Cómo se hizo pishtaco[*] Calixto
Cómo se hizo pishtaco[*] Calixto
I
El pueblo de Chupán estaba
profundamente alarmado por la merma
sensible de sus habitantes. Dos pestes
habían pasado por él durante el año que
acababa de expirar, asolándole y
sumiéndole en una especie de temor
supersticioso.
Por eso en la mañana de aquel 2 de
enero, el cabildo se estremecía repleto
de gente, reunida ahí no sólo por tratarse
de un día de gran solemnidad cívica y
religiosa, sino por lo que iba a saber
todo el pueblo: el estado de su
maranshay[*], esa especie de cuenta
corriente del capital humano de la
comunidad, cuya liquidación debía
hacerse anualmente en forma pública.
—Comienza, pues, a entregarme tu
ganado[*] —exclamó el nuevo alcalde
pedáneo, dirigiéndose al cesante, el
cual, rodeado de los rucus[*] que le
habían ayudado a administrar justicia a
la comunidad y a velar por sus intereses
paternalmente, parecía abrumado por un
pesar inmenso.
—Que hable Remigio, que es el que
lleva la cuenta.
El aludido, que era uno de los
regidores salientes, colocó sobre una
mesa la bolsa, formada por un pañuelo
payacate, y después de desanudarlo y
extender sus cuatro puntas, para que
todos pudieran enterarse de su
contenido, dijo:
—Esto es lo que me ha quedado
hasta ayer no más.
—Veremos cuántos son los muertos,
quiénes los que se han ido para siempre
y quiénes los que hemos botado --
añadió el nuevo alcalde—. Parece que
la peste ha podido más que tú, Nastasio.
¿Dónde han estado tus perros, pues?
¿Cómo te has descuidado con el zorro?
¿Para qué te han servido tus catipas, y
tus campos, y tus yerbas que trajiste de
allá dentro?
—No me he descuidado, Evaristo.
La peste ha sido fuerte. La trajo un
piquipillco y la regó por todas partes.
—¿Y dónde estaba don Leoncio?
¿De qué te sirvió don Leoncio? ¿Por qué
no te pusiste con él al habla? Misti
Leoncio es ya un yaya casi. Sabe lo que
es un mal de esos de allá abajo.
—Hablamos y, después de rascarse
su cabeza, se dijo: «Esto sólo se cura
con limpieza, Nastasio. Este mal que nos
ha caído es la pulicía del Taita Grande
que manda contra la gente sucia». Yo
entonces me puse a buscar la limpieza
por todo el pueblo, pero no la encontré.
Nadie pudo enseñármela. ¿Qué iba a
hacer pues, yaya Evaristo, sin
limpieza…?
—Está bien. Entonces pagarás junto
con tu alcalde.
—Lo que quieras, taita —gruñó el
regidor socarronamente, a la vez que el
alcalde cesante asentía con un
movimiento de cabeza un poco
enigmático y el público se desahogaba
en cuchicheos de aprobación.
Luego, dirigiéndose al escribano
cesante, continuó:
—Llama tú, Santiago, para que mi
alguacil vaya viendo si está conforme la
cuenta.
El escribano comenzó por donde
debía, esto es, por el primero de los
casados notables de la comunidad.
—Pedro Maille…
El alguacil del regidor separó un
grano de maíz amarillo.
Como el llamado no respondiera ni
podía responder, pues hacía dos meses
que la gripe lo matara, el nuevo alcalde,
aunque bien enterado de esta
desaparición, se vio obligado a hacer
las preguntas de ritual:
—¿Dónde está Pedro Maille? ¿Por
qué no responde Pedro Maille?
—Bajo tierra, taita, en donde no
puede oírte —contestó el alcalde
cesante.
—Entonces paga tú.
—Te pagaré, taita.
—Que el nuevo escribano anote.
Y las llamadas fueron repitiéndose
hasta por veinte veces, interrumpidas
sólo por el silencio definitivo de los que
no contestaban. De los veinte hombres
casados había que hacer el fúnebre
descuento de siete. Un saldo en contra
de la comunidad chupana, que no se
había visto en muchos años. De las
mujeres, un poco menos: sólo tres. Así
es que los granos de maíz morocho
partido habían quedado por encima de
los enteros.
Los colorados —chipitia brillante--
que representaban a los mozos solteros
formales, habían sufrido también una
baja terrible. Como treinta. El canchajora
o blanco, que simbolizaba a las
solteras mozas y honestas, iba por ahí
también. Y, cosa de asombrar y que
sumiera a muchos de los timoratos en un
temor supersticioso, el montón de los
chispeados o pintados —chuspi-jora--
que correspondía a los mozos tunantes,
medio mostrencos, entre los cuales
había algunos de los señalados ya por el
jitarishum y la lista de los pendencieros
y galleadores, como les llaman en el
pueblo, no habían tenido merma alguna.
Algo inaudito, diabólico, inexplicable a
la sabiduría de los yayas, quienes se
sentían desconcertados por esta
indiferencia del destino.
Y hasta los homicidas, fugitivos por
ahí, habían quedado también intangibles.
¿Por qué esta irritante excepción, por
qué? ¿Por qué en esos momentos, los
más oportunos, no se había acordado el
Gran Taita de estos malos hombres?
El escribano prosiguió:
—Teófilo Carqui…
—¡Presente!
—¿También éste entra en la
cuenta…? —preguntó el nuevo alcalde,
mirando de arriba abajo al que acababa
de comparecer—. Muy mamón está
todavía…
—Te parece, taita —contestó el
regidor del quípuc gramíneo[*]—. Ya
está oliéndole el trasero a las borregas.
Hay que apuntarlo, pues, con chipitia
brillante.
—Hilario Condeso…
—No está —se apresuró a decir el
regidor—. Se ha vuelto bandolero y
anda dándole tarascadas al ganado de
cuatro patas.
—¿Y por qué no lo han matado? --
preguntó gravemente el yaya Evaristo.
—Porque huele desde lejos el rastro
de los perseguidores y el gobernador es
el primero que le da el soplo.
—Pues ofrezcan unos dos toros por
su cabeza y denle otras dos al
gobernador para que se quede mudo.
—Lorenzo Juanico…
El regidor rompió el silencio con
esta explicación:
—También se ha metido a
bandolero. Ha comenzado a arrearse el
ganado de nuestra comunidad.
—Bueno. Téngalo presente para el
ushanan-jampi, cuando le cojan --
apuntó con ceño inexorable el nuevo
alcalde—. Aureliano Calixto…
—¡Presente!
—¡Ah, estabas aquí! No te ha tocado
la peste —murmuró el yaya Evaristo,
fijando una escrutadora mirada en un
mozo de unos 18 años, que había
respondido cuadrándose militarme.
—Aquí estoy, taita.
—¿Y tu hermana Maruja? ¿Por qué
no ha respondido a la llamada? ¿Se la ha
llevado algún zorro de dos pies acaso?
¿Está ya en prueba?
—Peor que el zorro, taita. Cargó con
ella el puma.
El viejo Evaristo hizo un
movimiento de sorpresa, que no pudo
contener.
—¿Puma de cuatro pies o de dos?
—De dos, taita. ¡Puma Jauni!
—¡Puma Jauni! ¡Puma Jauni!
¿Cuándo?
—Hace dos noches no más, taita.
Por eso ha faltado.
El alcalde se volvió amenazador a
uno de los campos salientes.
—¿Has oído, Marcos Arbiloa? La
Maruja se la ha llevado Puma Jauni.
¿Qué has hecho tú contra ese perro
obasino que se está llevando nuestras
mujeres?
—Con ésta ya van cinco en un año.
—¡Cinco! ¿Que no te da vergüenza,
Marcos? ¿Para qué te sirven entonces
tus piernas, y tus brazos, y tu rifle, y tu
puntería…? ¿Cómo has dejado llevarse
a la más tiernecita y brincadora de
nuestras ovejas? ¡Es una deshonra para
Chupán!
—Hace dos días no más que fue,
como dice su hermano, y yo no soy ya
campo desde ayer. Yo no ando, taita
Evaristo, pegado al trasero de las
ovejas, porque yo también tengo la mía
que cuidar. Si Puma Jauni abrió cuenta
con los Calixtos, que los Calixtos se la
cobren. Ésa es nuestra ley. ¿La has
olvidado, taita Evaristo?
