Illatopa quien así le
gritaba, la misma que desde el primer
día que él tornó a su pueblo le había
hablado al corazón; la que le había
decidido a saltar por encima de las
leyes y costumbres de la comunidad
chupanense; la que le hacía rondar en las
noches su casa y tocarle la concertina,
con peligro de que el padre le metiera
una bala en el cuerpo o le echara encima
los lapones… la que, en fin, le había
hecho aceptar la reconciliación en pago
del servicio que le prestase,
enseñándole, a fuerza de repetírselo en
sus honestas entrevistas, todos los
discursos e invocaciones que pronunció
el día que empuñó la vara de alcalde,
sonsacados a Illatopa.
El mozo, visiblemente conmovido
por el sincero dolor de esta mujer, de la
que tan prendado estaba, exclamó:
—Ya había sospechado, linda
Marcela, que la chicha de este viejo
zorro, que está ahí aparentando firmeza
para que no se descubra que el veneno
le está arañando las entrañas, no era
limpia. Por eso no quise beberla y he
obligado a todos esos perros a que la
tomaran primero que yo. No tengas,
pues, cuidado por mí, ¡ángel de mi
guarda!
La muchedumbre, indignada por la
perfidia de los yayas y emocionada por
la actitud de la moza que había tenido la
entereza de desafiar la cólera de todos
ellos, hasta la de su terrible padre, gritó
enfurecida:
—¡Asesinos! ¡Traidores! ¡Hijos de
Supay! ¡Échalos abajo, Ponciano, para
retacearlos! ¡Ushanan-jampi!
¡Ushanan-jampi!
—¡No! —ululó Culqui,
desparramando sobre la multitud una
dominadora mirada—. ¡Para qué
ushanan-jampi si ya ellos se lo están
aplicando, si de aquí no ha de salir
ninguno hasta que se beban la última
gota de chicha maldita!
—¡Perdón para mi padre, Ponciano!
Si lo obligas a beber, la Marcela no
podrá jamás ser tuya.
—¡Tienes razón, huampa de mi
alma! Sabiniano Illatopa, a nombre mío
y de Chupán entero, ¡te perdono! Deja el
jarro y anda a sentarte mientras los otros
vuelven a beber.
—¡Nunca! —gritó despectivamente
el yaya Sabiniano—. Trágate tu perdón,
indio mostrenco. Y tú, hija descastada,
que nos has traicionado, ¡maldita seas y
que Supay te muerda las entrañas toda la
vida!Y el indio, olímpicamente, apuró, a
grandes tragos, la bebida fatal, mientras
los demás yayas, pálidos, sudorosos,
trémulos, vacilantes, con las pupilas
casi apagadas por el soplo de la muerte,
aprobaban, con marcados movimientos
de cabeza, este apóstrofe del feroz
Huaylas:
—Ponciano Culqui, alcalde hechizo
y mostrenco, aprende a morir como
nosotros para cuando te llegue la hora,
que deseamos sea pronto…
yayas[*]
A Waldo Frank
I
Ponciano Culqui había logrado
revolucionar a todo Chupán en menos de
seis meses, que era el tiempo
transcurrido desde su vuelta del servicio
militar. Tenía inquietos a los mozos y
alarmados a los viejos con las ideas
traídas de allá abajo. Según él, no eran
sólo los años los que daban autoridad y
sabiduría; también las daba el cuartel. Y
en poco tiempo. No había necesidad de
envejecer y pasarse toda la vida
amontonando experiencia como los
yayas.
¡Los yayas! ¿Qué sabían, por
ejemplo, los yayas de tomar la línea de
mira frente a un blanco, de educar, de
rasquetear y manejar un caballo, de
ejercicios ecuestres, de obligaciones
para con la patria y la bandera, de la
importancia de saber leer y escribir y de
la satisfacción de verse con un libro o
un periódico en las manos? Nada de esto
podían saber los infelices.
Así venían pasándose las centurias
sin que nada hicieran ellos por salir de
los viejos y trillados caminos. No, él no
había regresado a su pueblo para esto.
Un sargento como él no iba a resignarse
a que la madurez le sorprendiera antes
de haber alcanzado el honor de sentarse
en el Consejo de los yayas. ¿Cuántos
años de espera significaba esto? Lo
menos veinticinco; más del doble de los
años que él contaba.
¿Qué iba a hacerse durante ese
tiempo? ¿Lampear[*] tierras de otros o
las que quisiera darle temporalmente la
comunidad? Si fuera en tierras
definitivamente suyas… ¡Un primero de
su talla, calificado de tirador de
preferencia y jinete excelente, labrando
chacras ajenas, como un jornalero, tarde
y mañana, para luego no saber qué
hacerse en las noches y días feriados! Si
siquiera hubiera cine una vez a la
semana… Pero ni esto. Indudablemente
sus paisanos estaban muy ignorantes.
¿No sería cosa digna de un sargento
sacarles de esta oscuridad?
Mas ¿de quién valerse para esta
empresa? ¿Con quién consultarse para
conocer los puntos vulnerables de
aquellos a quienes seguramente había
que combatir? Como buen soldado no
ignoraba que para atacar una posición
hay que enterarse primero de las fuerzas
del enemigo, del sitio en que está
acampado y de sus elementos de
defensa. Y para esto nada mejor que la
información y el reconocimiento.
Había, pues, que servirse de alguien,
y nadie más a propósito para el caso que
don Leoncio, el misti[*] de Pillco-
Rondos[*], que hacía veinte años que
vivía entre ellos y había conseguido, a
fuerza de lealtad y desinterés, ganarse la
confianza de los yayas, de que le
tuvieran por suyo y hasta se dignasen
pedirle consejo. Se resolvió, pues, a
abordarle.
Llegada la noche, mientras el pueblo
dormía, Ponciano, deslizándose por las
callejuelas del pueblo, cautelosamente,
para evitar un encuentro con algún
campo[*] y que pudiera éste tomarle por
hombre de malas costumbres, se
encaminó a la casa del viejo misti y, una
vez adentro, comenzó a franquearse.
