El trompiezo
El trompiezo
I
A su vuelta de Tacna, Carmelo
Maquera notó algo extraño en su mujer.
La había dejado diligente y la
encontraba perezosa. El huso no giraba
ya entre sus manos como de costumbre y
el locro, con el que le esperaba todas
las mañanas después del trabajo, no
tenía la sazón de otros días. Suspiraba
mucho y, a lo mejor, se quedaba
ensimismada y sin prestarle atención a
lo que le decía. El esquileo lo estaba
haciendo muy mal y lentamente, sin
importarle el compromiso contraído por
Carmelo de entregar la lana lo más
pronto para cancelar un adelanto que se
estaba envejeciendo.
¿Qué le podía pasar a la Isidora? Y
no era esto solamente lo que tenía
escamado al indio, sino las negativas de
su mujer a juntar los pellejos a la hora
de acostarse. Lo venía haciendo desde
la misma noche del regreso, trancándole
la puerta y negándose a abrírsela, por
más que amenazaba con echarla abajo.
Esto era lo más grave.
Durante los tres años de casados que
llevaban, los pellejos que les servían de
cama no se habían separado nunca, ni
peleados, ni enfermos. No; la bendición
del señor cura no había sido para dormir
cada uno por su lado, sino para estar
juntos, siempre juntos, especialmente en
las noches, que en esto consistía el
matrimonio.
¿Por qué, pues, la Isidora se negaba
a recibirle? ¿Por qué prefería dejarle
fuera, sufriendo las tarascadas del frío,
ovillado entre la rosca pulguienta de sus
perros? La cosa merecía consultarse, ir
a Tarata a exponérselo a quien los casó
o a su padrino Callata, que tan a la mano
lo tenía.
¿No estaría «el gavilán»
revoloteando por encima de su choza?
¿No habría por ahí algún zorro
venteándole su comida, esa que le
sirvieran en la iglesia para él solito y
por la cual pagara tan buenos soles? ¿No
estaría comiéndosela ya?
Y como todas estas interrogaciones
no le permitieran lampear bien ni
pastorear el ganado, una tarde, lleno de
súbita cólera, sin esperar que
oscureciera y que todos sus animales
estuvieran juntos para encorralarlos,
abandonó todo y tornó a su choza, en
momentos en que su mujer moqueaba y
se restregaba los ojos en el faldellín.
—¡Estabas llorando!… ¿Qué cosa
fea has visto para que se te ñublen los
ojos así? ¿Se te ha muerto alguno que te
duela más que yo?
—El humo de la yareta[*], Carmelo.
Humo juerte.
—Nunca vide que te hizo llorar
hasta aura. Te estás volviendo delicada
como las señoritas de allá abajo. ¿No
será pena?
—Acaso…
—¿Puedo yo curarla…?
—¡Nunca! No es corte de cuchillo,
ni golpe de piedra ni de mano.
—¿Qu’es, pues, entonces?
—Si yo te lo dijera, Carmelo…
—¿Te está rondando el zorro?
—Peor que eso. Me ha salido al
camino.
—¿Y tú qué le hiciste?
—No pude hacer nada; estaba sola.
Ni cómo evitar el trompiezo.
El indio se inmutó arrojando
violentamente al suelo el atado que tenía
a la espalda, desfigurado el semblante
por una mueca rabiosa, se acercó a su
mujer hasta casi tocarle el rostro con el
suyo y barbotó estas palabras.
—¡Un trompiezo! ¿Con quién?
—Te diré.
Y la mujer, como alentada por esta
amenazadora actitud de su marido, más
que atemorizada por ella, comenzó a
relatarle toda la historia del hecho que
había venido a interpolarse en su vida y
a ensombrecerla.
Fue en la chacra de «Capujo», la
tarde del domingo anterior al de la
vuelta de Carmelo, al oscurecer. Ella
estaba haciendo un tapa en la acequia
para regar, cuando de pronto sintió en la
espalda una sensación desagradable que
la hizo volverse, y al volverse, entre los
maizales, descubrió dos ojos malignos
que la estaban espiando: eran los de su
vecino Leoncio Quelopana. Tuvo miedo
y quiso tirar la lampa y echarse a correr,
pero le dio vergüenza. Aunque mujer, no
estaba bien que hiciera lo que las
vizcachas cuando ven gente.
Sonrió para disimular y acabó
preguntándole a Leoncio por su mujer.
Entonces éste, saliendo del maizal y
avanzando hasta el borde del surco en
que ella se había replegado, sin decirle
siquiera una palabra, saltó sobre ella
como un puma, agarrándola de las
manos. Después un forcejeo, dos o tres
mordiscos para que la soltara, gritos que
nadie pudo oír, porque nadie había en el
contorno, y el sol, único testigo, que
acabó de esconderse pronto, para no ver
el abuso de ese mal hombre. Pasó, pues,
lo que había de pasar. Pero no con su
gusto. Podía jurarlo. Todavía se sentía
rabiosa de lo que le había hecho aquella
tarde el maldito Leoncio, que el diablo
habría de llevárselo para castigo de su
culpa.