—No; está bien escrita en mi
cabeza. Pero qué quieres que hagan los
Calixtos si no hay más Calixtos que este
mozo que está aquí delante, que parece
que se le ha metido un orongoy en la
barriga y lo está comiendo. El resto de
la familia son mujeres y esos dos viejos
que están arrinconados allí.
Todas las miradas del público se
volvieron a aquel par de viejos que, en
cuclillas y con una indiferencia de
sordomudos, se entretenían en chacchar
y que habían concurrido, más que por un
acto de propia voluntad, arrastrados por
el automatismo de una costumbre de más
de cincuenta años.
—Pues que sea él quien cobre lo que
le deben a su familia —concluyó con un
gesto un poco cínico el campo saliente.
—Dice bien el campo Arbiloa, taita
—pronunció resueltamente el joven—.
Es a mí a quien le toca cobrar esa
cuenta. Y juro, taita Evaristo, por la
sangre de mis antepasados y por todos
los jircas que rodean Chupán, que no
volveré a dormir en mi casa, ni a
calentarme en su fogón, ni a pedir mujer
para casarme, hasta que no le haya
cobrado la deuda a Puma Jauni.
—¡Que así sea! —respondió con voz
solemne el yaya Evaristo.
Y todos repitieron:
—¡Que así sea!
—¡Que así sea!
Terminado el acto de la entrega, y
recogido por el flamante regidor, en un
pañuelo nuevo, el maíz que representaba
el censo efectivo de la comunidad, el
nuevo alcalde exclamó por última vez:
—Vamos a ver si durante este año
aumenta el ganado que acabas de
entregarme.
II
—Pasa. Te estaba esperando.
El mozo del juramento en la mañana
del maranshay, después de una
respetuosa genuflexión, atravesó el
portalillo de la casa del yaya Evaristo,
el flamante alcalde pedáneo, y entró.
—Siéntate. Te he mandado llamar
para hacerte yo también una promesa y
darte un consejo, aunque para matar un
hombre, cuando el corazón falta, el
consejo sobra. Si estás resuelto,
cumplirás. Si tienes miedo, te quedarás
sin verle la cara a Puma Jauni y
esperando que cualquier día te coja, te
retacee y aviente delante de tu hermana,
en castigo de lo que le has prometido a
Chupán.
—Estoy resuelto, taita. Calixto tiene
palabra.
—Bueno. Veo que serás un pishtaco
de provecho, como tu padre. La primera
condición para ser pishtaco es cumplir
lo que se promete. La ligereza de la
boca se paga. Todo hay que medirlo
cuando se habla delante de las mujeres y
los niños. El otro día se te fue la lengua
en el cabildo, y a esta hora estará
sabiendo Puma Jauni lo que hablaste.
Puna Jauni tiene oídos en todas partes.
No has debido prometer tanto.
Seguramente te ha puesto ya paradas,
como el zorro cuando quiere entrar al
corral.
—Yo también se las he puesto, taita
Evaristo. Le tengo bien vigilado. No se
mueve sin que yo sepa dónde. Varios
muchachos me ayudan. Uno de ellos es
Nicéforo Cauni, que es mozo avisado y
le tiene ganas a ese mostrenco.
—Sí; ya sé que estás durmiendo con
un ojo y que nadie sabe dónde te
acuestas y dónde te levantas. Pero se va
pasando el tiempo y hasta hoy no vemos
nada. Hacen tres meses de tu promesa y
hasta hoy nadie te ha visto meterte en los
terrenos del puma a ventearlo.
—Yo venteo de lejos, taita, desde mi
escondrijo.
—¡Ah, no has perdido el tiempo!
Tengo gusto.
—Lo estoy aprovechando. He puesto
a Nicéforo sobre su rastro para que me
vaya diciendo dónde se mueve el indio,
dónde costumbra dormir y dónde ha
escondido a mi hermana. Y cualquier
diita de éstos, ¡pum!, se acabó Puma
Jauni. —¿Estás diciendo verdad,
muchacho? —interrogó el desconfiado y
marrullero yaya—. Si es como dices, la
comunidad te va quedar debiendo un
servicio muy grande. Puma Jauni, como
buen obasino, descarga siempre que
puede su odio contra todo lo que es
Chupán. No se contenta con asaltar
nuestras estancias y llevarse los ganados
y las cosechas. Quiere también nuestras
mujeres. Casadas y solteras para él da
lo mismo. ¿Dónde iremos a parar así,
Aureliano? Todos, los yayas
principalmente, estamos deshonrados
con sus rapacidades. Ya nadie quiere ir
a Pillco-Rondos de miedo a ser
desnudado y retaceado en el camino.
Las panochas se han quedado sin
desgranar porque no se pudo sacar el
maíz a venderlo afuera. La lana se ha
quedado. Los tinajones no caben ya de
trigo. Los quesos acabarán por ranciarse
todos. ¿Qué vamos a hacer, pues, con
todo esto que se está quedando? ¡Todo
por ese perro maldito!
—La comunidad tiene la culpa, taita.
¿Por qué no le ha puesto precio a su
cabeza? ¿Por qué no le han aplicado
ushanan-jampi?
—Ushanan-jampi no se aplica
desde el primer momento.
—Entonces jitarishum…
—Tampoco. Jitarishum es para los
que viven en nuestra comunidad y son de
la comunidad. ¿Qué le importa al que no
es que lo boten? El que no tiene casa
¿qué le importa la casa?
—Dices bien, taita. Entonces han
debido contratar un illapaco
pampamarquino, que ésos tiran bien.
—No han querido. Tiene miedo
meterse con Puma Jauni.
—Entonces, Casimiro Huayllas, que
es buen pishtaco. Está ya en el 29.
—Precisamente por eso no han
querido. Hay que tener mucha suerte
para pasar el 30. Pasar el 9 es
peligroso; tiene mala sombra. Y no te
vayas asustar, Aureliano, el 1 también…
Es decir, cuando se mata con la cólera
fría. Así dicen los pishtacos, que tiene
por qué saberlo. Por eso te he llamado
para aconsejarte.
—Tú dirás, taita.
—Me dirás primero cómo piensas
matar a Puma Jauni, ¿con cuchillo o con
rifle? —Con rifle, taita. Con el máuser que
me dejó mi padre Rufino. Un rifle
precioso, que «solito apunta», como
decía el viejo cuando lo preparaba para
salir a quitarle los piojos de encima a un
cholo.
—¡Con rifle! ¡Atatau![*] Creía que
era con cuchillo. El cuchillo es más
seguro. Verdad que para eso tendrías
que acercarte a Puma Jauni hasta
tocarlo, y eso es difícil. Su gente no te
dejaría y él es muy malicioso. Tienes
razón de ir a buscarlo con rifle. Ese
indio hay que matarlo de lejos.
—¡A bala! Lo tengo pensado muchos
días. —¿Y cómo andas de puntería?
—Igualito a mi padre.
—¡Achachau![*] Puedes matar
huampas al vuelo.
—Y picaflor también. ¡Qué te crees,
taita Evaristo! ¿No te han dicho que en
la noche de la última Navidad apagué a
tiros todas las linternas de la iglesia?
El alcalde bajó la cabeza y se puso a
rascársela, para ocultar así su asombro,
pues en su condición de yaya hubiera
sido indigno dejarlo traslucir, y
murmuró:
—Patrón Santiago quiere
protegernos. Ya decía yo que patrón
Santiago de Chupán puede más que
patrón San Pedro de Obras.
Y levantando la cabeza y sondeando
con la mirada al futuro pishtaco, añadió:
—Veo que ya estás preparado para
ser defensor de nuestro pueblo. Patrón
Santiago te ha elegido. No hay duda. La
muerte de tu padre nos tenía a todos
tristes. Yaya Rufino era nuestro
guardián… Mientras estuvo vivo nadie
se atrevió a meterse con la comunidad,
ni llevarse nuestras cosas. Los illapacos
de Pampamarca, Obas y de todo el
contorno le respetaban y temían.