—Venía a hablarle, don Leoncio.
—Tú dirás.
—Se me ha metido una cosa entre
ceja y ceja a poco de volver del
servicio.
—¿Qué es ello?
—Ser alcalde de Chupán no más…
Don Leoncio hizo algo parecido a un
respingo y, escupiendo el bodoque de
coca que estaba chacchando[*], clavó en
el indio sus dos ojos saltones,
inyectados de asombro y malicia.
—¿Alcalde tú?… ¿Estás en tu
juicio? Un mozo que apenas sabe dónde
tiene las narices.
—Junto a la boca, taita[*] Leoncio.
—No; yo creo que las tuyas las
tienes junto a esas bandas revoltosas que
llevas enroscadas a las pantorrillas día
y noche, desde que llegaste. ¿Has
pensado bien lo que has dicho? ¿Qué has
hecho tú hasta hoy para pretender un
cargo que sólo puede merecerse después
que se haya cumplido con todo lo que
las leyes de la comunidad mandan? ¿Ser
soldado no más?
—Y sargento, taita Leoncio.
—¡Sargento! Eso y nada es lo
mismo. Sargento, y sirviente o pongo[*]
de los mistis es igual. En Chupán ser
alcalde es ser jefe de jefes. Taita de
taitas, esto es, señor de señores. ¿Has
entendido, Ponciano?
—Cómo no… Ya lo sabía antes de ir
al servicio. Pero ¿qué es todo esto
cuando se llevan suchuyes, calzones
parchados, camisas mugrientas, ojos que
no saben leer, manos que no saben
escribir y piojos en la cabeza?
—¡Cállate la boca! No ofendas así a
tus antepasados. ¿No sabes tú que el
bienestar y la felicidad puede pasárseles
sin papel ni tinta?
—No, mi don Leoncio; la felicidad y
el bienestar me parecen mejores con
tinta y papel. El automóvil es mejor que
el caballo; la luz eléctrica, mejor que el
candil. Se lo dice Ponciano Culqui,
acabado de llegar de Lima.
—Entonces, ¿a qué has venido acá?
¿Por qué no te has quedado allá abajo,
sirviendo a los mistis?
—Porque yo soy un buen chupán y
no he nacido para pongo de nadie,
¡carache! Yo soy un chupán de los
nuevos, de esos que han aprendido en el
cuartel y en los periódicos lo que es la
patria, lo que debemos hacer todos por
la patria. Por eso estoy aquí, mi don
Leoncio. Por eso he venido a que me dé
un consejo y, si puede, una ayudita.
—No puedo dártelos. Me expondría
a que se me aplicara el jitarishum[*],
cuando menos. No, yo no soy desleal ni
traidor.
—¿Que no sabe usted, don Leoncio,
que todos los mozos del pueblo se han
comprometido este año a sacarme de
alcalde pedáneo[*]? Me lo han jurado
delante de nuestros jircas[*].
—Si tal cosa pasara, la división y
las rencillas se desatarían en el pueblo,
desaparecería la paz y la peste caería
sobre nuestros campos, volviendo todo
ruina. ¿Es esto lo que quieres? Y luego
¿con qué contarías tú para responder a
todas las obligaciones del cargo desde
el instante que salieras elegido? ¿Dónde
está lo que tienes?
—Ése es mi secreto, taita. Ya sabría
yo de dónde sacarlo. Ayúdeme no más,
que yo sabré componérmelas.
—¡Nunca! ¡Nunca! Es como si
quisieras dar un salto desde aquí al mar.
Y con qué piernas, ¡pobrecito!… Tú no
has ayudado todavía a todas las fiestas
que se celebran en el pueblo; ni has
desempeñado todas las tesorerías de
esas fiestas; ni has intervenido en la
distribución de la cera de los santos, ni
sabes cómo se labra ésta. No has sido
Atahualpa, Huáscar, Pizarro; ni huanca,
negro, lado, traslado, guiador,
trasguiador en materia de danzas.
Tampoco apóstol, sirviendo fiestas de
ceras, ni decurión[*]. Sobre todo, óyelo
bien, no has viajado a Huari por ollas, a
Huacho por sal, a Sayán por ají. Y esto
es lo que menos te dispensarían. No
entiendes todavía el quipu[*], no sabes
catipar[*] ni distinguir los jircas buenos
de los malos, ni a sus enemigos. ¿Qué
sabes, vamos a ver, de las estaciones,
del estado de la atmósfera para cuándo
conviene sembrar? ¿Has aprendido allá
en el cuartel algo de medicina, de
historia natural, de veterinaria siquiera?
¿Sabes curar el tabardillo, el costado
blanco[*], la angina y la terciana
muda[*]? ¡Qué vas a saber, hombre! Yo
creo que no sabes ni cómo se saca un
pique y se cura en seguida el hueco para
que no se pudra. Te habrán enseñado en
el cuartel, a toques de corneta, cómo se
sube y se baja del caballo, lo que no
tiene gracia; pero no lo que desean y
pueden los santos de nuestra Madre
Iglesia. Seguramente el sable no te ha
dejado tiempo para buscarte en la
capital de nuestra provincia padrinos
para cuando necesitemos apoyo; ni
compadres en Pillco-Rondos para el
hospicio, ni recomendaciones para el
vicario y los comerciantes ricos, cuando
se necesitan para algún asunto
importante.
»Todavía te falta más. Tú te crees un
gran tirador; pero aquí hay quienes
pueden enseñarte, sin necesidad de tus
reglas, a poner una bala en la boca de un
cholo a dos cuadras de distancia.
¿Cuentas acaso con la amistad de los
pueblos que tienen illapacos[*] famosos?
