Cómo habla la coca (Enrique Lopez Albujar)
Me había dado a la coca. No sé si al
peor o al mejor de los vicios. Ni sé
tampoco si por atavismo o curiosidad, o
por esa condición fatal de nuestra
naturaleza de tener siempre algo de qué
dolerse o avergonzarse. Y, mirándolo
bien, un vicio, inútil para mí; vicio de
idiota, de rumiante, en que la boca del
chacchador acaba por semejarse a la
espumosa y buzónica del sapo, y en que
el hombre parece recobrar su ancestral
parentesco con la bestia.
Durante el día la labor del papel
sellado me absorbía por completo la
voluntad. Todo eran decretos, autos y
sentencias. Vivía sumergido en un mar
de considerandos legales; filtrando el
espíritu de la ley en la retorta del
pensamiento; dándole pellizcos, con
escrupulosidad de asceta, a los
resobados y elásticos artículos de los
códigos, para tapar con ellos el hueco
de una débil razón; acallando la voz de
los hondos y humanos sentimientos;
poniendo debajo de la letra inexorable
de la ley todo el humano espíritu de
justicia de que me sentía capaz, aunque
temeroso del dogal disciplinario, y
secando, por otra parte, la fuente de mis
inspiraciones con la esponja de la rutina
judicial.
Bajo el peso de este fardo de
responsabilidades, el vicio, como el
murciélago, sólo se desprendía de las
grietas de mi voluntad y echábase a
volar a la hora del crepúsculo. Era
entonces cuando a la esclavitud
razonable sucedía la esclavitud
envilecedora. Comenzaba por sentir sed
de algo, una sed ficticia, angustiosa.
Daba veinte vueltas por las
habitaciones, sin objeto, como las que
da el perro antes de acostarse. Tomaba
un periódico y lo dejaba
inmediatamente. Me levantaba y me
sentaba en seguida. Y el reloj, con su
palpitar isócrono, parecía decirme:
chac… chac… chac… chac… chac…
chac… Y la boca comenzaba a
hacérseme agua.
Un día intenté rebelarme. ¿Para qué
es uno hombre sino para rebelarse?
«Hoy no habrá coca —me dije—. Basta
ya de esta porquería que me corrompe el
aliento y deja en mi alma pasividades de
indio». Y poniéndome el sombrero salí y
me eché a andar por esas lóbregas calles
como un noctámbulo.
Pero el vicio, que en las cosas del
hombre sabe más que el hombre, al
verme salir, hipócrita, socarrón, sonrió
de esa fuga. ¿Y qué creen ustedes que
hizo? Pues no me cerró el paso; no
imploró el auxilio del deseo para que
viniese a ayudarle a convencerme de la
necesidad de no romper con la ley
respetable del hábito; no me despertó el
recuerdo de las sensaciones
experimentadas al lento chacchar de una
cosa fresca y jugosa; ni siquiera me
agitó el señuelo de una catipa
evocadora del porvenir, en las que
tantas veces había pensado. «Anda --
pareció decirme—, anda, que ya
volverás más sometido que nunca». Y
comencé a andar, desorientado,
rozándome indiferente con los hombres
y las cosas, devorando cuadras y
cuadras, saltando acequias, desafiando
el furioso tartamudeo de los perros,
lleno de rabia sorda contra mí mismo y
procurando edificar, sobre la base de
una rebeldía, el baluarte de una
resolución inquebrantable.
Y, cuando más libre parecía sentirme
de la horrible sugestión, una fuerza
venida de no sé dónde, imperiosa,
irresistible, me hizo volver sobre mis
pasos, al mismo tiempo que una voz
tenue, musitante, comenzó a vaciar,
sobre la fragua de mis protestas, un
chorro inagotable de razonamientos,
interrogándose y respondiéndoselo todo.
—¿Has caminado mucho? ¿Te
sientes fatigado? ¿Sí? No hay nada como
una chaccha para la fatiga; nada. La
coca hace recobrar las fuerzas
exhaustas, devuelve en un instante lo que
el trabajo se ha robado en un día. Di la
verdad, ¿no quieres hacer una
chacchita, una ligera chacchita?…
Parece que mi pregunta no te ha
disgustado. Pero para eso es
indispensable sentarse, y en la calle esto
no sería posible. El cargo y el traje te lo
impiden. Si estuvieras de poncho…
¿Qué? ¿No quieres volver a tu casa
todavía? ¡Una tontería! Porque para lo
que hay que ver a estas horas y en estas
calles… Y luego que lo que hay que ver
lo tienes ya visto, y lo que no has visto
es porque no lo debes ver. Vamos, cede
un poco. La intransigencia es una camisa
que debe mudarse lo menos dos veces
por semana, para evitar el riesgo de que
huela mal. No hay cosa que haga
fracasar más en la vida que la
intransigencia. Y si no, fíjate en todos
nuestros grandes políticos triunfadores.
Cuando han ido por el riel de la
intransigencia, descarrilamiento seguro.
Cuando han ido por la carretera de las
condescendencias y de las
claudicaciones, han llegado. Y en la
vida lo primero es llegar. No te
empecines, regrésate. A no ser que
prefieras una chaccha sobre andando.
Porque lo que es coca no te ha de faltar.
Busca, busca. ¿Estás buscando en el
bolsillo de la izquierda? En ése no; en el
de la derecha. ¿Ves? Son dos hojitas que
escaparon de la chaccha devoradora de
anoche. Dos, nada más que dos. ¿Cómo?
… ¿Vas a botarlas? ¡Qué crimen! Un
rasgo de soberbia, de cobardía, que no
sienta bien en un hombre tan fuerte como
tú. ¿Tanto le temes a ese par de hojitas
que tienes en la mano? ¡Ni que fueras
fumador de opio!
»Mira, el opio es fiebre, delirio,
ictericia, envilecimiento. El opio tiene
la voracidad del vampiro y la
malignidad de la tarántula. Carne que
cae entre sus garras la aprieta, la tortura,
la succiona, la estruja, la exprime, la
diseca, la aniquila… Es un alquimista
falaz, que, envuelto en la púrpura de su
prestigio oriental, va por el mundo
escanciando en la imaginación de los
tristes, de los adoloridos, de los
derrotados, de los descontentos, de los
insaciables, de los neuróticos, un poco
de felicidad por gotas. Pero felicidad de
ilusión, de ensueño, de nube, que pasa
dejando sobre la placa sensible del goce
fugaz el negativo del dolor.