Y concluyó en estos términos:
—Cuando me dejó quise correr
adonde nuestro padrino Callata, a
contarle todo, pero temí que Leoncio me
atajara en el camino y quisiera repetir el
trompiezo. No fui, pues. Más bien me
vine a la casa y tranqué bien la puerta,
por si al hombre se le ocurriera venir en
la noche. Ahí solita le pedí a Dios que
volvieras pronto. Y el Tata me ha oído,
Carmelo, porque a la semanita llegaste.
El relato no podía ser más
minucioso, ni la verdad más ruda y
dolorosa. Así ingenuo y medio montaraz
como era este aymara, su credulidad no
quedó satisfecha. ¿No habría alentado la
Isidora, de algún modo, a Quelopana?
¿Por qué siendo ésta tan recia para el
trabajo y tan fuerte con la lampa no
había sabido defenderse? Él nunca había
podido hacer lo que aquel indio
salteador de mujeres. Cuantas veces lo
intentara había quedado desairado y
corrido.
Una cólera fría le apagó la llama que
por un momento hiciera brillar en sus
ojos su dignidad de hombre y de marido,
y después de mirar furtivamente el
desmesurado cuchillo que colgaba en la
quincha, se resolvió a decir:
—¿Conque el marido de mi hermana
ha sido el ladrón? Peor entonces; tendré
que ensuciar en él mi cuchillo dos
veces; darle dos golpes en el corazón a
ese traposo.
—No, Carmelo. No lo vas a matar.
Si lo haces me quedaré sola,
abandonada y entonces vendrán otros
trompiezos. Por eso no quería decírtelo,
pero mi pecho estaba ahogándose…
—Si no lo hago, Leoncio va a creer
que es por miedo. Me perderá el respeto
y ya no te dejará tranquila, y yo no podré
ir lejos a vender las cosechas ni la lana.
—No creas, Carmelo. Si vuelve seré
yo quien le meta el cuchillo. ¿Has visto
tu cuchillo, que estái colgado? Sácalo y
verás cómo le he puesto su filo. Pa que
me acompañe cuando salga sola.
II
Después de esta confesión pareció
que el indio quedaba aquietado. Pero
una voz íntima le decía que si bien su
mujer había hablado toda la verdad,
algo le quedaba a él por hacer: cobrarse
el daño o matar. De no proceder así
tenía que resignarse a vivir toda la vida
fingiendo ignorar lo que tal vez sabía ya
todo Cairani.
¿Cómo iba a ser posible esto? Ante
el misti se puede fingir, se debe fingir,
porque el fingimiento es la mejor arma
del indio para luchar contra él. Es una
ley de la raza. Pero ante otro indio, ante
otro igual, la ficción es una cobardía
inconcebible, una llaga moral pestilente
que no deja respirar bien a quien la
lleva. Y entre indios hay que cobrarse
todo. Al misti engañarle, robarle,
mentirle, trampearle todo lo que se
pueda; al indio, al hermano, no. Las
deudas y los agravios hay que cobrarlos
inmediatamente, de igual a igual, de
hombre a hombre y sin ventajas.
¿Por qué no iba, pues, a cobrarle a
Leoncio el daño que le había hecho a su
honra, aprovechándose de su ausencia?
El que hace un daño debe repararlo.
Este principio, que es uno de los
puntales del edificio ético, económico y
social del ayllo, lo había venido oyendo
repetir desde su infancia. Y el rabulismo
y el tinterillaje se lo habían confirmado
después, en las veces que había tenido
que recurrir al papel sellado para
defenderse de alguna usurpación.
¿No le había quitado Quelopana su
honor? Pues que se lo pagara. La idea le
pareció digna de una buena venganza.
¿Para qué herir al otro en el cuerpo
cuando bien podía herirle en la bolsa,
que era donde más podía dolerle, y sin
consecuencias? Así se libraría de ir a
parar él a la cárcel o de convertirse en
un indio cimarrón y mostrenco.
Y la mezquina imaginación de
Carmelo Maquera comenzó a exaltarse.
Se vio ya ante el juez interponiendo su
queja; luego, a su contrario confesando
su culpa, anonadado por los juramentos
y lágrimas de la Isidora. En seguida el
acta, en que se hacía constar todo esto,
autorizada por el juez y los testigos, y la
pena remuneradora. ¡La pena! Una buena
suma; algo que seguramente Leoncio no
iba a poderle pagar inmediatamente.
Entonces sobrevendría el embargo, y el
embargo tendría que recaer en la chacra,
en las llamas y pacos, en los alfalfares,
en todo lo que fuera suyo… Porque él no
iba a contentarse con lo que Quelopana
quisiera darle buenamente. Para eso
tenía en Cairani y Tarata quien lo
patrocinara y defendiera. O si era
preciso llevar su causa a Tacna, pues
allá también la llevaría. Para eso Dios
le había dado con qué pleitar.