Hombre que encañonaba con su rifle,
hombre muerto. ¡Así serás tú! Que el
Taita Grande te ayude y que patrón
Santiago te acompañe. Ahora sólo falta
darte el consejo. Óyelo bien: pon a velar
tu rifle la víspera de salir a cazar a
Puma Jauni. No te costará mucho. El
velorio trae suerte. Llévale en plata la
ofrenda al taita Nastasio.
—¡Lo haré!
—La promesa es ésta: si cumples tu
palabra te doy la mano de mi hija
Isabela, que creo que le has puesto ya la
puntería. Y como es solita y ya no da
cría mi mujer, cuando me muera yo te
llevará algún ganadito, y algunas
tierritas y buenas herramientas para
trabajar.
—No es necesario tanto, taita
Evaristo. Me bastaría con la Isabela.
—Nunca está demás la miel sobre la
rosca, muchacho. Ahora un traguito y
este puñadito de coca para que te diga lo
que le preguntes y no olvides el encargo
que voy a hacerte.
—Lo dirás, taita.
—Que me traigas la cabeza de Puma
Jauni para hacerla clavar en la plaza,
después de pasearla por el pueblo.
—Bueno, taita. Y el corazón
también, para que los perros tengan su
fiesta.
III
La promesa del alcalde había puesto
en suma tensión los nervios del
esmirriado mozo Calixto, más, mucho
más de lo que había pasado con los de
otro indio cualquiera. Y es que aquel
mozo no era indio puro ni por el color ni
por la sangre. Tenía un cuarto de misti,
que arrancaba de varias generaciones
atrás, de la línea paterna, en la cual
persistía un residuo que hacía estallar de
tarde en tarde el corazón en llamaradas
de altivez y protesta.
Tenía algo que le diferenciaba de los
otros indios de la comunidad y le daba
sobre ellos ascendiente. Y algo también
que le sumía en melancolías extrañas,
como si a través de ellas columbrase los
destellos de una luz perdida para
siempre. Apenas si en las tareas
campesinas y en los solemnes días de la
cosecha de San Juan se le veía alternar
con la mozada.
El jitanacuy le dejaba indiferente,
quién sabe si porque los resabios de su
sangre mestiza no le permitían apreciar
toda la prístina belleza de aquella fiesta
un poco salvaje, o porque el dinamismo
que exigía, tanto a los hombres como a
las mujeres, no estaba al alcance de sus
fuerzas. Él habría querido ser en esa
fiesta el primero, y al no poderlo
conseguir, prefería en esos antipáticos
días perderse por los campos, para
embeberse de cielo, de cumbres y
soledad.
Pero embeberse en forma activa,
buscando en ese aislamiento una fuerza,
un poder que le hiciera respetar y le
compensase lo que la naturaleza no
había querido darle. Y ese poder lo
había ido sacando poco a poco,
pacientemente, de su mirada zahorí y de
la boca del rifle de su padre.
Fue éste el primero en despertarle la
afición al tiro, en comprender lo que un
hombre vale y puede con un rifle en la
mano cuando el ojo sabe apuntar y el
corazón permanece inalterable.
Y como nadie mejor que él sabía
cuál era el punto débil de su hijo y la
necesidad de sustituírselo con algo que
le evitara vivir a merced de la fuerza, la
brutalidad y el abuso, tan propios de los
pueblos serranos, con acuciosidad un
poco siniestra, pero paternal, apenas
cumplidos los doce años, comenzó a
iniciarle en todos los secretos del tiro,
sacados de su propia experiencia.
«El ojo, la mira y el blanco deberán
formar una sola línea».
«Cuando un hombre te adelante y
veas que te apunta, cuenta hasta tres y
déjate caer con la velocidad del rayo.
Es casi seguro que no te tocará».
«Quien primero dispara, dispara dos
veces».
«Apunta siempre al medio de donde
quieres dar, para que cuando falles
toques siquiera en el bordecito».
«Cuida tu rifle más que a tu mujer y
no lo prestes nunca. Rifle prestado
aprende vicios».
«Cuando salgas a pishtaquear a un
hombre fíjate dónde pisas, escucha
todos los ruidos y descansa guardándote
del viento».
«Procura tener el sol de espaldas
cuando vayas a abalearte con alguno. Si
le ganas el sol puedes ganarle la
partida».
«No te fíes nunca del indio que se
cae cuando dispares; asegúralo con otro
tiro y si se queda quieto, acércate
cautelosamente y con el rifle siempre
listo».
«Un pishtaco no mata nunca a
traición: trae desgracia. Déjale eso a los
bandidos».
«Apunta siempre a la misma
distancia, hasta que se te quede en el ojo
y el rifle sepa dónde debe dar».
«Un pishtaco debe saber tirar de
todos modos, hasta panza arriba».
«No estarás listo para pishtaco hasta
que no mates huampas al vuelo y zorros
corriendo».
«Cuando una moza te esté quitando
el sueño, apaga delante de ella a tiros la
linterna de la iglesia para que sepa que
eres ya un hombre y puedas matar por
ella».
«Cuando entres en pelea y el rifle se
te atore, ríete y escapa corriendo como
el zorro, si puedes».
Y concluía diciendo:
—Éstos son los catorce artículos,
como diría taita Ramun, de todo buen
pishtaco, Aureliano. No lo olvides…
Y Aureliano los había tenido muy
presente desde entonces. Y por tenerlos,
al día siguiente de su entrevista con el
alcalde, después de revisar y limpiar
meticulosamente su máuser, con
habilidad de consumado mecánico, ya
bien entrada la noche, fue a llamar con
mucho misterio a la casa del yaya
Crisóstomo, el sacristán, y mostrándole
lo que llevaba debajo del poncho,
murmuró:
—Te traigo mi rifle, taita
Crisóstomo, para que me permitas
ponérselo un ratito a patrón San
Antonio.
—Entra.
—También te traigo esta botellita
para que bebamos, y este atadito de coca
para la catipa.
—¿Esto no más? ¿No has traído para
la cera de patrón Santiago y para los
rezos del taita cura? ¿Acaso te habrás
olvidado?
—Aquí está también. Revisa,
cuenta…
El sacristán, entusiasmado por la
respuesta, se apresuró a desatar el nudo
hecho en una de las puntas del pañuelo,
y vaciado el contenido, se puso a contar.
—¡Diez soles no más! Cinco para el
taita de arriba y cinco para el taita de
abajo. ¿Y para doña Santosa? ¿Qué le
diré a la mulita del taita cura cuando me
pregunte por lo de ella?
—Le dirás que lo de ella lo he
gastado en balas para metérselas en su
boca cuando me diga ¡guapi!
El sacristán esbozó una sonrisa
falsa, pero comprendiendo que el mozo
que tenía delante no era de los que se
dejan llevar por donde les tiran y que,
como hijo de yaya, tenía que estar al
corriente de las tretas de que éstos se
valían para explotar la credulidad de los
ingenuos, optó por guardar los diez
soles en el huallqui y prender los tres
vírgenes cirios que se erguían sobre un
rústico triángulo de madera, delante de
un San Antonio, medio embutido en una
especie de hornacina.
—¡Ya está! Ahora presta el rifle,
Aureliano, y dobla tus rodillas.
Calixto obedeció. No parecía el
mozo de minutos antes, ni menos aquel
que en el cabildo de Chupán, el 2 de
enero, hiciera en forma ostentosa lo que
en otro, que no hubiera sido él, se habría
tomado como jactancia, esto es, acabar
con el bandido más famoso de aquellas
tierras andinas. Un halo de infantilidad
le fluía del rostro. Con la cabeza gacha y
descubierta, el poncho plegado sobre la
espalda y las manos juntas y recostadas
en el pecho, semejaba un niño en su
primera comunión. Un niño bueno, un
niño que estuviera pidiéndole un juguete
al Señor en cambio de una oración, que
nada le costaba. O un ángel un poco
humanizado, de esos de aparición
histórica, en la que había sido preciso
hacerse visible para anunciar algo, y que
el sacristán, que estaba detrás, se
hubiera puesto en la misma actitud para
verle y oírle.
El cañón del rifle, cuya boca parecía
besar la peana del santo, brillaba
también, reflejando sobre su tersura el
flameo de los cirios.