»La coca no es así. Tú lo sabes. La
coca no es opio, no es tabaco, no es
café, no es éter, no es morfina, no es
hachisch, no es vino, no es licor… Y,
sin embargo, es todo esto junto.
Estimula, abstrae, alegra, entristece,
embriaga, ilusiona, alucina,
impasibiliza… Pero, sobre todos
aquellos cortesanos del vicio, tiene la
sinceridad de no disfrazarse, tiene la
virtud de su fortaleza y la gloria de no
ser vicio. ¿Que sí lo es? Bueno, quiero
que lo sea. Pero será, en todo caso, un
vicio nacional, un vicio del que deberías
enorgullecerte. ¿No eres peruano? Hay
que ser patriota hasta en el vicio. No
sólo las virtudes salvan a los pueblos
sino también los vicios. Por eso todos
los grandes pueblos tienen sus vicios.
Los ingleses tienen el suyo: el whisky.
Una estupidez destilada de un tubérculo.
¿Y los franceses? También tienen su
vicio: el ajenjo. Fíjate: el ajenjo, que en
la paz le ha hecho a Francia más
estragos que Napoleón en la guerra. ¿Y
los rusos? Tienen el vodka; y los
japoneses tienen el sake; y los
mejicanos, el pulque. Y los yanquis,
ginjoísmo[*], que también es un vicio.
Hasta los alemanes no escapan a esta ley
universal. Son tan viciosos como los
ingleses y los franceses juntos. ¿Qué
sería de Alemania sin la cerveza?
Pregúntale a la cebada y al lúpulo y
ellos te contarán la historia de
Alemania. La cerveza es la madre de sus
teorías enrevesadas y acres, como
arenque ahumado, y de su militarismo
férreo, militarismo frío, rudo,
mastodónico, geófago, que ve la gloria a
través de las usinas y de los cascos
guerreros. Sí. Según lo que se come y lo
que se bebe es lo que se hace y lo que se
piensa. El pensamiento es hijo del
estómago. Por eso nuestro indio es lento,
impasible, impenetrable, triste, huraño,
fatalista, desconfiado, sórdido,
implacable, vengativo y cruel. ¿Cruel he
dicho? Sí; cruel sobre todo. Y la
crueldad es una fruición, una sed de
goce, una reminiscencia trágica de la
selva. Y muchas de esas cualidades se
las debe a la coca. La coca es superior
al trigo, a la cebada, a la papa, a la
avena, a la uva, a la carne… Todas estas
cosas, desde que el mundo existe, viven
engañando el hambre del hombre. ¿Qué
cosa es un pan, o un tasajo, o un bock de
cerveza, o una copa de vino ante un
hombre triste, ante una boca hambrienta?
La bebida engendra tristezas pensativas
de elefante o alegrías ruidosas de mono.
Y el pan no es más que el símbolo de la
esclavitud. Un puñado de coca es más
que todo eso. Es la simplicidad del goce
al alcance de la mano; una simplicidad
sin manipulación, ni adulteraciones, ni
fraudes. En la ciudad el vino deja de ser
vino y el pan deja de ser pan. Y para que
el pobre consiga comer realmente pan y
beber realmente vino, es necesario que
primero sacrifique en la capilla siniestra
de la fábrica un poco de alegría, de
inteligencia, de sudor, de músculo, de
salud… La coca no exige estos
sacrificios. La coca da y no quita. ¿Te
ríes? Ya sé por qué. Porque has oído
decir a nuestros sabios de biblioteca que
la coca es el peor enemigo de la célula
cerebral, del fluido nervioso. ¿La han
probado ellos como la has probado tú?
… Te pones serio. ¿Crees tú que la coca
usada hasta el vicio sea un problema
digno de nuestros pedagogos? Tal vez
así lo piensen los fisiólogos. Tal vez así
lo crean los médicos. Pero tú bien
puedes reírte de los médicos, de los
químicos y de los fisiólogos…
»Y es que la coca no es vicio sino
virtud. La coca es la hostia del campo.
No hay día en que el indio no comulgue
con ella. ¡Y con qué religiosidad abre su
huallqui, y con qué unción va sacando la
coca a puñaditos, escogiéndola
lentamente, prolijamente, para en
seguida hacer con ella su santa
comunión! Y para augurar también. La
coca habla por medio del sabor. Cuando
dulce, buen éxito, triunfo, felicidad,
alegría… Cuando amarga, peligros,
desdichas, calamidades, pérdidas,
muerte… No sonrías. Es que tú nunca
has querido consultarla. Te has burlado
de su poder evocador. Te has limitado a
mascarla por diletantismo. No bebes, no
fumas, no te eteromanizas, ni te quedas
estático, como cerdo ahíto, bajo las
sugestiones diabólicas del opio. Tenías
hasta hace poco el orgullo de tu
temperancia; de que tu inspiración fuese
obra de tu carne, de tu espíritu, de ti
mismo. Pero aquello no era propio de un
artista. El arte y el vicio son hermanos.
Hermandad eterna, satánica. Lazo de
dolor… Nudo de pecado. Los imbéciles
no tienen vicios; tienen apetitos, manías,
costumbres. ¿Una herejía? ¡Una verdad!
… El vicio es para el cuerpo lo que el
estiércol para las plantas. Tenías por
esto que tener un vicio: tu vicio. Como
todos. Poe lo tuvo, Baudelaire lo tuvo…
Y Cervantes también: tuvo el vicio de
las armas, el más tonto de los vicios.