Debes alcanzar primero, grado a grado,
y por orden, las varas del cabildo, como
las de regidor, alguacil, campo, fiscal,
capilla y escribano. ¿Qué, te has creído
tú que es cosa fácil ser alcalde de
Chupán? Estás equivocado, Culqui. Más
fácil es llegar allá abajo a presidente
que acá arriba a alcalde. Allá hasta los
sargentos Huapayas se atreven a ir a
Palacio. Aquí hay que haber pasado
antes por muchas pruebas. Aquí es muy
difícil presidir los destinos de la
comunidad, porque un alcalde es entre
nosotros como un padre; pero un padre
sabio y prudente, capaz de resolver por
sí solo lo que los demás no pueden.
—Aprenderé, don Leoncio. Pero
basta ya de viejos de shucuy[*], taita,
con perdón suyo. Los viejos no quieren
que nos pongamos zapatos ni corbata;
prefieren que nos sonemos las narices
con las manos, que los de fuera no
vengan a vivir entre nosotros por no ser
indios; curarse sin médico; no ensanchar
los chaquinani[*] para que no pase el
automóvil; seguir con el quipu en vez de
la escritura del misti y con el tocus y el
jacha-caldo[*], habiendo tantas cosas
mejores y más alimenticias que comer.
Si usted no nos ayuda, don Leoncio, al
primero que vamos a botar del pueblo es
a usted, por nocivo, por interesado en
que este pueblo no progrese. Porque
¿cómo es que usted, siendo tan leído y
escribiendo tan bien, no les haya
enseñado nada a mis hermanos en tanto
tiempo? ¿Será porque no le conviene?
¿Pero qué será, pues, taita Leoncio?
—No es por nada de eso,
malpensado. Es porque a tu raza no le
gusta el cambio. La matan primero.
Prefieren el paso de la llama a las
carreritas de la ardilla y a los saltos del
mono. —Pues yo voy a hacerles andar a
paso de marcha. Un dos, un dos, un
dos… Y al que no lleve el paso, palo
con él. Va usted a verlo, don Leoncio.
—Pues si tanta fe y poder tienes,
Culqui, pruébalo.
II
A pesar de la profunda división que
se había originado en todo Chupán, con
motivo de las pretensiones de Ponciano
Culqui y de las ideas que éste había
logrado difundir, las fiestas preliminares
a las del primero de enero habían
comenzado a celebrarse con la
ritualidad y pompa de costumbre. En el
día de la Navidad se había hecho el
depósito de las varas para los
moshos[*]; el 29, el desarme del
nacimiento del Niño y su restitución a la
casa cural, y en este mismo día todos los
chupanes, amigos y enemigos, habían
concurrido a la iglesia, encabezado cada
bando por sus jefes. Ahí, después de
encenderle cada «autoridad pasada» una
vela al Capac Eterno[*], pidiéronle,
entre oraciones y rogativas, que les
mandara de las selvas, por medio de sus
jircas, a los nuevos cargos[*].
Los días 30 y 31 tampoco habían
sido infringidos; todos habían entrado
en alma, esto es, sometido al precepto
del ayuno, pero no a ese ayuno quieto,
reconcentrado, claustral del misti. Esas
48 horas de hambre voluntaria, de paro
estomacal, habían sido empleadas en
asear e higienizar al pueblo, hasta
dejarlo limpio y resplandeciente como
un relicario, según rezaba la orden de
los campos, y en los preparativos de la
celebración del primer día del año que
se iba a recibir.
Se había molido la jora para la
chicha[*], recibido y depositado los
aguardientes, raspado las nuevas varas
de quishuar[*] y colectado flores en
todos los campos vecinos para el adorno
de los bailarines. Todo esto mientras las
danzas, venidas de fuera, invadían el
pueblo. Entre esos danzantes, de
extravagante indumentaria y
acompasados y sinuosos movimientos,
estaban los negritos, con sus carracas
giratorias y sus látigos enroscados al
cuello, como víboras domesticadas; los
huancas de poncho, llevando el compás
de sus cautelosas pisadas con nasales
graznidos; los chunchos, emplumados y
colorinescos, y todos moviéndose al son
de las arpas de los campos, de los
violines de los regidores, del arihuay[*]
de las mujeres de los cesantes y de los
pincullos[*] y tambores de los
alguaciles. Y durante estas dos noches,
un incesante vaivén de la iglesia al
cabildo y del cabildo a las casas de las
autoridades entrantes y salientes.
Sólo un pequeño grupo de hombres
se había retraído a última hora de
intervenir en estos preparativos. Habían
ideado una especie de boicott contra el
licenciado sargento. Si había de ser éste
el nuevo alcalde, como los mozos del
pueblo lo tenían resuelto, ¿para qué dar
nada ni ayudar? ¿Para qué ir a pedirles a
los jircas una buena autoridad si ya se
sabía que la que les iba a llegar no
habría de ser la que ellos querían? ¿Qué
cosa buena podría hacer un mozo que
todavía estaba apestando a cuartel?
¿Qué podía haber aprendido allí, como
no fuera a sablear a la gente?
Pero la abstención no debía ser
completa. Si estaba bien no impetrar
nada al Capac Eterno, ni al Niño,
porque esto habría sido un sacrilegio, en
cambio, no estaba mal ir al cabildo a la
hora en que ese huele-misti, revestido
de la capa de bayeta negra, volteada,
fuera a recibir la vara de los claveles
para darse el gusto de reírse de él
cuando se quedara sin decir los
discursos, ni supiera qué contestar a las
preguntas reglamentarias, ni cómo
dirigirle la palabra al Niño-Dios.
Porque ¿cómo los iba a saber si ni los
yayas ni el escribano saliente,
encargado de prepararle, le habrían
enseñado nada?