El rezo duró una media hora larga;
un rezo que apenas podía adivinarse en
el tenue bisbiseo de los labios: el del
sacristán, intermitente, mecánico, frío,
formulista; el del futuro pishtaco,
continuo, fervoroso, concienzudo. La
boca del uno, ribeteada de un verde
repulsivo por el vicio de la coca,
parecía morder; la otra, fina y resecada
por la fiebre de un odio comprimido,
parecía quemar. Ambas se completaban,
como se completaban en ese cuadro de
siniestra oración el espíritu de una raza
eminentemente supersticiosa y
terriblemente sombría.
Agotada la plegaria, Calixto,
irguiendo el busto y levantando los
brazos, comenzó a decir en voz alta:
—Taita San Antonio, no voy a matar
con mi gusto. Puma Jauni es quien me ha
buscado pelea. Él fue quien se llevó mis
dos yuntas primero; él, quien limpió
después mis sementeras, cargando toda
mi cosecha y dejándome apenitas para
comer con mi familia. Hará un año que
arreó todas mis ovejas a su estancia,
matando a mis lapones; ahorita no más
se ha llevado a mi hermana Maruja, que
no podrá honrarla porque es cuchiguato.
¿Qué debo hacer, pues?
Y como nadie le respondiese y
menos el santo, a quien iba dirigida la
interrogación, se respondió a sí mismo:
—Matarlo, taita San Antonio. Baja
tu mirada y dime que sí.
Como el santo tampoco hiciera con
los ojos ningún movimiento, prosiguió:
—Bueno. Te quedas calladito, pero
me estarás oyendo. Lo que te pido es
que no me tiemble el corazón cuando me
tope con Puma Jauni. Harás que mi ojo
apunte bien y que mi rifle no se atore
cuando le esté cobrando la deudita.
El sacristán le interrumpió:
—Ofrécele también que si te ayuda
le traerás más velitas. Velitas le gustan
mucho a taita San Antonio. No olvides
tampoco a patrón Santiago, que te estará
oyendo, como que está aquí no más la
iglesia.
Calixto, dócil también a esta
advertencia que tomase como una parte
del ritual del acto que estaba
practicando, encarose nuevamente con el
santo y exclamó:
—Si me sacas bien, taita San
Antonio, venderé el más crecido de mis
novillos en Pillco-Rondos y te traeré la
platita en velas, en un milagrito de oro y
haré que taita Ramun te cante unas
misitas. ¡Te lo juro!
—¡Amén! —gangueó el sacristán
socarronamente, con el más puro acento
de sabor monacal, al mismo tiempo que
se dirigía a tomar la botella de chacta
traída por Calixto.
—¿Qué has dicho, taita Crisóstomo?
—preguntó Aureliano, volviéndose al
sacristán.
—Que está bien. Que eres ya un
pishtaco. Le he visto mover los ojos a
patrón San Antonio cuando le estabas
pidiendo. ¿No lo has visto tú?
Y como Calixto moviese la cabeza
dubitativamente, el yaya le hizo esta
reflexión concluyente:
—Verdad que tú no has podido verle
mover los ojos al taita santo porque
todavía no eres yaya, ni sacristán…
Pero el taita cura te dirá que es cierto.
Calixto, mirando al yaya de hito en
hito, sonrió. Luego, recibiendo la copa
de chacta que éste le ofrecía, la apuró
de un trago, como con rabia, como
queriendo decirle al hombre que
intentaba embaucarle: «Así haré en
adelante con todos los que me ofendan o
quieran burlarse de mí, hasta contigo,
viejo embrollón, que quieres meterte
con mi plata».
El sacristán pareció entenderle, y
esquivándole la mirada, le invitó a
sentarse en torno de la improvisada
mesa, para comenzar con la catipa, que
era el último acto de aquella extraña
ceremonia, y así permanecieron, entre
tragos y mascadas de coca, hasta que el
canto de los gallos les advirtió que
debían separarse.
IV
—Arrea no más, antes que el cielo
descargue su agua.
—¿No nos habrán visto salir,
Aureliano?
—¿Quién, pues?
—Los lapones de dos patas de Puma
Jauni.
—Aunque nos hayan visto. Para eso
llevo esta cara y a ti nadie por aquí te
conoce.
—¡Qué bien disimulado estás!
Parece abuelito con esas barbas de
cabro que te has puesto. Un shucuy de
Chavinillo mismamente.
—Para engañar a esos perros que
me estarían olfateando a la salida.
Ahora ya puedo quitarme esto. Ya está
bien oscurito.
Efectivamente lo hizo así Calixto,
que era quien caminaba sosteniendo el
diálogo con el mozo que le servía de
compañero, guardando el disfraz de
danzante en uno de los atados que iban
sobre la mula que trotaba delante de
ellos. Quien los hubiera visto en esta
actitud les habría tomado por dos
inofensivos y extraviados viajeros, que,
atemorizados por la hosquedad de la
noche y los flamígeros guiños de la
tormenta que les amenazaba, lo único
que deseaban era un sitio seguro para
acampar.
—Oye, Aureliano, si la lluvia nos
coge antes de llegar a la otra quebrada,
nos quedaremos sin pasar, y entonces no
te aseguro que lleguemos al altillo.
—Eso es lo que yo tampoco
quisiera, por eso debemos apurarnos.
Después no importa que se venga abajo
el cielo. Nos cobijaremos en las cuevas
que dices que hay al otro lado.
La observación aquietó a Nicéforo,
quien, aunque mozo capaz de muchas
cosas, iba un poco preocupado por la
aventura en que se había metido. Y si es
verdad que él también tenía deuda que
cobrarle a Puma Jauni, esto de
cobrársela a tiros y en compañía de un
mozo, cuyo valor no había sido puesto a
prueba todavía, no dejaba de
inquietarle. Verdad que él no iba a
intervenir directamente. Su papel no era
más que el de un simple auxiliar. Guiar a
Calixto en la senda que debía seguir y
por donde ni las mismas cabras se
hubieran atrevido, para llegar al punto
en que tendría lugar el encuentro.
Habría querido guiarlo cualquiera
otra noche y no en una como ésta en que
todo parecía obstaculizarles el viaje.
Pero, precisamente, por esta
circunstancia, esperada con impaciencia
por Calixto, es que éste había decidido
salir a «la caza del puma de dos patas»,
como le dijera cuando le dio la voz para
cargar la mula y arrear por delante.
Astuto como su padre y aleccionado
por sus constantes ejemplos, Calixto
sabía muy bien que, para que una
empresa como la que iba a acometer
tuviera éxito feliz, lo inesperado era lo
mejor. Qué iba a imaginarse Puma Jauni,
si es que éste le había echado ya la
mirada encima, que un indiecito
semejante, que todavía estaba «oliendo
a leche de oveja», le madrugara de ese
modo, cuando todo el mundo estaría
aquella noche encerrado en sus casuchas
y hasta los perros ovillados y temblando
entre los huecos de las pircas[*] y los
rincones de los corrales. ¿Quién podía
atreverse a viajar en una noche así,
cuando los mismos jircas andan sueltos
por las quebradas, y los auquillos[*],
alborotados en las cumbres; cuando los
ichus[*] se tornan intransitables y arrojan
a los abismos a quienes se aventuran por
ellos, cuando los huaycos[*] se desatan
por todas partes, arrollando y
demoliéndolo que encuentran?
Todo, pues, podría imaginarse Puma
Jauni, aquella noche menos que el hijo
del difunto Rufino, esa «lombriz de
tierra», como le llamaban
despectivamente en Chupán y hasta en
Obas, estuviera ya pisándole el terreno,
en pleno dominio suyo. Más todavía:
que le viniera a buscar al sitio en que ni
sus mismos hombres podían penetrar sin
orden suya, bajo pena de muerte.
Porque el lugar adonde Calixto se
dirigía aquella noche era la residencia
particular y misteriosa del feroz
bandido. Una especie de ciudadela
sagrada, en la cual sólo podía penetrarse
por un portachuelo escalonado y a pie,
por no permitir su anchura el paso de un
jinete.
Era allí donde Puma Jauni venía a
refugiarse cuando se veía acosado por la
fuerza pública o por sus enemigos, o, en
ciertos días, a disfrutar de un poco de
amor y quietud. Una ciudadela, que sólo
la astucia y la sorpresa podían hacerla
franqueable. Por estar seguro de esto, el
bandido había secuestrado ahí, desde
hacía dos meses, a la hermana de
Calixto, convertida desde entonces, por
obra de la violencia, en su querida y en
señora de aquel antro.