Persuadido por estos pensamientos,
pero, a la vez, atado por la cadena de
sus tradiciones seculares, se resolvió a
tentar primero por el camino de la
componenda amigable, a llevar a
Quelopana ante un consejo de vecinos,
que en estos casos era obligación de
quien quería el arreglo, convocar y oír.
Comenzó, como era de ritual, por ir
primero a la casa de su padrino de
matrimonio Callata, llamado a presidir
ese consejo. Ahí, después de cambiar
dos o tres libaciones de aguardiente,
llevado con ese objeto por él mismo,
solemne, por no permitir el ceremonial
familiaridad, Maquera repitió, sin
perder letra, toda la confesión de su
mujer. Hasta estuvo patético. Habría
jurado que cuando la Isidora le contaba
todo, su cuchillo, que, naturalmente,
había estado oyendo, se estremeció. Y
hasta parece que le pidiera sacarlo de la
vaina. Pero él prefirió dejarlo quieto
hasta que su padrino resolviera lo que
fuera mejor.
Callata se rascó la cabeza, pidió
otra copa, hizo con el trago una especie
de enjuague y después de echarle una
mirada sibilina al techo, devolvió la
buchada coruscante ruidosamente.
—¡Bueno! Te he oído con interés,
como nuestra costumbre manda que se
oiga al ahijado que viene a contarnos su
agravio y pedirnos consejo. Has hecho
bien en no haberle obedecido a tu
cuchillo. El agravio que te ha hecho
Leoncio Quelopana no es completo.
Maquera, sacudido por la palabra
última, golpeó reciamente la mesa con la
botella y, lleno de asombro, interrumpió
el discurso de su padrino.
—Cómo, ¿todavía le falta algo?
—Sí; el agravio no ha sido
completo; te lo ha hecho Quelopana,
sólo, sin consentimiento de la Isidora. Y
como ella no ha puesto nada en el
trompiezo, la ofensa no sido sino a
medias. Si ella no lo impidió fue porque
no pudo. ¿Qué puede hacer la gallina
cuando el zorro la sorprende y la coge
del pescuezo mientras su gallo duerme o
canta en otro corral? La ocasión hace al
ladrón, dicen los mistis, y me parece
verdad. No olvides, ahijado Carmelo,
que al dinero y la mujer hay que tenerlos
siempre al cinto o encuevados, para que
no venga el ladrón y se los lleve, más
que sea a la fuerza. ¿Por qué no te
llevaste a la Isidora a Tacna?
—No tenía a quién dejar en la
chacra pa que me cuidase mi alfalfita y
mis llamos.
—Sí, la chacra y los llamos valen
mucho; a veces más que la mujer, pero
la tuya vale más que todos tus ganados.
No has debido dejarla sola. Yo voy
creyendo, Carmelo, que la Isidora te
estorba cuando vas a Tacna. He oído
decir que hay allí gallinitas para toda
clase de zorros y a todo precio. ¿Será
verdad?
Maquera, a pesar de la solemnidad
del acto, sonrió maliciosamente.
—Tú sabes mucho, padrino Callata.
Aconséjame, pues, cómo arreglaré con
Leoncio, ya que ni tú ni la Isidora
quieren que le cobre la deuda con mi
cuchillo.
—Basta con que te pague bien tu
honor. ¡Qué más!… ¿Le recibirías
doscientos soles…?
—¡Poco! La Isidora no es vieja.
Leoncio tiene buenos ganados. ¿Por qué
no quinientos?
—¿Qué, estás loco, Maquera? ¿De
dónde va a sacar tanto ese cazafaldas?
En fin, anda a verte tú con los otros que
deben asistir al arreglo esta noche y
déjame a mí lo demás, que ya me
encargaré yo de que Quelopana y su
mujer no falten.
III
Por supuesto que nadie faltó a la
cita, a pesar de lo avanzado y crudo de
la noche: cuatro de la mañana. Pero
había que cumplir los preceptos del
ayllo. Asuntos de esta clase hay que
tratarlos entre las sombras de la noche,
para que los que no asisten no se enteren
del arreglo y el sol no se escandalice.
Al sol no le gustan estas cosas. Se enoja,
lo mismo que los cerros, y daña las
cosechas. El arreglo debe ser, pues,
antes de que se despierte y comience a
desperezarse sobre el lomo de las
cumbres.