Aquello iba a ser como una
tempestad, como un terremoto, algo
nunca visto por ojos chupanes y dignos
del jitarishum. Y todos, llenos de
maligno regocijo ante la idea del
fracaso, irrumpieron en la casa
municipal en el instante en que el audaz
y ambicioso sargento, al pie del alcalde
cesante y rodeado de todos los nuevos
cargos y de algunas centenas de mozos,
armados de sendos garrotes, le dirigía al
pueblo, entre el asombro de los unos y
la alegría de los otros, el siguiente
discurso, transmitido por boca de diez
generaciones:
«Pronto voy a recibir la vara que el
Niño ha querido confiarme para dirigir
su grey. Yo soy un mozo pobre, ciego,
sin juicio, y sin lapones[*] que ladren en
mi favor y me defiendan, sin personeros
que puedan gritarme ¡guapi![*] cuando
vengan los gavilanes a llevarme. No
podré, quizá, hacer que les llene a
ustedes la barriga con los locros y las
chichas; me quitarán las naranjas en el
jitanacuy[*]. Puede que el taita cura no
quiera venir a las fiestas, pretextando
que no se le han pagado las primicias,
de lo que yo no voy a hacerme
responsable, y entonces, por no haber
misas, pretendan ustedes romperme mi
cabeza. No sería justo. También han de
querer hacerme responsable de las
contribuciones, de las pérdidas de las
cosechas, de la falta de harina para su
pan, de los hielos, y mucho más ahora
que los aguaceros se están adelantando y
que los veranos de San Reyes y de San
Sebastián y de la Candelaria secarán los
pastos y quemarán las papas, sembrando
el hambre y atrasando el ganado.
Tampoco sería esto justo. Los hombres
no somos jircas ni podemos más que
Dios».
«Espero que las riñas entre las
familias de los Maille y los Ambicho no
terminen en muertes, como otros años.
Si ustedes me prometen formalizarse,
aquí estoy, valiente pueblo chupán, a tu
disposición».
Los confabulados yayas escucharon,
sin pestañear, todo este discurso. Algo
de lo suyo le había agregado el mozo,
pero, en sustancia, era el de costumbre.
El aire de reto y suficiencia con que
Ponciano lo pronunciara les había
dejado entullecidos.
Mientras el pueblo aclamaba al
nuevo alcalde y le prometía, en medio
de juramentos, obediencia y ayuda,
ellos, llenos de estupor, no hacían más
que mirarse recelosamente. ¿Quién de
ellos o de los otros yayas había violado
tanto el secreto de la tradición como la
promesa, hecha la víspera, de no
transmitírsela al innovador intruso?
Pero la llegada del Niño en
procesión, encabezada por el cura y los
danzantes y cuya anda fue colocada al
pie del elegido, sacó de su actitud y de
sus tumultuosos pensamientos a los
yayas, haciéndoles arrodillarse y
entonar, junto con todos, la clásica
plegaria del rigcharillag[*]. Terminado
el cántico, el juez de paz, con un
crucifijo en la diestra y en la otra mano
la vara, cuya entrega debía hacer,
después de besar tres veces los claveles
de plata de uno de sus extremos,
dirigiéndose a Culqui, el cual
permanecía aún arrodillado, le
interrogó:
—¡Alcalde! ¿Juras igualdad en el
reparto del locro, la chicha, el
aguardiente y los panes?
—¡Aumi[*], taita!
—¿Juras aumentar el ganado[*] que
nuestro patrón San Pedro y Santa Rosa
te entregan por manos del taita Niño?
—¡Aumi, taita!
—¿Juras dejar de comer por ellos?
—¡Aumi, taita!
—¿Juras taparlos y guarecerlos
contra el frío, de las deudas del
ragrapacho[*], los abusos de las
autoridades y conservar los secretos del
pueblo?
—¡Aumi, taita!
—Si así cumples, el Niño te dará
vida y te sentará a su lado; los jircas te
harán producir buenas cosechas, si no,
Tullo-Calpa, Tancuy y Sumarag[*] te
roerán las carnes por las maldiciones de
su comunidad, y por las lágrimas que le
hagas derramar te coserán las tripas. No
des, pues, lugar a quedarte riendo dentro
de las aguas cristalinas de Puma-Saca[*].
—¡Manachi[*], taita!
—Bien, en nombre del Niño y de
todos los patrones de nuestro pueblo, te
entrego esta comunidad sana y a todos
ricos de salud y alegría. Haz lo que
quieras; dispón de ella como te
convenga.
—En la entrega que me haces
dispondré lo conveniente.
Todo el diálogo fue escuchado con
el mayor recogimiento. Los mismos
yayas se sintieron compenetrados de la
solemnidad del acto y casi desarmados
en sus odios y rencores. Su asombro fue
mayor cuando Culqui, alzando los ojos
hacia la imagen que tenía delante y la
cual parecía mirarle compasiva, le
dirigió esta invocación, con voz clara y
llena de sentimientos y calidez:
«Taita Niño, hijo del Capac Eterno
y del taita San José: tú has caminado con
los pies desnudos; conoces las espinas y
el cascajo, el peso de los ataditos; has
saboreado la pobreza y has conocido el
hambre y la sed, subiendo detrás de tu
burrito tierno por esas cuestas
empinadas. Tu padre hacía puertas,
cucharas, arados, como hacemos
nosotros, y nuestra madre María
Santísima cocinaba y llevaba las ollitas
para el camino, con sus matecitos[*] y
servilletas, como nuestras mujeres lo
hacen para nosotros.
»Nuestra Madre fue la primera que
descubrió la coca: mascándola encontró
el consuelo. Sus cinco dientecitos están
estampados en cada hoja recién cogida;
ella nos enseñó a chacchar. Por medio
de esto conocemos el bien y nos
apartamos del mal. Nosotros somos
fieles a tus doctrinas y a tus ejemplos,
que no olvidamos. Los mistis son los
que idearon la cruz para hacernos jurar.
Ellos son los que te hicieron cargar con
ella, los que te estiraron, te clavaron y te
lancearon. Esos shapras[*] no han creído
en taita Santiago, en taita San Pedro y
taita San Francisco, ni en mama Santa
Rosa, en mama Natividad, en mamaahuilla
Santa Ana. Esos shapras
mataban gente, la quemaban, la hacían
comer de los pumas y otorongos[*].
