HISTORIA DE LAS DOS VIDAS DEL SULTÁN MAHMUD
Schehrazada dijo al rey Schahriar:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el sultán Mahmud, que fué uno de los más cuerdos y de los más gloriosos entre los sultanes de Egipto, con frecuencia se sentaba solo en su palacio, presa de accesos de tristeza sin causa, durante los cuales el mundo entero se ennegrecía ante su rostro. Y en aquellos momentos la vida le parecía llena de insulsez y desprovista de toda significación. Y sin embargo, no le faltaba ninguna de las cosas que hacen la dicha de las criaturas; porque Alah le había otorgado sin tasa la salud, la juventud, el poderío y la gloria, y para capital de su imperio le había dado la ciudad más deliciosa del Universo, la cual, para regocijar el alma y los sentidos, tenía la hermosura de su tierra, la hermosura de su cielo y la hermosura de sus mujeres, doradas como las aguas del Nilo. Pero todo eso se borraba a los ojos de él durante sus reales tristezas; y envidiaba entonces la de los felahs encorvados sobre los surcos de la tierra, y la de los nómadas perdidos en los desiertos sin agua.
Un día en que, con los ojos anegados en la negrura de sus preocupaciones, se hallaba sumido en un abatimiento más acentuado que de ordinario, rehusando comer, beber y ocuparse de los asuntos del reino y sin desear más que morir, el gran visir entró en la estancia en que el soberano estaba echado con la cabeza entre las manos, y después de los homenajes debidos, le dijo: "¡Oh mi amo soberano! a la puerta se halla, en solicitud de audiencia, un viejo jeique venido de los países del extremo Occidente, del fondo del Maghreb lejano. Y a juzgar por la conversación que tuve con él y por las escasas palabras que de su boca oí, sin duda es el sabio más prodigioso, el médico más extraordinario y el mago más asombroso que ha vivido entre los hombres. ¡Y como sé que mi soberano es presa de la tristeza y del abatimiento, quisiera que ese jeique obtuviese permiso para entrar, con la esperanza de que su proximidad contribuya a ahuyentar los pensamientos que pesan sobre las visiones de nuestro rey".
El sultán Mahmud hizo con la cabeza una seña de asentimiento, y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y CUANDO LLEGO LA 820ª NOCHE
Ella dijo:
. .. y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero.
Y en verdad que el hombre que entró más bien era la sombra de un hombre que una criatura viva entre las criaturas. Y suponiendo que se le pudiese echar una edad, habría que calcularla por centenares de años. Por todo vestido flotaba sobre su grave desnudez una barba prodigiosa, mientras un ancho cinturón de cuero blando ceñía su cintura apergaminada. Y se le habría tomado por algún antiquísimo cuerpo semejante a los que a veces extraen de las sepulturas graníticas los labradores de Egipto, si no le ardiesen en la faz, por debajo de sus cejas terribles, dos ojos en que vivía la inteligencia.
Y el puro anciano, sin inclinarse ante el sultán, dijo con una voz sorda que nada tenía de voz de la tierra: "¡La paz sea contigo, sultán Mahmud! Me envían a ti mis hermanos los santones del extremo Occidente. ¡Vengo a que te des cuenta de los beneficios del Retribuidor sobre tu cabeza!"
Y sin hacer un gesto, avanzó hacia el rey con un paso solemne, y cogiéndole de la mano lo obligó a levantarse y a acompañarle hasta una de las ventanas de las salas del trono.
Aquella sala del trono tenía ventanas, y cada una de las tales ventanas tenía distinta orientación. Y el viejo jeique dijo al sultán: "¡Abre la ventana!" Y el sultán obedeció como un niño, y abrió la primera ventana. Y el viejo jeique le dijo sencillamente: "¡Mira!"
Y el sultán Mahmud sacó la cabeza por la ventana y vió un inmenso ejército de jinetes que, con la espada desenvainada; se precipitaban a toda brida desde las alturas de la ciudadela del monte Makattam. Y las primeras columnas de aquel ejército, que ya había llegado al pie mismo del palacio, echaron pie a tierra y empezaron a escalar las muzallas, lanzando clamores de guerra y de muerte. Y al ver aquello comprendió el sultán que sus tropas se habían amotinado e iban a destronarle. Y cambiando de color exclamó: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Ha llegado la hora de mi destino!"
Al punto cerró el jeique la ventana, pero para abrirla de nuevo por sí mismo un instante después. Y había desaparecido todo el ejército. Y sólo la ciudadela se elevaba pacíficamente en lontananza, agujereando con su minaretes el cielo de mediodía.
Entonces, sin dar al rey tiempo para reponerse de su profunda emoción, le condujo a la segunda ventana, desde la cual se avizoraba la ciudad inmensa, y le dijo: "¡Abre y mira!" Y el sultán Mahmud abrió la ventana, y el espectáculo que se ofreció a su vista le hizo retroceder con horror. Los cuatrocientos minaretes que dominaban las mezquitas, las cúpulas de las mezquitas, los domos de los palacios y las terrazas que se extendían por millares hasta los confines del horizonte, no eran más que un brasero humeante y llameante, del cual partían, para desplegarse en la región media del aire, nubes negras que cegaban el ojo del sol entre aullidos de espanto. Y un viento salvaje impulsaba llamas y cenizas hacia el propio palacio, que en seguida se encontró envuelto por un mar de fuego, del que no estaba separado más que por el fresco cendal de sus jardines. Y en el límite del dolor, al ver aniquilada su hermosa ciudad, el sultán dejó caer sus brazos, y exclamó: "¡Sólo Alah es grande! ¡Las cosas tienen su destino, como todas las criaturas! ¡Mañana el desierto se reunirá con el desierto a través de las llanuras sin nombre de una tierra que fué ilustre entre todas. ¡Gloria al único Viviente!" Y lloró por su ciudad y por sí mismo. Pero el jeique cerró al punto la ventana, y la abrió de nuevo al cabo de un instante. Y había desaparecido toda huella de incendio. Y la ciudad de El Cairo se extendía en su gloria intacta, en medio de sus vergeles y de sus palmeras, mientras las cuatrocientas voces de los muezines anunciaban a los creyentes la hora de la plegaria y se confundían en una misma ascensión hacia el Señor del Universo.
Y al punto el jeique, llevándose al rey, le condujo a la tercera ventana, que daba sobre el Nilo, y le hizo abrirla. Y el sultán Mahmud vió que el río se salía de cauce y sus olas invadían la ciudad, y anegando en seguida las terrazas más altas, iban a estrellarse con furia contra las murallas del palacio. Y una ola más fuerte que las anteriores derribó de una vez todos los obstáculos que se oponían a su paso y fué a meterse en el piso inferior del palacio. Y el edificio, desmoronándose como un terrón de azúcar en el agua, se hundió por un lado, y estaba ya casi derruído, cuando el jeique cerró de pronto la ventana y la abrió de nuevo. Y fué como si no hubiese habido la menor crecida. Y el hermoso río continuaba paseándose con majestad, como antes, entre los infinitos campos de pastos y durmiendo en su lecho.
Y el jeique hizo que abriera el rey la cuarta ventana, sin darle tiempo para reponerse de su sorpresa. Esta cuarta ventana tenía vistas a la admirable llanura verdeante que se extiende a las puertas de la ciudad hasta perderse de vista, llena de aguas corrientes y de sus rebaños lucidos; la que han cantado todos los poetas desde Omar; donde los plantíos de rosas, de albahacas, de narcisos y de jazmines alternaban con bosquecillos de naranjos; donde en los árboles habitan tórtolas y ruiseñores a los que sumen en delirio plantas amorosas; donde la tierra es tan fértil y está tan adornada como en los antiguos jardines del Iram-de-las-Columnas, y tan embalsamada como las praderas del Edén. Y en vez de prados y bosques de árboles frutales, el sultán Mahmud no vió más que un horrible desierto rojo y blanco, abrasado por un sol inexorable, un desierto pedregoso y arenoso, que servía de refugio a hienas y chacales y de campo de acción a serpientes y alimañas dañinas. Y aquella siniestra visión no tardó en borrarse, como las anteriores, cuando el jeique, con su propia mano, hubo cerrado y vuelto a abrir la ventana. Y de nuevo la llanura se hizo magnífica y sonrió el cielo con todas las flores de sus jardines.
Eso fué todo, y el sultán Mahmud no sabía si dormía, si velaba o si estaba bajo la acción de algún sortilegio o alguna alucinación. Pero el jeique, sin dejarle que se calmara después de todas las violentas impresiones que acababa de experimentar, de nuevo le cogió de la mano, sin que el otro pensara siquiera en oponer la menor resistencia, y le condujo junto a un pequeño estanque que refrescaba la sala con su murmullo de agua. Y le dijo: "¡Inclínate sobre el estanque y mira!" Y el sultán Mahmud inclinóse sobre el estanque para mirar, y he aquí que, con un movimiento brusco, el jeique le metió la cabeza por entero en el agua.
Y el sultán Mahmud se vió naufragando al pie de una montaña que dominaba el mar. Y todavía, como en tiempos de su esplendor, estaba revestido de sus atributos reales con su corona a la cabeza. Y no lejos de allí le miraban unos felahs como a un objeto raro, y se le señalaban unos a otros, riéndose mucho. Y al ver aquello, el sultán Mahmud sintió un furor sin límites, más aún contra el jeique que contra los felahs, y exclamó: "¡Ah! ¡maldito mago, causante de mi naufragio! ¡ojalá me llevase Alah a mi reino para que yo te castigara con arreglo a tu crimen! ¿Por qué me engañaste tan cobardemente?" Luego, en un rapto, se acercó a los felahs y les dijo con tono solemne: "¡Soy el sultán Mahmud! ¡Idos!" Pero ellos continuaron riéndose con las bocas abiertas hasta las orejas. ¡Ah, qué bocas! ¡eran grutas! ¡eran grutas! Y para evitar que le tragasen vivo, quiso huir; pero el que parecía jefe de los felahs se acercó a él, le quitó su corona y sus atributos y los arrojó al mar, diciendo: "¡Oh pobre! ¿para qué llevas encima tanto hierro? ¡Hace mucho calor para cubrirse de ese modo! Toma, ¡oh pobre! ¡Aquí tienes vestidos como los nuestros!" Y desnudándole, le puso un traje de cotonada azul, le metió los pies en un par de babuchas viejas, amarillas, con suela de cuero de hipopótamo, y le puso a la cabeza un gorrito de fieltro color castaño claro. Y le dijo: "¡Vamos, ¡oh pobre! ven a trabajar con nosotros, si no quieres morirte de hambre aquí donde trabaja todo el mundo!" Pero dijo el sultán Mahmud: "¡Yo no sé trabajar!" Y el felah le dijo: "¡En ese caso, nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y CUANDO LLEGO LA 821ª NOCHE
Ella dijo:
"¡ ... nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez!" Y como ya habían acabado su jornada de trabajo, les pareció muy bien cargar una espalda ajena con el peso de sus herramientas de labor. Y el sultán Mahmud, doblado bajo la carga de azadas, rastrillos, azadones y mielgas, y sin poder arrastrarse apenas, se vió obligado a seguir a los felahs. Y cansado y sin poder respirar casi, llegó con ellos al pueblo, donde fué víctima de las persecuciones de los chicos, que corrían desnudos detrás de él, haciéndole sufrir mil vejaciones. Y para que pasase la noche, le metieron en una cuadra abandonada, donde le echaron, para que comiera, un pan duro y una cebolla. Y al día siguiente se había convertido en burro de verdad, en burro con cola, cascos y orejas. Y le echaron una cuerda al pescuezo, y le pusieron una albarda al lomo y se lo llevaron al campo para que arrastrase el arado. Pero como se mostraba reacio, le confiaron al molinero del pueblo, que en seguida le hizo ponerse en razón, obligándole a dar vueltas a la rueda del molino después de vendarle los ojos. Y estuvo cinco años dando vueltas a la rueda del molino, sin descansar más que el tiempo preciso para comerse su ración de habas y beberse un cubo de agua. Y fueron cinco años de palos, de aguijonazos, de injurias humillantes y de privaciones. Y ya no le quedaba más consuelo y alivio que la serie de cuescos que desde por la mañana hasta por la noche soltaba en respuesta a las injurias, dando vueltas al molino. Y he aquí que de repente se derrumbó el molino, y de nuevo se vió él bajo su prístina forma de hombre y no de burro. Y se paseaba por lo zocos de una ciudad que no conocía; y no sabía adónde ir. Y como ya estaba cansado de andar, buscaba con la vista un sitio en que descansar, cuando un mercader viejo, que por su aspecto comprendió que era extranjero, le invitó cortésmente a entrar en su tienda. Y al ver que estaba fatigado, le hizo sentarse en un banco, y le dijo: "¡Oh extranjero! eres joven y no serás desgraciado en nuestra ciudad, donde los jóvenes son muy apreciados y muy buscados, sobre todo cuando son buenos mozos, como tú. Dime, pues, si estás dispuesto a habitar en nuestra ciudad, cuyas costumbres son muy favorables a los extranjeros que quieren establecerse en ella". Y contestó el sultán Mahmud: "¡Por Alah, que no pido nada mejor que vivir aquí, con tal de que encuentre otra cosa de comer que las habas con que me he alimentado durante cinco años!" Y el viejo mercader le dijo: "¿Qué hablas de habas, ¡oh pobre! ? ¡Aquí te alimentarás con cosas exquisitas y reconfortantes para la tarea que tienes que cumplir! ¡Escúchame, pues, con atención, y sigue el consejo que voy a darte!"
Y añadió: "Date prisa a ir a apostarte a la puerta del hammam de la ciudad, que está ahí, a la vuelta de la calle. Y abordando a cada mujer que salga, le preguntarás si tiene marido. ¡Y la que te diga que no lo tiene será tu esposa en el momento, según la costumbre del país! ¡Y sobre todo, ten mucho cuidado de hacer la pregunta a todas las mujeres sin excepción que veas salir del hammam, pues de no hacerlo así correrías el peligro de que te expulsaran de nuestra ciudad!" Y el sultán Mahmud fué a apostarse a la puerta del hammam, y no llevaba mucho rato allí, cuando vió salir a una espléndida jovenzuela de trece años. Y al verla, pensó: "¡Por Alah, que con ésta me consolaría bien de todas mis desdichas!" Y la paró y le dijo: "¡Oh mi señora! ¿eres casada o soltera?" Ella contestó: "Soy casada desde el año pasado". Y he aquí que salía del hammam una vieja de fealdad espantosa. Y a su vista se estremeció de horror el sultán Mahmud, y pensó: "¡Ciertamente, prefiero morir de hambre y volver a ser burro o mozo de carga antes que casarme con esa antigualla! ¡Pero ya que el viejo mercader me ha dicho que haga la pregunta a todas las mujeres, tendré que decidirme a interrogarla a la calamitosa!" Y la abordó y le dijo, volviendo la cabeza: "¿Eres casada o soltera?" Y la espantosa vieja contestó babeando: "Soy casada, ¡oh corazón mío!" ¡Ah! ¡qué peso se quitó él de encima! Y dijo: "Me alegro tanto, ¡oh tía mía!" Y pensó: "¡Alah tenga en Su misericordia al desgraciado extranjero que me ha precedido!" Y la vieja continuó su camino, y he aquí que salió del hammam una estantigua mucho más desagradable que la anterior y mucho más horrible. Y el sultán Mahmud se acercó a ella temblando, y le preguntó: "¿Eres casada o soltera?" Y contestó ella, sonándose con los dedos: "Soy soltera, ¡oh ojos míos!" Y el sultán Mahmud exclamó: "¡Vaya, vaya! pues yo soy un burro, ¡oh tía mía! soy un burro. ¡Mírame las orejas, y la cola, y el zib! Son las orejas, y la cola, y el zib de un burro. ¡Las personas no se casan con los burros!"
Pero la horrible vieja se acercó a él y quiso besarle. Y el sultán Mahmud, en el límite de la repugnancia y del terror, se puso a gritar: "¡No, no, que soy un burro, ya setti, que soy un burro! ¡Por favor, no te cases conmigo, que soy un pobre burro de molino! ¡Ay, ay!" Y haciendo un esfuerzo sobrehumano, sacó la cabeza del estanque.
Y el sultán Mahmud se vió en medio de la sala del trono de su palacio, con su gran visir a la derecha y el jeique extranjero a la izquierda. Y una de sus favoritas le presentaba en una bandeja de oro una copa de sorbete que había pedido algunos instantes antes de la entrada del jeique. ¡Vaya, vaya! ¿conque seguía siendo sultán? ¿conque seguía siendo sultán? ¡Y no podía llegar a creer semejante prodigio! Y se puso a mirar a su alrededor, palpándose y restregándose los ojos. ¡Vaya, vaya! Era hermoso y era el sultán, el propio sultán Mahmud, y no el pobre náufrago, ni el mozo de carga, ni el burro del molino, ni el esposo de la formidable estantigua. ¡Ah! ¡por Alah, que era grato volver a encontrarse sultán después de aquellas tribulaciones! Y cuando abría la boca para pedir la explicación de fenómeno tan extraño, se elevó la voz sorda del puro anciano, que le decía:
"¡Sultán Mahmud, he venido a ti, enviado por mis hermanos los santones del extremo Occidente, para que te des cuenta de los beneficios que el Retribuidor ha hecho caer sobre tu cabeza!"
Y tras de hablar así, desapareció el jeique maghrebín, sin que se supiese si había salido por la puerta o si había volado por las ventanas. Y cuando se hubo calmado su emoción, el sultán Mahmud comprendió la lección que de su señor había recibido. Y comprendió que su vida era buena y que hubiese podido ser el más desgraciado de los hombres. Y comprendió que todas las desgracias que había entrevisto, bajo la mirada dominadora del anciano, hubiesen podido ser desgracias reales de su vida si el Destino lo hubiera querido. Y cayó de rodillas bañado en lágrimas. Y desde entonces ahuyentó de su corazón toda tristeza. Y viviendo en la dicha, repartió dicha en torno suyo. Y tal es la vida real del sultán Mahmud, y tal otra hubiese sido la vida que habría podido llevar a un sencillo cambio del Destino. ¡Porque Alah es el amo Todopoderoso!
Tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló. Y exclamó el rey Schahriar: "¡Qué enseñanza guarda para mí lo que contaste, ¡oh Schehrazada!"
Y la hija del visir sonrió, y dijo: "¡Pues esa enseñanza, ¡oh rey! no es nada en comparación de la que encierra EL TESORO SIN FONDO!" Y dijo Schahriar: "¡No sé cuál es ese tesoro, Schehrazada!"
EL TESORO SIN FONDO
Y dijo Schehrazada:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! ¡oh dotado de buenas maneras! que el califa Harún Al-Raschid que era el príncipe más generoso de su época y el más magnífico, a veces tenía la debilidad (¡sólo Alah no tiene debilidades!) de alardear, en la conversación, de que ningún hombre entre los vivos competía con él en generosidad y en mano abierta.
Y he aquí que un día, mientras él se alababa así de los dones que, en suma, no le había concedido el Retribuidor más que para que precisamente usase de ellos con generosidad, el gran visir Giafar alma delicada, no quiso que su señor continuara por más tiempo faltando al deber de la humildad para con Alah.
Y resolvió tomarse la libertad de abrirle los ojos.
Se prosternó, pues, entre sus manos, y después de besar por tres veces la tierra, le dijo:
"¡Oh Emir de los Creyentes! ¡oh corona de nuestras cabezas! perdona a tu esclavo si se atreve a alzar la voz en tu presencia para advertirte que la principal virtud del creyente es la humildad ante Alah, única cosa de que puede estar orgullosa la criatura. Porque todos los bienes de la tierra, y todos los dones del espíritu, y todas las cualidades del alma no son para el hombre más que un simple préstamo del Altísimo (¡exaltado sea!). Y el hombre no debe enorgullecerse de este préstamo más que el árbol por estar cargado de frutos o el mar por recibir las aguas del cielo.
¡En cuanto a las alabanzas que te merece tu munificencia, mejor es que dejes las hagan tus súbditos, que sin cesar dan gracias al cielo por haberles hecho nacer en tu imperio, y que no tienen otro gusto que pronunciar tu nombre con gratitud!"
Luego añadió: "¡Por otra parte!, oh mi señor no creas que eres el único a quien Alah ha cubierto con sus inestimables dones! Sabe, en efecto, que en la ciudad de Bassra hay un joven que, aunque es un simple particular vive con más fasto y magnificencia que los reyes más poderosos. ¡Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 822ª NOCHE
Ella dijo:
"¡ ... Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad!"
Cuando el califa hubo oído estas últimas palabras de su visir, se sintió extremadamente despechado, y se puso muy colorado y se le inflamaron los ojos; y mirando a Giafar con altivez, le dijo: "¡Mal hayas!, ¡oh perro entre los visires! ¿cómo te atreves a mentir delante de tu señor, olvidando que semejante conducta acarreará tu muerte sin remedio?" Y contestó Giafar: "¡Por vida de tu cabeza, ¡oh Emir de los Creyentes! que las palabras que osé pronunciar en tu presencia son palabras de verdad! Y si he perdido todo crédito en tu ánimo, puedes comprobarlas y castigarme luego si te parece que son falsas. Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! no temo afirmarte que en mi último viaje a Bassra he sido el huésped deslumbrado del joven Abulcassem. Y todavía no han olvidado mis ojos lo que han visto, mis oídos lo que han oído, y mi espíritu lo que le ha encantado. ¡Por eso, aun a riesgo de atraerme la desgracia de mi señor, no puedo menos de proclamar que Abulcassem es el hombre más magnífico de su tiempo!"
Y tras de hablar así, calló Giafar.
El califa, en el límite de la indignación, hizo seña al jefe de los guardias para que detuviese a Giafar. Y en el momento se ejecutó la orden. Y después de aquello, Al-Raschid salió de la sala, y sin saber cómo desahogar su cólera, fué al aposento de su esposa Sett Zobeida, que palideció de espanto al verle con el rostro de los días negros.
Y con las cejas contraídas y los ojos dilatados, Al-Raschid fué a echarse en el diván, sin pronunciar una palabra. Y Sett Zobeida, que sabía cómo abordarle en sus momentos de mal humor, se guardó mucho de importunarle con preguntas ociosas; pero tomando un aire de extremada inquietud, le llevó una copa llena de agua perfumada de rosa, y ofreciéndosela, le dijo:
"El nombre de Alah sobre ti, ¡oh hijo del tío! ¡Que esta bebida te refresque y te calme! La vida está formada de dos colores: blanco y negro. ¡Ojalá marque tus largos días sólo el blanco!"
Y dijo Al-Raschid: "¡Por el mérito de nuestros antecesores, los gloriosos, que marcará mi vida el negro, ¡oh hija del tío! Mientras vea delante de mis ojos al hijo del Barmecida, a ese Giafar de maldición, que se complace en criticar mis palabras, en comentar mis acciones y en dar preferencia sobre mí a oscuros particulares de entre mis súbditos!" Y enteró a su esposa de lo que acababa de pasar, y se quejó a ella de su visir en términos que le hicieron comprender que la cabeza de Giafar corría aquella vez el mayor peligro. Así es que al principio no dejó ella de abundar en el sentir de él, manifestando su indignación por ver que el visir se permitía tales libertades para con su soberano. Luego, muy hábilmente, le hizo ver que era preferible diferir el castigo sólo el tiempo preciso para enviar a Bassra a cualquiera que diese fe de la cosa.
Y añadió: "Entonces podrás asegurarte de la verdad o de la falsedad de lo que te ha contado Giafar y tratarle en consecuencia". Y Harún, a quien había calmado a medias el lenguaje lleno de cordura de su esposa, contestó: "Verdad dices, ¡oh Zobeida! Ciertamente, debo esa justicia a un hombre cual el hijo de Yahia. Y como no puedo tener una confianza absoluta en la relación que me haga quien envíe a Bassra, quiero ir yo mismo a esa ciudad para comprobar la cosa. Y entablaré conocimiento con ese Abulcassem. Y te juro que le costará la cabeza a Giafar si me ha exagerado la generosidad de ese joven o si me ha dicho mentira".
Y sin más tardanza en ejecutar su proyecto, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y sin querer escuchar lo que decía Sett Zobeida para decidirle a no hacer completamente solo ese viaje, se disfrazó de mercader del Irak, recomendó a su esposa que durante su ausencia velara por los asuntos del reino, y saliendo del palacio por una puerta secreta, abandonó Bagdad.
Y Alah le escribió la seguridad; y llegó sin contratiempo a Bassra, y paró en el khan principal de los mercaderes. Y sin tomarse tiempo siquiera para descansar y probar un bocado, se apresuró a interrogar al portero del khan acerca de lo que le interesaba, preguntándole, después de las fórmulas de la zalema: "¿Es cierto, ¡oh jeique! que en esta ciudad hay un hombre llamado Abulcassem que supera a los reyes en generosidad, en mano abierta y en magnificencia?"
Y contestó el viejo portero, meneando la cabeza con aire suficiente: "¡Alah haga descender sobre él Sus bendiciones! ¿Qué hombre no ha sentido los efectos de su generosidad? ¡Por mi parte, ya sidi! aun cuando en mi cara tuviera cien bocas y en cada una cien lenguas y en cada lengua un tesoro de elocuencia, no podría hablarte como es debido de la admirable generosidad del señor Abulcassem!"
Y luego, como llegaran de viaje con sus fardos otros mercaderes, el portero del khan no tuvo
tiempo de ser más explícito. Y Harún se vió obligado a alejarse, y subió a reponer sus fuerzas y a descansar algo aquella noche.
Al día siguiente, muy de mañana, salió del khan y fué a pasearse por los zocos. Y cuando los mercaderes hubieron abierto sus tiendas, se acercó a uno de ellos, al que le pareció el de más importancia, y le rogó que le indicara el camino que conducía a la morada de Abulcassem. Y el mercader, muy asombrado, le dijo: "¿De qué lejano país llegas para ignorar la morada del señor Abulcassem? ¡Aquí es más conocido que lo que fué nunca un rey en su propio imperio!" Y Harún manifestó que, en efecto, llegaba de muy lejos; pero que el objeto de su viaje era precisamente entablar conocimiento con el señor Abulcassem. Entonces el mercader ordenó a uno de sus criados que sirviera de guía al califa, diciéndole: "¡Conduce a este honorable extranjero al palacio de nuestro magnífico señor!"
Y he aquí que el tal palacio era un palacio admirable. Y estaba enteramente construido con piedras de talla en mármol jaspeado, con puertas de jade verde. Y Harún quedó maravillado de la armonía de su construcción; y al entrar en el patio vió una multitud de pequeños esclavos blancos y negros, elegantemente vestidos, que se divertían jugando en espera de las órdenes de su amo. Y abordó a uno de ellos y le dijo: "¡Oh joven! te ruego que vayas a decir al señor Abulcassem: "¡Oh mi señor! ¡en el patio hay un extranjero que ha hecho el viaje de Bagdad a Bassra con el sólo propósito de regocijarse los ojos con tu rostro bendito!" Y el joven esclavo al punto advirtió en el lenguaje y el aspecto de quien se dirigía a él que no era un hombre vulgar. Y corrió a avisar a su amo, el cual fué hasta el patio para recibir al huésped extranjero. Y después de las zalemas y los deseos de bienvenida, le cogió de la mano y le condujo a una sala que era hermosa por sí propia y por su perfecta arquitectura.
Y en cuanto estuvieron sentados en el amplio diván de seda bordada de oro que daba vuelta a la sala, entraron doce esclavos blancos, jóvenes y muy hermosos, cargados con vasos de ágata y de cristal de roca. Y los vasos estaban enriquecidos de gemas y de rubíes y llenos de licores exquisitos. Luego entraron doce jóvenes como lunas, que llevaban fuentes de porcelana llenas de frutas y de flores las unas, y grandes copas de oro llenas de sorbetes de nieve de un sabor excelente las otras. Y aquellos jóvenes esclavos y aquellas jóvenes miraron si estaban en su punto los licores, los sorbetes y los demás refrescos antes de presentárselos al huésped de su señor. Y probó Harún aquellas diversas bebidas, y aunque estaba acostumbrado a las cosas más deliciosas de todo el Oriente, hubo de confesar que jamás había bebido nada comparable a ellas. Tras de lo cual, Abulcassem hizo pasar a su convidado a una segunda sala, donde estaba servida una mesa cubierta de platos de oro macizo con los manjares más delicados. Y con sus propias manos le ofreció los bocados selectos. Y a Harún le pareció extraordinario el aderezo de los tales manjares.
Luego, terminada la comida, el joven cogió de la mano a Harún y le llevó a una tercera sala, amueblada con más riqueza que las otras dos. Y unos esclavos, más hermosos que los anteriores, llevaron una prodigiosa cantidad de vasos de oro incrustados de pedrerías y llenos de toda clase de vinos, como también tazones de porcelana llenos de confituras secas y bandejas cubiertas de pasteles delicados. Y mientras Abulcassem servía a su convidado, entraron cantarinas y tañedoras de instrumentos, dando principio a un concierto que habría conmovido al granito. Y se decía Harún en el límite del entusiasmo: "¡En mi palacio tengo, ciertamente, cantarinas de voces admirables, y aun cantores como Ishak, que no ignoran ningún resorte del arte; pero ninguno de ellos podría compararse con éstas! ¡Por Alah! ¿cómo ha podido arreglarse un simple particular, un habitante de Bassra, para reunir semejante ramillete de cosas perfectas?"
Y en tanto que Harún estaba particularmente atento a la voz de una almea, cuya dulzura le encantaba, Abulcassem salió de la sala y volvió un momento después llevando en una mano una varita de ámbar y en la otra un arbolito con el tronco de plata, las ramas y las hojas de esmeraldas y las frutas de rubíes. Y en la copa de aquel árbol estaba encaramado un pavo real de una hermosura que glorificaba a quien lo había fabricado. Y dejando aquel árbol a los pies del califa, Abulcassem tocó con su varita la cabeza del pavo real. Y al punto la hermosa ave abrió sus alas y desplegó el esplendor de su cola, y se puso a girar con rapidez sobre sí misma. Y a medida que giraba esparcía por todos lados emanaciones tenues de perfumes de ámbar, de nadd, de áloe y otros olores de que estaba lleno y que embalsamaban la sala.
Pero estando Harún ocupado en contemplar el árbol y el pavo real, Abulcassem cogió con brusquedad uno y otro y se los llevó. Y Harún se resintió mucho por aquel acto inesperado, y dijo para sí: "¡Por Alah! ¡qué cosa tan extraña! ¿Y qué significa todo esto? ¿Y es así como se portan los huéspedes con sus invitados? Me parece que este joven no sabe hacer las cosas tan bien como Giafar me hizo presumir. Me quita el árbol y el pavo real cuando me ve ocupado precisamente en mirarlos. Sin duda alguna teme que yo le ruegue que me lo regale. ¡Ah! no me pesa haber comprobado por mí mismo esa famosa generosidad que, según mi visir, no tiene igual en el mundo!"
Mientras asaltaban el espíritu del califa estos pensamientos, el joven Abulcassem volvió a la sala. Y le acompañaba un joven esclavo tan hermoso como el sol. Y aquel amable niño llevaba un traje de brocato de oro realzado con perlas y diamantes. Y tenía en el mano una copa hecha de un solo rubí y llena de un vino de púrpura. Y se acercó a Harún, y después de besar la tierra entre sus manos le presentó la copa. Y Harún la cogió y se la llevó a los labios. Pero ¡cual no sería su asombro cuando, tras de beberse el contenido, advirtió, al devolvérsela al lindo esclavo, que todavía estaba llena hasta el borde! Así es que la cogió otra vez de manos del niño, y llevándosela a la boca la vació hasta la última gota. Luego se la entregó al esclavito, observando que de nuevo se llenaba sin que nadie vertiese nada dentro.
Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa. . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 823ª NOCHE
Ella dijo:
. . . Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa, y no pudo por menos de preguntar a que obedecía. Y Abulcassem contestó: "Señor, nada tiene de asombroso. ¡Esta copa es obra de un antiguo sabio que poseía todos los secretos de la tierra!" Y habiendo pronunciado estas palabras, cogió de la mano al niño y salió de la sala con precipitación. Y el impetuoso Harún se indignó ya. Y pensó: "¡Por vida de mi cabeza! o este joven ha perdido la razón, o lo que todavía es peor, no ha conocido nunca los miramientos que se deben al huésped y las buenas maneras. Me trae todas esas curiosidades sin que yo se las pida, las ofrece a mis ojos, y cuando advierte que me gusta verlas se las lleva. ¡Por Alah, que jamás vi nadie tan mal educado y tan grosero! ¡Maldito Giafar! ¡Ya te enseñaré, si Alah quiere, a juzgar a los hombres y a revolver la lengua en la boca antes de hablar!"
En tanto que Al-Raschid se hacía estas reflexiones acerca del carácter de su huésped, le vió entrar en la sala por tercera vez. Y a algunos pasos de él le seguía una joven como no se encontraría más que en los jardines del Edén. Y estaba toda cubierta de perlas y de pedrerías y aun más ataviada con su belleza que con sus galas. Y al verla, Harún se olvidó del árbol, del pavo real y de la copa inagotable, y sintió que el encanto le penetraba el alma. Y después de hacerle una profunda reverencia, la joven fué a sentarse entre sus manos, y en un laúd hecho de madera de áloe, de marfil, de sándalo y de ébano, se puso a tocar de veinticuatro maneras diferentes, con un arte tan perfecto, que Al-Raschid no pudo contener su admiración, y exclamó: "¡Oh jovenzuela! ¡cuán digna de envidia es tu suerte!" Pero en cuanto Abulcassem notó que su convidado estaba encantado de la joven, la cogió de la mano al punto y se la llevó de la sala con presteza.
Cuando el califa vió aquella conducta de su huésped, quedó extremadamente mortificado, y temiendo dejar estallar su resentimiento, no quiso permanecer más tiempo en una morada donde se le recibía de manera tan extraña. Así es que, en cuanto el joven volvió a la sala, le dijo, levantándose: "¡Oh generoso Abulcassem! estoy muy confundido, en verdad, de la manera como me has tratado, sin conocer mi rango y mi condición. Permíteme, pues, que me retire y te deje tranquilo, sin abusar por más tiempo de tu munificencia". Y por temor a molestarle, no quiso el joven oponerse a su deseo, y haciéndole una graciosa reverencia, le condujo hasta la puerta de su palacio, pidiéndole perdón por no haberle recibido tan magníficamente como se merecía.
Y Harún emprendió de nuevo el camino de su khan, pensando con amargura: "¡Qué hombre tan lleno de ostentación ese ese Abulcassem! Se complace en poner de manifiesto sus riquezas a los ojos de los extraños para satisfacer su orgullo y su vanidad. Si en eso estriba su largueza, seré yo un insensato y un ciego. ¡Pero no! En el fondo, ese hombre no es más que un avaro de la especie más detestable. ¡Y pronto sabrá Giafar lo que cuesta engañar a su soberano con la más vulgar mentira!"
Y reflexionando de tal suerte, Al-Raschid llegó a la puerta del khan. Y vió en el patio de entrada un gran cortejo en forma de media luna, compuesto de un número considerable de jóvenes esclavos blancos y negros, los blancos a un lado y los negros a otro. Y en el centro de la media luna se mantenía la hermosa joven del laúd que le había encantado en el palacio de Abulcassem, teniendo a su derecha al amable niño cargado con la copa de rubíes y a su izquierda a otro muchacho, no menos simpático y hermoso, cargado con el árbol de esmeraldas y el pavo real.
No bien Al-Raschid franqueó la puerta del khan, todos los esclavos se prosternaron en el suelo,
y la exquisita joven avanzó entre sus manos y le presentó en un cojín de brocato un rollo de papel de seda. Y Al-Raschid, muy sorprendido de todo aquello, cogió la hoja, la desenrolló, y vió que contenía estas líneas:
"La paz y la bendición para el huésped encantador cuya llegada honró nuestra morada y la perfumó. Y ahora, ¡oh padre de los convidados graciosos! dígnate posar tu vista en los escasos objetos sin valor que envía a tu señoría nuestra mano de poco alcance, y admitirlos de parte nuestra como humilde homenaje de nuestra lealtad para con el que ha iluminado nuestro techo. Hemos notado, en efecto, que los diversos esclavos que forman el cortejo, los dos muchachos y la joven, así como el árbol, la copa y el pavo real, no han desagradado de particular manera a nuestro convidado; y por eso le suplicamos que los considere como si siempre le hubiesen pertenecido. Por lo demás, de Alah viene todo y a El retorna todo. ¡Uassalam!"
Cuando Al-Raschid hubo acabado de leer esta carta y hubo comprendido todo su sentido y todo su alcance, quedó extremadamente maravillado de semejante largueza, y exclamó: "¡Por los méritos de mis antecesores (¡Alah honre sus rostros!), convengo en que he juzgado mal al joven Abulcassem! ¿Qué eres tú, liberalidad de Al-Raschid, al lado de semejante liberalidad? ¡Caigan sobre tu cabeza las bendiciones de Alah, ¡oh visir mío Giafar! que eres causa de que yo me haya curado de mi falso orgullo y de mi arrogancia! ¡He aquí que, en efecto, sin la menor pena y sin que parezca molestarle lo más mínimo, un simple particular acaba de exceder en generosidad y en munificencia al monarca más rico de la tierra!" Luego, recapacitando de pronto, pensó: "Bueno; pero, por Alah, ¿cómo un simple particular puede ofrecer tales presentes, y dónde ha podido procurarse o encontrar tantas riquezas? ¿Y cómo es posible que un hombre lleve en mis Estados una vida más fastuosa que la de los reyes sin que sepa yo por qué medio ha llegado a semejante grado de riqueza? ¡Es preciso, en verdad, que sin tardanza, y aun a riesgo de parecer inoportuno, vaya a comprometerle para que me descubra cómo ha podido reunir una fortuna tan prodigiosa!"
Al punto, dominado por la impaciencia de satisfacer su curiosidad, dejando en el khan a sus nuevos esclavos y lo que le llevaban, Al-Raschid volvió al palacio de Abulcassem. Y cuando estuvo en presencia del joven, le dijo, después de las zalemas:
"¡Oh mi generoso señor! ¡Alah aumente sobre ti Sus beneficios y haga durar los favores de que te ha colmado! Pero son tan considerables los presentes que me ha hecho tu mano bendita, que temo, al aceptarlos, abusar de mi calidad de convidado y de tu generosidad sin igual. ¡Permite, pues, que, sin temor a ofenderte, me sea dable devolvértelos, y que, encantado de tu hospitalidad, vaya a Bagdad, mi ciudad, a publicar tu magnificencia!"
Pero Abulcassem contestó con un aire muy afligido: "Al hablar así, señor, sin duda es porque tienes algún motivo de queja de mi recibimiento, o acaso porque mis presentes te han desagradado por su poca importancia. De no ser así no habrías vuelto desde tu khan para hacerme sufrir esta afrenta". Y Harún, disfrazado siempre de mercader, contestó: "Alah me libre de responder a tu hospitalidad con semejante proceder, ¡oh más que generoso Abulcassem! ¡Mi venida obedece únicamente al escrúpulo que me asalta al verte prodigar así objetos tan raros a extranjeros a quienes has visto por primera vez, y a mi temor de ver agotarse, sin que recojas de ello la satisfacción que mereces, un tesoro que, por muy inagotable que sea, debe tener un fondo!"
Al oír estas palabras de Al-Raschid, Abulcassem no pudo por menos de sonreír, y contestó: "Calma tus escrúpulos, ¡oh mi señor! si verdaderamente es ése el motivo que me ha procurado el placer de tu visita. Has de saber, en efecto, que todos los días de Alah pago las deudas que tengo con el Creador (¡glorificado y exaltado sea!), haciendo a los que llaman a mi puerta uno o dos o tres regalos equivalentes a los que están entre tus manos. Porque el tesoro que me concedió el Distribuidor de riquezas es un tesoro sin fondo". Y como viera reflejarse un asombro grande en las facciones de su huésped, añadió: "¡Ya veo, ¡oh mi señor! que es preciso que te haga confidente de ciertas aventuras de mi vida y que te cuente la historia de ese tesoro sin fondo, que es una historia tan asombrosa y tan prodigiosa, que si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo serviría de enseñanza a quien la leyera con atención!"
Y tras de hablar así, el joven Abulcassem cogió de la mano a su huésped y le condujo a una sala llena de frescura, donde perfumaban el aire varios pebeteros muy gratos y donde se veía un amplio trono de oro con ricos tapices para los pies. Y el joven hizo subir a Harún al trono, se sentó a su lado y empezó de la manera siguiente su historia: "Has de saber, ¡oh mi señor! (¡Alah es señor de todos nosotros!) que soy hijo de un gran joyero, oriundo de El Cairo, que se llamaba Abdelaziz. Pero, aunque nacido en El Cairo, como su padre y su abuelo, mi padre no había vivido toda su vida en su ciudad natal. Porque poseía tantas riquezas, que, temiendo atraerse la envidia y la codicia del sultán de Egipto, que en aquel tiempo era un tirano sin remedio, se vió obligado a dejar su país y a venir a establecerse en esta ciudad de Bassra, a la sombra tutelar de los Bani-Abbas. (¡Qué Alah extienda sobre ellos sus bendiciones!) Y mi padre no tardó en casarse con la hija única del mercader más rico de la ciudad. Y yo nací de este matrimonio bendito. Y antes de mí y después de mí no vino a aumentar la genealogía ningún otro fruto. De modo que, al incautarme de todos los bienes de mi padre y de mi madre después de su muerte (¡Alah les conceda la salvación y esté satisfecho de ellos!), tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 824ª NOCHE
Ella dijo:
"...tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas. Pero como me gustaba el dispendio y la prodigalidad, me dediqué a vivir con tanta profusión, que en menos de dos años se vió disipado todo mi patrimonio. ¡Porque, ¡oh mi señor! de Alah nos viene todo y a El vuelve todo! Entonces, viéndome en un estado de completa penuria, me puse a reflexionar sobre mi conducta pasada. Y pensando en la vida y el papel que había hecho en Bassra, resolví dejar mi ciudad natal para ir a pasar en otra parte días miserables: que la pobreza es más soportable ante ojos extraños. Vendí, pues, mi casa, única hacienda que me quedaba, y me agregué a una caravana de mercaderes, con los cuales fui primero a Mossul y luego a Damasco. Tras de lo cual atravesé el desierto para ir en peregrinación a la Meca; y desde allí volví al gran Cairo, cuna de nuestra raza y de nuestra familia.
Y he aquí que, estando yo en aquella ciudad de hermosas casas y de mezquitas innumerables, rememoré que allí era donde había nacido Abdelaziz, el rico joyero, y al recordarlo no pude por menos de lanzar profundos suspiros y de llorar. Y me figuré el dolor de mi padre si hubiese visto la deplorable situación de su hijo único y heredero. Y preocupado con estos pensamientos que me enternecían, llegué, paseando, a orillas del Nilo, por detrás del palacio del sultán. Y he aquí que en una ventana apareció una cabeza arrebatadora, que me dejó inmóvil mirándola. Pero de repente se retiró, y no vi nada más. Y permanecí allí con beatitud hasta la noche, esperando en vano una nueva aparición. Y acabé por retirarme, aunque muy a mi pesar, e ir a pasar la noche en el khan donde paraba.
Pero al día siguiente, como se ofrecieran a mi espíritu sin cesar las facciones de la jovenzuela, no dejé de apostarme debajo de la ventana consabida. Pero fueron vanas mi paciencia y mi esperanza, pues no se mostró el delicioso rostro, si bien se estremeció un poco la cortina de la ventana, y creí adivinar tras de la celosía un par de ojos babilónicos. Y aquella abstención me afligió mucho, sin desanimarme, no obstante, porque no dejé de volver al mismo sitio al día siguiente.
¡Y cuál no sería mi emoción cuando vi entreabrirse la celosía y descorrerse la cortina para dejar aparecer la luna llena de su rostro! Y me apresuré a prosternarme con la faz contra la tierra, y levantándome después, dije: "¡Oh dama soberana! soy un extranjero llegado hace poco a El Cairo y que ha inaugurado su entrada en esta ciudad con la contemplación de tu belleza. ¡Ojalá que el Destino, que me ha conducido de la mano hasta aquí, acabe su obra con arreglo a los deseos de tu esclavo!" Y me callé, esperando la respuesta. Y en vez de contestarme, la joven mostró una actitud tan asustadiza, que no supe si debía permanecer allí o echar a correr. Y me decidí a permanecer en mi puesto aún, insensible a todos los peligros que pudiera correr. Hice bien, pues de pronto la joven se inclinó sobre el alféizar de su ventana, y me dijo con voz temblorosa: "Vuelve a medianoche. ¡Pero huye ahora cuanto antes!" Y tras estas palabras, desapareció con precipitación y me dejó en el límite del asombro, del amor y del júbilo. Y al instante me olvidé de mis desgracias y de mi penuria. Y me apresuré a volver a mi khan para mandar llamar al barbero público, que se dedicó a afeitarme la cabeza, los sobacos y las ingles, a arreglarme y a hermosearme. Luego fui al hammam de los pobres, en donde, por algunas monedas, tomé un baño perfecto y me perfumé y me refresqué para salir de allí completamente aseado y con el cuerpo ligero como una pluma.
Así es que, cuando llegó la hora indicada, a favor de las tinieblas me puse debajo de la ventana del palacio. Y encontré una escala de seda que colgaba desde aquella ventana hasta el suelo. Y como a la sazón no tenía nada que perder más que una vida a la que no me ataba ya ningún lazo y que carecía de sentido, trepé por la escala y penetré por la ventana al aposento. Atravesé rápidamente dos habitaciones y llegué a otra, en donde, sobre un lecho de plata, estaba tendida, sonriendo, la que yo esperaba. ¡Ah, señor mercader, huésped mío, qué encanto era aquella obra del Creador! ¡Qué ojos y qué boca! A su vista sentí que se me huía la razón, y no pude pronunciar ni una palabra. Pero se incorporó ella a medias, y con una voz más dulce que el azúcar cande me dijo que me acomodara a su lado en el lecho de plata. Luego me preguntó con interés quién era. Y le conté mi historia con toda sinceridad desde el principio hasta el fin, sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad en repetirla.
Y he aquí que la joven, que me había escuchado con mucha atención, pareció realmente conmovida de la situación a que hubo de reducirme el Destino. Y al ver yo aquello, exclamé: "¡Oh mi señora! ¡por muy desgraciado que yo sea, ceso de estar quejoso, ya que eres lo bastante buena para compadecerte de mis desgracias!" Y ella tuvo la respuesta oportuna, e insensiblemente nos enredamos en una charla que cada vez se hizo más tierna e íntima. Y acabó ella por declararme que, por su parte, había sentido cierta inclinación hacia mí al verme. Y exclamé: "¡Loores a Alah, que enternece los corazones y dulcifica los ojos de las gacelas!" A lo cual tuvo ella también la respuesta oportuna, y añadió: "¡Ya que me has enterado de quién eres, Abulcassem, no quiero que sigas ignorando quién soy yo!"
Y tras de quedarse silenciosa un momento, dijo: "Sabe, ¡oh Abulcassem! que soy la esposa favorita del sultán y que me llamo Sett Labiba. Pero a pesar de todo el lujo con que vivo aquí, no soy dichosa. Porque, además de estar rodeada de rivales celosas y prontas a perderme, el sultán, que me ama, no puede llegar a satisfacerme, pues Alah, que distribuye la potencia a los gallos, se olvidó de él al hacer la distribución. Y por eso, al verte bajo mi ventana, lleno de valor y desdeñando el peligro, me pareció que eras un hombre potente. Y te he llamado para hacer la experiencia. ¡De ti, pues, depende ahora demostrarme que no me equivoqué en mi elección y que tu gallardía es igual a tu temeridad!"
Entonces, ¡oh mi señor! yo, que no necesitaba que me incitasen a obrar, puesto que no había ido allí más que para eso, no quise perder un tiempo precioso cantando versos, como es costumbre en tales circunstancias, y me apresté al asalto. Pero en el mismo momento en que nuestros brazos se enlazaban, llamaron fuertemente a la puerta de la habitación. Y la bella Labiba me dijo muy asustada: "Nadie tiene derecho para llamar así no siendo el sultán: ¡Estamos vencidos y perdidos sin remedio!"
Al punto pensé en la escala de la ventana para escaparme por donde había subido. Pero quiso la suerte que precisamente llegase el sultán por aquel lado; y no me quedaba ninguna probabilidad de fuga. Así es que, tomando el único partido que me quedaba, me escondí debajo del lecho de plata, mientras la favorita del sultán se levantaba para abrir.
Y en cuanto la puerta estuvo abierta, entró el sultán seguido de sus eunucos, y antes de que yo tuviese tiempo siquiera para darme cuenta de lo que iba a suceder, me sentí cogido debajo del lecho por veinte manos terribles y negras, que me sacaron como a un fardo y me levantaron del suelo. Y aquellos eunucos corrieron cargados conmigo hasta la ventana, en tanto que otros eunucos negros, cargados con la favorita, ejecutaban la misma maniobra hacia otra ventana. Y todas las manos a la vez soltaron su carga, precipitándonos ambos desde lo alto del palacio al Nilo.
Y he aquí que estaba escrito en mi destino que yo tenía que escapar a la muerte por ahogo. Por eso, aunque aturdido por la caída, después de ir a parar al fondo del río logré salir a la superficie del agua y ganar, a favor de la oscuridad, la ribera opuesta al palacio. Y libre ya de un peligro tan grande, no quise irme sin haber intentado extraer a aquella cuya pérdida fué debida a mi imprudencia, y entré en el río con más bríos que había salido, y me sumergí y me volví a sumergir diversas veces para ver si daba con ella. Pero fueron vanos mis propositos, y como me faltaban las fuerzas, me vi en la necesidad de ganar tierra otra vez para salvar mi alma. Y muy triste, me lamenté por la muerte de aquella encantadora favorita, diciéndome que no debí acercarme a ella estando bajo la influencia de la mala suerte, ya que la mala suerte es contagiosa.
Así es que, penetrado de dolor y abrumado de remordimientos, me apresuré a huir de El Cairo y de Egipto y a tomar el camino de Bagdad, la ciudad de paz.
Y he aquí que Alah me escribió la seguridad, y llegué a Bagdad sin contratiempos, pero en una situación muy triste, porque estaba sin dinero y de toda mi fortuna anterior me quedaba un dinar de oro justo en el fondo de mi cinturón. Y no bien fui al zoco de los cambistas, cambié mi dinar en monedas pequeñas, y para ganarme la vida compré una bandeja de mimbre y confituras, manzanas de olor, bálsamos, dulces secos y rosas. Y me puse a pregonar mi mercancía a la puerta de las tiendas, vendiendo todos los días y ganando para el sustento del día siguiente.
Y he aquí que este pequeño comercio me daba buen resultado, porque yo tenía una voz hermosa y no pregonaba mi mercancía como los mercaderes de Bagdad, sino cantando en vez de gritar. Y un día en que cantaba con una voz más clara aún que de costumbre, un venerable jeique, propietario de la tienda más hermosa del zoco, me llamó, escogió una manzana de olor de mi bandeja, y tras de aspirar su perfume repetidamente, mirándome con atención, me invitó a sentarme junto a él. Y me senté, y me hizo diversas preguntas, inquiriendo quién era y cómo me llamaba. Pero yo, muy apurado por sus preguntas, contesté: "¡Oh mi señor! relévame de hablar de cosas de que no puedo acordarme sin avivar heridas que el tiempo empieza a cerrar. ¡Porque el solo hecho de pronunciar mi propio nombre sería para mí un sufrimiento!" Y debí pronunciar estas palabras suspirando y con un acento tan triste, que el anciano no quiso ni apremiarme a ello. Al punto cambió de conversación, limitándose a preguntar sobre la venta y compra de mis confituras; luego, despidiéndose de mí, sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 825ª NOCHE
Ella dijo:
". . . sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo.
Y he aquí que alabé con toda mi alma a aquel venerable jeique, cuya liberalidad resultaba para mí más preciosa dada mi penuria, y pensé en que los señores más dignos de consideración a quienes tenía yo costumbre de presentar mi bandeja de mimbre jamás me habían dado la centésima parte de lo que acababa de recibir de aquella mano, que no dejé de besar con respeto y gratitud. Y al día siguiente, aunque no estaba muy seguro de las intenciones de mi bienhechor de la víspera, no dejé tampoco de ir al zoco. Y en cuanto me advirtió él, me hizo seña de que me acercara, y cogió un poco de incienso de mi bandeja. Luego me hizo sentar muy cerca de él, y tras de algunas preguntas y respuestas, me invitó con tanto interés a contarle mi historia, que aquella vez no pude defenderme sin que se enfadara. Le enteré, pues, de quién era y de todo lo que me había ocurrido, sin ocultarle nada. Y cuando le hube hecho esta confidencia, me dijo, con una gran emoción en la voz: "¡ Oh hijo mío! en mí encontrarás un padre más rico que Abdelaziz (¡Alah esté satisfecho de él!) y que no sentirá por ti menos afecto. Como no tengo hijos ni esperanzas de tenerlos, te adopto. ¡Así, pues, ¡oh hijo mío! calma tu alma y refresca tus ojos, porque, si Alah quiere, vas a olvidar junto a mí tus pasados males!"
Y habiendo hablado así, me besó y me estrechó contra su corazón. Luego me obligó a tirar mi bandeja de mimbre con su contenido, cerró su tienda, y cogiéndome de la mano me condujo a su morada, donde me dijo: "Mañana partiremos para la ciudad de Bassra, que también es mi ciudad, y donde quiero vivir contigo en adelante, ¡oh hijo mío!"
Y efectivamente, al otro día tomamos juntos el camino de Bassra, mi ciudad natal, adonde llegamos sin contratiempo, gracias a la seguridad de Alah. Y cuantos me encontraban y me reconocían se regocijaban de verme convertido en hijo adoptivo de un mercader tan rico.
En cuanto a mí, no tengo para qué decirte, señor, que puse toda mi inteligencia y todo mi saber en complacer al anciano. Y estaba él encantado de mis complacencias para con su persona, y me decía a menudo: "Abulcassem, ¡qué día tan bendito fué el de nuestro encuentro en Bagdad! ¡Cuán hermoso es mi destino, que te puso en mi camino, ¡oh hijo mío! ¡Y cuán digno eres de mi afecto, de mi confianza y de lo que he hecho por ti y pienso hacer para tu porvenir!" Y estaba yo tan conmovido por los sentimientos que me demostraba él, que, a pesar de la diferencia de edad, le quería verdaderamente y me adelantaba a todo lo que pudiera complacerle. Así, por ejemplo, en vez de ir a divertirme con los jóvenes de mi edad, le hacía compañía, sabiendo que le hubiera dado celos la menor cosa o el menor gesto que no tuviese destinado para él.
Y he aquí, que al cabo de un año, mi protector se sintió aquejado, por orden de Alah, de una enfermedad gravísima, hasta el punto de que todos los médicos desesperaron de curarle. Así es que se apresuró a llamarme a su lado, y me dijo: "Sea contigo la bendición, ¡oh hijo mío Abulcassem! Me has dado la felicidad en el transcurso de un año entero, mientras que la mayoría de los hombres apenas pueden contar con un día feliz en toda su vida. Hora es ya, pues, antes de que la Separadora venga a detenerse a mi cabecera, de que pague yo las muchas deudas que contraje contigo. Sabe, pues, hijo mío, que tengo que revelarte un secreto cuya posesión te hará más rico que todos los reyes de la tierra. Porque, si no tuviera yo por toda hacienda más que esta casa con las riquezas que contiene, me parecería que sólo te dejaba una fortuna exigua; pero todos los bienes que he amontonado en el curso de mi vida, aunque considerables para un mercader, no son nada en comparación del tesoro que quiero descubrirte. No te diré desde cuándo, por quién, ni de qué manera se encuentra en nuestra casa el tesoro, pues lo ignoro. Todo lo que sé es que es muy antiguo. ¡Mi abuelo, al morir, se lo descubrió a mi padre, quien también me hizo la misma confidencia pocos días antes de su muerte!"
Y tras de hablar así, el anciano se inclinó a mi oído, mientras lloraba yo al ver que se le escapaba la vida, y me enteró del sitio de la morada en que estaba el tesoro. Luego me aseguró que por muy grande que fuese la idea que pudiera yo formarme de las riquezas que encerraba, me parecerían más considerables todavía de lo que me figuraba. Y añadió: "Y hete aquí, ¡oh hijo mío! dueño absoluto de todo eso. Ten muy abierta la mano, sin temor a llegar nunca a agotar lo que no tiene fondo. ¡Sé dichoso! ¡Uassalam!" Y habiendo pronunciado estas últimas palabras, falleció en la paz. (¡Que Alah le tenga en Su misericordia y extienda a él Sus bendiciones!).
Y he aquí que, después de haber cumplido con él los últimos deberes, como único heredero, tomé posesión de todos sus bienes, y fui a ver al tesorero sin tardanza. Y deslumbrado, pude comprobar que mi difunto padre adoptivo no había exagerado su importancia; y me dispuse a hacer de ello el mejor uso posible.
En cuanto a todos los que me conocían y habían asistido a mi primera ruina, quedaron convencidos en seguida de que iba a arruinarme por segunda vez. Y se dijeron entre sí: "Aun cuando el pródigo Abulcassem tuviera todos los tesoros del Emir de los Creyentes, los disiparía sin vacilar". Así es que cuál no fué su asombro cuando, en lugar de ver en mis negocios el menor desorden, advirtieron que, por el contrario, eran más florecientes cada día. Y no llegaban a concebir cómo podía aumentar mi hacienda prodigándola, máxime cuando veían que cada vez hacía yo gastos más extraordinarios, y que tenía a mis expensas a todos los extranjeros de paso por Bassra, albergándolos como a reyes.
Así es que pronto corrió por la ciudad el rumor de que yo había encontrado un tesoro, y no fué preciso más para atraer sobre mí la codicia de las autoridades. En efecto, no tardó el jefe de policía en venir un día a buscarme, y después de recapacitar algún tiempo, me dijo "¡Señor Abulcassem, mis ojos ven y mis oídos oyen! Pero como ejerzo mis funciones para vivir, mientras que tantos otros viven para ejercer funciones, no vengo a pedirte cuenta de la vida fastuosa que llevas y a interrogarte por un tesoro que tanto interés tienes en guardar. Vengo a decirte sencillamente que si soy un hombre avisado se lo debo a Alah y no me enorgullezco de ello. Pero el pan está caro y nuestra vaca ya no da leche". Y comprendiendo yo el motivo del paso que daba, le dije: "¡Oh padre de los hombres de ingenio! ¿cuánto te hace falta para comprar pan a tu familia y reemplazar la leche que ya no da tu vaca?" El contestó: "Nada más que diez dinares de oro al día, ¡oh mi señor!" Yo dije: "Eso no es bastante, y quiero darte ciento al día. ¡Y a tal fin no tendrás más que venir aquí a primeros de cada mes, y mi tesorero te contará los tres mil dinares necesarios a tu subsistencia!" Al oírlo, quiso él besarme la mano, pero me defendí de ello, sin olvidar que todos los dones son un préstamo del Creador. Y se marchó, invocando sobre mí las bendiciones.
Y he aquí que, al otro día de la visita del jefe de policía, el kadí me hizo llamar a su casa y me dijo: "¡Oh joven! Alah es el dueño de los tesoros y le corresponde por derecho la quinta parte de ellos. ¡Paga, pues, la quinta parte de tu tesoro y serás el tranquilo poseedor de las otras cuatro partes!" Yo contesté: "No sé qué quiere significar nuestro amo el kadí a su servidor. Pero me comprometo a darle todos los días, para los pobres de Alah, mil dinares de oro, a condición de que me dejen en paz". Y el kadí aprobó mis palabras y aceptó mi proposición.
Pero, algunos días más tarde, vino un guardia a buscarme de parte del walí de Bassra. Y cuando estuve en su presencia, el walí, que me había acogido con una actitud benévola, me dijo: "¿Me crees lo bastante injusto para quitarte tu tesoro si me lo enseñaras?" Y yo contesté:
"¡Alah prolongue mil años los días de nuestro amo el walí! Pero, aunque me arranque la carne con tenazas al rojo, no descubriré el tesoro que está, efectivamente, en mi poder. Sin embargo, consiento en pagar cada día a nuestro amo el walí dos mil dinares de oro para los menesterosos que conozca". Y ante una oferta que le pareció tan considerable, el walí no vaciló en aceptar mi proposición, y me despidió después de colmarme de atenciones.
Y desde entonces pago fielmente a estos tres funcionarios el tributo diario que les he prometido. Y en cambio, me dejan ellos que lleve la vida de largueza y de generosidad para la cual he nacido. ¡Y ése es, ¡oh mi señor! el origen de una fortuna que ya veo que te asombra y cuya cuantía no conoce nadie más que tú!"
Cuando el joven Abulcassem hubo acabado de hablar, el califa, en el límite del deseo de ver al
maravilloso tesoro, dijo a su huésped: "¡Oh generoso Abulcassem! ¿es realmente posible que haya en el mundo un tesoro que tu generosidad no sea capaz de agotar pronto? No, por Alah, no puedo creerlo, y si no fuera exigir demasiado de ti, te rogaría que me lo enseñaras, jurándote por los derechos sagrados de la hospitalidad, sobre mi cabeza y por cuanto pueda hacer inviolable un juramento, que no abusaré de tu confianza y que tarde o temprano sabré corresponder a este favor único".
Al oír estas palabras del califa, a Abulcassem se le cambió el color y se le demudó la fisonomía, y contestó con triste acento: "Mucho me aflige, señor, que tengas esa curiosidad, que no puedo satisfacer más que con condiciones muy desagradables, aunque tampoco puedo decidirme a dejarte partir de mi casa con un deseo reconcentrado y un anhelo sin satisfacer. Así, pues, será preciso que te vende los ojos y que te conduzca, tú sin armas y con la cabeza descubierta, y yo con la cimitarra en la mano, pronto a descargarla sobre ti si intentas violar las leyes de la hospitalidad. No obstante, bien sé que, aun obrando así, cometo una imprudencia grande y que no debería ceder a tu pretensión. ¡En fin, sea como está escrito para nosotros en este día bendito! ¿Estás dispuesto a aceptar mis condiciones?"
El califa contestó: "Estoy dispuesto a seguirte y acepto esas condiciones y otras mil semejantes. Y te juro por el Creador del cielo y de la tierra que no te arrepentirás de haber satisfecho mi curiosidad. ¡Por lo demás, apruebo tus precauciones y ni por asomo me ofendo por ellas!"
Inmediatamente Abulcassem le puso una venda en los ojos, y cogiéndole de la mano le hizo bajar por una escalera disimulada a un jardín de vasta extensión. Y allí, después de varias vueltas por las avenidas que se entrecruzaban, le hizo penetrar en un profundo y espacioso subterráneo cuya entrada tapaba una gran piedra a ras del suelo. Y pasaron a un largo corredor en cuesta, que se abría en una gran sala sonora. Y Abulcassem quitó la venda al califa, que vió maravillado aquella sala iluminada sólo con el resplandor de los carbunclos incrustados en todas las paredes, así como en el techo. Y en medio de aquella sala se veía un estanque de alabastro blanco de cien pies de circunferencia lleno de monedas de oro y de cuantas joyas pueda soñar el cerebro más exaltado. Y alrededor de aquel estanque brotaban, como flores que surgieran de un suelo milagroso, doce columnas de oro que sostenían otras tantas estatuas de gemas de doce colores.