Callata, revestido de importancia y
seriedad, esparció una mirada en torno
suyo, para cerciorarse de que todos los
invitados estaban presentes. El consejo
estaba completo. Allí, formando rueda,
desmenuzando bostezos y cascándose,
disimuladamente, los piojos, estaban
Manuel Mamani, Inocencio Cahuana,
Narciso López, Tomás Condori y,
naturalmente, los suegros del ofendido y
éste y Quelopana, con sus respectivas
costillas, la Isidora y la Carlota,
hermana de Maquera. Quelopana venía a
ser, pues, cuñado de Carmelo, y esto era
lo que más aumentaba la gravedad del
caso sujeto a materia, como se dice en
la jerga judicial. Ni esto había sabido
tener en cuenta el ofensor.
Era lo que más había conmovido los
principios moles de Callata y lo que
seguramente iba a producir indignación
en los asistentes. Una circunstancia
agravante, que había que hacerla valer
en favor del ahijado para el mejor éxito
de lo que iba a proponer.
Una vez todos arrodillados y
contritos y en círculo perfecto, como si
estuviera en misa, Callata, dirigiéndose
a la Isidora, exclamó:
—Isidora Coahila, mujer de
Carmelo Maquera, vas a hacer tu
obligación.
Inmediatamente la Coahila comenzó
a sacar puñaditos de coca del talego que
había mantenido oculto bajo la manta y a
invitarles, principiando por su padrino,
a la vez que le decía a cada cual:
—Perdón por el trompiezo, que es la
primera vez…
En seguida el testigo Cahuana, por
ser el más viejo, preguntó:
—Leoncio Quelopana, ¿cierto lo que
dice la Isidora?
El interrogado, después de un largo
silencio y con la cabeza inclinada, como
un reo ante la guillotina, respondió:
—¡Verdad! ¡Verdad! ¡Perdónenme
del trompiezo por primera vez!
—¿Nada más? —le increpó Callata.
—Que diga Carmelo cuánto cobra
por su honor.
—Yo —dijo el aludido— llevo ya
gastados más de cien soles en ir a
Tarata. Mi apoderado Calisaya le gusta
que paguen bien sus servicios. Que me
pague Quelopana quinientos soles.
—Me parece mucho. Los títulos de
mi terreno los tengo empeñados, los
llamos y los pacos se me están
muriendo; la cosecha no me ha dejado
nada este año y la Carlota ha tenido que
vender sus sortijas, sus aretes y todo el
orito que tenía, pa pagarle sus derechos
al cura en la fiesta de nuestro patrón.
¿De dónde voy sacar tanta plata?
Callata creyó conveniente intervenir.
—Leoncio, el que hace un daño debe
pagarlo, y cuando el daño es tan grande
como el que has hecho tú, no hay que
apretarle mucho el ñudo a la bolsa.
¿Quién te mandó a beber agua ajena? La
has ensuciado y hay que volverla limpia,
como quiere su dueño.
—¿Te parece bien trescientos, tata
Callata?
Callata tuvo un movimiento de
sorpresa, pero tan imperceptible que
sólo Carmelo, que no lo perdía de vista,
lo advirtió. Ambos se miraron fijamente
y se entendieron.
—¡Está bueno! —dijo Callata en
tono sentencioso—. Que vaya al instante
por ellos.
—No podría, tata, porque no los
tengo. Iré mañana a Tarata a buscar
quién me los preste.
—No hace falta. Te los prestaré yo.
Que Cahuana haga el recibo para que tú
lo firmes.
Quelopana, cogido en su propia red,
no tuvo más remedio que aceptar y
firmar, mientras su mujer, profundamente
dolida del arreglo, gemía: «¡Mucho,
mucho por el trompiezo, mucho!», a la
vez que todos, todavía arrodillados, se
pedían perdón mutuamente.
Terminada la ceremonia, cada cual,
después de brindar un trago con
Carmelo y recibir otro puñado de coca
de manos de la Maquera, quien ya en
este instante sonreía y hasta se había
atrevido a posar la mirada en Leoncio,
se fue despidiendo, no sin decirle antes
a ésta: «Tienes un buen marido, Isidora.
Cuidado no más con otro trompiezo» y a
Quelopana: «Que no se te antoje, indio
faltativo, descasador, con trompezarte
con mi mujer. Yo tengo en mi casa un
buen cuchillo y una buena carabina».
Llegado el momento de retirarse
también los Maquera, Callata, dejando a
un lado toda su prosopopeya, después de
darle a cada uno un ceñido abrazo,
exclamó, reforzando la intención con una
sonrisa:
—¡Bueno ha estado el arreglo!
¿Cuánto me va a tocar a mí?
—Tú dirás, padrino.
—¿Te parece bien cincuenta soles?
—Tómalos, pues, y dame el resto.
Ya en pleno campo, en dirección a
su estancia, Carmelo, medio embriagado
por la dicha que le producía verse con
tantos billetes en la mano, cosa que no le
pasaba en mucho tiempo, se sobreparó y
le dijo a su mujer, un poco mimoso:
—Oye, Isidora, con un trompiezo de
éstos cada mes, acabaríamos por
comprar todas las tierras de Cairani.