Nosotros somos buenos, sencillos y de
corazón grande; por eso, el misti,
cicatero, nos odia, nos quita nuestras
chacras y nos vende. Hasta los curas,
que también son mistis, nos hacen pagar
contribución, nos quitan nuestras tierras
y sólo nos las devuelven por plata. Con
perjuicio y escándalo roban nuestras
crías y lo que guardamos en nuestras
chocitas.
»No permitas, Niño-Dios, la venida
en este año del misti maldito, que lo
parió el diablo, porque él trae
enfermedades. Viene con su comercio,
nos ruega para que le compremos y
luego nos endeudamos y esa deuda no se
acaba nunca. Este año te serviré yo.
Tengo ya mis dos toros para matar el
martes de Carnaval; tengo mis
guayuncas[*] para la jora; mis papas en
flor y mis carneritos de mano para
degollar el Jueves Santo. Pero hazme
amistar con Niceto Huaylas, que está
resentido conmigo y mis compañeros
moshos porque no ha salido de alcalde,
y con los demás yayas, que han estado
en contra nuestra y parece que nos han
tomado odio; con Filucho Sudario, que
no me habla porque le dije, con razón,
alcabite[*] de su hija, y con Dorote
Ambicho, que me ha amenazado con
matarme porque lo tengo actado[*] por
una vacona que no quiere pagarme. Y
con esto te he dicho todo».
—¿Dónde están Dorote y Filucho,
que no se presentan? —gritó el
gobernador, que era el llamado a hacer
la reconciliación, blandiendo un
tremendo garrote.
—Aquí estoy, taita —respondió
cada cual por su lado.
—¡Ah, cholo marrajo! ¡Toma!, para
que otra vez no mires mal a Ponciano --
rugió el gobernador, propinándole a
Filucho unos cuantos trancazos y
haciéndole depositar sobre una mesa la
consabida multa, para indemnizar al
agraviado.
Repetido el mismo procedimiento
con Dorote y hecha, por ambos, de
rodillas, promesa de no volver a ofender
a Culqui, transgrediendo, una vez más,
las leyes consuetudinarias del ayllo[*],
exclamó, en medio de la admiración de
todos:--
Filucho, Dorote, guárdense sus
multas. Ponciano Culqui no recibe
dinero por los agravios. Los castiga
inmediatamente o los perdona. Y yo ya
se los tengo perdonados hace tiempo.
Venga un abrazo y ayúdenme, como los
demás, a hacer el bien de nuestro
querido Chupán.
III
Las fiestas del jitanacuy estaban a
las puertas; apenas faltaba para su
celebración una semana. Culqui, el
odiado y a la vez querido Culqui, se
preparaba a hacer algo nunca visto.
Toda la mozada giraba en torno de él
haciendo acopio de lúcumas, limas,
granadillas, plátanos, naranjas y
huayruros[*] para los denarios[*] y el
juego. En cambio, nada de chacta[*], ni
de chicha, ni de guarapo[*]. Bebidas
inofensivas y refrescantes no más para
que el alcohol no se subiera a las
cabezas y después los cuchillos y los
garrotes hicieran de las suyas.
El nuevo alcalde quería un Carnaval
sin riñas, alegre, con juegos inocentes y
premios adecuados para los vencedores
del torneo; con bailes y máscaras como
los que había visto allá abajo, en casa
de su jefe y de donde nadie salía
riñendo y menos a curarse unos y al
cementerio otros. Eso era cosa de
salvajes y propia para beneficiar al juez
de paz, al escribano, a los papelucheros,
al cura y hasta a los mismos yayas,
quienes sabían sacar de esto buena
renta.
Con él no iban a pasar tales cosas.
Ya lo había hecho pregonar por bando, y
estaba resuelto a aplicarles a los que
desobedecieran multa, palo o el
jitarishum, según la magnitud de la
falta. Los cargos pasados y los
pretendientes a los nuevos, que fueron
vencidos en la última elección, eran los
que más ofendidos se sentían con estas
disposiciones, que calificaban de
despóticas y fuera de toda ley y razón.
Resuelto a contrarrestar este viento
de reforma, con que se amenazaba
destruir las sagradas tradiciones del
pueblo, Niceto Huaylas, el frustrado
alcalde, había reunido la noche de aquel
sábado a los principales yayas de la
comunidad, para exponerles el caso y la
conveniencia de deshacerse, de una vez,
del odioso innovador.
Practicada la catipa y bebido cada
cual el trago de chacta correspondiente,
el taimado Niceto rompió con estas
palabras, llenas de reconcentrado
despecho:
—No estoy enojado por no haber
salido de alcalde. La alcaldía no da más
que pesares y responsabilidad. Se sube
a la alcaldía con plata y se baja sin ella.
Lo que me duele es que ese mostrenco[*]
de Culqui se la haya agarrado y nosotros
lo hayamos permitido. ¿Es que no hay
hombres en Chupán? ¿Es que le tienen
miedo a ese piojoso, de lengua dulce y
ojos ganchudos[*], porque ha traído un
librito[*] en que lo llaman illapacojumapa[*]?
¿Que no hay entre nosotros
quien haga lo mismo y mejor? ¿No está
aquí Jacinto Orbezo, que mata
huampas[*] al vuelo con su carabina?
¿Que no está aquí Sabiniano Illatopa,
que tiene más letra para empapelar y
adormecer que cualquier Culqui? ¿Qué
se ha hecho Marcos Valencia, que sabe
clavar a veinte pasos orongoyes[*] con
su cuchillo?
—Aquí estamos todos —respondió
sombríamente Illatopa, más herido que
nadie por habérsele escapado en esta
vez la escribanía—. ¿Pero tú crees,
Huaylas, que deshaciéndose de Culqui
se acabaría todo? ¿No saldría de su
bando otro Culqui? ¿No crees tú que el
viento que nos ha traído se le ha entrado
a toda la gente moza en el corazón y que
ni el rifle, ni el puñal, ni el palo se lo
sacarán de allí?