Y Abulcassem condujo al califa al borde del estanque, y le dijo: "Ya ves este montón de dinares de oro y de joyas de todas formas y de todos colores. ¡Pues bien; todavía no ha bajado más que dos dedos, aunque la profundidad del estanque es insondable! ¡Pero no hemos terminado!" Y le condujo a una segunda sala, semejante a la primera por la refulgencia de las paredes, pero más vasta aún, con un estanque en medio lleno de piedras talladas y de piedras en cabujones, y sombreado por dos hileras de árboles análogos al que le había regalado. Y por la bóveda de aquella sala corría en letras brillantes esta inscripción:
"No tema el dueño de este tesoro agotarlo; no podría dar fin a él. ¡Mejor es que lo utilice para llevar una vida agradable y para adquirir amigos, porque la vida es una y no vuelve, y vida sin amigos no es vida!"
Tras de lo cual Abulcassem todavía hizo visitar a su huésped otras varias salas que en nada desmerecían de las anteriores; luego, al ver que ya estaba fatigado de contemplar tantas cosas deslumbradoras, le condujo fuera del subterráneo, tras de vendarle los ojos, empero.
Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 826ª NOCHE
Ella dijo:
... Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor! después de lo que acabo de ver, y a juzgar por la joven esclava y los dos amables muchachos que me has dado, entiendo que no solamente debes ser el hombre más rico de la tierra, sino indudablemente el hombre más dichoso. ¡Porque en tu palacio debes poseer las más hermosas hijas de Oriente y las jóvenes más hermosas de las islas del mar!" Y contestó tristemente el joven: "¡Cierto ¡oh mi señor! que en mi morada tengo esclavas de una belleza notable; pero ¿me es dado amarlas a mí, cuya memoria llena la querida desaparecida, la dulce, la encantadora, la que por causa mía fué precipitada en las aguas del Nilo? ¡Ah! ¡mejor quisiera no tener por toda fortuna más que la contenida en el cinturón de un mandadero de Bassra y poseer a Labiba, la sultana favorita, que vivir sin ella con todos mis tesoros y todo mi harén!" Y el califa admiró la constancia de sentimientos del hijo de Abdelaziz; pero le exhortó a esforzarse cuanto pudiera para sobreponerse a sus penas. Luego le dió gracias por el magnífico recibimiento que le había hecho, y se despidió de él para volverse a su khan, habiéndose asegurado de tal suerte por sí mismo de la verdad de los asertos de su visir Giafar, a quien había hecho arrojar a un calabozo. Y emprendió otra vez al día siguiente el camino de Bagdad con todos los servidores, la joven, los dos mozalbetes y todos los presentes que debía a la generosidad sin par de Abulcassem.
Y he aquí que, no bien estuvo de regreso en palacio, Al-Raschid se apresuró a poner de nuevo en libertad a su gran visir Giafar, y para demostrarle cuánto sentía el haberle castigado de manera preventiva, le dió de regalo a los dos mozalbetes y le devolvió toda su confianza. Luego, tras de contarle el resultado de su viaje, le dijo: "¡Y ahora, ¡oh Giafar! dime qué debo hacer para corresponder al buen comportamiento de Abulcassem ! Ya sabes que el agradecimiento de los reyes debe superar al bien que se les haga. Si me limitara a enviar al magnífico Abulcassem lo más raro y más precioso que tengo en mi tesoro, sería poca cosa para él. ¿Cómo vencerle, pues, en generosidad?"
Y Giafar contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡el único medio de que dispones para pagar tu deuda de agradecimiento es nombrar a Abulcassem rey de Bassra!" Y Al-Raschid contestó: "Verdad, dices, ¡oh visir mío! Ese es el único medio de corresponder con Abulcassem. ¡Y en seguida vas a partir para Bassra y a entregarle las patentes de su nombramiento, conduciéndole aquí luego para que podamos festejarle en nuestro palacio!" Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y partió sin demora para Bassra. Y Al-Raschid fué a buscar a Sett Zobeida a su aposento, y le regaló la joven, el árbol y el pavo real, sin guardar para sí más que la copa. Y la joven le pareció a Zobeida tan encantadora, que dijo a su esposo, sonriendo, que la aceptaba con más gusto aún que los otros presentes. Luego hizo que le narrara los detalles de aquel viaje asombroso.
En cuanto a Giafar, no tardó en volver de Bassra con Abulcassem, a quien había tenido cuidado de poner al corriente de lo que había sucedido y de la identidad del huésped que había alojado en su morada.
Y cuando entró el joven en la sala del trono, el califa se levantó en honor suyo, avanzó hacia él, sonriendo, y le besó como a un hijo. Y quiso ir por sí mismo con él hasta el hammam, honor que todavía no había otorgado a nadie desde su advenimiento al trono. Y después del baño, mientras les servían sorbetes, helados de almendras y frutas, fué allí a cantar una esclava llegada al palacio recientemente. Pero no bien hubo mirado Abulcassem el rostro de la joven esclava, lanzó un gran grito y cayó desvanecido. Y Al-Raschid, acudiendo solícito a socorrerle, le tomó en sus brazos y le hizo recobrar el sentido poco a poco.
Y he aquí que la joven cantarina no era otra que la antigua favorita del sultán de El Cairo, a quien un pescador había sacado de las aguas del Nilo y se la había vendido a un mercader de esclavos. Y aquel mercader, después de tenerla escondida en su harén mucho tiempo, la había conducido a Bagdad y se la había vendido a la esposa del Emir de los Creyentes.
Así es como Abulcassem convertido en rey de Bassra, recuperó a su bienamada y pudo en lo sucesivo vivir con ella entre delicias hasta la llegada de la Destructora de placeres, ¡la Constructora inexorable de tumbas!
"Pero no sabes ¡oh rey! -continuó Schehrazada- que esta historia es, ni por asomo, tan asombrosa y está tan llena de utilidad moral como la HISTORIA COMPLICADA DEL ADULTERINO SIMPÁTICO".
Y preguntó el rey Schahriar frunciendo las cejas: "¿De qué adulterino quieres hablar, Schehrazada?"
Y la hija del visir contestó: "¡De aquel precisamente cuya vida agitada ¡oh rey! voy a contarte!"
Y dijo:
HISTORIA COMPLICADA DEL ADULTERINO
SIMPATICO
Se cuenta -¡pero Alah es más sabio!- que en una ciudad entre las ciudades de nuestros padres árabes había tres amigos que eran genealogistas de profesión. Ya se explicará esto, si Alah quiere.
Y los tales tres amigos eran al mismo tiempo bravos entre los listos. Y era tanta su listeza, que por diversión podían quitar su bolsa a un avaro sin que se enterase. Y tenían costumbre de reunirse todos los días en una habitación de un khan aislado, que habían alquilado a este efecto, y donde, sin que se les molestara, podían concertar a su gusto la mala pasada que proyectaban jugar a los habitantes de la ciudad o la hazaña que tenían en preparación para pasar el día alegremente. Pero también hay que decir que de ordinario sus actos y gestos estaban desprovistos de maldad y llenos de oportunidad, como que sus maneras eran por cierto distinguidas y simpático su rostro. Y como les unía una amistad de hermanos enteramente, juntaban sus ganancias y se las repartían con toda equidad, fuesen considerables o módicas. Y siempre gastaban la mitad de estas ganancias en comprar haschisch para emborracharse por la noche, después de un día bien empleado. Y su borrachera ante las bujías encendidas era siempre de buena ley y jamás degeneraba en pendencias o en palabras impropias, sino al contrario. Porque el haschisch exaltaba más bien sus cualidades fundamentales y avivaba su inteligencia. Y en aquellos momentos encontraban expedientes maravillosos que, en verdad, hubiesen hecho las delicias de quien los escuchase.
Un día, cuando el haschisch hubo fermentado en su razón, les sugirió cierta estratagema de una audacia sin precedente. Porque. una vez combinado su plan, se fueron muy de mañana a las cercanías del jardín que rodeaba el palacio del rey. Y allí se pusieron a armar querella y a dirigirse invectivas de un modo ostensible, lanzándose mutuamente, contra su costumbre, las imprecaciones más violentas, y amenazándose, a vuelta de muchos gestos y ojos inyectados, con matarse o por lo menos, con ensartarse por detrás.
Cuando el sultán, que se paseaba por su jardín, hubo oído aquellos gritos y el tumulto que se alzaba, dijo: "¡Que me traigan a los individuos que hacen todo ese ruido!" Y al punto corrieron chambelanes y eunucos a apoderarse de ellos, y les arrastraron, moliéndolos a golpes, entre las manos del sultán.
Y he aquí que, en cuanto estuvieron en su presencia, el sultán, que había sido molestado en su paseo matinal por aquellos gritos intempestivos, les preguntó con cólera: "¿Quiénes sois, ¡oh forajidos!? ¿Y por qué armáis querella sin vergüenza bajo los muros del palacio de vuestro rey?" Y contestaron: "¡Oh rey del tiempo! Nosotros somos maestros de nuestro arte. Y cada uno de nosotros ejerce una profesión diferente. En cuanto a la causa de nuestro altercado -¡perdónenos nuestro señor!-, era precisamente nuestro arte. Porque discutíamos la excelencia de nuestras profesiones, y como poseemos nuestro arte a la perfección, cada cual de nosotros pretendía ser superior a los otros dos. Y de palabra en palabra nos hemos dejado invadir por la cólera; y se ha recorrido la distancia que media de ella a las invectivas y las groserías. ¡Y así fué como, olvidando la presencia de nuestro amo el sultán, nos hemos tratado mutuamente de maricas y de hijos de zorra, y de tragadores de zib! ¡Alejado sea el maligno! ¡La cólera es mala consejera, ¡oh amo nuestro! y hace perder a las gentes bien educadas el sentimiento de su dignidad! ¡Qué vergüenza sobre nuestra cabeza! ¡Sin duda merecemos ser tratados sin clemencia por nuestro amo el sultán!"
Y el sultán les preguntó: "¿Cuáles son vuestras profesiones?" Y el primero de los tres amigos besó la tierra entre las manos del sultán, y levantándose, dijo: "Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! soy genealogista de piedras finas, y es muy general el admitir que soy un sabio dotado del talento más distinguido en la ciencia de las genealogías lapidarias!" Y le dijo el sultán, muy asombrado: "¡Por Alah, que, a juzgar por tu mirada atravesada, más pareces un bellaco que un sabio! ¡Y sería la primera vez que viera yo reunidas en el mismo hombre la ciencia y la diablura! Pero, sea de ello lo que sea, ¿puedes decirme, al menos, en qué consiste la genealogía lapidaria...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 827ª NOCHE
Ella dijo:
". .. Pero, sea de ello lo que sea, ¿puedes decirme, al menos, en qué consiste la genealogía lapidaria?" Y contestó el interpelado: "Es la ciencia que trata del origen y de la raza de las piedras preciosas, y elarte de diferenciarlas, al primer golpe de vista, de las piedras falsas, y de
distinguir unas de otras a la vista y al tacto.
Y el sultán exclamó: "¡Qué cosa tan extraña! ¡Pero ya pondré a prueba su ciencia y juzgaré de su talento!" Y se encaró con el segundo comedor de haschisch y le preguntó: "¿Y cuál es tu profesión?" Y el segundo hombre, tras de besar la tierra entre las manos del sultán, se levantó y dijo: "Por mi parte, ¡oh rey del tiempo! soy genealogista de caballos. Y están todos acordes en considerarme como el hombre más sabio entre los árabes en el conocimiento de la raza y del origen de los caballos. Porque, al primer golpe de vista, sin equivocarme nunca, puedo decir si un caballo viene de la raza de Anazeh o de la tribu de los Muteyr o de los Beni-Khaled o de la tribu de los Dafir o del Jabal Schammar. Y puedo adivinar con certeza si se ha criado en las altas planicies del Nejed o en medio de los prados de los Nefuds, y si es de la raza de los Kehilán El-Ajuz, o de los Seglawi-Jedrán, o de los Seglawi-Scheyfi, o de los Hamdani Simri, o de los Kehilán El Krusch. Y puedo decir la distancia exacta de pies que puede recorrer ese caballo en un tiempo dado a galope, al paso y al trote ligero. Y puedo revelar las enfermedades ocultas del animal y sus enfermedades futuras, y decir de qué mal han muerto el padre, la madre y los antecesores hasta la quinta generación ascendente. Y puedo curar las enfermedades caballunas reputadas incurables, y poner en pie a un animal agónico. Y he aquí ¡oh rey del tiempo! una parte solamente de lo que sé, pues, por temor a exagerar mis méritos, no me atrevo a enumerarte los demás detalles de mi ciencia. ¡Pero Alah es más sabio!" Y después de hablar así, bajó los ojos con modestia, inclinándose ante el sultán.
Y al oír y al escuchar, exclamó el sultán: "¡Por Alah que ser sabio y forajido a la vez resulta un prodigio asombroso! ¡Pero ya sabré comprobar lo que dice y experimentar su ciencia genealógica!"
Luego se encaró con el tercer genealogista y le preguntó: "¿Y cuál es tu profesión, ¡oh tú, tercero!?"
Y el tercer comedor de haschisch, que era el más avispado de los tres, contestó, después de los homenajes debidos: "¡Oh rey del tiempo! mi profesión es la más noble sin disputa y la más difícil. Porque si estos dos sabios compañeros míos son genealogistas en piedras y en caballos, yo soy genealogista de la especie humana. Y si mis compañeros son sabios entre los más distinguidos, yo paso por corona de su cabeza incontestablemente. Porque ¡oh mi señor y corona de mi cabeza! Yo tengo el poder de conocer el verdadero origen de mis semejantes, no el origen indirecto, sino el directo, el que la madre del niño apenas puede conocer y el padre ignora generalmente. Sabe, en efecto, que a la sola vista de un hombre y a la sola audición del timbre de su voz, puedo decirle sin vacilar si es hijo legítimo o si es adulterino, Y a decirle, además si su padre y su madre han sido hijos legítimos o productos de copulación ilícita, y revelarle lo legal o lo ilegal del nacimiento de los miembros de su familia, remontándome hasta nuestro padre Ismael ben-Ibrahim (con ambos las gracias de Alah , y la más escogida de las bendiciones!). Y de tal suerte he podido, gracias a la ciencia de que me ha dotado el Retribuidor (¡exaltado sea!), desengañar a buen número de grandes señores acerca de la nobleza de su nacimiento, y probarles con las pruebas más fehacientes que no eran más que el resultado de una copulación de su madre, ora con un camellero, ora con un arriero, ora con un cocinero, ora con un falso eunuco, ora con un negro de betún, ora con un esclavo entre los esclavos o con cualquier otro análogo. ¡Y si ¡oh mi señor! la persona que examino es una mujer, también puedo, sólo con mirarla al rostro a través de su velo, decirle su raza, su origen y hasta la profesión de sus padres! Y he aquí ¡oh rey del tiempo! una parte solamente de lo que sé, pues la ciencia de la genealogía humana abarca tanto, que para enumerarte nada más que sus diversas ramas necesitaría estar un día entero con mi pesada presencia delante de los ojos de nuestro amo el sultán. Así Pues ¡oh mi señor! Ya ves que mi ciencia es más admirable, y con mucho, que la de estos dos sabios compañeros míos, porque ningún hombre más que yo solo posee esta ciencia sobre la
Superficie de la tierra, y nadie la ha poseído antes que yo. ¡Pero de Alah nos viene toda ciencia, todo conocimiento es un préstamo de Su generosidad, y el mejor de Sus dones es la virtud de la humildad!"
Y después de hablar así, el tercer genealogista bajó los ojos con modestia, inclinándose de nuevo, y retrocedió en medio de sus compañeros puestos en fila ante el rey.
Y el rey se dijo en el límite del asombro: "¡Por Alah, qué enormidad! ¡Si están justificados los asertos de este último, sin duda es el sabio más extraordinario de este tiempo y de todos los tiempos! Voy, pues, a quedarme con estos tres genealogistas en mi palacio hasta que se presente una ocasión que nos permita experimentar su asombroso saber. ¡Y si se demuestran que no tienen fundamentos sus pretensiones, les espera el palo!"
Y tras de hablar así consigo mismo, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: "Que no se pierda de vista a estos tres sabios, dándoles una habitación en el palacio, así como una ración de pan y de carne al día y agua a discreción".
Y en aquella hora y en aquel instante se ejecutó la orden. Y los tres amigos se miraron, diciéndose con los ojos: "¡Qué generosidad! ¡Jamás oímos decir que un rey fuera tan munificente como este rey y tan sagaz! Pero nosotros, por Alah, no somos genealogistas de balde. Y más pronto o más tarde nos llegará nuestra hora".
Pero, volviendo al sultán, no tardó en ofrecerse la ocasión que deseaba. En efecto, un rey vecino le envió presentes muy raros, entre los cuales había una piedra preciosa de maravillosa hermosura, blanca y transparente y de un agua más pura que el ojo del gallo. Y acordándose de las palabras del genealogista lapidario, el sultán mandó a buscarle, y después que le hubo enseñado la piedra, le pidió que la examinase y le dijese qué opinaba de ella. Pero el genealogista lapidario contestó: "Por vida de nuestro amo el rey, que no tengo necesidad de examinar esa piedra en todos sus aspectos, ya por transparencia, ya por reflexión, ni de tomarla en mi mano, ni siquiera de mirarla. ¡Pues, para juzgar de su valor y su hermosura, sólo necesito tocarla con el dedo meñique de mi mano izquierda teniendo los ojos cerrados".
Y el rey, más asombrado todavía que la primera vez, se dijo: "¡He aquí por fin el momento en que vamos a saber si son ciertas sus pretensiones!" Y presentó la piedra al genealogista lapidario, que, con los ojos cerrados, extendió el dedo meñique y la rozó. Y al punto retrocedió con viveza, y sacudió su mano como si se la hubiesen mordido o quemado, y dijo: "¡Oh mi señor! ¡esta piedra no tiene valor ninguno, sino que tiene un gusano en su corazón!"
Y al oír estas palabras, el sultán sintió que se le llenaba de furor la nariz, y exclamó: "¿Qué estás diciendo, ¡oh hijo de alcahuete!? ¿No sabes que esta piedra es de un agua admirable, transparente hasta más no poder y llena de brillo, y que me la ha regalado un rey entre los reyes?" Y no escuchando más que su indignación, llamó al funcionario del palo y le dijo: "¡Pincha el ano de este indigno embustero!"
Y el funcionario del palo, que era un gigante extraordinario, cogió al genealogista y lo levantó como a un pájaro, y se dispuso a ensartarle, pinchándole lo que le tenía que pinchar, cuando el gran visir, que era un anciano lleno de prudencia y de moderación y de buen sentido, dijo al sultán: "¡Oh rey del tiempo! claro que este hombre ha debido exagerar sus méritos, y la exageración es condenable en todo.
Pero quizá no esté completamente desprovisto de verdad lo que se ha aventurado a decir, y en este caso su muerte no estaría suficientemente justificada ante el Dueño del Universo. ¡Por otra parte, ¡oh mi señor! la vida de un hombre, quienquiera que sea, es más preciosa que la piedra más preciosa, y pesa más en la balanza del Pesador! Por eso mejor es diferir el suplicio de este hombre hasta después de la prueba. Y la prueba sólo puede obtenerse rompiendo esa piedra en dos. Y entonces, si se encuentra el gusano en el corazón de esa piedra, el hombre tendrá razón; pero si la piedra está intacta y sin lasca interna, el castigo de ese hombre será prolongado y acentuado por el funcionario del palo".
Y comprendiendo el sultán la justicia que había en las palabras de su gran visir, dijo: "¡Que partan en dos esta piedra!" Y al instante rompieron la piedra. Y el sultán y todos los presentes llegaron al límite extremo del asombro al ver salir un gusano blanco del propio corazón de la piedra. Y en cuanto estuvo al aire, aquel gusano se consumió en su propio fuego en un instante, sin dejar la menor traza de su existencia.
Cuando el sultán volvió de su emoción preguntó al genealogista: "¿De qué medio te has valido para advertir en el corazón de la piedra la existencia de ese gusano que ninguno de nosotros pudo ver?" Y el genealogista contestó con modestia: "¡Me ha bastado la finura de vista del ojo que tengo en la punta de mi dedo meñique y la sensibilidad de este dedo para el calor y el frío de esa piedra!"
Y el sultán, maravillado de su ciencia y de su sagacidad, dijo al funcionario del palo: "¡Suéltale!" Y añadió: "¡Que le den hoy doble ración de pan y de carne y agua a discreción!"
¡Y he aquí lo referente al genealogista lapidario!
¡Pero he aquí ahora lo que atañe al genealogista de caballos! Algún tiempo después de aquel acontecimiento de la gema habitada por el gusano, el sultán recibió del interior de la Arabia, en prueba de lealtad de parte de un poderoso jefe de tribu, un caballo bayo oscuro de una hermosura admirable. Y encantado de aquel presente, se pasaba los días enteros admirándole en la caballeriza, Y como no olvidaba la presencia del genealogista de caballos en el palacio, hizo que le trasmitieran la orden de presentarse ante él. Y cuando estuvo entre sus manos le dijo: "¡Oh hombre! ¿sigues pretendiendo entender de caballos de la manera que nos dijiste no hace mucho tiempo? ¿Y te sientes dispuesto a probarnos tu ciencia del origen y de la raza de los caballos?" Y el segundo genealogista contestó: "Claro que sí, ¡oh rey del tiempo!" Y el sultán exclamó: "¡Por la verdad de Quien me colocó como soberano por encima de los cuellos de Sus servidores y dice a los seres y a las cosas: «¡Sed!» para que sean, que como haya el menor error, falsedad o confusión en tu declaración, te haré morir con la peor de las muertes!" Y el hombre contestó: "¡Entiendo y me someto!" Y el sultán dijo entonces: "¡Que traigan el caballo delante de este genealogista!"
Y cuando tuvo delante de él al noble bruto, el genealogista le lanzó una ojeada, una sola,
contrajo sus facciones, sonrió, y dijo encarándose con el sultán: "¡He visto y he sabido!"
Y el sultán le preguntó: "¿Qué has visto ¡oh hombre! y qué has sabido...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 828* NOCHE
Ella dijo:
... el genealogista de caballos lanzó, pues, al noble bruto una ojeada, una sola, contrajo sus facciones, sonrió, y dijo encarándose con el sultán: "¡He visto y he sabido!" Y el sultán le preguntó: "¿Qué has visto ¡oh hombre! y qué has sabido?" Y el genealogista contestó: "He visto ¡oh rey del tiempo! que este caballo es, efectivamente, de una hermosura rara y de una raza excelente, que sus proporciones son armónicas y su aspecto está lleno de arrogancia, que su poder es muy grande y su acción ideal; que tiene la espaldilla muy fina, la estampa soberbia, el lomo alto, las patas de acero, la cola levantada y formando un arco perfecto, y las crines pesadas, espesas y barriendo el suelo; y en cuanto a la cabeza, tiene todas las señales distintivas que son esenciales en la cabeza de un caballo del país de los árabes: es ancha, y no pequeña, desarrollada en las regiones altas, con una gran distancia de las orejas a los ojos, una gran distancia de un ojo a otro, y una distancia pequeñísima de una oreja a otra; y la parte delantera de esta cabeza es convexa; y los ojos están a flor de cabeza y son hermosos como los ojos de las gacelas; y el espacio que hay en torno de ellos está sin pelo y deja al desnudo, en su vecindad inmediata, el cuero negro, fino y lustroso; y el hueso de la carrillada es grande y delgado, y el de la quijada queda de relieve; y la cara se estrecha por abajo y termina casi en punta al extremo del belfo; y los nasales, cuando están quietos, quedan al nivel de la cara y sólo parecen dos hendiduras hechas en ella; y la boca tiene el labio inferior más ancho que el labio superior; y las orejas son anchas, largas finas y cortadas delicadamente como las orejas del antílope; en fin, es un animal de todo punto espléndido. Y su color bayo oscuro es el rey de los colores. Y sin duda alguna este animal sería el primer caballo de la tierra, y en ninguna parte se le podría encontrar igual, si no tuviese una tara que acaban de descubrir mis ojos, ¡oh rey del tiempo!"
Cuando el sultán hubo oído esta descripción del caballo, que tanto le gustaba, quedó al pronto maravillado, sobre todo teniendo en cuenta la simple mirada echada negligentemente al animal por el genealogista. Pero cuando oyó hablar de una tara llamearon sus ojos y se le oprimió el pecho, y con una voz que la cólera hacía temblar preguntó al genealogista: "¿Qué estás diciendo, ¡oh taimado maldito!? ¿Y qué hablas de taras con respecto a un animal tan maravilloso y que es el único retoño de la raza más noble de Arabia?"
Y el genealogista contestó sin inmutarse: "¡Desde el momento en que el sultán se enfade por las palabras de su esclavo, el esclavo no dirá más!"
Y exclamó el sultán: "¡Di lo que tengas que decir!"
Y el hombre contestó: "¡No hablaré si no me da el rey libertad para ello!"
Y dijo el rey: "¡Habla, pues, y no me ocultes nada!"
Entonces dijo él: "¡Sabe ¡oh rey¡ que este caballo es de pura y verdadera raza por parte de padre, pero nada más que por parte de padre! ¡En cuanto a su madre, no me atrevo a hablar!"
Y gritó el rey con el rostro convulso: "¿Quién es su madre, pues? ¡dínoslo en seguida!"
Y el genealogista dijo: "Por Alah, ¡oh mi señor! que la madre de este caballo soberbio es de una raza animal diferente en absoluto. ¡Porque no es una yegua, sino una hembra de búfalo marino!"
Al oír estas palabras del genealogista, el sultán se encolerizó hasta el límite extremo de la cólera y se hinchó y se deshinchó después, y no pudo pronunciar una palabra al pronto. Y acabó por exclamar: "¡Oh perro de los genealogistas! ¡preferible es tu muerte a tu vida!" E hizo una seña al funcionario del palo, diciéndole: "¡pincha el ano de ese genealogista!" Y el gigante del palo cogió en brazos al genealogista, y poniéndole el ano sobre la consabida punta perforadora, iba ya a dejarle caer sobre ella con todo su peso para dar vueltas luego al berbiquí, cuando el gran visir, que era hombre dotado del sentido de la justicia, suplicó al rey que retrasara por algunos instantes el suplicio, diciéndole: "¡Oh mi señor soberano! claro que este genealogista está afligido de un espíritu imprudente y de un raciocinio débil para así pretender que este caballo puro desciende de una madre hembra de búfalo marino. Así es que, para probarle bien que se merece su suplicio, valdría más hacer venir aquí al caballerizo que ha traído este caballo de parte del jefe de las tribus árabes. ¡Y nuestro amo el sultán le interrogará en presencia de este genealogista, y le pedirá que nos
entregue la bolsita que contiene el acta de nacimiento de este caballo y que da fe de su raza y de su origen, pues ya sabemos que todo caballo de sangre noble debe llevar atada a su cuello una bolsita, a manera de estuche, que contenga sus títulos y su genealogía!"
Y dijo el sultán: "¡No hay inconveniente!" Y dió orden de llevar a su presencia al caballerizo en cuestión.
Cuando el caballerizo entró entre las manos del sultán y hubo oído y comprendido lo que se le pedía, contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡Y aquí está el estuche!" Y sacándose del seno una bolsita de cuero labrado é incrustado de turquesas, se la entregó al sultán, que en seguida desató los cordones y sacó un pergamino, en el cual estaban estampados los sellos de todos los jefes de la tribu en que había nacido el caballo y los testimonios de todos los testigos presentes al acto de cubrir el padre a la madre. Y aquel pergamino decía en definitiva que el potranco consabido había tenido por padre a un semental de pura sangre de la raza de los Seglawi-Jedrán y por madre a una hembra de búfalo marino, a quien el semental había encontrado un día que viajaba a orillas del mar, y que la había cubierto por tres veces, relinchando sobre ella de una manera que no dejaba lugar a dudas. Y decía también que aquella hembra de búfalo marino fué capturada por los jinetes, y había dado a luz aquel potranco bayo oscuro, y le había criado ella misma durante un año en medio de la tribu. Y tal era el resumen del contenido del pergamino.
Cuando el sultán hubo oído la lectura que del documento le había hecho el propio gran visir, y la enumeración de los nombres de jeiques y testigos que lo habían sellado, quedó extremadamente confúso de hecho tan extraño, al mismo tiempo muy maravillado de la ciencia adivinatoria e infalible del genealogista de caballos. Y se encaró con el funcionario del palo, y le dijo: "¡Quítale de encima de la plancha del berbiquí!"
Y una vez que de nuevo estuvo el genealogista de pie entre las manos del rey, le preguntó éste: "¿Cómo pudiste juzgar de una sola ojeada la raza, el origen, las cualidades y el nacimiento de este potro? Porque tu aserto, por Alah ha resultado cierto y se ha probado de manera irrefutable. ¡Date prisa, pues, a iluminarme respecto a las señales por las cuales has conocido la tara de este animal espléndido!" Y contestó el genealogista: "La cosa es fácil, ¡oh mi señor! No he tenido más que mirar los cascos de este caballo. Y nuestro amo puede hacer lo que he hecho yo". Y el rey miró los cascos del animal y vió que estaban hendidos y eran pesados y largos, como los de los búfalos, en vez de estar unidos y ser ligeros y redondos como los de los caballos. Y al ver aquello exclamó el sultán: "¡Alah es Todopoderoso!"
Y se encaró con los servidores, y les dijo: "¡Que le den hoy a ese sabio genealogista doble ración de carne, así como dos panes y agua a discreción!"
¡Y he aquí lo referente a él!
Pero respecto al genealogista de la especie humana, ocurrió cosa muy distinta.
En efecto, cuando el sultán hubo visto aquellos dos descubrimientos extraordinarios, debidos a los dos genealogistas con la gema que contenía un gusano en su corazón y con el potro nacido de un semental de pura sangre y de una hembra de búfalo marino, y cuando hubo puesto a prueba por sí mismo la ciencia prodigiosa de ambos hombres, se dijo: "¡Por Alah, que no lo sé; pero creo que el tercer bellaco debe ser un sabio más prodigioso todavía! ¡Y quién sabe si irá a descubrir algo que no sepamos!" Y le hizo llevar a su presencia acto seguido, y le dijo: "Debes acordarte ¡oh hombre! de lo que te adelantaste a decir en mi presencia con respecto a tu ciencia de la genealogía de la especie humana, que te permite descubrir el origen directo de los hombres, lo cual no puede conocer apenas la madre del niño, y lo ignora el padre, generalmente. Y también debes acordarte de que aventuraste un aserto parecido respecto a las mujeres. Deseo, pues, saber por ti si persistes en tus afirmaciones y si estás dispuesto a demostrarlas ante nuestros ojos". Y el genealogista de la especie humana, que era el tercer comedor de haschisch, contestó: "Así hablé, ¡oh rey del tiempo! Y persisto en mis afirmaciones. ¡Y Alah es el más grande!"
Entonces el sultán se levantó de su trono, y dijo al hombre: "¡Echa a andar detrás de mí!" Y el hombre echó a andar detrás del sultán, que le condujo a su harén, en contra de lo establecido por la
costumbre, aunque después de haber hecho prevenir a las mujeres por los eunucos para que se envolvieran en sus velos y se taparan el rostro. Y llegados que fueron ambos al aposento reservado a la favorita del momento, el sultán se encaró con el genealogista, y le dijo: "¡Besa la tierra en presencia de tu señora y mírala para decirme luego lo que hayas visto!"
Y el comedor de haschisch dijo al sultán: "Ya la he examinado, ¡oh rey del tiempo!" Y he aquí que no había hecho más que posar en ella una mirada, una sola, y nada más.
Y el sultán le dijo: "¡En ese caso, echa a andar detrás de mí!"
Y salió, y el genealogista echó a andar detrás de él, y llegaron a la sala del trono. Y tras de hacer evacuar la sala, el sultán se quedó solo con su gran visir y el genealogista, a quien preguntó: "¿Qué has descubierto en tu señora?" Y contestó el interpelado: "¡Oh mi señor! he visto en ella una mujer adornada de gracias, de encantos, de elegancia, de lozanía; de modestia y de todos los atributos y todas las perfecciones de la belleza. Y sin duda no se podría desear nada más en ella, porque tiene todos los dones que pueden encantar el corazón y refrescar los ojos, y por cualquier parte que se la mire está llena de proporción y armonía; y si he de juzgar por su aspecto exterior y por la inteligencia que anima su mirada, sin duda debe poseer en su centro interior todas las cualidades deseables de listeza y de comprensión. Y he aquí lo que he visto en esa dama soberana, ¡oh mi señor! ¡Pero Alah es omnisciente!"
El sultán le dijo: "¡No se trata de eso, ¡oh genealogista! sino de que digas qué has descubierto con respecto al origen de tu señora, mi honorable favorita...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 829ª NOCHE
Ella dijo:
... Cuando el genealogista hubo dicho al sultán: "Y he aquí lo que he visto en esa dama soberana, ¡oh mi señor! ¡Pero Alah es omnisciente!", el sultán le dijo: "¡No se trata de eso, ¡oh genealogista! sino de que me digas qué has descubierto con respecto al origen de tu señora, mi honorable favorita!" Y tomando de pronto una actitud reservada y discreta, el genealogista contestó: "¡Es cosa delicada, ¡oh rey del tiempo! y no sé si debo hablar o callarme!" Y el sultán exclamó: "¡Por Alah, que no te he hecho venir más que para que hables! Vamos desembucha lo que tengas guardado, y mide tus palabras, ¡oh bellaco!" Y el genealogista, sin inmutarse, dijo: "¡Por vida de nuestro amo, que esa dama sería el ser más perfecto entre las criaturas si no tuviese un defecto original que desluce sus perfecciones personales!"
Al oír estas últimas frases y la palabra "defecto", el sultán, frunciendo las cejas e invadido por el furor, sacó de repente su cimitarra y saltó hacia el genealogista para cortarle la cabeza, gritando: "¡Oh perro, hijo de perro! por lo visto vas a decirme que mi favorita desciende de algún búfalo marino o que tiene un gusano en un ojo o en otra parte! ¡Ah! ¡hijo de los mil cornudos de la impudicia, así esta hoja te deje más ancho que largo!" Y de un trago le habría hecho beber la muerte infaliblemente, si no se hubiese encontrado allí el visir, prudente y juicioso, para desviar su brazo y decirle: "¡Oh mi señor! ¡mejor será no quitar la vida a este hombre, sin estar convencido de su crimen!"
Y el sultán dijo al hombre, a quien había derribado y a quien tenía bajo su rodilla: "¡Pues bien; habla! ¿Cuál es ese defecto que has encontrado en mi favorita?"
Y el genealogista de la especie humana contestó con el mismo acento tranquilo de antes: "¡Oh rey del tiempo! ¡mi señora, tu honorable favorita, es un dechado de belleza y de perfecciones; pero su madre era una danzarina pública, una mujer libre de la tribu errante de los Ghaziyas, una hija de prostituta !"
Al oír estas palabras, se hizo tan intenso el furor del sultán que se le quedaron los gritos en el fondo de la garganta. Y sólo al cabo de un momento pudo expresarse, diciendo a su gran visir: "¡Ve en seguida a traerme aquí al padre de mi favorita, que es el intendente de mi palacio!" y continuó teniendo bajo su rodilla al genealogista, que era el tercer comedor de haschisch. Y cuando hubo llegado el padre de su favorita, le gritó: "¿Ves este palo? ¡Pues bien; si no quieres verte sentado en su punta date prisa a decirme la verdad con respecto al nacimiento de tu hija, mi favorita!" Y el intendente de palacio, padre de la favorita, contestó: "¡Escucho y obedezco!"
Y dijo: "Has de saber j oh mi señor soberano! que voy a decirte la verdad, pues, que tal es la única salvación. En mi juventud vivía yo la vida libre del desierto, y viajaba escoltando a las caravanas, que me pagaban el tributo del pasaje por el territorio de mi tribu. Y he aquí que un día en que habíamos acampado junto a los pozos de Zobeida (¡sean con ella las gracias y la misericordia de Alah! ), acertó a pasar un grupo de mujeres de la tribu errante de los Ghaziyas, cuyas hijas, cuando llegan a la pubertad, se prostituyen con los hombres del desierto, viajando de una tribu a otra y de un campamento a otro, ofreciendo sus gracias y su ciencia del amor a los cabalgadores jóvenes. Y aquel grupo se quedó con nosotros durante algunos días, y nos dejó luego para ir a buscar a los hombres de la tribu vecina. Y he aquí que después de su marcha, cuando ya se habían perdido de vista, descubrí acurrucada debajo de un árbol, a una pequeñuela de cinco años, a quien su madre, una Ghaziya, había debido perder u olvidar en el oasis, junto a los pozos de Zobeida. Y en verdad ¡oh mi señor soberano! que aquella muchacha, morena como el dátil maduro, era tan menuda y tan hermosa, que acto seguido declaré que la tomaba a mi cargo. Y aunque estaba asustada como una corza joven en su primera salida por el bosque, conseguí domesticarla, y se la confié a la madre de mis hijos, que la educó como si fuese su propia hija. Y creció entre nosotros y se desarrolló tan bien, que, cuando estuvo en la pubertad, ninguna hija del desierto, por muy maravillosa que fuera, podía comparársela. Y yo ¡oh mi señor! sentía que mi corazón estaba prendado de ella, y sin querer unirme a ella de manera ilícita, la tomé por mujer legítima, desposándola, a pesar de su origen inferior. Y gracias a la bendición, me dió ella la hija que te has dignado elegir para favorita tuya ¡ oh rey del tiempo! Y ésta es la verdad acerca de la madre de mi hija, y acerca de su raza y de su origen. Y juro por la vida de nuestro profeta Mahomed (¡con El la plegaria y la paz!) que no he quitado una sílaba. ¡Pero Alah es más verídico y el único infalible!"
Cuando el sultán hubo oído esta declaración sin artificio, se sintió aliviado de una preocupación torturadora y de una inquietud dolorosa. Porque se había imaginado que su favorita era hija de una prostituta entre las Ghaziyas, y acababa de saber precisamente lo contrario, pues, aunque era Ghaziya, la madre había permanecido virgen hasta su matrimonio con el intendente del palacio. Y entonces se dejó llevar de la sorpresa que le producía la ciencia del perspicaz genealogista. Y le preguntó: "¿Cómo te has arreglado para adivinar ¡oh sabio! que mi favorita era una hija de Ghaziya, hija de danzarina, la cual era hija de prostituta?" Y el genealogista comedor de haschisch contestó: "¡Escucha! Primero mi ciencia (¡Alah es más sabio!) me puso en camino de este descubrimiento. ¡Y luego me fijé en la circunstancia de que las mujeres de raza Ghaziya tienen todas, como tu favorita, las cejas muy espesas y juntas en el entrecejo, y también, como ella, tienen los ojos más intensamente negros de Arabia!"
Y el rey, maravillado de lo que acababa de oír, no quiso despedir al genealogista sin darle una prueba de su satisfacción. Se encaró, pues, con los servidores, que ya habían entrado de nuevo, y les dijo: "¡Dad hoy a este distinguido sabio doble ración de carne y dos panes del día, así como agua a discreción!"
¡Y he aquí lo referente al genealogista de la especie humana! Pero no es todo, porque no se ha acabado.
En efecto, al siguiente día, el sultán, que se había pasado la noche reflexionando sobre lo que habían hecho los tres compañeros y sobre la profundidad de su ciencia en las diversas ramas de la genealogía, se dijo para sí: "¡Por Alah! después de lo que me ha dicho este genealogista de la especie humana respecto al origen de la raza de mi favorita, no queda por hacer más que declararle el hombre más sabio de mi reino. ¡Pero quisiera saber antes qué me dice respecto a mi origen, al de este sultán, que es descendiente auténtico de tantos reyes!"
Al instante puso en acción su pensamiento, e hizo llevar de nuevo entre sus manos al genealogista de la especie humana, y le dijo: "¡Ahora ¡oh padre de la ciencia! que no tengo ningún motivo para dudar de tus palabras, quisiera oírte hablarme de mi origen y del origen de mi raza real!" Y el otro contestó: "Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh rey del tiempo! pero no sin que antes me hayas prometido la seguridad. Porque dice el proverbio: "¡Pon distancia entre la cólera del sultán y tu cuello, y mejor es que hagas que te ejecuten por contumacia!" ¡Y yo ¡oh mi señor! soy sensible y delicado, y prefiero el palo por contumacia al palo eficaz que ensarta y profundiza en el agujero por una cuestión de raza!"
Y le dijo el sultán: "¡Por mi cabeza que te concedo la seguridad, y que, sea como sea lo que digas, estás absuelto de antemano!" Y le tiró el pañuelo de la salvaguardia. Y el genealogista recogió el pañuelo de la salvaguardia, y dijo: "¡En este caso, ¡oh rey del tiempo! te ruego que no dejes estar en esta sala otra persona que nosotros dos!" Y el rey le preguntó: "¿Por qué ¡oh hombre!?" El otro dijo: "¡Porque ¡oh mi señor! Alah Todopoderoso posee entre sus nombres benditos el sobrenombre de "Velador", pues le gusta velar con los velos del misterio las cosas cuya divulgación sería perjudicial!"
Y el sultán ordenó salir a todo el mundo, incluso a su gran visir.
Entonces, al encontrarse a solas con el sultán, el genealogista avanzó hacia él, e inclinándose a su oído, le dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡tú no eres más que un adulterino, y de mala calidad!"
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 830ª NOCHE
Ella dijo:
... Entonces, al encontrarse a solas con el sultán el genealogista avanzó hacia él, e inclinándose a su oído, le dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡tú no eres más que un adulterino, y de mala calidad!"
Al oír estas terribles palabras, cuya audacia era inusitada, el sultán se puso muy amarillo de color y cambió de talante, y sus miembros cayeron desmadejados; y perdió el oído y la vista; y quedó como un beodo que no hubiera bebido vino; y se tambaleó, con espuma en los labios; y acabó por caer desfallecido en el suelo, y permaneció en aquella posición mucho tiempo, sin que el genealogista supiese con exactitud si estaba muerto de la impresión, o medio muerto, o vivo todavía. Pero el sultán acabó por volver en sí, y levantándose, y recobrado el sentido por completo, se encaró con el genealogista y le dijo: "Ahora, ¡oh hombre! como se me pruebe que tus palabras son verídicas y adquiera yo la certeza de ellas con pruebas positivas, juro por la verdad de Quien me colocó por encima de los cuellos de Sus servidores, que quiero firmemente abdicar un trono del que sería indigno y desposeerme de mi poder real en favor tuyo. Porque eres el que mejor lo merece, y nadie como tú sabrá hacerse digno de esa posición. ¡Pero si advierto la mentira en tus palabras te degollaré!"
Y el genealogista contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡No hay inconveniente!"
Entonces el sultán se irguió sobre ambos pies sin más dilación ni tardanza, se precipitó con la espada en la mano al aposento de la sultana madre, y penetró en él, y le dijo: "¡Por el que elevó el cielo y lo separó del agua, que si no me respondes con la verdad a lo que voy a preguntarte te cortaré en pedazos con esto!" Y blandió su arma, girando unos ojos de incendio y babeando de furor. Y la sultana madre, asustada y azorada a la vez por un lenguaje tan poco usual, exclamó: "¡El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti! ¡Cálmate ¡oh hijo mío! e interrógame acerca de todo lo que desees saber, que no te responderé más que con arreglo a los preceptos del Verídico!" Y el sultán le dijo: "Date prisa a decirme, entonces, sin ningún preámbulo ni entrada en materia, si soy hijo de mi padre el sultán y si pertenezco a la raza real de mis antepasados. ¡Porque sólo tú puedes revelármela".
Y contestó ella: "Te diré, pues, sin preámbulos, que eres hijo auténtico de un cocinero. ¡Y si quieres saber cómo, helo aquí!
"Cuando tu antecesor el sultán, a quien hasta ahora creías tu padre, me hubo tomado por esposa, cohabitó conmigo como es de rigor. Pero Alah no le favoreció con la fecundidad, y no pude darle una posteridad que le trajese alegría y asegurase el trono a su raza. Y cuando vió que no tendría hijos, quedó sumido en una tristeza que le hizo perder el apetito, el sueño y la salud. Y su madre no le dejaba parar, impulsándole a tomar nueva esposa. Y tomó una segunda esposa. Pero Alah no le favoreció con la fecundidad. Y de nuevo le aconsejó su madre una tercera esposa. Entonces, al ver que iba a acabar por quedar relegada a última fila, resolví poner a salvo mi influencia, poniendo al mismo tiempo a salvo la herencia del trono. Y esperé la ocasión propicia para realizar tan excelente intención.
"Un día, el sultán, que continuaba sin tener ningún apetito y adelgazando, tuvo mucha gana de comerse un pollo relleno. Y dió al cocinero orden de degollar una de las aves que estaban encerradas en jaulas en las ventanas de palacio. Y vino el hombre para coger el ave en su jaula. Entonces yo, al examinar bien a aquel cocinero, le encontré de lo más a propósito para la obra proyectada, pues era un gallardo joven corpulento y gigantesco. Y asomándome a la ventana, le hice señas para que subiera por la puerta secreta. Y lo recibí en mi aposento. Y lo que pasó entre él y yo sólo duró el tiempo preciso, porque en cuanto hubo acabado su misión le hundí en el corazón un puñal. Y cayó de bruces, muerto, dando con la cabeza antes que con los pies. E hice que mis fieles servidoras le cogieran y le enterraran en secreto en una fosa cavada por ellas en el jardín. Y aquel día no comió el sultán pollo relleno, y montó en una gran cólera a causa de la desaparición inexplicable de su cocinero. Pero nueve meses más tarde, día por día, te eché al mundo con tan buen aspecto como sigues teniendo. Y tu nacimiento fué causa de alegría para el sultán, que recobró su salud y su apetito, y colmó de favores y de presentes a sus visires, a sus favoritos y a todos los habitantes de palacio, y dió grandes festejos y regocijos públicos, que duraron cuarenta días y cuarenta noches. Y ésta es la verdad acerca de tu nacimiento, de tu raza y de tu origen. Y te juro por el Profeta (¡con El la plegaria y la paz!) que no he dicho más que lo que sabía. ¡Y Alah es omnisciente!"
Al oír este relato, el sultán se levantó y salió del aposento de su madre llorando. Y entró en la sala del trono, y se sentó en tierra, frente al tercer genealogista, sin decir una palabra. Y seguían rodando lágrimas de sus ojos, y se deslizaban por los intersticios de su barba que la tenía muy larga. Y al cabo de una hora de tiempo levantó la cabeza y dijo al genealogista: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh boca de verdad! dime cómo has podido descubrir que yo era un adulterino de mala calidad!" Y el genealogista contestó: "¡Oh mi señor! cuando cada uno de nosotros tres hubo probado los talentos que poseía, y de los que quedaste extremadamente satisfecho, ordenaste que nos dieran como recompensa doble ración de carne y de pan y agua a discreción. Y por la mezquindad de semejante regalo y la naturaleza misma de esa generosidad, juzgué que no podías ser más que hijo de un cocinero, posteridad de un cocinero y sangre de un cocinero. Porque los reyes hijos de reyes no tienen costumbre de corresponder al mérito con distribuciones de carne u otra cosa análoga, sino que recompensan los méritos con magníficos presentes, ropones de honor y riquezas sin cuento. Así es que no pude por menos de adivinar tu baja extracción adulterina con aquella prueba incontestable. ¡Y no hay mérito alguno en este descubrimiento!"
Cuando el genealogista hubo cesado de hablar, el sultán se levantó y le dijo: "¡Quítate la ropa!" Y el genealogista obedeció, y el sultán, despojándose de sus ropas y de sus atributos reales, se los puso al otro con sus propias manos. Y le hizo subir al trono, y doblándose ante él, besó la tierra entre sus manos y le rindió los homenajes de un vasallo a su soberano. Y en aquella hora y en aquel instante hizo entrar al gran visir, a los demás visires y a todos los grandes del reino, y le hizo reconocer por ellos como a su legítimo soberano. Y el nuevo sultán envió al punto a buscar a sus amigos los otros dos genealogistas comedores de haschisch, y a uno le nombró guardián de su derecha y a otro guardián de su izquierda. Y conservó en sus funciones al antiguo gran visir, a causa de su sentimiento de la justicia.
Y fué un gran rey.
¡Y he aquí lo referente a los tres genealogistas!
Pero, volviendo al antiguo sultán, su historia no hace más que comenzar. ¡Porque hela aquí... !
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y su hermana, la pequeña Doniazada, que de día en día y de noche en noche se volvía más hermosa y más desarrollada y más comprensiva y más atenta y más silenciosa, se levantó a medias de la alfombra en que estaba acurrucada y le dijo: "¡Oh hermana mía, cuán dulces y sabrosas y regocijantes y deleitosas son tus palabras!" Y Schehrazada le sonrió, la besó y le dijo: "Sí; pero ¿qué es eso comparado con lo que voy a contar la noche próxima, siempre que quiera permitírmelo nuestro señor el rey?
Y dijo el sultán Schahriar: "¡Oh Schehrazada, no lo dudes! Claro que puedes decirnos mañana la continuación de esa historia prodigiosa que no hace más que empezar apenas. ¡Y si no estás fatigada, puedes proseguirla esta misma noche, que tanto deseo saber lo que va a ocurrirle al antiguo sultán, a ese hijo adulterino! ¡ Alah maldiga a las mujeres execrables!
Sin embargo, debo ahora declarar que la esposa del sultán, madre del adulterino, sólo fornicó con el cocinero abrigando un propósito excelente. ¡Alah extienda sobre ella Su misericordia! ¡Pero por lo que respecta a la maldita, a la desvergonzada, a la hija de perro que hizo lo que hizo con el negro Massaud, no trataba de asegurar el trono para mis descendientes, la maldita! ¡Ojalá no la tenga Alah jamás en Su compasión!"
Y tras de hablar así, el rey Schahriar, frunciendo terriblemente las cejas y mirando con los ojos en blanco y de reojo, añadió: "¡En cuanto a ti Schehrazada, empiezo a creer que acaso no seas como todas esas desvergonzadas a quienes he hecho cortar la cabeza!"
Y Schehrazada se inclinó ante el rey huraño, y dijo: "¡Que Alah prolongue la vida de nuestro señor y me otorgue vivir hasta mañana para contarle lo que le aconteció al adulterino simpático!" Y tras de hablar así, se calló.
Y CUANDO LLEGO LA 831ª NOCHE
La pequeña Doniazada dijo a Schehrazada: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermana mía! si no tienes sueño, date prisa a decirnos, por favor, lo que fué del antiguo sultán, hijo adulterino del cocinero!"
Y dijo Schehrazada: "¡De todo corazón y como homenaje debido a nuestro señor, este rey magnánimo!"
Y continuó la historia en estos términos: ... Pero, volviendo al antiguo sultán, su historia no hace más que comenzar. ¡Porque hela aquí!
Una vez que hubo abdicado su trono y su poderío entre las manos del tercer genealogista, el antiguo sultán vistió el hábito de derviche peregrino, y sin entretenerse en despedidas que ya no tenían importancia para él, y sin llevar nada consigo, se puso en camino para el país de Egipto, donde contaba con vivir en olvido y soledad, reflexionando sobre su destino. Y Alah le escribió la seguridad, y después de un viaje lleno de fatigas y de peligros llegó a la ciudad espléndida de El Cairo, esa inmensa ciudad tan diferente de las ciudades de su país, y cuya vuelta exige tres jornadas y media de marcha por lo menos. Y vió que verdaderamente era una de las cuatro maravillas del mundo, contando el puente de Sanja, el faro de Al-Iskandaria y la mezquita de los Ommiadas en Damasco. Y le pareció que estaba lejos de haber exagerado las bellezas de aquella ciudad y de aquel país el poeta que ha dicho:
"¡Egipto! ¡tierra maravillosa cuyo polvo es de oro, cuyo río es una bendición y cuyos habitantes son deleitosos, perteneces al victorioso que sabe conquistarte!"
Y paseándose, y mirando, y maravillándose sin cansarse, el antiguo sultán, bajo sus hábitos de derviche pobre, se sentía muy dichoso de poder admirar a su antojo y marchar a su gusto y detenerse a voluntad, desembarazado de los fastidios y cargos de la soberanía. Y pensaba: "¡Loores a Alah el Retribuidor! El da a unos el poderío con los agobios y las preocupaciones, y a otros la pobreza con la despreocupación y la ligereza de corazón. ¡Y estos últimos son los más favorecidos! ¡Bendito sea!" Y de tal suerte llegó, rico de visiones encantadoras, ante el propio palacio del sultán de El Cairo, que a la sazón era el sultán Mahmud.
Y se detuvo bajo las ventanas del palacio, y apoyado en su bastón de derviche, se puso a reflexionar sobre la vida que pudiera llevar en aquella morada imponente el rey del país, y sobre el cortejo de preocupaciones, inquietudes y fastidios diversos en que debería estar sumido constantemente, sin contar su responsabilidad ante el Altísimo, que ve y juzga los actos de los reyes. Y se alegraba en el alma por haber tenido la idea de librarse de una vida tan pesada y tan complicada, y por haberla cambiado, merced a la revelación de su nacimiento, por una existencia de aire libre y libertad, sin tener por toda hacienda y por toda renta más que su camisa, su capote de lana y su báculo. Y sentía una gran serenidad que le refrescaba el alma y acababa de hacerle olvidar sus pasadas emociones.
En aquel preciso momento el sultán Mahmud, de vuelta de la caza, entraba en su palacio. Y atisbó al derviche apoyado en su báculo, sin ver lo que le rodeaba y con la mirada perdida en la contemplación de cosas lejanas. Y quedó conmovido por la apostura noble de aquel derviche y por su actitud distinguida y su aire distraído. Y se dijo: "¡Por Alah, he aquí el primer derviche que no tiende la mano al paso de los señores ricos! ¡Sin duda alguna debe ser su historia una singular historia!" Y despachó hacia él a uno de los señores de su séquito para que le invitase a entrar en el palacio, porque deseaba charlar con él. Y el derviche no pudo por menos de obedecer al ruego del sultán. Y aquello fué para él un segundo cambio de destino.
Y tras de descansar un poco de las fatigas de la caza, el sultán Mahmud hizo entrar al derviche a su presencia, y le recibió con afabilidad, y le preguntó con bondad por su estado, diciéndole: "La bienvenida sea contigo, ¡oh venerable derviche de Álah! ¡A juzgar por tu aspecto, debes ser hijo de los nobles Arabes del Hedjaz o del Yemen!" Y contestó el derviche: "Sólo Alah es noble, ¡oh mi señor! Yo no soy más que un pobre hombre, un mendigo". Y el sultán insistió: "¡No diré que no! Pero ¿cuál es el motivo de tu venida a este país y de tu presencia bajo los muros de este palacio, ¡oh derviche!? ¡Ciertamente, debe ser eso una historia asombrosa!" Y añadió: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh derviche bendito! cuéntame tu historia sin ocultarme nada!" Y al oír estas palabras del sultán, el derviche no pudo por menos de dejar escapar de sus ojos una lágrima, y le oprimió el corazón una emoción grande. Y contestó: "No te ocultaré nada de mi historia, señor, aunque sea para mí un recuerdo lleno de amargura y de dulzura. ¡Pero permíteme que no te la cuente en público!" Y el sultán Mahmud se levantó de su trono, descendió hasta donde estaba el derviche, y cogiéndole de la mano le condujo a una sala apartada, en donde se encerró con él. Luego le dijo: "Ya puedes hablar sin temor, ¡oh derviche!"
Entonces el antiguo sultán dijo, sentado en la alfombra frente al sultán Mahmud: "¡Alah es el más grande! ¡he aquí mi historia!" Y contó cuanto le había ocurrido, desde el principio hasta el fin, sin olvidar un detalle, y cómo había abdicado el trono y se había disfrazado de derviche para viajar y tratar de olvidar sus desdichas. Pero no hay utilidad en repetirlo.
Cuando el sultán Mahmud hubo oído las aventuras del presunto derviche, se arrojó a su cuello y le besó con efusión, y le dijo: "¡Gloria al que abate y eleva, humilla y honra con los decretos de Su sabiduría y de Su omnipotencia!" Luego añadió: "¡En verdad, ¡oh hermano mío! que tu historia es una gran historia y la enseñanza que encierra es una enseñanza grande! Te doy gracias, pues, por
haberme ennoblecido los oídos y enriquecido el entendimiento. El dolor, ¡oh hermano mío! es un fuego que purifica, y los reveses del tiempo curan los ojos ciegos de nacimiento".
Luego dijo: "Y ahora que la sabiduría ha elegido para domicilio tu corazón, y la virtud de la humanidad para con Alah te ha dado más títulos de nobleza que da a los hombres un milenio de dominación, ¿me será permitido expresar un deseo, ¡oh magno!?" Y el antiguo sultán dijo: "Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh rey magnánimo!" Y dijo el sultán Mahmud: "¡Quisiera ser amigo tuyo!"
Y tras de hablar así, abrazó de nuevo al antiguo sultán convertido en derviche, y le dijo: "¡Qué vida tan admirable va a ser la nuestra en lo sucesivo, ¡oh hermano mío! Saldremos juntos, entraremos juntos, y por la noche disfrazados, nos iremos a recorrer los diversos barrios de la ciudad para beneficiarnos moralmente con esos paseos. Y todo en este palacio te pertenecerá a medias con toda cordialidad. ¡Por favor, no me rechaces, porque la negativa es una de las formas de la mezquindad!".
Y cuando el sultán - derviche hubo aceptado con corazón conmovido la oferta amistosa, el sultán Mahmud añadió: "¡Oh hermano mío y amigo mío! Sabe a tu vez que también yo tengo en mi vida una historia. Y esta historia es tan asombrosa que, si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de lección saludable a quien la leyese con deferencia. ¡Y no quiero tardar más en contártela, con el fin de que desde el principio de nuestra amistad sepas quién soy y quién he sido!"
Y el sultán Mahmud, recopilando sus recuerdos, dijo al sultán-derviche, que ya era amigo suyo:
HISTORIA DEL MONO JOVENZUELO
"Has de saber, ¡oh hermano mío! que el comienzo de mi vida ha sido de todo punto semejante al fin de tu carrera, pues si tú empezaste por ser sultán para luego vestir los hábitos de derviche, a mí me ha sucedido precisamente lo contrario. Porque primero fui derviche, y el más pobre de los derviches, para llegar luego a ser rey y a sentarme en el trono del sultanato de Egipto.
He nacido, en efecto, de un padre muy pobre que ejercía por las calles el oficio de reguero. Y a diario llevaba a su espalda un odre de piel de cabra lleno de agua, y encorvado bajo su peso, regaba por delante de las tiendas y de las casas mediante un exiguo estipendio. Y yo mismo, cuando estuve en edad de trabajar, le ayudaba en su tarea, y llevaba a la espalda un odre de agua proporcionado a mis fuerzas, y aun más pesado de lo conveniente. Y cuando mi padre falleció en la misericordia de su Señor, me quedó por toda herencia, por toda sucesión y por todo bien, el odre grande de piel de cabra que servía para el riego. Y a fin de poder atender a mi subsistencia, me vi obligado a ejercer el oficio de mi padre, que era muy estimado por los mercaderes delante de cuyas tiendas regaba y por los porteros de los señores ricos.
Pero, ¡oh hermano mío! la espalda del hijo nunca es tan resistente como la de su padre, y pronto tuve que abandonar el trabajo penoso del riego para no fracturarme los huesos de la espalda o quedarme irremediablemente jorobado, de tanto como pesaba el enorme odre paterno. Y como no tenía bienes, ni rentas, ni olor siquiera de estas cosas, tuve que hacerme derviche mendigo y tender la mano a los transeúntes en el patio de las mezquitas y en los sitios públicos. Y cuando llegaba la noche me tendía cuan largo era a la entrada de la mezquita de mi barrio, y me dormía después de comerme la exigua ganancia del día, diciéndome, como todos los desdichados de mi especie: "¡El día de mañana, si Alah quiere, será más próspero que el de hoy!" Y tampoco olvidaba que todo hombre tiene fatalmente su hora sobre la tierra, y que la mía tenía que llegar, tarde o temprano, quisiera o no quisiera yo. Y por eso no dejaba de pensar en ella y la vigilaba como el perro en acecho vigila a la liebre.
Pero, entretanto, vivía la vida del pobre, en la indigencia y en la penuria, y sin conocer ninguno de los placeres de la existencia. Así es que la primera vez que tuve entre las manos cinco dracmas de plata, don inesperado de un generoso señor, a la puerta del cual había ido yo a mendigar el día de sus bodas, y me vi poseedor de aquella suma, me prometí agasajarme y pagarme algún placer delicado. Y apretando en mi mano los dichosos cinco dracmas, eché a correr hacia el zoco principal, mirando con mis ojos y olfateando con mi nariz por todos los lados para elegir lo que iba a comprar.
Y he aquí que de repente oí grandes carcajadas en el zoco...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 832ª NOCHE
Ella dijo:
...Y he aquí que de repente oí grandes carcajadas en el zoco, y vi una multitud de personas de cara satisfecha y bocas abiertas que se habían agrupado en torno a un hombre que llevaba de una cadena a un mono joven de trasero sonrosado. Y mientras andaba, aquel mono hacía con los ojos, con la cara y con las manos numerosas señas a los que le rodeaban, con el propósito evidente de divertirse a costa de ellos y de hacer que le dieran alfónsigos, garbanzos y avellanas.
Y yo, al ver aquel mono, me dije: "Ya Mahmud, ¿quién sabe si tu destino no está atado al cuello de ese mono? ¡Hete aquí ahora rico con cinco dracmas de plata que vas a gastarte, para dar gusto a tu vientre, de una vez o en dos veces o en tres veces a lo más! ¿No harías mejor, teniendo ese dinero, en comprar a su amo ese mono para hacerte exhibidor de monos y ganar con seguridad tu pan de cada día, en lugar de continuar llevando esta vida de mendicidad a la puerta de Alah?"
Y así pensando, me aproveché de un claro en la muchedumbre para acercarme al propietario dell mono, y le dije: "¿Quieres venderme ese mono con su cadena por tres dracmas de plata?" Y me contestó: "¡Me ha costado diez dracmas contantes y sonantes; pero, por ser para ti, te lo dejaré en ocho!" Yo dije: "¡Cuatro!" El dijo: "¡Siete! Yo dije: "¡Cuatro y medio!" El dijo: "¡Cinco, la última palabra! ¡Y ruego por el Profeta!"
Y contesté: `¡Con El las bendiciones, la plegaria y la paz de Alah! ¡Acepto el trato, y aquí tienes los cinco dracmas!" Y abriendo mis dedos, que tenían los cinco dracmas encerrados en el hueco de mi mano con más seguridad que en una arquilla de acero, le entregué la suma, que era todo mi haber y todo mi capital, y en cambio cogí el mono, y me le llevé de la cadena.
Pero entonces reflexioné que no tenía domicilio ni cobijo en que resguardarle, y no había ni que pensar en hacerle entrar conmigo en el patio de la mezquita donde habitaba al aire libre, porque me hubiese echado el guardián a vuelta de muchas injurias para mí y para mi mono. Y entonces me dirigí a una casa vieja en ruinas que no tenía en pie más que tres muros, y me instalé allí para pasar la noche con mi mono. Y el hambre empezaba a torturarme cruelmente, y a aquella hambre venía a sumarse el deseo reconcentrado de golosinas del zoco que no había podido satisfacer y que me sería imposible aplacar en adelante, pues la adquisición del mono me lo había llevado todo. Y mi perplejidad, extremada ya, se duplicaba entonces con la preocupación de alimentar a mi compañero, mi ganapán futuro. Y empezaba a arrepentirme de mi compra, cuando de pronto vi que mi mono daba una sacudida, haciendo varios movimientos singulares. Y en el mismo momento, sin que tuviese tiempo yo de darme cuenta de la cosa, vi, en lugar del repulsivo animal de trasero reluciente, a un jovenzuelo como la luna en su décimocuarto día. Y en mi vida había yo visto una criatura que pudiese compararse con él en hermosura, en gracias y en elegancia. Y erguido en una actitud encantadora, se dirigió a mí, con una voz dulce como el azúcar, diciendo: "¡Mahmud, acabas de gastar en comprarme los cinco dracmas de plata que eran todo tu capital y toda tu fortuna, y en este instante no sabes qué hacer para procurarte algún alimento que nos baste a mí y a ti!"