—Entonces no quieres que lleve ya
el cuchillo cuando vaya sola a Capujo…
I
A su vuelta de Tacna, Carmelo
Maquera notó algo extraño en su mujer.
La había dejado diligente y la
encontraba perezosa. El huso no giraba
ya entre sus manos como de costumbre y
el locro, con el que le esperaba todas
las mañanas después del trabajo, no
tenía la sazón de otros días. Suspiraba
mucho y, a lo mejor, se quedaba
ensimismada y sin prestarle atención a
lo que le decía. El esquileo lo estaba
haciendo muy mal y lentamente, sin
importarle el compromiso contraído por
Carmelo de entregar la lana lo más
pronto para cancelar un adelanto que se
estaba envejeciendo.
¿Qué le podía pasar a la Isidora? Y
no era esto solamente lo que tenía
escamado al indio, sino las negativas de
su mujer a juntar los pellejos a la hora
de acostarse. Lo venía haciendo desde
la misma noche del regreso, trancándole
la puerta y negándose a abrírsela, por
más que amenazaba con echarla abajo.
Esto era lo más grave.
Durante los tres años de casados que
llevaban, los pellejos que les servían de
cama no se habían separado nunca, ni
peleados, ni enfermos. No; la bendición
del señor cura no había sido para dormir
cada uno por su lado, sino para estar
juntos, siempre juntos, especialmente en
las noches, que en esto consistía el
matrimonio.
¿Por qué, pues, la Isidora se negaba
a recibirle? ¿Por qué prefería dejarle
fuera, sufriendo las tarascadas del frío,
ovillado entre la rosca pulguienta de sus
perros? La cosa merecía consultarse, ir
a Tarata a exponérselo a quien los casó
o a su padrino Callata, que tan a la mano
lo tenía.
¿No estaría «el gavilán»
revoloteando por encima de su choza?
¿No habría por ahí algún zorro
venteándole su comida, esa que le
sirvieran en la iglesia para él solito y
por la cual pagara tan buenos soles? ¿No
estaría comiéndosela ya?
Y como todas estas interrogaciones
no le permitieran lampear bien ni
pastorear el ganado, una tarde, lleno de
súbita cólera, sin esperar que
oscureciera y que todos sus animales
estuvieran juntos para encorralarlos,
abandonó todo y tornó a su choza, en
momentos en que su mujer moqueaba y
se restregaba los ojos en el faldellín.
—¡Estabas llorando!… ¿Qué cosa
fea has visto para que se te ñublen los
ojos así? ¿Se te ha muerto alguno que te
duela más que yo?
—El humo de la yareta[*], Carmelo.
Humo juerte.
—Nunca vide que te hizo llorar
hasta aura. Te estás volviendo delicada
como las señoritas de allá abajo. ¿No
será pena?
—Acaso…
—¿Puedo yo curarla…?
—¡Nunca! No es corte de cuchillo,
ni golpe de piedra ni de mano.
—¿Qu’es, pues, entonces?
—Si yo te lo dijera, Carmelo…
—¿Te está rondando el zorro?
—Peor que eso. Me ha salido al
camino.
—¿Y tú qué le hiciste?
—No pude hacer nada; estaba sola.
Ni cómo evitar el trompiezo.
El indio se inmutó arrojando
violentamente al suelo el atado que tenía
a la espalda, desfigurado el semblante
por una mueca rabiosa, se acercó a su
mujer hasta casi tocarle el rostro con el
suyo y barbotó estas palabras.
—¡Un trompiezo! ¿Con quién?
—Te diré.
Y la mujer, como alentada por esta
amenazadora actitud de su marido, más
que atemorizada por ella, comenzó a
relatarle toda la historia del hecho que
había venido a interpolarse en su vida y
a ensombrecerla.
Fue en la chacra de «Capujo», la
tarde del domingo anterior al de la
vuelta de Carmelo, al oscurecer. Ella
estaba haciendo un tapa en la acequia
para regar, cuando de pronto sintió en la
espalda una sensación desagradable que
la hizo volverse, y al volverse, entre los
maizales, descubrió dos ojos malignos
que la estaban espiando: eran los de su
vecino Leoncio Quelopana. Tuvo miedo
y quiso tirar la lampa y echarse a correr,
pero le dio vergüenza. Aunque mujer, no
estaba bien que hiciera lo que las
vizcachas cuando ven gente.
Sonrió para disimular y acabó
preguntándole a Leoncio por su mujer.
Entonces éste, saliendo del maizal y
avanzando hasta el borde del surco en
que ella se había replegado, sin decirle
siquiera una palabra, saltó sobre ella
como un puma, agarrándola de las
manos. Después un forcejeo, dos o tres
mordiscos para que la soltara, gritos que
nadie pudo oír, porque nadie había en el
contorno, y el sol, único testigo, que
acabó de esconderse pronto, para no ver
el abuso de ese mal hombre. Pasó, pues,
lo que había de pasar. Pero no con su
gusto. Podía jurarlo. Todavía se sentía
rabiosa de lo que le había hecho aquella
tarde el maldito Leoncio, que el diablo
habría de llevárselo para castigo de su
culpa.