—¿También se te ha metido ese
viento, Illatopa? ¿No estarás
entendiéndote con los otros a nuestras
espaldas?
—Me estás ofendiendo, Niceto, y
mira que si yo llego a ser alcalde alguna
vez, no te perdonaré los palos ni la
multa, como este tonto de Culqui lo hizo
el otro día con Filucho y Dorote.
—Creía que estabas ya procediendo
como escribano. ¡Perdona, Illatopa!
Marcos Valencia, temeroso de que el
objeto de la reunión se frustrara con este
cambio de intencionadas frases,
intervino:
—Illatopa no podría traicionarnos
aunque quisiera. Tiene deuda con Culqui
y debe cobrársela, si es que ya sabe lo
que muchos sabemos.
Illatopa se estremeció. ¿Una deuda
de ese mostrenco? ¿Cuándo la había
contraído?
—¿Estás hablando de verdad,
Valencia? ¿Desde cuándo un Illatopa ha
podido tener tratos y contratos con un
Culqui?
—¿No sabes tú que ese sargentucho
ha venido de allá abajo parchado y
hambriento? Tú no, Sabiniano, pero sí tu
hija. Pregúntale qué hace el nuevo
alcalde en las noches por el corral de tu
casa, después que los lapones duermen.
Sabiniano, lastimado en su amor
propio de hombre que presumía de listo
más que de honrado, y enardecido por la
sorna con que todos se le habían
quedado mirando, contestó:
—Te agradezco, Marcos, tu noticia y
veo con gusto que seremos dos los que
le cobraremos a Culqui lo que nos está
debiendo.
—¿Quién es el otro?
—¿Quién ha de ser sino tú? --
respondió el interrogado,
sarcásticamente, devolviéndole la
maligna indiscreción—. Cuando vayas a
acostarte con tu mujer, pregúntale si
antes no ha estado calentándote tu cama
Ponciano.
—¡Mientes! La Nicolasa no ha dado
jamás qué decir ni de joven. Tú la
calumnias por malquistarme con Culqui.
—Pues pregúntale al nuevo campo
Valerio, que hace no más tres noches,
junto a la iglesia, me decía, guiñándome
el ojo y riendo: «Ponciano tiene mucha
suerte con las mujeres. Todas lo buscan
y se lo quieren comer con los ojos, hasta
la de Valencia, aunque está veterana». Y
como yo le dijera: «Mientes, Valerio»,
él, muy molesto, me respondió:
«¿Cuándo has visto tú mentir a un campo
en servicio? Espera hasta la hora del
gallo, si quieres, y lo verás salir del
corral, aprovechando de que Valencia
está en Pillco-Rondos». ¿No has estado
en Pillco-Rondos, Marcos?
Un silencio hostil, preñado de
infinitos odios, impidió por largo
espacio que estallara la cólera que
ahogaba a aquel conciliábulo tenebroso.
Y durante él se preguntaban todos
mentalmente: ¿Sería cierto lo que
acababan de oír? ¿Así es que Culqui no
se había contentado con quitarle la
alcaldía a uno de ellos, y los cargos a
los otros, sino que también les seducía a
sus mujeres? No, hasta allí no era
posible tolerarle.
Si la convocatoria de Huaylas había
sido únicamente para acordar el medio
de resistirse a las medidas innovadoras
que Culqui pretendía introducir en el
jitanacuy y ver la manera de expulsarle,
haciéndole atravesar el Chillán, para
siempre, ahora había que ir más lejos,
aplicarle, sin misericordia, y por
excepción, el ushanan-jampi[*].
Y bajo la inspiración de este
pensamiento, que espigaba ya en todas
las mentes, el yaya Niceto Huaylas,
explotando la situación hábilmente, se
irguió, onduloso como una víbora que se
prepara a morder, y dijo:
—Todos tenemos resuelto ya en el
corazón la muerte de Ponciano Culqui.
¿Es verdad?
—¡Verdad! —murmuraron todos.
—Pues entonces antes del jitanacuy
habrá muerto él o todos estaremos con
Supay[*]. Pido sólo una cosa: que juren
todos por nuestros jircas obedecerme en
lo que voy a disponer.
—¡Te juramos, hermano Niceto!
Después de este solemne juramento,
nueve hombres, emponchados y calzados
de shucuy, abandonaron cautelosamente
la casa de Niceto Huaylas, con esa
precaución y disimulo del indio de las
cumbres, en tanto que aquél, poseído ya
por el pensamiento homicida, que
acababa de lanzar, miraba con sonrisa
diabólica el atado de yerbas misteriosas
y terribles que tenía en la mano.
IV
Huaylas y sus partidarios fueron los
primeros en instalarse bajo la techumbre
que, como un solio, amaneciera
levantada ese día en el centro de la
plaza de Chupán y con el frente a la
iglesia. Sobre un tabladillo, diez
asientos de macizo laupi[*], patinados
por el roce del tiempo y las posaderas
de los hombres, y en cada uno de ellos
un yaya.
Delante de esta hilera de fetiches
incaicos, como presidiéndoles, un
desmesurado tinajón de chicha, traído de
la casa de Huaylas, y una vara clavada,
de cuyo extremo superior pendía un
jarro de latón. Un símil de don Quijote y
Panza. Muchas ramas de sauce en torno,
traídas de lejanos lugares, ramilletes de
molle, guirnaldas de flores y huayruros,
colgajos de panochas, lúcumas,
granadillas, naranjas y chirimoyas,
adquiridas en Huánuco. Telas de
algodón y lino, de abigarrados y
encendidos colores, dispuestas a manera
de cortinas, recamadas de pájaros de la
selva, disecados, saturados de cedrón y
resinas extrañas y la imagen de un santo
inidentificable, abrumado de arte
barroco, sobre una mesa menguada,
testigo irrecusable del acto que se iba a
celebrar.