»¡Bah!, debes estar contento de tener
tú también tu vicio. Ahora, si dudas de
la virtud pronosticadora de la coca,
nada más fácil: vuélvete a tu casa y
consúltala. Pruébala aunque sea una vez,
una sola vez. Una vez es ninguna, como
dice el adagio. Mira, llegas a tu casa,
entras al despacho, te encierras con
cualquier pretexto, para no alarmar a tu
mujer, finges que trabajas y luego del
cajón que ya tú sabes, levemente,
furtivamente, como quien condesciende
con la debilidad de un camarada viejo y
simpático, sacas un aptay[*], no un
purash[*] como el indio glotón, nada
más que un aptay de eso; y en seguida te
repantigas, y, después de prometerte que
será la última vez que vas a hacerlo, la
última —hasta podrías jurarlo para
dejar a salvo tu conciencia de hombre
fuerte— comienzas a mascar unas
cuantas hojitas. No por vicio, por
supuesto. Puedes prescindir del vicio en
esta vez. Lo harás por observación. Tú
eres el observador y hay que observar in
corpore sano los efectos de la hoja
alcalina. Y, sobre todo, consultarla, es
decir, hacer una catipa. ¿Qué perderías
con ello?… Si te irá bien en el viaje
que piensas hacer a la montaña… Si tu
próximo vástago será varón o
hembra… Si estás en la judicatura
firme, tan firme que un empujón
político no te podrá tumbar. (Porque en
este país, como tú sabes, ni los jueces
están libres de las zancadillas políticas).
O si estás en peligro de que los señores
de la Corte te cojan cualquier día de
las orejas y te apliquen una azotaína
disciplinaria. Y al hacer tu catipa debes
hacerla con fe, con toda la fe india de
que tu alma mestiza es capaz. Te ruego
que no sonrías. Tú crees que la palabra
es solamente un don del bípedo humano,
o que sólo con sonidos articulados se
habla. También hablan las cosas. Las
piedras hablan. Las montañas hablan.
Las plantas hablan. Y los vientos, y los
ríos y las nubes… ¿Por qué la coca --
esa hada bendita— no ha de hablar
también?
»¿No has visto al indio bajo las
chozas, tras de las tapias, en los
caminos, junto a los templos, dentro de
las cárceles, sentado impasiblemente,
con el huallqui sobre las piernas, en
quietud de fakir, masticando y
masticando horas enteras, mientras la
vida gira y zumba en torno suyo, cual
siniestro enjambre? ¿Qué crees tú que
está haciendo entonces? Está orando,
está haciendo su derroche de fe en el
altar de su alma. Está haciendo de
sacerdote y de creyente a la vez. Está
confortando su cuerpo y elevando su
alma bajo el imperio invencible del
hábito. La coca viene a ser entonces
como el rito de una religión, como la
plegaria de un alma sencilla, que busca
en la simplicidad de las cosas la
necesidad de una satisfacción espiritual.
Y así como un hombre civilizado tiende
a la complicación, al refinamiento por
medio de la ciencia, el indio tiende a la
simplicidad, a la sencillez, por medio de
la chaccha. El hombre civilizado tiene
la superstición complicada de los
oráculos, de los esoterismos orientales;
el indio, la superstición del cocaísmo, a
la que somete todo y todo lo pospone.
»Una chaccha es un goce; una
catipa, una oración. En una chaccha el
indio es una bestia que rumia; en la
catipa, un alma que cree. Prescinde tú
de la chaccha, si quieres, pero catipa
de cuando en cuando, y así serás hombre
de fe. La fe es la sal de la vida. Por eso
el indio cree y espera. Por eso el indio
soporta todas las rudezas y amarguras de
la labor montañesa, todos los rigores de
las marchas accidentadas y
zigzagueantes, bajo el peso del fardo
abrumador, todas las exacciones que
inventa contra él la rapacidad del blanco
y del mestizo. Posiblemente la coca es
la que hace que el indio se parezca al
asno; pero es la que hace también que
este asno humano labore en silencio
nuestras minas; cultive resignado
nuestras montañas antropófagas;
transporte la carga por allí por donde la
máquina y las bestias no han podido
pasar todavía; que sea el más noble y
durable motor del progreso andino. Un
asno así es merecedor de pasar a la
categoría de hombre y de participar de
todas las ventajas de la ciudadanía. Y
todo, por obra de la coca. Sí, a pesar de
tu incrédula sonrisa. ¿Qué te crees tú? Si
hubiera un gobierno que prescribiera el
uso de la coca en las oficinas públicas,
no habría allí despotismos de lacayo, ni
tratamientos de sabandija. Porque la
coca —ya te lo he dicho— comienza
primero por crear sensaciones y
después, por matarlas. Y donde no hay
sensaciones los nervios están demás. Y
tú sabes también que los nervios son el
mayor enemigo del hombre. ¡Cuántos
cambios ha sufrido la historia por culpa
de los nervios! Las batallas se pierden
generalmente por falta de freno en los
nervios. La fatiga, el hambre, el horror,
el dolor, el miedo, la nostalgia, son los
heraldos de la derrota. Y la derrota es
un producto de la sensibilidad. ¡Ah!, si
se le pudiera castrar al hombre la
sensibilidad —la sensibilidad moral
siquiera— la fórmula de la vida sería
una simple fórmula algebraica. Y quién
sabe si con el álgebra el hombre viviría
mejor que con la ética.
»¿Has meditado alguna vez sobre la
quietud bracmánica? Ser o no ser en un
momento dado es su ideal: ser por la
forma, no ser por la sensibilidad. Lo
que, según la vieja sabiduría
indostánica, es la perfección, el
desprendimiento del karma, la
liberación del ego. ¡La liberación! ¿Has
oído? Y la coca es un inapreciable
medio de abstracción, de liberación. Es
lo que hace el indio: nirvanizarse cuatro
o seis veces al día. Verdad es que en
estas nirvanizaciones no entra para nada
el propósito moral, ningún deseo de
perfeccionamiento. Él sabe, por propia
experiencia, que la vida es dolor,
angustia, necesidad, esfuerzo, desgaste,
y también deseos y apetitos; y como la
satisfacción o neutralización de todo
esto exige una serie de actos volitivos,
más o menos penosos, una contribución
intelectual, más o menos enérgica, un
ensayo continuo de experiencias y
rectificaciones, el indio, que ama el
yugo de la rutina, que odia la esclavitud
de la comodidad, prefiere, a todos los
goces del mundo, esquivos, fugaces y
traidores, la realidad de una chaccha
humilde, pero al alcance de su mano.