Pero la tormenta no llegó. Prefirió
quedarse rugiendo a la distancia para no
estorbar a Calixto en la obra que iba a
ejecutar. Se diría que la audacia y
decisión de este hombre inconcluso la
habían dejado en suspenso y que,
desarrugando el ceño, se preparaba a
contemplar el bizarro encuentro de dos
hombres andinos.
—Bueno, ya estamos del otro lado,
Nicéforo —murmuró Calixto, una vez
que pasaron la «quebrada de los
laupis»—. Mi coca no me ha engañado y
mi jirca se ha quedado contento con el
regalo que le hice. Ahora dirás tú por
dónde debemos tomar.
—Por la izquierda. Siempre por la
izquierda, siguiendo taquinani[*].
Camino de la derecha, para viajeros, no
sirve. Daríamos muchas vueltas y la
mañana nos sorprendería sin haber
llegado al nido de Puma Jauni. Y la
gente de éste debe andar también por ahí
desparramada. Podíamos toparnos con
ella y entonces, se acabó todo…
—Pasa, pues, delante y jala de la
mula, que parece que ya va más
voluntaria.
—Oye, Aureliano, ¿quieres decirme
para qué trajimos mula y me has hecho
que la cargue con ese saco de lana? ¿Era
preciso mula y lana para matar a un
hombre?
—Para matar a un hombre no,
Nicéforo, pero sí para cargar gente, para
llevar de regreso a mi hermana. ¿Que no
sabes que también voy por mi hermana?
—Hablas muy seguro, Aureliano.
Para rescatar a la Maruja hay que matar
primero al puma.
—¿Y crees que no podré? No podrás
tú que nunca te animaste a venir solo,
sabiendo dónde se escondía ese
mostrenco. Parece que le has tenido
siempre miedo y que la voz comienza a
temblarte.
—Por mí no; por ti, Aureliano. Yo
no me voy a poner delante de ese indio.
—Entonces ríete, porque mi rifle se
va a poner al habla con él y mi rifle
habla bonito, ¡carache!
Después de haber caminado unas
ocho horas por senderos peligrosos y
horripilantes, cuyo fondo si bien no
podía columbrarse por la oscuridad, aún
sensible, los indios presentían por
medio de los pies y la mula lo advertía
con intempestivas paradas, dando
resoplidos y como deliberando sobre el
punto en que debía apoyar cada casco,
una especie de muralla arriscada les
detuvo.
Nicéforo se puso a tantear con
ambas manos la roca, como practicando
un reconocimiento y después de unos
instantes murmuró:
—No me he equivocado; estamos a
la espalda de la guarida de Puma Jauni.
—¿Estás seguro? ¿Te has fijado
bien? —exclamó, impaciente por
primera vez, Calixto.
—Me he fijado bien. Acércate.
Trepando por aquí como gato se puede
llegar calladito hasta arriba y divisar lo
que hay adentro.
—¿Conoces la subida?
—La conozco. ¿No te he dicho ya
que mi padre estuvo allí escondido
ahora años, cuando le perseguía la
fuerza? Después que murió se agarró el
escondrijo Puma Jauni, que sabía el
secreto. Allí hay casa, agua, arbolitos,
pájaros que cantan, corral para
animales. Por eso Puma Jauni ha metido
allí a tu hermana.
—Y por eso yo le voy a abrir la
puerta a tiros a ese mostrenco luego que
el día claree.
—Lo que se va a alegrar Chupán y
todos los pueblos de la comarca cuando
sepan que les has quitado de encima a
Puma Jauni con una bala en la cabeza.
—En la cabeza no; en el corazón,
que trae buena suerte.
Ambos rieron silenciosamente,
mientras la mula, que parecía haber
estado oyéndolos, se detuvo también,
como enterada de que el viaje había
terminado.
Calixto, que como jefe de la
diminuta expedición debía prever todo,
ordenó:
—Ponle qué comer a la mula,
Nicéforo, antes que lo pida relinchando
y se enteren allá arriba.
—Ya lo había pensado, Aureliano.
Y el indio, después de hacer esta
operación y restregarse las manos, se las
escupió, diciendo:
—Estoy listo. Empezaremos la
subida por aquí. Agárrate bien.
Y los dos, con los rifles en
bandolera, mantenidos hasta ese
momento ocultos bajo el poncho,
comenzaron a trepar felinamente. Fue
aquélla una ascensión del más puro
andinismo, en la cual, a falta de bastones
y cuerdas, las manos y los desnudos pies
iban haciendo de garfios sobre las
aristas de las rocas y las ramas de las
plantas rastreras. De cuando en cuando
un pedrusco desprendido, que se iba
rebotando hasta el fondo; insectos que
huían entre las grietas; aleteos de
pájaros, que salían espantados de sus
nidos. Un escalamiento de más de cien
brazadas durante una hora de peligro, en
que el instinto, el corazón y la voluntad
supieron triunfar de una salvaje
naturaleza.
—Ya estamos arriba, ¡carache!
Trabajito nos ha costado —murmuró
Nicéforo, quedándose agazapado detrás
de una roca que parecía un menhir y
volviéndose a Calixto, que se había
detenido también de sondear con la
mirada el espacio.
—Ya está clarito adentro, Aureliano.
Acércate y mira.
Calixto se aproximó y se puso a
observar. En el fondo, una explanada
rectangular de unos doscientos metros
de largo por unos cincuenta de ancho. En
el centro y un poco a la derecha —lado
oriental— una casita, con varios
compartimientos de piedra y barro,
construidos en forma primitiva y
techados de paja. A pocos pasos, un
corral, circundado de piedra también,
con una veintena de ovejas, de las
cuales, las mayores rumiaban pensativas
y acostadas, mientras las más tiernas,
como electrizadas por la radiante
eclosión del día, se perseguían y
triscaban entre balidos y estornudos.
Sobre un caballete de tres palos, que
semejaban un goal, una hilera de
gallinas, con su sultán en medio,
comenzaban a desperezarse y a ver
cómo aterrizar en busca del cotidiano
sustento. Y delante de la casucha,
tumbado, pero en son de guardián, un
perrazo de amarillento pelaje, cuya
formidable corpulencia bastaba para
imponer temor a los hombres y a las
fieras.
—Como apure un poquito más el
día, Aureliano, el lapón nos va a
olfatear, y si nos olfatea nos descubre y
se nos viene encima. Entonces se ha
perdido todo…
—Eso es lo que deseo precisamente,
Nicéforo. Me va a servir para mi plan.
Y para que no nos descubra a los dos
juntos ándate para allá al frente, al lado
de la entrada, y cuando yo te silbe le
sueltas una bala a ese lapón del diablo.
A él no más. A mí me dejas a Puma
Jauni; con ése me entiendo yo. Si yerro y
me mata entonces tú verás la manera de
asegurarlo o escapar.
El indio Nicéforo se santiguó, y
después de revisar su arma, empezó a
deslizarse en la dirección indicada por
Calixto. Pero apenas éste lo hubo
perdido de vista, el perro, que ya se
había incorporado, comenzó a ladrar
sordamente, yendo y viniendo indeciso,
tratando de descubrir el lugar de donde
le venía el extraño y desagradable olor
que olfateaba y que le había
interrumpido su sueño.
Simultáneamente se asomaron dos
cabezas de mujer, una por la puerta que
daba al corral y otra por el lado
opuesto, que era la que miraba a la
hendidura por donde se penetraba a
aquel recinto. Ante estas apariciones
Calixto hizo un movimiento de alegre
sorpresa. «¡Ah! —pensó—, aquélla es
la Maruja y la otra la que le ha puesto de
madrina Puma Jauni, para que no se
quede sola cuando él se va. ¡Indio
ladino! ¡Zorro ladrón! No ha querido
asomarse él primero y ha mandado a las
mujeres. Pero dónde irás hoy, bandido,
que mi rifle no te alcance».