En vano un psicólogo habría
pretendido leer en el rostro de esos
hombres, acostumbrados a
impasibilizarse, no sólo por
temperamento sino por hábito. Sobre
todo, en los momentos solemnes.
Ante el dolor, ante la amenaza, ante
el peligro, ante la muerte el rostro debe
permanecer velado de mutismo e
impasibilidad, sin soltar lo que la boca
pugna por decir ni descubrir el
pensamiento. Pero un indigenista habría
sonreído ante esa actitud, porque a
través de ella habría visto que los ojos
de esos hombres dialogaban.
Particularmente los del viejo Huaylas.
Fluían de ellos consejos, advertencias,
recomendaciones, que en caso de no
oírse, de una indiscreción, de un
descuido, de un gesto, el plan acordado
por ellos esa noche podría malograrse.
Y las consecuencias podrían ser fatales:
la muerte nada menos.
Y los del yaya Illatopa parecían
responder: «Ya sé que tú eres un viejo
zorro, pues por eso te hemos hecho jefe
y nos hemos sometido a tus órdenes.
Estamos seguros de que cuando tú le
preparas las yerbas a un indio, aunque
ese indio sea más listo que Supay, no
escapa. No hay nadie como tú en Chupán
para dar una toma que no deje rastro
sospechoso. Los que tú matas con tus
yerbas aparecen como disentéricos o
tercianientos unas veces, y otras parecen
cogidos por el costado blanco o el
tabardillo. Así lo aseguran esos
curanderos bestias, llamados médicos
por los mistis. Huaylas sabe mucho.
Para eso te fuiste a la montaña a
aprender la virtud de esas yerbas y
prepararte para hacer un día un buen
alcalde. No, el perro de Ponciano no se
escapará esta vez. No verá ni presidirá
mañana el jitanacuy. ¡Cómo iremos el
año entrante todos a verle reír en Puma-
Saca!».
Los de Marcos Valencia decían algo
peor y más conciso: «Si Supay mete su
cola y no nos deja envenenar a ese
bandido de Culqui, esta noche, cuando
vaya a rondar mi casa, le meteré una
bala en la barriga».
Y habrían seguido monologando
alrededor de su odio si el estallido de
los petardos y el estridor de los
pincullos y tambores, anunciadores de
la llegada del señor alcalde, no les
hubiera sacado de sus tenebrosos
pensamientos.
El pequeño grupo de partidarios que
se había apostado a las espaldas de los
yayas, como cubriéndoselas, se
arremolinó ante el estrepitoso anuncio,
mientras éstos, aliviados del peso de la
espera, resollaban profundamente y
saeteaban con miradas oblicuas al
hombre que en ese instante se paraba
ante el tabladillo y les hacía,
cuadrándose marcialmente, un saludo
militar.
—Niceto Huaylas, aquí está
Ponciano Culqui, que viene a darte un
abrazo de reconciliación, acompañado
de todos sus muchachos, para que vean
que desde hoy entramos a ser amigos.
—Sube, que Niceto Huaylas te
estaba esperando para brindarte un jarro
de su chicha y aceptar un jarro de la
tuya. El alcalde ascendió en medio de los
vítores de su cortejo, y del redoble de
los tambores, yendo a colocarse al pie
de la enorme y panzuda vasija de chicha
que dos decuriones de su bando
acababan de subir.
Apagado el ruido, Huaylas, dejando
su sitial, avanzó con natural majestad,
hasta casi tocar a Culqui, y, abriéndose
de brazos, exclamó:
—Aquí tienes, Ponciano, mi pecho
para que recuestes tu cabeza en él y
escuches cómo redobla por la alegría
que siento al abrazarte.
Los dos pares de brazos se
enroscaron como cuatro serpientes que
se midieran y alistaran a devorarse. A
través del ropaje de ambos se adivinaba
la fresca y acerada musculatura del uno
y la sarmentosa del otro. Era un bello
grupo escultórico, en el que la juventud
y la madurez parecían haberse juntado
para simbolizar un pasado que se iba y
un porvenir que llegaba.
Pero al desasirse estos dos hombres,
se diría, por las miradas del uno y las
sonrisas del otro, que jamás la
separación había sido más profunda
entre ellos que en el instante en que se
estrechaban. Se habían penetrado y
descubierto en ese abrazo. Los pechos
habían entrado en contacto, pero no los
corazones. Un hálito de desconfianza
fluía de ambos.
—Ahora vamos a remojar la
reconciliación, Culqui, para que no se
seque —prorrumpió Huaylas—. Aunque
tú eres fresco y donoso como la flor del
maíz, un rieguito, por mezquino que sea,
como este que te ofrezco, te fortalecerá.
Voy a servirte.
Y el yaya, cogiendo el jarro que
pendía de la vara de quishuar, lo
sumergió en la tinaja de chicha, que
había hecho conducir de su casa.
—Está bien lo que dices, Niceto --
contestó Culqui, sin aceptar el jarro que
se le alcanzaba—. Pero debemos
quitarle primero, cada uno a su chicha,
la mala capa que se forma encima
cuando ha dormido mucho. La mía ha
estado durmiendo tres días.
Niceto y el resto de los nueve yayas
tuvieron un golpe de sístole. ¿Habría
descubierto Ponciano el plan, tan
meticulosamente preparado? Todos se
miraron oblicuamente, mientras Huaylas,
deshaciéndose en una sonrisa aguda y
forzada, tratando de convencer a su
adversario, repuso:
—Siempre ha sido costumbre en
toda reconciliación que los que se
amistan beban el primer trago de chicha
cambiado. ¿Quieres tú, Ponciano,
romper también esta costumbre,
precisamente cuando debemos mostrarle
a Chupán que la respetamos?
La insidiosa flecha estaba bien
dirigida, pero Culqui no se perturbó. En
materia de arte política y de astucia
rayaba él a mayor altura que cualquiera
de los yayas.