Y concluyó en estos términos:
—Cuando me dejó quise correr
adonde nuestro padrino Callata, a
contarle todo, pero temí que Leoncio me
atajara en el camino y quisiera repetir el
trompiezo. No fui, pues. Más bien me
vine a la casa y tranqué bien la puerta,
por si al hombre se le ocurriera venir en
la noche. Ahí solita le pedí a Dios que
volvieras pronto. Y el Tata me ha oído,
Carmelo, porque a la semanita llegaste.
El relato no podía ser más
minucioso, ni la verdad más ruda y
dolorosa. Así ingenuo y medio montaraz
como era este aymara, su credulidad no
quedó satisfecha. ¿No habría alentado la
Isidora, de algún modo, a Quelopana?
¿Por qué siendo ésta tan recia para el
trabajo y tan fuerte con la lampa no
había sabido defenderse? Él nunca había
podido hacer lo que aquel indio
salteador de mujeres. Cuantas veces lo
intentara había quedado desairado y
corrido.
Una cólera fría le apagó la llama que
por un momento hiciera brillar en sus
ojos su dignidad de hombre y de marido,
y después de mirar furtivamente el
desmesurado cuchillo que colgaba en la
quincha, se resolvió a decir:
—¿Conque el marido de mi hermana
ha sido el ladrón? Peor entonces; tendré
que ensuciar en él mi cuchillo dos
veces; darle dos golpes en el corazón a
ese traposo.
—No, Carmelo. No lo vas a matar.
Si lo haces me quedaré sola,
abandonada y entonces vendrán otros
trompiezos. Por eso no quería decírtelo,
pero mi pecho estaba ahogándose…
—Si no lo hago, Leoncio va a creer
que es por miedo. Me perderá el respeto
y ya no te dejará tranquila, y yo no podré
ir lejos a vender las cosechas ni la lana.
—No creas, Carmelo. Si vuelve seré
yo quien le meta el cuchillo. ¿Has visto
tu cuchillo, que estái colgado? Sácalo y
verás cómo le he puesto su filo. Pa que
me acompañe cuando salga sola.
II
Después de esta confesión pareció
que el indio quedaba aquietado. Pero
una voz íntima le decía que si bien su
mujer había hablado toda la verdad,
algo le quedaba a él por hacer: cobrarse
el daño o matar. De no proceder así
tenía que resignarse a vivir toda la vida
fingiendo ignorar lo que tal vez sabía ya
todo Cairani.
¿Cómo iba a ser posible esto? Ante
el misti se puede fingir, se debe fingir,
porque el fingimiento es la mejor arma
del indio para luchar contra él. Es una
ley de la raza. Pero ante otro indio, ante
otro igual, la ficción es una cobardía
inconcebible, una llaga moral pestilente
que no deja respirar bien a quien la
lleva. Y entre indios hay que cobrarse
todo. Al misti engañarle, robarle,
mentirle, trampearle todo lo que se
pueda; al indio, al hermano, no. Las
deudas y los agravios hay que cobrarlos
inmediatamente, de igual a igual, de
hombre a hombre y sin ventajas.
¿Por qué no iba, pues, a cobrarle a
Leoncio el daño que le había hecho a su
honra, aprovechándose de su ausencia?
El que hace un daño debe repararlo.
Este principio, que es uno de los
puntales del edificio ético, económico y
social del ayllo, lo había venido oyendo
repetir desde su infancia. Y el rabulismo
y el tinterillaje se lo habían confirmado
después, en las veces que había tenido
que recurrir al papel sellado para
defenderse de alguna usurpación.
¿No le había quitado Quelopana su
honor? Pues que se lo pagara. La idea le
pareció digna de una buena venganza.
¿Para qué herir al otro en el cuerpo
cuando bien podía herirle en la bolsa,
que era donde más podía dolerle, y sin
consecuencias? Así se libraría de ir a
parar él a la cárcel o de convertirse en
un indio cimarrón y mostrenco.
Y la mezquina imaginación de
Carmelo Maquera comenzó a exaltarse.
Se vio ya ante el juez interponiendo su
queja; luego, a su contrario confesando
su culpa, anonadado por los juramentos
y lágrimas de la Isidora. En seguida el
acta, en que se hacía constar todo esto,
autorizada por el juez y los testigos, y la
pena remuneradora. ¡La pena! Una buena
suma; algo que seguramente Leoncio no
iba a poderle pagar inmediatamente.
Entonces sobrevendría el embargo, y el
embargo tendría que recaer en la chacra,
en las llamas y pacos, en los alfalfares,
en todo lo que fuera suyo… Porque él no
iba a contentarse con lo que Quelopana
quisiera darle buenamente. Para eso
tenía en Cairani y Tarata quien lo
patrocinara y defendiera. O si era
preciso llevar su causa a Tacna, pues
allá también la llevaría. Para eso Dios
le había dado con qué pleitar.