El perro no le dejó continuar en su
soliloquio. Optando al fin por el lado de
donde el viento le traía sin duda las
emanaciones más odiosas, se lanzó,
tarasqueando furiosamente, hacia aquél
por donde Nicéforo iba bordeando, y
una vez a la altura de éste, enfiló la
cuesta con propósito de salvarla.
Aureliano, atento a la maniobra del
animal y comprendiendo que el momento
de obrar había llegado, silbó y segundos
después el perro rodaba, despatarrado
de un tiro.
—¡Bien! —murmuró Calixto—. No
está mal el pulso del cholo. Ahora
vamos a ver cómo anda el mío.
No había acabado de murmurar esto,
cuando por la puerta que daba al corral
apareció un hombre, carabina en mano, y
luego de espaciar una mirada por las
alturas, salvó de un salto las tapias y
echó a correr, en zigzag, en dirección al
sitio en que Calixto estaba apostado.
Éste, que no le había perdido de
vista, tan luego como calculó la
distancia que le convenía, sacando el
cuerpo y apuntando, gritó:
—Párate, cholo mostrenco, y oye lo
que te voy a decir.
Puma Jauni, por toda respuesta, se
encaró el rifle rápidamente y disparó,
pero como el disparo lo hizo más guiado
por la voz que por el bulto del hombre
que apenas entreviera, el tiro le falló.
Ante esta falla, el bandido,
sofrenando su nerviosidad, se quedó
firme y encarándose a Calixto, que le
apuntaba en ese instante y a quien
reconoció instantáneamente, le gritó, con
tono desafiante:
—Tira, pues, «lombricita de tierra».
Me has adelantado. Habías sido tan
zorro y madrugador como tu padre
Rufino.
Y apenas dicho esto, con rapidez
suma, dio un gran salto adelante y se tiró
boca abajo, calculando que en ese
instante debía disparar Calixto, por
suponer que éste ignoraría aquella treta,
propia de los pishtacos avezados a
jugarse la vida en situaciones
semejantes.
Calixto, preparado ya para aquel
juego, no disparó sino segundos
después, cuando ya Puma Jauni, tendido,
intentaba cargar el arma, hiriendo al
indio en los riñones.
—Creías que yo tampoco sabía estas
mañas, ¡perro obasino! Tómate esa
balita que te he mandado, para que no
vuelvas a robar mujeres y meterte con
los Calixtos.
Puma Jauni, sin disimular el dolor
que empezaba a torturarle, abandonando
el rifle, se incorporó en un supremo
esfuerzo, hasta quedar medio de
rodillas, y, con quejumbrosa voz, dijo:
—¡Ya, está, Aureliano! ¡Me has
jodido! Baja a «hacerme pasar». Te lo
pido por favor. La bala me está
mordiendo bien adentro. ¡Baja!
Y como el indio, para convencer a
Calixto de que efectivamente le había
herido, se llevara la diestra hacia atrás y
la mostrase después ensangrentada, éste
se decidió al fin a bajar, no sin darle
antes la voz a Nicéforo para que hiciera
lo mismo.
—¡Aquí estoy, hijo del diablo! --
habló Calixto, deteniéndose junto a
Puma Jauni—. De buena gana te dejaría
estacado bocarriba, para que te
remataran los buitres, que eso mereces,
pero he ofrecido tu cabeza.
—Hazme, entonces, «pasar» pronto,
cholito valiente, y córtala después si te
da la gana.
—Yo no sé «hacer pasar» porque tú
eres el primer cholo que mato. Pero
Nicéforo va a hacerte el favor.
—Aunque no lo merece. A mí
también me ha hecho bastante daño.
Y dirigiéndose Nicéforo al
moribundo bandido:
—¿Con qué quieres que te «haga
pasar», con carabina o con cuchillo?
—Con lo que quieras, pero hazlo
pronto —replicó con gesto de dolorosa
indiferencia el herido, desplomándose.
Y mientras el otro sacaba el puñal
para partirle el corazón, Puma Jauni
todavía pudo decir:
—Me enterrarán junto con mi perro.
¡No lo olviden!
V
Terminado el desayuno, después del
descenso, practicado con menos
dificultad y peligro que la subida, por
haberles favorecido la luz franca del
sol, pero más complicado por la
diligencia que tuvieron que desplegar
ambos mozos en auxiliar a cada instante
a la mujer que bajara con ellos, Calixto,
cogiendo a ésta por un pie, la aupó
sobre la mula, y dirigiéndose a
Nicéforo, ordenó:
—Cuelga la cabeza de ese
mostrenco en el anca, si es que no
quieres llevarla tú mismo.
—¡Achachau! Pesa. Mejor ponerla
al anca.
—¿No se ha reventado la maldita?
—Nada. La envolví bien en la
camisa y la eché a rodar hasta abajo
para quedar con mis manos libres. ¡Qué
rica cabeza de cholo! ¡Y qué fea se puso
después que la corté! Parece que se
quedó diciendo: «¡Cómo estos lapones
sarnosos han podido más que yo!».
—¿A la vieja alcabite dónde la
dejaste?
—Adentro, bien amarrada para que
no corriera a avisar.
—¿No has agarrado nada de allá
arriba? Lo primero que te encargué fue
que no agarraras nada. No hemos venido
a robar, Nicéforo, sino a matar.
—Ni una hilachita, Aureliano.
—Bueno. Ahora tú, Maruja, arrea.
Hay que aprovechar la mañana, que está
muy linda —concluyó el flamante
pishtaco, echándole al cielo una mirada,
quién sabe si de gratitud o de
complicidad, ya que todo le iba saliendo
bien hasta ese momento.
La moza, un poco desencajada y con
cierta inquietud en el espejo de sus ojos,
arreó nuevamente.
La entrevista de los dos hermanos no
había sido efusiva, como ella lo habría
deseado. ¿Cuál sería el pensamiento de
él cuando ella le salió al encuentro
llorando e intentando abrazarle? ¿Se
imaginaría que sus lágrimas eran por la
muerte del bandido y no por la emoción
que le causara la presencia de él? En
todo caso ¿tenía ella la culpa de haberle
gustado a Puma Jauni? ¿Por qué cuando
éste se la llevó no corrió Aureliano,
junto con sus amigos, a rescatarla a
balazos? ¿Para qué servían los hombres
entonces? ¿No era para cuidar a las
mujeres, como los perros a los ganados?
Y lo que más le había dolido en la
entrevista era que el mozo, después de
habérsela quedado mirando, atajándole
sus ímpetus fraternos, le dijo: «No me
abraces hasta que la mancha que te ha
dejado el perro obasino no se te haya
limpiado bien y delante de nuestro jirca,
y hasta que diga tu madrina, después del
registro, que no te ha dejado liendre el
piojo».
¡Liendre! ¿Sería ésta la causa de que
en los últimos días se pasara llorando,
sin ganas de comer, encogida sobre la
cama y conteniéndose apenas, a la hora
en que la vieja le servía, para no tirarle
los platos a la cabeza? Y aunque así
fuera ¿no era ella una Calixto para
quitarse de encima la liendre que le
hubieran engendrado sin su gusto? ¿No
había para eso en Chupán comadres que
sabían sacarla?
Ante este último pensamiento, que
pareció repercutir telepáticamente en
Calixto, éste, que caminaba pegado a la
cabalgadura, dijo:
—No has querido desayunar allá
abajo, Maruja. Estás acaso desganada…
¿Será que el piojo obasino hizo ya cría y
te has vuelto por eso melindrosa?
—Nada, Aureliano, nada. ¡Te lo
juro!Y la moza, desmintiéndose, comenzó
a llorar silenciosamente.
—Ojalá que así sea, porque si llevas
algo adentro no sé lo que vamos a hacer
con el intruso. Tendrás que irte donde no
volvamos a verte, o me iré yo donde me
lleve el diablo. ¡Qué rabia me daría ser
tío de un hijo de Puma Jauni!
—¡A mí, qué vergüenza, hermanito!
Una deshonra para nuestra familia.
—¿Lo estás diciendo de corazón,
Marucha?
—¡De corazón, Aureliucho!
El indio se enterneció un poco, pero
no queriendo que su hermana le fuera a
descubrir lo que él consideraba una
debilidad, y menos que Nicéforo lo
trasluciera, gritó:
—Arrea, mula mañosa, que ya se va
entardeciendo. Y tú, Nice, corre en
seguidita a avisar al pueblo que ya
estamos llegando, para que vengan a
recibirnos. Y repara en las vueltas, no
vayan a estar los lapones de Puma Jauni
olfateándome.