—Nuestra costumbre no manda eso
que dices, Niceto, porque es la primera
vez que un alcalde y un yaya han estado
enemistados y se reconcilian. El caso es
nuevo; no está previsto por nuestras
leyes y este amistamiento, a la vista de
todas mis queridas ovejas, ha sido
ideado por ti. Yo quise que fuera entre
los dos no más, en casa del buen misti
don Leoncio, con una simple botellita de
chacta y un puñadito de coca; pero tú
has querido hacer aparato para que
suene. No hay, pues, costumbre que nos
obligue. Acompáñame a hacer lo que yo
hago en este momento, para que todos
los que vienen detrás beban con
confianza. Después beberemos como tú
quieras.
Niceto, derrotado por este
razonamiento, cedió y, levantando el
jarro, que mantenía en la diestra, dijo:
—¡A tu salud, pues, mozo Ponciano!
—¡A tu salud, viejo Niceto!
Y ambos levantaron el jarro, pero
mientras el joven alcalde bebía hasta la
última gota y mostraba después el
pocillo invertido, para que el público
viera que nada sobraba en él, el viejo
Niceto, tomando una simple buchada que
se cuidó de pasar y volviéndose a uno
de sus compañeros, al primero de la
izquierda, que era el que le seguía en
jerarquía, intentó pasarle el recipiente.
—¡No! —gritó Culqui
imperativamente—. Eso no está bien,
Niceto; no has concluido tu jarro. Tienes
que beber como he bebido yo. Si no lo
haces me sentiré agraviado y entonces
mi cuchillo te pedirá estrecha cuenta.
El yaya, desistiéndose de su actitud,
pues ésta habría infundido sospechas,
sin ningún gesto de contrariedad o de
rabia, para no descomponer la majestad
del poder que en ese instante
representaba y que le habría
desconceptuado ante todos, apuró,
disimuladamente, la buchada y replicó:
—No quedará por eso, Culqui. Yo y
todos mis compañeros sabemos beber
como tú. Quería no más evitarte que
bebieras tantos jarros con nosotros y no
pudieras beber después la chacta para
que la chicha no se te asiente. ¡Salud!, y
prepárate a beber la mía sin recelo.
—¡Que te haga buen provecho,
viejo!
Y el yaya apuró socráticamente el
jarro hasta las heces colgándolo en
seguida de la vara, no sin haberlo antes
volteado, y luego fue a sentarse, ceñudo,
en su sitial, reemplazándolo en el
brindis Ventura Maille. Y a éste le
siguieron los demás, al principio
indecisos, pero al fin animados por la
actitud estoica e impenetrable del viejo
Huaylas.
Estaba Culqui para beber el décimo
jarro, esto es, listo para corresponder el
brindis de Illatopa, el escribano
frustrado, cuando la voz angustiosa de
una mujer que llegaba corriendo y
pugnaba por abrirse paso entre el
arremolinado gentío, le detuvo.
—¡Ponciano! ¡Ponciano, no bebas de
la chicha del yaya Huaylas! ¡Está
emponzoñada! ¡Te lo juro!
Culqui se volvió como electrizado
por el eco de esa voz que tanto conocía.
Era la hija de Illatopa quien así le
gritaba, la misma que desde el primer
día que él tornó a su pueblo le había
hablado al corazón; la que le había
decidido a saltar por encima de las
leyes y costumbres de la comunidad
chupanense; la que le hacía rondar en las
noches su casa y tocarle la concertina,
con peligro de que el padre le metiera
una bala en el cuerpo o le echara encima
los lapones… la que, en fin, le había
hecho aceptar la reconciliación en pago
del servicio que le prestase,
enseñándole, a fuerza de repetírselo en
sus honestas entrevistas, todos los
discursos e invocaciones que pronunció
el día que empuñó la vara de alcalde,
sonsacados a Illatopa.
El mozo, visiblemente conmovido
por el sincero dolor de esta mujer, de la
que tan prendado estaba, exclamó:
—Ya había sospechado, linda
Marcela, que la chicha de este viejo
zorro, que está ahí aparentando firmeza
para que no se descubra que el veneno
le está arañando las entrañas, no era
limpia. Por eso no quise beberla y he
obligado a todos esos perros a que la
tomaran primero que yo. No tengas,
pues, cuidado por mí, ¡ángel de mi
guarda!
La muchedumbre, indignada por la
perfidia de los yayas y emocionada por
la actitud de la moza que había tenido la
entereza de desafiar la cólera de todos
ellos, hasta la de su terrible padre, gritó
enfurecida:
—¡Asesinos! ¡Traidores! ¡Hijos de
Supay! ¡Échalos abajo, Ponciano, para
retacearlos! ¡Ushanan-jampi!
¡Ushanan-jampi!
—¡No! —ululó Culqui,
desparramando sobre la multitud una
dominadora mirada—. ¡Para qué
ushanan-jampi si ya ellos se lo están
aplicando, si de aquí no ha de salir
ninguno hasta que se beban la última
gota de chicha maldita!
—¡Perdón para mi padre, Ponciano!
Si lo obligas a beber, la Marcela no
podrá jamás ser tuya.
—¡Tienes razón, huampa de mi
alma! Sabiniano Illatopa, a nombre mío
y de Chupán entero, ¡te perdono! Deja el
jarro y anda a sentarte mientras los otros
vuelven a beber.
—¡Nunca! —gritó despectivamente
el yaya Sabiniano—. Trágate tu perdón,
indio mostrenco. Y tú, hija descastada,
que nos has traicionado, ¡maldita seas y
que Supay te muerda las entrañas toda la
vida!Y el indio, olímpicamente, apuró, a
grandes tragos, la bebida fatal, mientras
los demás yayas, pálidos, sudorosos,
trémulos, vacilantes, con las pupilas
casi apagadas por el soplo de la muerte,
aprobaban, con marcados movimientos
de cabeza, este apóstrofe del feroz
Huaylas:
—Ponciano Culqui, alcalde hechizo
y mostrenco, aprende a morir como
nosotros para cuando te llegue la hora,
que deseamos sea pronto…