Y contesté: "Por Alah, que dices verdad, ¡Oh jovenzuelo! Pero ¿cómo es esto? ¿Y quién eres? ¿Y de dónde vienes? ¿Y qué quieres?" Y me dijo sonriendo: "Mahmud, no me hagas preguntas. Mejor será que tomes este dinar de oro y compres todo lo necesario para nuestro regalo. ¡Y sabe, Mahmud, que, en efecto, tu destino, como pensaste, está atado a mi cuello, y vengo a ti para traerte la buena suerte y la dicha!" Luego añadió: "¡Pero date prisa, Mahmud, a ir a comprar de comer porque tenemos mucha hambre tú y yo!" Y al punto ejecuté sus órdenes, y no tardamos en hacer una comida de calidad excelente, la primera de esta especie, para mí desde mi nacimiento. Y como ya iba muy avanzada la noche, nos acostamos uno junto a otro. Y al ver que, indudablemente, era él más delicado que yo, le tapé con mi viejo capote de lana de camello. Y se durmió muy apretado a
mí, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Y yo no me atrevía a hacer el menor movimiento por miedo a molestarle o a que creyera en tales o cuales intenciones por mi parte, y a verle entonces recobrar su forma prístina de mono con el trasero desollado. ¡Y por vida mía, que entre el contacto delicioso de aquel cuerpo de jovenzuelo y la piel de cabra de los odres que me habían servido de almohadas desde la cuna, verdaderamente había diferencia! Y me dormí a mi vez, pensando que dormía al lado de mi destino. Y bendije al Donador, que me lo otorgaba bajo su aspecto tan hermoso y seductor.
Al día siguiente el jovenzuelo, que hubo de levantarse más temprano que yo, me despertó y me dijo: "¡Mahmud! ¡Ya es tiempo, después de esta noche pasada de cualquier manera, de que vayas a alquilar en nuestro nombre un palacio que sea el más hermoso entre los palacios de esta ciudad! Y no temas que te falte dinero para comprar los muebles y tapices más caros y más preciosos que encuentres en el zoco". Y contesté con el oído y la obediencia y ejecuté sus órdenes sin pérdida de momento.
He aquí que, cuando estuvimos instalados en nuestra morada, que era la más espléndida de El Cairo, alquilada a su propietario mediante diez sacos de mil dinares de oro, el jovenzuelo me dijo: "¡Mahmud! ¿cómo no te da vergüenza acercarte a mí y vivir a mi lado, vestido de harapos como vas y con el cuerpo sirviendo de refugio a todas las variedades de pulgas y de piojos? ¿Y a qué esperas para ir al hammam a purificarte y a mejorar tu estado? Porque, respecto a dinero, tienes más que el que necesitarían los sultanes dueños de imperios. ¡Y en cuanto a ropa, sólo tienes que tornarte el trabajo de escoger!" Y contesté con el oído y la obediencia, y me apresuré a tomar un baño asombroso, y salí del hammam ligero, perfumado y embellecido.
Cuando el jovenzuelo me vió reaparecer ante él, transformado y vestido con ropas de la mayor riqueza, me contempló detenidamente y quedó satisfecho de mi apostura. Luego me dijo: "¡Mahmud! así es como quería verte. ¡Ven a sentarte ahora junto a mí!" Y me senté junto a él, pensando para mi ánima: "¡Vaya! ¡me parece que ha llegado el momento!" Y me dispuse a no rezagarme de ninguna manera ni por ningún estilo.
Y he aquí que, al cabo de un momento, el jovenzuelo me dió amigablemente en el hombro, y me dijo: "¡Mahmud!" Y contesté: "¡Ya sidi!" El me dijo: "¿Que te parecería que llegara a ser tu esposa una jovenzuela hija de rey más hermosa que la luna del mes de Ramadán?" Yo dije: "La tendría por muy bienvenida, ¡oh mi señor!" El dijo: "¡En ese caso, levántate, Mahmud, toma este paquete y ve a pedir en matrimonio su hija mayor al sultán de El Cairo! ¡Porque está escrita en tu destino ella! Y al verte comprenderá su padre que eres tú quien tiene que ser esposo de su hija. ¡Pero, al entrar, no te olvides de ofrecer al sultán, como presente, este paquete, después de las zalemas!" Y contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y sin vacilar un instante, pues que tal era mi destino, tomé conmigo un esclavo para que me llevara el paquete por el camino, y me presenté en el palacio del sultán.
Y al verme vestido con tanta magnificencia, los guardias de palacio y los eunucos me preguntaron respetuosamente qué deseaba. Y cuando se informaron de que yo deseaba hablar al sultán y llevaba un regalo para entregárselo en propia mano, no pusieron ninguna dificultad para hacer, en mi nombre, una petición de audiencia e introducirme a su presencia al punto. Y yo, sin perder la serenidad, como si toda mi vida hubiese sido comensal de reyes, dirigí la zalema al sultán con mucha deferencia, pero sin ridiculeces, y él me la devolvió con una actitud graciosa y benévola. Y tomé el paquete de manos del esclavo, y se lo ofrecí, diciendo: "¡Dígnate aceptar este modesto presente, ¡oh rey del tiempo! aunque no vaya por el camino de tus méritos, sino por el humilde sendero de mi incapacidad!" Y el sultán mandó a ver qué contenía. Y vió joyeles y atavíos y adornos de una magnificencia tan increíble como nunca hubo de verlos. Y maravillado, prorrumpió en exclamaciones referentes a la hermosura de aquel regalo, y me dijo: "¡Queda aceptado! Pero date prisa a manifestarme qué deseas y qué puedo darte en cambio. ¡Porque los reyes no deben quedarse atrás en liberalidades y atenciones!" Y sin esperar a más, contesté: "¡Oh rey del tiempo ¡mi deseo es llegar a ser conexo y pariente tuyo en tu hija mayor, esa perla escondida, esa flor en su cáliz, esa virgen sellada y esa dama oculta en sus velos!"
Cuando el sultán hubo oído mis palabras y comprendido mi demanda, me miró durante una hora de tiempo y me contestó: "¡No hay inconveniente!" Luego se encaró con su visir, y le dijo: "¿Qué te parece la demanda de este eminente señor? ¡En ciertos signos de su fisonomía conozco que viene enviado por el Destino para ser mi yerno!" Y contestó el visir interrogado: "¡Las palabras del rey están por encima de nuestra cabeza! Y no es el señor una conexión indigna de nuestro amo ni una parentela para rechazarla. ¡Nada más lejos de eso! ¡Pero acaso fuera mejor, no obstante este regalo, pedirle una prueba de su poderío y su capacidad!" Y el sultán le dijo: "¿Qué tengo que hacer para ello? Aconséjame, ¡oh visir!"
El aludido dijo: "Mi opinión ¡oh rey del tiempo! es que le enseñes el diamante más hermoso del tesoro y no le concedas en matrimonio tu hija la princesa más que con la condición de que, para presente de boda traiga un diamante del mismo valor".
Entonces yo, aunque estaba muy violentamente emocionado en mi interior por todo aquello, pregunté al sultán: "Si traigo una piedra que sea hermana de ésta y de todo punto igual, ¿me darás a la princesa?"
El me contestó: "Si realmente me traes una piedra idéntica a ésta, mi hija será tu esposa". Y examiné la piedra, la di vueltas en todos sentidos y la retuve en mi imaginación. Luego se la devolví al sultán y me despedí de él, pidiéndole permiso para volver al día siguiente.
Y cuando llegué a nuestro palacio me dijo el jovenzuelo: "¿Cómo va el asunto?" Y le puse al corriente de lo que había pasado, describiéndole la piedra como si la tuviese entre mis dedos. Y me dijo: "La cosa es fácil. Hoy, sin embargo, es tarde ya; pero mañana ¡inschalah! te daré diez diamantes exactamente iguales al que me has descrito ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la inañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 833ª NOCHE
Ella dijo:
"...Hoy, sin embargo, es tarde ya; pero mañana ¡inschalah! te daré diez diamantes exactamente iguales al que me has descrito".
Y, efectivamente, al día siguiente por la mañana el jovenzuelo salió al jardín del palacio, y al cabo de una hora me entregó los diez diamantes, todos exactamente iguales en hermosura al del sultán, tallados en forma de huevo de paloma y puros como el ojo del sol. Y fuí a presentárselos al sultán, diciéndole: "¡Oh mi señor! dispénsame la pequeñez. Pero no me ha parecido bien traer un solo diamante y he creído que debía traer diez. ¡Puedes escoger y tirar luego los que no te gusten". Y el sultán mandó al gran visir que abriera el cofrecillo de esmalte que guardaba aquellas piedras, y quedó maravillado de su brillo y de su hermosura, y muy sorprendido de ver que en realidad había diez, todos exactamente iguales al que poseía él.
Y cuando volvió de su asombro se encaró con el gran visir, y sin dirigirle la palabra le hizo con la mano un gesto que significaba: "¿Qué debo hacer?" Y el visir, de la misma manera, contestó con un gesto que quería decir: "¡Hay que concederle tu hija!"
Y al punto se dieron órdenes para que se hiciesen todos los preparativos de nuestro matrimonio. Y mandaron al kadí y a los testigos que escribieran el contrato de matrimonio acto seguido. Y cuando estuvo extendida esta acta legal me la entregaron, con arreglo al ceremonial de rigor. Y como yo había querido que asistiese a la ceremonia el jovenzuelo, a quien presenté al sultán como pariente cercano mío, me apresuré a enseñarle el contrato con el fin de que lo leyese por mí, ya que yo no sabía leer ni escribir. Y tras de leerlo en voz alta desde el principio hasta el fin, me lo devolvió, diciéndome: "Está conforme a lo establecido y acostumbrado. Y hete aquí casado legalmente con la hija del sultán".
Luego me llamó aparte y me dijo: "¡Bien está todo esto, Mahmud; pero ahora exijo de ti una promesa!" Y contesté: "¡Oh, por Alah! ¿qué promesa puedes pedirme mayor que la de darte mi vida, que ya te pertenece?" Y sonrió y me dijo: "¡Mahmud! No quiero que llegues a consumar el matrimonio mientras yo no te dé permiso para penetrar en ella. ¡Porque antes tengo que hacer una cosa!"
Y contesté: "¡Oír es obedecer!"
Así es que, cuando llegó la noche de la penetración, entré en el aposento de la hija del sultán. Pero, en vez de hacer lo que hacen los esposos en semejante caso, me senté lejos de ella, en un rincón, a pesar del deseo que me embargaba. Y me limité a mirarla desde lejos, detallando con mis ojos sus perfecciones. Y me conduje de tal suerte la segunda noche y la tercera noche, aunque cada mañana, como es costumbre, iba la madre de mi esposa a preguntarle cómo había pasado la noche, diciéndole: "¡Espero de Alah que no habrá habido contratiempos y que se habrá verificado la prueba de tu virginidad!"
Pero mi esposa contestaba: "¡No me ha hecho nada todavía!" Por tanto, a la mañana de la tercera noche la madre de mi esposa se afligió hasta el límite de la aflicción, y exclamó: "¡Oh, qué calamidad para nosotros! ¿por qué nos trata tu esposo de esta manera humillante y persiste en abstenerse de tu penetración? ¿Y qué van a pensar de esta conducta injuriosa nuestros parientes y nuestros esclavos? ¿Y no tendrán derecho a creer que esta abstención se debe a algún motivo inconfesable o a alguna razón tortuosa?" Y llena de inquietud, en la mañana del tercer día fué a contar la cosa al sultán, que dijo: "¡Si esta noche no le quita la doncellez le degollaré!"
Y esta noticia llegó a oídos de mi joven esposa, que fué a contármela.
Entonces no vacilé ya en poner al jovenzuelo al corriente de la situación. Y me dijo: "¡Mahmud, ha llegado el momento oportuno! Pero antes de quitarle la doncellez hay que tener en cuenta una condición, y es que, cuando estés solo con ella, le pidas un brazalete que lleva en el brazo derecho. Y lo cogerás y me lo traerás inmediatamente. Después de lo cual te está permitido llevar a cabo la penetración y complacer a su madre y a su padre".
Y contesté: "¡Escucho y obedezco!"
Y cuando me reuní con ella al llegar la noche, le dije: "Por Alah sobre ti, ¿tienes realmente deseo de que esta noche te dé yo gusto y alegría?" Y me contestó: "Ese deseo tengo en verdad"- Y añadí: "¡Dame, entonces, el brazalete que llevas en el brazo derecho!" Y exclamó ella: "Te lo daré; pero no sé qué podrá sobrevenir si abandono entre tus manos este brazalete, que es un amuleto que me dió mi nodriza cuando era yo muy niña". Y así diciendo, se lo quitó del brazo y me lo dió. Y al instante fui a entregárselo a mi amigo el jovenzuelo, que me dijo: "¡Esto es lo que necesitaba! Ahora puedes volver para ocuparte de la penetración".
Y me apresuré a regresar a la cámara nupcial para cumplir mi promesa concerniente a la toma de posesión y dar gusto con ello a todo el mundo.
Y he aquí que, a partir del momento en que penetré junto a mi esposa, que me esperaba completamente preparada en su lecho, ignoro ¡oh hermano mío! lo que me ocurrió. Todo lo que sé es que de pronto vi que mi habitación y mi palacio se derretían como ensueños, y me vi acostado al aire libre en medio de la casa en ruinas adonde había conducido al mono cuando efectué su adquisición. Y estaba despojado de mis ricas vestiduras y medio desnudo entre los andrajos de mi antigua miseria. Y reconocí mi vieja túnica llena de remiendos de telas de todos colores, y mi báculo de derviche mendigo, y mi turbante con tantos agujeros como una criba de mercader de granos.
Al ver aquello ¡oh hermano mío! no me di cuenta exacta de lo que significaba, y me pregunté: "Ya Mahmud, ¿estás en estado de vigilia o de sueño? ¿Sueñas o eres realmente Mahmud el derviche mendigo?" Y cuando acabé de recobrar el sentido me levanté y di una sacudida, como había visto hacer al mono la otra vez. Pero seguí siendo quien era, un pobre hijo de pobre y nada más.
Entonces, con el alma dolorida y el espíritu conturbado empecé a caminar sin rumbo, pensando en la inconcebible fatalidad que me había llevado a aquella situación. Y vagando de tal suerte, llegué a una calle poco frecuentada, en donde vi a un maghrebín del Barbar sentado en un alfombrín y teniendo ante sí una esterilla cubierta de papeles escritos y de diversos objetos adivinatorios.
Y yo, contento por aquel encuentro, me acerqué al maghrebín con objeto de que me sacara la suerte y me dijera mi horóscopo, y le dirigí una zalema que me devolvió. Y me senté en tierra con las piernas encogidas, me acurruqué frente a él y le rogué que consultara a lo Invisible con respecto a mí.
Entonces el maghrebín, tras de considerarme con ojos por donde pasaban hojas de cuchillo, exclamó: "¡Oh derviche! ¿eres tú quien ha sido víctima de una execrable fatalidad que te ha separado de tu esposa?" Y exclamé: "¡Ah, ualah! ¡ah ualah! ¡yo mismo soy!" El me dijo: "¡Oh pobre! el mono que compraste en cinco dracmas de plata, y que tan súbitamente se metamorfoseó en un jovenzuelo lleno de gracia y de belleza, no es un ser humano de entre los hijos de Adán, sino un genni de mala calidad. No se ha servido de ti más que para lograr sus fines. Porque has de saber que desde hace mucho tiempo está prendado apasionadamente de la hija del sultán, la misma con quien te ha hecho casarte. Pero como, a pesar de todo su poder, no conseguía acercarse a ella, porque llevaba ella un brazalete talismánico, se ha valido de ti para obtener el brazalete y adueñarse de la princesa impunemente. Pero espero no tardar mucho en destruir el poder peligroso de ese mal sujeto, que es uno de los genios adulterinos que se rebelaron contra la ley de nuestro señor Soleimán (¡con El la plegaria y la paz!) ".
Y tras hablar así, el maghrebín tomó una hoja de papel, trazó en ella caracteres complicados, y me la entregó diciendo: "¡Oh derviche! no dudes de la grandeza de tu destino, anímate y ve al paraje que voy a indicarte. Y allí esperarás a que pase una tropa de personajes, a quienes observarás con atención. ¡ Y cuando divises al que parece su jefe le entregarás este billete, y satisfará tus deseos!" Luego me dió las instrucciones necesarias para llegar al paraje de que se trataba, y añadió: "¡En cuanto a la remuneración que me debes, ya me lo darás cuando se cumpla tu destino!"
Entonces, después de dar gracias al maghrebín, cogí el billete y me puse en camino para el paraje que me había indicado. Y a tal fin, anduve toda la noche y todo el día siguiente y parte de la segunda noche. Y llegué entonces a una llanura desierta, donde por toda presencia no había más que el ojo invisible de Alah y la hierba silvestre. Y me senté y esperé con impaciencia lo que iba a ocurrir. Y escuché a mi alrededor como un vuelo de pájaros nocturnos que no veía. Y el escalofrío de la soledad empezaba a hacer temblar mi corazón, y el espanto de la noche llenaba mi alma. Y he aquí que de repente vislumbré a distancia gran número de antorchas que parecían caminar hacia mí ellas solas. Y pronto pude distinguir las manos que las llevaban; pero las personas a quienes pertenecían aquellas manos permanecían invisibles en el fondo de la noche, y no las veían mis ojos. Y de tal suerte pasaron por delante de mí de dos en dos un número infinito de antorchas llevadas por manos sin propietarios. Y por último, vi rodeado de gran número de luces a un rey en su trono, revestido de esplendor. Y llegado que fué delante de mi, me miró y me consideró, en tanto que mis rodillas se entrechocaban de terror, y me dijo: "¿Dónde está el billete de mi amigo el mahgrebín barbari?" Y tendí el billete, que desdobló él, mientras se detenía la procesión. Y gritó él a alguien que yo no veía: "¡Ya Atrasch, ven aquí!" Y al punto, saliendo de la sombra, avanzó un mensajero todo equipado, que besó la tierra entre las manos del rey. Y el rey le dijo: "¡Ve en seguida a El Cairo a encadenar al genni Fulano, y tráemele sin tardanza!" Y el mensajero obedeció y desapareció al instante.
Y he aquí que, al cabo de una hora, volvió con el jovenzuelo encadenado, que se había vuelto horrible de mirar y estaba desfigurado hasta dar asco. Y el rey le gritó: "¿Por qué ¡oh maldito! has quitado el bocado de la boca a este adamita? ¿Y por qué te has comido tú el bocado?" Y el otro contestó: "El bocado está intacto todavía, y yo soy quien le ha preparado". Y el rey dijo: "¡Es preciso que al instante devuelvas el brazalete talismánico a este hijo de Adán, pues de no hacerlo así tendrás que entendértelas conmigo!" Pero el genni, que era un cochino obstinado, contestó con altanería: "¡El brazalete lo tengo yo, y no lo tendrá nadie más!" Y así diciendo, abrió una boca como un horno, y echó en ella el brazalete, que desapareció dentro.
Al ver aquello, el rey nocturno alargó el brazo, e inclinándose, cogió al genni por la nuca, y dándole vueltas como a una honda, le lanzó contra tierra, gritándole: "¡Para que aprendas!" Y del golpe le dejó más ancho que largo. Luego mandó a una de las manos portadoras de antorchas que sacara el brazalete de dentro de aquel cuerpo sin vida y me lo devolviera. Lo cual fué ejecutado en el momento.
Y en cuanto estuvo entre mis dedos aquel brazalete, ¡oh hermano mío! el rey y todo su séquito...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 834ª NOCHE
Ella dijo:
. .. Y en cuanto estuvo entre mis dedos aquel brazalete, ¡oh hermano mío! el rey y todo su séquito de manos desaparecieron, y me encontré vestido con mis ricos trajes en medio de mi palacio, en el propio aposento de mi esposa. Y la hallé sumida en un sueño profundo. Pero en cuanto le puse el brazalete en el brazo se despertó y lanzó un grito de alegría al verme. Y como si nada hubiese pasado, me tendí junto a ella. Y lo demás es misterio de la fe musulmana, ¡oh hermano mío!
Y al día siguiente su padre y su madre llegaron al límite de la alegría al saber que yo había vuelto de mi ausencia, y se olvidaron de interrogarme sobre el particular, de tanto júbilo como les producía el saber que había quitado a su hija la virginidad. Y desde entonces vivimos todos en paz, concordia y armonía.
Y algún tiempo después de mi matrimonio, mi tío el sultán, padre de mi esposa, murió sin dejar hijo varón, y como yo estaba casado con su hija mayor, me legó su trono. Y llegué a ser lo que soy, ¡oh hermano mío! Y Alah es el más grande. ¡Y de El procedemos y a El volveremos!"
Y el sultán Mahmud, cuando hubo contado así su historia a su nuevo amigo el sultán-derviche, le vió extremadamente asombrado de una aventura tan singular, y le dijo: "No te asombres, ¡oh hermano mío! porque todo lo que está escrito ha de ocurrir, y nada es imposible para la voluntad de Quien lo ha creado todo. Y ahora que me he mostrado a ti con toda verdad, sin temor a desmerecer ante tus ojos al revelarte mi humilde origen, y precisamente para que mi ejemplo te sirva de consuelo y para que no te creas inferior a mí en rango y en valor individual, puedes ser amigo mío con toda tranquilidad; porque, después de lo que te he contado, nunca me creeré con derecho a enorgullecerme de mi posición ante ti, ¡oh hermano mío!" Luego añadió: "Y para que tu situación sea más regular, ¡oh hermano mío de origen y de rango! te nombro mi gran visir. ¡Y así serás mi brazo derecho y el consejero de mis actos; y no se hará nada en el reino sin intervención tuya y sin que tu experiencia lo haya aprobado de antemano!"
Y sin más tardanza, el sultán Mahmud convocó a los emires y a los grandes de su reino, e hizo reconocer al sultán-derviche como gran visir, y le puso por sí mismo un magnífico ropón de honor, y le confió el sello del reino.
Y el nuevo gran visir celebró diwán aquel día mismo, y así continuó en los días sucesivos, cumpliendo los deberes de su cargo con tal espíritu de justicia y de imparcialidad, que las gentes, advertidas de aquel nuevo estado de cosas, venían desde el fondo del país para reclamar sus decretos y entregarse a sus decisiones, tomándole por juez supremo en sus diferencias. Y ponía él tanta prudencia y moderación en sus juicios, que obtenía la gratitud y la aprobación de los mismos contra quienes pronunciaba sus sentencias. En cuanto a sus ratos de ocio, los pasaba en la intimidad del sultán, de quien se había convertido en compañero inseparable y amigo a toda prueba.
Un día, sintiéndose el sultán Mahmud con el espíritu deprimido, se apresuró a ir en busca de su amigo, y le dijo: "¡Oh hermano y visir mío! Hoy me pesa el corazón, y tengo deprimido el espíritu". Y el visir, que era el antiguo sultán de Arabia, contestó: "¡Oh rey del tiempo! En nosotros están alegrías y penas, y nuestro propio corazón es quien las segrega. Pero a menudo la contemplación de las cosas externas puede influir en nuestro humor. ¿Has ensayado hoy con tus ojos la contemplación de las cosas externas?" Y contestó el sultán: "¡Oh visir mío! He ensayado hoy con mis ojos la contemplación de las pedrerías de mi tesoro, y he tomado unos tras otros entre mis dedos los rubíes, las esmeraldas, los zafiros y las gemas de todas las series de colores, pero no me han incitado al placer, y mi alma ha seguido melancólica y encogido mi corazón. Y he entrado en mi harén luego, y he pasado revista a todas mis mujeres, las blancas, las morenas, las rubias, las cobrizas, las negras, las gordas y las finas; pero ninguna de ellas ha conseguido disipar mi tristeza. Y luego he visitado mis caballerizas, y he mirado mis caballos y mis yeguas y mis potros; pero con toda su hermosura no han podido alzar el velo que ennegrece el mundo ante mi vista. Y ahora, ¡oh visir mío lleno de sabiduría! vengo en busca tuya para que descubras un remedio a mi estado o me digas las palabras que curan".
Y contestó el visir: "¡Oh mi señor! ¿qué te parecería una visita al asilo de los locos, al maristán, que tantas veces quisimos ver juntos, sin haber ido todavía? Porque opino que los locos son personas dotadas de un entendimiento diferente al nuestro, y que hallan entre las cosas relaciones que los que no están locos no distinguen nunca, y que son visitados por el espíritu. ¡Y acaso esa visita levante la tristeza que pesa sobre tu alma y dilate tu pecho!" Y contestó el sultán: "¡Por Alah, ¡oh visir mío! vamos a visitar a los locos del maristán!"
Entonces el sultán y su visir, el antiguo sultán-derviche, salieron de palacio, sin llevar consigo ningún séquito, y anduvieron sin detenerse hasta el maristán, que era la casa de locos. Y entraron y la visitaron por entero; pero, con extremado asombro suyo, no encontraron allí más habitantes que el llavero mayor y los celadores; en cuanto a los locos, ni sombra ni olor de ellos había. Y el sultán preguntó al llavero mayor: "¿Dónde están los locos?" Y el interpelado contestó: "¡Por Alah, ¡oh mi señor! que desde hace un largo transcurso de tiempo no los tenemos ya, y el motivo de esta penuria reside sin duda en que se debilita la inteligencia en las criaturas de Alah!" Luego añadió: "A pesar de todo, ¡oh rey del tiempo! podemos enseñarte tres locos que están aquí desde hace cierto tiempo, y que nos fueron traídos, uno tras otro, por personas de alto rango, con prohibición de enseñárselos a quienquiera que fuese, pequeño o grande. ¡Pero para nuestro amo el sultán nada está oculto!" Y añadió: "Sin duda alguna son grandes sabios, porque se pasan el tiempo leyendo en los libros". Y llevó al sultán y al visir a un pabellón reservado, donde les introdujo para alejarse luego respetuosamente.
Y el sultán Mahmud y su visir vieron encadenados al muro tres jóvenes, uno de los cuales leía mientras los otros dos escuchaban atentamente. Y los tres eran hermosos, bien formados, y no ofrecían ningún aspecto de demencia o de locura. Y el sultán se encaró con su acompañante, y le dijo: "¡Por Alah, oh visir mío! que el caso de estos tres jóvenes debe ser un caso muy asombroso, y su historia una historia sorprendente!" Y se volvió hacia ellos, y les dijo: "¿Es realmente por causa de locura por lo que habéis sido encerrados en este maristán?"
Y contestaron: "No, por Alah; no somos ni locos ni dementes, ¡oh rey del tiempo! y ni siquiera somos idiotas o estúpidos. ¡Pero tan singulares son nuestras aventuras y tan extraordinarias nuestras historias, que si se grabaran con agujas en el ángulo de nuestros ojos serían una lección saludable para quienes se sintieran capaces de descifrarlas!" Y a estas palabras, el sultán y el visir se sentaron en tierra frente a los tres jóvenes encadenados, diciendo: "¡Nuestro oído está abierto, y pronto nuestro entendimiento!"
Entonces el primero, el que leía en el libro, dijo:
HISTORIA DEL PRIMER LOCO
"Mi oficio ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! era el de mercader en el zoco de sederías, como lo fueron antes que yo mi padre y mi abuelo. Y no vendía más mercancías que artículos indios de todas las especies y de todos los colores, pero siempre de precios muy elevados. Y vendía y compraba con mucho provecho y beneficio, según costumbre de los grandes mercaderes.
Un día estaba yo sentado en mi tienda, como era usual en mí, cuando acertó a pasar una dama vieja que me dió los buenos días y me gratificó con la zalema. Y al devolverle yo sus salutaciones y cumplimientos, se sentó ella en el borde de mi escaparate, y me interrogó, diciendo: "¡Oh mi señor! ¿tienes telas selectas originarias de la India?" Yo contesté: "¡Oh mi señora! en mi tienda tengo con qué satisfacerte". Y dijo ella: "¡Haz que me saquen una de esas telas para que la vea!" Y me levanté y saqué para ella del armario de reservas una pieza de tela india del mayor precio, y se la puse entre las manos. Y la cogió, y después de examinarla quedó muy satisfecha de su hermosura, y me dijo: "¡Oh mi señor! ¿cuánto vale esta tela?" Yo contesté: "Quinientos dinares". Y al punto sacó ella su bolsa y me contó los quinientos dinares de oro; luego cogió la pieza de tela y se marchó por su camino. Y de tal suerte ¡oh nuestro señor sultán! le vendí por aquella suma una mercancía que no me había costado más que ciento cincuenta dinares. Y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios.
Al siguiente día volvió a buscarme la vieja dama, y me pidió otra pieza, y me la pagó también a quinientos dinares, y se marchó a buen paso con su compra. Y de nuevo volvió al siguiente día para comprarme otra pieza de tela india, que pagó al contado; y durante quince días sucesivos ¡oh mi señor sultán! obró de tal suerte, compró y pagó con la misma regularidad. Y al décimosexto día la vi llegar como de ordinario y escoger una nueva pieza. Y se disponía a pagarme, cuando advirtió que había olvidado su bolsa, y me dijo: "¡Ya Khawaga! he debido olvidar mi bolsa en casa". Y contesté: "¡Ya setti! no corre prisa. ¡Si quieres traerme el dinero mañana, bienvenida seas; si no, bienvenida seas también!" Pero ella protestó, diciendo que nunca consentiría en tomar una mercancía que no había pagado, y yo, por mi parte, insistí varias veces: "¡Puedes llevártela por amistad y simpatía para tu cabeza!" Y entre nosotros tuvo lugar un torneo de mutua generosidad, ella rehusando y yo ofreciendo. Porque ¡oh mi señor! convenía que, después de beneficiarme tanto con ella, obrase yo tan cortésmente, y hasta estuviese dispuesto, en caso necesario, a darle de balde una o dos piezas de tela. Pero al fin dijo ella: "¡Ya Khawaga! veo que no vamos a entendernos nunca si continuamos de este modo. Así es que lo más sencillo sería que me hicieras el favor de acompañarme a casa para pagarte allí el importe de tu mercancía". Entonces, sin querer contrariarla, me levanté, cerré mi tienda y la seguí.
Y anduvimos, ella delante y yo diez pasos detrás de ella, hasta que llegamos a la entrada de la calle en que se hallaba su casa. Entonces se detuvo, y sacándose del seno un pañuelo, me dijo: "Es preciso que consientas en dejarte vendar los ojos con este pañuelo". Y yo, muy asombrado de aquella singularidad, le rogué cortésmente que me diera la razón de ello, Y me dijo: "Es porque en esta calle por donde vamos a pasar hay casas con las puertas abiertas y en cuyos vestíbulos están sentadas mujeres que tienen la cara descubierta; de suerte que tal vez se posara tu mirada en alguna de ellas, casada o doncella, y entonces podrías comprometer el corazón en un asunto de amor, y estarías atormentado toda tu vida; porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello, que seduciría al asceta más religioso. Y temo mucho por la paz de tu corazón. ..
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 835ª NOCHE
Ella dijo:
". . . porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello que seduciría al asceta más religioso. Y temo por la paz de tu corazón".
Y al escucharla pensé: "Por Alah, que es de buen consejo esta vieja". Y consentí en lo que me pedía. Entonces ella me vendó los ojos con el pañuelo, y me impidió así ver. Luego me cogió de la mano, y caminó conmigo hasta que llegamos ante una casa cuya puerta golpeó con la aldaba de hierro. Y nos abrieron desde dentro al instante. Y en cuanto entramos mi vieja conductora me quitó la venda, y advertí con sorpresa que me encontraba en una morada decorada y amueblada con todo el
lujo de los palacios de los reyes, y ¡por Alah! , oh nuestro señor sultán, que en mi vida había visto yo
nada parecido ni soñado cosa tan maravillosa.
En cuanto a la vieja, me rogó que la esperara en la habitación en que me hallaba, y que daba a una sala más hermosa aún y con galería. Y dejándome solo en aquella habitación, desde la cual podía yo ver cuanto pasaba en la otra, se marchó.
Y he aquí que, desde la puerta de la segunda sala, vi amontonadas negligentemente en un rincón todas las preciosas telas que había vendido yo a la vieja. Y al punto entraron dos jóvenes como dos lunas, cada una de las cuales llevaba un cubo lleno de agua de rosas. Y dejaron sus cubos en las baldosas de mármol blanco, y acercándose al montón de telas preciosas cogieron una al azar y la cortaron en dos pedazos, como hubiesen hecho con una rodilla de cocina. Cada una se dirigió luego hacia donde estaba su cubo, y remangándose hasta los sobacos metió el trozo de tela preciosa en el agua de rosas, y se puso a humedecer y a lavar las baldosas y a secarlas después con otros retales de mis telas preciosas para frotarlas y sacarles brillo por último con lo que quedaba de las piezas que habían costado quinientos dinares cada una. Y cuando aquellas jóvenes hubieron acabado el tal trabajo y el mármol quedó como la plata, cubrieron el suelo con tejidos tan hermosos que el producto de la venta de mi tienda entera no daría la suma necesaria para la adquisición del menos rico de ellos. Y sobre estos tejidos extendieron una alfombra de pelo de cabra almizclada y cojines rellenos de plumas de avestruz. Tras de lo cual llevaron cincuenta alfombrines de brocato de oro, y los colocaron ordenadamente alrededor de la alfombra central; después se retiraron.
Y he aquí que entraron, de dos en dos y cogidas de las manos, unas jóvenes, que fueron a situarse cada una ante uno de los alfombrines de brocato; y como eran cincuenta, se colocaron por orden ante sus alfombrines respectivos.
Y he aquí que, bajo un palio llevado por diez lunas de belleza, apareció a la puerta de la sala una joven tan deslumbradora en su blancura y con tanto brillo en sus ojos negros, que mis ojos se cerraron por sí mismos. Y cuando los abrí vi junto a mí a mi conductora, la vieja dama, que me invitaba a acompañarla para presentarme a la joven, que ya estaba perezosamente acostada en la alfombra central, en medio de las cincuenta jóvenes erguidas sobre los alfombrines de brocato. Pero
me alarmé mucho al verme convertido en blanco de las miradas de aquellos cincuenta y un pares de ojos negros, y me dije: "¡No hay poder ni recurso más que en Alah el Glorioso, el Altísimo! ¡Es evidente que desean mi muerte!"
Cuando estuve entre sus manos, la real joven me sonrió, me deseó la bienvenida y me invitó a sentarme junto a ella en la alfombra. Y muy confuso y azorado, me senté para obedecerla, y me dijo ella: "¡Oh joven! ¿qué opinas de mí y de mi belleza? ¿Crees que reúno condiciones para ser tu esposa?"
Al oír estas palabras contesté asombrado hasta el límite extremo del asombro: "¡Oh mi señora! ¿cómo me atrevería a creerme digno de tal favor? ¡En verdad que no estimo mi valer en tanto como para llegar a ser un esclavo, o menos todavía, entre tus manos!" Pero ella repuso: "No, por Alah, ¡oh joven! mis palabras no contienen ningún engaño, y nada de evasivo hay en mi lenguaje, que es sincero. ¡Respóndeme, pues, con toda sinceridad y ahuyenta todo temor de tu espíritu, porque mi corazón se desborda de amor por ti!"
Al oír estas palabras, ¡oh nuestro señor sultán! comprendí, a no dudar, que la joven tenía realmente intención de casarse conmigo, pero sin que me fuese posible adivinar por qué razón me había escogido entre millares de jóvenes y cómo me conocía. Y acabé por decirme: "¡Oh! lo inconcebible tiene la ventaja de no ocasionar pensamientos torturadores. No trates, pues, de comprenderlo y deja que las cosas sigan su curso". Y contesté: "¡Oh mi señora! si en realidad no hablas para que se rían de mí estas honorables jóvenes, acuérdate del proverbio que dice:
"¡Cuando la chapa está al rojo, está a punto para el martillo!"
Por otra parte, me parece que mi corazón está tan inflamado de deseo, que ya es hora de realizar nuestra unión. ¡Dime, pues, por tu vida, qué debo traerte como dote y la viudedad que debo señalarte!" Y contestó ella sonriendo: "Dote y viudedad están pagadas y no tienes que ocuparte de ello". Y añadió: "Puesto que ése es también tu deseo, voy al instante a enviar a buscar al kadí y a los testigos, a fin de que podamos unirnos sin dilación".
Y, efectivamente, ¡oh mi señor! no tardaron en llegar el kadí y los testigos. Y anudaron el nudo por la vía lícita. Y quedamos casados sin dilación. Y después de la ceremonia se marchó todo el mundo. Y me pregunté: "¡Oh! ¿estoy despierto o soñando?" Y aún me asombré más cuando ella mandó a sus hermosas esclavas que prepararan el hammam para mí y me condujeran allá. Y las jóvenes me hicieron entrar en una sala de baño perfumada con áloe de Comorín, y me confiaron a las bañeras, que me desnudaron, y me friccionaron y me dieron un baño que me dejó más ligero que los pájaros. Después vertieron encima de mi los perfumes más exquisitos, me cubrieron con un rico atavío y me presentaron refrescos y sorbetes de toda especie. Tras de lo cual me hicieron dejar el hammam y me condujeron al aposento íntimo de mi reciente esposa, que me esperaba ataviada sólo
con su belleza.
Y al punto vino ella a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor asombroso. Y yo ¡oh mi señor! sentí que mi alma se albergaba por entero donde tú sabes, y di cima a la obra para la que había sido requerido y a la tarea que se me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible, y abatí lo que estaba por abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé lo que pude y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté, y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán! que aquella noche Quien tú sabes fué realmente el valiente a quien llaman el cordero, el herrero, el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el agujereador, el frotador, el irresistible, el báculo del derviche, la herramienta prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre del turbante, el padre de cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo ¡oh mi señor sultán! que aquella noche cada remoquete fué acompañado de su explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la noche y teníamos que levantarnos para la plegaria de la mañana.
Y continuamos viviendo juntos de tal suerte ¡oh rey del tiempo! durante veinte noches consecutivas, en el límite de la embriaguez y de la felicidad. Y al cabo de este tiempo vino a ofrecerse a mi memoria el recuerdo de mi madre, y dije a mi esposa la joven: "¡Ya setti! hace mucho tiempo que estoy ausente de casa, y mi madre, que no tiene noticias mías, debe sentir gran inquietud por mí. Además, los negocios de mi comercio han debido sufrir quebranto con haber estado cerrada mi tienda todos estos días pasados".
Y me contestó ella: "¡No te apures por eso! De buena gana consiento en que vayas a ver a tu madre y a tranquilizarla. Y hasta puedes ir allá a diario y ocuparte de tus negocios, si eso te gusta; pero exijo que te conduzca y te traiga aquí siempre la vieja dama". Y contesté: "¡No hay inconveniente!"
En vista de lo cual, fué la vieja, me puso un pañuelo a los ojos, me condujo al sitio donde me había vendado los ojos la vez primera, y me dijo: "Vuelve aquí esta noche a la hora de la plegaria y me hallarás en este mismo sitio para conducirte a casa de tu esposa". Y dichas estas palabras me quitó la venda y me dejó.
Y me apresuré a correr a mi casa, en donde encontré a mi madre sumida en la desolación y bañada en lágrimas de desesperación, dedicándose a coser ropas de luto. Y en cuanto me vió se abalanzó a mí y me estrechó en sus brazos, llorando de alegría; y le dije: "No llores, ¡oh madre mía! y refresca tus ojos, porque esta ausencia me ha llevado a disfrutar una felicidad a que nunca me hubiera atrevido a aspirar". Y la enteré de mi dichosa aventura, y exclamó ella en un transporte: "Pluguiera a Alah protegerte y resguardarte, ¡oh hijo mío! Pero prométeme que vendrás a visitarme a diario, pues mi ternura necesita ser pagada con tu afecto". Y no me negué a prometérselo, ya que mi esposa me había dejado en libertad de salir. Tras de lo cual invertí el resto de la jornada en mis negocios de venta y compra en la tienda del zoco, y cuando llegó la hora, regresé al lugar indicado, donde encontré a la vieja, que me vendó los ojos como de ordinario, y me condujo al palacio de mi esposa, diciéndome: "¡Más te vale esto; pues, como te he dicho ya, hijo mío, en esta calle hay una porción de mujeres, casadas y doncellas, que están sentadas en el portal de su casa y que no tienen más que un deseo todas y es aspirar el amor que pasa como se absorbe el aire y como se bebe el agua corriente! ¿Y qué sería de tu corazón si cayeras en sus redes?"
Al llegar al palacio en que yo habitaba a la sazón, mi esposa me recibió con transportes indecibles, y yo respondí como el yunque responde al martillo. Y mi gallo sin cresta ni voz no le anduvo a la zaga a aquella gallina apetitosa y no amenguó su reputación de valiente agujereador, pues, por Alah, ¡oh mi señor! el cordero no dió aquella noche menos de treinta topetazos a aquella oveja batalladora, y no cesó la lucha hasta que su contrincante hubo pedido gracia, dándose por vencida.
Y durante tres meses continué viviendo aquella vida tan activa, llena de combates nocturnos, de batallas matinales y de asaltos diurnos. Y en mi interior me maravillaba todos los días de mi suerte, diciéndome: "¡Qué suerte la mía que me ha hecho entablar conocimiento con esta ardiente jovenzuela y me la ha dado por esposa! ¡Y qué destino tan asombroso el que, al mismo tiempo que este rollo de manteca fresca, me ha deparado un palacio y riquezas como no las poseen los reyes!" Y no se pasaba día sin que me sintiese tentado de informarme, por las esclavas, del nombre y calidad de la que se había casado conmigo sin conocerla yo y sin saber de quién era hija o pariente. Pero un día entre los días, encontrándome a solas con una joven negra de entre las esclavas negras
de mi esposa, le pregunté acerca del particular, diciéndole: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh joven bendita! ¡oh blanca por dentro! dime lo que sepas con respecto a tu señora, y guardaré profundamente tus palabras en el rincón más oscuro de mi memoria!" Y temblando de miedo me contestó la joven negra: "¡Oh mi señor! la historia de mi señora es una cosa de lo más extraordinaria: pero temo, si te la revelo, ser condenada a muerte sin remisión ni dilación. Todo lo que puedo decirte es que ella se ha fijado en ti un día en el zoco, y te ha escogido por puro amor". Y no pude sacarle más que estas palabras. Y como insistiera yo, hasta me amenazó con ir a contar a su señora mi tentativa de provocación a las palabras indiscretas. Entonces la dejé irse por su camino, y me volví al lado de mi esposa para emprender una escaramuza sin importancia.
Y transcurría mi vida de tal suerte, entre placeres violentos y torneos de amor, cuando una siesta, estando yo en mi tienda, con permiso de mi esposa, al echar una mirada a la calle divisé a una joven tapada con el velo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 836ª NOCHE
Ella dijo:
... Y transcurría mi vida de tal suerte, entre placeres violentos y torneos de amor, cuando una siesta, estando yo en mi tienda, con permiso de mi esposa, al echar una mirada a la calle divisé a una joven tapada con el velo, que avanzaba hacia mí de manera ostensible. Y cuando llegó delante de mi tienda me dirigió la más graciosa zalema, y me dijo: "¡Oh mi señor! mira este gallo de oro adornado de diamantes y de piedras preciosas, que he ofrecido en vano, por el precio de coste, a todos los mercaderes del zoco. Pero son gentes sin gusto ni delicadeza de apreciación, pues me han contestado que una joya así no es de fácil venta y que no podrían colocarla ventajosamente. ¡Por eso vengo a ofrecértela a ti, que eres hombre de gusto, por el precio que quieras ofrecerme tú mismo!"
Y contesté: "Tampoco yo tengo ninguna necesidad de este joyel. Pero, para darte gusto, te ofreceré por él cien dinares, ni uno más ni uno menos". Y contestó la joven: "Tómalo. pues, y que sea para ti una compra ventajosa!" Y aunque realmente no tenía yo el menor deseo de adquirir aquel gallo de oro, pensé, no obstante, que aquella figura le gustaría a mi esposa por recordarle mis cualidades fundamentales, y fui a mi armario y cogí los cien dinares de trato. Pero cuando quise ofrecérselos a la joven, los rehusó ella, diciéndome: "En verdad que no tienen ninguna utilidad para mí, y no deseo otro pago que el derecho de darte un solo beso en la mejilla. Y éste es mi único deseo, ¡oh joven!" Y me dije para mí: "¡Por Alah, que un solo beso en mi mejilla por una alhaja que vale más de mil dinares de oro es un precio tan singular como barato!" Y no vacilé en dar mi consentimiento.
Entonces la joven ¡oh mi señor! avanzó hacia mí, y levantándose el velillo del rostro me dió un beso en la mejilla -¡ojalá le resultase delicioso!-; pero al mismo tiempo, como si se le hubiese abierto el apetito al probar mi piel, clavó en mi carne sus dientes de tigre joven, y me dió un mordisco cuya cicatriz tengo todavía. Luego se alejó riendo con risa de satisfacción, mientras yo me limpiaba la sangre que corría por mi mejilla. Y pensé: "¡Tu caso ¡oh! es un caso sorprendente! ¡Y pronto verás cómo todas las mujeres del zoco vienen a pedirte, quién una muestra de tu mejilla, quién una muestra de tu mentón, quién una muestra de lo que tú sabes, y quizás valga más, en ese caso, arrinconar tus mercancías para no vender ya más que pedazos de ti mismo!"
Y llegada que fué la noche, medio risueño, medio furioso, salí al encuentro de la vieja, que me esperaba, como de ordinario, en la esquina de nuestra calle, y que, después de haberme puesto una venda en los ojos, me condujo al palacio de mi esposa. Y por el camino la oí que refunfuñaba entre dientes palabras confusas que me parecieron amenazas; pero pensé: "¡Las viejas son personas a quienes gusta gruñir y que pasan sus viejos días decrépitos murmurando de todo y chocheando!"
Al entrar en casa de mi esposa la encontré sentada en la sala de recepción, con los párpados contraídos y vestida de pies a cabeza de color rojo escarlata, como el que llevan los reyes en sus horas de ira. Y tenía el continente agresivo y el rostro revestido de palidez. Y al ver aquello dije para mí: "¡Oh Conservador, resguárdame!" Y sin saber a qué atribuir aquella actitud hostil, me acerqué a mi esposa, quien, en contra de su costumbre, no se había levantado para recibirme y me volvía la cabeza; y ofreciéndole el gallo de oro que acababa de adquirir, le dije: "¡Oh mi señora! acepta este precioso gallo, que es un objeto verdaderamente admirable, y que es curioso mirar; porque le he comprado para que te recrees con él". Pero al oír estas palabras se oscureció su frente y sus ojos se entenebrecieron, y antes de que yo tuviese tiempo de evadirme, recibí una bofetada tan terrible que me hizo girar como un trompo y por poco me rompe la mandíbula izquierda. Y me gritó: "¡Oh perro hijo de perro! si realmente has comprado este gallo, ¿a qué obedece ese mordisco que tienes en la mejilla?"
Y yo, aniquilado por la sacudida del violento bofetón, me sentí en peligro, y tuve que hacer grandes esfuerzos sobre mí mismo para no caerme cuan largo era. Pero aquello no era más que el principio, ¡oh mi señor! no era ¡ay! más que el principio del principio. Porque vi que a una seña de mi esposa, se abrían los cortinajes del fondo y entraban cuatro esclavas conducidas por la vieja. Y llevaban el cuerpo de una joven con la cabeza cortada y colocada en medio de su cuerpo. Y al instante reconocí en aquella cabeza la de la joven que me había dado la alhaja a cambio de un mordisco. Y la vista de aquella acabó de derretirme, y rodé por el suelo sin conocimiento. Cuando volví en mí, ¡oh señor sultán! me vi encadenado en este maristán. Y los celadores me enteraron de que me había vuelto loco. Y no me dijeron nada más.
Y tal es la historia de mi presunta locura y de mi encarcelamiento en esta casa de locos. Y Alah es quien os envía a ambos, ¡oh mi señor sultán! y tú, ¡oh prudente y juicioso visir! para sacarme de aquí. Y por la lógica o la incoherencia de mis palabras podréis juzgar si realmente estoy poseído por el espíritu, o si estoy siquiera atacado de delirio, de manía o de idiotez, o si estoy, en fin, sano de entendimiento".
Cuando el sultán y su visir, que era el antiguo sultán-derviche adulterino, oyeron la historia del joven, quedaron pensativos, con la frente baja y los ojos fijos en el suelo durante una hora de tiempo. Tras de lo cual el sultán fué el primero que levantó la cabeza, y dijo a su acompañante: "¡Oh visir mío! por la verdad de Quien me hizo gobernante de este reino, juro que no tendré reposo y no comeré ni beberé sin haber dado con la joven que se casó con este joven. Apresúrate, pues, a decirme qué tenemos que hacer para ello". Y contestó el visir: "¡Oh rey del tiempo! es preciso que nos llevemos sin tardanza a este joven, abandonando momentáneamente a los otros dos jóvenes encadenados, y que recorramos con él las calles de la ciudad de oriente a occidente y de derecha a izquierda, hasta que encuentre él la entrada de la calle en donde la vieja acostumbraba a vendarle los ojos. Y entonces le vendaremos los ojos, y se acordará él del número de pasos que daba en compañía de la vieja, y de tal suerte nos hará llegar ante la puerta de la casa, a la entrada de la cual le quitaban la venda. Y allá nos iluminará Alah acerca de la conducta que debemos observar en tan delicado asunto".
Y dijo el sultán: "Sea conforme a tu consejo, ¡oh visir mío lleno de sagacidad!" Y se levantaron ambos al instante, hicieron caer las cadenas del joven y se le llevaron fuera del maristán. Y todo sucedió según las previsiones del visir. Porque, después de recorrer gran número de calles de diversos barrios, acabaron por llegar a la entrada de la calle consabida, la cual reconoció sin dificultad el joven. Y con los ojos vendados como otras veces, supo calcular los pasos, e hizo que se parasen ante un palacio cuya vista sumió al sultán en la consternación. Y exclamó: "Alejado sea el Maligno, ¡oh visir mío! Este palacio está habitado por una esposa entre las esposas del antiguo sultán de El Cairo, el que me ha legado el trono a falta de hijos varones en su posteridad. ¡Y esta esposa del antiguo sultán, padre de mi mujer, habita aquí con su hija, que indudablemente será la joven que se ha casado con este joven! Alah es el más grande, ¡oh visir! ¡Por lo visto, está escrito en el destino de todas las hijas de reyes que se casen con cualquiera, como nosotros mismos lo hemos sido! ¡Los decretos del Retribuidor siempre están justificados; pero ignoramos los motivos a que obedecen!" Y añadió: "Apresurémonos a entrar para saber la continuación de este asunto". Y llamaron en la puerta con la aldaba de hierro, que hubo de resonar. Y dijo el joven: "¡Bien recuerdo este sonido!" Y al punto abrieron la puerta unos eunucos, que se quedaron absortos al reconocer al sultán, al gran visir y al joven, esposo de su señora...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente
Y CUANDO LLEGO LA 837* NOCHE
Ella dijo:
. . . Y llamaron con la aldaba de hierro, y al punto abrieron la puerta unos eunucos, que se quedaron absortos al reconocer al sultán, al gran visir y al joven, esposo de la joven. Y uno de ellos echó a correr para prevenir a su señora de la llegada del soberano y de sus acompañantes.
Entonces la joven se engalanó y arregló y salió del harén, y fué a la sala de recepción para rendir sus homenajes al sultán, esposo de su hermana de padre, pero no de madre, y besarle la mano. Y el sultán la reconoció, efectivamente, e hizo un signo de inteligencia a su visir. Luego dijo a la princesa: "¡Oh hija del tío! Alah me libre de hacerte reproches por tu conducta, pues el pasado pertenece al Dueño del cielo, y sólo el presente nos pertenece. Por eso deseo al presente que te reconcilies con este joven, esposo tuyo, que es un joven que posee preciosas cualidades fundamentales y que, sin guardarte rencor ninguno, no pide más que volver a tu gracia. Por otra parte, te juro por los méritos de mi difunto tío el sultán, tu padre, que tu esposo no ha cometido falta grave contra el pudor conyugal. ¡Y ya ha expiado bien duramente la debilidad de un momento!" Y contestó la joven: "Los deseos de nuestro señor sultán son órdenes y están por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos". Y el sultán se alegró mucho de aquella solución, y dijo: "Siendo así, ¡oh hija del tío! nombro a tu esposo mi primer chambelán. Y en adelante será mi comensal y mi compañero de copa. Y le enviaré a ti esta misma noche, a fin de que realicéis ambos, sin testigos molestos, la reconciliación prometida. ¡Pero permíteme que por el momento me le lleve, porque tenemos que escuchar juntos las historias de sus dos compañeros de cadena!" Y se retiró, añadiendo: "Desde luego, queda convenido entre vosotros dos que en lo sucesivo le dejarás ir y venir libremente, sin venda en los ojos, y por su parte promete él que jamás, bajo ningún pretexto, se dejará besar por una mujer, sea casada o doncella".
"Y éste es ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- el final de la historia que contó al sultán y a su visir el primer joven, el que leía el libro en el maristán. ¡Pero en cuanto al segundo joven, uno de los dos que escuchaban la lectura, he aquí lo referente a él!"
Cuando el sultán, así como el visir y el nuevo chambelán, estuvieron de vuelta en el maristán, se sentaron en tierra frente al segundo joven, diciendo: "Ahora te toca a ti". Y el segundo joven dijo:
HISTORIA DEL SEGUNDO LOCO
"¡Oh nuestro señor sultán, y tú, juicioso visir, y tú, antiguo compañero mío de cadena! Sabed que el motivo de mi encarcelamiento en este maristán es todavía más sorprendente que el que conocéis ya, porque si este compañero mío fué encerrado como loco sin estarlo, fué por culpa suya y a causa de su credulidad y confianza en sí mismo. ¡Pero si yo he pecado ha sido precisamente por el exceso contrario, como vais a ver, siempre que queráis permitirme proceder con orden!" Y el sultán y su visir y su nuevo chambelán, que era el antiguo loco primero, contestaron de común acuerdo: "¡Desde luego!" Y el visir añadió: "Por cierto que, cuando más orden pongas en tu relato quedaremos mejor dispuestos para considerar que estás comprendido injustamente en el número de los locos y los dementes".
Y el joven comenzó su historia en estos términos:
"Sabed, pues, ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! que también yo soy un mercader hijo de mercader, y que antes de que me arrojasen a este maristán tenía en el zoco una tienda, donde vendía brazaletes y adornos de todas clases a las mujeres de los señores ricos. Y en la época en que comienza esta historia no tenía yo más que dieciséis años de edad, y ya estaba reputado en el zoco por mi gravedad, mi honestidad, mi cabeza pesada y mi seriedad con los negocios. Y nunca trataba yo de entablar conversación con las damas clientes mías; y no les decía más que las palabras precisas para ultimar los tratos. Y además practicaba los preceptos del Libro, y nunca levantaba los ojos para mirar a una mujer entre las hijas de los musulmanes. Y los mercaderes me citaban como ejemplo a sus hijos cuando les llevaban consigo por primera vez al zoco. Y más de una madre se había ya puesto al habla con mi madre, pensando en mí para algún matrimonio honorable. Pero mi madre se reservaba la respuesta para mejor ocasión, y eludía la cuestión, pretextando mi poca edad y mi calidad de hijo único y mi temperamento delicado.
Un día estaba yo sentado ante mi libro de cuentas y repasaba el contenido, cuando vi entrar en mi tienda una remilgada negrita, que, después de saludarme con respeto, me dijo: "¿Es ésta la tienda del señor mercader Fulano?" y yo dije: "¡Esta es, en verdad!" Entonces ella, con precauciones infinitas y mirando prudentemente a derecha y a izquierda con sus ojos de negra, se sacó del seno un billetito, que me tendió, diciendo: "Esto de parte de mi señora. Y aguarda el favor de una respuesta". Y entregándome el papel se mantuvo a distancia en espera de mi contestación.
Y yo, después de desdoblar el billete, lo leí, y me encontré con que contenía una oda escrita en versos inflamados en loor y honor míos. Y los versos finales formaban con su trama el nombre de la que se decía enamorada de mí.
Entonces, ¡oh mi señor sultán! me mostré extremadamente enfadado por aquella audacia, y estimé que era un atentado grave a mi buena conducta, o acaso una tentativa para arrastrarme a alguna aventura peligrosa o complicada. Y cogí aquella declaración, y la rompí, y la pisotée. Luego avancé hacia la negrita, y la cogí de una oreja, y le administré algunos bofetones y algunos torniscones bien dados. Y rematé el correctivo dándole un puntapié que la hizo rodar fuera de mi tienda. Y la escupí en el rostro muy ostensiblemente, con objeto de que viesen mi acción todos mis vecinos y no pudiesen dudar de mi honradez y de mi virtud, y le grité: "¡Ah! ¡hija de los mil cornudos de la impudicia, ve a contar todo eso a tu señora, la hija de alcahuetes!" Y al ver aquello todos mis vecinos murmuraron entre sí con admiración; y uno de ellos me mostró con el dedo a su hijo, diciéndole: "¡Caiga la bendición de Alah sobre la cabeza de este joven virtuoso! ¡Ojalá ¡oh hijo mío! llegaras tú a saber a su edad rechazar las ofertas de las malignas y los perversos que acechan a los jóvenes hermosos!"
Y he aquí ¡oh señores míos! lo que hice a los dieciséis años. Y sólo ahora es cuando veo con lucidez todo lo que mi conducta tuvo de grosera, desprovista de discernimiento, llena de estúpida vanidad y de amor propio fuera de lugar, hipócrita, cobarde y brutal. Y aunque más tarde hube de experimentar sinsabores, como consecuencia de aquella tontería, considero que merecí más aún, y que esta cadena, que actualmente llevo al cuello por un motivo distinto en absoluto, debió serme infligida a raíz de aquel primer acto insensato. Pero, de todos modos, no quiero confundir el mes de Chabán con el mes de Ramadán, y continúo procediendo con orden en el relato de mi historia.
Pues bien, ¡oh mis señores! tras de aquel incidente transcurrieron días y meses, y me convertí en todo un hombre. Y hube de conocer a las mujeres y todo lo consiguiente, aunque era soltero; y sentía que había llegado en realidad el momento de elegir una joven que fuese mi esposa ante Alah y madre de mis hijos. Por cierto que había de quedar bien servido, como vais a oír. Pero no anticiparé nada, y procederé con orden.
En efecto, una siesta vi acercarse a mi tienda, entre cinco o seis esclavas blancas que la servían de cortejo, a una joven de amor, ataviada con las alhajas más preciosas, las manos teñidas de henné y las trenzas de sus cabellos flotando sobre sus hombros, que avanzó con gracia, contoneándose con nobleza y coquetería...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 838ª NOCHE
Ella dijo:
. .. a una joven de amor, ataviada con las alhajas más preciosas, las manos teñidas de henné y las trenzas de sus cabellos flotando sobre sus hombros, que avanzó con gracia, contoneándose con nobleza y coquetería. Y como una reina, entró en mi tienda, seguida de sus esclavas, y se sentó después de favorecerme con una zalema graciosa. Y me dijo ¡Oh joven! ¿tienes un buen surtido de adornos de oro y plata?" Y contesté: "¡Oh mi señora! ¡los tengo de todas las especies posibles y de las demás!" Entonces me pidió que le enseñara anillos de oro para los tobillos. Y le llevé lo más hermoso y más pesado que tenía en anillos de oro para los tobillos. Y les echó una mirada distraída y me dijo: "¡Pruébamelos!" Y al punto se bajó una de sus esclavas y levantándole la orla de su traje de seda descubrió ante mis ojos el tobillo más fino y más blanco que salió de los dedos del Creador. Y le probé los anillos; pero no pude encontrar en mi tienda ninguno bastante estrecho para la finura de sus piernas moldeadas en el molde de la perfección. Y al ver mi azoramiento ella sonrió y dijo: "No te importe, ¡oh joven! Ya te tomaré otra cosa. Pero el caso es que me habían dicho en mi casa que yo tenía las piernas de elefante. ¿Es verdad eso?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti y sobre la perfección de tus tobillos, ¡oh mi señora! ¡Al verlos se moriría de envidia la gacela!" Entonces me dijo ella: "¡Enséñame brazaletes!" Y con los ojos llenos todavía de la visión de sus tobillos adorables y de sus piernas de perdición, busqué lo más fino y más estrecho que tenía en brazaletes de oro y de esmalte, y se lo traje. Pero me dijo ella: "Pruébamelos tú mismo. Estoy
muy cansada hoy".
Y al punto se precipitó una de sus esclavas a alzar las mangas de su señora. Y a mis ojos apareció un brazo ¡ay! ¡ay! como un cuello de cisne, más blanco y más liso que el cristal y rematado por una muñeca y una mano y unos dedos ¡ay! ¡ay! de azúcar cande, ¡oh mi señor! de dátiles confitados, una alegría para el alma, una delicia, una pura delicia suprema. E inclinándome, probé mis brazaletes en aquel brazo milagroso. Pero los más estrechos, los confeccionados para manos de niño, bailaban vergonzosamente en sus finas muñecas transparentes; y me apresuré a retirarlos, temeroso de que su contacto lastimase aquella piel cándida. Y sonrió ella de nuevo al ver mi confusión, y me dijo: "¿Qué has visto, ¡oh joven!? ¿Soy manca, o acaso tengo manos de pato, o quizá un brazo de hipopótamo?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre la redondez de tu brazo blanco, y sobre la forma de tus dedos de hurí, ¡oh mi señora!" Y me dijo ella: "¿Verdad que sí? Pues, sin embargo, en casa me afirmaron lo contrario con frecuencia".
Luego añadió: "Enséñame collares y colgantes de oro". Y tambaleándome sin haber probado el vino, me apresuré a mostrarle lo más rico y ligero que tenía yo en collares y colgantes de oro.
Y al punto, con religioso cuidado, una de sus esclavas descubrió, al mismo tiempo que el cuello de su ama, parte de su pecho. Y los dos senos, ¡ah! ¡ah! los dos a la vez, ¡oh mi señor! los dos pechitos de marfil rosa, aparecieron redondos y erguidos sobre la nieve deslumbradora del pecho; y se dirían colgados del cuello de mármol puro, como dos hermosos niños gemelos colgados al cuello de su madre. Y al ver aquello no pude por menos de gritar, volviendo la cabeza: "¡Tapa, tapa! ¡Que Alah corra sus velos!"
Y me dijo ella: "¿Es que no vas a probarme los collares y colgantes? ¡Pero no te importe! Ya te tomaré otra cosa. Sin embargo, dime antes si soy deforme, o tetuda como la hembra del búfalo, y negra y velluda. ¿0 acaso estoy tan flaca y seca como un pescado salado, y tan lisa como el banco de un carpintero?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre tus carnes ocultas, y sobre tus frutos ocultos, y sobre toda tu hermosura oculta, ¡oh mi señora!" Y dijo ella: "¿Entonces me han engañado los que me afirmaron a menudo que no podía encontrarse nada más feo que mis formas ocultas?" Y añadió: "Está bien; pero ya que no te atreves ¡oh joven! a probarme estos collares de oro y estos colgantes, ¿podrías, al menos, probarme cinturones?"