Persuadido por estos pensamientos,
pero, a la vez, atado por la cadena de
sus tradiciones seculares, se resolvió a
tentar primero por el camino de la
componenda amigable, a llevar a
Quelopana ante un consejo de vecinos,
que en estos casos era obligación de
quien quería el arreglo, convocar y oír.
Comenzó, como era de ritual, por ir
primero a la casa de su padrino de
matrimonio Callata, llamado a presidir
ese consejo. Ahí, después de cambiar
dos o tres libaciones de aguardiente,
llevado con ese objeto por él mismo,
solemne, por no permitir el ceremonial
familiaridad, Maquera repitió, sin
perder letra, toda la confesión de su
mujer. Hasta estuvo patético. Habría
jurado que cuando la Isidora le contaba
todo, su cuchillo, que, naturalmente,
había estado oyendo, se estremeció. Y
hasta parece que le pidiera sacarlo de la
vaina. Pero él prefirió dejarlo quieto
hasta que su padrino resolviera lo que
fuera mejor.
Callata se rascó la cabeza, pidió
otra copa, hizo con el trago una especie
de enjuague y después de echarle una
mirada sibilina al techo, devolvió la
buchada coruscante ruidosamente.
—¡Bueno! Te he oído con interés,
como nuestra costumbre manda que se
oiga al ahijado que viene a contarnos su
agravio y pedirnos consejo. Has hecho
bien en no haberle obedecido a tu
cuchillo. El agravio que te ha hecho
Leoncio Quelopana no es completo.
Maquera, sacudido por la palabra
última, golpeó reciamente la mesa con la
botella y, lleno de asombro, interrumpió
el discurso de su padrino.
—Cómo, ¿todavía le falta algo?
—Sí; el agravio no ha sido
completo; te lo ha hecho Quelopana,
sólo, sin consentimiento de la Isidora. Y
como ella no ha puesto nada en el
trompiezo, la ofensa no sido sino a
medias. Si ella no lo impidió fue porque
no pudo. ¿Qué puede hacer la gallina
cuando el zorro la sorprende y la coge
del pescuezo mientras su gallo duerme o
canta en otro corral? La ocasión hace al
ladrón, dicen los mistis, y me parece
verdad. No olvides, ahijado Carmelo,
que al dinero y la mujer hay que tenerlos
siempre al cinto o encuevados, para que
no venga el ladrón y se los lleve, más
que sea a la fuerza. ¿Por qué no te
llevaste a la Isidora a Tacna?
—No tenía a quién dejar en la
chacra pa que me cuidase mi alfalfita y
mis llamos.
—Sí, la chacra y los llamos valen
mucho; a veces más que la mujer, pero
la tuya vale más que todos tus ganados.
No has debido dejarla sola. Yo voy
creyendo, Carmelo, que la Isidora te
estorba cuando vas a Tacna. He oído
decir que hay allí gallinitas para toda
clase de zorros y a todo precio. ¿Será
verdad?
Maquera, a pesar de la solemnidad
del acto, sonrió maliciosamente.
—Tú sabes mucho, padrino Callata.
Aconséjame, pues, cómo arreglaré con
Leoncio, ya que ni tú ni la Isidora
quieren que le cobre la deuda con mi
cuchillo.
—Basta con que te pague bien tu
honor. ¡Qué más!… ¿Le recibirías
doscientos soles…?
—¡Poco! La Isidora no es vieja.
Leoncio tiene buenos ganados. ¿Por qué
no quinientos?
—¿Qué, estás loco, Maquera? ¿De
dónde va a sacar tanto ese cazafaldas?
En fin, anda a verte tú con los otros que
deben asistir al arreglo esta noche y
déjame a mí lo demás, que ya me
encargaré yo de que Quelopana y su
mujer no falten.
III
Por supuesto que nadie faltó a la
cita, a pesar de lo avanzado y crudo de
la noche: cuatro de la mañana. Pero
había que cumplir los preceptos del
ayllo. Asuntos de esta clase hay que
tratarlos entre las sombras de la noche,
para que los que no asisten no se enteren
del arreglo y el sol no se escandalice.
Al sol no le gustan estas cosas. Se enoja,
lo mismo que los cerros, y daña las
cosechas. El arreglo debe ser, pues,
antes de que se despierte y comience a
desperezarse sobre el lomo de las
cumbres.
Callata, revestido de importancia y
seriedad, esparció una mirada en torno
suyo, para cerciorarse de que todos los
invitados estaban presentes. El consejo
estaba completo. Allí, formando rueda,
desmenuzando bostezos y cascándose,
disimuladamente, los piojos, estaban
Manuel Mamani, Inocencio Cahuana,
Narciso López, Tomás Condori y,
naturalmente, los suegros del ofendido y
éste y Quelopana, con sus respectivas
costillas, la Isidora y la Carlota,
hermana de Maquera. Quelopana venía a
ser, pues, cuñado de Carmelo, y esto era
lo que más aumentaba la gravedad del
caso sujeto a materia, como se dice en
la jerga judicial. Ni esto había sabido
tener en cuenta el ofensor.