»El indio, sin saberlo, es
schopenhauerista. Schopenhauer y el
indio tienen un punto de contacto: el
pesimismo, con esta diferencia: que el
pesimismo del filósofo es teoría y
vanidad, y el pesimismo del indio,
experiencia y desdén. Si para el uno la
vida es un mal, para el otro no es mal ni
bien, es una triste realidad, y tiene la
profunda sabiduría de tomarla como es.
¿De dónde ha sacado esta filosofía el
indio? ¿No lo sabes tú, doctor de la ley?
¿No lo sabes tú, repartidor de justicia
por libras, buceador de conciencias
pecadoras, psicólogo del crimen,
químico jubilado del amor, héroe
anónimo de las batallas nauseabundas
del papel sellado? ¡Parece mentira!
¿Pues de dónde había de sacarla sino
del huallqui…? Del huallqui, arca
sagrada de su felicidad. ¿Y hay nada
más cómodo, más perfecto, que sentarse
en cualquier parte, sacar a puñados la
filosofía y luego, con simples
movimientos de mandíbula, extraer de
ella un poco de ataraxia, de suprema
quietud? ¡Ah!, si Schopenhauer hubiera
conocido la coca habría dicho cosas
más ciertas sobre la voluntad del mundo.
Y si Hindenburg hubiera catipado
después del triunfo de los Lagos
Manzurianos, la coca le habría dicho
que detrás de las estepas de la Rusia
estaba la inexpugnable Verdún y la
insalvable barrera del Marne.
»Sí, mi querido repartidor de
justicia por libras; la coca habla. La
coca revela verdades insospechadas,
venidas de mundos desconocidos. Es la
Casandra de una raza vencida y doliente;
es una Biblia verde de millares de
hojas, en cada una de las cuales duerme
un salmo de paz. La coca, vuelvo a
repetirlo, es virtud, no es vicio, como no
es vicio la copa de vino que diariamente
consume el sacerdote en la misa. Y
catipar es celebrar, es ponerse el
hombre en comunión con el misterio de
la vida. La coca es la ofrenda más
preciada del jirca, ese dios fatídico y
caprichoso, que en las noches sale a
platicar en las cumbres andinas y a
distribuir el bien y el mal entre los
hombres. La coca es para el indio el
sello de todos sus pactos, el auto
sacramental de todas sus fiestas, el
manjar de todas sus bodas, el consuelo
de todos sus duelos y tristezas, la salve
de todas sus alegrías, el incienso de
todas sus supersticiones, el tributo de
todos sus fetichismos, el remedio de
todas sus enfermedades, la hostia de
todos sus cultos…
»Después de haberme oído todo
esto, ¿no querrías hacer una catipa?
¿Estás seguro de tu porvenir? ¿No
querrías saber algo de tu porvenir? ¿Te
molesta mi invitación? ¡Ingrato!… Ya
estás cerca de tu casa. Apura un poco
más el paso. Así… así. Has subido a
trancos las escaleras. Buena señal. Ya
estás en el despacho. Siéntate. ¿Para qué
te descubres? La catipa puede hacerse
encasquetado. Es un rito absolutamente
plebeyo. El respeto es
convencionalismo. ¿Qué cosa ha
crujido? ¡Ah!, es el cajón que ya tú
sabes. ¡Y cómo cruje también lo que hay
adentro! Parece que se rebela contra los
codiciosos garfios de tu diestra. La coca
es así; cuando se entrega parece que
huye. Como la mujer… como la
sombra… como la dicha… Pero no
importa que cruja. Ya la has cogido.
¿Quisieras ahora catipar? ¿Sí? ¡Muy
bien! Pero pon fe, mucha fe. Escoge
aquella de pintas blancas; es la más
alcalina y la que mejor dice la verdad
del misterio. ¿La sientes dulce? No. No
te sabe a nada todavía. Sólo vas
sintiendo un poco de torpor en la lengua;
es la anestesia, hada de la quietud y del
silencio, que comienza a inyectar en tu
carne la insensibilidad. ¡Cuidado con
que llegues a sentirla amarga! ¡Cuidado!
¿Qué? ¿Te has estremecido? ¿Sientes en
la punta de la lengua una sensación? ¿Te
está pareciendo amarga? ¿No te
equivocas? Es que le has preguntado
algo. ¿Qué le has preguntado?… Callas,
la escupes. ¿Te ha dado asco? No. Es
que la has sentido amarga, muy amarga.
¡Perdóname! Yo habría querido que la
sintieras dulce, pero muy dulce.
Cuarentiocho horas después, a la
caída de una tarde, llena de electricidad
y melancolía, vi un rostro, bastante
conocido, aparecer entre la penumbra de
mi despacho. ¿Un telegrama? Me asaltó
un presentimiento. No sé por qué los
telegramas me azoran, me disgustan, me
irritan. Ni cuando los espero, los recibo
bien. No son como las cartas, que
sugieren tantas cosas, aun cuando nada
digan. Las cartas son amigos cariñosos,
expansivos, discretos. Los telegramas
me parecen gendarmes que vinieran por
mí.
Abrí el que me traía en ese instante
el mozo y casi de un golpe leí esta
lacónica y ruda noticia: «Suprema
suspendido usted ayer por tres meses
motivo sentencia juicio Roca-Pérez.
Pida reposición».
¡Un hachazo brutal, el más brutal de
los que había recibido en mi vida!
ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR
(Chiclayo, 1872 - Lima, 1966).
Narrador, poeta, periodista y magistrado
peruano, conocido como el iniciador de
la corriente indigenista del siglo XX.
Retomando la temática de Narciso
Aréstegui y de Clorinda Matto de
Turner, incorpora la indagación
psicológica y las técnicas del cuento
moderno para retratar el mundo andino.
Se le considera el primer escritor en
construir una imagen verosímil del indio
peruano, con sus creencias y formas de
violencia.