Y luego de traerle lo más flexible y ligero que tenía en cinturones de filigrana de oro, los puse a sus pies discretamente. Pero me dijo ella: "¡No, no! ¡por Alah, pruébamelos tú mismo!" Y yo ¡oh mi señor sultán! tuve que responder con el oído y la obediencia, y adivinando de antemano cuál sería la finura de aquella gacela, escogí el cinturón más pequeño y más estrecho, y por encima de sus trajes y velos se lo ceñí al talle. Pero aquel cinturón, confeccionado de encargo para una princesa niña, resultaba muy ancho para aquel talle tan fino que no proyectaba sombra en el suelo, y tan derecho que habría causado la desesperación de un escriba de la letra alef, y tan flexible que habría hecho secarse de despecho al árbol ban, y tan tierno que habría hecho derretirse de envidia a un rollo de manteca fina, y tan gracioso que habría puesto en fuga, avergonzado, a un tierno pavo real, y tan ondulante que habría hecho perderse al tallo del bambú. Y al ver que no lograba mi propósito, me quedé muy perplejo y no supe cómo excusarme.
Pero me dijo ella: "Por lo visto, debo ser contrahecha, con una joroba doble por detrás y una joroba doble por delante, con un vientre de forma innoble y una espalda de dromedario!" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre tu talle, y sobre lo que le precede, y sobre lo que le acompaña, y sobre todo lo que le sigue. ¡oh mi señora!" Y ella me dijo: "Estoy asombrada, ¡oh joven! ¡Porque en casa me han confirmado a menudo esta opinión desventajosa de mí misma! i De todos modos, ya que no puedes encontrar cinturón para mí, creo que no te será imposible encontrar pendientes de anilla y un frontal de oro para sujetarme los cabellos!" Y así diciendo, se levantó por sí misma el velillo del rostro, e hizo aparecer a mi vista su cara, que era la luna llena en su décimocuarta noche. Y al ver aquellas dos piezas preciosas de sus ojos babilónicos, y sus mejillas de anémona, y su boquita, estuche de coral, que encerraba un brazalete de perlas, y todo su rostro conmovedor, se me paró la respiración y no pude hacer un movimiento para buscar lo que me pedía. Y sonrió ella, y me dijo: "Comprendo ¡oh joven! que te hayas asombrado de mi fealdad. Ya sé, porque me lo han repetido muchas veces, que mi rostro es de una fealdad espantosa, picado de viruela y apergaminado, que soy tuerta del ojo derecho y bizca del ojo izquierdo, que tengo una nariz gorda y horrible, y una boca fétida, con los dientes desencajados y movibles, y, por último, que estoy mutilada y rapada de orejas. ¡Y no hay para qué hablar de mi piel, que es sarnosa, ni de mis cabellos, que son lacios y quebradizos, ni de todos los horrores invisibles de mi interior!"
Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh mi señora! y sobre tu belleza invisible, ¡oh revestida de esplendor! y sobre tu pureza, ¡oh hija de los lirios! y sobre tu olor, ¡oh rosa! y sobre tu brillo y tu blancura, ¡oh jazmín! y sobre cuanto en ti puede verse, olerse o tocarse. ¡Y dichoso aquel que pueda verte, olerte o tocarte!"
Y me quedé aniquilado de emoción, ebrio con una embriaguez mortal.
Entonces la joven de amor me miró con una sonrisa de sus ojos rasgados, y me dijo: "¡Ay! ¡ay! ¿por qué, pues, me detesta mi padre hasta el punto de atribuirme todas las fealdades que te he enumerado? Porque es mi mismo padre, y no otro, quien me ha hecho creer siempre en todos esos presuntos horrores de mi persona. ¡Pero loado sea Alah, que me demuestra lo contrario por intervención tuya! Porque ahora estoy convencida de que no me ha engañado mi padre, sino que es presa de una alucinación que le hace verlo todo feo en torno mío. Y para desembarazarse de mi vista, que le pesa, está dispuesto a venderme como a una esclava en el mercado de esclavas de desecho". Y yo ¡ oh mi señor! exclamé: "¿Y quién es tu padre, ¡oh soberana de la belleza!?" Ella me contestó: "¡El jeique al-Islam en persona!"
Y exclamé inflamado: "Entonces, por Alah, mejor que venderte en el mercado de esclavas, ¿no consentiría en casarte conmigo?"
Ella dijo: "Mi padre es un hombre íntegro y concienzudo. ¡Y como se imagina que su hija es un monstruo repelente, no querrá tener sobre la conciencia la unión de ella con un joven como tú! Pero puedes, a pesar de todo, aventurar tu petición. Y a tal fin, voy a indicarte el medio de que te has de valer para tener más probabilidades de convencerle".
Y tras de hablar así, la joven del perfecto amor reflexionó un momento, y me dijo: "¡Escucha! Cuando te presentes a mi padre, que es el Jeique al-Islam, y le hagas tu petición de matrimonio, te dirá seguramente: "¡Oh hijo mío! conviene que abras los ojos. Has de saber que mi hija es una impedida, una lisiada, una jorobada, una. . ." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "Mi hija es tuerta, desorejada, repugnante, coja, babosa, meona . . ." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "¡Oh pobre! mi hija es antipática, viciosa, pedorrera, mocosa..." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "¡Pero si no sabes ¡oh pobre! que mi hija es bigotuda, barriguda, tetuda, manca, contrahecha de un pie, bizca del ojo izquierdo, con nariz gorda y aceitosa, con la cara picada de viruela, con la boca fétida, con los dientes desencajados y movibles, mutilada por dentro, calva, espantosamente sarnosa, un horror absolutamente, una abominable maldición!"
Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya, por Alah, que me place, que me place.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió apareces la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 839ª NOCHE
Ella dijo:
"...Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya por Alah, que me place, que me place!"
Y yo, ¡oh mi señor! al oír estas palabras, y nada más que a la idea de que tales apelativos pudiesen aplicarse por su padre a aquella joven del perfecto amor, sentía que la sangre se me subía a la cabeza de indignación y de cólera. Pero, en fin, como había que pasar por semejante prueba para llegar a casarme con aquel modelo de gacelas, le dije: "Dura es la prueba, ¡oh mi señora! y puede que muera yo al oír a tu padre tratarte de tal suerte. ¡Pero Alah me dará las fuerzas y el valor necesarios!" Luego le pregunté: "¿Y cuándo podré presentarme entre las manos de tu padre el venerable Jeique al-Islam para hacer mi petición?" Ella me contestó: "Mañana a media mañana sin falta".
Tras estas palabras, se levantó y me abandonó, seguida de sus jóvenes esclavas, saludándome con una sonrisa. Y mi alma siguió sus huellas y quedó atada a sus pasos, por más que yo permaneciese en mi tienda presa de las angustias de la ausencia y de la pasión.
Así es que al día siguiente, a la hora indicada, no dejé de correr a la residencia del Jeique al-Islam, al cual pedí audiencia, diciendo que era para un negocio urgente de suma importancia. Y me recibió sin tardanza, y me devolvió mi zalema con consideración, y me rogó que me sentara. Y observé que era un anciano de aspecto venerable, de barba blanca inmaculada y de una actitud llena de nobleza y grandeza; pero en su rostro y en sus ojos tenía una sombra de tristeza sin esperanza y de dolor sin remedio. Y pensé: "¡Ya apareció aquello! Tiene la alucinación de la fealdad. ¡Ojalá le cure Alah!"
Luego, sin sentarme hasta que me invitó la segunda vez, por respeto y deferencia para su edad y su alta dignidad, de nuevo le hice mis zalemas y cumplimientos, y los reiteré por tercera vez, levantándome siempre. Y habiendo demostrado de tal suerte mi cortesía y mi mundanidad, volví a sentarme, pero en el mismo borde de la silla, y esperé a que iniciase él la conversación y me interrogara sobre lo que me llevaba allí.
Y, efectivamente, después que el agha de servicio nos hubo ofrecido los refrescos de rigor, y el Jeique al-Islam hubo cambiado conmigo algunas palabras sin importancia acerca del calor y la sequía, me dijo:
"¡Oh joven mercader! ¿en qué puedo satisfacerte?" Y contesté: "¡Oh mi señor! ¡me he presentado entre tus manos para implorarte y solicitarte con respeto a la dama escondida tras la cortina de castidad de tu honorable casa, la perla sellada con el sello de la conservación y la flor oculta en el cáliz de la modestia, tu hija sublime, la virgen insigne a la cual yo, indigno, anhelo unirme por los lazos lícitos y el contrato legal!"
A estas palabras, vi ennegrecerse y amarillear luego el rostro del venerable anciano e inclinarse su frente hacia el suelo con tristeza. Y se quedó por un momento sumido en penosas reflexiones relativas a su hija, sin duda alguna. Luego levantó la cabeza lentamente y me dijo con acento de tristeza infinita: "Alah conserve tu juventud y te favorezca siempre con sus gracias, ¡ oh hijo mío! iPero la hija que tengo en mi casa detrás de la cortina de castidad es una calamidad! Y nada se puede hacer con ella, y nada se puede sacar de ella. Porque . . ."
Pero yo ¡oh mi señor sultán! le interrumpí de pronto para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y el venerable anciano me dijo: "¡Alah te colme con sus gracias, ¡oh hijo mío! Pero mi hija no le conviene a un joven tan hermoso como tú, lleno de amables cualidades, de fuerza y de salud. Porque es una pobre criatura enfermiza, parida por su madre antes de tiempo a consecuencia de un incendio. Y es tan contrahecha y fea como hermoso y bien formado eres tú. ¡Y como debes saber el motivo que me hace negarme a tu petición, te la describiré tal y como es, si quieres, pues en mi corazón reside el temor de Alah, y no quisiera contribuir a inducirte a error!"
Pero exclamé: "¡Yo la admiro con todos los defectos y estoy satisfecho de ella, de lo más satisfecho!" Pero él me dijo: "¡Ah hijo mío, no obligues a un padre que tiene la dignidad de su vida privada a hablarte de su hija en términos penosos! Pero tu insistencia me fuerza a decirte que, casándote con mi hija, te casarás con el monstruo más espantoso de este tiempo. Porque es una criatura cuya sola contemplación . . ."
Pero temiendo yo la espantosa enumeración de los horrores con que se disponía a afligir mi oído, le interrumpí para exclamar con un acento en que puse toda mi alma y todo mi deseo: "¡Que me place! ¡que me place!" Y añadí: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh padre nuestro! ahórrame el dolor de hablar de tu honorable hija en términos penosos, pues, sea cual sea lo que puedas decirme y por muy odiosa que sea la descripción que me hagas, seguiré solicitándola en matrimonio, porque tengo una afición especial a los horrores cuando son del género de los que afligen a tu hija, y repito que la acepto tal como es, y que estoy satisfecho, satisfecho, satisfecho!"
Cuando el Jeique al-Islam me hubo oído hablar de tal suerte; y comprendió que mi resolución era inquebrantable y mi deseo inmutable, se golpeó las manos una contra otra con sorpresa y asombro, y me dijo: "He librado mi conciencia ante Alah y ante ti, ¡oh hijo mío! y sólo a ti podrás culpar de tu acto de locura. Pero, por otra parte, los preceptos divinos me prohiben impedir el deseo de satisfacerlo, y no puedo por menos que darte mi consentimiento". Y en el límite de la dicha, le besé la mano, y anhelé que se llevase a cabo el matrimonio y se celebrase aquel mismo día. Y me dijo él suspirando: "¡Ya no hay inconveniente!"
Y se extendió y legalizó por los testigos el contrato de matrimonio; y quedó estipulado que yo aceptaba a mi esposa con sus defectos, sus deformidades, sus achaques, sus malas hechuras, su conformación, sus dolencias, sus fealdades y otras cosas parecidas. Y también quedó estipulado que si, por una u otra razón, me divorciaba de ella tendría que pagarle, como rescate del divorcio y como viudedad, veinte bolsas de mil dinares de oro. Y desde luego acepté de todo corazón las condiciones. E incluso hubiese aceptado cláusulas mucho más desventajosas.
Y he aquí que, después de la redacción del contrato, mi tío, padre de mi esposa, me dijo: "¡Oh joven! mejor te será consumar en mi casa el matrimonio y establecer aquí tu domicilio conyugal. Porque el transporte de tu esposa inválida desde aquí a tu casa presentaría graves inconvenientes". Y contesté: "¡Escucho y obedezco!"
Y en mi interior ardía de impaciencia, y me decía: "¡Por Alah ¿es verdaderamente posible que yo, el oscuro mercader, haya llegado a ser dueño de esa joven del perfecto amor, la hija del venerado Jeique al-Islam? ¿Y soy yo verdaderamente el que va a regocijarse con su belleza, y a disfrutarla a su antojo, y a comer y a beber lo que tenga gana en sus encantos ocultos, y a endulzarme con ellos hasta la saciedad?"
Y cuando por fin llegó la noche penetré en la cámara nupcial después de recitar la plegaria de la noche, y con el corazón latiendo de emoción me acerqué a mi esposa y levanté el velo que cubría su cabeza y le destapé el rostro.
Y miré con mi alma y mis ojos.
Y (¡que Alah confunda al Maligno ¡oh mi señor sultán! y nunca te haga testigo de un espectáculo semejante al que se ofreció a mis miradas!) vi la criatura humana más deforme, la más repulsiva, la más repelente, la más detestable, la más repugnante y la más nauseabunda que se puede ver en la más penosa de las pesadillas. Y en verdad que era de una fealdad mucho más espantosa que la que me había descrito la joven, y un monstruo de deformidad, y un guiñapo tan lleno de horror, que me sería imposible ¡oh mi señor! hacerte su descripción sin sentir arcadas y caer a tus pies sin conocimiento. Pero bástame decirte que la que era esposa mía con mi propio consentimiento encerraba en su persona nauseabunda todos los vicios legales y todas las abominaciones ilegales, todas las impurezas, todas las fetideces, todas las aversiones, todas las atrocidades, todas las fealdades y todas las repugnancias que pueden afligir a los seres sobre quienes pesa la maldición. Y tapándome las narices y volviendo la cabeza dejé caer otra vez su velo, y me alejé de ella hasta el rincón más retirado de la estancia, pues, aun cuando hubiese sido yo un tebaico comedor de cocodrilo, no habría podido inducir a mi alma a una aproximación carnal con una criatura que hasta tal punto ofendía a la paz de su Creador.
Y sentándome en mi rincón con la cara vuelta a la pared sentía yo invadir mi entedimiento de todas las preocupaciones y subirme por los riñones todos los dolores del mundo. Y gemí en el fondo del núcleo de mi corazón. Pero no tenía derecho a decir una sola palabra o a emitir la menor queja, pues la había aceptado por esposa por propio impulso. Porque yo era, con mis propios ojos, quien había interrumpido al padre siempre para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y me decía: "¡Sí, sí! ¡ahí tienes a la joven del perfecto amor! ¡Ah! ¡muérete! ¡muérete! ¡muérete! ¡ah idiota! ¡ah buey estúpido! ¡oh cerdo pesado!" Y me mordía los dedos y me pellizcaba los brazos en silencio. Y por momentos fermentaba en mí una cólera contra mí mismo, y pasé de mala manera toda aquella noche de mi destino, como si hubiese estado en medio de torturas en la prisión del Meda o del Deilamita . ..
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 840ª NOCHE
Ella dijo:
... Y pasé de mala manera toda aquella noche de mi destino, como si hubiese estado en medio de torturas en la prisión del Meda o del Deilamita.
Así es que, en cuanto llegó el alba, me apresuré a huir de la cámara de mis bodas y a correr al hammam para purificarme del contacto de aquella esposa de horror. Y después de hacer mis abluciones con arreglo a lo que establece para los casos de impureza el ceremonial del Ghosl, me dejé llevar del sueño un poco. Tras de lo cual me reintegré a mi tienda y me senté allí con la cabeza víctima del vértigo, ebrio sin haber bebido vino.
Y al punto mis amigos y los mercaderes que me conocían y los particulares más distinguidos del zoco comenzaron a presentarse a mí, unos separadamente y otros de dos en dos, o de tres en tres, o varios a la vez, e iban a felicitarme y a ofrecer sus respetos. Y me decían: "¡Bendición! ¡bendición! ¡bendición! ¡La alegría sea contigo! ¡la alegría sea contigo!" Y me decían otros: "¡Eh, vecino! ¡no sabíamos que érais tan poco espléndido! ¿Dónde está el festín, dónde están las golosinas, dónde están los sorbetes, dónde están los pasteles, dónde están los platos de halawa, dónde está tal cosa, dónde está tal otra? ¡Por Alah, vamos a creer que los encantos de tu joven esposa te han turbado el cerebro y te han hecho olvidar a tus amigos y perder la memoria de tus obligaciones elementales! ¡Pero no te importe! ¡Y que la alegría sea contigo! ¡que la alegría sea contigo!
Y yo, ¡oh mi señor! sin poder darme exacta cuenta de si se burlaban de mí o me felicitaban realmente, no sabía qué actitud adoptar, y me contentaba con hacer algunos gestos evasivos y contestar con palabras sin alcance. Y sentía que se me atascaba de rabia reconcentrada la nariz y que mis ojos estaban próximos a romper en lágrimas de desesperación.
Y de tal suerte duró mi suplicio desde por la mañana hasta la hora de la plegaria de mediodía, y ya se habían ido a la mezquita la mayor parte de los mercaderes o dormían la siesta, cuando he aquí que, a algunos pasos de mí, surge la joven del perfecto amor, la verdadera, la que era autora de mi desventura y causa de mis torturas. Y avanzaba hacia mí sonriendo en medio de sus cinco esclavas, y se inclinaba blandamente, y se contoneaba de derecha a izquierda voluptuosamente, con sus colas y sus sedas, flexible como una tierna rama de ban en medio de un jardín de olores. Y estaba ataviada más suntuosamente aún que el día anterior, y tan emocionantes eran sus andares, que, para verla mejor, los habitantes del zoco se pusieron en fila a su paso. Y con un aire infantil entró ella en mi tienda, y me dirigió la más graciosa zalema, y me dijo, sentándose: "¡Sea para ti este día una bendición, ¡oh mi señor Ola-Ed-Din, y que Alah sostenga tu bienestar y tu dicha y lleve al colmo tu contento! ¡Y que la alegría sea contigo! ¡la alegría contigo!"
En cuanto la oí, ¡oh mi señor! fruncí las cejas y mascullé maldiciones en mi corazón. Pero cuando vi con qué audacia se divertía ella conmigo y cómo iba a provocarme después de perpetuar su hazaña, no pude contenerme más tiempo; y toda mi grosería de antaño, de cuando era virtuoso, afluyó a mis labios; y estallé en injurias, diciéndole: "¡Oh caldera llena de pez! ¡oh cacerola de betún! ¡olla de perfidia! ¿qué te hice para que me tratases con esa negrura y me sumieras en un abismo sin salida? ¡Alah te maldiga y maldiga el instante de nuestro encuentro y ennegrezca tu rostro para siempre, ¡oh desvergonzada!"
Pero ella, sin conmoverse lo más mínimo, contestó sonriendo: "Pues qué, ¡oh estúpido! ¿has olvidado ya tus incorrecciones para conmigo, y tu desprecio por mi oda en verso, y el mal trato que hiciste sufrir a mi mensajera, la negrita, y las injurias que le dirigiste, y el puntapié con que la gratificaste, y los improperios que me transmitiste por conducto suyo?" Y tras de hablar así, la joven recogió sus velos y se levantó para partir.
Pero yo ¡oh mi señor! comprendí que no había recolectado más que lo que sembré, y sentí todo el peso de mi brutalidad pasada, y qué cosa tan odiosa de todo punto era la virtud áspera, y qué cosa tan detestable era la hipocresía de la religiosidad.
Y sin más tardanza me arrojé a los pies de la joven del perfecto amor, y le supliqué que me perdonara, diciéndole: "¡Estoy arrepentido! ¡estoy arrepentido! ¡en verdad que estoy de lo más arrepentido!"
Y le dije palabras tan dulces y tan enternecedoras como gotas de lluvia en un desierto ardoroso. Y acabé por decidirla a quedarse; y se dignó dispensarme, y me dijo: "¡Por esta vez te perdonaré, pero no vuelvas a empezar!" Y exclamé besándole la orla de su traje y cubriéndome con ella la frente: "¡Oh mi señora! ¡estoy bajo tu salvaguardia y soy tu esclavo que espera su liberación de lo que tú sabes por conducto tuyo!" Y ella me dijo sonriendo: "Ya he pensado en ello. ¡Y lo mismo que supe cogerte en mis redes sabré sacarte de ellas!" Y exclamé: "¡Yalah! ¡yalah! ¡date prisa! ¡date prisa!"
Entonces me dijo: "Atiende bien a mis palabras y sigue mis instrucciones. ¡Y podrás verte desembarazado de tu esposa sin trabajo!" Y me incliné: "¡Oh rocío! ¡oh refresco!" Y continuó ella: "¡Escucha! Levántate y ve al pie de la ciudadela en busca de los saltimbanquis, titiriteros, charlatanes, bufones, danzantes, funámbulos, bailarines, conductores de monos, exhibidores de osos, tamborileros, clarinetes, flautines, timbaleros y demás farsantes, y te concertarás con ellos para que sin tardanza vayan a buscarte al palacio del Jeique al-Islam, padre de tu esposa. Y cuando lleguen estarás sentado tomando refrescos con él en las gradas del patio. Y en cuanto entren te felicitarán y se congratularán, exclamando: "¡Oh hijo de nuestro tío! ¡oh sangre nuestra! ¡oh vena de nuestros ojos! ¡compartimos tu alegría en este bendito día de tus bodas! En verdad, ¡oh hijo de nuestro tío! que nos alegramos por ti del rango a que has llegado. Y aun cuando te avergüences de nosotros, tenemos el honor de pertenecerte; y aun cuando, olvidándote de tus parientes, nos eches, y aun cuando nos despidas, no te dejaremos, porque eres hijo de nuestro tío, sangre nuestra y vena de nuestros ojos".
Y entonces tú aparentarás estar muy confuso ante la divulgación de tu parentesco con tales individuos, y para librarte de ellos empezarás a repartirles a puñados dracmas y dinares. Y al ver aquello el Jeique al-Islam te preguntará, sin duda alguna; y le contestarás bajando la cabeza: "Es preciso que diga la verdad, puesto que están ahí mis parientes para traicionarme. Mi padre era, en efecto, un bailarín, exhibidor de osos y de monos, y tal es la profesión de mi familia y su origen. Pero más tarde el Retribuidor abrió para nosotros la puerta de la fortuna, y hemos adquirido la consideración de los mercaderes del zoco y de su síndico".
Y el padre de tu esposa te dirá: "Así, pues, ¿eres un hijo de bailarín de la tribu de los funámbulos y de los cabalgadores de monos?" Y contestarás: "No hay medio de que yo reniegue de mi origen y de mi familia por amor a tu hija y en honor suyo. ¡Porque la sangre no reniega de la sangre ni el arroyo de su manantial!" Y te dirá él, sin duda alguna: "En ese caso ¡oh joven! ha habido ilegalidad en el contrato de matrimonio, ya que nos has ocultado tu abolengo y tu origen. ¡Y no conviene que sigas siendo esposo de la hija del Jeique al-Islam, jefe supremo de los kadíes, que se sienta en la alfombra de la ley, y que es un cherif y un saied cuya genealogía se remonta a los padres del apóstol de Alah! Y no conviene que su hija, por muy olvidada que se halle en cuanto a los beneficios del Retribuidor, esté a merced del hijo de un titiritero".
Y tú replicarás: "¡Está bien! ¡está bien, ya entendí! tu hija es mi esposa legal y cada cabello suyo vale mil vidas. ¡Y por Alah, que no me separaré de ella aun cuando me dieras los reinos del mundo!" Pero poco a poco te dejarás persuadir, y cuando se pronuncie la palabra divorcio consentirás, a regañadientes, en separarte de tu esposa. Y por tres veces pronunciarás, en presencia del Jeique al-Islam y dos testigos, la fórmula del divorcio. Y de tal suerte, desligado, volverás a buscarme aquí. ¡Y Alah arreglará lo que haya que arreglar!"
Entonces yo, al oír este discurso de la joven del perfecto amor, sentí que se me dilataban los abanicos del corazón, y exclamé: "¡Oh reina de la inteligencia y de la belleza! ¡heme aquí dispuesto a obedecerte por encima de mi cabeza y de mis ojos ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 841ª NOCHE
Ella dijo:
". . . al oír este discurso de la joven del perfecto amor, sentí que se me dilataban los abanicos del corazón, y exclamé: "¡Oh reina de la inteligencia y de la belleza! ¡heme aquí dispuesto a obedecerte por encima de mi cabeza y de mis ojos!" Y tras de despedirme de ella dejándola en mi tienda, fui a la plaza que hay al pie de la ciudadela y me puse al habla con el jefe de la corporación de titiriteros, saltimbanquis, charlatanes, bufones, danzantes, funámbulos, bailarines, conductores de monos, exhibidores de osos, tamborileros, clarinetes, flautines, pífanos, timbaleros y demás farsantes; y me concerté con aquel jefe para que me ayudara en mi proyecto, prometiéndole una remuneración considerable. Y habiendo obtenido de él promesa de su concurso, le precedí en el palacio del Jeique al-Islam, padre de mi esposa, al lado del cual subí a sentarme en el estrado del patio.
Y no llevaría una hora de plática con él, bebiendo sorbetes, cuando de improviso, por la puerta principal que había yo dejado abierta, hizo su entrada, precedida por cuatro saltimbanquis que marchaban a la cabeza, y por cuatro funámbulos que caminaban con la punta de los dedos gordos de los pies, y por cuatro titiriteros que andaban con las manos, en medio de una algazara extraordinaria, toda la tribu tamborileante, ululante, galopante, aullante, danzante, gesticulante y abigarrada de la payasería que había sentado sus reales al pie de la ciudadela. Y estaban todos: los conductores de monos con sus animales, los exhibidores de osos con sus mejores ejemplares, los bufones con sus oropeles, los charlatanes con sus gorros altos de fieltro y los instrumentistas con sus ruidosos instrumentos, que producían una algarabía inmensa. Y se pusieron en fila por orden en el patio, los monos y los osos en medio, y cada cual haciendo lo suyo. Pero de pronto resonó un violento golpe de tabbl, y todo el estrépito cesó por ensalmo. Y el jefe de la tribu se adelantó hasta las gradas del palacio, y en nombre de todos mis parientes congregados me arengó con voz magnífica, deseándome prosperidad y larga vida y soltándome el discurso que yo le había enseñado.
Y, efectivamente, ¡oh mi señor! todo pasó como había previsto la joven. Porque el Jeique al-Islam, al tener, por boca del propio jefe de la tribu, la explicación de aquella baraúnda, me pidió su confirmación. Y yo aseguré que, en efecto, era primo, por parte de padre y de madre, de todos aquellos individuos, y que yo mismo era hijo de un titiritero conductor de monos; y le repetí todas las palabras del papel que me había enseñado la joven, y que ya conoces, ¡oh rey del tiempo! Y el Jeique al-Islam, poniéndose muy demudado y muy indignado, me dijo: "No puedes permanecer en la casa y en la familia del Jeique al-Islam, pues temo que te escupan al rostro y te traten con menos miramientos que a un perro cristiano o a un puerco judío".
Y empecé por responder: "¡Por Alah, que no me divorciaré de mi esposa aunque me ofrezcas el
reino del Irak!" Y el Jeique al-Islam, que sabía bien que el divorcio a la fuerza estaba prohibido por la Schariat, me llamó aparte y me suplicó, con toda clase de palabras conciliadoras, que consintiera en aquel divorcio, diciéndome: "¡Vela mi honor y Alah velará el tuyo!"
Y acabé por condescender a aceptar el divorcio, y pronuncié ante testigos, refiriéndome a la hija del Jeique al-Islam: "¡La repudio una vez, dos veces, tres veces, la repudio!" Esta es fórmula del divorcio irrevocable. Y tras de pronunciarla, a insistentes requerimientos del propio padre, me encontré al mismo tiempo exento del tributo del rescate y de la viudedad y libre de la más espantosa pesadilla que ha pesado nunca sobre el pecho de un ser humano.
Y sin perder tiempo en saludar al padre de la que durante una noche fué mi esposa, salí corriendo, sin mirar atrás, y llegué sin aliento a mi tienda, donde seguía esperándome la joven del perfecto amor. Y con su más dulce lenguaje me deseó ella la bienvenida, y con toda la cortesía de sus modales me felicitó por el éxito, y me dijo: "Ahora ha llegado el momento de nuestra unión. ¿Qué te parece, ¡oh mi señor!?" Y contesté: "¿Será en mi tienda o en tu casa?"
Y ella sonrió y me dijo: "¡Oh pobre! ¿pero acaso no sabes cuánto tiene que cuidar su persona una mujer para hacer las cosas como es debido? ¡Habrá de ser en mi casa!" Y contesté: "Por Alah, ¡oh soberana mía! ¿desde cuándo los lirios van al hammam y la rosa al baño? Mi tienda es lo bastante grande para que quepas en ella, lirio o rosa. Y si ardiera mi tienda quedaría mi corazón". Y me contestó ella riendo: "¡Verdaderamente, prosperas! ¡Y hete aquí curado de tus antiguas maneras, tan ordinarias! Y sabes devolver un cumplimiento perfectamente". Y añadió: "Ahora levántate, cierra tu tienda y sígueme".
Yo, que no esperaba más que estas palabras, me apresuré a contestar: "Escucho y obedezco". Y saliendo de la tienda el último, la cerré con llave, y seguí a diez pasos de distancia al grupo formado por la joven y sus esclavas. Y de tal suerte llegamos ante un palacio cuya puerta se abrió al acercarnos. Y en cuanto entramos fueron a mí dos eunucos y me rogaron que les acompañara al hammam. Y decidido a hacerlo todo sin pedir explicaciones, me dejé conducir por los eunucos al hammam, donde me hicieron tomar un baño para limpieza y para frescura. Tras de lo cual, vestido con ropas finas y perfumado con ámbar chino, fui conducido a los aposentos interiores, donde me esperaba, perezosamente tendida en un lecho de brocato, la joven de mis deseos y del perfecto amor.
No bien nos quedamos solos me dijo ella: "Ven aquí, ven, ¡oh estúpido! ¡Por Alah, que se necesita ser un tonto hasta el último límite de la tontería, para haber rehusado hace tiempo una noche como ésta! Pero, para no azorarte, no te recordaré el pasado". Y yo, ¡oh mi señor a la vista de aquella joven toda desnuda ya, y tan blanca y tan fina, y de la riqueza de sus partes delicadas, y de la gordura de su trasero rollizo, y de la excelente calidad de sus diversos atributos, sentí que en mí se reparaban todos mis yerros anteriores y retrocedí para saltar. Pero ella me retuvo con un gesto y una sonrisa, y me dijo:
"Antes del combate, ¡oh Jeique! es preciso que yo sepa si conoces el nombre de tu adversario. ¿Cómo se llama?" Y contesté: "¡La fuente de las gracias!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡El padre de la blancura!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡El pasto dulce!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije :"¡El sésamo descortezado!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡La albahaca de los puentes!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡El mulo terco!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "Pues, por Alah, ¡oh mi señora! que no conozco ya más que un nombre, y es el último: ¡el albergue de mi padre Mansur!" Ella dijo: "¡No!" Y añadió "¡Oh estúpido! ¿qué te han enseñado entonces los sabios teólogos y los maestros de gramática?" Yo dije: "¡Nada absolutamente!" Ella dijo: "¡Pues escucha! He aquí algunos de sus nombres: el estornino mudo, el carnero gordo, la lengua silenciosa, el elocuente sin palabras, la rosca adaptable, la grapa a la medida, el mordedor rabioso, el sacudidor infatigable, el abismo magnífico, el pozo de Jacob, la cuna del niño, el nido sin huevo, el pájaro sin plumas, el pichón sin mancha, el gato sin bigotes, el pollo sin voz y el conejo sin orejas".
Y habiendo acabado de adornar de este modo mi entendimiento y de aclarar mi juicio, me tomó de pronto entre sus piernas y sus brazos, y me dijo: "¡Yalah! ¡yalah oh infeliz! sé rápido en el asalto,
y pesado en el descenso, y ligero en el peso, y fuerte en el abrazo, y nadador de fondo, y tapón hermético, y saltador sin tregua. Porque el detestable es el que se levanta una vez o dos veces para sentarse luego, y el que alza la cabeza para bajarla, y el que se pone de pie para caer. Brío, pues, ¡oh valiente!" Y yo ¡oh mi señor! contesté: "¡Oye, por tu vida, ¡oh mi señora! procedamos con orden, procedamos con orden!" I' añadí: "¿Por quién vamos a empezar?" Ella contestó: "A tu gusto. ¡oh truhán!" Yo dije: "¡Entonces vamos a dar primero su comida al estornino mudo!" Ella dijo: "Ya está esperando! ¡ya está esperando!"
Entonces ¡oh mi señor sultán! dije a mi niño: "¡Satisface al estornino!" Y el niño contestó con el oído y la obediencia, y fué pródigo y generoso en la pitanza del estornino mudo, que, de repente, empezó a expresarse en el lenguaje de los estorninos, diciendo: "¡Alah aumente tu hacienda! ¡Alah aumente tu hacienda!
Y dije al niño: "¡Haz ahora una zalema al carnero gordo, que está esperando!" Y el niño hizo al carnero consabido la zalema más profunda. Y el carnero contestó en su lenguaje: "¡Alah aumente tu hacienda! ¡Alah aumente tu hacienda!"
Y dije al niño: "¡Habla ahora a la lengua silenciosa!" Y el niño frotó su dedo contra la lengua silenciosa, que al punto contestó con armoniosa voz: "¡Alah aumente tu hacienda! ¡Alah aumente tu hacienda!"
Y dije al niño: "¡Domestica al mordedor rabioso!" Y el niño se puso a acariciar con muchas precauciones al mordedor consabido, y lo hizo de modo que salió de sus fauces sin daño y sin rabia, y el mordedor, satisfecho de su valor y de su obra, le dijo: "¡Te rindo homenaje! ¡vaya una pócima que me has dado!"
Y dije al niño: "¡Llena el pozo de Jacob, ¡oh tú!, más paciente que Jacob!" Y el niño contestó al punto: "¡Que me traga! ¡que me traga!" Y el pozo consabido se llenó sin fatiga ni objeción y quedó tapado herméticamente.
Y dije al niño: "¡Calienta al pájaro sin plumas!" Y el niño contestó como el martillo al yunque; y el pájaro, caliente, contestó: "¡Ya echo humo! ¡ya echo humo!"
Y dije al niño: "¡Oh excelente! ¡da de comer ahora al pollo sin voz!" Y el excelente muchacho no dijo que no, y dió de comer con profusión al pollo consabido, que se puso a cantar, diciendo: "¡Bendición! ¡bendición!
Y dije al niño: "No te olvides de este buen conejo sin orejas, y sácale de su sueño, ¡oh padre de vista sin par!" Y el niño, siempre despierto, habló al conejo, por más que éste no tenía orejas, y le dió
tan buenos consejos, que hubo de exclamar el aludido: "¡Qué maravilla! ¡qué maravilla...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 842ª NOCHE
Ella dijo:
...Y el niño, siempre despierto, habló al conejo, por más que éste no tenía orejas, y le dió tan buenos consejos, que hubo de exclamar el aludido: "¡Qué maravilla! ¡qué maravilla!"
Y continué, ¡oh mi señor! alentando al niño a conversar de aquel modo con su adversario, cambiando cada vez de motivo de conversación, y haciéndole aludir a cada tributo, tomando y dando, sin olvidar al gato sin bigotes, ni al pichón sin mancha, ni a la cuna, que estaba muy caliente, ni al nido sin huevo, que estaba nuevecito, ni a la grapa a la medida, que encajó sin arañarse, ni al abismo magnético, donde se sumergió oblicuamente para permanecer púdico, e hizo pedir gracia a la propietaria, diciendo: "¡Abdico! ¡Abdico! ¡Ah! ¡qué garrote!", ni a la rosca adaptable, de la que salió más invulnerable y más considerable, ni, por último, al albergue de mi padre Mansur, más caliente que un horno, y del que salió más gordo y más pesado que una cotufa.
Y no cejamos en la lucha, ¡oh mi señor sultán! hasta la aparición de la mañana, en que hubimos de recitar la plegaria e ir al baño.
Y cuando salimos del hammam y nos reunimos para la comida de la mañana la joven del perfecto amor me dijo: "Por Alah, ¡oh truhán! que verdaderamente has sobresalido, y me favoreció la suerte que me hizo recuperarte. Ahora hay que hacer lícita nuestra unión. ¿Qué te parece? ¿Quieres seguir conmigo con arreglo a la ley de Alah, o quieres renunciar para siempre a volver a verme?" Y contesté: "Antes sufrir la muerte roja que no volver a regocijarme con ese rostro de blancura, ¡oh mi señora!" Y ella me dijo: "¡En ese caso, sean con nosotros el kadi y los testigos!" Y mandó llamar acto seguido al kadí y a los testigos y redactar sin tardanza nuestro contrato de matrimonio. Tras de lo cual tomamos juntos nuestra primera comida, y esperamos a hacer la digestión y evitar todo peligro de dolor de vientre, para recomenzar nuestros escarceos y diversiones y unir la noche con el día.
Y durante treinta noches y treinta días ¡oh mi señor! viví aquella vida con la joven del perfecto amor, cepillando lo que había que cepillar, limando lo que había que limar y rellenando lo que había que rellenar, hasta que un día, víctima de una especie de vértigo, se me escapó el decir a mi contrincante: "¡No sé a qué obedece; pero ¡por Alah! que no puedo clavar hoy el duodécimo clavo!" Y exclamó ella: "¿Cómo? ¿cómo dices? ¡Pues si precisamente el duodécimo es el más necesario! ¡Los demás no valen!" y le dije: "Imposible, imposible".
Entonces ella se echó a reír, y me dijo: "¡Necesitas reposo! ¡Ya te lo daremos!" Y no oí más, porque me abandonaron las fuerzas, ¡ya sidi! y rodé por el suelo como un burro sin ronzal.
Y cuando volví de mi desvanecimiento me vi encadenado en este maristán, en compañía de estos dos honorables jóvenes, camaradas míos. E interrogados los celadores, me dijeron: "¡Es para que reposes! ¡es para que reposes!" Y por tu vida, ¡oh mi señor! que ya me noto muy reposado y reanimado, y pido a tu generosidad que arregle mi reunión con la joven del perfecto amor. En cuanto a decir su nombre y su calidad, está más allá de mis conocimientos. Y te he contado todo lo que sabía".
Cuando el sultán Mahmud y su visir, el antiguo sultán-derviche, oyeron esta historia del segundo joven, se maravillaron hasta el límite de la maravilla del orden y de la claridad con que les había sido contada. Y el sultán dijo al joven: "¡Por vida mía! que aunque no hubiese sido ilícito el motivo de tu prisión, yo te habría libertado después de oírte". Y añadió: "¿Podrías conducirnos al palacio de la joven?" El interpelado contestó: "¡A ojos cerrados podría!" Entonces el sultán y el visir y el chambelán, que era el antiguo loco primero, se levantaron; y el sultán dijo al joven, después de hacer caer sus cadenas: "¡Precédenos en el camino que conduce a casa de tu esposa!" Y ya se disponían a salir los cuatro, cuando el tercer joven, que aún tenía las cadenas al cuello, exclamó: "¡Oh señores míos! ¡por Alah sobre todos nosotros, escuchad mi historia antes de marcharos, porque es tan extraordinaria como las de mis dos compañeros!"
Y le dijo el sultán: "Refresca tu corazón y calma tu espíritu, porque no tardaremos en volver".
Y anduvieron, precedidos del joven, hasta llegar a la puerta de un palacio, a la vista del cual exclamó el sultán: "¡Alahu akbar! ¡Confundido sea Eblis el Tentador! Porque este palacio ¡oh amigos míos es la morada de la tercera hija de mi tío el difunto sultán! Y nuestro destino es un destino prodigioso. ¡Loores a Quien reúne lo que estaba separado y reconstituye lo que estaba disuelto!" Y penetró en el palacio, seguido de sus acompañantes, e hizo anunciar su llegada a la hija de su tío, que se apresuró a presentarse entre sus manos.
¡ Y he aquí que, efectivamente, era la joven del perfecto amor! Y besó la mano al sultán, esposo de su hermana, y se declaró sumisa a sus órdenes. Y el sultán le dijo: "¡Oh hija del tío! te traigo a tu esposo, este excelente mozo, a quien nombro ahora mismo mi segundo chambelán, y que en lo sucesivo será mi comensal y mi compañero de copa. Porque conozco su historia y el equívoco pasado que ha tenido lugar entre vosotros dos. Pero en adelante no se repetirá la cosa ya, porque está él ahora descansado y reanimado".
Y la joven contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡Y desde el momento que está bajo tu salvaguardia y tu garantía, y que me aseguras que está restablecido, consiento en vivir de nuevo con él!" Y el sultán le dijo: "Gracias te sean dadas, ¡oh hija del tío! ¡Me quitas del corazón un peso muy grande!" Y añadió: "Permítenos solamente llevárnosle por una hora de tiempo. ¡Porque tenemos que escuchar juntos una historia que debe ser de lo más extraordinaria!" Y se despidió de ella y salió con el joven, convertido en su segundo chambelán, con su visir y con su primer chambelán.
Y cuando llegaron al maristán fueron a sentarse en su sitio frente al tercer joven que estaba en ascuas esperándoles, y que, con la cadena al cuello, comenzó al punto en estos términos su historia:
HISTORIA DEL TERCER LOCO
"Has de saber, ¡oh mi soberano señor! y tú, ¡oh visir de buen consejo! vosotros, honrados chambelanes, antiguos compañeros míos de cadena, sabed que mi historia no tiene ninguna relación con las que se acaban de contar, porque si mis dos compañeros han sido víctimas de unas jóvenes,
a mí me ha ocurrido una cosa muy distinta. Ya comprobaréis mi aserto por vosotros mismos.
Es el caso ¡oh señores míos! que era yo un niño todavía cuando mi padre y mi madre fallecieron en la misericordia del Retribuidor. Y fuí recogido por vecinos misericordiosos, pobres como nosotros, que no podían gastar en mi instrucción por no tener lo necesario, y me dejaban vagabundear por las calles, con la cabeza al aire y las piernas desnudas, sin tener por todo vestido más que media camisa de cotonada azul. Y no debía ser yo repugnante a la vista, porque los transeúntes que me veían recocerme al sol, a menudo se paraban para exclamar: "¡Alah preserve del mal de ojo a este niño! Es tan hermoso como un trozo de luna". Y a veces algunos de ellos me compraban halawa con garbanzos o caramelo amarillo y flexible, de ese que se estira como un bramante, y al dármelo me acariciaban en la mejilla, o me pasaban la mano por la cabeza, o me tiraban cariñosamente del mechón que tenía yo en medio de mi cráneo pelado. Y yo abría una boca enorme y me tragaba de un bocado toda la confitura. Lo cual hacía prorrumpir en exclamaciones admirativas a los que me miraban y abrir lo ojos con envidia a los pilluelos que jugaban conmigo. Y de tal suerte llegué a los doce años de edad.
Un día entre los días había yo ido con mis camaradas habituales a buscar nidos de gavilán y de cuervo en los tejados de las casas ruinosas, cuando divisé dentro de una choza recubierta con ramajes de palmera, en el fondo de un patio abandonado, la forma indecisa e inmóvil de un ser vivo. Y como sabía que los genn y los mareds frecuentan las casas desiertas, pensé: "¡Este es un madrd!" Y poseído de espanto, bajé a escape del tejado de la ruina y quise echar a correr para distanciarme de aquel mared. Pero de la choza salió una voz muy dulce, que me llamó, diciendo: "¿Por qué huyes, hermoso niño? ¡Ven a probar la sabiduría! Ven a mí sin miedo. No soy ni un genn ni un efrit, sino un ser humano que vive en la soledad y en la contemplación. Ven, hijo mío, que te enseñaré la sabiduría...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 843ª NOCHE
Ella dijo:
". ..Ven, hijo mío, y te enseñaré la sabiduría". Y retenido de pronto en mi fuga por una fuerza irresistible, volví sobre mis pasos y me dirigí a la choza, en tanto que la voz dulce continuaba diciéndome: "¡Ven, hermoso niño, ven!" Y entré en la choza y vi que la forma inmóvil era un viejo muy anciano que debía tener un número incalculable de años. Y a pesar de su mucha edad, su rostro era como el sol. Y me dijo: "Bienvenido sea el huérfano que viene a heredar mi enseñanza!" Y me dijo aún: "Yo seré tu padre y tu madre". Y me cogió de la mano y añadió: "Y tú serás mi discípulo". Y tras de hablar así me dió el beso de paz, y me hizo sentarme a su lado, y comenzó al instante mi instrucción. Y quedé subyugado por su palabra y por la hermosura de su enseñanza; y por ella renuncié a mis juegos y a mis camaradas. Y fué él para mí un padre y una madre. Y le demostré un respeto profundo, una ternura extremada y una sumisión sin límites. Y transcurrieron cinco años, durante los cuales adquirí una instrucción admirable. Y mi espíritu se alimentó con el pan de la sabiduría.
Pero ¡oh mi señor! toda sabiduría es vana si no se siembra en un terreno cuyo fondo sea propicio. Porque se borra al primer roce del rastrillo de la locura, que rae la capa fértil. Y debajo sólo quedan la sequía y la esterilidad.
Y pronto había de experimentar yo por mí mismo la fuerza de los instintos victoriosos de los preceptos.
Un día, en efecto, habiéndome enviado mi maestro, el viejo sabio, a mendigar nuestra subsistencia en el patio de la mezquita, me dediqué a esta tarea; y después de ser favorecido con la generosidad de los creyentes, salí de la mezquita y emprendí el camino de nuestro retiro. Pero por el camino i oh mi señor! me crucé con un grupo de eunucos en medio de los cuales se contoneaba una joven tapada, cuyos ojos tras el velo me parecieron encerrar el cielo todo. Y los eunucos iban armados de largas pértigas, con las cuales daban en el hombro a los transeúntes para alejarles del camino seguido por su señora. Y por todos lados oía yo murmurar a la gente: "¡La hija del sultán! ¡la hija del sultán!"
Y volví al lado de mi maestro ¡oh mi señor! con el alma emocionada y el cerebro en desorden.
Y de una vez olvidé las máximas de mi maestro, y mis cinco años de sabiduría, y los preceptos de la renunciación. Y mi maestro me miró tristemente, en tanto que lloraba yo. Y nos pasamos toda la noche uno junto a otro sin pronunciar una palabra. Y por la mañana, tras de besarle la mano, como tenía por costumbre, le dije: "¡Oh padre mío y madre mía, perdona a tu indigno discípulo! Pero es preciso que mi alma vuelva a ver a la hija del sultán, aunque no sea más que para posar en ella una sola mirada! Y mi maestro me dijo: "¡Oh hijo de tu padre y de tu madre! ¡oh niño mío! ya que tu alma lo desea, verás a la hija del sultán! ¡Pero piensa en la distancia que hay entre los solitarios de la sabiduría y los reyes de la tierra! ¡Oh hijo de tu padre y de tu madre, alimentado con mi ternura! ¿olvidas cuán incompatible es la sabiduría con el trato de las hijas de Adán, sobre todo cuando son hijas de reyes? ¿Y has renunciado, por lo visto, a la paz de tu corazón? ¿Y quieres que muera yo persuadido de que a mi muerte desaparecerá el último observante de los preceptos de la soledad? ¡Oh hijo mío! ¡nada tan lleno de riqueza como la renunciación, y nada tan satisfactorio como la soledad!" Pero yo contesté: "¡Oh padre mío y madre mía! si no veo a la princesa, aunque no sea más que para posar en ella una sola mirada, moriré".
Entonces, al ver mi tristeza y mi aflicción, mi maestro, que me quería, me dijo: "Hijo. ¿Satisfaría todos tus deseos una mirada que posases en la princesa?" Y contesté: "¡Sin duda alguna!" Entonces mi maestro se acercó a mí suspirando, frotó el arco de mis cejas con una especie de ungüento, y en el mismo instante desapareció parte de mi cuerpo y no quedó visible de mi persona más que la mitad de un hombre, un tronco dotado de movimiento. Y mi maestro me dijo: "Transpórtate ahora a la ciudad. Y allá esperarás así lo que ansías". Y contesté con el oído y la obediencia, y me transporté en un abrir y cerrar de ojos a la plaza pública, donde, en cuanto llegué, me vi rodeado de una muchedumbre innumerable. Y todos me miraban con asombro. Y de todos lados acudían para contemplar a un ser tan singular que sólo tenía de hombre la mitad y que se movía con tanta rapidez. Y en seguida cundió por la ciudad el rumor de tan extraño fenómeno, y llegó hasta el palacio en que vivía la hija del sultán con su madre. Y ambas desearon satisfacer su curiosidad para conmigo, y enviaron a los eunucos para que me cogieran y me llevaran a presencia suya. Y fui conducido al palacio e introducido en el harén, donde la princesa y su madre satisficieron su curiosidad para conmigo, mientras yo miraba. Tras de lo cual hicieron que me cogieran los eunucos, y me transportaran al sitio de que me sacaron. Y con el alma más atormentada que nunca y el espíritu más trastornado regresé a la choza de mi maestro.
Y me le encontré acostado en la estera, con el pecho oprimido y la tez amarilla, como si estuviese en agonía. Pero tenía yo entonces demasiado ocupado el corazón para atormentarme por él. Y me preguntó con voz débil: "¿Has visto ¡oh hijo mío! a la hija del sultán?" Y contesté: "Sí, pero ha sido peor que si no la hubiera visto. ¡Y en adelante no podrá tener reposo mi alma si no consigo sentarme junto a ella y saciar mis ojos del placer de mirarla!" Y me dijo él, lanzando un profundo suspiro: "¡Oh bienamado discípulo mío! ¡cómo tiemblo por la paz de tu corazón! ¡Ah! ¿qué relación podrá existir jamás entre los de la Soledad y los del Poder?" Y contesté: "¡Oh padre mío! mientras no descanse mi cabeza junto a la suya, mientras no la mire y no toque con mi mano su cuello encantador, me creeré en el límite extremo de la desdicha y moriré de desesperación".
Entonces mi maestro, que me quería, inquieto por mi razón a la vez que por la paz de mi corazón, me dijo, mientras le sacudían dolorosamente las boqueadas: "¡Oh hijo de tu padre y de tu madre! -oh niño que llevas en ti la vida y olvidas cuán turbadora y corruptora es la mujer! vete a satisfacer todos tus deseos; pero como último favor te suplico que caves aquí mi tumba y me sepultes sin poner ninguna piedra indicadora del lugar en que yo repose. Acércate, hijo mío, para que te dé el medio de lograr tus propósitos".
Y yo ¡oh mi señor! me incliné sobre mi maestro, que me frotó los párpados con una especie de kohl en polvo negro muy fino, y me dijo: "¡Oh antiguo discípulo mío! hete aquí hecho invisible para los
ojos de los hombres, gracias a las virtudes de este kohl. ¡Y que la bendición de Alah sea sobre tu cabeza y te preserve, en la medida de lo posible, de las emboscadas de los malditos que siembran la confusión entre los elegidos de la Soledad!"
Y tras de hablar así, mi venerable maestro quedó como si no hubiera existido nunca. Y me apresuré a enterrarle en una fosa que cavé en la choza donde había él vivido. ¡Alah le admita en Su misericordia y le dé un sitio escogido! Tras de lo cual me apresuré a correr al palacio de la hija del sultán.
Y he aquí que, como yo era invisible a todos los ojos, entré en el palacio sin ser notado, y prosiguiendo mi camino penetré en el harén y fui derecho al aposento de la princesa. Y la encontré acostada en su lecho, durmiendo la siesta, y sin llevar encima por todo vestido más que una camisa de tisú de Mossul. Y yo, que en mi vida había tenido todavía ocasión de ver la desnudez de una mujer, ¡oh mi señor! fui presa de una emoción que acabó de hacerme olvidar todas las sabidurías y todos los preceptos. Y exclamé: "¡Alah! ¡Alah!"
Y lo hice en voz tan alta, que la joven entreabrió los ojos, lanzando un suspiro, despierta a medias y dando media vuelta en su lecho. Pero aquello fué todo, felizmente. ¡Y yo ¡oh mi señor! vi entonces lo inexpresable! Y quedé asombrado de que una joven tan frágil y tan fina poseyese un trasero tan gordo. Y muy maravillado, me aproximé más, sabiendo que era invisible, y muy dulcemente puse el dedo en aquel trasero para tentarle y satisfacer aquel deseo de mi corazón. Y observé que era rollizo y duro y mantecoso y granulado. Pero no volvía de la sorpresa en que me había sumido su volumen, y me pregunté: "¿Para qué tan gordo? ¿para qué tan gordo?" Y tras de reflexionar acerca del particular, sin dar con una respuesta satisfactoria, me apresuré a ponerme en contacto con la joven. Y lo hice con precauciones infinitas para no despertarla. Y cuando me pareció que había pasado el primer momento de peligro me aventuré a hacer algún movimiento. Y poco a poco, poco a poco, el niño que tú sabes ¡oh mi señor! entró en juego a su vez. Pero se guardó mucho de ser grosero y de utilizar en modo alguno procedimientos reprobables; y también él se limitó a entablar conocimiento con lo que no conocía. Y nada más ¡oh mi señor! Y a ambos nos pareció que, para ser la primera vez, habíamos visto lo bastante para formar juicio.
Pero he aquí que, en el momento mismo en que iba a levantarme, el Tentador me impulsó a pellizcar a la joven, precisamente en medio de una de aquellas asombrosas redondeces cuyo volumen me tenía perplejo, y no pude resistir a la tentación, y ya ves, pellizqué a la joven en medio de aquella redondez. Y (¡alejado sea el Maligno!) fué tan viva la impresión que experimentó ella, que saltó del lecho, despierta ya del todo, lanzando un grito de espanto, y llamó a su madre a grandes Voces.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 844ª NOCHE
Ella dijo:
... fué tan viva la impresión que experimentó ella, que saltó del lecho, despierta ya del todo, lanzando un grito de espanto, y llamó a su madre a grandes voces.
Al oír las señales de alarma de su hija y sus gritos de terror y sus voces pidiendo socorro, acudió la madre enredándose los pies en la ropa y seguida de cerca por la vieja nodriza de la joven y por los eunucos. Y la joven continuaba gritando, llevándose la mano al sitio de su pellizco: "¡En Alah me refugio del Cheitán lapidado!"
Y su madre y la vieja nodriza le preguntaron al mismo tiempo: "¿Qué ocurre? ¿qué ocurre? ¿Y por qué te llevas la mano al honorable? ¿Y qué tiene el honorable? ¿Y qué le ha sucedido al honorable? ¡Enséñanos el honorable!" Y la nodriza se encaró con los eunucos, lanzándoles una mirada atravesada, y les gritó: "¡Retiraos un poco!" Y los eunucos se alejaron, maldiciendo entre dientes a la vieja calamitosa.
¡Eso fué todo! y yo veía sin ser visto, merced al kohl de mi difunto maestro. (¡Que Alah le tenga en su gracia!)
El caso es que, al sentirse acosada por las preguntas apremiantes que en un instante le hicieron su madre y su nodriza, alargando el cuello para ver qué era la cosa, la joven, ruburosa y dolorida, acabó por pronunciar: "¡Es esto! ¡es esto! ¡el pellizco! ¡el pellizco!" Y las dos mujeres miraron y vieron en el honorable la huella roja y ya hinchada de mi pulgar y de mi dedo del corazón. Y retrocedieron asustadas y en extremo indignadas, exclamando: "¡Oh maldita! ¿quién te ha hecho eso? ¿quién te ha hecho eso?" Y la joven se echó a llorar, diciendo: "¡No lo sé! ¡no lo sé!" Y añadió: "¡Me han pellizcado mientras soñaba que me comía un cohombro muy gordo!" Y al oír estas palabras, las dos mujeres se inclinaron al mismo tiempo, y miraron detrás de las cortinas y debajo de las tapicerías y del mosquitero; y como no encontraron nada sospechoso, dijeron a la joven: "¿Estás bien segura de que no te has pellizcado tú misma durmiendo?"
Ella contestó: "¡Antes me moriría que pellizcarme tan cruelmente!"
Entonces dió su opinión la vieja nodriza, diciendo: "No hay recurso ni poder más que en Alah el Altísimo, el Omnipotente. ¡Quien ha pellizcado a nuestra hija es un innombrable entre los inombrables que pueblan el aire! Y ha debido entrar aquí por esa ventana abierta, y al ver a nuestra hija con el honorable al aire no ha podido resistir al deseo de pellizcarla ahí mismo. Y eso es lo que ha pasado por lo visto". Y tras de hablar así corrió a cerrar la ventana y la puerta, y añadió: "Antes de poner a nuestra hija una compresa de agua fresca y vinagre es preciso que nos apresuremos a ahuyentar al Maligno. Y no hay más que un medio eficaz, y consiste en quemar en la estancia estiércol de camello. Porque el estiércol de camello es incompatible con el olor de los genn, de los mareds y de todos los innombrables. ¡Y yo sé las palabras que hay que pronunciar al tiempo de esa fumigación!"
Y al punto gritó a los eunucos agrupados detrás de la puerta: "¡Traednos pronto un cesto con estiércol de camello!"
Y en tanto que los eunucos iban a ejecutar la orden, la madre se acercó a su hija, y le preguntó: "¿Estás segura ¡oh hija mía! de que el Maligno no te ha hecho nada más? ¿Y no has sentido nada que indique lo que quiero decirte?"
La joven dijo: "¡No sé!" Entonces la madre y la nodriza bajaron la cabeza y examinaron a la joven. Y vieron ¡oh mi señor! que, conforme te dije, todo estaba en su sitio y que no había ninguna huella de violencia por delante ni por detrás. Pero la nariz de la maldita nodriza, que era perspicaz, le hizo decir: "¡He sentido en nuestra hija el olor de un genni macho!" Y gritó a los eunucos: "¿Dónde está el estiércol, ¡oh malditos!?" Y en aquel momento llegaron los eunucos con el cesto; y se apresuraron a pasárselo a la vieja por la puerta entreabierta un instante.
Entonces, después de quitar las alfombras que cubrían el suelo, la vieja nodriza derramó el estiércol del cesto en las baldosas de mármol y le prendió fuego. Y no bien se elevó el humo se puso a murmurar sobre el fuego palabras desconocidas, trazando en el aire signos magicos.
Y he aquí que el humo del estiércol quemado, que llenaba el aposento, atacó a mis ojos de una manera tan insoportable que se me llenaron de agua, y me vi obligado a secármelos repetidamente con los bajos de mi ropa. Y no se me ocurrió ¡oh mi señor! que, con esta maniobra, me iba quitando el kohl, cuyas virtudes me hacían invisible y del que había tenido la imprevisión de no llevarme un buen repuesto antes de la muerte de mi maestro.
Y efectivamente, oí que las tres mujeres lanzaron de pronto tres gritos simultáneos de espanto, señalando con el dedo el sitio donde yo estaba: "¡Ahí está el efrit! ¡ahí está el efrit! ¡ahí está el efrit!" Y pidiendo socorro a los eunucos, que al punto invadieron la habitación y se arrojaron sobre mí y quisieron matarme. Pero les grité con la voz más terrible que pude: "¡Si me hacéis el menor daño llamaré en mi ayuda a mis hermanos los genn, que os exterminarán y harán que se derrumbe este palacio sobre la cabeza de sus habitantes!"
Entonces se atemorizaron y se contentaron con sujetarme. Y me gritó la vieja: "¡Los cinco dedos de mi mano izquierda en tu ojo derecho y los cinco dedos de mi otra mano en tu ojo izquierdo!" Y yo le dije: "¡Cállate, ¡oh hechicera maldita! o llamo a mis hermanos los genn, que te dejarán más ancha que larga!" Entonces ella tuvo miedo y se calló. Pero fué para exclamar al cabo de un momento: "Como es un efrit no podemos matarle. ¡Pero podemos encadenarle para el resto de sus años!"
Y dijo a los eunucos: "Cogedle y conducidle al maristán, y echadle una cadena al cuello, y remachad la cadena en el muro. ¡Y decid a los celadores que, si le dejan escapar, su muerte será segura!"
Y al punto, ¡oh mi señor! me trajeron los eunucos, alargándoseme la nariz, y me metieron en este maristán, donde encontré a mis dos antiguos compañeros, que ahora son tus honorables chambelanes. ¡Y tal es mi historia! Y tal es ¡oh mi señor sultán! el motivo de mi encarcelamiento en esta prisión de locos y de esta cadena que llevo al cuello. Y ya te he contado todo de cabo a rabo, y por eso espero de Alah y de ti ser absuelto de mis errores, y que tu bondad me libre de estos cerrojos para llevarme adonde sea, pero quitándome esta argolla. Y lo mejor sería que yo llegara a ser el esposo de la princesa por quien estoy loco. ¡Y el Altísimo está por encima de nosotros!"
Cuando el sultán Mahmud hubo oído esta historia se encaró con su visir, el antiguo sultán-derviche, y le dijo: "¡Ve ahí como ha enlazado el Destino los acontecimientos de nuestra familia! ¡Porque la princesa de quien está enamorado este joven es la última hija del difunto sultán, padre de mi esposa! Y ya no nos queda por hacer más que dar a este suceso la continuación correspondiente".
Y se encaró con el joven, y le dijo: "¡En verdad que tu historia es una historia asombrosa, y aunque no me hubieras pedido en matrimonio a la hija de mi tío, yo te la habría concedido para demostrarte el contento que me producen tus palabras!" E hizo caer sus cadenas al instante, y le dijo: "En lo sucesivo serás mi tercer chambelán; y voy a dar las órdenes para la celebración de tus desposorios con la princesa cuyas ventajas conoces ya".
Y el joven besó la mano del generoso sultán. Y salieron del maristán todos y se presentaron en el palacio, donde se dieron grandes fiestas y grandes regocijos públicos con motivo de las dos reconciliaciones anteriores y del matrimonio del joven con la princesa. Y todos los habitantes de la ciudad, pequeños y grandes, fueron invitados a tomar parte en los festines, que debían durar cuarenta días y cuarenta noches, en honor del matrimonio de la hija del sultán con el discípulo del sabio y de la reunión de aquellos a quienes la suerte había desunido.
Y vivieron todos en las delicias íntimas y las alegrías de la amistad hasta la inevitable separación".
"Y tal es ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- la historia complicada del Adulterino simpático, que era sultán, y que se convirtió en derviche errante para ser elegido visir luego por Mahmud el sultán, y de lo que le sucedió con su amigo y con los tres jóvenes encerrados por locos en el maristán. ¡Pero Alah es más grande, y más generoso, y más sabio!" Después añadió, sin interrumpirse: "¡Pero no creas que esta historia es más admirable o más instructiva que las PALABRAS BAJO LAS NOVENTA y NUEVE CABEZAS CORTADAS!"
Y el rey Schahriar exclamó: "¿Cuáles son esas palabras, Schehrazada, y esas cabezas cortadas, de las que nada sé?"