—Y a la hija de taita Evaristo ¿qué
le digo?
—Que eres muy curioso y que estás
queriendo volverte alcabite en vez de
pishtaco.
Los dos hermanos quedaron
sumergidos en un silencio de quebrada
andina, solemne, abrumador, de esos que
hacen que el indio se sienta más poseído
por su amor a las cumbres, más
penetrado de fuerza telúrica, y el
hombre de la costa, más aplanado e
impaciente por librarse de un medio que
le irrita y cuya grandeza no puede aún
comprender.
Iban tan absortos que ninguno de los
dos se había percatado de que estaban
ya en la cuenca del Chillán, y al otro
lado un numeroso gentío, que al verles
comenzó a vocear:
—¡Ahí viene Aureliano!
—¡Ahí viene Aureliano!
—¡Viva el pishtaco valiente!
—¡Viva Chupán!
—¡Viva patrón Santiago!
—¡Dónde está la cabeza de ese
ladrón de mujeres! ¡A ver la cabeza, la
cabeza!
Ya en el otro lado, precipitose sobre
ellos la poblada y, antes de que el mozo
acabara de calzarse los shucuyes,
arrebató de las ancas de la mula el
envoltorio que contenía la cabeza de
Puma Jauni, y entre alaridos de
impaciencia y crispaturas de manos
codiciosas, la más poderosa de éstas,
cogiéndola por los apelmazados
cabellos, la exhibió en alto, desnuda,
lívida, medusiana, con los bordes del
tasajeado cuello replegados y circuidos
por una gorguera de rojos cuajarones,
que daba un aire de desprecio enfático.
—¡Ensártala en este palo! —gritó
una voz.
—Sí, sí; en el palo, en el palo para
que todos la vean cuando entremos a
Chupán.
El mozo del palo, que no era otro
que el alguacil del regidor, clavó la
cabeza en la improvisada pica y,
enarbolándola a manera de pendón
siniestro, inició el desfile seguido de
cerca por una banda de perros famélicos
—excitada ya por el olor de la sangre y
el ensordecedor griterío de las mujeres
— y por otra, la de los músicos, más
excitada aún por la expectativa de una
bacanal en ciernes y el abigarrado
concierto que formaban con sus arpas,
violines y pincullos.
En el pueblo, el recibimiento se
convirtió en apoteosis. Todos,
retrasados, indecisos e incrédulos,
acabaron por incorporarse a la turba.
Hasta los niños, enardecidos por el
salvaje espectáculo, corrieron a ponerse
a la cabeza de ella. Sólo los inválidos y
los enfermos se contentaron con
asomarse a las puertas y agitar
convulsivamente las manos, como si
arrojaran con ellas maldiciones sobre el
trágico trofeo que veían pasar.
El mismo taita Ramun, el cura, no
pudo resistir a la tentación de atisbar,
desde uno de los ventanucos de su
morada, aquella extraña procesión y
decirle a la Santosa, que detrás de él
veía también como fascinada el desfile.
—Mañana hay que decir una misa en
acción de gracias por habernos librado
el Señor de aquella fiera.
—Supongo que no será gratis,
Ramón; que te la pagará el pueblo
aunque sea a realito por cabeza.
—Veremos, porque éstos a la hora
de soltar el dinero son muy roñosos. ¡Y
qué buena hazaña la de ese cholito
Aureliano! No lo hubiera creído nunca.
—Es de los que tú dices que son
como para cría.
—¡Cállate la boca! Siempre han de
poner ustedes las mujeres malicia
cuando hablan de los hombres que las
entusiasman.
Al detenerse la multitud frente al
cabildo, donde el alcalde con todos los
nuevos cargos se hallaban esperando,
éste gritó:
—Oye bien, Aureliano, lo que te voy
a decir, a nombre del pueblo, y
guárdalo. Te has portado bien. Chupán y
sus yayas te dan las gracias; están
contentos y ya podrán dormir tranquilos
debido a tu valentía. Acércate para darte
un abrazo.
Y después de habérselo dado,
continuó:
—Has cumplido tu palabra. Yo
también debo cumplir la mía. Aquí
tienes a la Isabela, que se quedó
temblando cuando te fuiste y ahora que
estás de vuelta no hace más que reír.
Mírala bien, y si hasta el otro
maranshay te sigue gustando, no hay
más, se lo dices a taita Ramun para que
te eche la bendición. Ahora, entra para
que comas y bebas un poquito de chacta
con nosotros. Hemos matado algunos
carneritos. Los demás que se retiren…
—¿Y la cabeza que te he traído
dónde quieres que la pongan?
—Que la haga clavar el regidor en
medio de la plaza por unos tres días,
para que nadie se quede sin verla, y
después que se la eche a los perros, que
estarán codiciándola.
I
El pueblo de Chupán estaba
profundamente alarmado por la merma
sensible de sus habitantes. Dos pestes
habían pasado por él durante el año que
acababa de expirar, asolándole y
sumiéndole en una especie de temor
supersticioso.
Por eso en la mañana de aquel 2 de
enero, el cabildo se estremecía repleto
de gente, reunida ahí no sólo por tratarse
de un día de gran solemnidad cívica y
religiosa, sino por lo que iba a saber
todo el pueblo: el estado de su
maranshay[*], esa especie de cuenta
corriente del capital humano de la
comunidad, cuya liquidación debía
hacerse anualmente en forma pública.
—Comienza, pues, a entregarme tu
ganado[*] —exclamó el nuevo alcalde
pedáneo, dirigiéndose al cesante, el
cual, rodeado de los rucus[*] que le
habían ayudado a administrar justicia a
la comunidad y a velar por sus intereses
paternalmente, parecía abrumado por un
pesar inmenso.
—Que hable Remigio, que es el que
lleva la cuenta.
El aludido, que era uno de los
regidores salientes, colocó sobre una
mesa la bolsa, formada por un pañuelo
payacate, y después de desanudarlo y
extender sus cuatro puntas, para que
todos pudieran enterarse de su
contenido, dijo:
—Esto es lo que me ha quedado
hasta ayer no más.
—Veremos cuántos son los muertos,
quiénes los que se han ido para siempre
y quiénes los que hemos botado --
añadió el nuevo alcalde—. Parece que
la peste ha podido más que tú, Nastasio.
¿Dónde han estado tus perros, pues?
¿Cómo te has descuidado con el zorro?
¿Para qué te han servido tus catipas, y
tus campos, y tus yerbas que trajiste de
allá dentro?
—No me he descuidado, Evaristo.
La peste ha sido fuerte. La trajo un
piquipillco y la regó por todas partes.
—¿Y dónde estaba don Leoncio?
¿De qué te sirvió don Leoncio? ¿Por qué
no te pusiste con él al habla? Misti
Leoncio es ya un yaya casi. Sabe lo que
es un mal de esos de allá abajo.
—Hablamos y, después de rascarse
su cabeza, se dijo: «Esto sólo se cura
con limpieza, Nastasio. Este mal que nos
ha caído es la pulicía del Taita Grande
que manda contra la gente sucia». Yo
entonces me puse a buscar la limpieza
por todo el pueblo, pero no la encontré.
Nadie pudo enseñármela. ¿Qué iba a
hacer pues, yaya Evaristo, sin
limpieza…?
—Está bien. Entonces pagarás junto
con tu alcalde.
—Lo que quieras, taita —gruñó el
regidor socarronamente, a la vez que el
alcalde cesante asentía con un
movimiento de cabeza un poco
enigmático y el público se desahogaba
en cuchicheos de aprobación.
Luego, dirigiéndose al escribano
cesante, continuó:
—Llama tú, Santiago, para que mi
alguacil vaya viendo si está conforme la
cuenta.
El escribano comenzó por donde
debía, esto es, por el primero de los
casados notables de la comunidad.
—Pedro Maille…
El alguacil del regidor separó un
grano de maíz amarillo.
Como el llamado no respondiera ni
podía responder, pues hacía dos meses
que la gripe lo matara, el nuevo alcalde,
aunque bien enterado de esta
desaparición, se vio obligado a hacer
las preguntas de ritual:
—¿Dónde está Pedro Maille? ¿Por
qué no responde Pedro Maille?