De su obra narrativa sobresalen Cuentos
andinos (1920), Matalaché (novela,
1928), Nuevos cuentos andinos (1937),
El hechizo de Tomayquichua (novela,
1943) y Las caridades de la señora
Tordoya (1955). Asimismo, su larga
experiencia como juez y vocal en
provincias le permitió escribir Los
caballeros del delito (1936), estudio de
sociología criminal peruana.
peor o al mejor de los vicios. Ni sé
tampoco si por atavismo o curiosidad, o
por esa condición fatal de nuestra
naturaleza de tener siempre algo de qué
dolerse o avergonzarse. Y, mirándolo
bien, un vicio, inútil para mí; vicio de
idiota, de rumiante, en que la boca del
chacchador acaba por semejarse a la
espumosa y buzónica del sapo, y en que
el hombre parece recobrar su ancestral
parentesco con la bestia.
Durante el día la labor del papel
sellado me absorbía por completo la
voluntad. Todo eran decretos, autos y
sentencias. Vivía sumergido en un mar
de considerandos legales; filtrando el
espíritu de la ley en la retorta del
pensamiento; dándole pellizcos, con
escrupulosidad de asceta, a los
resobados y elásticos artículos de los
códigos, para tapar con ellos el hueco
de una débil razón; acallando la voz de
los hondos y humanos sentimientos;
poniendo debajo de la letra inexorable
de la ley todo el humano espíritu de
justicia de que me sentía capaz, aunque
temeroso del dogal disciplinario, y
secando, por otra parte, la fuente de mis
inspiraciones con la esponja de la rutina
judicial.
Bajo el peso de este fardo de
responsabilidades, el vicio, como el
murciélago, sólo se desprendía de las
grietas de mi voluntad y echábase a
volar a la hora del crepúsculo. Era
entonces cuando a la esclavitud
razonable sucedía la esclavitud
envilecedora. Comenzaba por sentir sed
de algo, una sed ficticia, angustiosa.
Daba veinte vueltas por las
habitaciones, sin objeto, como las que
da el perro antes de acostarse. Tomaba
un periódico y lo dejaba
inmediatamente. Me levantaba y me
sentaba en seguida. Y el reloj, con su
palpitar isócrono, parecía decirme:
chac… chac… chac… chac… chac…
chac… Y la boca comenzaba a
hacérseme agua.
Un día intenté rebelarme. ¿Para qué
es uno hombre sino para rebelarse?
«Hoy no habrá coca —me dije—. Basta
ya de esta porquería que me corrompe el
aliento y deja en mi alma pasividades de
indio». Y poniéndome el sombrero salí y
me eché a andar por esas lóbregas calles
como un noctámbulo.
Pero el vicio, que en las cosas del
hombre sabe más que el hombre, al
verme salir, hipócrita, socarrón, sonrió
de esa fuga. ¿Y qué creen ustedes que
hizo? Pues no me cerró el paso; no
imploró el auxilio del deseo para que
viniese a ayudarle a convencerme de la
necesidad de no romper con la ley
respetable del hábito; no me despertó el
recuerdo de las sensaciones
experimentadas al lento chacchar de una
cosa fresca y jugosa; ni siquiera me
agitó el señuelo de una catipa
evocadora del porvenir, en las que
tantas veces había pensado. «Anda --
pareció decirme—, anda, que ya
volverás más sometido que nunca». Y
comencé a andar, desorientado,
rozándome indiferente con los hombres
y las cosas, devorando cuadras y
cuadras, saltando acequias, desafiando
el furioso tartamudeo de los perros,
lleno de rabia sorda contra mí mismo y
procurando edificar, sobre la base de
una rebeldía, el baluarte de una
resolución inquebrantable.
Y, cuando más libre parecía sentirme
de la horrible sugestión, una fuerza
venida de no sé dónde, imperiosa,
irresistible, me hizo volver sobre mis
pasos, al mismo tiempo que una voz
tenue, musitante, comenzó a vaciar,
sobre la fragua de mis protestas, un
chorro inagotable de razonamientos,
interrogándose y respondiéndoselo todo.
—¿Has caminado mucho? ¿Te
sientes fatigado? ¿Sí? No hay nada como
una chaccha para la fatiga; nada. La
coca hace recobrar las fuerzas
exhaustas, devuelve en un instante lo que
el trabajo se ha robado en un día. Di la
verdad, ¿no quieres hacer una
chacchita, una ligera chacchita?…
Parece que mi pregunta no te ha
disgustado. Pero para eso es
indispensable sentarse, y en la calle esto
no sería posible. El cargo y el traje te lo
impiden. Si estuvieras de poncho…
¿Qué? ¿No quieres volver a tu casa
todavía? ¡Una tontería! Porque para lo
que hay que ver a estas horas y en estas
calles… Y luego que lo que hay que ver
lo tienes ya visto, y lo que no has visto
es porque no lo debes ver. Vamos, cede
un poco. La intransigencia es una camisa
que debe mudarse lo menos dos veces
por semana, para evitar el riesgo de que
huela mal. No hay cosa que haga
fracasar más en la vida que la
intransigencia. Y si no, fíjate en todos
nuestros grandes políticos triunfadores.
Cuando han ido por el riel de la
intransigencia, descarrilamiento seguro.
Cuando han ido por la carretera de las
condescendencias y de las
claudicaciones, han llegado. Y en la
vida lo primero es llegar. No te
empecines, regrésate. A no ser que
prefieras una chaccha sobre andando.
Porque lo que es coca no te ha de faltar.
Busca, busca. ¿Estás buscando en el
bolsillo de la izquierda? En ése no; en el
de la derecha. ¿Ves? Son dos hojitas que
escaparon de la chaccha devoradora de
anoche. Dos, nada más que dos. ¿Cómo?
… ¿Vas a botarlas? ¡Qué crimen! Un
rasgo de soberbia, de cobardía, que no
sienta bien en un hombre tan fuerte como
tú. ¿Tanto le temes a ese par de hojitas
que tienes en la mano? ¡Ni que fueras
fumador de opio!
»Mira, el opio es fiebre, delirio,
ictericia, envilecimiento. El opio tiene
la voracidad del vampiro y la
malignidad de la tarántula. Carne que
cae entre sus garras la aprieta, la tortura,
la succiona, la estruja, la exprime, la
diseca, la aniquila… Es un alquimista
falaz, que, envuelto en la púrpura de su
prestigio oriental, va por el mundo
escanciando en la imaginación de los
tristes, de los adoloridos, de los
derrotados, de los descontentos, de los
insaciables, de los neuróticos, un poco
de felicidad por gotas. Pero felicidad de
ilusión, de ensueño, de nube, que pasa
dejando sobre la placa sensible del goce
fugaz el negativo del dolor.