Y dijo Schehrazada:
PALABRAS BAJO LAS NOVENTA Y NUEVE CABEZAS CORTADAS
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el sultán Mahmud, que fué uno de los más cuerdos y de los más gloriosos entre los sultanes de Egipto, con frecuencia se sentaba solo en su palacio, presa de accesos de tristeza sin causa, durante los cuales el mundo entero se ennegrecía ante su rostro. Y en aquellos momentos la vida le parecía llena de insulsez y desprovista de toda significación. Y sin embargo, no le faltaba ninguna de las cosas que hacen la dicha de las criaturas; porque Alah le había otorgado sin tasa la salud, la juventud, el poderío y la gloria, y para capital de su imperio le había dado la ciudad más deliciosa del Universo, la cual, para regocijar el alma y los sentidos, tenía la hermosura de su tierra, la hermosura de su cielo y la hermosura de sus mujeres, doradas como las aguas del Nilo. Pero todo eso se borraba a los ojos de él durante sus reales tristezas; y envidiaba entonces la de los felahs encorvados sobre los surcos de la tierra, y la de los nómadas perdidos en los desiertos sin agua.
Un día en que, con los ojos anegados en la negrura de sus preocupaciones, se hallaba sumido en un abatimiento más acentuado que de ordinario, rehusando comer, beber y ocuparse de los asuntos del reino y sin desear más que morir, el gran visir entró en la estancia en que el soberano estaba echado con la cabeza entre las manos, y después de los homenajes debidos, le dijo: "¡Oh mi amo soberano! a la puerta se halla, en solicitud de audiencia, un viejo jeique venido de los países del extremo Occidente, del fondo del Maghreb lejano. Y a juzgar por la conversación que tuve con él y por las escasas palabras que de su boca oí, sin duda es el sabio más prodigioso, el médico más extraordinario y el mago más asombroso que ha vivido entre los hombres. ¡Y como sé que mi soberano es presa de la tristeza y del abatimiento, quisiera que ese jeique obtuviese permiso para entrar, con la esperanza de que su proximidad contribuya a ahuyentar los pensamientos que pesan sobre las visiones de nuestro rey".
El sultán Mahmud hizo con la cabeza una seña de asentimiento, y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y CUANDO LLEGO LA 820ª NOCHE
Ella dijo:
. .. y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero.
Y en verdad que el hombre que entró más bien era la sombra de un hombre que una criatura viva entre las criaturas. Y suponiendo que se le pudiese echar una edad, habría que calcularla por centenares de años. Por todo vestido flotaba sobre su grave desnudez una barba prodigiosa, mientras un ancho cinturón de cuero blando ceñía su cintura apergaminada. Y se le habría tomado por algún antiquísimo cuerpo semejante a los que a veces extraen de las sepulturas graníticas los labradores de Egipto, si no le ardiesen en la faz, por debajo de sus cejas terribles, dos ojos en que vivía la inteligencia.
Y el puro anciano, sin inclinarse ante el sultán, dijo con una voz sorda que nada tenía de voz de la tierra: "¡La paz sea contigo, sultán Mahmud! Me envían a ti mis hermanos los santones del extremo Occidente. ¡Vengo a que te des cuenta de los beneficios del Retribuidor sobre tu cabeza!"
Y sin hacer un gesto, avanzó hacia el rey con un paso solemne, y cogiéndole de la mano lo obligó a levantarse y a acompañarle hasta una de las ventanas de las salas del trono.
Aquella sala del trono tenía ventanas, y cada una de las tales ventanas tenía distinta orientación. Y el viejo jeique dijo al sultán: "¡Abre la ventana!" Y el sultán obedeció como un niño, y abrió la primera ventana. Y el viejo jeique le dijo sencillamente: "¡Mira!"
Y el sultán Mahmud sacó la cabeza por la ventana y vió un inmenso ejército de jinetes que, con la espada desenvainada; se precipitaban a toda brida desde las alturas de la ciudadela del monte Makattam. Y las primeras columnas de aquel ejército, que ya había llegado al pie mismo del palacio, echaron pie a tierra y empezaron a escalar las muzallas, lanzando clamores de guerra y de muerte. Y al ver aquello comprendió el sultán que sus tropas se habían amotinado e iban a destronarle. Y cambiando de color exclamó: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Ha llegado la hora de mi destino!"
Al punto cerró el jeique la ventana, pero para abrirla de nuevo por sí mismo un instante después. Y había desaparecido todo el ejército. Y sólo la ciudadela se elevaba pacíficamente en lontananza, agujereando con su minaretes el cielo de mediodía.
Entonces, sin dar al rey tiempo para reponerse de su profunda emoción, le condujo a la segunda ventana, desde la cual se avizoraba la ciudad inmensa, y le dijo: "¡Abre y mira!" Y el sultán Mahmud abrió la ventana, y el espectáculo que se ofreció a su vista le hizo retroceder con horror. Los cuatrocientos minaretes que dominaban las mezquitas, las cúpulas de las mezquitas, los domos de los palacios y las terrazas que se extendían por millares hasta los confines del horizonte, no eran más que un brasero humeante y llameante, del cual partían, para desplegarse en la región media del aire, nubes negras que cegaban el ojo del sol entre aullidos de espanto. Y un viento salvaje impulsaba llamas y cenizas hacia el propio palacio, que en seguida se encontró envuelto por un mar de fuego, del que no estaba separado más que por el fresco cendal de sus jardines. Y en el límite del dolor, al ver aniquilada su hermosa ciudad, el sultán dejó caer sus brazos, y exclamó: "¡Sólo Alah es grande! ¡Las cosas tienen su destino, como todas las criaturas! ¡Mañana el desierto se reunirá con el desierto a través de las llanuras sin nombre de una tierra que fué ilustre entre todas. ¡Gloria al único Viviente!" Y lloró por su ciudad y por sí mismo. Pero el jeique cerró al punto la ventana, y la abrió de nuevo al cabo de un instante. Y había desaparecido toda huella de incendio. Y la ciudad de El Cairo se extendía en su gloria intacta, en medio de sus vergeles y de sus palmeras, mientras las cuatrocientas voces de los muezines anunciaban a los creyentes la hora de la plegaria y se confundían en una misma ascensión hacia el Señor del Universo.
Y al punto el jeique, llevándose al rey, le condujo a la tercera ventana, que daba sobre el Nilo, y le hizo abrirla. Y el sultán Mahmud vió que el río se salía de cauce y sus olas invadían la ciudad, y anegando en seguida las terrazas más altas, iban a estrellarse con furia contra las murallas del palacio. Y una ola más fuerte que las anteriores derribó de una vez todos los obstáculos que se oponían a su paso y fué a meterse en el piso inferior del palacio. Y el edificio, desmoronándose como un terrón de azúcar en el agua, se hundió por un lado, y estaba ya casi derruído, cuando el jeique cerró de pronto la ventana y la abrió de nuevo. Y fué como si no hubiese habido la menor crecida. Y el hermoso río continuaba paseándose con majestad, como antes, entre los infinitos campos de pastos y durmiendo en su lecho.
Y el jeique hizo que abriera el rey la cuarta ventana, sin darle tiempo para reponerse de su sorpresa. Esta cuarta ventana tenía vistas a la admirable llanura verdeante que se extiende a las puertas de la ciudad hasta perderse de vista, llena de aguas corrientes y de sus rebaños lucidos; la que han cantado todos los poetas desde Omar; donde los plantíos de rosas, de albahacas, de narcisos y de jazmines alternaban con bosquecillos de naranjos; donde en los árboles habitan tórtolas y ruiseñores a los que sumen en delirio plantas amorosas; donde la tierra es tan fértil y está tan adornada como en los antiguos jardines del Iram-de-las-Columnas, y tan embalsamada como las praderas del Edén. Y en vez de prados y bosques de árboles frutales, el sultán Mahmud no vió más que un horrible desierto rojo y blanco, abrasado por un sol inexorable, un desierto pedregoso y arenoso, que servía de refugio a hienas y chacales y de campo de acción a serpientes y alimañas dañinas. Y aquella siniestra visión no tardó en borrarse, como las anteriores, cuando el jeique, con su propia mano, hubo cerrado y vuelto a abrir la ventana. Y de nuevo la llanura se hizo magnífica y sonrió el cielo con todas las flores de sus jardines.
Eso fué todo, y el sultán Mahmud no sabía si dormía, si velaba o si estaba bajo la acción de algún sortilegio o alguna alucinación. Pero el jeique, sin dejarle que se calmara después de todas las violentas impresiones que acababa de experimentar, de nuevo le cogió de la mano, sin que el otro pensara siquiera en oponer la menor resistencia, y le condujo junto a un pequeño estanque que refrescaba la sala con su murmullo de agua. Y le dijo: "¡Inclínate sobre el estanque y mira!" Y el sultán Mahmud inclinóse sobre el estanque para mirar, y he aquí que, con un movimiento brusco, el jeique le metió la cabeza por entero en el agua.
Y el sultán Mahmud se vió naufragando al pie de una montaña que dominaba el mar. Y todavía, como en tiempos de su esplendor, estaba revestido de sus atributos reales con su corona a la cabeza. Y no lejos de allí le miraban unos felahs como a un objeto raro, y se le señalaban unos a otros, riéndose mucho. Y al ver aquello, el sultán Mahmud sintió un furor sin límites, más aún contra el jeique que contra los felahs, y exclamó: "¡Ah! ¡maldito mago, causante de mi naufragio! ¡ojalá me llevase Alah a mi reino para que yo te castigara con arreglo a tu crimen! ¿Por qué me engañaste tan cobardemente?" Luego, en un rapto, se acercó a los felahs y les dijo con tono solemne: "¡Soy el sultán Mahmud! ¡Idos!" Pero ellos continuaron riéndose con las bocas abiertas hasta las orejas. ¡Ah, qué bocas! ¡eran grutas! ¡eran grutas! Y para evitar que le tragasen vivo, quiso huir; pero el que parecía jefe de los felahs se acercó a él, le quitó su corona y sus atributos y los arrojó al mar, diciendo: "¡Oh pobre! ¿para qué llevas encima tanto hierro? ¡Hace mucho calor para cubrirse de ese modo! Toma, ¡oh pobre! ¡Aquí tienes vestidos como los nuestros!" Y desnudándole, le puso un traje de cotonada azul, le metió los pies en un par de babuchas viejas, amarillas, con suela de cuero de hipopótamo, y le puso a la cabeza un gorrito de fieltro color castaño claro. Y le dijo: "¡Vamos, ¡oh pobre! ven a trabajar con nosotros, si no quieres morirte de hambre aquí donde trabaja todo el mundo!" Pero dijo el sultán Mahmud: "¡Yo no sé trabajar!" Y el felah le dijo: "¡En ese caso, nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y CUANDO LLEGO LA 821ª NOCHE
Ella dijo:
"¡ ... nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez!" Y como ya habían acabado su jornada de trabajo, les pareció muy bien cargar una espalda ajena con el peso de sus herramientas de labor. Y el sultán Mahmud, doblado bajo la carga de azadas, rastrillos, azadones y mielgas, y sin poder arrastrarse apenas, se vió obligado a seguir a los felahs. Y cansado y sin poder respirar casi, llegó con ellos al pueblo, donde fué víctima de las persecuciones de los chicos, que corrían desnudos detrás de él, haciéndole sufrir mil vejaciones. Y para que pasase la noche, le metieron en una cuadra abandonada, donde le echaron, para que comiera, un pan duro y una cebolla. Y al día siguiente se había convertido en burro de verdad, en burro con cola, cascos y orejas. Y le echaron una cuerda al pescuezo, y le pusieron una albarda al lomo y se lo llevaron al campo para que arrastrase el arado. Pero como se mostraba reacio, le confiaron al molinero del pueblo, que en seguida le hizo ponerse en razón, obligándole a dar vueltas a la rueda del molino después de vendarle los ojos. Y estuvo cinco años dando vueltas a la rueda del molino, sin descansar más que el tiempo preciso para comerse su ración de habas y beberse un cubo de agua. Y fueron cinco años de palos, de aguijonazos, de injurias humillantes y de privaciones. Y ya no le quedaba más consuelo y alivio que la serie de cuescos que desde por la mañana hasta por la noche soltaba en respuesta a las injurias, dando vueltas al molino. Y he aquí que de repente se derrumbó el molino, y de nuevo se vió él bajo su prístina forma de hombre y no de burro. Y se paseaba por lo zocos de una ciudad que no conocía; y no sabía adónde ir. Y como ya estaba cansado de andar, buscaba con la vista un sitio en que descansar, cuando un mercader viejo, que por su aspecto comprendió que era extranjero, le invitó cortésmente a entrar en su tienda. Y al ver que estaba fatigado, le hizo sentarse en un banco, y le dijo: "¡Oh extranjero! eres joven y no serás desgraciado en nuestra ciudad, donde los jóvenes son muy apreciados y muy buscados, sobre todo cuando son buenos mozos, como tú. Dime, pues, si estás dispuesto a habitar en nuestra ciudad, cuyas costumbres son muy favorables a los extranjeros que quieren establecerse en ella". Y contestó el sultán Mahmud: "¡Por Alah, que no pido nada mejor que vivir aquí, con tal de que encuentre otra cosa de comer que las habas con que me he alimentado durante cinco años!" Y el viejo mercader le dijo: "¿Qué hablas de habas, ¡oh pobre! ? ¡Aquí te alimentarás con cosas exquisitas y reconfortantes para la tarea que tienes que cumplir! ¡Escúchame, pues, con atención, y sigue el consejo que voy a darte!"
Y añadió: "Date prisa a ir a apostarte a la puerta del hammam de la ciudad, que está ahí, a la vuelta de la calle. Y abordando a cada mujer que salga, le preguntarás si tiene marido. ¡Y la que te diga que no lo tiene será tu esposa en el momento, según la costumbre del país! ¡Y sobre todo, ten mucho cuidado de hacer la pregunta a todas las mujeres sin excepción que veas salir del hammam, pues de no hacerlo así correrías el peligro de que te expulsaran de nuestra ciudad!" Y el sultán Mahmud fué a apostarse a la puerta del hammam, y no llevaba mucho rato allí, cuando vió salir a una espléndida jovenzuela de trece años. Y al verla, pensó: "¡Por Alah, que con ésta me consolaría bien de todas mis desdichas!" Y la paró y le dijo: "¡Oh mi señora! ¿eres casada o soltera?" Ella contestó: "Soy casada desde el año pasado". Y he aquí que salía del hammam una vieja de fealdad espantosa. Y a su vista se estremeció de horror el sultán Mahmud, y pensó: "¡Ciertamente, prefiero morir de hambre y volver a ser burro o mozo de carga antes que casarme con esa antigualla! ¡Pero ya que el viejo mercader me ha dicho que haga la pregunta a todas las mujeres, tendré que decidirme a interrogarla a la calamitosa!" Y la abordó y le dijo, volviendo la cabeza: "¿Eres casada o soltera?" Y la espantosa vieja contestó babeando: "Soy casada, ¡oh corazón mío!" ¡Ah! ¡qué peso se quitó él de encima! Y dijo: "Me alegro tanto, ¡oh tía mía!" Y pensó: "¡Alah tenga en Su misericordia al desgraciado extranjero que me ha precedido!" Y la vieja continuó su camino, y he aquí que salió del hammam una estantigua mucho más desagradable que la anterior y mucho más horrible. Y el sultán Mahmud se acercó a ella temblando, y le preguntó: "¿Eres casada o soltera?" Y contestó ella, sonándose con los dedos: "Soy soltera, ¡oh ojos míos!" Y el sultán Mahmud exclamó: "¡Vaya, vaya! pues yo soy un burro, ¡oh tía mía! soy un burro. ¡Mírame las orejas, y la cola, y el zib! Son las orejas, y la cola, y el zib de un burro. ¡Las personas no se casan con los burros!"
Pero la horrible vieja se acercó a él y quiso besarle. Y el sultán Mahmud, en el límite de la repugnancia y del terror, se puso a gritar: "¡No, no, que soy un burro, ya setti, que soy un burro! ¡Por favor, no te cases conmigo, que soy un pobre burro de molino! ¡Ay, ay!" Y haciendo un esfuerzo sobrehumano, sacó la cabeza del estanque.
Y el sultán Mahmud se vió en medio de la sala del trono de su palacio, con su gran visir a la derecha y el jeique extranjero a la izquierda. Y una de sus favoritas le presentaba en una bandeja de oro una copa de sorbete que había pedido algunos instantes antes de la entrada del jeique. ¡Vaya, vaya! ¿conque seguía siendo sultán? ¿conque seguía siendo sultán? ¡Y no podía llegar a creer semejante prodigio! Y se puso a mirar a su alrededor, palpándose y restregándose los ojos. ¡Vaya, vaya! Era hermoso y era el sultán, el propio sultán Mahmud, y no el pobre náufrago, ni el mozo de carga, ni el burro del molino, ni el esposo de la formidable estantigua. ¡Ah! ¡por Alah, que era grato volver a encontrarse sultán después de aquellas tribulaciones! Y cuando abría la boca para pedir la explicación de fenómeno tan extraño, se elevó la voz sorda del puro anciano, que le decía:
"¡Sultán Mahmud, he venido a ti, enviado por mis hermanos los santones del extremo Occidente, para que te des cuenta de los beneficios que el Retribuidor ha hecho caer sobre tu cabeza!"
Y tras de hablar así, desapareció el jeique maghrebín, sin que se supiese si había salido por la puerta o si había volado por las ventanas. Y cuando se hubo calmado su emoción, el sultán Mahmud comprendió la lección que de su señor había recibido. Y comprendió que su vida era buena y que hubiese podido ser el más desgraciado de los hombres. Y comprendió que todas las desgracias que había entrevisto, bajo la mirada dominadora del anciano, hubiesen podido ser desgracias reales de su vida si el Destino lo hubiera querido. Y cayó de rodillas bañado en lágrimas. Y desde entonces ahuyentó de su corazón toda tristeza. Y viviendo en la dicha, repartió dicha en torno suyo. Y tal es la vida real del sultán Mahmud, y tal otra hubiese sido la vida que habría podido llevar a un sencillo cambio del Destino. ¡Porque Alah es el amo Todopoderoso!
Tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló. Y exclamó el rey Schahriar: "¡Qué enseñanza guarda para mí lo que contaste, ¡oh Schehrazada!"
Y la hija del visir sonrió, y dijo: "¡Pues esa enseñanza, ¡oh rey! no es nada en comparación de la que encierra EL TESORO SIN FONDO!" Y dijo Schahriar: "¡No sé cuál es ese tesoro, Schehrazada!"
EL TESORO SIN FONDO
Y dijo Schehrazada:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! ¡oh dotado de buenas maneras! que el califa Harún Al-Raschid que era el príncipe más generoso de su época y el más magnífico, a veces tenía la debilidad (¡sólo Alah no tiene debilidades!) de alardear, en la conversación, de que ningún hombre entre los vivos competía con él en generosidad y en mano abierta.
Y he aquí que un día, mientras él se alababa así de los dones que, en suma, no le había concedido el Retribuidor más que para que precisamente usase de ellos con generosidad, el gran visir Giafar alma delicada, no quiso que su señor continuara por más tiempo faltando al deber de la humildad para con Alah.
Y resolvió tomarse la libertad de abrirle los ojos.
Se prosternó, pues, entre sus manos, y después de besar por tres veces la tierra, le dijo:
"¡Oh Emir de los Creyentes! ¡oh corona de nuestras cabezas! perdona a tu esclavo si se atreve a alzar la voz en tu presencia para advertirte que la principal virtud del creyente es la humildad ante Alah, única cosa de que puede estar orgullosa la criatura. Porque todos los bienes de la tierra, y todos los dones del espíritu, y todas las cualidades del alma no son para el hombre más que un simple préstamo del Altísimo (¡exaltado sea!). Y el hombre no debe enorgullecerse de este préstamo más que el árbol por estar cargado de frutos o el mar por recibir las aguas del cielo.
¡En cuanto a las alabanzas que te merece tu munificencia, mejor es que dejes las hagan tus súbditos, que sin cesar dan gracias al cielo por haberles hecho nacer en tu imperio, y que no tienen otro gusto que pronunciar tu nombre con gratitud!"
Luego añadió: "¡Por otra parte!, oh mi señor no creas que eres el único a quien Alah ha cubierto con sus inestimables dones! Sabe, en efecto, que en la ciudad de Bassra hay un joven que, aunque es un simple particular vive con más fasto y magnificencia que los reyes más poderosos. ¡Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 822ª NOCHE
Ella dijo:
"¡ ... Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad!"
Cuando el califa hubo oído estas últimas palabras de su visir, se sintió extremadamente despechado, y se puso muy colorado y se le inflamaron los ojos; y mirando a Giafar con altivez, le dijo: "¡Mal hayas!, ¡oh perro entre los visires! ¿cómo te atreves a mentir delante de tu señor, olvidando que semejante conducta acarreará tu muerte sin remedio?" Y contestó Giafar: "¡Por vida de tu cabeza, ¡oh Emir de los Creyentes! que las palabras que osé pronunciar en tu presencia son palabras de verdad! Y si he perdido todo crédito en tu ánimo, puedes comprobarlas y castigarme luego si te parece que son falsas. Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! no temo afirmarte que en mi último viaje a Bassra he sido el huésped deslumbrado del joven Abulcassem. Y todavía no han olvidado mis ojos lo que han visto, mis oídos lo que han oído, y mi espíritu lo que le ha encantado. ¡Por eso, aun a riesgo de atraerme la desgracia de mi señor, no puedo menos de proclamar que Abulcassem es el hombre más magnífico de su tiempo!"
Y tras de hablar así, calló Giafar.
El califa, en el límite de la indignación, hizo seña al jefe de los guardias para que detuviese a Giafar. Y en el momento se ejecutó la orden. Y después de aquello, Al-Raschid salió de la sala, y sin saber cómo desahogar su cólera, fué al aposento de su esposa Sett Zobeida, que palideció de espanto al verle con el rostro de los días negros.
Y con las cejas contraídas y los ojos dilatados, Al-Raschid fué a echarse en el diván, sin pronunciar una palabra. Y Sett Zobeida, que sabía cómo abordarle en sus momentos de mal humor, se guardó mucho de importunarle con preguntas ociosas; pero tomando un aire de extremada inquietud, le llevó una copa llena de agua perfumada de rosa, y ofreciéndosela, le dijo:
"El nombre de Alah sobre ti, ¡oh hijo del tío! ¡Que esta bebida te refresque y te calme! La vida está formada de dos colores: blanco y negro. ¡Ojalá marque tus largos días sólo el blanco!"
Y dijo Al-Raschid: "¡Por el mérito de nuestros antecesores, los gloriosos, que marcará mi vida el negro, ¡oh hija del tío! Mientras vea delante de mis ojos al hijo del Barmecida, a ese Giafar de maldición, que se complace en criticar mis palabras, en comentar mis acciones y en dar preferencia sobre mí a oscuros particulares de entre mis súbditos!" Y enteró a su esposa de lo que acababa de pasar, y se quejó a ella de su visir en términos que le hicieron comprender que la cabeza de Giafar corría aquella vez el mayor peligro. Así es que al principio no dejó ella de abundar en el sentir de él, manifestando su indignación por ver que el visir se permitía tales libertades para con su soberano. Luego, muy hábilmente, le hizo ver que era preferible diferir el castigo sólo el tiempo preciso para enviar a Bassra a cualquiera que diese fe de la cosa.
Y añadió: "Entonces podrás asegurarte de la verdad o de la falsedad de lo que te ha contado Giafar y tratarle en consecuencia". Y Harún, a quien había calmado a medias el lenguaje lleno de cordura de su esposa, contestó: "Verdad dices, ¡oh Zobeida! Ciertamente, debo esa justicia a un hombre cual el hijo de Yahia. Y como no puedo tener una confianza absoluta en la relación que me haga quien envíe a Bassra, quiero ir yo mismo a esa ciudad para comprobar la cosa. Y entablaré conocimiento con ese Abulcassem. Y te juro que le costará la cabeza a Giafar si me ha exagerado la generosidad de ese joven o si me ha dicho mentira".
Y sin más tardanza en ejecutar su proyecto, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y sin querer escuchar lo que decía Sett Zobeida para decidirle a no hacer completamente solo ese viaje, se disfrazó de mercader del Irak, recomendó a su esposa que durante su ausencia velara por los asuntos del reino, y saliendo del palacio por una puerta secreta, abandonó Bagdad.
Y Alah le escribió la seguridad; y llegó sin contratiempo a Bassra, y paró en el khan principal de los mercaderes. Y sin tomarse tiempo siquiera para descansar y probar un bocado, se apresuró a interrogar al portero del khan acerca de lo que le interesaba, preguntándole, después de las fórmulas de la zalema: "¿Es cierto, ¡oh jeique! que en esta ciudad hay un hombre llamado Abulcassem que supera a los reyes en generosidad, en mano abierta y en magnificencia?"
Y contestó el viejo portero, meneando la cabeza con aire suficiente: "¡Alah haga descender sobre él Sus bendiciones! ¿Qué hombre no ha sentido los efectos de su generosidad? ¡Por mi parte, ya sidi! aun cuando en mi cara tuviera cien bocas y en cada una cien lenguas y en cada lengua un tesoro de elocuencia, no podría hablarte como es debido de la admirable generosidad del señor Abulcassem!"
Y luego, como llegaran de viaje con sus fardos otros mercaderes, el portero del khan no tuvo
tiempo de ser más explícito. Y Harún se vió obligado a alejarse, y subió a reponer sus fuerzas y a descansar algo aquella noche.
Al día siguiente, muy de mañana, salió del khan y fué a pasearse por los zocos. Y cuando los mercaderes hubieron abierto sus tiendas, se acercó a uno de ellos, al que le pareció el de más importancia, y le rogó que le indicara el camino que conducía a la morada de Abulcassem. Y el mercader, muy asombrado, le dijo: "¿De qué lejano país llegas para ignorar la morada del señor Abulcassem? ¡Aquí es más conocido que lo que fué nunca un rey en su propio imperio!" Y Harún manifestó que, en efecto, llegaba de muy lejos; pero que el objeto de su viaje era precisamente entablar conocimiento con el señor Abulcassem. Entonces el mercader ordenó a uno de sus criados que sirviera de guía al califa, diciéndole: "¡Conduce a este honorable extranjero al palacio de nuestro magnífico señor!"
Y he aquí que el tal palacio era un palacio admirable. Y estaba enteramente construido con piedras de talla en mármol jaspeado, con puertas de jade verde. Y Harún quedó maravillado de la armonía de su construcción; y al entrar en el patio vió una multitud de pequeños esclavos blancos y negros, elegantemente vestidos, que se divertían jugando en espera de las órdenes de su amo. Y abordó a uno de ellos y le dijo: "¡Oh joven! te ruego que vayas a decir al señor Abulcassem: "¡Oh mi señor! ¡en el patio hay un extranjero que ha hecho el viaje de Bagdad a Bassra con el sólo propósito de regocijarse los ojos con tu rostro bendito!" Y el joven esclavo al punto advirtió en el lenguaje y el aspecto de quien se dirigía a él que no era un hombre vulgar. Y corrió a avisar a su amo, el cual fué hasta el patio para recibir al huésped extranjero. Y después de las zalemas y los deseos de bienvenida, le cogió de la mano y le condujo a una sala que era hermosa por sí propia y por su perfecta arquitectura.
Y en cuanto estuvieron sentados en el amplio diván de seda bordada de oro que daba vuelta a la sala, entraron doce esclavos blancos, jóvenes y muy hermosos, cargados con vasos de ágata y de cristal de roca. Y los vasos estaban enriquecidos de gemas y de rubíes y llenos de licores exquisitos. Luego entraron doce jóvenes como lunas, que llevaban fuentes de porcelana llenas de frutas y de flores las unas, y grandes copas de oro llenas de sorbetes de nieve de un sabor excelente las otras. Y aquellos jóvenes esclavos y aquellas jóvenes miraron si estaban en su punto los licores, los sorbetes y los demás refrescos antes de presentárselos al huésped de su señor. Y probó Harún aquellas diversas bebidas, y aunque estaba acostumbrado a las cosas más deliciosas de todo el Oriente, hubo de confesar que jamás había bebido nada comparable a ellas. Tras de lo cual, Abulcassem hizo pasar a su convidado a una segunda sala, donde estaba servida una mesa cubierta de platos de oro macizo con los manjares más delicados. Y con sus propias manos le ofreció los bocados selectos. Y a Harún le pareció extraordinario el aderezo de los tales manjares.
Luego, terminada la comida, el joven cogió de la mano a Harún y le llevó a una tercera sala, amueblada con más riqueza que las otras dos. Y unos esclavos, más hermosos que los anteriores, llevaron una prodigiosa cantidad de vasos de oro incrustados de pedrerías y llenos de toda clase de vinos, como también tazones de porcelana llenos de confituras secas y bandejas cubiertas de pasteles delicados. Y mientras Abulcassem servía a su convidado, entraron cantarinas y tañedoras de instrumentos, dando principio a un concierto que habría conmovido al granito. Y se decía Harún en el límite del entusiasmo: "¡En mi palacio tengo, ciertamente, cantarinas de voces admirables, y aun cantores como Ishak, que no ignoran ningún resorte del arte; pero ninguno de ellos podría compararse con éstas! ¡Por Alah! ¿cómo ha podido arreglarse un simple particular, un habitante de Bassra, para reunir semejante ramillete de cosas perfectas?"
Y en tanto que Harún estaba particularmente atento a la voz de una almea, cuya dulzura le encantaba, Abulcassem salió de la sala y volvió un momento después llevando en una mano una varita de ámbar y en la otra un arbolito con el tronco de plata, las ramas y las hojas de esmeraldas y las frutas de rubíes. Y en la copa de aquel árbol estaba encaramado un pavo real de una hermosura que glorificaba a quien lo había fabricado. Y dejando aquel árbol a los pies del califa, Abulcassem tocó con su varita la cabeza del pavo real. Y al punto la hermosa ave abrió sus alas y desplegó el esplendor de su cola, y se puso a girar con rapidez sobre sí misma. Y a medida que giraba esparcía por todos lados emanaciones tenues de perfumes de ámbar, de nadd, de áloe y otros olores de que estaba lleno y que embalsamaban la sala.
Pero estando Harún ocupado en contemplar el árbol y el pavo real, Abulcassem cogió con brusquedad uno y otro y se los llevó. Y Harún se resintió mucho por aquel acto inesperado, y dijo para sí: "¡Por Alah! ¡qué cosa tan extraña! ¿Y qué significa todo esto? ¿Y es así como se portan los huéspedes con sus invitados? Me parece que este joven no sabe hacer las cosas tan bien como Giafar me hizo presumir. Me quita el árbol y el pavo real cuando me ve ocupado precisamente en mirarlos. Sin duda alguna teme que yo le ruegue que me lo regale. ¡Ah! no me pesa haber comprobado por mí mismo esa famosa generosidad que, según mi visir, no tiene igual en el mundo!"
Mientras asaltaban el espíritu del califa estos pensamientos, el joven Abulcassem volvió a la sala. Y le acompañaba un joven esclavo tan hermoso como el sol. Y aquel amable niño llevaba un traje de brocato de oro realzado con perlas y diamantes. Y tenía en el mano una copa hecha de un solo rubí y llena de un vino de púrpura. Y se acercó a Harún, y después de besar la tierra entre sus manos le presentó la copa. Y Harún la cogió y se la llevó a los labios. Pero ¡cual no sería su asombro cuando, tras de beberse el contenido, advirtió, al devolvérsela al lindo esclavo, que todavía estaba llena hasta el borde! Así es que la cogió otra vez de manos del niño, y llevándosela a la boca la vació hasta la última gota. Luego se la entregó al esclavito, observando que de nuevo se llenaba sin que nadie vertiese nada dentro.
Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa. . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 823ª NOCHE
Ella dijo:
. . . Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa, y no pudo por menos de preguntar a que obedecía. Y Abulcassem contestó: "Señor, nada tiene de asombroso. ¡Esta copa es obra de un antiguo sabio que poseía todos los secretos de la tierra!" Y habiendo pronunciado estas palabras, cogió de la mano al niño y salió de la sala con precipitación. Y el impetuoso Harún se indignó ya. Y pensó: "¡Por vida de mi cabeza! o este joven ha perdido la razón, o lo que todavía es peor, no ha conocido nunca los miramientos que se deben al huésped y las buenas maneras. Me trae todas esas curiosidades sin que yo se las pida, las ofrece a mis ojos, y cuando advierte que me gusta verlas se las lleva. ¡Por Alah, que jamás vi nadie tan mal educado y tan grosero! ¡Maldito Giafar! ¡Ya te enseñaré, si Alah quiere, a juzgar a los hombres y a revolver la lengua en la boca antes de hablar!"
En tanto que Al-Raschid se hacía estas reflexiones acerca del carácter de su huésped, le vió entrar en la sala por tercera vez. Y a algunos pasos de él le seguía una joven como no se encontraría más que en los jardines del Edén. Y estaba toda cubierta de perlas y de pedrerías y aun más ataviada con su belleza que con sus galas. Y al verla, Harún se olvidó del árbol, del pavo real y de la copa inagotable, y sintió que el encanto le penetraba el alma. Y después de hacerle una profunda reverencia, la joven fué a sentarse entre sus manos, y en un laúd hecho de madera de áloe, de marfil, de sándalo y de ébano, se puso a tocar de veinticuatro maneras diferentes, con un arte tan perfecto, que Al-Raschid no pudo contener su admiración, y exclamó: "¡Oh jovenzuela! ¡cuán digna de envidia es tu suerte!" Pero en cuanto Abulcassem notó que su convidado estaba encantado de la joven, la cogió de la mano al punto y se la llevó de la sala con presteza.
Cuando el califa vió aquella conducta de su huésped, quedó extremadamente mortificado, y temiendo dejar estallar su resentimiento, no quiso permanecer más tiempo en una morada donde se le recibía de manera tan extraña. Así es que, en cuanto el joven volvió a la sala, le dijo, levantándose: "¡Oh generoso Abulcassem! estoy muy confundido, en verdad, de la manera como me has tratado, sin conocer mi rango y mi condición. Permíteme, pues, que me retire y te deje tranquilo, sin abusar por más tiempo de tu munificencia". Y por temor a molestarle, no quiso el joven oponerse a su deseo, y haciéndole una graciosa reverencia, le condujo hasta la puerta de su palacio, pidiéndole perdón por no haberle recibido tan magníficamente como se merecía.
Y Harún emprendió de nuevo el camino de su khan, pensando con amargura: "¡Qué hombre tan lleno de ostentación ese ese Abulcassem! Se complace en poner de manifiesto sus riquezas a los ojos de los extraños para satisfacer su orgullo y su vanidad. Si en eso estriba su largueza, seré yo un insensato y un ciego. ¡Pero no! En el fondo, ese hombre no es más que un avaro de la especie más detestable. ¡Y pronto sabrá Giafar lo que cuesta engañar a su soberano con la más vulgar mentira!"
Y reflexionando de tal suerte, Al-Raschid llegó a la puerta del khan. Y vió en el patio de entrada un gran cortejo en forma de media luna, compuesto de un número considerable de jóvenes esclavos blancos y negros, los blancos a un lado y los negros a otro. Y en el centro de la media luna se mantenía la hermosa joven del laúd que le había encantado en el palacio de Abulcassem, teniendo a su derecha al amable niño cargado con la copa de rubíes y a su izquierda a otro muchacho, no menos simpático y hermoso, cargado con el árbol de esmeraldas y el pavo real.
No bien Al-Raschid franqueó la puerta del khan, todos los esclavos se prosternaron en el suelo,
y la exquisita joven avanzó entre sus manos y le presentó en un cojín de brocato un rollo de papel de seda. Y Al-Raschid, muy sorprendido de todo aquello, cogió la hoja, la desenrolló, y vió que contenía estas líneas:
"La paz y la bendición para el huésped encantador cuya llegada honró nuestra morada y la perfumó. Y ahora, ¡oh padre de los convidados graciosos! dígnate posar tu vista en los escasos objetos sin valor que envía a tu señoría nuestra mano de poco alcance, y admitirlos de parte nuestra como humilde homenaje de nuestra lealtad para con el que ha iluminado nuestro techo. Hemos notado, en efecto, que los diversos esclavos que forman el cortejo, los dos muchachos y la joven, así como el árbol, la copa y el pavo real, no han desagradado de particular manera a nuestro convidado; y por eso le suplicamos que los considere como si siempre le hubiesen pertenecido. Por lo demás, de Alah viene todo y a El retorna todo. ¡Uassalam!"
Cuando Al-Raschid hubo acabado de leer esta carta y hubo comprendido todo su sentido y todo su alcance, quedó extremadamente maravillado de semejante largueza, y exclamó: "¡Por los méritos de mis antecesores (¡Alah honre sus rostros!), convengo en que he juzgado mal al joven Abulcassem! ¿Qué eres tú, liberalidad de Al-Raschid, al lado de semejante liberalidad? ¡Caigan sobre tu cabeza las bendiciones de Alah, ¡oh visir mío Giafar! que eres causa de que yo me haya curado de mi falso orgullo y de mi arrogancia! ¡He aquí que, en efecto, sin la menor pena y sin que parezca molestarle lo más mínimo, un simple particular acaba de exceder en generosidad y en munificencia al monarca más rico de la tierra!" Luego, recapacitando de pronto, pensó: "Bueno; pero, por Alah, ¿cómo un simple particular puede ofrecer tales presentes, y dónde ha podido procurarse o encontrar tantas riquezas? ¿Y cómo es posible que un hombre lleve en mis Estados una vida más fastuosa que la de los reyes sin que sepa yo por qué medio ha llegado a semejante grado de riqueza? ¡Es preciso, en verdad, que sin tardanza, y aun a riesgo de parecer inoportuno, vaya a comprometerle para que me descubra cómo ha podido reunir una fortuna tan prodigiosa!"
Al punto, dominado por la impaciencia de satisfacer su curiosidad, dejando en el khan a sus nuevos esclavos y lo que le llevaban, Al-Raschid volvió al palacio de Abulcassem. Y cuando estuvo en presencia del joven, le dijo, después de las zalemas:
"¡Oh mi generoso señor! ¡Alah aumente sobre ti Sus beneficios y haga durar los favores de que te ha colmado! Pero son tan considerables los presentes que me ha hecho tu mano bendita, que temo, al aceptarlos, abusar de mi calidad de convidado y de tu generosidad sin igual. ¡Permite, pues, que, sin temor a ofenderte, me sea dable devolvértelos, y que, encantado de tu hospitalidad, vaya a Bagdad, mi ciudad, a publicar tu magnificencia!"
Pero Abulcassem contestó con un aire muy afligido: "Al hablar así, señor, sin duda es porque tienes algún motivo de queja de mi recibimiento, o acaso porque mis presentes te han desagradado por su poca importancia. De no ser así no habrías vuelto desde tu khan para hacerme sufrir esta afrenta". Y Harún, disfrazado siempre de mercader, contestó: "Alah me libre de responder a tu hospitalidad con semejante proceder, ¡oh más que generoso Abulcassem! ¡Mi venida obedece únicamente al escrúpulo que me asalta al verte prodigar así objetos tan raros a extranjeros a quienes has visto por primera vez, y a mi temor de ver agotarse, sin que recojas de ello la satisfacción que mereces, un tesoro que, por muy inagotable que sea, debe tener un fondo!"
Al oír estas palabras de Al-Raschid, Abulcassem no pudo por menos de sonreír, y contestó: "Calma tus escrúpulos, ¡oh mi señor! si verdaderamente es ése el motivo que me ha procurado el placer de tu visita. Has de saber, en efecto, que todos los días de Alah pago las deudas que tengo con el Creador (¡glorificado y exaltado sea!), haciendo a los que llaman a mi puerta uno o dos o tres regalos equivalentes a los que están entre tus manos. Porque el tesoro que me concedió el Distribuidor de riquezas es un tesoro sin fondo". Y como viera reflejarse un asombro grande en las facciones de su huésped, añadió: "¡Ya veo, ¡oh mi señor! que es preciso que te haga confidente de ciertas aventuras de mi vida y que te cuente la historia de ese tesoro sin fondo, que es una historia tan asombrosa y tan prodigiosa, que si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo serviría de enseñanza a quien la leyera con atención!"
Y tras de hablar así, el joven Abulcassem cogió de la mano a su huésped y le condujo a una sala llena de frescura, donde perfumaban el aire varios pebeteros muy gratos y donde se veía un amplio trono de oro con ricos tapices para los pies. Y el joven hizo subir a Harún al trono, se sentó a su lado y empezó de la manera siguiente su historia: "Has de saber, ¡oh mi señor! (¡Alah es señor de todos nosotros!) que soy hijo de un gran joyero, oriundo de El Cairo, que se llamaba Abdelaziz. Pero, aunque nacido en El Cairo, como su padre y su abuelo, mi padre no había vivido toda su vida en su ciudad natal. Porque poseía tantas riquezas, que, temiendo atraerse la envidia y la codicia del sultán de Egipto, que en aquel tiempo era un tirano sin remedio, se vió obligado a dejar su país y a venir a establecerse en esta ciudad de Bassra, a la sombra tutelar de los Bani-Abbas. (¡Qué Alah extienda sobre ellos sus bendiciones!) Y mi padre no tardó en casarse con la hija única del mercader más rico de la ciudad. Y yo nací de este matrimonio bendito. Y antes de mí y después de mí no vino a aumentar la genealogía ningún otro fruto. De modo que, al incautarme de todos los bienes de mi padre y de mi madre después de su muerte (¡Alah les conceda la salvación y esté satisfecho de ellos!), tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 824ª NOCHE
Ella dijo:
"...tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas. Pero como me gustaba el dispendio y la prodigalidad, me dediqué a vivir con tanta profusión, que en menos de dos años se vió disipado todo mi patrimonio. ¡Porque, ¡oh mi señor! de Alah nos viene todo y a El vuelve todo! Entonces, viéndome en un estado de completa penuria, me puse a reflexionar sobre mi conducta pasada. Y pensando en la vida y el papel que había hecho en Bassra, resolví dejar mi ciudad natal para ir a pasar en otra parte días miserables: que la pobreza es más soportable ante ojos extraños. Vendí, pues, mi casa, única hacienda que me quedaba, y me agregué a una caravana de mercaderes, con los cuales fui primero a Mossul y luego a Damasco. Tras de lo cual atravesé el desierto para ir en peregrinación a la Meca; y desde allí volví al gran Cairo, cuna de nuestra raza y de nuestra familia.
Y he aquí que, estando yo en aquella ciudad de hermosas casas y de mezquitas innumerables, rememoré que allí era donde había nacido Abdelaziz, el rico joyero, y al recordarlo no pude por menos de lanzar profundos suspiros y de llorar. Y me figuré el dolor de mi padre si hubiese visto la deplorable situación de su hijo único y heredero. Y preocupado con estos pensamientos que me enternecían, llegué, paseando, a orillas del Nilo, por detrás del palacio del sultán. Y he aquí que en una ventana apareció una cabeza arrebatadora, que me dejó inmóvil mirándola. Pero de repente se retiró, y no vi nada más. Y permanecí allí con beatitud hasta la noche, esperando en vano una nueva aparición. Y acabé por retirarme, aunque muy a mi pesar, e ir a pasar la noche en el khan donde paraba.
Pero al día siguiente, como se ofrecieran a mi espíritu sin cesar las facciones de la jovenzuela, no dejé de apostarme debajo de la ventana consabida. Pero fueron vanas mi paciencia y mi esperanza, pues no se mostró el delicioso rostro, si bien se estremeció un poco la cortina de la ventana, y creí adivinar tras de la celosía un par de ojos babilónicos. Y aquella abstención me afligió mucho, sin desanimarme, no obstante, porque no dejé de volver al mismo sitio al día siguiente.
¡Y cuál no sería mi emoción cuando vi entreabrirse la celosía y descorrerse la cortina para dejar aparecer la luna llena de su rostro! Y me apresuré a prosternarme con la faz contra la tierra, y levantándome después, dije: "¡Oh dama soberana! soy un extranjero llegado hace poco a El Cairo y que ha inaugurado su entrada en esta ciudad con la contemplación de tu belleza. ¡Ojalá que el Destino, que me ha conducido de la mano hasta aquí, acabe su obra con arreglo a los deseos de tu esclavo!" Y me callé, esperando la respuesta. Y en vez de contestarme, la joven mostró una actitud tan asustadiza, que no supe si debía permanecer allí o echar a correr. Y me decidí a permanecer en mi puesto aún, insensible a todos los peligros que pudiera correr. Hice bien, pues de pronto la joven se inclinó sobre el alféizar de su ventana, y me dijo con voz temblorosa: "Vuelve a medianoche. ¡Pero huye ahora cuanto antes!" Y tras estas palabras, desapareció con precipitación y me dejó en el límite del asombro, del amor y del júbilo. Y al instante me olvidé de mis desgracias y de mi penuria. Y me apresuré a volver a mi khan para mandar llamar al barbero público, que se dedicó a afeitarme la cabeza, los sobacos y las ingles, a arreglarme y a hermosearme. Luego fui al hammam de los pobres, en donde, por algunas monedas, tomé un baño perfecto y me perfumé y me refresqué para salir de allí completamente aseado y con el cuerpo ligero como una pluma.
Así es que, cuando llegó la hora indicada, a favor de las tinieblas me puse debajo de la ventana del palacio. Y encontré una escala de seda que colgaba desde aquella ventana hasta el suelo. Y como a la sazón no tenía nada que perder más que una vida a la que no me ataba ya ningún lazo y que carecía de sentido, trepé por la escala y penetré por la ventana al aposento. Atravesé rápidamente dos habitaciones y llegué a otra, en donde, sobre un lecho de plata, estaba tendida, sonriendo, la que yo esperaba. ¡Ah, señor mercader, huésped mío, qué encanto era aquella obra del Creador! ¡Qué ojos y qué boca! A su vista sentí que se me huía la razón, y no pude pronunciar ni una palabra. Pero se incorporó ella a medias, y con una voz más dulce que el azúcar cande me dijo que me acomodara a su lado en el lecho de plata. Luego me preguntó con interés quién era. Y le conté mi historia con toda sinceridad desde el principio hasta el fin, sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad en repetirla.
Y he aquí que la joven, que me había escuchado con mucha atención, pareció realmente conmovida de la situación a que hubo de reducirme el Destino. Y al ver yo aquello, exclamé: "¡Oh mi señora! ¡por muy desgraciado que yo sea, ceso de estar quejoso, ya que eres lo bastante buena para compadecerte de mis desgracias!" Y ella tuvo la respuesta oportuna, e insensiblemente nos enredamos en una charla que cada vez se hizo más tierna e íntima. Y acabó ella por declararme que, por su parte, había sentido cierta inclinación hacia mí al verme. Y exclamé: "¡Loores a Alah, que enternece los corazones y dulcifica los ojos de las gacelas!" A lo cual tuvo ella también la respuesta oportuna, y añadió: "¡Ya que me has enterado de quién eres, Abulcassem, no quiero que sigas ignorando quién soy yo!"
Y tras de quedarse silenciosa un momento, dijo: "Sabe, ¡oh Abulcassem! que soy la esposa favorita del sultán y que me llamo Sett Labiba. Pero a pesar de todo el lujo con que vivo aquí, no soy dichosa. Porque, además de estar rodeada de rivales celosas y prontas a perderme, el sultán, que me ama, no puede llegar a satisfacerme, pues Alah, que distribuye la potencia a los gallos, se olvidó de él al hacer la distribución. Y por eso, al verte bajo mi ventana, lleno de valor y desdeñando el peligro, me pareció que eras un hombre potente. Y te he llamado para hacer la experiencia. ¡De ti, pues, depende ahora demostrarme que no me equivoqué en mi elección y que tu gallardía es igual a tu temeridad!"
Entonces, ¡oh mi señor! yo, que no necesitaba que me incitasen a obrar, puesto que no había ido allí más que para eso, no quise perder un tiempo precioso cantando versos, como es costumbre en tales circunstancias, y me apresté al asalto. Pero en el mismo momento en que nuestros brazos se enlazaban, llamaron fuertemente a la puerta de la habitación. Y la bella Labiba me dijo muy asustada: "Nadie tiene derecho para llamar así no siendo el sultán: ¡Estamos vencidos y perdidos sin remedio!"
Al punto pensé en la escala de la ventana para escaparme por donde había subido. Pero quiso la suerte que precisamente llegase el sultán por aquel lado; y no me quedaba ninguna probabilidad de fuga. Así es que, tomando el único partido que me quedaba, me escondí debajo del lecho de plata, mientras la favorita del sultán se levantaba para abrir.
Y en cuanto la puerta estuvo abierta, entró el sultán seguido de sus eunucos, y antes de que yo tuviese tiempo siquiera para darme cuenta de lo que iba a suceder, me sentí cogido debajo del lecho por veinte manos terribles y negras, que me sacaron como a un fardo y me levantaron del suelo. Y aquellos eunucos corrieron cargados conmigo hasta la ventana, en tanto que otros eunucos negros, cargados con la favorita, ejecutaban la misma maniobra hacia otra ventana. Y todas las manos a la vez soltaron su carga, precipitándonos ambos desde lo alto del palacio al Nilo.
Y he aquí que estaba escrito en mi destino que yo tenía que escapar a la muerte por ahogo. Por eso, aunque aturdido por la caída, después de ir a parar al fondo del río logré salir a la superficie del agua y ganar, a favor de la oscuridad, la ribera opuesta al palacio. Y libre ya de un peligro tan grande, no quise irme sin haber intentado extraer a aquella cuya pérdida fué debida a mi imprudencia, y entré en el río con más bríos que había salido, y me sumergí y me volví a sumergir diversas veces para ver si daba con ella. Pero fueron vanos mis propositos, y como me faltaban las fuerzas, me vi en la necesidad de ganar tierra otra vez para salvar mi alma. Y muy triste, me lamenté por la muerte de aquella encantadora favorita, diciéndome que no debí acercarme a ella estando bajo la influencia de la mala suerte, ya que la mala suerte es contagiosa.
Así es que, penetrado de dolor y abrumado de remordimientos, me apresuré a huir de El Cairo y de Egipto y a tomar el camino de Bagdad, la ciudad de paz.
Y he aquí que Alah me escribió la seguridad, y llegué a Bagdad sin contratiempos, pero en una situación muy triste, porque estaba sin dinero y de toda mi fortuna anterior me quedaba un dinar de oro justo en el fondo de mi cinturón. Y no bien fui al zoco de los cambistas, cambié mi dinar en monedas pequeñas, y para ganarme la vida compré una bandeja de mimbre y confituras, manzanas de olor, bálsamos, dulces secos y rosas. Y me puse a pregonar mi mercancía a la puerta de las tiendas, vendiendo todos los días y ganando para el sustento del día siguiente.
Y he aquí que este pequeño comercio me daba buen resultado, porque yo tenía una voz hermosa y no pregonaba mi mercancía como los mercaderes de Bagdad, sino cantando en vez de gritar. Y un día en que cantaba con una voz más clara aún que de costumbre, un venerable jeique, propietario de la tienda más hermosa del zoco, me llamó, escogió una manzana de olor de mi bandeja, y tras de aspirar su perfume repetidamente, mirándome con atención, me invitó a sentarme junto a él. Y me senté, y me hizo diversas preguntas, inquiriendo quién era y cómo me llamaba. Pero yo, muy apurado por sus preguntas, contesté: "¡Oh mi señor! relévame de hablar de cosas de que no puedo acordarme sin avivar heridas que el tiempo empieza a cerrar. ¡Porque el solo hecho de pronunciar mi propio nombre sería para mí un sufrimiento!" Y debí pronunciar estas palabras suspirando y con un acento tan triste, que el anciano no quiso ni apremiarme a ello. Al punto cambió de conversación, limitándose a preguntar sobre la venta y compra de mis confituras; luego, despidiéndose de mí, sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 825ª NOCHE
Ella dijo:
". . . sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo.
Y he aquí que alabé con toda mi alma a aquel venerable jeique, cuya liberalidad resultaba para mí más preciosa dada mi penuria, y pensé en que los señores más dignos de consideración a quienes tenía yo costumbre de presentar mi bandeja de mimbre jamás me habían dado la centésima parte de lo que acababa de recibir de aquella mano, que no dejé de besar con respeto y gratitud. Y al día siguiente, aunque no estaba muy seguro de las intenciones de mi bienhechor de la víspera, no dejé tampoco de ir al zoco. Y en cuanto me advirtió él, me hizo seña de que me acercara, y cogió un poco de incienso de mi bandeja. Luego me hizo sentar muy cerca de él, y tras de algunas preguntas y respuestas, me invitó con tanto interés a contarle mi historia, que aquella vez no pude defenderme sin que se enfadara. Le enteré, pues, de quién era y de todo lo que me había ocurrido, sin ocultarle nada. Y cuando le hube hecho esta confidencia, me dijo, con una gran emoción en la voz: "¡ Oh hijo mío! en mí encontrarás un padre más rico que Abdelaziz (¡Alah esté satisfecho de él!) y que no sentirá por ti menos afecto. Como no tengo hijos ni esperanzas de tenerlos, te adopto. ¡Así, pues, ¡oh hijo mío! calma tu alma y refresca tus ojos, porque, si Alah quiere, vas a olvidar junto a mí tus pasados males!"
Y habiendo hablado así, me besó y me estrechó contra su corazón. Luego me obligó a tirar mi bandeja de mimbre con su contenido, cerró su tienda, y cogiéndome de la mano me condujo a su morada, donde me dijo: "Mañana partiremos para la ciudad de Bassra, que también es mi ciudad, y donde quiero vivir contigo en adelante, ¡oh hijo mío!"
Y efectivamente, al otro día tomamos juntos el camino de Bassra, mi ciudad natal, adonde llegamos sin contratiempo, gracias a la seguridad de Alah. Y cuantos me encontraban y me reconocían se regocijaban de verme convertido en hijo adoptivo de un mercader tan rico.
En cuanto a mí, no tengo para qué decirte, señor, que puse toda mi inteligencia y todo mi saber en complacer al anciano. Y estaba él encantado de mis complacencias para con su persona, y me decía a menudo: "Abulcassem, ¡qué día tan bendito fué el de nuestro encuentro en Bagdad! ¡Cuán hermoso es mi destino, que te puso en mi camino, ¡oh hijo mío! ¡Y cuán digno eres de mi afecto, de mi confianza y de lo que he hecho por ti y pienso hacer para tu porvenir!" Y estaba yo tan conmovido por los sentimientos que me demostraba él, que, a pesar de la diferencia de edad, le quería verdaderamente y me adelantaba a todo lo que pudiera complacerle. Así, por ejemplo, en vez de ir a divertirme con los jóvenes de mi edad, le hacía compañía, sabiendo que le hubiera dado celos la menor cosa o el menor gesto que no tuviese destinado para él.
Y he aquí, que al cabo de un año, mi protector se sintió aquejado, por orden de Alah, de una enfermedad gravísima, hasta el punto de que todos los médicos desesperaron de curarle. Así es que se apresuró a llamarme a su lado, y me dijo: "Sea contigo la bendición, ¡oh hijo mío Abulcassem! Me has dado la felicidad en el transcurso de un año entero, mientras que la mayoría de los hombres apenas pueden contar con un día feliz en toda su vida. Hora es ya, pues, antes de que la Separadora venga a detenerse a mi cabecera, de que pague yo las muchas deudas que contraje contigo. Sabe, pues, hijo mío, que tengo que revelarte un secreto cuya posesión te hará más rico que todos los reyes de la tierra. Porque, si no tuviera yo por toda hacienda más que esta casa con las riquezas que contiene, me parecería que sólo te dejaba una fortuna exigua; pero todos los bienes que he amontonado en el curso de mi vida, aunque considerables para un mercader, no son nada en comparación del tesoro que quiero descubrirte. No te diré desde cuándo, por quién, ni de qué manera se encuentra en nuestra casa el tesoro, pues lo ignoro. Todo lo que sé es que es muy antiguo. ¡Mi abuelo, al morir, se lo descubrió a mi padre, quien también me hizo la misma confidencia pocos días antes de su muerte!"
Y tras de hablar así, el anciano se inclinó a mi oído, mientras lloraba yo al ver que se le escapaba la vida, y me enteró del sitio de la morada en que estaba el tesoro. Luego me aseguró que por muy grande que fuese la idea que pudiera yo formarme de las riquezas que encerraba, me parecerían más considerables todavía de lo que me figuraba. Y añadió: "Y hete aquí, ¡oh hijo mío! dueño absoluto de todo eso. Ten muy abierta la mano, sin temor a llegar nunca a agotar lo que no tiene fondo. ¡Sé dichoso! ¡Uassalam!" Y habiendo pronunciado estas últimas palabras, falleció en la paz. (¡Que Alah le tenga en Su misericordia y extienda a él Sus bendiciones!).
Y he aquí que, después de haber cumplido con él los últimos deberes, como único heredero, tomé posesión de todos sus bienes, y fui a ver al tesorero sin tardanza. Y deslumbrado, pude comprobar que mi difunto padre adoptivo no había exagerado su importancia; y me dispuse a hacer de ello el mejor uso posible.
En cuanto a todos los que me conocían y habían asistido a mi primera ruina, quedaron convencidos en seguida de que iba a arruinarme por segunda vez. Y se dijeron entre sí: "Aun cuando el pródigo Abulcassem tuviera todos los tesoros del Emir de los Creyentes, los disiparía sin vacilar". Así es que cuál no fué su asombro cuando, en lugar de ver en mis negocios el menor desorden, advirtieron que, por el contrario, eran más florecientes cada día. Y no llegaban a concebir cómo podía aumentar mi hacienda prodigándola, máxime cuando veían que cada vez hacía yo gastos más extraordinarios, y que tenía a mis expensas a todos los extranjeros de paso por Bassra, albergándolos como a reyes.
Así es que pronto corrió por la ciudad el rumor de que yo había encontrado un tesoro, y no fué preciso más para atraer sobre mí la codicia de las autoridades. En efecto, no tardó el jefe de policía en venir un día a buscarme, y después de recapacitar algún tiempo, me dijo "¡Señor Abulcassem, mis ojos ven y mis oídos oyen! Pero como ejerzo mis funciones para vivir, mientras que tantos otros viven para ejercer funciones, no vengo a pedirte cuenta de la vida fastuosa que llevas y a interrogarte por un tesoro que tanto interés tienes en guardar. Vengo a decirte sencillamente que si soy un hombre avisado se lo debo a Alah y no me enorgullezco de ello. Pero el pan está caro y nuestra vaca ya no da leche". Y comprendiendo yo el motivo del paso que daba, le dije: "¡Oh padre de los hombres de ingenio! ¿cuánto te hace falta para comprar pan a tu familia y reemplazar la leche que ya no da tu vaca?" El contestó: "Nada más que diez dinares de oro al día, ¡oh mi señor!" Yo dije: "Eso no es bastante, y quiero darte ciento al día. ¡Y a tal fin no tendrás más que venir aquí a primeros de cada mes, y mi tesorero te contará los tres mil dinares necesarios a tu subsistencia!" Al oírlo, quiso él besarme la mano, pero me defendí de ello, sin olvidar que todos los dones son un préstamo del Creador. Y se marchó, invocando sobre mí las bendiciones.
Y he aquí que, al otro día de la visita del jefe de policía, el kadí me hizo llamar a su casa y me dijo: "¡Oh joven! Alah es el dueño de los tesoros y le corresponde por derecho la quinta parte de ellos. ¡Paga, pues, la quinta parte de tu tesoro y serás el tranquilo poseedor de las otras cuatro partes!" Yo contesté: "No sé qué quiere significar nuestro amo el kadí a su servidor. Pero me comprometo a darle todos los días, para los pobres de Alah, mil dinares de oro, a condición de que me dejen en paz". Y el kadí aprobó mis palabras y aceptó mi proposición.
Pero, algunos días más tarde, vino un guardia a buscarme de parte del walí de Bassra. Y cuando estuve en su presencia, el walí, que me había acogido con una actitud benévola, me dijo: "¿Me crees lo bastante injusto para quitarte tu tesoro si me lo enseñaras?" Y yo contesté:
"¡Alah prolongue mil años los días de nuestro amo el walí! Pero, aunque me arranque la carne con tenazas al rojo, no descubriré el tesoro que está, efectivamente, en mi poder. Sin embargo, consiento en pagar cada día a nuestro amo el walí dos mil dinares de oro para los menesterosos que conozca". Y ante una oferta que le pareció tan considerable, el walí no vaciló en aceptar mi proposición, y me despidió después de colmarme de atenciones.
Y desde entonces pago fielmente a estos tres funcionarios el tributo diario que les he prometido. Y en cambio, me dejan ellos que lleve la vida de largueza y de generosidad para la cual he nacido. ¡Y ése es, ¡oh mi señor! el origen de una fortuna que ya veo que te asombra y cuya cuantía no conoce nadie más que tú!"
Cuando el joven Abulcassem hubo acabado de hablar, el califa, en el límite del deseo de ver al
maravilloso tesoro, dijo a su huésped: "¡Oh generoso Abulcassem! ¿es realmente posible que haya en el mundo un tesoro que tu generosidad no sea capaz de agotar pronto? No, por Alah, no puedo creerlo, y si no fuera exigir demasiado de ti, te rogaría que me lo enseñaras, jurándote por los derechos sagrados de la hospitalidad, sobre mi cabeza y por cuanto pueda hacer inviolable un juramento, que no abusaré de tu confianza y que tarde o temprano sabré corresponder a este favor único".
Al oír estas palabras del califa, a Abulcassem se le cambió el color y se le demudó la fisonomía, y contestó con triste acento: "Mucho me aflige, señor, que tengas esa curiosidad, que no puedo satisfacer más que con condiciones muy desagradables, aunque tampoco puedo decidirme a dejarte partir de mi casa con un deseo reconcentrado y un anhelo sin satisfacer. Así, pues, será preciso que te vende los ojos y que te conduzca, tú sin armas y con la cabeza descubierta, y yo con la cimitarra en la mano, pronto a descargarla sobre ti si intentas violar las leyes de la hospitalidad. No obstante, bien sé que, aun obrando así, cometo una imprudencia grande y que no debería ceder a tu pretensión. ¡En fin, sea como está escrito para nosotros en este día bendito! ¿Estás dispuesto a aceptar mis condiciones?"
El califa contestó: "Estoy dispuesto a seguirte y acepto esas condiciones y otras mil semejantes. Y te juro por el Creador del cielo y de la tierra que no te arrepentirás de haber satisfecho mi curiosidad. ¡Por lo demás, apruebo tus precauciones y ni por asomo me ofendo por ellas!"
Inmediatamente Abulcassem le puso una venda en los ojos, y cogiéndole de la mano le hizo bajar por una escalera disimulada a un jardín de vasta extensión. Y allí, después de varias vueltas por las avenidas que se entrecruzaban, le hizo penetrar en un profundo y espacioso subterráneo cuya entrada tapaba una gran piedra a ras del suelo. Y pasaron a un largo corredor en cuesta, que se abría en una gran sala sonora. Y Abulcassem quitó la venda al califa, que vió maravillado aquella sala iluminada sólo con el resplandor de los carbunclos incrustados en todas las paredes, así como en el techo. Y en medio de aquella sala se veía un estanque de alabastro blanco de cien pies de circunferencia lleno de monedas de oro y de cuantas joyas pueda soñar el cerebro más exaltado. Y alrededor de aquel estanque brotaban, como flores que surgieran de un suelo milagroso, doce columnas de oro que sostenían otras tantas estatuas de gemas de doce colores.