Era lo que más había conmovido los
principios moles de Callata y lo que
seguramente iba a producir indignación
en los asistentes. Una circunstancia
agravante, que había que hacerla valer
en favor del ahijado para el mejor éxito
de lo que iba a proponer.
Una vez todos arrodillados y
contritos y en círculo perfecto, como si
estuviera en misa, Callata, dirigiéndose
a la Isidora, exclamó:
—Isidora Coahila, mujer de
Carmelo Maquera, vas a hacer tu
obligación.
Inmediatamente la Coahila comenzó
a sacar puñaditos de coca del talego que
había mantenido oculto bajo la manta y a
invitarles, principiando por su padrino,
a la vez que le decía a cada cual:
—Perdón por el trompiezo, que es la
primera vez…
En seguida el testigo Cahuana, por
ser el más viejo, preguntó:
—Leoncio Quelopana, ¿cierto lo que
dice la Isidora?
El interrogado, después de un largo
silencio y con la cabeza inclinada, como
un reo ante la guillotina, respondió:
—¡Verdad! ¡Verdad! ¡Perdónenme
del trompiezo por primera vez!
—¿Nada más? —le increpó Callata.
—Que diga Carmelo cuánto cobra
por su honor.
—Yo —dijo el aludido— llevo ya
gastados más de cien soles en ir a
Tarata. Mi apoderado Calisaya le gusta
que paguen bien sus servicios. Que me
pague Quelopana quinientos soles.
—Me parece mucho. Los títulos de
mi terreno los tengo empeñados, los
llamos y los pacos se me están
muriendo; la cosecha no me ha dejado
nada este año y la Carlota ha tenido que
vender sus sortijas, sus aretes y todo el
orito que tenía, pa pagarle sus derechos
al cura en la fiesta de nuestro patrón.
¿De dónde voy sacar tanta plata?
Callata creyó conveniente intervenir.
—Leoncio, el que hace un daño debe
pagarlo, y cuando el daño es tan grande
como el que has hecho tú, no hay que
apretarle mucho el ñudo a la bolsa.
¿Quién te mandó a beber agua ajena? La
has ensuciado y hay que volverla limpia,
como quiere su dueño.
—¿Te parece bien trescientos, tata
Callata?
Callata tuvo un movimiento de
sorpresa, pero tan imperceptible que
sólo Carmelo, que no lo perdía de vista,
lo advirtió. Ambos se miraron fijamente
y se entendieron.
—¡Está bueno! —dijo Callata en
tono sentencioso—. Que vaya al instante
por ellos.
—No podría, tata, porque no los
tengo. Iré mañana a Tarata a buscar
quién me los preste.
—No hace falta. Te los prestaré yo.
Que Cahuana haga el recibo para que tú
lo firmes.
Quelopana, cogido en su propia red,
no tuvo más remedio que aceptar y
firmar, mientras su mujer, profundamente
dolida del arreglo, gemía: «¡Mucho,
mucho por el trompiezo, mucho!», a la
vez que todos, todavía arrodillados, se
pedían perdón mutuamente.
Terminada la ceremonia, cada cual,
después de brindar un trago con
Carmelo y recibir otro puñado de coca
de manos de la Maquera, quien ya en
este instante sonreía y hasta se había
atrevido a posar la mirada en Leoncio,
se fue despidiendo, no sin decirle antes
a ésta: «Tienes un buen marido, Isidora.
Cuidado no más con otro trompiezo» y a
Quelopana: «Que no se te antoje, indio
faltativo, descasador, con trompezarte
con mi mujer. Yo tengo en mi casa un
buen cuchillo y una buena carabina».
Llegado el momento de retirarse
también los Maquera, Callata, dejando a
un lado toda su prosopopeya, después de
darle a cada uno un ceñido abrazo,
exclamó, reforzando la intención con una
sonrisa:
—¡Bueno ha estado el arreglo!
¿Cuánto me va a tocar a mí?
—Tú dirás, padrino.
—¿Te parece bien cincuenta soles?
—Tómalos, pues, y dame el resto.
Ya en pleno campo, en dirección a
su estancia, Carmelo, medio embriagado
por la dicha que le producía verse con
tantos billetes en la mano, cosa que no le
pasaba en mucho tiempo, se sobreparó y
le dijo a su mujer, un poco mimoso:
—Oye, Isidora, con un trompiezo de
éstos cada mes, acabaríamos por
comprar todas las tierras de Cairani.
—Entonces no quieres que lleve ya
el cuchillo cuando vaya sola a Capujo…