»La coca no es así. Tú lo sabes. La
coca no es opio, no es tabaco, no es
café, no es éter, no es morfina, no es
hachisch, no es vino, no es licor… Y,
sin embargo, es todo esto junto.
Estimula, abstrae, alegra, entristece,
embriaga, ilusiona, alucina,
impasibiliza… Pero, sobre todos
aquellos cortesanos del vicio, tiene la
sinceridad de no disfrazarse, tiene la
virtud de su fortaleza y la gloria de no
ser vicio. ¿Que sí lo es? Bueno, quiero
que lo sea. Pero será, en todo caso, un
vicio nacional, un vicio del que deberías
enorgullecerte. ¿No eres peruano? Hay
que ser patriota hasta en el vicio. No
sólo las virtudes salvan a los pueblos
sino también los vicios. Por eso todos
los grandes pueblos tienen sus vicios.
Los ingleses tienen el suyo: el whisky.
Una estupidez destilada de un tubérculo.
¿Y los franceses? También tienen su
vicio: el ajenjo. Fíjate: el ajenjo, que en
la paz le ha hecho a Francia más
estragos que Napoleón en la guerra. ¿Y
los rusos? Tienen el vodka; y los
japoneses tienen el sake; y los
mejicanos, el pulque. Y los yanquis,
ginjoísmo[*], que también es un vicio.
Hasta los alemanes no escapan a esta ley
universal. Son tan viciosos como los
ingleses y los franceses juntos. ¿Qué
sería de Alemania sin la cerveza?
Pregúntale a la cebada y al lúpulo y
ellos te contarán la historia de
Alemania. La cerveza es la madre de sus
teorías enrevesadas y acres, como
arenque ahumado, y de su militarismo
férreo, militarismo frío, rudo,
mastodónico, geófago, que ve la gloria a
través de las usinas y de los cascos
guerreros. Sí. Según lo que se come y lo
que se bebe es lo que se hace y lo que se
piensa. El pensamiento es hijo del
estómago. Por eso nuestro indio es lento,
impasible, impenetrable, triste, huraño,
fatalista, desconfiado, sórdido,
implacable, vengativo y cruel. ¿Cruel he
dicho? Sí; cruel sobre todo. Y la
crueldad es una fruición, una sed de
goce, una reminiscencia trágica de la
selva. Y muchas de esas cualidades se
las debe a la coca. La coca es superior
al trigo, a la cebada, a la papa, a la
avena, a la uva, a la carne… Todas estas
cosas, desde que el mundo existe, viven
engañando el hambre del hombre. ¿Qué
cosa es un pan, o un tasajo, o un bock de
cerveza, o una copa de vino ante un
hombre triste, ante una boca hambrienta?
La bebida engendra tristezas pensativas
de elefante o alegrías ruidosas de mono.
Y el pan no es más que el símbolo de la
esclavitud. Un puñado de coca es más
que todo eso. Es la simplicidad del goce
al alcance de la mano; una simplicidad
sin manipulación, ni adulteraciones, ni
fraudes. En la ciudad el vino deja de ser
vino y el pan deja de ser pan. Y para que
el pobre consiga comer realmente pan y
beber realmente vino, es necesario que
primero sacrifique en la capilla siniestra
de la fábrica un poco de alegría, de
inteligencia, de sudor, de músculo, de
salud… La coca no exige estos
sacrificios. La coca da y no quita. ¿Te
ríes? Ya sé por qué. Porque has oído
decir a nuestros sabios de biblioteca que
la coca es el peor enemigo de la célula
cerebral, del fluido nervioso. ¿La han
probado ellos como la has probado tú?
… Te pones serio. ¿Crees tú que la coca
usada hasta el vicio sea un problema
digno de nuestros pedagogos? Tal vez
así lo piensen los fisiólogos. Tal vez así
lo crean los médicos. Pero tú bien
puedes reírte de los médicos, de los
químicos y de los fisiólogos…
»Y es que la coca no es vicio sino
virtud. La coca es la hostia del campo.
No hay día en que el indio no comulgue
con ella. ¡Y con qué religiosidad abre su
huallqui, y con qué unción va sacando la
coca a puñaditos, escogiéndola
lentamente, prolijamente, para en
seguida hacer con ella su santa
comunión! Y para augurar también. La
coca habla por medio del sabor. Cuando
dulce, buen éxito, triunfo, felicidad,
alegría… Cuando amarga, peligros,
desdichas, calamidades, pérdidas,
muerte… No sonrías. Es que tú nunca
has querido consultarla. Te has burlado
de su poder evocador. Te has limitado a
mascarla por diletantismo. No bebes, no
fumas, no te eteromanizas, ni te quedas
estático, como cerdo ahíto, bajo las
sugestiones diabólicas del opio. Tenías
hasta hace poco el orgullo de tu
temperancia; de que tu inspiración fuese
obra de tu carne, de tu espíritu, de ti
mismo. Pero aquello no era propio de un
artista. El arte y el vicio son hermanos.
Hermandad eterna, satánica. Lazo de
dolor… Nudo de pecado. Los imbéciles
no tienen vicios; tienen apetitos, manías,
costumbres. ¿Una herejía? ¡Una verdad!
… El vicio es para el cuerpo lo que el
estiércol para las plantas. Tenías por
esto que tener un vicio: tu vicio. Como
todos. Poe lo tuvo, Baudelaire lo tuvo…
Y Cervantes también: tuvo el vicio de
las armas, el más tonto de los vicios.