Y Abulcassem condujo al califa al borde del estanque, y le dijo: "Ya ves este montón de dinares de oro y de joyas de todas formas y de todos colores. ¡Pues bien; todavía no ha bajado más que dos dedos, aunque la profundidad del estanque es insondable! ¡Pero no hemos terminado!" Y le condujo a una segunda sala, semejante a la primera por la refulgencia de las paredes, pero más vasta aún, con un estanque en medio lleno de piedras talladas y de piedras en cabujones, y sombreado por dos hileras de árboles análogos al que le había regalado. Y por la bóveda de aquella sala corría en letras brillantes esta inscripción:
"No tema el dueño de este tesoro agotarlo; no podría dar fin a él. ¡Mejor es que lo utilice para llevar una vida agradable y para adquirir amigos, porque la vida es una y no vuelve, y vida sin amigos no es vida!"
Tras de lo cual Abulcassem todavía hizo visitar a su huésped otras varias salas que en nada desmerecían de las anteriores; luego, al ver que ya estaba fatigado de contemplar tantas cosas deslumbradoras, le condujo fuera del subterráneo, tras de vendarle los ojos, empero.
Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 826ª NOCHE
Ella dijo:
... Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor! después de lo que acabo de ver, y a juzgar por la joven esclava y los dos amables muchachos que me has dado, entiendo que no solamente debes ser el hombre más rico de la tierra, sino indudablemente el hombre más dichoso. ¡Porque en tu palacio debes poseer las más hermosas hijas de Oriente y las jóvenes más hermosas de las islas del mar!" Y contestó tristemente el joven: "¡Cierto ¡oh mi señor! que en mi morada tengo esclavas de una belleza notable; pero ¿me es dado amarlas a mí, cuya memoria llena la querida desaparecida, la dulce, la encantadora, la que por causa mía fué precipitada en las aguas del Nilo? ¡Ah! ¡mejor quisiera no tener por toda fortuna más que la contenida en el cinturón de un mandadero de Bassra y poseer a Labiba, la sultana favorita, que vivir sin ella con todos mis tesoros y todo mi harén!" Y el califa admiró la constancia de sentimientos del hijo de Abdelaziz; pero le exhortó a esforzarse cuanto pudiera para sobreponerse a sus penas. Luego le dió gracias por el magnífico recibimiento que le había hecho, y se despidió de él para volverse a su khan, habiéndose asegurado de tal suerte por sí mismo de la verdad de los asertos de su visir Giafar, a quien había hecho arrojar a un calabozo. Y emprendió otra vez al día siguiente el camino de Bagdad con todos los servidores, la joven, los dos mozalbetes y todos los presentes que debía a la generosidad sin par de Abulcassem.
Y he aquí que, no bien estuvo de regreso en palacio, Al-Raschid se apresuró a poner de nuevo en libertad a su gran visir Giafar, y para demostrarle cuánto sentía el haberle castigado de manera preventiva, le dió de regalo a los dos mozalbetes y le devolvió toda su confianza. Luego, tras de contarle el resultado de su viaje, le dijo: "¡Y ahora, ¡oh Giafar! dime qué debo hacer para corresponder al buen comportamiento de Abulcassem ! Ya sabes que el agradecimiento de los reyes debe superar al bien que se les haga. Si me limitara a enviar al magnífico Abulcassem lo más raro y más precioso que tengo en mi tesoro, sería poca cosa para él. ¿Cómo vencerle, pues, en generosidad?"
Y Giafar contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡el único medio de que dispones para pagar tu deuda de agradecimiento es nombrar a Abulcassem rey de Bassra!" Y Al-Raschid contestó: "Verdad, dices, ¡oh visir mío! Ese es el único medio de corresponder con Abulcassem. ¡Y en seguida vas a partir para Bassra y a entregarle las patentes de su nombramiento, conduciéndole aquí luego para que podamos festejarle en nuestro palacio!" Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y partió sin demora para Bassra. Y Al-Raschid fué a buscar a Sett Zobeida a su aposento, y le regaló la joven, el árbol y el pavo real, sin guardar para sí más que la copa. Y la joven le pareció a Zobeida tan encantadora, que dijo a su esposo, sonriendo, que la aceptaba con más gusto aún que los otros presentes. Luego hizo que le narrara los detalles de aquel viaje asombroso.
En cuanto a Giafar, no tardó en volver de Bassra con Abulcassem, a quien había tenido cuidado de poner al corriente de lo que había sucedido y de la identidad del huésped que había alojado en su morada.
Y cuando entró el joven en la sala del trono, el califa se levantó en honor suyo, avanzó hacia él, sonriendo, y le besó como a un hijo. Y quiso ir por sí mismo con él hasta el hammam, honor que todavía no había otorgado a nadie desde su advenimiento al trono. Y después del baño, mientras les servían sorbetes, helados de almendras y frutas, fué allí a cantar una esclava llegada al palacio recientemente. Pero no bien hubo mirado Abulcassem el rostro de la joven esclava, lanzó un gran grito y cayó desvanecido. Y Al-Raschid, acudiendo solícito a socorrerle, le tomó en sus brazos y le hizo recobrar el sentido poco a poco.
Y he aquí que la joven cantarina no era otra que la antigua favorita del sultán de El Cairo, a quien un pescador había sacado de las aguas del Nilo y se la había vendido a un mercader de esclavos. Y aquel mercader, después de tenerla escondida en su harén mucho tiempo, la había conducido a Bagdad y se la había vendido a la esposa del Emir de los Creyentes.
Así es como Abulcassem convertido en rey de Bassra, recuperó a su bienamada y pudo en lo sucesivo vivir con ella entre delicias hasta la llegada de la Destructora de placeres, ¡la Constructora inexorable de tumbas!
"Pero no sabes ¡oh rey! -continuó Schehrazada- que esta historia es, ni por asomo, tan asombrosa y está tan llena de utilidad moral como la HISTORIA COMPLICADA DEL ADULTERINO SIMPÁTICO".
Y preguntó el rey Schahriar frunciendo las cejas: "¿De qué adulterino quieres hablar, Schehrazada?"
Y la hija del visir contestó: "¡De aquel precisamente cuya vida agitada ¡oh rey! voy a contarte!"
Y dijo:
HISTORIA COMPLICADA DEL ADULTERINO
SIMPATICO
Se cuenta -¡pero Alah es más sabio!- que en una ciudad entre las ciudades de nuestros padres árabes había tres amigos que eran genealogistas de profesión. Ya se explicará esto, si Alah quiere.
Y los tales tres amigos eran al mismo tiempo bravos entre los listos. Y era tanta su listeza, que por diversión podían quitar su bolsa a un avaro sin que se enterase. Y tenían costumbre de reunirse todos los días en una habitación de un khan aislado, que habían alquilado a este efecto, y donde, sin que se les molestara, podían concertar a su gusto la mala pasada que proyectaban jugar a los habitantes de la ciudad o la hazaña que tenían en preparación para pasar el día alegremente. Pero también hay que decir que de ordinario sus actos y gestos estaban desprovistos de maldad y llenos de oportunidad, como que sus maneras eran por cierto distinguidas y simpático su rostro. Y como les unía una amistad de hermanos enteramente, juntaban sus ganancias y se las repartían con toda equidad, fuesen considerables o módicas. Y siempre gastaban la mitad de estas ganancias en comprar haschisch para emborracharse por la noche, después de un día bien empleado. Y su borrachera ante las bujías encendidas era siempre de buena ley y jamás degeneraba en pendencias o en palabras impropias, sino al contrario. Porque el haschisch exaltaba más bien sus cualidades fundamentales y avivaba su inteligencia. Y en aquellos momentos encontraban expedientes maravillosos que, en verdad, hubiesen hecho las delicias de quien los escuchase.
Un día, cuando el haschisch hubo fermentado en su razón, les sugirió cierta estratagema de una audacia sin precedente. Porque. una vez combinado su plan, se fueron muy de mañana a las cercanías del jardín que rodeaba el palacio del rey. Y allí se pusieron a armar querella y a dirigirse invectivas de un modo ostensible, lanzándose mutuamente, contra su costumbre, las imprecaciones más violentas, y amenazándose, a vuelta de muchos gestos y ojos inyectados, con matarse o por lo menos, con ensartarse por detrás.
Cuando el sultán, que se paseaba por su jardín, hubo oído aquellos gritos y el tumulto que se alzaba, dijo: "¡Que me traigan a los individuos que hacen todo ese ruido!" Y al punto corrieron chambelanes y eunucos a apoderarse de ellos, y les arrastraron, moliéndolos a golpes, entre las manos del sultán.
Y he aquí que, en cuanto estuvieron en su presencia, el sultán, que había sido molestado en su paseo matinal por aquellos gritos intempestivos, les preguntó con cólera: "¿Quiénes sois, ¡oh forajidos!? ¿Y por qué armáis querella sin vergüenza bajo los muros del palacio de vuestro rey?" Y contestaron: "¡Oh rey del tiempo! Nosotros somos maestros de nuestro arte. Y cada uno de nosotros ejerce una profesión diferente. En cuanto a la causa de nuestro altercado -¡perdónenos nuestro señor!-, era precisamente nuestro arte. Porque discutíamos la excelencia de nuestras profesiones, y como poseemos nuestro arte a la perfección, cada cual de nosotros pretendía ser superior a los otros dos. Y de palabra en palabra nos hemos dejado invadir por la cólera; y se ha recorrido la distancia que media de ella a las invectivas y las groserías. ¡Y así fué como, olvidando la presencia de nuestro amo el sultán, nos hemos tratado mutuamente de maricas y de hijos de zorra, y de tragadores de zib! ¡Alejado sea el maligno! ¡La cólera es mala consejera, ¡oh amo nuestro! y hace perder a las gentes bien educadas el sentimiento de su dignidad! ¡Qué vergüenza sobre nuestra cabeza! ¡Sin duda merecemos ser tratados sin clemencia por nuestro amo el sultán!"
Y el sultán les preguntó: "¿Cuáles son vuestras profesiones?" Y el primero de los tres amigos besó la tierra entre las manos del sultán, y levantándose, dijo: "Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! soy genealogista de piedras finas, y es muy general el admitir que soy un sabio dotado del talento más distinguido en la ciencia de las genealogías lapidarias!" Y le dijo el sultán, muy asombrado: "¡Por Alah, que, a juzgar por tu mirada atravesada, más pareces un bellaco que un sabio! ¡Y sería la primera vez que viera yo reunidas en el mismo hombre la ciencia y la diablura! Pero, sea de ello lo que sea, ¿puedes decirme, al menos, en qué consiste la genealogía lapidaria...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 827ª NOCHE
Ella dijo:
". .. Pero, sea de ello lo que sea, ¿puedes decirme, al menos, en qué consiste la genealogía lapidaria?" Y contestó el interpelado: "Es la ciencia que trata del origen y de la raza de las piedras preciosas, y elarte de diferenciarlas, al primer golpe de vista, de las piedras falsas, y de
distinguir unas de otras a la vista y al tacto.
Y el sultán exclamó: "¡Qué cosa tan extraña! ¡Pero ya pondré a prueba su ciencia y juzgaré de su talento!" Y se encaró con el segundo comedor de haschisch y le preguntó: "¿Y cuál es tu profesión?" Y el segundo hombre, tras de besar la tierra entre las manos del sultán, se levantó y dijo: "Por mi parte, ¡oh rey del tiempo! soy genealogista de caballos. Y están todos acordes en considerarme como el hombre más sabio entre los árabes en el conocimiento de la raza y del origen de los caballos. Porque, al primer golpe de vista, sin equivocarme nunca, puedo decir si un caballo viene de la raza de Anazeh o de la tribu de los Muteyr o de los Beni-Khaled o de la tribu de los Dafir o del Jabal Schammar. Y puedo adivinar con certeza si se ha criado en las altas planicies del Nejed o en medio de los prados de los Nefuds, y si es de la raza de los Kehilán El-Ajuz, o de los Seglawi-Jedrán, o de los Seglawi-Scheyfi, o de los Hamdani Simri, o de los Kehilán El Krusch. Y puedo decir la distancia exacta de pies que puede recorrer ese caballo en un tiempo dado a galope, al paso y al trote ligero. Y puedo revelar las enfermedades ocultas del animal y sus enfermedades futuras, y decir de qué mal han muerto el padre, la madre y los antecesores hasta la quinta generación ascendente. Y puedo curar las enfermedades caballunas reputadas incurables, y poner en pie a un animal agónico. Y he aquí ¡oh rey del tiempo! una parte solamente de lo que sé, pues, por temor a exagerar mis méritos, no me atrevo a enumerarte los demás detalles de mi ciencia. ¡Pero Alah es más sabio!" Y después de hablar así, bajó los ojos con modestia, inclinándose ante el sultán.
Y al oír y al escuchar, exclamó el sultán: "¡Por Alah que ser sabio y forajido a la vez resulta un prodigio asombroso! ¡Pero ya sabré comprobar lo que dice y experimentar su ciencia genealógica!"
Luego se encaró con el tercer genealogista y le preguntó: "¿Y cuál es tu profesión, ¡oh tú, tercero!?"
Y el tercer comedor de haschisch, que era el más avispado de los tres, contestó, después de los homenajes debidos: "¡Oh rey del tiempo! mi profesión es la más noble sin disputa y la más difícil. Porque si estos dos sabios compañeros míos son genealogistas en piedras y en caballos, yo soy genealogista de la especie humana. Y si mis compañeros son sabios entre los más distinguidos, yo paso por corona de su cabeza incontestablemente. Porque ¡oh mi señor y corona de mi cabeza! Yo tengo el poder de conocer el verdadero origen de mis semejantes, no el origen indirecto, sino el directo, el que la madre del niño apenas puede conocer y el padre ignora generalmente. Sabe, en efecto, que a la sola vista de un hombre y a la sola audición del timbre de su voz, puedo decirle sin vacilar si es hijo legítimo o si es adulterino, Y a decirle, además si su padre y su madre han sido hijos legítimos o productos de copulación ilícita, y revelarle lo legal o lo ilegal del nacimiento de los miembros de su familia, remontándome hasta nuestro padre Ismael ben-Ibrahim (con ambos las gracias de Alah , y la más escogida de las bendiciones!). Y de tal suerte he podido, gracias a la ciencia de que me ha dotado el Retribuidor (¡exaltado sea!), desengañar a buen número de grandes señores acerca de la nobleza de su nacimiento, y probarles con las pruebas más fehacientes que no eran más que el resultado de una copulación de su madre, ora con un camellero, ora con un arriero, ora con un cocinero, ora con un falso eunuco, ora con un negro de betún, ora con un esclavo entre los esclavos o con cualquier otro análogo. ¡Y si ¡oh mi señor! la persona que examino es una mujer, también puedo, sólo con mirarla al rostro a través de su velo, decirle su raza, su origen y hasta la profesión de sus padres! Y he aquí ¡oh rey del tiempo! una parte solamente de lo que sé, pues la ciencia de la genealogía humana abarca tanto, que para enumerarte nada más que sus diversas ramas necesitaría estar un día entero con mi pesada presencia delante de los ojos de nuestro amo el sultán. Así Pues ¡oh mi señor! Ya ves que mi ciencia es más admirable, y con mucho, que la de estos dos sabios compañeros míos, porque ningún hombre más que yo solo posee esta ciencia sobre la
Superficie de la tierra, y nadie la ha poseído antes que yo. ¡Pero de Alah nos viene toda ciencia, todo conocimiento es un préstamo de Su generosidad, y el mejor de Sus dones es la virtud de la humildad!"
Y después de hablar así, el tercer genealogista bajó los ojos con modestia, inclinándose de nuevo, y retrocedió en medio de sus compañeros puestos en fila ante el rey.
Y el rey se dijo en el límite del asombro: "¡Por Alah, qué enormidad! ¡Si están justificados los asertos de este último, sin duda es el sabio más extraordinario de este tiempo y de todos los tiempos! Voy, pues, a quedarme con estos tres genealogistas en mi palacio hasta que se presente una ocasión que nos permita experimentar su asombroso saber. ¡Y si se demuestran que no tienen fundamentos sus pretensiones, les espera el palo!"
Y tras de hablar así consigo mismo, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: "Que no se pierda de vista a estos tres sabios, dándoles una habitación en el palacio, así como una ración de pan y de carne al día y agua a discreción".
Y en aquella hora y en aquel instante se ejecutó la orden. Y los tres amigos se miraron, diciéndose con los ojos: "¡Qué generosidad! ¡Jamás oímos decir que un rey fuera tan munificente como este rey y tan sagaz! Pero nosotros, por Alah, no somos genealogistas de balde. Y más pronto o más tarde nos llegará nuestra hora".
Pero, volviendo al sultán, no tardó en ofrecerse la ocasión que deseaba. En efecto, un rey vecino le envió presentes muy raros, entre los cuales había una piedra preciosa de maravillosa hermosura, blanca y transparente y de un agua más pura que el ojo del gallo. Y acordándose de las palabras del genealogista lapidario, el sultán mandó a buscarle, y después que le hubo enseñado la piedra, le pidió que la examinase y le dijese qué opinaba de ella. Pero el genealogista lapidario contestó: "Por vida de nuestro amo el rey, que no tengo necesidad de examinar esa piedra en todos sus aspectos, ya por transparencia, ya por reflexión, ni de tomarla en mi mano, ni siquiera de mirarla. ¡Pues, para juzgar de su valor y su hermosura, sólo necesito tocarla con el dedo meñique de mi mano izquierda teniendo los ojos cerrados".
Y el rey, más asombrado todavía que la primera vez, se dijo: "¡He aquí por fin el momento en que vamos a saber si son ciertas sus pretensiones!" Y presentó la piedra al genealogista lapidario, que, con los ojos cerrados, extendió el dedo meñique y la rozó. Y al punto retrocedió con viveza, y sacudió su mano como si se la hubiesen mordido o quemado, y dijo: "¡Oh mi señor! ¡esta piedra no tiene valor ninguno, sino que tiene un gusano en su corazón!"
Y al oír estas palabras, el sultán sintió que se le llenaba de furor la nariz, y exclamó: "¿Qué estás diciendo, ¡oh hijo de alcahuete!? ¿No sabes que esta piedra es de un agua admirable, transparente hasta más no poder y llena de brillo, y que me la ha regalado un rey entre los reyes?" Y no escuchando más que su indignación, llamó al funcionario del palo y le dijo: "¡Pincha el ano de este indigno embustero!"
Y el funcionario del palo, que era un gigante extraordinario, cogió al genealogista y lo levantó como a un pájaro, y se dispuso a ensartarle, pinchándole lo que le tenía que pinchar, cuando el gran visir, que era un anciano lleno de prudencia y de moderación y de buen sentido, dijo al sultán: "¡Oh rey del tiempo! claro que este hombre ha debido exagerar sus méritos, y la exageración es condenable en todo.
Pero quizá no esté completamente desprovisto de verdad lo que se ha aventurado a decir, y en este caso su muerte no estaría suficientemente justificada ante el Dueño del Universo. ¡Por otra parte, ¡oh mi señor! la vida de un hombre, quienquiera que sea, es más preciosa que la piedra más preciosa, y pesa más en la balanza del Pesador! Por eso mejor es diferir el suplicio de este hombre hasta después de la prueba. Y la prueba sólo puede obtenerse rompiendo esa piedra en dos. Y entonces, si se encuentra el gusano en el corazón de esa piedra, el hombre tendrá razón; pero si la piedra está intacta y sin lasca interna, el castigo de ese hombre será prolongado y acentuado por el funcionario del palo".
Y comprendiendo el sultán la justicia que había en las palabras de su gran visir, dijo: "¡Que partan en dos esta piedra!" Y al instante rompieron la piedra. Y el sultán y todos los presentes llegaron al límite extremo del asombro al ver salir un gusano blanco del propio corazón de la piedra. Y en cuanto estuvo al aire, aquel gusano se consumió en su propio fuego en un instante, sin dejar la menor traza de su existencia.
Cuando el sultán volvió de su emoción preguntó al genealogista: "¿De qué medio te has valido para advertir en el corazón de la piedra la existencia de ese gusano que ninguno de nosotros pudo ver?" Y el genealogista contestó con modestia: "¡Me ha bastado la finura de vista del ojo que tengo en la punta de mi dedo meñique y la sensibilidad de este dedo para el calor y el frío de esa piedra!"
Y el sultán, maravillado de su ciencia y de su sagacidad, dijo al funcionario del palo: "¡Suéltale!" Y añadió: "¡Que le den hoy doble ración de pan y de carne y agua a discreción!"
¡Y he aquí lo referente al genealogista lapidario!
¡Pero he aquí ahora lo que atañe al genealogista de caballos! Algún tiempo después de aquel acontecimiento de la gema habitada por el gusano, el sultán recibió del interior de la Arabia, en prueba de lealtad de parte de un poderoso jefe de tribu, un caballo bayo oscuro de una hermosura admirable. Y encantado de aquel presente, se pasaba los días enteros admirándole en la caballeriza, Y como no olvidaba la presencia del genealogista de caballos en el palacio, hizo que le trasmitieran la orden de presentarse ante él. Y cuando estuvo entre sus manos le dijo: "¡Oh hombre! ¿sigues pretendiendo entender de caballos de la manera que nos dijiste no hace mucho tiempo? ¿Y te sientes dispuesto a probarnos tu ciencia del origen y de la raza de los caballos?" Y el segundo genealogista contestó: "Claro que sí, ¡oh rey del tiempo!" Y el sultán exclamó: "¡Por la verdad de Quien me colocó como soberano por encima de los cuellos de Sus servidores y dice a los seres y a las cosas: «¡Sed!» para que sean, que como haya el menor error, falsedad o confusión en tu declaración, te haré morir con la peor de las muertes!" Y el hombre contestó: "¡Entiendo y me someto!" Y el sultán dijo entonces: "¡Que traigan el caballo delante de este genealogista!"
Y cuando tuvo delante de él al noble bruto, el genealogista le lanzó una ojeada, una sola,
contrajo sus facciones, sonrió, y dijo encarándose con el sultán: "¡He visto y he sabido!"
Y el sultán le preguntó: "¿Qué has visto ¡oh hombre! y qué has sabido...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 828* NOCHE
Ella dijo:
... el genealogista de caballos lanzó, pues, al noble bruto una ojeada, una sola, contrajo sus facciones, sonrió, y dijo encarándose con el sultán: "¡He visto y he sabido!" Y el sultán le preguntó: "¿Qué has visto ¡oh hombre! y qué has sabido?" Y el genealogista contestó: "He visto ¡oh rey del tiempo! que este caballo es, efectivamente, de una hermosura rara y de una raza excelente, que sus proporciones son armónicas y su aspecto está lleno de arrogancia, que su poder es muy grande y su acción ideal; que tiene la espaldilla muy fina, la estampa soberbia, el lomo alto, las patas de acero, la cola levantada y formando un arco perfecto, y las crines pesadas, espesas y barriendo el suelo; y en cuanto a la cabeza, tiene todas las señales distintivas que son esenciales en la cabeza de un caballo del país de los árabes: es ancha, y no pequeña, desarrollada en las regiones altas, con una gran distancia de las orejas a los ojos, una gran distancia de un ojo a otro, y una distancia pequeñísima de una oreja a otra; y la parte delantera de esta cabeza es convexa; y los ojos están a flor de cabeza y son hermosos como los ojos de las gacelas; y el espacio que hay en torno de ellos está sin pelo y deja al desnudo, en su vecindad inmediata, el cuero negro, fino y lustroso; y el hueso de la carrillada es grande y delgado, y el de la quijada queda de relieve; y la cara se estrecha por abajo y termina casi en punta al extremo del belfo; y los nasales, cuando están quietos, quedan al nivel de la cara y sólo parecen dos hendiduras hechas en ella; y la boca tiene el labio inferior más ancho que el labio superior; y las orejas son anchas, largas finas y cortadas delicadamente como las orejas del antílope; en fin, es un animal de todo punto espléndido. Y su color bayo oscuro es el rey de los colores. Y sin duda alguna este animal sería el primer caballo de la tierra, y en ninguna parte se le podría encontrar igual, si no tuviese una tara que acaban de descubrir mis ojos, ¡oh rey del tiempo!"
Cuando el sultán hubo oído esta descripción del caballo, que tanto le gustaba, quedó al pronto maravillado, sobre todo teniendo en cuenta la simple mirada echada negligentemente al animal por el genealogista. Pero cuando oyó hablar de una tara llamearon sus ojos y se le oprimió el pecho, y con una voz que la cólera hacía temblar preguntó al genealogista: "¿Qué estás diciendo, ¡oh taimado maldito!? ¿Y qué hablas de taras con respecto a un animal tan maravilloso y que es el único retoño de la raza más noble de Arabia?"
Y el genealogista contestó sin inmutarse: "¡Desde el momento en que el sultán se enfade por las palabras de su esclavo, el esclavo no dirá más!"
Y exclamó el sultán: "¡Di lo que tengas que decir!"
Y el hombre contestó: "¡No hablaré si no me da el rey libertad para ello!"
Y dijo el rey: "¡Habla, pues, y no me ocultes nada!"
Entonces dijo él: "¡Sabe ¡oh rey¡ que este caballo es de pura y verdadera raza por parte de padre, pero nada más que por parte de padre! ¡En cuanto a su madre, no me atrevo a hablar!"
Y gritó el rey con el rostro convulso: "¿Quién es su madre, pues? ¡dínoslo en seguida!"
Y el genealogista dijo: "Por Alah, ¡oh mi señor! que la madre de este caballo soberbio es de una raza animal diferente en absoluto. ¡Porque no es una yegua, sino una hembra de búfalo marino!"
Al oír estas palabras del genealogista, el sultán se encolerizó hasta el límite extremo de la cólera y se hinchó y se deshinchó después, y no pudo pronunciar una palabra al pronto. Y acabó por exclamar: "¡Oh perro de los genealogistas! ¡preferible es tu muerte a tu vida!" E hizo una seña al funcionario del palo, diciéndole: "¡pincha el ano de ese genealogista!" Y el gigante del palo cogió en brazos al genealogista, y poniéndole el ano sobre la consabida punta perforadora, iba ya a dejarle caer sobre ella con todo su peso para dar vueltas luego al berbiquí, cuando el gran visir, que era hombre dotado del sentido de la justicia, suplicó al rey que retrasara por algunos instantes el suplicio, diciéndole: "¡Oh mi señor soberano! claro que este genealogista está afligido de un espíritu imprudente y de un raciocinio débil para así pretender que este caballo puro desciende de una madre hembra de búfalo marino. Así es que, para probarle bien que se merece su suplicio, valdría más hacer venir aquí al caballerizo que ha traído este caballo de parte del jefe de las tribus árabes. ¡Y nuestro amo el sultán le interrogará en presencia de este genealogista, y le pedirá que nos
entregue la bolsita que contiene el acta de nacimiento de este caballo y que da fe de su raza y de su origen, pues ya sabemos que todo caballo de sangre noble debe llevar atada a su cuello una bolsita, a manera de estuche, que contenga sus títulos y su genealogía!"
Y dijo el sultán: "¡No hay inconveniente!" Y dió orden de llevar a su presencia al caballerizo en cuestión.
Cuando el caballerizo entró entre las manos del sultán y hubo oído y comprendido lo que se le pedía, contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡Y aquí está el estuche!" Y sacándose del seno una bolsita de cuero labrado é incrustado de turquesas, se la entregó al sultán, que en seguida desató los cordones y sacó un pergamino, en el cual estaban estampados los sellos de todos los jefes de la tribu en que había nacido el caballo y los testimonios de todos los testigos presentes al acto de cubrir el padre a la madre. Y aquel pergamino decía en definitiva que el potranco consabido había tenido por padre a un semental de pura sangre de la raza de los Seglawi-Jedrán y por madre a una hembra de búfalo marino, a quien el semental había encontrado un día que viajaba a orillas del mar, y que la había cubierto por tres veces, relinchando sobre ella de una manera que no dejaba lugar a dudas. Y decía también que aquella hembra de búfalo marino fué capturada por los jinetes, y había dado a luz aquel potranco bayo oscuro, y le había criado ella misma durante un año en medio de la tribu. Y tal era el resumen del contenido del pergamino.
Cuando el sultán hubo oído la lectura que del documento le había hecho el propio gran visir, y la enumeración de los nombres de jeiques y testigos que lo habían sellado, quedó extremadamente confúso de hecho tan extraño, al mismo tiempo muy maravillado de la ciencia adivinatoria e infalible del genealogista de caballos. Y se encaró con el funcionario del palo, y le dijo: "¡Quítale de encima de la plancha del berbiquí!"
Y una vez que de nuevo estuvo el genealogista de pie entre las manos del rey, le preguntó éste: "¿Cómo pudiste juzgar de una sola ojeada la raza, el origen, las cualidades y el nacimiento de este potro? Porque tu aserto, por Alah ha resultado cierto y se ha probado de manera irrefutable. ¡Date prisa, pues, a iluminarme respecto a las señales por las cuales has conocido la tara de este animal espléndido!" Y contestó el genealogista: "La cosa es fácil, ¡oh mi señor! No he tenido más que mirar los cascos de este caballo. Y nuestro amo puede hacer lo que he hecho yo". Y el rey miró los cascos del animal y vió que estaban hendidos y eran pesados y largos, como los de los búfalos, en vez de estar unidos y ser ligeros y redondos como los de los caballos. Y al ver aquello exclamó el sultán: "¡Alah es Todopoderoso!"
Y se encaró con los servidores, y les dijo: "¡Que le den hoy a ese sabio genealogista doble ración de carne, así como dos panes y agua a discreción!"
¡Y he aquí lo referente a él!
Pero respecto al genealogista de la especie humana, ocurrió cosa muy distinta.
En efecto, cuando el sultán hubo visto aquellos dos descubrimientos extraordinarios, debidos a los dos genealogistas con la gema que contenía un gusano en su corazón y con el potro nacido de un semental de pura sangre y de una hembra de búfalo marino, y cuando hubo puesto a prueba por sí mismo la ciencia prodigiosa de ambos hombres, se dijo: "¡Por Alah, que no lo sé; pero creo que el tercer bellaco debe ser un sabio más prodigioso todavía! ¡Y quién sabe si irá a descubrir algo que no sepamos!" Y le hizo llevar a su presencia acto seguido, y le dijo: "Debes acordarte ¡oh hombre! de lo que te adelantaste a decir en mi presencia con respecto a tu ciencia de la genealogía de la especie humana, que te permite descubrir el origen directo de los hombres, lo cual no puede conocer apenas la madre del niño, y lo ignora el padre, generalmente. Y también debes acordarte de que aventuraste un aserto parecido respecto a las mujeres. Deseo, pues, saber por ti si persistes en tus afirmaciones y si estás dispuesto a demostrarlas ante nuestros ojos". Y el genealogista de la especie humana, que era el tercer comedor de haschisch, contestó: "Así hablé, ¡oh rey del tiempo! Y persisto en mis afirmaciones. ¡Y Alah es el más grande!"
Entonces el sultán se levantó de su trono, y dijo al hombre: "¡Echa a andar detrás de mí!" Y el hombre echó a andar detrás del sultán, que le condujo a su harén, en contra de lo establecido por la
costumbre, aunque después de haber hecho prevenir a las mujeres por los eunucos para que se envolvieran en sus velos y se taparan el rostro. Y llegados que fueron ambos al aposento reservado a la favorita del momento, el sultán se encaró con el genealogista, y le dijo: "¡Besa la tierra en presencia de tu señora y mírala para decirme luego lo que hayas visto!"
Y el comedor de haschisch dijo al sultán: "Ya la he examinado, ¡oh rey del tiempo!" Y he aquí que no había hecho más que posar en ella una mirada, una sola, y nada más.
Y el sultán le dijo: "¡En ese caso, echa a andar detrás de mí!"
Y salió, y el genealogista echó a andar detrás de él, y llegaron a la sala del trono. Y tras de hacer evacuar la sala, el sultán se quedó solo con su gran visir y el genealogista, a quien preguntó: "¿Qué has descubierto en tu señora?" Y contestó el interpelado: "¡Oh mi señor! he visto en ella una mujer adornada de gracias, de encantos, de elegancia, de lozanía; de modestia y de todos los atributos y todas las perfecciones de la belleza. Y sin duda no se podría desear nada más en ella, porque tiene todos los dones que pueden encantar el corazón y refrescar los ojos, y por cualquier parte que se la mire está llena de proporción y armonía; y si he de juzgar por su aspecto exterior y por la inteligencia que anima su mirada, sin duda debe poseer en su centro interior todas las cualidades deseables de listeza y de comprensión. Y he aquí lo que he visto en esa dama soberana, ¡oh mi señor! ¡Pero Alah es omnisciente!"
El sultán le dijo: "¡No se trata de eso, ¡oh genealogista! sino de que digas qué has descubierto con respecto al origen de tu señora, mi honorable favorita...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 829ª NOCHE
Ella dijo:
... Cuando el genealogista hubo dicho al sultán: "Y he aquí lo que he visto en esa dama soberana, ¡oh mi señor! ¡Pero Alah es omnisciente!", el sultán le dijo: "¡No se trata de eso, ¡oh genealogista! sino de que me digas qué has descubierto con respecto al origen de tu señora, mi honorable favorita!" Y tomando de pronto una actitud reservada y discreta, el genealogista contestó: "¡Es cosa delicada, ¡oh rey del tiempo! y no sé si debo hablar o callarme!" Y el sultán exclamó: "¡Por Alah, que no te he hecho venir más que para que hables! Vamos desembucha lo que tengas guardado, y mide tus palabras, ¡oh bellaco!" Y el genealogista, sin inmutarse, dijo: "¡Por vida de nuestro amo, que esa dama sería el ser más perfecto entre las criaturas si no tuviese un defecto original que desluce sus perfecciones personales!"
Al oír estas últimas frases y la palabra "defecto", el sultán, frunciendo las cejas e invadido por el furor, sacó de repente su cimitarra y saltó hacia el genealogista para cortarle la cabeza, gritando: "¡Oh perro, hijo de perro! por lo visto vas a decirme que mi favorita desciende de algún búfalo marino o que tiene un gusano en un ojo o en otra parte! ¡Ah! ¡hijo de los mil cornudos de la impudicia, así esta hoja te deje más ancho que largo!" Y de un trago le habría hecho beber la muerte infaliblemente, si no se hubiese encontrado allí el visir, prudente y juicioso, para desviar su brazo y decirle: "¡Oh mi señor! ¡mejor será no quitar la vida a este hombre, sin estar convencido de su crimen!"
Y el sultán dijo al hombre, a quien había derribado y a quien tenía bajo su rodilla: "¡Pues bien; habla! ¿Cuál es ese defecto que has encontrado en mi favorita?"
Y el genealogista de la especie humana contestó con el mismo acento tranquilo de antes: "¡Oh rey del tiempo! ¡mi señora, tu honorable favorita, es un dechado de belleza y de perfecciones; pero su madre era una danzarina pública, una mujer libre de la tribu errante de los Ghaziyas, una hija de prostituta !"
Al oír estas palabras, se hizo tan intenso el furor del sultán que se le quedaron los gritos en el fondo de la garganta. Y sólo al cabo de un momento pudo expresarse, diciendo a su gran visir: "¡Ve en seguida a traerme aquí al padre de mi favorita, que es el intendente de mi palacio!" y continuó teniendo bajo su rodilla al genealogista, que era el tercer comedor de haschisch. Y cuando hubo llegado el padre de su favorita, le gritó: "¿Ves este palo? ¡Pues bien; si no quieres verte sentado en su punta date prisa a decirme la verdad con respecto al nacimiento de tu hija, mi favorita!" Y el intendente de palacio, padre de la favorita, contestó: "¡Escucho y obedezco!"
Y dijo: "Has de saber j oh mi señor soberano! que voy a decirte la verdad, pues, que tal es la única salvación. En mi juventud vivía yo la vida libre del desierto, y viajaba escoltando a las caravanas, que me pagaban el tributo del pasaje por el territorio de mi tribu. Y he aquí que un día en que habíamos acampado junto a los pozos de Zobeida (¡sean con ella las gracias y la misericordia de Alah! ), acertó a pasar un grupo de mujeres de la tribu errante de los Ghaziyas, cuyas hijas, cuando llegan a la pubertad, se prostituyen con los hombres del desierto, viajando de una tribu a otra y de un campamento a otro, ofreciendo sus gracias y su ciencia del amor a los cabalgadores jóvenes. Y aquel grupo se quedó con nosotros durante algunos días, y nos dejó luego para ir a buscar a los hombres de la tribu vecina. Y he aquí que después de su marcha, cuando ya se habían perdido de vista, descubrí acurrucada debajo de un árbol, a una pequeñuela de cinco años, a quien su madre, una Ghaziya, había debido perder u olvidar en el oasis, junto a los pozos de Zobeida. Y en verdad ¡oh mi señor soberano! que aquella muchacha, morena como el dátil maduro, era tan menuda y tan hermosa, que acto seguido declaré que la tomaba a mi cargo. Y aunque estaba asustada como una corza joven en su primera salida por el bosque, conseguí domesticarla, y se la confié a la madre de mis hijos, que la educó como si fuese su propia hija. Y creció entre nosotros y se desarrolló tan bien, que, cuando estuvo en la pubertad, ninguna hija del desierto, por muy maravillosa que fuera, podía comparársela. Y yo ¡oh mi señor! sentía que mi corazón estaba prendado de ella, y sin querer unirme a ella de manera ilícita, la tomé por mujer legítima, desposándola, a pesar de su origen inferior. Y gracias a la bendición, me dió ella la hija que te has dignado elegir para favorita tuya ¡ oh rey del tiempo! Y ésta es la verdad acerca de la madre de mi hija, y acerca de su raza y de su origen. Y juro por la vida de nuestro profeta Mahomed (¡con El la plegaria y la paz!) que no he quitado una sílaba. ¡Pero Alah es más verídico y el único infalible!"
Cuando el sultán hubo oído esta declaración sin artificio, se sintió aliviado de una preocupación torturadora y de una inquietud dolorosa. Porque se había imaginado que su favorita era hija de una prostituta entre las Ghaziyas, y acababa de saber precisamente lo contrario, pues, aunque era Ghaziya, la madre había permanecido virgen hasta su matrimonio con el intendente del palacio. Y entonces se dejó llevar de la sorpresa que le producía la ciencia del perspicaz genealogista. Y le preguntó: "¿Cómo te has arreglado para adivinar ¡oh sabio! que mi favorita era una hija de Ghaziya, hija de danzarina, la cual era hija de prostituta?" Y el genealogista comedor de haschisch contestó: "¡Escucha! Primero mi ciencia (¡Alah es más sabio!) me puso en camino de este descubrimiento. ¡Y luego me fijé en la circunstancia de que las mujeres de raza Ghaziya tienen todas, como tu favorita, las cejas muy espesas y juntas en el entrecejo, y también, como ella, tienen los ojos más intensamente negros de Arabia!"
Y el rey, maravillado de lo que acababa de oír, no quiso despedir al genealogista sin darle una prueba de su satisfacción. Se encaró, pues, con los servidores, que ya habían entrado de nuevo, y les dijo: "¡Dad hoy a este distinguido sabio doble ración de carne y dos panes del día, así como agua a discreción!"
¡Y he aquí lo referente al genealogista de la especie humana! Pero no es todo, porque no se ha acabado.
En efecto, al siguiente día, el sultán, que se había pasado la noche reflexionando sobre lo que habían hecho los tres compañeros y sobre la profundidad de su ciencia en las diversas ramas de la genealogía, se dijo para sí: "¡Por Alah! después de lo que me ha dicho este genealogista de la especie humana respecto al origen de la raza de mi favorita, no queda por hacer más que declararle el hombre más sabio de mi reino. ¡Pero quisiera saber antes qué me dice respecto a mi origen, al de este sultán, que es descendiente auténtico de tantos reyes!"
Al instante puso en acción su pensamiento, e hizo llevar de nuevo entre sus manos al genealogista de la especie humana, y le dijo: "¡Ahora ¡oh padre de la ciencia! que no tengo ningún motivo para dudar de tus palabras, quisiera oírte hablarme de mi origen y del origen de mi raza real!" Y el otro contestó: "Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh rey del tiempo! pero no sin que antes me hayas prometido la seguridad. Porque dice el proverbio: "¡Pon distancia entre la cólera del sultán y tu cuello, y mejor es que hagas que te ejecuten por contumacia!" ¡Y yo ¡oh mi señor! soy sensible y delicado, y prefiero el palo por contumacia al palo eficaz que ensarta y profundiza en el agujero por una cuestión de raza!"
Y le dijo el sultán: "¡Por mi cabeza que te concedo la seguridad, y que, sea como sea lo que digas, estás absuelto de antemano!" Y le tiró el pañuelo de la salvaguardia. Y el genealogista recogió el pañuelo de la salvaguardia, y dijo: "¡En este caso, ¡oh rey del tiempo! te ruego que no dejes estar en esta sala otra persona que nosotros dos!" Y el rey le preguntó: "¿Por qué ¡oh hombre!?" El otro dijo: "¡Porque ¡oh mi señor! Alah Todopoderoso posee entre sus nombres benditos el sobrenombre de "Velador", pues le gusta velar con los velos del misterio las cosas cuya divulgación sería perjudicial!"
Y el sultán ordenó salir a todo el mundo, incluso a su gran visir.
Entonces, al encontrarse a solas con el sultán, el genealogista avanzó hacia él, e inclinándose a su oído, le dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡tú no eres más que un adulterino, y de mala calidad!"
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 830ª NOCHE
Ella dijo:
... Entonces, al encontrarse a solas con el sultán el genealogista avanzó hacia él, e inclinándose a su oído, le dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡tú no eres más que un adulterino, y de mala calidad!"
Al oír estas terribles palabras, cuya audacia era inusitada, el sultán se puso muy amarillo de color y cambió de talante, y sus miembros cayeron desmadejados; y perdió el oído y la vista; y quedó como un beodo que no hubiera bebido vino; y se tambaleó, con espuma en los labios; y acabó por caer desfallecido en el suelo, y permaneció en aquella posición mucho tiempo, sin que el genealogista supiese con exactitud si estaba muerto de la impresión, o medio muerto, o vivo todavía. Pero el sultán acabó por volver en sí, y levantándose, y recobrado el sentido por completo, se encaró con el genealogista y le dijo: "Ahora, ¡oh hombre! como se me pruebe que tus palabras son verídicas y adquiera yo la certeza de ellas con pruebas positivas, juro por la verdad de Quien me colocó por encima de los cuellos de Sus servidores, que quiero firmemente abdicar un trono del que sería indigno y desposeerme de mi poder real en favor tuyo. Porque eres el que mejor lo merece, y nadie como tú sabrá hacerse digno de esa posición. ¡Pero si advierto la mentira en tus palabras te degollaré!"
Y el genealogista contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡No hay inconveniente!"
Entonces el sultán se irguió sobre ambos pies sin más dilación ni tardanza, se precipitó con la espada en la mano al aposento de la sultana madre, y penetró en él, y le dijo: "¡Por el que elevó el cielo y lo separó del agua, que si no me respondes con la verdad a lo que voy a preguntarte te cortaré en pedazos con esto!" Y blandió su arma, girando unos ojos de incendio y babeando de furor. Y la sultana madre, asustada y azorada a la vez por un lenguaje tan poco usual, exclamó: "¡El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti! ¡Cálmate ¡oh hijo mío! e interrógame acerca de todo lo que desees saber, que no te responderé más que con arreglo a los preceptos del Verídico!" Y el sultán le dijo: "Date prisa a decirme, entonces, sin ningún preámbulo ni entrada en materia, si soy hijo de mi padre el sultán y si pertenezco a la raza real de mis antepasados. ¡Porque sólo tú puedes revelármela".
Y contestó ella: "Te diré, pues, sin preámbulos, que eres hijo auténtico de un cocinero. ¡Y si quieres saber cómo, helo aquí!
"Cuando tu antecesor el sultán, a quien hasta ahora creías tu padre, me hubo tomado por esposa, cohabitó conmigo como es de rigor. Pero Alah no le favoreció con la fecundidad, y no pude darle una posteridad que le trajese alegría y asegurase el trono a su raza. Y cuando vió que no tendría hijos, quedó sumido en una tristeza que le hizo perder el apetito, el sueño y la salud. Y su madre no le dejaba parar, impulsándole a tomar nueva esposa. Y tomó una segunda esposa. Pero Alah no le favoreció con la fecundidad. Y de nuevo le aconsejó su madre una tercera esposa. Entonces, al ver que iba a acabar por quedar relegada a última fila, resolví poner a salvo mi influencia, poniendo al mismo tiempo a salvo la herencia del trono. Y esperé la ocasión propicia para realizar tan excelente intención.
"Un día, el sultán, que continuaba sin tener ningún apetito y adelgazando, tuvo mucha gana de comerse un pollo relleno. Y dió al cocinero orden de degollar una de las aves que estaban encerradas en jaulas en las ventanas de palacio. Y vino el hombre para coger el ave en su jaula. Entonces yo, al examinar bien a aquel cocinero, le encontré de lo más a propósito para la obra proyectada, pues era un gallardo joven corpulento y gigantesco. Y asomándome a la ventana, le hice señas para que subiera por la puerta secreta. Y lo recibí en mi aposento. Y lo que pasó entre él y yo sólo duró el tiempo preciso, porque en cuanto hubo acabado su misión le hundí en el corazón un puñal. Y cayó de bruces, muerto, dando con la cabeza antes que con los pies. E hice que mis fieles servidoras le cogieran y le enterraran en secreto en una fosa cavada por ellas en el jardín. Y aquel día no comió el sultán pollo relleno, y montó en una gran cólera a causa de la desaparición inexplicable de su cocinero. Pero nueve meses más tarde, día por día, te eché al mundo con tan buen aspecto como sigues teniendo. Y tu nacimiento fué causa de alegría para el sultán, que recobró su salud y su apetito, y colmó de favores y de presentes a sus visires, a sus favoritos y a todos los habitantes de palacio, y dió grandes festejos y regocijos públicos, que duraron cuarenta días y cuarenta noches. Y ésta es la verdad acerca de tu nacimiento, de tu raza y de tu origen. Y te juro por el Profeta (¡con El la plegaria y la paz!) que no he dicho más que lo que sabía. ¡Y Alah es omnisciente!"
Al oír este relato, el sultán se levantó y salió del aposento de su madre llorando. Y entró en la sala del trono, y se sentó en tierra, frente al tercer genealogista, sin decir una palabra. Y seguían rodando lágrimas de sus ojos, y se deslizaban por los intersticios de su barba que la tenía muy larga. Y al cabo de una hora de tiempo levantó la cabeza y dijo al genealogista: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh boca de verdad! dime cómo has podido descubrir que yo era un adulterino de mala calidad!" Y el genealogista contestó: "¡Oh mi señor! cuando cada uno de nosotros tres hubo probado los talentos que poseía, y de los que quedaste extremadamente satisfecho, ordenaste que nos dieran como recompensa doble ración de carne y de pan y agua a discreción. Y por la mezquindad de semejante regalo y la naturaleza misma de esa generosidad, juzgué que no podías ser más que hijo de un cocinero, posteridad de un cocinero y sangre de un cocinero. Porque los reyes hijos de reyes no tienen costumbre de corresponder al mérito con distribuciones de carne u otra cosa análoga, sino que recompensan los méritos con magníficos presentes, ropones de honor y riquezas sin cuento. Así es que no pude por menos de adivinar tu baja extracción adulterina con aquella prueba incontestable. ¡Y no hay mérito alguno en este descubrimiento!"
Cuando el genealogista hubo cesado de hablar, el sultán se levantó y le dijo: "¡Quítate la ropa!" Y el genealogista obedeció, y el sultán, despojándose de sus ropas y de sus atributos reales, se los puso al otro con sus propias manos. Y le hizo subir al trono, y doblándose ante él, besó la tierra entre sus manos y le rindió los homenajes de un vasallo a su soberano. Y en aquella hora y en aquel instante hizo entrar al gran visir, a los demás visires y a todos los grandes del reino, y le hizo reconocer por ellos como a su legítimo soberano. Y el nuevo sultán envió al punto a buscar a sus amigos los otros dos genealogistas comedores de haschisch, y a uno le nombró guardián de su derecha y a otro guardián de su izquierda. Y conservó en sus funciones al antiguo gran visir, a causa de su sentimiento de la justicia.
Y fué un gran rey.
¡Y he aquí lo referente a los tres genealogistas!
Pero, volviendo al antiguo sultán, su historia no hace más que comenzar. ¡Porque hela aquí... !
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y su hermana, la pequeña Doniazada, que de día en día y de noche en noche se volvía más hermosa y más desarrollada y más comprensiva y más atenta y más silenciosa, se levantó a medias de la alfombra en que estaba acurrucada y le dijo: "¡Oh hermana mía, cuán dulces y sabrosas y regocijantes y deleitosas son tus palabras!" Y Schehrazada le sonrió, la besó y le dijo: "Sí; pero ¿qué es eso comparado con lo que voy a contar la noche próxima, siempre que quiera permitírmelo nuestro señor el rey?
Y dijo el sultán Schahriar: "¡Oh Schehrazada, no lo dudes! Claro que puedes decirnos mañana la continuación de esa historia prodigiosa que no hace más que empezar apenas. ¡Y si no estás fatigada, puedes proseguirla esta misma noche, que tanto deseo saber lo que va a ocurrirle al antiguo sultán, a ese hijo adulterino! ¡ Alah maldiga a las mujeres execrables!
Sin embargo, debo ahora declarar que la esposa del sultán, madre del adulterino, sólo fornicó con el cocinero abrigando un propósito excelente. ¡Alah extienda sobre ella Su misericordia! ¡Pero por lo que respecta a la maldita, a la desvergonzada, a la hija de perro que hizo lo que hizo con el negro Massaud, no trataba de asegurar el trono para mis descendientes, la maldita! ¡Ojalá no la tenga Alah jamás en Su compasión!"
Y tras de hablar así, el rey Schahriar, frunciendo terriblemente las cejas y mirando con los ojos en blanco y de reojo, añadió: "¡En cuanto a ti Schehrazada, empiezo a creer que acaso no seas como todas esas desvergonzadas a quienes he hecho cortar la cabeza!"
Y Schehrazada se inclinó ante el rey huraño, y dijo: "¡Que Alah prolongue la vida de nuestro señor y me otorgue vivir hasta mañana para contarle lo que le aconteció al adulterino simpático!" Y tras de hablar así, se calló.
Y CUANDO LLEGO LA 831ª NOCHE
La pequeña Doniazada dijo a Schehrazada: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermana mía! si no tienes sueño, date prisa a decirnos, por favor, lo que fué del antiguo sultán, hijo adulterino del cocinero!"
Y dijo Schehrazada: "¡De todo corazón y como homenaje debido a nuestro señor, este rey magnánimo!"
Y continuó la historia en estos términos: ... Pero, volviendo al antiguo sultán, su historia no hace más que comenzar. ¡Porque hela aquí!
Una vez que hubo abdicado su trono y su poderío entre las manos del tercer genealogista, el antiguo sultán vistió el hábito de derviche peregrino, y sin entretenerse en despedidas que ya no tenían importancia para él, y sin llevar nada consigo, se puso en camino para el país de Egipto, donde contaba con vivir en olvido y soledad, reflexionando sobre su destino. Y Alah le escribió la seguridad, y después de un viaje lleno de fatigas y de peligros llegó a la ciudad espléndida de El Cairo, esa inmensa ciudad tan diferente de las ciudades de su país, y cuya vuelta exige tres jornadas y media de marcha por lo menos. Y vió que verdaderamente era una de las cuatro maravillas del mundo, contando el puente de Sanja, el faro de Al-Iskandaria y la mezquita de los Ommiadas en Damasco. Y le pareció que estaba lejos de haber exagerado las bellezas de aquella ciudad y de aquel país el poeta que ha dicho:
"¡Egipto! ¡tierra maravillosa cuyo polvo es de oro, cuyo río es una bendición y cuyos habitantes son deleitosos, perteneces al victorioso que sabe conquistarte!"
Y paseándose, y mirando, y maravillándose sin cansarse, el antiguo sultán, bajo sus hábitos de derviche pobre, se sentía muy dichoso de poder admirar a su antojo y marchar a su gusto y detenerse a voluntad, desembarazado de los fastidios y cargos de la soberanía. Y pensaba: "¡Loores a Alah el Retribuidor! El da a unos el poderío con los agobios y las preocupaciones, y a otros la pobreza con la despreocupación y la ligereza de corazón. ¡Y estos últimos son los más favorecidos! ¡Bendito sea!" Y de tal suerte llegó, rico de visiones encantadoras, ante el propio palacio del sultán de El Cairo, que a la sazón era el sultán Mahmud.
Y se detuvo bajo las ventanas del palacio, y apoyado en su bastón de derviche, se puso a reflexionar sobre la vida que pudiera llevar en aquella morada imponente el rey del país, y sobre el cortejo de preocupaciones, inquietudes y fastidios diversos en que debería estar sumido constantemente, sin contar su responsabilidad ante el Altísimo, que ve y juzga los actos de los reyes. Y se alegraba en el alma por haber tenido la idea de librarse de una vida tan pesada y tan complicada, y por haberla cambiado, merced a la revelación de su nacimiento, por una existencia de aire libre y libertad, sin tener por toda hacienda y por toda renta más que su camisa, su capote de lana y su báculo. Y sentía una gran serenidad que le refrescaba el alma y acababa de hacerle olvidar sus pasadas emociones.
En aquel preciso momento el sultán Mahmud, de vuelta de la caza, entraba en su palacio. Y atisbó al derviche apoyado en su báculo, sin ver lo que le rodeaba y con la mirada perdida en la contemplación de cosas lejanas. Y quedó conmovido por la apostura noble de aquel derviche y por su actitud distinguida y su aire distraído. Y se dijo: "¡Por Alah, he aquí el primer derviche que no tiende la mano al paso de los señores ricos! ¡Sin duda alguna debe ser su historia una singular historia!" Y despachó hacia él a uno de los señores de su séquito para que le invitase a entrar en el palacio, porque deseaba charlar con él. Y el derviche no pudo por menos de obedecer al ruego del sultán. Y aquello fué para él un segundo cambio de destino.
Y tras de descansar un poco de las fatigas de la caza, el sultán Mahmud hizo entrar al derviche a su presencia, y le recibió con afabilidad, y le preguntó con bondad por su estado, diciéndole: "La bienvenida sea contigo, ¡oh venerable derviche de Álah! ¡A juzgar por tu aspecto, debes ser hijo de los nobles Arabes del Hedjaz o del Yemen!" Y contestó el derviche: "Sólo Alah es noble, ¡oh mi señor! Yo no soy más que un pobre hombre, un mendigo". Y el sultán insistió: "¡No diré que no! Pero ¿cuál es el motivo de tu venida a este país y de tu presencia bajo los muros de este palacio, ¡oh derviche!? ¡Ciertamente, debe ser eso una historia asombrosa!" Y añadió: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh derviche bendito! cuéntame tu historia sin ocultarme nada!" Y al oír estas palabras del sultán, el derviche no pudo por menos de dejar escapar de sus ojos una lágrima, y le oprimió el corazón una emoción grande. Y contestó: "No te ocultaré nada de mi historia, señor, aunque sea para mí un recuerdo lleno de amargura y de dulzura. ¡Pero permíteme que no te la cuente en público!" Y el sultán Mahmud se levantó de su trono, descendió hasta donde estaba el derviche, y cogiéndole de la mano le condujo a una sala apartada, en donde se encerró con él. Luego le dijo: "Ya puedes hablar sin temor, ¡oh derviche!"
Entonces el antiguo sultán dijo, sentado en la alfombra frente al sultán Mahmud: "¡Alah es el más grande! ¡he aquí mi historia!" Y contó cuanto le había ocurrido, desde el principio hasta el fin, sin olvidar un detalle, y cómo había abdicado el trono y se había disfrazado de derviche para viajar y tratar de olvidar sus desdichas. Pero no hay utilidad en repetirlo.
Cuando el sultán Mahmud hubo oído las aventuras del presunto derviche, se arrojó a su cuello y le besó con efusión, y le dijo: "¡Gloria al que abate y eleva, humilla y honra con los decretos de Su sabiduría y de Su omnipotencia!" Luego añadió: "¡En verdad, ¡oh hermano mío! que tu historia es una gran historia y la enseñanza que encierra es una enseñanza grande! Te doy gracias, pues, por
haberme ennoblecido los oídos y enriquecido el entendimiento. El dolor, ¡oh hermano mío! es un fuego que purifica, y los reveses del tiempo curan los ojos ciegos de nacimiento".
Luego dijo: "Y ahora que la sabiduría ha elegido para domicilio tu corazón, y la virtud de la humanidad para con Alah te ha dado más títulos de nobleza que da a los hombres un milenio de dominación, ¿me será permitido expresar un deseo, ¡oh magno!?" Y el antiguo sultán dijo: "Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh rey magnánimo!" Y dijo el sultán Mahmud: "¡Quisiera ser amigo tuyo!"
Y tras de hablar así, abrazó de nuevo al antiguo sultán convertido en derviche, y le dijo: "¡Qué vida tan admirable va a ser la nuestra en lo sucesivo, ¡oh hermano mío! Saldremos juntos, entraremos juntos, y por la noche disfrazados, nos iremos a recorrer los diversos barrios de la ciudad para beneficiarnos moralmente con esos paseos. Y todo en este palacio te pertenecerá a medias con toda cordialidad. ¡Por favor, no me rechaces, porque la negativa es una de las formas de la mezquindad!".
Y cuando el sultán - derviche hubo aceptado con corazón conmovido la oferta amistosa, el sultán Mahmud añadió: "¡Oh hermano mío y amigo mío! Sabe a tu vez que también yo tengo en mi vida una historia. Y esta historia es tan asombrosa que, si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de lección saludable a quien la leyese con deferencia. ¡Y no quiero tardar más en contártela, con el fin de que desde el principio de nuestra amistad sepas quién soy y quién he sido!"
Y el sultán Mahmud, recopilando sus recuerdos, dijo al sultán-derviche, que ya era amigo suyo:
HISTORIA DEL MONO JOVENZUELO
"Has de saber, ¡oh hermano mío! que el comienzo de mi vida ha sido de todo punto semejante al fin de tu carrera, pues si tú empezaste por ser sultán para luego vestir los hábitos de derviche, a mí me ha sucedido precisamente lo contrario. Porque primero fui derviche, y el más pobre de los derviches, para llegar luego a ser rey y a sentarme en el trono del sultanato de Egipto.
He nacido, en efecto, de un padre muy pobre que ejercía por las calles el oficio de reguero. Y a diario llevaba a su espalda un odre de piel de cabra lleno de agua, y encorvado bajo su peso, regaba por delante de las tiendas y de las casas mediante un exiguo estipendio. Y yo mismo, cuando estuve en edad de trabajar, le ayudaba en su tarea, y llevaba a la espalda un odre de agua proporcionado a mis fuerzas, y aun más pesado de lo conveniente. Y cuando mi padre falleció en la misericordia de su Señor, me quedó por toda herencia, por toda sucesión y por todo bien, el odre grande de piel de cabra que servía para el riego. Y a fin de poder atender a mi subsistencia, me vi obligado a ejercer el oficio de mi padre, que era muy estimado por los mercaderes delante de cuyas tiendas regaba y por los porteros de los señores ricos.
Pero, ¡oh hermano mío! la espalda del hijo nunca es tan resistente como la de su padre, y pronto tuve que abandonar el trabajo penoso del riego para no fracturarme los huesos de la espalda o quedarme irremediablemente jorobado, de tanto como pesaba el enorme odre paterno. Y como no tenía bienes, ni rentas, ni olor siquiera de estas cosas, tuve que hacerme derviche mendigo y tender la mano a los transeúntes en el patio de las mezquitas y en los sitios públicos. Y cuando llegaba la noche me tendía cuan largo era a la entrada de la mezquita de mi barrio, y me dormía después de comerme la exigua ganancia del día, diciéndome, como todos los desdichados de mi especie: "¡El día de mañana, si Alah quiere, será más próspero que el de hoy!" Y tampoco olvidaba que todo hombre tiene fatalmente su hora sobre la tierra, y que la mía tenía que llegar, tarde o temprano, quisiera o no quisiera yo. Y por eso no dejaba de pensar en ella y la vigilaba como el perro en acecho vigila a la liebre.
Pero, entretanto, vivía la vida del pobre, en la indigencia y en la penuria, y sin conocer ninguno de los placeres de la existencia. Así es que la primera vez que tuve entre las manos cinco dracmas de plata, don inesperado de un generoso señor, a la puerta del cual había ido yo a mendigar el día de sus bodas, y me vi poseedor de aquella suma, me prometí agasajarme y pagarme algún placer delicado. Y apretando en mi mano los dichosos cinco dracmas, eché a correr hacia el zoco principal, mirando con mis ojos y olfateando con mi nariz por todos los lados para elegir lo que iba a comprar.
Y he aquí que de repente oí grandes carcajadas en el zoco...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 832ª NOCHE
Ella dijo:
...Y he aquí que de repente oí grandes carcajadas en el zoco, y vi una multitud de personas de cara satisfecha y bocas abiertas que se habían agrupado en torno a un hombre que llevaba de una cadena a un mono joven de trasero sonrosado. Y mientras andaba, aquel mono hacía con los ojos, con la cara y con las manos numerosas señas a los que le rodeaban, con el propósito evidente de divertirse a costa de ellos y de hacer que le dieran alfónsigos, garbanzos y avellanas.
Y yo, al ver aquel mono, me dije: "Ya Mahmud, ¿quién sabe si tu destino no está atado al cuello de ese mono? ¡Hete aquí ahora rico con cinco dracmas de plata que vas a gastarte, para dar gusto a tu vientre, de una vez o en dos veces o en tres veces a lo más! ¿No harías mejor, teniendo ese dinero, en comprar a su amo ese mono para hacerte exhibidor de monos y ganar con seguridad tu pan de cada día, en lugar de continuar llevando esta vida de mendicidad a la puerta de Alah?"
Y así pensando, me aproveché de un claro en la muchedumbre para acercarme al propietario dell mono, y le dije: "¿Quieres venderme ese mono con su cadena por tres dracmas de plata?" Y me contestó: "¡Me ha costado diez dracmas contantes y sonantes; pero, por ser para ti, te lo dejaré en ocho!" Yo dije: "¡Cuatro!" El dijo: "¡Siete! Yo dije: "¡Cuatro y medio!" El dijo: "¡Cinco, la última palabra! ¡Y ruego por el Profeta!"
Y contesté: `¡Con El las bendiciones, la plegaria y la paz de Alah! ¡Acepto el trato, y aquí tienes los cinco dracmas!" Y abriendo mis dedos, que tenían los cinco dracmas encerrados en el hueco de mi mano con más seguridad que en una arquilla de acero, le entregué la suma, que era todo mi haber y todo mi capital, y en cambio cogí el mono, y me le llevé de la cadena.
Pero entonces reflexioné que no tenía domicilio ni cobijo en que resguardarle, y no había ni que pensar en hacerle entrar conmigo en el patio de la mezquita donde habitaba al aire libre, porque me hubiese echado el guardián a vuelta de muchas injurias para mí y para mi mono. Y entonces me dirigí a una casa vieja en ruinas que no tenía en pie más que tres muros, y me instalé allí para pasar la noche con mi mono. Y el hambre empezaba a torturarme cruelmente, y a aquella hambre venía a sumarse el deseo reconcentrado de golosinas del zoco que no había podido satisfacer y que me sería imposible aplacar en adelante, pues la adquisición del mono me lo había llevado todo. Y mi perplejidad, extremada ya, se duplicaba entonces con la preocupación de alimentar a mi compañero, mi ganapán futuro. Y empezaba a arrepentirme de mi compra, cuando de pronto vi que mi mono daba una sacudida, haciendo varios movimientos singulares. Y en el mismo momento, sin que tuviese tiempo yo de darme cuenta de la cosa, vi, en lugar del repulsivo animal de trasero reluciente, a un jovenzuelo como la luna en su décimocuarto día. Y en mi vida había yo visto una criatura que pudiese compararse con él en hermosura, en gracias y en elegancia. Y erguido en una actitud encantadora, se dirigió a mí, con una voz dulce como el azúcar, diciendo: "¡Mahmud, acabas de gastar en comprarme los cinco dracmas de plata que eran todo tu capital y toda tu fortuna, y en este instante no sabes qué hacer para procurarte algún alimento que nos baste a mí y a ti!"
Y contesté: "Por Alah, que dices verdad, ¡Oh jovenzuelo! Pero ¿cómo es esto? ¿Y quién eres? ¿Y de dónde vienes? ¿Y qué quieres?" Y me dijo sonriendo: "Mahmud, no me hagas preguntas. Mejor será que tomes este dinar de oro y compres todo lo necesario para nuestro regalo. ¡Y sabe, Mahmud, que, en efecto, tu destino, como pensaste, está atado a mi cuello, y vengo a ti para traerte la buena suerte y la dicha!" Luego añadió: "¡Pero date prisa, Mahmud, a ir a comprar de comer porque tenemos mucha hambre tú y yo!" Y al punto ejecuté sus órdenes, y no tardamos en hacer una comida de calidad excelente, la primera de esta especie, para mí desde mi nacimiento. Y como ya iba muy avanzada la noche, nos acostamos uno junto a otro. Y al ver que, indudablemente, era él más delicado que yo, le tapé con mi viejo capote de lana de camello. Y se durmió muy apretado a
mí, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Y yo no me atrevía a hacer el menor movimiento por miedo a molestarle o a que creyera en tales o cuales intenciones por mi parte, y a verle entonces recobrar su forma prístina de mono con el trasero desollado. ¡Y por vida mía, que entre el contacto delicioso de aquel cuerpo de jovenzuelo y la piel de cabra de los odres que me habían servido de almohadas desde la cuna, verdaderamente había diferencia! Y me dormí a mi vez, pensando que dormía al lado de mi destino. Y bendije al Donador, que me lo otorgaba bajo su aspecto tan hermoso y seductor.
Al día siguiente el jovenzuelo, que hubo de levantarse más temprano que yo, me despertó y me dijo: "¡Mahmud! ¡Ya es tiempo, después de esta noche pasada de cualquier manera, de que vayas a alquilar en nuestro nombre un palacio que sea el más hermoso entre los palacios de esta ciudad! Y no temas que te falte dinero para comprar los muebles y tapices más caros y más preciosos que encuentres en el zoco". Y contesté con el oído y la obediencia y ejecuté sus órdenes sin pérdida de momento.
He aquí que, cuando estuvimos instalados en nuestra morada, que era la más espléndida de El Cairo, alquilada a su propietario mediante diez sacos de mil dinares de oro, el jovenzuelo me dijo: "¡Mahmud! ¿cómo no te da vergüenza acercarte a mí y vivir a mi lado, vestido de harapos como vas y con el cuerpo sirviendo de refugio a todas las variedades de pulgas y de piojos? ¿Y a qué esperas para ir al hammam a purificarte y a mejorar tu estado? Porque, respecto a dinero, tienes más que el que necesitarían los sultanes dueños de imperios. ¡Y en cuanto a ropa, sólo tienes que tornarte el trabajo de escoger!" Y contesté con el oído y la obediencia, y me apresuré a tomar un baño asombroso, y salí del hammam ligero, perfumado y embellecido.
Cuando el jovenzuelo me vió reaparecer ante él, transformado y vestido con ropas de la mayor riqueza, me contempló detenidamente y quedó satisfecho de mi apostura. Luego me dijo: "¡Mahmud! así es como quería verte. ¡Ven a sentarte ahora junto a mí!" Y me senté junto a él, pensando para mi ánima: "¡Vaya! ¡me parece que ha llegado el momento!" Y me dispuse a no rezagarme de ninguna manera ni por ningún estilo.
Y he aquí que, al cabo de un momento, el jovenzuelo me dió amigablemente en el hombro, y me dijo: "¡Mahmud!" Y contesté: "¡Ya sidi!" El me dijo: "¿Que te parecería que llegara a ser tu esposa una jovenzuela hija de rey más hermosa que la luna del mes de Ramadán?" Yo dije: "La tendría por muy bienvenida, ¡oh mi señor!" El dijo: "¡En ese caso, levántate, Mahmud, toma este paquete y ve a pedir en matrimonio su hija mayor al sultán de El Cairo! ¡Porque está escrita en tu destino ella! Y al verte comprenderá su padre que eres tú quien tiene que ser esposo de su hija. ¡Pero, al entrar, no te olvides de ofrecer al sultán, como presente, este paquete, después de las zalemas!" Y contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y sin vacilar un instante, pues que tal era mi destino, tomé conmigo un esclavo para que me llevara el paquete por el camino, y me presenté en el palacio del sultán.
Y al verme vestido con tanta magnificencia, los guardias de palacio y los eunucos me preguntaron respetuosamente qué deseaba. Y cuando se informaron de que yo deseaba hablar al sultán y llevaba un regalo para entregárselo en propia mano, no pusieron ninguna dificultad para hacer, en mi nombre, una petición de audiencia e introducirme a su presencia al punto. Y yo, sin perder la serenidad, como si toda mi vida hubiese sido comensal de reyes, dirigí la zalema al sultán con mucha deferencia, pero sin ridiculeces, y él me la devolvió con una actitud graciosa y benévola. Y tomé el paquete de manos del esclavo, y se lo ofrecí, diciendo: "¡Dígnate aceptar este modesto presente, ¡oh rey del tiempo! aunque no vaya por el camino de tus méritos, sino por el humilde sendero de mi incapacidad!" Y el sultán mandó a ver qué contenía. Y vió joyeles y atavíos y adornos de una magnificencia tan increíble como nunca hubo de verlos. Y maravillado, prorrumpió en exclamaciones referentes a la hermosura de aquel regalo, y me dijo: "¡Queda aceptado! Pero date prisa a manifestarme qué deseas y qué puedo darte en cambio. ¡Porque los reyes no deben quedarse atrás en liberalidades y atenciones!" Y sin esperar a más, contesté: "¡Oh rey del tiempo ¡mi deseo es llegar a ser conexo y pariente tuyo en tu hija mayor, esa perla escondida, esa flor en su cáliz, esa virgen sellada y esa dama oculta en sus velos!"
Cuando el sultán hubo oído mis palabras y comprendido mi demanda, me miró durante una hora de tiempo y me contestó: "¡No hay inconveniente!" Luego se encaró con su visir, y le dijo: "¿Qué te parece la demanda de este eminente señor? ¡En ciertos signos de su fisonomía conozco que viene enviado por el Destino para ser mi yerno!" Y contestó el visir interrogado: "¡Las palabras del rey están por encima de nuestra cabeza! Y no es el señor una conexión indigna de nuestro amo ni una parentela para rechazarla. ¡Nada más lejos de eso! ¡Pero acaso fuera mejor, no obstante este regalo, pedirle una prueba de su poderío y su capacidad!" Y el sultán le dijo: "¿Qué tengo que hacer para ello? Aconséjame, ¡oh visir!"
El aludido dijo: "Mi opinión ¡oh rey del tiempo! es que le enseñes el diamante más hermoso del tesoro y no le concedas en matrimonio tu hija la princesa más que con la condición de que, para presente de boda traiga un diamante del mismo valor".
Entonces yo, aunque estaba muy violentamente emocionado en mi interior por todo aquello, pregunté al sultán: "Si traigo una piedra que sea hermana de ésta y de todo punto igual, ¿me darás a la princesa?"
El me contestó: "Si realmente me traes una piedra idéntica a ésta, mi hija será tu esposa". Y examiné la piedra, la di vueltas en todos sentidos y la retuve en mi imaginación. Luego se la devolví al sultán y me despedí de él, pidiéndole permiso para volver al día siguiente.
Y cuando llegué a nuestro palacio me dijo el jovenzuelo: "¿Cómo va el asunto?" Y le puse al corriente de lo que había pasado, describiéndole la piedra como si la tuviese entre mis dedos. Y me dijo: "La cosa es fácil. Hoy, sin embargo, es tarde ya; pero mañana ¡inschalah! te daré diez diamantes exactamente iguales al que me has descrito ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la inañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 833ª NOCHE
Ella dijo:
"...Hoy, sin embargo, es tarde ya; pero mañana ¡inschalah! te daré diez diamantes exactamente iguales al que me has descrito".
Y, efectivamente, al día siguiente por la mañana el jovenzuelo salió al jardín del palacio, y al cabo de una hora me entregó los diez diamantes, todos exactamente iguales en hermosura al del sultán, tallados en forma de huevo de paloma y puros como el ojo del sol. Y fuí a presentárselos al sultán, diciéndole: "¡Oh mi señor! dispénsame la pequeñez. Pero no me ha parecido bien traer un solo diamante y he creído que debía traer diez. ¡Puedes escoger y tirar luego los que no te gusten". Y el sultán mandó al gran visir que abriera el cofrecillo de esmalte que guardaba aquellas piedras, y quedó maravillado de su brillo y de su hermosura, y muy sorprendido de ver que en realidad había diez, todos exactamente iguales al que poseía él.
Y cuando volvió de su asombro se encaró con el gran visir, y sin dirigirle la palabra le hizo con la mano un gesto que significaba: "¿Qué debo hacer?" Y el visir, de la misma manera, contestó con un gesto que quería decir: "¡Hay que concederle tu hija!"
Y al punto se dieron órdenes para que se hiciesen todos los preparativos de nuestro matrimonio. Y mandaron al kadí y a los testigos que escribieran el contrato de matrimonio acto seguido. Y cuando estuvo extendida esta acta legal me la entregaron, con arreglo al ceremonial de rigor. Y como yo había querido que asistiese a la ceremonia el jovenzuelo, a quien presenté al sultán como pariente cercano mío, me apresuré a enseñarle el contrato con el fin de que lo leyese por mí, ya que yo no sabía leer ni escribir. Y tras de leerlo en voz alta desde el principio hasta el fin, me lo devolvió, diciéndome: "Está conforme a lo establecido y acostumbrado. Y hete aquí casado legalmente con la hija del sultán".
Luego me llamó aparte y me dijo: "¡Bien está todo esto, Mahmud; pero ahora exijo de ti una promesa!" Y contesté: "¡Oh, por Alah! ¿qué promesa puedes pedirme mayor que la de darte mi vida, que ya te pertenece?" Y sonrió y me dijo: "¡Mahmud! No quiero que llegues a consumar el matrimonio mientras yo no te dé permiso para penetrar en ella. ¡Porque antes tengo que hacer una cosa!"
Y contesté: "¡Oír es obedecer!"
Así es que, cuando llegó la noche de la penetración, entré en el aposento de la hija del sultán. Pero, en vez de hacer lo que hacen los esposos en semejante caso, me senté lejos de ella, en un rincón, a pesar del deseo que me embargaba. Y me limité a mirarla desde lejos, detallando con mis ojos sus perfecciones. Y me conduje de tal suerte la segunda noche y la tercera noche, aunque cada mañana, como es costumbre, iba la madre de mi esposa a preguntarle cómo había pasado la noche, diciéndole: "¡Espero de Alah que no habrá habido contratiempos y que se habrá verificado la prueba de tu virginidad!"
Pero mi esposa contestaba: "¡No me ha hecho nada todavía!" Por tanto, a la mañana de la tercera noche la madre de mi esposa se afligió hasta el límite de la aflicción, y exclamó: "¡Oh, qué calamidad para nosotros! ¿por qué nos trata tu esposo de esta manera humillante y persiste en abstenerse de tu penetración? ¿Y qué van a pensar de esta conducta injuriosa nuestros parientes y nuestros esclavos? ¿Y no tendrán derecho a creer que esta abstención se debe a algún motivo inconfesable o a alguna razón tortuosa?" Y llena de inquietud, en la mañana del tercer día fué a contar la cosa al sultán, que dijo: "¡Si esta noche no le quita la doncellez le degollaré!"
Y esta noticia llegó a oídos de mi joven esposa, que fué a contármela.
Entonces no vacilé ya en poner al jovenzuelo al corriente de la situación. Y me dijo: "¡Mahmud, ha llegado el momento oportuno! Pero antes de quitarle la doncellez hay que tener en cuenta una condición, y es que, cuando estés solo con ella, le pidas un brazalete que lleva en el brazo derecho. Y lo cogerás y me lo traerás inmediatamente. Después de lo cual te está permitido llevar a cabo la penetración y complacer a su madre y a su padre".
Y contesté: "¡Escucho y obedezco!"
Y cuando me reuní con ella al llegar la noche, le dije: "Por Alah sobre ti, ¿tienes realmente deseo de que esta noche te dé yo gusto y alegría?" Y me contestó: "Ese deseo tengo en verdad"- Y añadí: "¡Dame, entonces, el brazalete que llevas en el brazo derecho!" Y exclamó ella: "Te lo daré; pero no sé qué podrá sobrevenir si abandono entre tus manos este brazalete, que es un amuleto que me dió mi nodriza cuando era yo muy niña". Y así diciendo, se lo quitó del brazo y me lo dió. Y al instante fui a entregárselo a mi amigo el jovenzuelo, que me dijo: "¡Esto es lo que necesitaba! Ahora puedes volver para ocuparte de la penetración".
Y me apresuré a regresar a la cámara nupcial para cumplir mi promesa concerniente a la toma de posesión y dar gusto con ello a todo el mundo.
Y he aquí que, a partir del momento en que penetré junto a mi esposa, que me esperaba completamente preparada en su lecho, ignoro ¡oh hermano mío! lo que me ocurrió. Todo lo que sé es que de pronto vi que mi habitación y mi palacio se derretían como ensueños, y me vi acostado al aire libre en medio de la casa en ruinas adonde había conducido al mono cuando efectué su adquisición. Y estaba despojado de mis ricas vestiduras y medio desnudo entre los andrajos de mi antigua miseria. Y reconocí mi vieja túnica llena de remiendos de telas de todos colores, y mi báculo de derviche mendigo, y mi turbante con tantos agujeros como una criba de mercader de granos.
Al ver aquello ¡oh hermano mío! no me di cuenta exacta de lo que significaba, y me pregunté: "Ya Mahmud, ¿estás en estado de vigilia o de sueño? ¿Sueñas o eres realmente Mahmud el derviche mendigo?" Y cuando acabé de recobrar el sentido me levanté y di una sacudida, como había visto hacer al mono la otra vez. Pero seguí siendo quien era, un pobre hijo de pobre y nada más.
Entonces, con el alma dolorida y el espíritu conturbado empecé a caminar sin rumbo, pensando en la inconcebible fatalidad que me había llevado a aquella situación. Y vagando de tal suerte, llegué a una calle poco frecuentada, en donde vi a un maghrebín del Barbar sentado en un alfombrín y teniendo ante sí una esterilla cubierta de papeles escritos y de diversos objetos adivinatorios.
Y yo, contento por aquel encuentro, me acerqué al maghrebín con objeto de que me sacara la suerte y me dijera mi horóscopo, y le dirigí una zalema que me devolvió. Y me senté en tierra con las piernas encogidas, me acurruqué frente a él y le rogué que consultara a lo Invisible con respecto a mí.
Entonces el maghrebín, tras de considerarme con ojos por donde pasaban hojas de cuchillo, exclamó: "¡Oh derviche! ¿eres tú quien ha sido víctima de una execrable fatalidad que te ha separado de tu esposa?" Y exclamé: "¡Ah, ualah! ¡ah ualah! ¡yo mismo soy!" El me dijo: "¡Oh pobre! el mono que compraste en cinco dracmas de plata, y que tan súbitamente se metamorfoseó en un jovenzuelo lleno de gracia y de belleza, no es un ser humano de entre los hijos de Adán, sino un genni de mala calidad. No se ha servido de ti más que para lograr sus fines. Porque has de saber que desde hace mucho tiempo está prendado apasionadamente de la hija del sultán, la misma con quien te ha hecho casarte. Pero como, a pesar de todo su poder, no conseguía acercarse a ella, porque llevaba ella un brazalete talismánico, se ha valido de ti para obtener el brazalete y adueñarse de la princesa impunemente. Pero espero no tardar mucho en destruir el poder peligroso de ese mal sujeto, que es uno de los genios adulterinos que se rebelaron contra la ley de nuestro señor Soleimán (¡con El la plegaria y la paz!) ".
Y tras hablar así, el maghrebín tomó una hoja de papel, trazó en ella caracteres complicados, y me la entregó diciendo: "¡Oh derviche! no dudes de la grandeza de tu destino, anímate y ve al paraje que voy a indicarte. Y allí esperarás a que pase una tropa de personajes, a quienes observarás con atención. ¡ Y cuando divises al que parece su jefe le entregarás este billete, y satisfará tus deseos!" Luego me dió las instrucciones necesarias para llegar al paraje de que se trataba, y añadió: "¡En cuanto a la remuneración que me debes, ya me lo darás cuando se cumpla tu destino!"
Entonces, después de dar gracias al maghrebín, cogí el billete y me puse en camino para el paraje que me había indicado. Y a tal fin, anduve toda la noche y todo el día siguiente y parte de la segunda noche. Y llegué entonces a una llanura desierta, donde por toda presencia no había más que el ojo invisible de Alah y la hierba silvestre. Y me senté y esperé con impaciencia lo que iba a ocurrir. Y escuché a mi alrededor como un vuelo de pájaros nocturnos que no veía. Y el escalofrío de la soledad empezaba a hacer temblar mi corazón, y el espanto de la noche llenaba mi alma. Y he aquí que de repente vislumbré a distancia gran número de antorchas que parecían caminar hacia mí ellas solas. Y pronto pude distinguir las manos que las llevaban; pero las personas a quienes pertenecían aquellas manos permanecían invisibles en el fondo de la noche, y no las veían mis ojos. Y de tal suerte pasaron por delante de mí de dos en dos un número infinito de antorchas llevadas por manos sin propietarios. Y por último, vi rodeado de gran número de luces a un rey en su trono, revestido de esplendor. Y llegado que fué delante de mi, me miró y me consideró, en tanto que mis rodillas se entrechocaban de terror, y me dijo: "¿Dónde está el billete de mi amigo el mahgrebín barbari?" Y tendí el billete, que desdobló él, mientras se detenía la procesión. Y gritó él a alguien que yo no veía: "¡Ya Atrasch, ven aquí!" Y al punto, saliendo de la sombra, avanzó un mensajero todo equipado, que besó la tierra entre las manos del rey. Y el rey le dijo: "¡Ve en seguida a El Cairo a encadenar al genni Fulano, y tráemele sin tardanza!" Y el mensajero obedeció y desapareció al instante.
Y he aquí que, al cabo de una hora, volvió con el jovenzuelo encadenado, que se había vuelto horrible de mirar y estaba desfigurado hasta dar asco. Y el rey le gritó: "¿Por qué ¡oh maldito! has quitado el bocado de la boca a este adamita? ¿Y por qué te has comido tú el bocado?" Y el otro contestó: "El bocado está intacto todavía, y yo soy quien le ha preparado". Y el rey dijo: "¡Es preciso que al instante devuelvas el brazalete talismánico a este hijo de Adán, pues de no hacerlo así tendrás que entendértelas conmigo!" Pero el genni, que era un cochino obstinado, contestó con altanería: "¡El brazalete lo tengo yo, y no lo tendrá nadie más!" Y así diciendo, abrió una boca como un horno, y echó en ella el brazalete, que desapareció dentro.
Al ver aquello, el rey nocturno alargó el brazo, e inclinándose, cogió al genni por la nuca, y dándole vueltas como a una honda, le lanzó contra tierra, gritándole: "¡Para que aprendas!" Y del golpe le dejó más ancho que largo. Luego mandó a una de las manos portadoras de antorchas que sacara el brazalete de dentro de aquel cuerpo sin vida y me lo devolviera. Lo cual fué ejecutado en el momento.
Y en cuanto estuvo entre mis dedos aquel brazalete, ¡oh hermano mío! el rey y todo su séquito...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 834ª NOCHE
Ella dijo:
. .. Y en cuanto estuvo entre mis dedos aquel brazalete, ¡oh hermano mío! el rey y todo su séquito de manos desaparecieron, y me encontré vestido con mis ricos trajes en medio de mi palacio, en el propio aposento de mi esposa. Y la hallé sumida en un sueño profundo. Pero en cuanto le puse el brazalete en el brazo se despertó y lanzó un grito de alegría al verme. Y como si nada hubiese pasado, me tendí junto a ella. Y lo demás es misterio de la fe musulmana, ¡oh hermano mío!
Y al día siguiente su padre y su madre llegaron al límite de la alegría al saber que yo había vuelto de mi ausencia, y se olvidaron de interrogarme sobre el particular, de tanto júbilo como les producía el saber que había quitado a su hija la virginidad. Y desde entonces vivimos todos en paz, concordia y armonía.
Y algún tiempo después de mi matrimonio, mi tío el sultán, padre de mi esposa, murió sin dejar hijo varón, y como yo estaba casado con su hija mayor, me legó su trono. Y llegué a ser lo que soy, ¡oh hermano mío! Y Alah es el más grande. ¡Y de El procedemos y a El volveremos!"
Y el sultán Mahmud, cuando hubo contado así su historia a su nuevo amigo el sultán-derviche, le vió extremadamente asombrado de una aventura tan singular, y le dijo: "No te asombres, ¡oh hermano mío! porque todo lo que está escrito ha de ocurrir, y nada es imposible para la voluntad de Quien lo ha creado todo. Y ahora que me he mostrado a ti con toda verdad, sin temor a desmerecer ante tus ojos al revelarte mi humilde origen, y precisamente para que mi ejemplo te sirva de consuelo y para que no te creas inferior a mí en rango y en valor individual, puedes ser amigo mío con toda tranquilidad; porque, después de lo que te he contado, nunca me creeré con derecho a enorgullecerme de mi posición ante ti, ¡oh hermano mío!" Luego añadió: "Y para que tu situación sea más regular, ¡oh hermano mío de origen y de rango! te nombro mi gran visir. ¡Y así serás mi brazo derecho y el consejero de mis actos; y no se hará nada en el reino sin intervención tuya y sin que tu experiencia lo haya aprobado de antemano!"
Y sin más tardanza, el sultán Mahmud convocó a los emires y a los grandes de su reino, e hizo reconocer al sultán-derviche como gran visir, y le puso por sí mismo un magnífico ropón de honor, y le confió el sello del reino.
Y el nuevo gran visir celebró diwán aquel día mismo, y así continuó en los días sucesivos, cumpliendo los deberes de su cargo con tal espíritu de justicia y de imparcialidad, que las gentes, advertidas de aquel nuevo estado de cosas, venían desde el fondo del país para reclamar sus decretos y entregarse a sus decisiones, tomándole por juez supremo en sus diferencias. Y ponía él tanta prudencia y moderación en sus juicios, que obtenía la gratitud y la aprobación de los mismos contra quienes pronunciaba sus sentencias. En cuanto a sus ratos de ocio, los pasaba en la intimidad del sultán, de quien se había convertido en compañero inseparable y amigo a toda prueba.
Un día, sintiéndose el sultán Mahmud con el espíritu deprimido, se apresuró a ir en busca de su amigo, y le dijo: "¡Oh hermano y visir mío! Hoy me pesa el corazón, y tengo deprimido el espíritu". Y el visir, que era el antiguo sultán de Arabia, contestó: "¡Oh rey del tiempo! En nosotros están alegrías y penas, y nuestro propio corazón es quien las segrega. Pero a menudo la contemplación de las cosas externas puede influir en nuestro humor. ¿Has ensayado hoy con tus ojos la contemplación de las cosas externas?" Y contestó el sultán: "¡Oh visir mío! He ensayado hoy con mis ojos la contemplación de las pedrerías de mi tesoro, y he tomado unos tras otros entre mis dedos los rubíes, las esmeraldas, los zafiros y las gemas de todas las series de colores, pero no me han incitado al placer, y mi alma ha seguido melancólica y encogido mi corazón. Y he entrado en mi harén luego, y he pasado revista a todas mis mujeres, las blancas, las morenas, las rubias, las cobrizas, las negras, las gordas y las finas; pero ninguna de ellas ha conseguido disipar mi tristeza. Y luego he visitado mis caballerizas, y he mirado mis caballos y mis yeguas y mis potros; pero con toda su hermosura no han podido alzar el velo que ennegrece el mundo ante mi vista. Y ahora, ¡oh visir mío lleno de sabiduría! vengo en busca tuya para que descubras un remedio a mi estado o me digas las palabras que curan".
Y contestó el visir: "¡Oh mi señor! ¿qué te parecería una visita al asilo de los locos, al maristán, que tantas veces quisimos ver juntos, sin haber ido todavía? Porque opino que los locos son personas dotadas de un entendimiento diferente al nuestro, y que hallan entre las cosas relaciones que los que no están locos no distinguen nunca, y que son visitados por el espíritu. ¡Y acaso esa visita levante la tristeza que pesa sobre tu alma y dilate tu pecho!" Y contestó el sultán: "¡Por Alah, ¡oh visir mío! vamos a visitar a los locos del maristán!"
Entonces el sultán y su visir, el antiguo sultán-derviche, salieron de palacio, sin llevar consigo ningún séquito, y anduvieron sin detenerse hasta el maristán, que era la casa de locos. Y entraron y la visitaron por entero; pero, con extremado asombro suyo, no encontraron allí más habitantes que el llavero mayor y los celadores; en cuanto a los locos, ni sombra ni olor de ellos había. Y el sultán preguntó al llavero mayor: "¿Dónde están los locos?" Y el interpelado contestó: "¡Por Alah, ¡oh mi señor! que desde hace un largo transcurso de tiempo no los tenemos ya, y el motivo de esta penuria reside sin duda en que se debilita la inteligencia en las criaturas de Alah!" Luego añadió: "A pesar de todo, ¡oh rey del tiempo! podemos enseñarte tres locos que están aquí desde hace cierto tiempo, y que nos fueron traídos, uno tras otro, por personas de alto rango, con prohibición de enseñárselos a quienquiera que fuese, pequeño o grande. ¡Pero para nuestro amo el sultán nada está oculto!" Y añadió: "Sin duda alguna son grandes sabios, porque se pasan el tiempo leyendo en los libros". Y llevó al sultán y al visir a un pabellón reservado, donde les introdujo para alejarse luego respetuosamente.
Y el sultán Mahmud y su visir vieron encadenados al muro tres jóvenes, uno de los cuales leía mientras los otros dos escuchaban atentamente. Y los tres eran hermosos, bien formados, y no ofrecían ningún aspecto de demencia o de locura. Y el sultán se encaró con su acompañante, y le dijo: "¡Por Alah, oh visir mío! que el caso de estos tres jóvenes debe ser un caso muy asombroso, y su historia una historia sorprendente!" Y se volvió hacia ellos, y les dijo: "¿Es realmente por causa de locura por lo que habéis sido encerrados en este maristán?"
Y contestaron: "No, por Alah; no somos ni locos ni dementes, ¡oh rey del tiempo! y ni siquiera somos idiotas o estúpidos. ¡Pero tan singulares son nuestras aventuras y tan extraordinarias nuestras historias, que si se grabaran con agujas en el ángulo de nuestros ojos serían una lección saludable para quienes se sintieran capaces de descifrarlas!" Y a estas palabras, el sultán y el visir se sentaron en tierra frente a los tres jóvenes encadenados, diciendo: "¡Nuestro oído está abierto, y pronto nuestro entendimiento!"
Entonces el primero, el que leía en el libro, dijo:
HISTORIA DEL PRIMER LOCO
"Mi oficio ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! era el de mercader en el zoco de sederías, como lo fueron antes que yo mi padre y mi abuelo. Y no vendía más mercancías que artículos indios de todas las especies y de todos los colores, pero siempre de precios muy elevados. Y vendía y compraba con mucho provecho y beneficio, según costumbre de los grandes mercaderes.
Un día estaba yo sentado en mi tienda, como era usual en mí, cuando acertó a pasar una dama vieja que me dió los buenos días y me gratificó con la zalema. Y al devolverle yo sus salutaciones y cumplimientos, se sentó ella en el borde de mi escaparate, y me interrogó, diciendo: "¡Oh mi señor! ¿tienes telas selectas originarias de la India?" Yo contesté: "¡Oh mi señora! en mi tienda tengo con qué satisfacerte". Y dijo ella: "¡Haz que me saquen una de esas telas para que la vea!" Y me levanté y saqué para ella del armario de reservas una pieza de tela india del mayor precio, y se la puse entre las manos. Y la cogió, y después de examinarla quedó muy satisfecha de su hermosura, y me dijo: "¡Oh mi señor! ¿cuánto vale esta tela?" Yo contesté: "Quinientos dinares". Y al punto sacó ella su bolsa y me contó los quinientos dinares de oro; luego cogió la pieza de tela y se marchó por su camino. Y de tal suerte ¡oh nuestro señor sultán! le vendí por aquella suma una mercancía que no me había costado más que ciento cincuenta dinares. Y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios.
Al siguiente día volvió a buscarme la vieja dama, y me pidió otra pieza, y me la pagó también a quinientos dinares, y se marchó a buen paso con su compra. Y de nuevo volvió al siguiente día para comprarme otra pieza de tela india, que pagó al contado; y durante quince días sucesivos ¡oh mi señor sultán! obró de tal suerte, compró y pagó con la misma regularidad. Y al décimosexto día la vi llegar como de ordinario y escoger una nueva pieza. Y se disponía a pagarme, cuando advirtió que había olvidado su bolsa, y me dijo: "¡Ya Khawaga! he debido olvidar mi bolsa en casa". Y contesté: "¡Ya setti! no corre prisa. ¡Si quieres traerme el dinero mañana, bienvenida seas; si no, bienvenida seas también!" Pero ella protestó, diciendo que nunca consentiría en tomar una mercancía que no había pagado, y yo, por mi parte, insistí varias veces: "¡Puedes llevártela por amistad y simpatía para tu cabeza!" Y entre nosotros tuvo lugar un torneo de mutua generosidad, ella rehusando y yo ofreciendo. Porque ¡oh mi señor! convenía que, después de beneficiarme tanto con ella, obrase yo tan cortésmente, y hasta estuviese dispuesto, en caso necesario, a darle de balde una o dos piezas de tela. Pero al fin dijo ella: "¡Ya Khawaga! veo que no vamos a entendernos nunca si continuamos de este modo. Así es que lo más sencillo sería que me hicieras el favor de acompañarme a casa para pagarte allí el importe de tu mercancía". Entonces, sin querer contrariarla, me levanté, cerré mi tienda y la seguí.
Y anduvimos, ella delante y yo diez pasos detrás de ella, hasta que llegamos a la entrada de la calle en que se hallaba su casa. Entonces se detuvo, y sacándose del seno un pañuelo, me dijo: "Es preciso que consientas en dejarte vendar los ojos con este pañuelo". Y yo, muy asombrado de aquella singularidad, le rogué cortésmente que me diera la razón de ello, Y me dijo: "Es porque en esta calle por donde vamos a pasar hay casas con las puertas abiertas y en cuyos vestíbulos están sentadas mujeres que tienen la cara descubierta; de suerte que tal vez se posara tu mirada en alguna de ellas, casada o doncella, y entonces podrías comprometer el corazón en un asunto de amor, y estarías atormentado toda tu vida; porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello, que seduciría al asceta más religioso. Y temo mucho por la paz de tu corazón. ..
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 835ª NOCHE
Ella dijo:
". . . porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello que seduciría al asceta más religioso. Y temo por la paz de tu corazón".
Y al escucharla pensé: "Por Alah, que es de buen consejo esta vieja". Y consentí en lo que me pedía. Entonces ella me vendó los ojos con el pañuelo, y me impidió así ver. Luego me cogió de la mano, y caminó conmigo hasta que llegamos ante una casa cuya puerta golpeó con la aldaba de hierro. Y nos abrieron desde dentro al instante. Y en cuanto entramos mi vieja conductora me quitó la venda, y advertí con sorpresa que me encontraba en una morada decorada y amueblada con todo el
lujo de los palacios de los reyes, y ¡por Alah! , oh nuestro señor sultán, que en mi vida había visto yo
nada parecido ni soñado cosa tan maravillosa.
En cuanto a la vieja, me rogó que la esperara en la habitación en que me hallaba, y que daba a una sala más hermosa aún y con galería. Y dejándome solo en aquella habitación, desde la cual podía yo ver cuanto pasaba en la otra, se marchó.
Y he aquí que, desde la puerta de la segunda sala, vi amontonadas negligentemente en un rincón todas las preciosas telas que había vendido yo a la vieja. Y al punto entraron dos jóvenes como dos lunas, cada una de las cuales llevaba un cubo lleno de agua de rosas. Y dejaron sus cubos en las baldosas de mármol blanco, y acercándose al montón de telas preciosas cogieron una al azar y la cortaron en dos pedazos, como hubiesen hecho con una rodilla de cocina. Cada una se dirigió luego hacia donde estaba su cubo, y remangándose hasta los sobacos metió el trozo de tela preciosa en el agua de rosas, y se puso a humedecer y a lavar las baldosas y a secarlas después con otros retales de mis telas preciosas para frotarlas y sacarles brillo por último con lo que quedaba de las piezas que habían costado quinientos dinares cada una. Y cuando aquellas jóvenes hubieron acabado el tal trabajo y el mármol quedó como la plata, cubrieron el suelo con tejidos tan hermosos que el producto de la venta de mi tienda entera no daría la suma necesaria para la adquisición del menos rico de ellos. Y sobre estos tejidos extendieron una alfombra de pelo de cabra almizclada y cojines rellenos de plumas de avestruz. Tras de lo cual llevaron cincuenta alfombrines de brocato de oro, y los colocaron ordenadamente alrededor de la alfombra central; después se retiraron.
Y he aquí que entraron, de dos en dos y cogidas de las manos, unas jóvenes, que fueron a situarse cada una ante uno de los alfombrines de brocato; y como eran cincuenta, se colocaron por orden ante sus alfombrines respectivos.
Y he aquí que, bajo un palio llevado por diez lunas de belleza, apareció a la puerta de la sala una joven tan deslumbradora en su blancura y con tanto brillo en sus ojos negros, que mis ojos se cerraron por sí mismos. Y cuando los abrí vi junto a mí a mi conductora, la vieja dama, que me invitaba a acompañarla para presentarme a la joven, que ya estaba perezosamente acostada en la alfombra central, en medio de las cincuenta jóvenes erguidas sobre los alfombrines de brocato. Pero
me alarmé mucho al verme convertido en blanco de las miradas de aquellos cincuenta y un pares de ojos negros, y me dije: "¡No hay poder ni recurso más que en Alah el Glorioso, el Altísimo! ¡Es evidente que desean mi muerte!"
Cuando estuve entre sus manos, la real joven me sonrió, me deseó la bienvenida y me invitó a sentarme junto a ella en la alfombra. Y muy confuso y azorado, me senté para obedecerla, y me dijo ella: "¡Oh joven! ¿qué opinas de mí y de mi belleza? ¿Crees que reúno condiciones para ser tu esposa?"
Al oír estas palabras contesté asombrado hasta el límite extremo del asombro: "¡Oh mi señora! ¿cómo me atrevería a creerme digno de tal favor? ¡En verdad que no estimo mi valer en tanto como para llegar a ser un esclavo, o menos todavía, entre tus manos!" Pero ella repuso: "No, por Alah, ¡oh joven! mis palabras no contienen ningún engaño, y nada de evasivo hay en mi lenguaje, que es sincero. ¡Respóndeme, pues, con toda sinceridad y ahuyenta todo temor de tu espíritu, porque mi corazón se desborda de amor por ti!"
Al oír estas palabras, ¡oh nuestro señor sultán! comprendí, a no dudar, que la joven tenía realmente intención de casarse conmigo, pero sin que me fuese posible adivinar por qué razón me había escogido entre millares de jóvenes y cómo me conocía. Y acabé por decirme: "¡Oh! lo inconcebible tiene la ventaja de no ocasionar pensamientos torturadores. No trates, pues, de comprenderlo y deja que las cosas sigan su curso". Y contesté: "¡Oh mi señora! si en realidad no hablas para que se rían de mí estas honorables jóvenes, acuérdate del proverbio que dice:
"¡Cuando la chapa está al rojo, está a punto para el martillo!"
Por otra parte, me parece que mi corazón está tan inflamado de deseo, que ya es hora de realizar nuestra unión. ¡Dime, pues, por tu vida, qué debo traerte como dote y la viudedad que debo señalarte!" Y contestó ella sonriendo: "Dote y viudedad están pagadas y no tienes que ocuparte de ello". Y añadió: "Puesto que ése es también tu deseo, voy al instante a enviar a buscar al kadí y a los testigos, a fin de que podamos unirnos sin dilación".
Y, efectivamente, ¡oh mi señor! no tardaron en llegar el kadí y los testigos. Y anudaron el nudo por la vía lícita. Y quedamos casados sin dilación. Y después de la ceremonia se marchó todo el mundo. Y me pregunté: "¡Oh! ¿estoy despierto o soñando?" Y aún me asombré más cuando ella mandó a sus hermosas esclavas que prepararan el hammam para mí y me condujeran allá. Y las jóvenes me hicieron entrar en una sala de baño perfumada con áloe de Comorín, y me confiaron a las bañeras, que me desnudaron, y me friccionaron y me dieron un baño que me dejó más ligero que los pájaros. Después vertieron encima de mi los perfumes más exquisitos, me cubrieron con un rico atavío y me presentaron refrescos y sorbetes de toda especie. Tras de lo cual me hicieron dejar el hammam y me condujeron al aposento íntimo de mi reciente esposa, que me esperaba ataviada sólo
con su belleza.
Y al punto vino ella a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor asombroso. Y yo ¡oh mi señor! sentí que mi alma se albergaba por entero donde tú sabes, y di cima a la obra para la que había sido requerido y a la tarea que se me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible, y abatí lo que estaba por abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé lo que pude y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté, y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán! que aquella noche Quien tú sabes fué realmente el valiente a quien llaman el cordero, el herrero, el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el agujereador, el frotador, el irresistible, el báculo del derviche, la herramienta prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre del turbante, el padre de cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo ¡oh mi señor sultán! que aquella noche cada remoquete fué acompañado de su explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la noche y teníamos que levantarnos para la plegaria de la mañana.
Y continuamos viviendo juntos de tal suerte ¡oh rey del tiempo! durante veinte noches consecutivas, en el límite de la embriaguez y de la felicidad. Y al cabo de este tiempo vino a ofrecerse a mi memoria el recuerdo de mi madre, y dije a mi esposa la joven: "¡Ya setti! hace mucho tiempo que estoy ausente de casa, y mi madre, que no tiene noticias mías, debe sentir gran inquietud por mí. Además, los negocios de mi comercio han debido sufrir quebranto con haber estado cerrada mi tienda todos estos días pasados".
Y me contestó ella: "¡No te apures por eso! De buena gana consiento en que vayas a ver a tu madre y a tranquilizarla. Y hasta puedes ir allá a diario y ocuparte de tus negocios, si eso te gusta; pero exijo que te conduzca y te traiga aquí siempre la vieja dama". Y contesté: "¡No hay inconveniente!"
En vista de lo cual, fué la vieja, me puso un pañuelo a los ojos, me condujo al sitio donde me había vendado los ojos la vez primera, y me dijo: "Vuelve aquí esta noche a la hora de la plegaria y me hallarás en este mismo sitio para conducirte a casa de tu esposa". Y dichas estas palabras me quitó la venda y me dejó.
Y me apresuré a correr a mi casa, en donde encontré a mi madre sumida en la desolación y bañada en lágrimas de desesperación, dedicándose a coser ropas de luto. Y en cuanto me vió se abalanzó a mí y me estrechó en sus brazos, llorando de alegría; y le dije: "No llores, ¡oh madre mía! y refresca tus ojos, porque esta ausencia me ha llevado a disfrutar una felicidad a que nunca me hubiera atrevido a aspirar". Y la enteré de mi dichosa aventura, y exclamó ella en un transporte: "Pluguiera a Alah protegerte y resguardarte, ¡oh hijo mío! Pero prométeme que vendrás a visitarme a diario, pues mi ternura necesita ser pagada con tu afecto". Y no me negué a prometérselo, ya que mi esposa me había dejado en libertad de salir. Tras de lo cual invertí el resto de la jornada en mis negocios de venta y compra en la tienda del zoco, y cuando llegó la hora, regresé al lugar indicado, donde encontré a la vieja, que me vendó los ojos como de ordinario, y me condujo al palacio de mi esposa, diciéndome: "¡Más te vale esto; pues, como te he dicho ya, hijo mío, en esta calle hay una porción de mujeres, casadas y doncellas, que están sentadas en el portal de su casa y que no tienen más que un deseo todas y es aspirar el amor que pasa como se absorbe el aire y como se bebe el agua corriente! ¿Y qué sería de tu corazón si cayeras en sus redes?"
Al llegar al palacio en que yo habitaba a la sazón, mi esposa me recibió con transportes indecibles, y yo respondí como el yunque responde al martillo. Y mi gallo sin cresta ni voz no le anduvo a la zaga a aquella gallina apetitosa y no amenguó su reputación de valiente agujereador, pues, por Alah, ¡oh mi señor! el cordero no dió aquella noche menos de treinta topetazos a aquella oveja batalladora, y no cesó la lucha hasta que su contrincante hubo pedido gracia, dándose por vencida.
Y durante tres meses continué viviendo aquella vida tan activa, llena de combates nocturnos, de batallas matinales y de asaltos diurnos. Y en mi interior me maravillaba todos los días de mi suerte, diciéndome: "¡Qué suerte la mía que me ha hecho entablar conocimiento con esta ardiente jovenzuela y me la ha dado por esposa! ¡Y qué destino tan asombroso el que, al mismo tiempo que este rollo de manteca fresca, me ha deparado un palacio y riquezas como no las poseen los reyes!" Y no se pasaba día sin que me sintiese tentado de informarme, por las esclavas, del nombre y calidad de la que se había casado conmigo sin conocerla yo y sin saber de quién era hija o pariente. Pero un día entre los días, encontrándome a solas con una joven negra de entre las esclavas negras
de mi esposa, le pregunté acerca del particular, diciéndole: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh joven bendita! ¡oh blanca por dentro! dime lo que sepas con respecto a tu señora, y guardaré profundamente tus palabras en el rincón más oscuro de mi memoria!" Y temblando de miedo me contestó la joven negra: "¡Oh mi señor! la historia de mi señora es una cosa de lo más extraordinaria: pero temo, si te la revelo, ser condenada a muerte sin remisión ni dilación. Todo lo que puedo decirte es que ella se ha fijado en ti un día en el zoco, y te ha escogido por puro amor". Y no pude sacarle más que estas palabras. Y como insistiera yo, hasta me amenazó con ir a contar a su señora mi tentativa de provocación a las palabras indiscretas. Entonces la dejé irse por su camino, y me volví al lado de mi esposa para emprender una escaramuza sin importancia.
Y transcurría mi vida de tal suerte, entre placeres violentos y torneos de amor, cuando una siesta, estando yo en mi tienda, con permiso de mi esposa, al echar una mirada a la calle divisé a una joven tapada con el velo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 836ª NOCHE
Ella dijo:
... Y transcurría mi vida de tal suerte, entre placeres violentos y torneos de amor, cuando una siesta, estando yo en mi tienda, con permiso de mi esposa, al echar una mirada a la calle divisé a una joven tapada con el velo, que avanzaba hacia mí de manera ostensible. Y cuando llegó delante de mi tienda me dirigió la más graciosa zalema, y me dijo: "¡Oh mi señor! mira este gallo de oro adornado de diamantes y de piedras preciosas, que he ofrecido en vano, por el precio de coste, a todos los mercaderes del zoco. Pero son gentes sin gusto ni delicadeza de apreciación, pues me han contestado que una joya así no es de fácil venta y que no podrían colocarla ventajosamente. ¡Por eso vengo a ofrecértela a ti, que eres hombre de gusto, por el precio que quieras ofrecerme tú mismo!"
Y contesté: "Tampoco yo tengo ninguna necesidad de este joyel. Pero, para darte gusto, te ofreceré por él cien dinares, ni uno más ni uno menos". Y contestó la joven: "Tómalo. pues, y que sea para ti una compra ventajosa!" Y aunque realmente no tenía yo el menor deseo de adquirir aquel gallo de oro, pensé, no obstante, que aquella figura le gustaría a mi esposa por recordarle mis cualidades fundamentales, y fui a mi armario y cogí los cien dinares de trato. Pero cuando quise ofrecérselos a la joven, los rehusó ella, diciéndome: "En verdad que no tienen ninguna utilidad para mí, y no deseo otro pago que el derecho de darte un solo beso en la mejilla. Y éste es mi único deseo, ¡oh joven!" Y me dije para mí: "¡Por Alah, que un solo beso en mi mejilla por una alhaja que vale más de mil dinares de oro es un precio tan singular como barato!" Y no vacilé en dar mi consentimiento.
Entonces la joven ¡oh mi señor! avanzó hacia mí, y levantándose el velillo del rostro me dió un beso en la mejilla -¡ojalá le resultase delicioso!-; pero al mismo tiempo, como si se le hubiese abierto el apetito al probar mi piel, clavó en mi carne sus dientes de tigre joven, y me dió un mordisco cuya cicatriz tengo todavía. Luego se alejó riendo con risa de satisfacción, mientras yo me limpiaba la sangre que corría por mi mejilla. Y pensé: "¡Tu caso ¡oh! es un caso sorprendente! ¡Y pronto verás cómo todas las mujeres del zoco vienen a pedirte, quién una muestra de tu mejilla, quién una muestra de tu mentón, quién una muestra de lo que tú sabes, y quizás valga más, en ese caso, arrinconar tus mercancías para no vender ya más que pedazos de ti mismo!"
Y llegada que fué la noche, medio risueño, medio furioso, salí al encuentro de la vieja, que me esperaba, como de ordinario, en la esquina de nuestra calle, y que, después de haberme puesto una venda en los ojos, me condujo al palacio de mi esposa. Y por el camino la oí que refunfuñaba entre dientes palabras confusas que me parecieron amenazas; pero pensé: "¡Las viejas son personas a quienes gusta gruñir y que pasan sus viejos días decrépitos murmurando de todo y chocheando!"
Al entrar en casa de mi esposa la encontré sentada en la sala de recepción, con los párpados contraídos y vestida de pies a cabeza de color rojo escarlata, como el que llevan los reyes en sus horas de ira. Y tenía el continente agresivo y el rostro revestido de palidez. Y al ver aquello dije para mí: "¡Oh Conservador, resguárdame!" Y sin saber a qué atribuir aquella actitud hostil, me acerqué a mi esposa, quien, en contra de su costumbre, no se había levantado para recibirme y me volvía la cabeza; y ofreciéndole el gallo de oro que acababa de adquirir, le dije: "¡Oh mi señora! acepta este precioso gallo, que es un objeto verdaderamente admirable, y que es curioso mirar; porque le he comprado para que te recrees con él". Pero al oír estas palabras se oscureció su frente y sus ojos se entenebrecieron, y antes de que yo tuviese tiempo de evadirme, recibí una bofetada tan terrible que me hizo girar como un trompo y por poco me rompe la mandíbula izquierda. Y me gritó: "¡Oh perro hijo de perro! si realmente has comprado este gallo, ¿a qué obedece ese mordisco que tienes en la mejilla?"
Y yo, aniquilado por la sacudida del violento bofetón, me sentí en peligro, y tuve que hacer grandes esfuerzos sobre mí mismo para no caerme cuan largo era. Pero aquello no era más que el principio, ¡oh mi señor! no era ¡ay! más que el principio del principio. Porque vi que a una seña de mi esposa, se abrían los cortinajes del fondo y entraban cuatro esclavas conducidas por la vieja. Y llevaban el cuerpo de una joven con la cabeza cortada y colocada en medio de su cuerpo. Y al instante reconocí en aquella cabeza la de la joven que me había dado la alhaja a cambio de un mordisco. Y la vista de aquella acabó de derretirme, y rodé por el suelo sin conocimiento. Cuando volví en mí, ¡oh señor sultán! me vi encadenado en este maristán. Y los celadores me enteraron de que me había vuelto loco. Y no me dijeron nada más.
Y tal es la historia de mi presunta locura y de mi encarcelamiento en esta casa de locos. Y Alah es quien os envía a ambos, ¡oh mi señor sultán! y tú, ¡oh prudente y juicioso visir! para sacarme de aquí. Y por la lógica o la incoherencia de mis palabras podréis juzgar si realmente estoy poseído por el espíritu, o si estoy siquiera atacado de delirio, de manía o de idiotez, o si estoy, en fin, sano de entendimiento".
Cuando el sultán y su visir, que era el antiguo sultán-derviche adulterino, oyeron la historia del joven, quedaron pensativos, con la frente baja y los ojos fijos en el suelo durante una hora de tiempo. Tras de lo cual el sultán fué el primero que levantó la cabeza, y dijo a su acompañante: "¡Oh visir mío! por la verdad de Quien me hizo gobernante de este reino, juro que no tendré reposo y no comeré ni beberé sin haber dado con la joven que se casó con este joven. Apresúrate, pues, a decirme qué tenemos que hacer para ello". Y contestó el visir: "¡Oh rey del tiempo! es preciso que nos llevemos sin tardanza a este joven, abandonando momentáneamente a los otros dos jóvenes encadenados, y que recorramos con él las calles de la ciudad de oriente a occidente y de derecha a izquierda, hasta que encuentre él la entrada de la calle en donde la vieja acostumbraba a vendarle los ojos. Y entonces le vendaremos los ojos, y se acordará él del número de pasos que daba en compañía de la vieja, y de tal suerte nos hará llegar ante la puerta de la casa, a la entrada de la cual le quitaban la venda. Y allá nos iluminará Alah acerca de la conducta que debemos observar en tan delicado asunto".
Y dijo el sultán: "Sea conforme a tu consejo, ¡oh visir mío lleno de sagacidad!" Y se levantaron ambos al instante, hicieron caer las cadenas del joven y se le llevaron fuera del maristán. Y todo sucedió según las previsiones del visir. Porque, después de recorrer gran número de calles de diversos barrios, acabaron por llegar a la entrada de la calle consabida, la cual reconoció sin dificultad el joven. Y con los ojos vendados como otras veces, supo calcular los pasos, e hizo que se parasen ante un palacio cuya vista sumió al sultán en la consternación. Y exclamó: "Alejado sea el Maligno, ¡oh visir mío! Este palacio está habitado por una esposa entre las esposas del antiguo sultán de El Cairo, el que me ha legado el trono a falta de hijos varones en su posteridad. ¡Y esta esposa del antiguo sultán, padre de mi mujer, habita aquí con su hija, que indudablemente será la joven que se ha casado con este joven! Alah es el más grande, ¡oh visir! ¡Por lo visto, está escrito en el destino de todas las hijas de reyes que se casen con cualquiera, como nosotros mismos lo hemos sido! ¡Los decretos del Retribuidor siempre están justificados; pero ignoramos los motivos a que obedecen!" Y añadió: "Apresurémonos a entrar para saber la continuación de este asunto". Y llamaron en la puerta con la aldaba de hierro, que hubo de resonar. Y dijo el joven: "¡Bien recuerdo este sonido!" Y al punto abrieron la puerta unos eunucos, que se quedaron absortos al reconocer al sultán, al gran visir y al joven, esposo de su señora...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente
Y CUANDO LLEGO LA 837* NOCHE
Ella dijo:
. . . Y llamaron con la aldaba de hierro, y al punto abrieron la puerta unos eunucos, que se quedaron absortos al reconocer al sultán, al gran visir y al joven, esposo de la joven. Y uno de ellos echó a correr para prevenir a su señora de la llegada del soberano y de sus acompañantes.
Entonces la joven se engalanó y arregló y salió del harén, y fué a la sala de recepción para rendir sus homenajes al sultán, esposo de su hermana de padre, pero no de madre, y besarle la mano. Y el sultán la reconoció, efectivamente, e hizo un signo de inteligencia a su visir. Luego dijo a la princesa: "¡Oh hija del tío! Alah me libre de hacerte reproches por tu conducta, pues el pasado pertenece al Dueño del cielo, y sólo el presente nos pertenece. Por eso deseo al presente que te reconcilies con este joven, esposo tuyo, que es un joven que posee preciosas cualidades fundamentales y que, sin guardarte rencor ninguno, no pide más que volver a tu gracia. Por otra parte, te juro por los méritos de mi difunto tío el sultán, tu padre, que tu esposo no ha cometido falta grave contra el pudor conyugal. ¡Y ya ha expiado bien duramente la debilidad de un momento!" Y contestó la joven: "Los deseos de nuestro señor sultán son órdenes y están por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos". Y el sultán se alegró mucho de aquella solución, y dijo: "Siendo así, ¡oh hija del tío! nombro a tu esposo mi primer chambelán. Y en adelante será mi comensal y mi compañero de copa. Y le enviaré a ti esta misma noche, a fin de que realicéis ambos, sin testigos molestos, la reconciliación prometida. ¡Pero permíteme que por el momento me le lleve, porque tenemos que escuchar juntos las historias de sus dos compañeros de cadena!" Y se retiró, añadiendo: "Desde luego, queda convenido entre vosotros dos que en lo sucesivo le dejarás ir y venir libremente, sin venda en los ojos, y por su parte promete él que jamás, bajo ningún pretexto, se dejará besar por una mujer, sea casada o doncella".
"Y éste es ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- el final de la historia que contó al sultán y a su visir el primer joven, el que leía el libro en el maristán. ¡Pero en cuanto al segundo joven, uno de los dos que escuchaban la lectura, he aquí lo referente a él!"
Cuando el sultán, así como el visir y el nuevo chambelán, estuvieron de vuelta en el maristán, se sentaron en tierra frente al segundo joven, diciendo: "Ahora te toca a ti". Y el segundo joven dijo:
HISTORIA DEL SEGUNDO LOCO
"¡Oh nuestro señor sultán, y tú, juicioso visir, y tú, antiguo compañero mío de cadena! Sabed que el motivo de mi encarcelamiento en este maristán es todavía más sorprendente que el que conocéis ya, porque si este compañero mío fué encerrado como loco sin estarlo, fué por culpa suya y a causa de su credulidad y confianza en sí mismo. ¡Pero si yo he pecado ha sido precisamente por el exceso contrario, como vais a ver, siempre que queráis permitirme proceder con orden!" Y el sultán y su visir y su nuevo chambelán, que era el antiguo loco primero, contestaron de común acuerdo: "¡Desde luego!" Y el visir añadió: "Por cierto que, cuando más orden pongas en tu relato quedaremos mejor dispuestos para considerar que estás comprendido injustamente en el número de los locos y los dementes".
Y el joven comenzó su historia en estos términos:
"Sabed, pues, ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! que también yo soy un mercader hijo de mercader, y que antes de que me arrojasen a este maristán tenía en el zoco una tienda, donde vendía brazaletes y adornos de todas clases a las mujeres de los señores ricos. Y en la época en que comienza esta historia no tenía yo más que dieciséis años de edad, y ya estaba reputado en el zoco por mi gravedad, mi honestidad, mi cabeza pesada y mi seriedad con los negocios. Y nunca trataba yo de entablar conversación con las damas clientes mías; y no les decía más que las palabras precisas para ultimar los tratos. Y además practicaba los preceptos del Libro, y nunca levantaba los ojos para mirar a una mujer entre las hijas de los musulmanes. Y los mercaderes me citaban como ejemplo a sus hijos cuando les llevaban consigo por primera vez al zoco. Y más de una madre se había ya puesto al habla con mi madre, pensando en mí para algún matrimonio honorable. Pero mi madre se reservaba la respuesta para mejor ocasión, y eludía la cuestión, pretextando mi poca edad y mi calidad de hijo único y mi temperamento delicado.
Un día estaba yo sentado ante mi libro de cuentas y repasaba el contenido, cuando vi entrar en mi tienda una remilgada negrita, que, después de saludarme con respeto, me dijo: "¿Es ésta la tienda del señor mercader Fulano?" y yo dije: "¡Esta es, en verdad!" Entonces ella, con precauciones infinitas y mirando prudentemente a derecha y a izquierda con sus ojos de negra, se sacó del seno un billetito, que me tendió, diciendo: "Esto de parte de mi señora. Y aguarda el favor de una respuesta". Y entregándome el papel se mantuvo a distancia en espera de mi contestación.
Y yo, después de desdoblar el billete, lo leí, y me encontré con que contenía una oda escrita en versos inflamados en loor y honor míos. Y los versos finales formaban con su trama el nombre de la que se decía enamorada de mí.
Entonces, ¡oh mi señor sultán! me mostré extremadamente enfadado por aquella audacia, y estimé que era un atentado grave a mi buena conducta, o acaso una tentativa para arrastrarme a alguna aventura peligrosa o complicada. Y cogí aquella declaración, y la rompí, y la pisotée. Luego avancé hacia la negrita, y la cogí de una oreja, y le administré algunos bofetones y algunos torniscones bien dados. Y rematé el correctivo dándole un puntapié que la hizo rodar fuera de mi tienda. Y la escupí en el rostro muy ostensiblemente, con objeto de que viesen mi acción todos mis vecinos y no pudiesen dudar de mi honradez y de mi virtud, y le grité: "¡Ah! ¡hija de los mil cornudos de la impudicia, ve a contar todo eso a tu señora, la hija de alcahuetes!" Y al ver aquello todos mis vecinos murmuraron entre sí con admiración; y uno de ellos me mostró con el dedo a su hijo, diciéndole: "¡Caiga la bendición de Alah sobre la cabeza de este joven virtuoso! ¡Ojalá ¡oh hijo mío! llegaras tú a saber a su edad rechazar las ofertas de las malignas y los perversos que acechan a los jóvenes hermosos!"
Y he aquí ¡oh señores míos! lo que hice a los dieciséis años. Y sólo ahora es cuando veo con lucidez todo lo que mi conducta tuvo de grosera, desprovista de discernimiento, llena de estúpida vanidad y de amor propio fuera de lugar, hipócrita, cobarde y brutal. Y aunque más tarde hube de experimentar sinsabores, como consecuencia de aquella tontería, considero que merecí más aún, y que esta cadena, que actualmente llevo al cuello por un motivo distinto en absoluto, debió serme infligida a raíz de aquel primer acto insensato. Pero, de todos modos, no quiero confundir el mes de Chabán con el mes de Ramadán, y continúo procediendo con orden en el relato de mi historia.
Pues bien, ¡oh mis señores! tras de aquel incidente transcurrieron días y meses, y me convertí en todo un hombre. Y hube de conocer a las mujeres y todo lo consiguiente, aunque era soltero; y sentía que había llegado en realidad el momento de elegir una joven que fuese mi esposa ante Alah y madre de mis hijos. Por cierto que había de quedar bien servido, como vais a oír. Pero no anticiparé nada, y procederé con orden.
En efecto, una siesta vi acercarse a mi tienda, entre cinco o seis esclavas blancas que la servían de cortejo, a una joven de amor, ataviada con las alhajas más preciosas, las manos teñidas de henné y las trenzas de sus cabellos flotando sobre sus hombros, que avanzó con gracia, contoneándose con nobleza y coquetería...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 838ª NOCHE
Ella dijo:
. .. a una joven de amor, ataviada con las alhajas más preciosas, las manos teñidas de henné y las trenzas de sus cabellos flotando sobre sus hombros, que avanzó con gracia, contoneándose con nobleza y coquetería. Y como una reina, entró en mi tienda, seguida de sus esclavas, y se sentó después de favorecerme con una zalema graciosa. Y me dijo ¡Oh joven! ¿tienes un buen surtido de adornos de oro y plata?" Y contesté: "¡Oh mi señora! ¡los tengo de todas las especies posibles y de las demás!" Entonces me pidió que le enseñara anillos de oro para los tobillos. Y le llevé lo más hermoso y más pesado que tenía en anillos de oro para los tobillos. Y les echó una mirada distraída y me dijo: "¡Pruébamelos!" Y al punto se bajó una de sus esclavas y levantándole la orla de su traje de seda descubrió ante mis ojos el tobillo más fino y más blanco que salió de los dedos del Creador. Y le probé los anillos; pero no pude encontrar en mi tienda ninguno bastante estrecho para la finura de sus piernas moldeadas en el molde de la perfección. Y al ver mi azoramiento ella sonrió y dijo: "No te importe, ¡oh joven! Ya te tomaré otra cosa. Pero el caso es que me habían dicho en mi casa que yo tenía las piernas de elefante. ¿Es verdad eso?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti y sobre la perfección de tus tobillos, ¡oh mi señora! ¡Al verlos se moriría de envidia la gacela!" Entonces me dijo ella: "¡Enséñame brazaletes!" Y con los ojos llenos todavía de la visión de sus tobillos adorables y de sus piernas de perdición, busqué lo más fino y más estrecho que tenía en brazaletes de oro y de esmalte, y se lo traje. Pero me dijo ella: "Pruébamelos tú mismo. Estoy
muy cansada hoy".
Y al punto se precipitó una de sus esclavas a alzar las mangas de su señora. Y a mis ojos apareció un brazo ¡ay! ¡ay! como un cuello de cisne, más blanco y más liso que el cristal y rematado por una muñeca y una mano y unos dedos ¡ay! ¡ay! de azúcar cande, ¡oh mi señor! de dátiles confitados, una alegría para el alma, una delicia, una pura delicia suprema. E inclinándome, probé mis brazaletes en aquel brazo milagroso. Pero los más estrechos, los confeccionados para manos de niño, bailaban vergonzosamente en sus finas muñecas transparentes; y me apresuré a retirarlos, temeroso de que su contacto lastimase aquella piel cándida. Y sonrió ella de nuevo al ver mi confusión, y me dijo: "¿Qué has visto, ¡oh joven!? ¿Soy manca, o acaso tengo manos de pato, o quizá un brazo de hipopótamo?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre la redondez de tu brazo blanco, y sobre la forma de tus dedos de hurí, ¡oh mi señora!" Y me dijo ella: "¿Verdad que sí? Pues, sin embargo, en casa me afirmaron lo contrario con frecuencia".
Luego añadió: "Enséñame collares y colgantes de oro". Y tambaleándome sin haber probado el vino, me apresuré a mostrarle lo más rico y ligero que tenía yo en collares y colgantes de oro.
Y al punto, con religioso cuidado, una de sus esclavas descubrió, al mismo tiempo que el cuello de su ama, parte de su pecho. Y los dos senos, ¡ah! ¡ah! los dos a la vez, ¡oh mi señor! los dos pechitos de marfil rosa, aparecieron redondos y erguidos sobre la nieve deslumbradora del pecho; y se dirían colgados del cuello de mármol puro, como dos hermosos niños gemelos colgados al cuello de su madre. Y al ver aquello no pude por menos de gritar, volviendo la cabeza: "¡Tapa, tapa! ¡Que Alah corra sus velos!"
Y me dijo ella: "¿Es que no vas a probarme los collares y colgantes? ¡Pero no te importe! Ya te tomaré otra cosa. Sin embargo, dime antes si soy deforme, o tetuda como la hembra del búfalo, y negra y velluda. ¿0 acaso estoy tan flaca y seca como un pescado salado, y tan lisa como el banco de un carpintero?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre tus carnes ocultas, y sobre tus frutos ocultos, y sobre toda tu hermosura oculta, ¡oh mi señora!" Y dijo ella: "¿Entonces me han engañado los que me afirmaron a menudo que no podía encontrarse nada más feo que mis formas ocultas?" Y añadió: "Está bien; pero ya que no te atreves ¡oh joven! a probarme estos collares de oro y estos colgantes, ¿podrías, al menos, probarme cinturones?"