»¡Bah!, debes estar contento de tener
tú también tu vicio. Ahora, si dudas de
la virtud pronosticadora de la coca,
nada más fácil: vuélvete a tu casa y
consúltala. Pruébala aunque sea una vez,
una sola vez. Una vez es ninguna, como
dice el adagio. Mira, llegas a tu casa,
entras al despacho, te encierras con
cualquier pretexto, para no alarmar a tu
mujer, finges que trabajas y luego del
cajón que ya tú sabes, levemente,
furtivamente, como quien condesciende
con la debilidad de un camarada viejo y
simpático, sacas un aptay[*], no un
purash[*] como el indio glotón, nada
más que un aptay de eso; y en seguida te
repantigas, y, después de prometerte que
será la última vez que vas a hacerlo, la
última —hasta podrías jurarlo para
dejar a salvo tu conciencia de hombre
fuerte— comienzas a mascar unas
cuantas hojitas. No por vicio, por
supuesto. Puedes prescindir del vicio en
esta vez. Lo harás por observación. Tú
eres el observador y hay que observar in
corpore sano los efectos de la hoja
alcalina. Y, sobre todo, consultarla, es
decir, hacer una catipa. ¿Qué perderías
con ello?… Si te irá bien en el viaje
que piensas hacer a la montaña… Si tu
próximo vástago será varón o
hembra… Si estás en la judicatura
firme, tan firme que un empujón
político no te podrá tumbar. (Porque en
este país, como tú sabes, ni los jueces
están libres de las zancadillas políticas).
O si estás en peligro de que los señores
de la Corte te cojan cualquier día de
las orejas y te apliquen una azotaína
disciplinaria. Y al hacer tu catipa debes
hacerla con fe, con toda la fe india de
que tu alma mestiza es capaz. Te ruego
que no sonrías. Tú crees que la palabra
es solamente un don del bípedo humano,
o que sólo con sonidos articulados se
habla. También hablan las cosas. Las
piedras hablan. Las montañas hablan.
Las plantas hablan. Y los vientos, y los
ríos y las nubes… ¿Por qué la coca --
esa hada bendita— no ha de hablar
también?
»¿No has visto al indio bajo las
chozas, tras de las tapias, en los
caminos, junto a los templos, dentro de
las cárceles, sentado impasiblemente,
con el huallqui sobre las piernas, en
quietud de fakir, masticando y
masticando horas enteras, mientras la
vida gira y zumba en torno suyo, cual
siniestro enjambre? ¿Qué crees tú que
está haciendo entonces? Está orando,
está haciendo su derroche de fe en el
altar de su alma. Está haciendo de
sacerdote y de creyente a la vez. Está
confortando su cuerpo y elevando su
alma bajo el imperio invencible del
hábito. La coca viene a ser entonces
como el rito de una religión, como la
plegaria de un alma sencilla, que busca
en la simplicidad de las cosas la
necesidad de una satisfacción espiritual.
Y así como un hombre civilizado tiende
a la complicación, al refinamiento por
medio de la ciencia, el indio tiende a la
simplicidad, a la sencillez, por medio de
la chaccha. El hombre civilizado tiene
la superstición complicada de los
oráculos, de los esoterismos orientales;
el indio, la superstición del cocaísmo, a
la que somete todo y todo lo pospone.
»Una chaccha es un goce; una
catipa, una oración. En una chaccha el
indio es una bestia que rumia; en la
catipa, un alma que cree. Prescinde tú
de la chaccha, si quieres, pero catipa
de cuando en cuando, y así serás hombre
de fe. La fe es la sal de la vida. Por eso
el indio cree y espera. Por eso el indio
soporta todas las rudezas y amarguras de
la labor montañesa, todos los rigores de
las marchas accidentadas y
zigzagueantes, bajo el peso del fardo
abrumador, todas las exacciones que
inventa contra él la rapacidad del blanco
y del mestizo. Posiblemente la coca es
la que hace que el indio se parezca al
asno; pero es la que hace también que
este asno humano labore en silencio
nuestras minas; cultive resignado
nuestras montañas antropófagas;
transporte la carga por allí por donde la
máquina y las bestias no han podido
pasar todavía; que sea el más noble y
durable motor del progreso andino. Un
asno así es merecedor de pasar a la
categoría de hombre y de participar de
todas las ventajas de la ciudadanía. Y
todo, por obra de la coca. Sí, a pesar de
tu incrédula sonrisa. ¿Qué te crees tú? Si
hubiera un gobierno que prescribiera el
uso de la coca en las oficinas públicas,
no habría allí despotismos de lacayo, ni
tratamientos de sabandija. Porque la
coca —ya te lo he dicho— comienza
primero por crear sensaciones y
después, por matarlas. Y donde no hay
sensaciones los nervios están demás. Y
tú sabes también que los nervios son el
mayor enemigo del hombre. ¡Cuántos
cambios ha sufrido la historia por culpa
de los nervios! Las batallas se pierden
generalmente por falta de freno en los
nervios. La fatiga, el hambre, el horror,
el dolor, el miedo, la nostalgia, son los
heraldos de la derrota. Y la derrota es
un producto de la sensibilidad. ¡Ah!, si
se le pudiera castrar al hombre la
sensibilidad —la sensibilidad moral
siquiera— la fórmula de la vida sería
una simple fórmula algebraica. Y quién
sabe si con el álgebra el hombre viviría
mejor que con la ética.
»¿Has meditado alguna vez sobre la
quietud bracmánica? Ser o no ser en un
momento dado es su ideal: ser por la
forma, no ser por la sensibilidad. Lo
que, según la vieja sabiduría
indostánica, es la perfección, el
desprendimiento del karma, la
liberación del ego. ¡La liberación! ¿Has
oído? Y la coca es un inapreciable
medio de abstracción, de liberación. Es
lo que hace el indio: nirvanizarse cuatro
o seis veces al día. Verdad es que en
estas nirvanizaciones no entra para nada
el propósito moral, ningún deseo de
perfeccionamiento. Él sabe, por propia
experiencia, que la vida es dolor,
angustia, necesidad, esfuerzo, desgaste,
y también deseos y apetitos; y como la
satisfacción o neutralización de todo
esto exige una serie de actos volitivos,
más o menos penosos, una contribución
intelectual, más o menos enérgica, un
ensayo continuo de experiencias y
rectificaciones, el indio, que ama el
yugo de la rutina, que odia la esclavitud
de la comodidad, prefiere, a todos los
goces del mundo, esquivos, fugaces y
traidores, la realidad de una chaccha
humilde, pero al alcance de su mano.
»El indio, sin saberlo, es
schopenhauerista. Schopenhauer y el
indio tienen un punto de contacto: el
pesimismo, con esta diferencia: que el
pesimismo del filósofo es teoría y
vanidad, y el pesimismo del indio,
experiencia y desdén. Si para el uno la
vida es un mal, para el otro no es mal ni
bien, es una triste realidad, y tiene la
profunda sabiduría de tomarla como es.
¿De dónde ha sacado esta filosofía el
indio? ¿No lo sabes tú, doctor de la ley?
¿No lo sabes tú, repartidor de justicia
por libras, buceador de conciencias
pecadoras, psicólogo del crimen,
químico jubilado del amor, héroe
anónimo de las batallas nauseabundas
del papel sellado? ¡Parece mentira!
¿Pues de dónde había de sacarla sino
del huallqui…? Del huallqui, arca
sagrada de su felicidad. ¿Y hay nada
más cómodo, más perfecto, que sentarse
en cualquier parte, sacar a puñados la
filosofía y luego, con simples
movimientos de mandíbula, extraer de
ella un poco de ataraxia, de suprema
quietud? ¡Ah!, si Schopenhauer hubiera
conocido la coca habría dicho cosas
más ciertas sobre la voluntad del mundo.
Y si Hindenburg hubiera catipado
después del triunfo de los Lagos
Manzurianos, la coca le habría dicho
que detrás de las estepas de la Rusia
estaba la inexpugnable Verdún y la
insalvable barrera del Marne.
»Sí, mi querido repartidor de
justicia por libras; la coca habla. La
coca revela verdades insospechadas,
venidas de mundos desconocidos. Es la
Casandra de una raza vencida y doliente;
es una Biblia verde de millares de
hojas, en cada una de las cuales duerme
un salmo de paz. La coca, vuelvo a
repetirlo, es virtud, no es vicio, como no
es vicio la copa de vino que diariamente
consume el sacerdote en la misa. Y
catipar es celebrar, es ponerse el
hombre en comunión con el misterio de
la vida. La coca es la ofrenda más
preciada del jirca, ese dios fatídico y
caprichoso, que en las noches sale a
platicar en las cumbres andinas y a
distribuir el bien y el mal entre los
hombres. La coca es para el indio el
sello de todos sus pactos, el auto
sacramental de todas sus fiestas, el
manjar de todas sus bodas, el consuelo
de todos sus duelos y tristezas, la salve
de todas sus alegrías, el incienso de
todas sus supersticiones, el tributo de
todos sus fetichismos, el remedio de
todas sus enfermedades, la hostia de
todos sus cultos…
»Después de haberme oído todo
esto, ¿no querrías hacer una catipa?
¿Estás seguro de tu porvenir? ¿No
querrías saber algo de tu porvenir? ¿Te
molesta mi invitación? ¡Ingrato!… Ya
estás cerca de tu casa. Apura un poco
más el paso. Así… así. Has subido a
trancos las escaleras. Buena señal. Ya
estás en el despacho. Siéntate. ¿Para qué
te descubres? La catipa puede hacerse
encasquetado. Es un rito absolutamente
plebeyo. El respeto es
convencionalismo. ¿Qué cosa ha
crujido? ¡Ah!, es el cajón que ya tú
sabes. ¡Y cómo cruje también lo que hay
adentro! Parece que se rebela contra los
codiciosos garfios de tu diestra. La coca
es así; cuando se entrega parece que
huye. Como la mujer… como la
sombra… como la dicha… Pero no
importa que cruja. Ya la has cogido.
¿Quisieras ahora catipar? ¿Sí? ¡Muy
bien! Pero pon fe, mucha fe. Escoge
aquella de pintas blancas; es la más
alcalina y la que mejor dice la verdad
del misterio. ¿La sientes dulce? No. No
te sabe a nada todavía. Sólo vas
sintiendo un poco de torpor en la lengua;
es la anestesia, hada de la quietud y del
silencio, que comienza a inyectar en tu
carne la insensibilidad. ¡Cuidado con
que llegues a sentirla amarga! ¡Cuidado!
¿Qué? ¿Te has estremecido? ¿Sientes en
la punta de la lengua una sensación? ¿Te
está pareciendo amarga? ¿No te
equivocas? Es que le has preguntado
algo. ¿Qué le has preguntado?… Callas,
la escupes. ¿Te ha dado asco? No. Es
que la has sentido amarga, muy amarga.
¡Perdóname! Yo habría querido que la
sintieras dulce, pero muy dulce.
Cuarentiocho horas después, a la
caída de una tarde, llena de electricidad
y melancolía, vi un rostro, bastante
conocido, aparecer entre la penumbra de
mi despacho. ¿Un telegrama? Me asaltó
un presentimiento. No sé por qué los
telegramas me azoran, me disgustan, me
irritan. Ni cuando los espero, los recibo
bien. No son como las cartas, que
sugieren tantas cosas, aun cuando nada
digan. Las cartas son amigos cariñosos,
expansivos, discretos. Los telegramas
me parecen gendarmes que vinieran por
mí.
Abrí el que me traía en ese instante
el mozo y casi de un golpe leí esta
lacónica y ruda noticia: «Suprema
suspendido usted ayer por tres meses
motivo sentencia juicio Roca-Pérez.
Pida reposición».
¡Un hachazo brutal, el más brutal de
los que había recibido en mi vida!
ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR
(Chiclayo, 1872 - Lima, 1966).
Narrador, poeta, periodista y magistrado
peruano, conocido como el iniciador de
la corriente indigenista del siglo XX.
Retomando la temática de Narciso
Aréstegui y de Clorinda Matto de
Turner, incorpora la indagación
psicológica y las técnicas del cuento
moderno para retratar el mundo andino.
Se le considera el primer escritor en
construir una imagen verosímil del indio
peruano, con sus creencias y formas de
violencia.
De su obra narrativa sobresalen Cuentos
andinos (1920), Matalaché (novela,
1928), Nuevos cuentos andinos (1937),
El hechizo de Tomayquichua (novela,
1943) y Las caridades de la señora
Tordoya (1955). Asimismo, su larga
experiencia como juez y vocal en
provincias le permitió escribir Los
caballeros del delito (1936), estudio de
sociología criminal peruana.