Y luego de traerle lo más flexible y ligero que tenía en cinturones de filigrana de oro, los puse a sus pies discretamente. Pero me dijo ella: "¡No, no! ¡por Alah, pruébamelos tú mismo!" Y yo ¡oh mi señor sultán! tuve que responder con el oído y la obediencia, y adivinando de antemano cuál sería la finura de aquella gacela, escogí el cinturón más pequeño y más estrecho, y por encima de sus trajes y velos se lo ceñí al talle. Pero aquel cinturón, confeccionado de encargo para una princesa niña, resultaba muy ancho para aquel talle tan fino que no proyectaba sombra en el suelo, y tan derecho que habría causado la desesperación de un escriba de la letra alef, y tan flexible que habría hecho secarse de despecho al árbol ban, y tan tierno que habría hecho derretirse de envidia a un rollo de manteca fina, y tan gracioso que habría puesto en fuga, avergonzado, a un tierno pavo real, y tan ondulante que habría hecho perderse al tallo del bambú. Y al ver que no lograba mi propósito, me quedé muy perplejo y no supe cómo excusarme.
Pero me dijo ella: "Por lo visto, debo ser contrahecha, con una joroba doble por detrás y una joroba doble por delante, con un vientre de forma innoble y una espalda de dromedario!" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre tu talle, y sobre lo que le precede, y sobre lo que le acompaña, y sobre todo lo que le sigue. ¡oh mi señora!" Y ella me dijo: "Estoy asombrada, ¡oh joven! ¡Porque en casa me han confirmado a menudo esta opinión desventajosa de mí misma! i De todos modos, ya que no puedes encontrar cinturón para mí, creo que no te será imposible encontrar pendientes de anilla y un frontal de oro para sujetarme los cabellos!" Y así diciendo, se levantó por sí misma el velillo del rostro, e hizo aparecer a mi vista su cara, que era la luna llena en su décimocuarta noche. Y al ver aquellas dos piezas preciosas de sus ojos babilónicos, y sus mejillas de anémona, y su boquita, estuche de coral, que encerraba un brazalete de perlas, y todo su rostro conmovedor, se me paró la respiración y no pude hacer un movimiento para buscar lo que me pedía. Y sonrió ella, y me dijo: "Comprendo ¡oh joven! que te hayas asombrado de mi fealdad. Ya sé, porque me lo han repetido muchas veces, que mi rostro es de una fealdad espantosa, picado de viruela y apergaminado, que soy tuerta del ojo derecho y bizca del ojo izquierdo, que tengo una nariz gorda y horrible, y una boca fétida, con los dientes desencajados y movibles, y, por último, que estoy mutilada y rapada de orejas. ¡Y no hay para qué hablar de mi piel, que es sarnosa, ni de mis cabellos, que son lacios y quebradizos, ni de todos los horrores invisibles de mi interior!"
Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh mi señora! y sobre tu belleza invisible, ¡oh revestida de esplendor! y sobre tu pureza, ¡oh hija de los lirios! y sobre tu olor, ¡oh rosa! y sobre tu brillo y tu blancura, ¡oh jazmín! y sobre cuanto en ti puede verse, olerse o tocarse. ¡Y dichoso aquel que pueda verte, olerte o tocarte!"
Y me quedé aniquilado de emoción, ebrio con una embriaguez mortal.
Entonces la joven de amor me miró con una sonrisa de sus ojos rasgados, y me dijo: "¡Ay! ¡ay! ¿por qué, pues, me detesta mi padre hasta el punto de atribuirme todas las fealdades que te he enumerado? Porque es mi mismo padre, y no otro, quien me ha hecho creer siempre en todos esos presuntos horrores de mi persona. ¡Pero loado sea Alah, que me demuestra lo contrario por intervención tuya! Porque ahora estoy convencida de que no me ha engañado mi padre, sino que es presa de una alucinación que le hace verlo todo feo en torno mío. Y para desembarazarse de mi vista, que le pesa, está dispuesto a venderme como a una esclava en el mercado de esclavas de desecho". Y yo ¡ oh mi señor! exclamé: "¿Y quién es tu padre, ¡oh soberana de la belleza!?" Ella me contestó: "¡El jeique al-Islam en persona!"
Y exclamé inflamado: "Entonces, por Alah, mejor que venderte en el mercado de esclavas, ¿no consentiría en casarte conmigo?"
Ella dijo: "Mi padre es un hombre íntegro y concienzudo. ¡Y como se imagina que su hija es un monstruo repelente, no querrá tener sobre la conciencia la unión de ella con un joven como tú! Pero puedes, a pesar de todo, aventurar tu petición. Y a tal fin, voy a indicarte el medio de que te has de valer para tener más probabilidades de convencerle".
Y tras de hablar así, la joven del perfecto amor reflexionó un momento, y me dijo: "¡Escucha! Cuando te presentes a mi padre, que es el Jeique al-Islam, y le hagas tu petición de matrimonio, te dirá seguramente: "¡Oh hijo mío! conviene que abras los ojos. Has de saber que mi hija es una impedida, una lisiada, una jorobada, una. . ." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "Mi hija es tuerta, desorejada, repugnante, coja, babosa, meona . . ." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "¡Oh pobre! mi hija es antipática, viciosa, pedorrera, mocosa..." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "¡Pero si no sabes ¡oh pobre! que mi hija es bigotuda, barriguda, tetuda, manca, contrahecha de un pie, bizca del ojo izquierdo, con nariz gorda y aceitosa, con la cara picada de viruela, con la boca fétida, con los dientes desencajados y movibles, mutilada por dentro, calva, espantosamente sarnosa, un horror absolutamente, una abominable maldición!"
Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya, por Alah, que me place, que me place.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió apareces la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 839ª NOCHE
Ella dijo:
"...Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya por Alah, que me place, que me place!"
Y yo, ¡oh mi señor! al oír estas palabras, y nada más que a la idea de que tales apelativos pudiesen aplicarse por su padre a aquella joven del perfecto amor, sentía que la sangre se me subía a la cabeza de indignación y de cólera. Pero, en fin, como había que pasar por semejante prueba para llegar a casarme con aquel modelo de gacelas, le dije: "Dura es la prueba, ¡oh mi señora! y puede que muera yo al oír a tu padre tratarte de tal suerte. ¡Pero Alah me dará las fuerzas y el valor necesarios!" Luego le pregunté: "¿Y cuándo podré presentarme entre las manos de tu padre el venerable Jeique al-Islam para hacer mi petición?" Ella me contestó: "Mañana a media mañana sin falta".
Tras estas palabras, se levantó y me abandonó, seguida de sus jóvenes esclavas, saludándome con una sonrisa. Y mi alma siguió sus huellas y quedó atada a sus pasos, por más que yo permaneciese en mi tienda presa de las angustias de la ausencia y de la pasión.
Así es que al día siguiente, a la hora indicada, no dejé de correr a la residencia del Jeique al-Islam, al cual pedí audiencia, diciendo que era para un negocio urgente de suma importancia. Y me recibió sin tardanza, y me devolvió mi zalema con consideración, y me rogó que me sentara. Y observé que era un anciano de aspecto venerable, de barba blanca inmaculada y de una actitud llena de nobleza y grandeza; pero en su rostro y en sus ojos tenía una sombra de tristeza sin esperanza y de dolor sin remedio. Y pensé: "¡Ya apareció aquello! Tiene la alucinación de la fealdad. ¡Ojalá le cure Alah!"
Luego, sin sentarme hasta que me invitó la segunda vez, por respeto y deferencia para su edad y su alta dignidad, de nuevo le hice mis zalemas y cumplimientos, y los reiteré por tercera vez, levantándome siempre. Y habiendo demostrado de tal suerte mi cortesía y mi mundanidad, volví a sentarme, pero en el mismo borde de la silla, y esperé a que iniciase él la conversación y me interrogara sobre lo que me llevaba allí.
Y, efectivamente, después que el agha de servicio nos hubo ofrecido los refrescos de rigor, y el Jeique al-Islam hubo cambiado conmigo algunas palabras sin importancia acerca del calor y la sequía, me dijo:
"¡Oh joven mercader! ¿en qué puedo satisfacerte?" Y contesté: "¡Oh mi señor! ¡me he presentado entre tus manos para implorarte y solicitarte con respeto a la dama escondida tras la cortina de castidad de tu honorable casa, la perla sellada con el sello de la conservación y la flor oculta en el cáliz de la modestia, tu hija sublime, la virgen insigne a la cual yo, indigno, anhelo unirme por los lazos lícitos y el contrato legal!"
A estas palabras, vi ennegrecerse y amarillear luego el rostro del venerable anciano e inclinarse su frente hacia el suelo con tristeza. Y se quedó por un momento sumido en penosas reflexiones relativas a su hija, sin duda alguna. Luego levantó la cabeza lentamente y me dijo con acento de tristeza infinita: "Alah conserve tu juventud y te favorezca siempre con sus gracias, ¡ oh hijo mío! iPero la hija que tengo en mi casa detrás de la cortina de castidad es una calamidad! Y nada se puede hacer con ella, y nada se puede sacar de ella. Porque . . ."
Pero yo ¡oh mi señor sultán! le interrumpí de pronto para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y el venerable anciano me dijo: "¡Alah te colme con sus gracias, ¡oh hijo mío! Pero mi hija no le conviene a un joven tan hermoso como tú, lleno de amables cualidades, de fuerza y de salud. Porque es una pobre criatura enfermiza, parida por su madre antes de tiempo a consecuencia de un incendio. Y es tan contrahecha y fea como hermoso y bien formado eres tú. ¡Y como debes saber el motivo que me hace negarme a tu petición, te la describiré tal y como es, si quieres, pues en mi corazón reside el temor de Alah, y no quisiera contribuir a inducirte a error!"
Pero exclamé: "¡Yo la admiro con todos los defectos y estoy satisfecho de ella, de lo más satisfecho!" Pero él me dijo: "¡Ah hijo mío, no obligues a un padre que tiene la dignidad de su vida privada a hablarte de su hija en términos penosos! Pero tu insistencia me fuerza a decirte que, casándote con mi hija, te casarás con el monstruo más espantoso de este tiempo. Porque es una criatura cuya sola contemplación . . ."
Pero temiendo yo la espantosa enumeración de los horrores con que se disponía a afligir mi oído, le interrumpí para exclamar con un acento en que puse toda mi alma y todo mi deseo: "¡Que me place! ¡que me place!" Y añadí: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh padre nuestro! ahórrame el dolor de hablar de tu honorable hija en términos penosos, pues, sea cual sea lo que puedas decirme y por muy odiosa que sea la descripción que me hagas, seguiré solicitándola en matrimonio, porque tengo una afición especial a los horrores cuando son del género de los que afligen a tu hija, y repito que la acepto tal como es, y que estoy satisfecho, satisfecho, satisfecho!"
Cuando el Jeique al-Islam me hubo oído hablar de tal suerte; y comprendió que mi resolución era inquebrantable y mi deseo inmutable, se golpeó las manos una contra otra con sorpresa y asombro, y me dijo: "He librado mi conciencia ante Alah y ante ti, ¡oh hijo mío! y sólo a ti podrás culpar de tu acto de locura. Pero, por otra parte, los preceptos divinos me prohiben impedir el deseo de satisfacerlo, y no puedo por menos que darte mi consentimiento". Y en el límite de la dicha, le besé la mano, y anhelé que se llevase a cabo el matrimonio y se celebrase aquel mismo día. Y me dijo él suspirando: "¡Ya no hay inconveniente!"
Y se extendió y legalizó por los testigos el contrato de matrimonio; y quedó estipulado que yo aceptaba a mi esposa con sus defectos, sus deformidades, sus achaques, sus malas hechuras, su conformación, sus dolencias, sus fealdades y otras cosas parecidas. Y también quedó estipulado que si, por una u otra razón, me divorciaba de ella tendría que pagarle, como rescate del divorcio y como viudedad, veinte bolsas de mil dinares de oro. Y desde luego acepté de todo corazón las condiciones. E incluso hubiese aceptado cláusulas mucho más desventajosas.
Y he aquí que, después de la redacción del contrato, mi tío, padre de mi esposa, me dijo: "¡Oh joven! mejor te será consumar en mi casa el matrimonio y establecer aquí tu domicilio conyugal. Porque el transporte de tu esposa inválida desde aquí a tu casa presentaría graves inconvenientes". Y contesté: "¡Escucho y obedezco!"
Y en mi interior ardía de impaciencia, y me decía: "¡Por Alah ¿es verdaderamente posible que yo, el oscuro mercader, haya llegado a ser dueño de esa joven del perfecto amor, la hija del venerado Jeique al-Islam? ¿Y soy yo verdaderamente el que va a regocijarse con su belleza, y a disfrutarla a su antojo, y a comer y a beber lo que tenga gana en sus encantos ocultos, y a endulzarme con ellos hasta la saciedad?"
Y cuando por fin llegó la noche penetré en la cámara nupcial después de recitar la plegaria de la noche, y con el corazón latiendo de emoción me acerqué a mi esposa y levanté el velo que cubría su cabeza y le destapé el rostro.
Y miré con mi alma y mis ojos.
Y (¡que Alah confunda al Maligno ¡oh mi señor sultán! y nunca te haga testigo de un espectáculo semejante al que se ofreció a mis miradas!) vi la criatura humana más deforme, la más repulsiva, la más repelente, la más detestable, la más repugnante y la más nauseabunda que se puede ver en la más penosa de las pesadillas. Y en verdad que era de una fealdad mucho más espantosa que la que me había descrito la joven, y un monstruo de deformidad, y un guiñapo tan lleno de horror, que me sería imposible ¡oh mi señor! hacerte su descripción sin sentir arcadas y caer a tus pies sin conocimiento. Pero bástame decirte que la que era esposa mía con mi propio consentimiento encerraba en su persona nauseabunda todos los vicios legales y todas las abominaciones ilegales, todas las impurezas, todas las fetideces, todas las aversiones, todas las atrocidades, todas las fealdades y todas las repugnancias que pueden afligir a los seres sobre quienes pesa la maldición. Y tapándome las narices y volviendo la cabeza dejé caer otra vez su velo, y me alejé de ella hasta el rincón más retirado de la estancia, pues, aun cuando hubiese sido yo un tebaico comedor de cocodrilo, no habría podido inducir a mi alma a una aproximación carnal con una criatura que hasta tal punto ofendía a la paz de su Creador.
Y sentándome en mi rincón con la cara vuelta a la pared sentía yo invadir mi entedimiento de todas las preocupaciones y subirme por los riñones todos los dolores del mundo. Y gemí en el fondo del núcleo de mi corazón. Pero no tenía derecho a decir una sola palabra o a emitir la menor queja, pues la había aceptado por esposa por propio impulso. Porque yo era, con mis propios ojos, quien había interrumpido al padre siempre para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y me decía: "¡Sí, sí! ¡ahí tienes a la joven del perfecto amor! ¡Ah! ¡muérete! ¡muérete! ¡muérete! ¡ah idiota! ¡ah buey estúpido! ¡oh cerdo pesado!" Y me mordía los dedos y me pellizcaba los brazos en silencio. Y por momentos fermentaba en mí una cólera contra mí mismo, y pasé de mala manera toda aquella noche de mi destino, como si hubiese estado en medio de torturas en la prisión del Meda o del Deilamita . ..
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 840ª NOCHE
Ella dijo:
... Y pasé de mala manera toda aquella noche de mi destino, como si hubiese estado en medio de torturas en la prisión del Meda o del Deilamita.
Así es que, en cuanto llegó el alba, me apresuré a huir de la cámara de mis bodas y a correr al hammam para purificarme del contacto de aquella esposa de horror. Y después de hacer mis abluciones con arreglo a lo que establece para los casos de impureza el ceremonial del Ghosl, me dejé llevar del sueño un poco. Tras de lo cual me reintegré a mi tienda y me senté allí con la cabeza víctima del vértigo, ebrio sin haber bebido vino.
Y al punto mis amigos y los mercaderes que me conocían y los particulares más distinguidos del zoco comenzaron a presentarse a mí, unos separadamente y otros de dos en dos, o de tres en tres, o varios a la vez, e iban a felicitarme y a ofrecer sus respetos. Y me decían: "¡Bendición! ¡bendición! ¡bendición! ¡La alegría sea contigo! ¡la alegría sea contigo!" Y me decían otros: "¡Eh, vecino! ¡no sabíamos que érais tan poco espléndido! ¿Dónde está el festín, dónde están las golosinas, dónde están los sorbetes, dónde están los pasteles, dónde están los platos de halawa, dónde está tal cosa, dónde está tal otra? ¡Por Alah, vamos a creer que los encantos de tu joven esposa te han turbado el cerebro y te han hecho olvidar a tus amigos y perder la memoria de tus obligaciones elementales! ¡Pero no te importe! ¡Y que la alegría sea contigo! ¡que la alegría sea contigo!
Y yo, ¡oh mi señor! sin poder darme exacta cuenta de si se burlaban de mí o me felicitaban realmente, no sabía qué actitud adoptar, y me contentaba con hacer algunos gestos evasivos y contestar con palabras sin alcance. Y sentía que se me atascaba de rabia reconcentrada la nariz y que mis ojos estaban próximos a romper en lágrimas de desesperación.
Y de tal suerte duró mi suplicio desde por la mañana hasta la hora de la plegaria de mediodía, y ya se habían ido a la mezquita la mayor parte de los mercaderes o dormían la siesta, cuando he aquí que, a algunos pasos de mí, surge la joven del perfecto amor, la verdadera, la que era autora de mi desventura y causa de mis torturas. Y avanzaba hacia mí sonriendo en medio de sus cinco esclavas, y se inclinaba blandamente, y se contoneaba de derecha a izquierda voluptuosamente, con sus colas y sus sedas, flexible como una tierna rama de ban en medio de un jardín de olores. Y estaba ataviada más suntuosamente aún que el día anterior, y tan emocionantes eran sus andares, que, para verla mejor, los habitantes del zoco se pusieron en fila a su paso. Y con un aire infantil entró ella en mi tienda, y me dirigió la más graciosa zalema, y me dijo, sentándose: "¡Sea para ti este día una bendición, ¡oh mi señor Ola-Ed-Din, y que Alah sostenga tu bienestar y tu dicha y lleve al colmo tu contento! ¡Y que la alegría sea contigo! ¡la alegría contigo!"
En cuanto la oí, ¡oh mi señor! fruncí las cejas y mascullé maldiciones en mi corazón. Pero cuando vi con qué audacia se divertía ella conmigo y cómo iba a provocarme después de perpetuar su hazaña, no pude contenerme más tiempo; y toda mi grosería de antaño, de cuando era virtuoso, afluyó a mis labios; y estallé en injurias, diciéndole: "¡Oh caldera llena de pez! ¡oh cacerola de betún! ¡olla de perfidia! ¿qué te hice para que me tratases con esa negrura y me sumieras en un abismo sin salida? ¡Alah te maldiga y maldiga el instante de nuestro encuentro y ennegrezca tu rostro para siempre, ¡oh desvergonzada!"
Pero ella, sin conmoverse lo más mínimo, contestó sonriendo: "Pues qué, ¡oh estúpido! ¿has olvidado ya tus incorrecciones para conmigo, y tu desprecio por mi oda en verso, y el mal trato que hiciste sufrir a mi mensajera, la negrita, y las injurias que le dirigiste, y el puntapié con que la gratificaste, y los improperios que me transmitiste por conducto suyo?" Y tras de hablar así, la joven recogió sus velos y se levantó para partir.
Pero yo ¡oh mi señor! comprendí que no había recolectado más que lo que sembré, y sentí todo el peso de mi brutalidad pasada, y qué cosa tan odiosa de todo punto era la virtud áspera, y qué cosa tan detestable era la hipocresía de la religiosidad.
Y sin más tardanza me arrojé a los pies de la joven del perfecto amor, y le supliqué que me perdonara, diciéndole: "¡Estoy arrepentido! ¡estoy arrepentido! ¡en verdad que estoy de lo más arrepentido!"
Y le dije palabras tan dulces y tan enternecedoras como gotas de lluvia en un desierto ardoroso. Y acabé por decidirla a quedarse; y se dignó dispensarme, y me dijo: "¡Por esta vez te perdonaré, pero no vuelvas a empezar!" Y exclamé besándole la orla de su traje y cubriéndome con ella la frente: "¡Oh mi señora! ¡estoy bajo tu salvaguardia y soy tu esclavo que espera su liberación de lo que tú sabes por conducto tuyo!" Y ella me dijo sonriendo: "Ya he pensado en ello. ¡Y lo mismo que supe cogerte en mis redes sabré sacarte de ellas!" Y exclamé: "¡Yalah! ¡yalah! ¡date prisa! ¡date prisa!"
Entonces me dijo: "Atiende bien a mis palabras y sigue mis instrucciones. ¡Y podrás verte desembarazado de tu esposa sin trabajo!" Y me incliné: "¡Oh rocío! ¡oh refresco!" Y continuó ella: "¡Escucha! Levántate y ve al pie de la ciudadela en busca de los saltimbanquis, titiriteros, charlatanes, bufones, danzantes, funámbulos, bailarines, conductores de monos, exhibidores de osos, tamborileros, clarinetes, flautines, timbaleros y demás farsantes, y te concertarás con ellos para que sin tardanza vayan a buscarte al palacio del Jeique al-Islam, padre de tu esposa. Y cuando lleguen estarás sentado tomando refrescos con él en las gradas del patio. Y en cuanto entren te felicitarán y se congratularán, exclamando: "¡Oh hijo de nuestro tío! ¡oh sangre nuestra! ¡oh vena de nuestros ojos! ¡compartimos tu alegría en este bendito día de tus bodas! En verdad, ¡oh hijo de nuestro tío! que nos alegramos por ti del rango a que has llegado. Y aun cuando te avergüences de nosotros, tenemos el honor de pertenecerte; y aun cuando, olvidándote de tus parientes, nos eches, y aun cuando nos despidas, no te dejaremos, porque eres hijo de nuestro tío, sangre nuestra y vena de nuestros ojos".
Y entonces tú aparentarás estar muy confuso ante la divulgación de tu parentesco con tales individuos, y para librarte de ellos empezarás a repartirles a puñados dracmas y dinares. Y al ver aquello el Jeique al-Islam te preguntará, sin duda alguna; y le contestarás bajando la cabeza: "Es preciso que diga la verdad, puesto que están ahí mis parientes para traicionarme. Mi padre era, en efecto, un bailarín, exhibidor de osos y de monos, y tal es la profesión de mi familia y su origen. Pero más tarde el Retribuidor abrió para nosotros la puerta de la fortuna, y hemos adquirido la consideración de los mercaderes del zoco y de su síndico".
Y el padre de tu esposa te dirá: "Así, pues, ¿eres un hijo de bailarín de la tribu de los funámbulos y de los cabalgadores de monos?" Y contestarás: "No hay medio de que yo reniegue de mi origen y de mi familia por amor a tu hija y en honor suyo. ¡Porque la sangre no reniega de la sangre ni el arroyo de su manantial!" Y te dirá él, sin duda alguna: "En ese caso ¡oh joven! ha habido ilegalidad en el contrato de matrimonio, ya que nos has ocultado tu abolengo y tu origen. ¡Y no conviene que sigas siendo esposo de la hija del Jeique al-Islam, jefe supremo de los kadíes, que se sienta en la alfombra de la ley, y que es un cherif y un saied cuya genealogía se remonta a los padres del apóstol de Alah! Y no conviene que su hija, por muy olvidada que se halle en cuanto a los beneficios del Retribuidor, esté a merced del hijo de un titiritero".
Y tú replicarás: "¡Está bien! ¡está bien, ya entendí! tu hija es mi esposa legal y cada cabello suyo vale mil vidas. ¡Y por Alah, que no me separaré de ella aun cuando me dieras los reinos del mundo!" Pero poco a poco te dejarás persuadir, y cuando se pronuncie la palabra divorcio consentirás, a regañadientes, en separarte de tu esposa. Y por tres veces pronunciarás, en presencia del Jeique al-Islam y dos testigos, la fórmula del divorcio. Y de tal suerte, desligado, volverás a buscarme aquí. ¡Y Alah arreglará lo que haya que arreglar!"
Entonces yo, al oír este discurso de la joven del perfecto amor, sentí que se me dilataban los abanicos del corazón, y exclamé: "¡Oh reina de la inteligencia y de la belleza! ¡heme aquí dispuesto a obedecerte por encima de mi cabeza y de mis ojos ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 841ª NOCHE
Ella dijo:
". . . al oír este discurso de la joven del perfecto amor, sentí que se me dilataban los abanicos del corazón, y exclamé: "¡Oh reina de la inteligencia y de la belleza! ¡heme aquí dispuesto a obedecerte por encima de mi cabeza y de mis ojos!" Y tras de despedirme de ella dejándola en mi tienda, fui a la plaza que hay al pie de la ciudadela y me puse al habla con el jefe de la corporación de titiriteros, saltimbanquis, charlatanes, bufones, danzantes, funámbulos, bailarines, conductores de monos, exhibidores de osos, tamborileros, clarinetes, flautines, pífanos, timbaleros y demás farsantes; y me concerté con aquel jefe para que me ayudara en mi proyecto, prometiéndole una remuneración considerable. Y habiendo obtenido de él promesa de su concurso, le precedí en el palacio del Jeique al-Islam, padre de mi esposa, al lado del cual subí a sentarme en el estrado del patio.
Y no llevaría una hora de plática con él, bebiendo sorbetes, cuando de improviso, por la puerta principal que había yo dejado abierta, hizo su entrada, precedida por cuatro saltimbanquis que marchaban a la cabeza, y por cuatro funámbulos que caminaban con la punta de los dedos gordos de los pies, y por cuatro titiriteros que andaban con las manos, en medio de una algazara extraordinaria, toda la tribu tamborileante, ululante, galopante, aullante, danzante, gesticulante y abigarrada de la payasería que había sentado sus reales al pie de la ciudadela. Y estaban todos: los conductores de monos con sus animales, los exhibidores de osos con sus mejores ejemplares, los bufones con sus oropeles, los charlatanes con sus gorros altos de fieltro y los instrumentistas con sus ruidosos instrumentos, que producían una algarabía inmensa. Y se pusieron en fila por orden en el patio, los monos y los osos en medio, y cada cual haciendo lo suyo. Pero de pronto resonó un violento golpe de tabbl, y todo el estrépito cesó por ensalmo. Y el jefe de la tribu se adelantó hasta las gradas del palacio, y en nombre de todos mis parientes congregados me arengó con voz magnífica, deseándome prosperidad y larga vida y soltándome el discurso que yo le había enseñado.
Y, efectivamente, ¡oh mi señor! todo pasó como había previsto la joven. Porque el Jeique al-Islam, al tener, por boca del propio jefe de la tribu, la explicación de aquella baraúnda, me pidió su confirmación. Y yo aseguré que, en efecto, era primo, por parte de padre y de madre, de todos aquellos individuos, y que yo mismo era hijo de un titiritero conductor de monos; y le repetí todas las palabras del papel que me había enseñado la joven, y que ya conoces, ¡oh rey del tiempo! Y el Jeique al-Islam, poniéndose muy demudado y muy indignado, me dijo: "No puedes permanecer en la casa y en la familia del Jeique al-Islam, pues temo que te escupan al rostro y te traten con menos miramientos que a un perro cristiano o a un puerco judío".
Y empecé por responder: "¡Por Alah, que no me divorciaré de mi esposa aunque me ofrezcas el
reino del Irak!" Y el Jeique al-Islam, que sabía bien que el divorcio a la fuerza estaba prohibido por la Schariat, me llamó aparte y me suplicó, con toda clase de palabras conciliadoras, que consintiera en aquel divorcio, diciéndome: "¡Vela mi honor y Alah velará el tuyo!"
Y acabé por condescender a aceptar el divorcio, y pronuncié ante testigos, refiriéndome a la hija del Jeique al-Islam: "¡La repudio una vez, dos veces, tres veces, la repudio!" Esta es fórmula del divorcio irrevocable. Y tras de pronunciarla, a insistentes requerimientos del propio padre, me encontré al mismo tiempo exento del tributo del rescate y de la viudedad y libre de la más espantosa pesadilla que ha pesado nunca sobre el pecho de un ser humano.
Y sin perder tiempo en saludar al padre de la que durante una noche fué mi esposa, salí corriendo, sin mirar atrás, y llegué sin aliento a mi tienda, donde seguía esperándome la joven del perfecto amor. Y con su más dulce lenguaje me deseó ella la bienvenida, y con toda la cortesía de sus modales me felicitó por el éxito, y me dijo: "Ahora ha llegado el momento de nuestra unión. ¿Qué te parece, ¡oh mi señor!?" Y contesté: "¿Será en mi tienda o en tu casa?"
Y ella sonrió y me dijo: "¡Oh pobre! ¿pero acaso no sabes cuánto tiene que cuidar su persona una mujer para hacer las cosas como es debido? ¡Habrá de ser en mi casa!" Y contesté: "Por Alah, ¡oh soberana mía! ¿desde cuándo los lirios van al hammam y la rosa al baño? Mi tienda es lo bastante grande para que quepas en ella, lirio o rosa. Y si ardiera mi tienda quedaría mi corazón". Y me contestó ella riendo: "¡Verdaderamente, prosperas! ¡Y hete aquí curado de tus antiguas maneras, tan ordinarias! Y sabes devolver un cumplimiento perfectamente". Y añadió: "Ahora levántate, cierra tu tienda y sígueme".
Yo, que no esperaba más que estas palabras, me apresuré a contestar: "Escucho y obedezco". Y saliendo de la tienda el último, la cerré con llave, y seguí a diez pasos de distancia al grupo formado por la joven y sus esclavas. Y de tal suerte llegamos ante un palacio cuya puerta se abrió al acercarnos. Y en cuanto entramos fueron a mí dos eunucos y me rogaron que les acompañara al hammam. Y decidido a hacerlo todo sin pedir explicaciones, me dejé conducir por los eunucos al hammam, donde me hicieron tomar un baño para limpieza y para frescura. Tras de lo cual, vestido con ropas finas y perfumado con ámbar chino, fui conducido a los aposentos interiores, donde me esperaba, perezosamente tendida en un lecho de brocato, la joven de mis deseos y del perfecto amor.
No bien nos quedamos solos me dijo ella: "Ven aquí, ven, ¡oh estúpido! ¡Por Alah, que se necesita ser un tonto hasta el último límite de la tontería, para haber rehusado hace tiempo una noche como ésta! Pero, para no azorarte, no te recordaré el pasado". Y yo, ¡oh mi señor a la vista de aquella joven toda desnuda ya, y tan blanca y tan fina, y de la riqueza de sus partes delicadas, y de la gordura de su trasero rollizo, y de la excelente calidad de sus diversos atributos, sentí que en mí se reparaban todos mis yerros anteriores y retrocedí para saltar. Pero ella me retuvo con un gesto y una sonrisa, y me dijo:
"Antes del combate, ¡oh Jeique! es preciso que yo sepa si conoces el nombre de tu adversario. ¿Cómo se llama?" Y contesté: "¡La fuente de las gracias!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡El padre de la blancura!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡El pasto dulce!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije :"¡El sésamo descortezado!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡La albahaca de los puentes!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "¡El mulo terco!" Ella dijo: "¡No!" Yo dije: "Pues, por Alah, ¡oh mi señora! que no conozco ya más que un nombre, y es el último: ¡el albergue de mi padre Mansur!" Ella dijo: "¡No!" Y añadió "¡Oh estúpido! ¿qué te han enseñado entonces los sabios teólogos y los maestros de gramática?" Yo dije: "¡Nada absolutamente!" Ella dijo: "¡Pues escucha! He aquí algunos de sus nombres: el estornino mudo, el carnero gordo, la lengua silenciosa, el elocuente sin palabras, la rosca adaptable, la grapa a la medida, el mordedor rabioso, el sacudidor infatigable, el abismo magnífico, el pozo de Jacob, la cuna del niño, el nido sin huevo, el pájaro sin plumas, el pichón sin mancha, el gato sin bigotes, el pollo sin voz y el conejo sin orejas".
Y habiendo acabado de adornar de este modo mi entendimiento y de aclarar mi juicio, me tomó de pronto entre sus piernas y sus brazos, y me dijo: "¡Yalah! ¡yalah oh infeliz! sé rápido en el asalto,
y pesado en el descenso, y ligero en el peso, y fuerte en el abrazo, y nadador de fondo, y tapón hermético, y saltador sin tregua. Porque el detestable es el que se levanta una vez o dos veces para sentarse luego, y el que alza la cabeza para bajarla, y el que se pone de pie para caer. Brío, pues, ¡oh valiente!" Y yo ¡oh mi señor! contesté: "¡Oye, por tu vida, ¡oh mi señora! procedamos con orden, procedamos con orden!" I' añadí: "¿Por quién vamos a empezar?" Ella contestó: "A tu gusto. ¡oh truhán!" Yo dije: "¡Entonces vamos a dar primero su comida al estornino mudo!" Ella dijo: "Ya está esperando! ¡ya está esperando!"
Entonces ¡oh mi señor sultán! dije a mi niño: "¡Satisface al estornino!" Y el niño contestó con el oído y la obediencia, y fué pródigo y generoso en la pitanza del estornino mudo, que, de repente, empezó a expresarse en el lenguaje de los estorninos, diciendo: "¡Alah aumente tu hacienda! ¡Alah aumente tu hacienda!
Y dije al niño: "¡Haz ahora una zalema al carnero gordo, que está esperando!" Y el niño hizo al carnero consabido la zalema más profunda. Y el carnero contestó en su lenguaje: "¡Alah aumente tu hacienda! ¡Alah aumente tu hacienda!"
Y dije al niño: "¡Habla ahora a la lengua silenciosa!" Y el niño frotó su dedo contra la lengua silenciosa, que al punto contestó con armoniosa voz: "¡Alah aumente tu hacienda! ¡Alah aumente tu hacienda!"
Y dije al niño: "¡Domestica al mordedor rabioso!" Y el niño se puso a acariciar con muchas precauciones al mordedor consabido, y lo hizo de modo que salió de sus fauces sin daño y sin rabia, y el mordedor, satisfecho de su valor y de su obra, le dijo: "¡Te rindo homenaje! ¡vaya una pócima que me has dado!"
Y dije al niño: "¡Llena el pozo de Jacob, ¡oh tú!, más paciente que Jacob!" Y el niño contestó al punto: "¡Que me traga! ¡que me traga!" Y el pozo consabido se llenó sin fatiga ni objeción y quedó tapado herméticamente.
Y dije al niño: "¡Calienta al pájaro sin plumas!" Y el niño contestó como el martillo al yunque; y el pájaro, caliente, contestó: "¡Ya echo humo! ¡ya echo humo!"
Y dije al niño: "¡Oh excelente! ¡da de comer ahora al pollo sin voz!" Y el excelente muchacho no dijo que no, y dió de comer con profusión al pollo consabido, que se puso a cantar, diciendo: "¡Bendición! ¡bendición!
Y dije al niño: "No te olvides de este buen conejo sin orejas, y sácale de su sueño, ¡oh padre de vista sin par!" Y el niño, siempre despierto, habló al conejo, por más que éste no tenía orejas, y le dió
tan buenos consejos, que hubo de exclamar el aludido: "¡Qué maravilla! ¡qué maravilla...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 842ª NOCHE
Ella dijo:
...Y el niño, siempre despierto, habló al conejo, por más que éste no tenía orejas, y le dió tan buenos consejos, que hubo de exclamar el aludido: "¡Qué maravilla! ¡qué maravilla!"
Y continué, ¡oh mi señor! alentando al niño a conversar de aquel modo con su adversario, cambiando cada vez de motivo de conversación, y haciéndole aludir a cada tributo, tomando y dando, sin olvidar al gato sin bigotes, ni al pichón sin mancha, ni a la cuna, que estaba muy caliente, ni al nido sin huevo, que estaba nuevecito, ni a la grapa a la medida, que encajó sin arañarse, ni al abismo magnético, donde se sumergió oblicuamente para permanecer púdico, e hizo pedir gracia a la propietaria, diciendo: "¡Abdico! ¡Abdico! ¡Ah! ¡qué garrote!", ni a la rosca adaptable, de la que salió más invulnerable y más considerable, ni, por último, al albergue de mi padre Mansur, más caliente que un horno, y del que salió más gordo y más pesado que una cotufa.
Y no cejamos en la lucha, ¡oh mi señor sultán! hasta la aparición de la mañana, en que hubimos de recitar la plegaria e ir al baño.
Y cuando salimos del hammam y nos reunimos para la comida de la mañana la joven del perfecto amor me dijo: "Por Alah, ¡oh truhán! que verdaderamente has sobresalido, y me favoreció la suerte que me hizo recuperarte. Ahora hay que hacer lícita nuestra unión. ¿Qué te parece? ¿Quieres seguir conmigo con arreglo a la ley de Alah, o quieres renunciar para siempre a volver a verme?" Y contesté: "Antes sufrir la muerte roja que no volver a regocijarme con ese rostro de blancura, ¡oh mi señora!" Y ella me dijo: "¡En ese caso, sean con nosotros el kadi y los testigos!" Y mandó llamar acto seguido al kadí y a los testigos y redactar sin tardanza nuestro contrato de matrimonio. Tras de lo cual tomamos juntos nuestra primera comida, y esperamos a hacer la digestión y evitar todo peligro de dolor de vientre, para recomenzar nuestros escarceos y diversiones y unir la noche con el día.
Y durante treinta noches y treinta días ¡oh mi señor! viví aquella vida con la joven del perfecto amor, cepillando lo que había que cepillar, limando lo que había que limar y rellenando lo que había que rellenar, hasta que un día, víctima de una especie de vértigo, se me escapó el decir a mi contrincante: "¡No sé a qué obedece; pero ¡por Alah! que no puedo clavar hoy el duodécimo clavo!" Y exclamó ella: "¿Cómo? ¿cómo dices? ¡Pues si precisamente el duodécimo es el más necesario! ¡Los demás no valen!" y le dije: "Imposible, imposible".
Entonces ella se echó a reír, y me dijo: "¡Necesitas reposo! ¡Ya te lo daremos!" Y no oí más, porque me abandonaron las fuerzas, ¡ya sidi! y rodé por el suelo como un burro sin ronzal.
Y cuando volví de mi desvanecimiento me vi encadenado en este maristán, en compañía de estos dos honorables jóvenes, camaradas míos. E interrogados los celadores, me dijeron: "¡Es para que reposes! ¡es para que reposes!" Y por tu vida, ¡oh mi señor! que ya me noto muy reposado y reanimado, y pido a tu generosidad que arregle mi reunión con la joven del perfecto amor. En cuanto a decir su nombre y su calidad, está más allá de mis conocimientos. Y te he contado todo lo que sabía".
Cuando el sultán Mahmud y su visir, el antiguo sultán-derviche, oyeron esta historia del segundo joven, se maravillaron hasta el límite de la maravilla del orden y de la claridad con que les había sido contada. Y el sultán dijo al joven: "¡Por vida mía! que aunque no hubiese sido ilícito el motivo de tu prisión, yo te habría libertado después de oírte". Y añadió: "¿Podrías conducirnos al palacio de la joven?" El interpelado contestó: "¡A ojos cerrados podría!" Entonces el sultán y el visir y el chambelán, que era el antiguo loco primero, se levantaron; y el sultán dijo al joven, después de hacer caer sus cadenas: "¡Precédenos en el camino que conduce a casa de tu esposa!" Y ya se disponían a salir los cuatro, cuando el tercer joven, que aún tenía las cadenas al cuello, exclamó: "¡Oh señores míos! ¡por Alah sobre todos nosotros, escuchad mi historia antes de marcharos, porque es tan extraordinaria como las de mis dos compañeros!"
Y le dijo el sultán: "Refresca tu corazón y calma tu espíritu, porque no tardaremos en volver".
Y anduvieron, precedidos del joven, hasta llegar a la puerta de un palacio, a la vista del cual exclamó el sultán: "¡Alahu akbar! ¡Confundido sea Eblis el Tentador! Porque este palacio ¡oh amigos míos es la morada de la tercera hija de mi tío el difunto sultán! Y nuestro destino es un destino prodigioso. ¡Loores a Quien reúne lo que estaba separado y reconstituye lo que estaba disuelto!" Y penetró en el palacio, seguido de sus acompañantes, e hizo anunciar su llegada a la hija de su tío, que se apresuró a presentarse entre sus manos.
¡ Y he aquí que, efectivamente, era la joven del perfecto amor! Y besó la mano al sultán, esposo de su hermana, y se declaró sumisa a sus órdenes. Y el sultán le dijo: "¡Oh hija del tío! te traigo a tu esposo, este excelente mozo, a quien nombro ahora mismo mi segundo chambelán, y que en lo sucesivo será mi comensal y mi compañero de copa. Porque conozco su historia y el equívoco pasado que ha tenido lugar entre vosotros dos. Pero en adelante no se repetirá la cosa ya, porque está él ahora descansado y reanimado".
Y la joven contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡Y desde el momento que está bajo tu salvaguardia y tu garantía, y que me aseguras que está restablecido, consiento en vivir de nuevo con él!" Y el sultán le dijo: "Gracias te sean dadas, ¡oh hija del tío! ¡Me quitas del corazón un peso muy grande!" Y añadió: "Permítenos solamente llevárnosle por una hora de tiempo. ¡Porque tenemos que escuchar juntos una historia que debe ser de lo más extraordinaria!" Y se despidió de ella y salió con el joven, convertido en su segundo chambelán, con su visir y con su primer chambelán.
Y cuando llegaron al maristán fueron a sentarse en su sitio frente al tercer joven que estaba en ascuas esperándoles, y que, con la cadena al cuello, comenzó al punto en estos términos su historia:
HISTORIA DEL TERCER LOCO
"Has de saber, ¡oh mi soberano señor! y tú, ¡oh visir de buen consejo! vosotros, honrados chambelanes, antiguos compañeros míos de cadena, sabed que mi historia no tiene ninguna relación con las que se acaban de contar, porque si mis dos compañeros han sido víctimas de unas jóvenes,
a mí me ha ocurrido una cosa muy distinta. Ya comprobaréis mi aserto por vosotros mismos.
Es el caso ¡oh señores míos! que era yo un niño todavía cuando mi padre y mi madre fallecieron en la misericordia del Retribuidor. Y fuí recogido por vecinos misericordiosos, pobres como nosotros, que no podían gastar en mi instrucción por no tener lo necesario, y me dejaban vagabundear por las calles, con la cabeza al aire y las piernas desnudas, sin tener por todo vestido más que media camisa de cotonada azul. Y no debía ser yo repugnante a la vista, porque los transeúntes que me veían recocerme al sol, a menudo se paraban para exclamar: "¡Alah preserve del mal de ojo a este niño! Es tan hermoso como un trozo de luna". Y a veces algunos de ellos me compraban halawa con garbanzos o caramelo amarillo y flexible, de ese que se estira como un bramante, y al dármelo me acariciaban en la mejilla, o me pasaban la mano por la cabeza, o me tiraban cariñosamente del mechón que tenía yo en medio de mi cráneo pelado. Y yo abría una boca enorme y me tragaba de un bocado toda la confitura. Lo cual hacía prorrumpir en exclamaciones admirativas a los que me miraban y abrir lo ojos con envidia a los pilluelos que jugaban conmigo. Y de tal suerte llegué a los doce años de edad.
Un día entre los días había yo ido con mis camaradas habituales a buscar nidos de gavilán y de cuervo en los tejados de las casas ruinosas, cuando divisé dentro de una choza recubierta con ramajes de palmera, en el fondo de un patio abandonado, la forma indecisa e inmóvil de un ser vivo. Y como sabía que los genn y los mareds frecuentan las casas desiertas, pensé: "¡Este es un madrd!" Y poseído de espanto, bajé a escape del tejado de la ruina y quise echar a correr para distanciarme de aquel mared. Pero de la choza salió una voz muy dulce, que me llamó, diciendo: "¿Por qué huyes, hermoso niño? ¡Ven a probar la sabiduría! Ven a mí sin miedo. No soy ni un genn ni un efrit, sino un ser humano que vive en la soledad y en la contemplación. Ven, hijo mío, que te enseñaré la sabiduría...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 843ª NOCHE
Ella dijo:
". ..Ven, hijo mío, y te enseñaré la sabiduría". Y retenido de pronto en mi fuga por una fuerza irresistible, volví sobre mis pasos y me dirigí a la choza, en tanto que la voz dulce continuaba diciéndome: "¡Ven, hermoso niño, ven!" Y entré en la choza y vi que la forma inmóvil era un viejo muy anciano que debía tener un número incalculable de años. Y a pesar de su mucha edad, su rostro era como el sol. Y me dijo: "Bienvenido sea el huérfano que viene a heredar mi enseñanza!" Y me dijo aún: "Yo seré tu padre y tu madre". Y me cogió de la mano y añadió: "Y tú serás mi discípulo". Y tras de hablar así me dió el beso de paz, y me hizo sentarme a su lado, y comenzó al instante mi instrucción. Y quedé subyugado por su palabra y por la hermosura de su enseñanza; y por ella renuncié a mis juegos y a mis camaradas. Y fué él para mí un padre y una madre. Y le demostré un respeto profundo, una ternura extremada y una sumisión sin límites. Y transcurrieron cinco años, durante los cuales adquirí una instrucción admirable. Y mi espíritu se alimentó con el pan de la sabiduría.
Pero ¡oh mi señor! toda sabiduría es vana si no se siembra en un terreno cuyo fondo sea propicio. Porque se borra al primer roce del rastrillo de la locura, que rae la capa fértil. Y debajo sólo quedan la sequía y la esterilidad.
Y pronto había de experimentar yo por mí mismo la fuerza de los instintos victoriosos de los preceptos.
Un día, en efecto, habiéndome enviado mi maestro, el viejo sabio, a mendigar nuestra subsistencia en el patio de la mezquita, me dediqué a esta tarea; y después de ser favorecido con la generosidad de los creyentes, salí de la mezquita y emprendí el camino de nuestro retiro. Pero por el camino i oh mi señor! me crucé con un grupo de eunucos en medio de los cuales se contoneaba una joven tapada, cuyos ojos tras el velo me parecieron encerrar el cielo todo. Y los eunucos iban armados de largas pértigas, con las cuales daban en el hombro a los transeúntes para alejarles del camino seguido por su señora. Y por todos lados oía yo murmurar a la gente: "¡La hija del sultán! ¡la hija del sultán!"
Y volví al lado de mi maestro ¡oh mi señor! con el alma emocionada y el cerebro en desorden.
Y de una vez olvidé las máximas de mi maestro, y mis cinco años de sabiduría, y los preceptos de la renunciación. Y mi maestro me miró tristemente, en tanto que lloraba yo. Y nos pasamos toda la noche uno junto a otro sin pronunciar una palabra. Y por la mañana, tras de besarle la mano, como tenía por costumbre, le dije: "¡Oh padre mío y madre mía, perdona a tu indigno discípulo! Pero es preciso que mi alma vuelva a ver a la hija del sultán, aunque no sea más que para posar en ella una sola mirada! Y mi maestro me dijo: "¡Oh hijo de tu padre y de tu madre! ¡oh niño mío! ya que tu alma lo desea, verás a la hija del sultán! ¡Pero piensa en la distancia que hay entre los solitarios de la sabiduría y los reyes de la tierra! ¡Oh hijo de tu padre y de tu madre, alimentado con mi ternura! ¿olvidas cuán incompatible es la sabiduría con el trato de las hijas de Adán, sobre todo cuando son hijas de reyes? ¿Y has renunciado, por lo visto, a la paz de tu corazón? ¿Y quieres que muera yo persuadido de que a mi muerte desaparecerá el último observante de los preceptos de la soledad? ¡Oh hijo mío! ¡nada tan lleno de riqueza como la renunciación, y nada tan satisfactorio como la soledad!" Pero yo contesté: "¡Oh padre mío y madre mía! si no veo a la princesa, aunque no sea más que para posar en ella una sola mirada, moriré".
Entonces, al ver mi tristeza y mi aflicción, mi maestro, que me quería, me dijo: "Hijo. ¿Satisfaría todos tus deseos una mirada que posases en la princesa?" Y contesté: "¡Sin duda alguna!" Entonces mi maestro se acercó a mí suspirando, frotó el arco de mis cejas con una especie de ungüento, y en el mismo instante desapareció parte de mi cuerpo y no quedó visible de mi persona más que la mitad de un hombre, un tronco dotado de movimiento. Y mi maestro me dijo: "Transpórtate ahora a la ciudad. Y allá esperarás así lo que ansías". Y contesté con el oído y la obediencia, y me transporté en un abrir y cerrar de ojos a la plaza pública, donde, en cuanto llegué, me vi rodeado de una muchedumbre innumerable. Y todos me miraban con asombro. Y de todos lados acudían para contemplar a un ser tan singular que sólo tenía de hombre la mitad y que se movía con tanta rapidez. Y en seguida cundió por la ciudad el rumor de tan extraño fenómeno, y llegó hasta el palacio en que vivía la hija del sultán con su madre. Y ambas desearon satisfacer su curiosidad para conmigo, y enviaron a los eunucos para que me cogieran y me llevaran a presencia suya. Y fui conducido al palacio e introducido en el harén, donde la princesa y su madre satisficieron su curiosidad para conmigo, mientras yo miraba. Tras de lo cual hicieron que me cogieran los eunucos, y me transportaran al sitio de que me sacaron. Y con el alma más atormentada que nunca y el espíritu más trastornado regresé a la choza de mi maestro.
Y me le encontré acostado en la estera, con el pecho oprimido y la tez amarilla, como si estuviese en agonía. Pero tenía yo entonces demasiado ocupado el corazón para atormentarme por él. Y me preguntó con voz débil: "¿Has visto ¡oh hijo mío! a la hija del sultán?" Y contesté: "Sí, pero ha sido peor que si no la hubiera visto. ¡Y en adelante no podrá tener reposo mi alma si no consigo sentarme junto a ella y saciar mis ojos del placer de mirarla!" Y me dijo él, lanzando un profundo suspiro: "¡Oh bienamado discípulo mío! ¡cómo tiemblo por la paz de tu corazón! ¡Ah! ¿qué relación podrá existir jamás entre los de la Soledad y los del Poder?" Y contesté: "¡Oh padre mío! mientras no descanse mi cabeza junto a la suya, mientras no la mire y no toque con mi mano su cuello encantador, me creeré en el límite extremo de la desdicha y moriré de desesperación".
Entonces mi maestro, que me quería, inquieto por mi razón a la vez que por la paz de mi corazón, me dijo, mientras le sacudían dolorosamente las boqueadas: "¡Oh hijo de tu padre y de tu madre! -oh niño que llevas en ti la vida y olvidas cuán turbadora y corruptora es la mujer! vete a satisfacer todos tus deseos; pero como último favor te suplico que caves aquí mi tumba y me sepultes sin poner ninguna piedra indicadora del lugar en que yo repose. Acércate, hijo mío, para que te dé el medio de lograr tus propósitos".
Y yo ¡oh mi señor! me incliné sobre mi maestro, que me frotó los párpados con una especie de kohl en polvo negro muy fino, y me dijo: "¡Oh antiguo discípulo mío! hete aquí hecho invisible para los
ojos de los hombres, gracias a las virtudes de este kohl. ¡Y que la bendición de Alah sea sobre tu cabeza y te preserve, en la medida de lo posible, de las emboscadas de los malditos que siembran la confusión entre los elegidos de la Soledad!"
Y tras de hablar así, mi venerable maestro quedó como si no hubiera existido nunca. Y me apresuré a enterrarle en una fosa que cavé en la choza donde había él vivido. ¡Alah le admita en Su misericordia y le dé un sitio escogido! Tras de lo cual me apresuré a correr al palacio de la hija del sultán.
Y he aquí que, como yo era invisible a todos los ojos, entré en el palacio sin ser notado, y prosiguiendo mi camino penetré en el harén y fui derecho al aposento de la princesa. Y la encontré acostada en su lecho, durmiendo la siesta, y sin llevar encima por todo vestido más que una camisa de tisú de Mossul. Y yo, que en mi vida había tenido todavía ocasión de ver la desnudez de una mujer, ¡oh mi señor! fui presa de una emoción que acabó de hacerme olvidar todas las sabidurías y todos los preceptos. Y exclamé: "¡Alah! ¡Alah!"
Y lo hice en voz tan alta, que la joven entreabrió los ojos, lanzando un suspiro, despierta a medias y dando media vuelta en su lecho. Pero aquello fué todo, felizmente. ¡Y yo ¡oh mi señor! vi entonces lo inexpresable! Y quedé asombrado de que una joven tan frágil y tan fina poseyese un trasero tan gordo. Y muy maravillado, me aproximé más, sabiendo que era invisible, y muy dulcemente puse el dedo en aquel trasero para tentarle y satisfacer aquel deseo de mi corazón. Y observé que era rollizo y duro y mantecoso y granulado. Pero no volvía de la sorpresa en que me había sumido su volumen, y me pregunté: "¿Para qué tan gordo? ¿para qué tan gordo?" Y tras de reflexionar acerca del particular, sin dar con una respuesta satisfactoria, me apresuré a ponerme en contacto con la joven. Y lo hice con precauciones infinitas para no despertarla. Y cuando me pareció que había pasado el primer momento de peligro me aventuré a hacer algún movimiento. Y poco a poco, poco a poco, el niño que tú sabes ¡oh mi señor! entró en juego a su vez. Pero se guardó mucho de ser grosero y de utilizar en modo alguno procedimientos reprobables; y también él se limitó a entablar conocimiento con lo que no conocía. Y nada más ¡oh mi señor! Y a ambos nos pareció que, para ser la primera vez, habíamos visto lo bastante para formar juicio.
Pero he aquí que, en el momento mismo en que iba a levantarme, el Tentador me impulsó a pellizcar a la joven, precisamente en medio de una de aquellas asombrosas redondeces cuyo volumen me tenía perplejo, y no pude resistir a la tentación, y ya ves, pellizqué a la joven en medio de aquella redondez. Y (¡alejado sea el Maligno!) fué tan viva la impresión que experimentó ella, que saltó del lecho, despierta ya del todo, lanzando un grito de espanto, y llamó a su madre a grandes Voces.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 844ª NOCHE
Ella dijo:
... fué tan viva la impresión que experimentó ella, que saltó del lecho, despierta ya del todo, lanzando un grito de espanto, y llamó a su madre a grandes voces.
Al oír las señales de alarma de su hija y sus gritos de terror y sus voces pidiendo socorro, acudió la madre enredándose los pies en la ropa y seguida de cerca por la vieja nodriza de la joven y por los eunucos. Y la joven continuaba gritando, llevándose la mano al sitio de su pellizco: "¡En Alah me refugio del Cheitán lapidado!"
Y su madre y la vieja nodriza le preguntaron al mismo tiempo: "¿Qué ocurre? ¿qué ocurre? ¿Y por qué te llevas la mano al honorable? ¿Y qué tiene el honorable? ¿Y qué le ha sucedido al honorable? ¡Enséñanos el honorable!" Y la nodriza se encaró con los eunucos, lanzándoles una mirada atravesada, y les gritó: "¡Retiraos un poco!" Y los eunucos se alejaron, maldiciendo entre dientes a la vieja calamitosa.
¡Eso fué todo! y yo veía sin ser visto, merced al kohl de mi difunto maestro. (¡Que Alah le tenga en su gracia!)
El caso es que, al sentirse acosada por las preguntas apremiantes que en un instante le hicieron su madre y su nodriza, alargando el cuello para ver qué era la cosa, la joven, ruburosa y dolorida, acabó por pronunciar: "¡Es esto! ¡es esto! ¡el pellizco! ¡el pellizco!" Y las dos mujeres miraron y vieron en el honorable la huella roja y ya hinchada de mi pulgar y de mi dedo del corazón. Y retrocedieron asustadas y en extremo indignadas, exclamando: "¡Oh maldita! ¿quién te ha hecho eso? ¿quién te ha hecho eso?" Y la joven se echó a llorar, diciendo: "¡No lo sé! ¡no lo sé!" Y añadió: "¡Me han pellizcado mientras soñaba que me comía un cohombro muy gordo!" Y al oír estas palabras, las dos mujeres se inclinaron al mismo tiempo, y miraron detrás de las cortinas y debajo de las tapicerías y del mosquitero; y como no encontraron nada sospechoso, dijeron a la joven: "¿Estás bien segura de que no te has pellizcado tú misma durmiendo?"
Ella contestó: "¡Antes me moriría que pellizcarme tan cruelmente!"
Entonces dió su opinión la vieja nodriza, diciendo: "No hay recurso ni poder más que en Alah el Altísimo, el Omnipotente. ¡Quien ha pellizcado a nuestra hija es un innombrable entre los inombrables que pueblan el aire! Y ha debido entrar aquí por esa ventana abierta, y al ver a nuestra hija con el honorable al aire no ha podido resistir al deseo de pellizcarla ahí mismo. Y eso es lo que ha pasado por lo visto". Y tras de hablar así corrió a cerrar la ventana y la puerta, y añadió: "Antes de poner a nuestra hija una compresa de agua fresca y vinagre es preciso que nos apresuremos a ahuyentar al Maligno. Y no hay más que un medio eficaz, y consiste en quemar en la estancia estiércol de camello. Porque el estiércol de camello es incompatible con el olor de los genn, de los mareds y de todos los innombrables. ¡Y yo sé las palabras que hay que pronunciar al tiempo de esa fumigación!"
Y al punto gritó a los eunucos agrupados detrás de la puerta: "¡Traednos pronto un cesto con estiércol de camello!"
Y en tanto que los eunucos iban a ejecutar la orden, la madre se acercó a su hija, y le preguntó: "¿Estás segura ¡oh hija mía! de que el Maligno no te ha hecho nada más? ¿Y no has sentido nada que indique lo que quiero decirte?"
La joven dijo: "¡No sé!" Entonces la madre y la nodriza bajaron la cabeza y examinaron a la joven. Y vieron ¡oh mi señor! que, conforme te dije, todo estaba en su sitio y que no había ninguna huella de violencia por delante ni por detrás. Pero la nariz de la maldita nodriza, que era perspicaz, le hizo decir: "¡He sentido en nuestra hija el olor de un genni macho!" Y gritó a los eunucos: "¿Dónde está el estiércol, ¡oh malditos!?" Y en aquel momento llegaron los eunucos con el cesto; y se apresuraron a pasárselo a la vieja por la puerta entreabierta un instante.
Entonces, después de quitar las alfombras que cubrían el suelo, la vieja nodriza derramó el estiércol del cesto en las baldosas de mármol y le prendió fuego. Y no bien se elevó el humo se puso a murmurar sobre el fuego palabras desconocidas, trazando en el aire signos magicos.
Y he aquí que el humo del estiércol quemado, que llenaba el aposento, atacó a mis ojos de una manera tan insoportable que se me llenaron de agua, y me vi obligado a secármelos repetidamente con los bajos de mi ropa. Y no se me ocurrió ¡oh mi señor! que, con esta maniobra, me iba quitando el kohl, cuyas virtudes me hacían invisible y del que había tenido la imprevisión de no llevarme un buen repuesto antes de la muerte de mi maestro.
Y efectivamente, oí que las tres mujeres lanzaron de pronto tres gritos simultáneos de espanto, señalando con el dedo el sitio donde yo estaba: "¡Ahí está el efrit! ¡ahí está el efrit! ¡ahí está el efrit!" Y pidiendo socorro a los eunucos, que al punto invadieron la habitación y se arrojaron sobre mí y quisieron matarme. Pero les grité con la voz más terrible que pude: "¡Si me hacéis el menor daño llamaré en mi ayuda a mis hermanos los genn, que os exterminarán y harán que se derrumbe este palacio sobre la cabeza de sus habitantes!"
Entonces se atemorizaron y se contentaron con sujetarme. Y me gritó la vieja: "¡Los cinco dedos de mi mano izquierda en tu ojo derecho y los cinco dedos de mi otra mano en tu ojo izquierdo!" Y yo le dije: "¡Cállate, ¡oh hechicera maldita! o llamo a mis hermanos los genn, que te dejarán más ancha que larga!" Entonces ella tuvo miedo y se calló. Pero fué para exclamar al cabo de un momento: "Como es un efrit no podemos matarle. ¡Pero podemos encadenarle para el resto de sus años!"
Y dijo a los eunucos: "Cogedle y conducidle al maristán, y echadle una cadena al cuello, y remachad la cadena en el muro. ¡Y decid a los celadores que, si le dejan escapar, su muerte será segura!"
Y al punto, ¡oh mi señor! me trajeron los eunucos, alargándoseme la nariz, y me metieron en este maristán, donde encontré a mis dos antiguos compañeros, que ahora son tus honorables chambelanes. ¡Y tal es mi historia! Y tal es ¡oh mi señor sultán! el motivo de mi encarcelamiento en esta prisión de locos y de esta cadena que llevo al cuello. Y ya te he contado todo de cabo a rabo, y por eso espero de Alah y de ti ser absuelto de mis errores, y que tu bondad me libre de estos cerrojos para llevarme adonde sea, pero quitándome esta argolla. Y lo mejor sería que yo llegara a ser el esposo de la princesa por quien estoy loco. ¡Y el Altísimo está por encima de nosotros!"
Cuando el sultán Mahmud hubo oído esta historia se encaró con su visir, el antiguo sultán-derviche, y le dijo: "¡Ve ahí como ha enlazado el Destino los acontecimientos de nuestra familia! ¡Porque la princesa de quien está enamorado este joven es la última hija del difunto sultán, padre de mi esposa! Y ya no nos queda por hacer más que dar a este suceso la continuación correspondiente".
Y se encaró con el joven, y le dijo: "¡En verdad que tu historia es una historia asombrosa, y aunque no me hubieras pedido en matrimonio a la hija de mi tío, yo te la habría concedido para demostrarte el contento que me producen tus palabras!" E hizo caer sus cadenas al instante, y le dijo: "En lo sucesivo serás mi tercer chambelán; y voy a dar las órdenes para la celebración de tus desposorios con la princesa cuyas ventajas conoces ya".
Y el joven besó la mano del generoso sultán. Y salieron del maristán todos y se presentaron en el palacio, donde se dieron grandes fiestas y grandes regocijos públicos con motivo de las dos reconciliaciones anteriores y del matrimonio del joven con la princesa. Y todos los habitantes de la ciudad, pequeños y grandes, fueron invitados a tomar parte en los festines, que debían durar cuarenta días y cuarenta noches, en honor del matrimonio de la hija del sultán con el discípulo del sabio y de la reunión de aquellos a quienes la suerte había desunido.
Y vivieron todos en las delicias íntimas y las alegrías de la amistad hasta la inevitable separación".
"Y tal es ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- la historia complicada del Adulterino simpático, que era sultán, y que se convirtió en derviche errante para ser elegido visir luego por Mahmud el sultán, y de lo que le sucedió con su amigo y con los tres jóvenes encerrados por locos en el maristán. ¡Pero Alah es más grande, y más generoso, y más sabio!" Después añadió, sin interrumpirse: "¡Pero no creas que esta historia es más admirable o más instructiva que las PALABRAS BAJO LAS NOVENTA y NUEVE CABEZAS CORTADAS!"
Y el rey Schahriar exclamó: "¿Cuáles son esas palabras, Schehrazada, y esas cabezas cortadas, de las que nada sé?"
Y dijo Schehrazada:
PALABRAS BAJO LAS NOVENTA Y NUEVE CABEZAS CORTADAS