—Bajo tierra, taita, en donde no
puede oírte —contestó el alcalde
cesante.
—Entonces paga tú.
—Te pagaré, taita.
—Que el nuevo escribano anote.
Y las llamadas fueron repitiéndose
hasta por veinte veces, interrumpidas
sólo por el silencio definitivo de los que
no contestaban. De los veinte hombres
casados había que hacer el fúnebre
descuento de siete. Un saldo en contra
de la comunidad chupana, que no se
había visto en muchos años. De las
mujeres, un poco menos: sólo tres. Así
es que los granos de maíz morocho
partido habían quedado por encima de
los enteros.
Los colorados —chipitia brillante--
que representaban a los mozos solteros
formales, habían sufrido también una
baja terrible. Como treinta. El canchajora
o blanco, que simbolizaba a las
solteras mozas y honestas, iba por ahí
también. Y, cosa de asombrar y que
sumiera a muchos de los timoratos en un
temor supersticioso, el montón de los
chispeados o pintados —chuspi-jora--
que correspondía a los mozos tunantes,
medio mostrencos, entre los cuales
había algunos de los señalados ya por el
jitarishum y la lista de los pendencieros
y galleadores, como les llaman en el
pueblo, no habían tenido merma alguna.
Algo inaudito, diabólico, inexplicable a
la sabiduría de los yayas, quienes se
sentían desconcertados por esta
indiferencia del destino.
Y hasta los homicidas, fugitivos por
ahí, habían quedado también intangibles.
¿Por qué esta irritante excepción, por
qué? ¿Por qué en esos momentos, los
más oportunos, no se había acordado el
Gran Taita de estos malos hombres?
El escribano prosiguió:
—Teófilo Carqui…
—¡Presente!
—¿También éste entra en la
cuenta…? —preguntó el nuevo alcalde,
mirando de arriba abajo al que acababa
de comparecer—. Muy mamón está
todavía…
—Te parece, taita —contestó el
regidor del quípuc gramíneo[*]—. Ya
está oliéndole el trasero a las borregas.
Hay que apuntarlo, pues, con chipitia
brillante.
—Hilario Condeso…
—No está —se apresuró a decir el
regidor—. Se ha vuelto bandolero y
anda dándole tarascadas al ganado de
cuatro patas.
—¿Y por qué no lo han matado? --
preguntó gravemente el yaya Evaristo.
—Porque huele desde lejos el rastro
de los perseguidores y el gobernador es
el primero que le da el soplo.
—Pues ofrezcan unos dos toros por
su cabeza y denle otras dos al
gobernador para que se quede mudo.
—Lorenzo Juanico…
El regidor rompió el silencio con
esta explicación:
—También se ha metido a
bandolero. Ha comenzado a arrearse el
ganado de nuestra comunidad.
—Bueno. Téngalo presente para el
ushanan-jampi, cuando le cojan --
apuntó con ceño inexorable el nuevo
alcalde—. Aureliano Calixto…
—¡Presente!
—¡Ah, estabas aquí! No te ha tocado
la peste —murmuró el yaya Evaristo,
fijando una escrutadora mirada en un
mozo de unos 18 años, que había
respondido cuadrándose militarme.
—Aquí estoy, taita.
—¿Y tu hermana Maruja? ¿Por qué
no ha respondido a la llamada? ¿Se la ha
llevado algún zorro de dos pies acaso?
¿Está ya en prueba?
—Peor que el zorro, taita. Cargó con
ella el puma.
El viejo Evaristo hizo un
movimiento de sorpresa, que no pudo
contener.
—¿Puma de cuatro pies o de dos?
—De dos, taita. ¡Puma Jauni!
—¡Puma Jauni! ¡Puma Jauni!
¿Cuándo?
—Hace dos noches no más, taita.
Por eso ha faltado.
El alcalde se volvió amenazador a
uno de los campos salientes.
—¿Has oído, Marcos Arbiloa? La
Maruja se la ha llevado Puma Jauni.
¿Qué has hecho tú contra ese perro
obasino que se está llevando nuestras
mujeres?
—Con ésta ya van cinco en un año.
—¡Cinco! ¿Que no te da vergüenza,
Marcos? ¿Para qué te sirven entonces
tus piernas, y tus brazos, y tu rifle, y tu
puntería…? ¿Cómo has dejado llevarse
a la más tiernecita y brincadora de
nuestras ovejas? ¡Es una deshonra para
Chupán!
—Hace dos días no más que fue,
como dice su hermano, y yo no soy ya
campo desde ayer. Yo no ando, taita
Evaristo, pegado al trasero de las
ovejas, porque yo también tengo la mía
que cuidar. Si Puma Jauni abrió cuenta
con los Calixtos, que los Calixtos se la
cobren. Ésa es nuestra ley. ¿La has
olvidado, taita Evaristo?
—No; está bien escrita en mi
cabeza. Pero qué quieres que hagan los
Calixtos si no hay más Calixtos que este
mozo que está aquí delante, que parece
que se le ha metido un orongoy en la
barriga y lo está comiendo. El resto de
la familia son mujeres y esos dos viejos
que están arrinconados allí.
Todas las miradas del público se
volvieron a aquel par de viejos que, en
cuclillas y con una indiferencia de
sordomudos, se entretenían en chacchar
y que habían concurrido, más que por un
acto de propia voluntad, arrastrados por
el automatismo de una costumbre de más
de cincuenta años.
—Pues que sea él quien cobre lo que
le deben a su familia —concluyó con un
gesto un poco cínico el campo saliente.
—Dice bien el campo Arbiloa, taita
—pronunció resueltamente el joven—.
Es a mí a quien le toca cobrar esa
cuenta. Y juro, taita Evaristo, por la
sangre de mis antepasados y por todos
los jircas que rodean Chupán, que no
volveré a dormir en mi casa, ni a
calentarme en su fogón, ni a pedir mujer
para casarme, hasta que no le haya
cobrado la deuda a Puma Jauni.
—¡Que así sea! —respondió con voz
solemne el yaya Evaristo.
Y todos repitieron:
—¡Que así sea!
—¡Que así sea!
Terminado el acto de la entrega, y
recogido por el flamante regidor, en un
pañuelo nuevo, el maíz que representaba
el censo efectivo de la comunidad, el
nuevo alcalde exclamó por última vez:
—Vamos a ver si durante este año
aumenta el ganado que acabas de
entregarme.
II
—Pasa. Te estaba esperando.
El mozo del juramento en la mañana
del maranshay, después de una
respetuosa genuflexión, atravesó el
portalillo de la casa del yaya Evaristo,
el flamante alcalde pedáneo, y entró.
—Siéntate. Te he mandado llamar
para hacerte yo también una promesa y
darte un consejo, aunque para matar un
hombre, cuando el corazón falta, el
consejo sobra. Si estás resuelto,
cumplirás. Si tienes miedo, te quedarás
sin verle la cara a Puma Jauni y
esperando que cualquier día te coja, te
retacee y aviente delante de tu hermana,
en castigo de lo que le has prometido a
Chupán.
—Estoy resuelto, taita. Calixto tiene
palabra.
—Bueno. Veo que serás un pishtaco
de provecho, como tu padre. La primera
condición para ser pishtaco es cumplir
lo que se promete. La ligereza de la
boca se paga. Todo hay que medirlo
cuando se habla delante de las mujeres y
los niños. El otro día se te fue la lengua
en el cabildo, y a esta hora estará
sabiendo Puma Jauni lo que hablaste.
Puna Jauni tiene oídos en todas partes.
No has debido prometer tanto.
Seguramente te ha puesto ya paradas,
como el zorro cuando quiere entrar al
corral.
—Yo también se las he puesto, taita
Evaristo. Le tengo bien vigilado. No se
mueve sin que yo sepa dónde. Varios
muchachos me ayudan. Uno de ellos es
Nicéforo Cauni, que es mozo avisado y
le tiene ganas a ese mostrenco.
—Sí; ya sé que estás durmiendo con
un ojo y que nadie sabe dónde te
acuestas y dónde te levantas. Pero se va
pasando el tiempo y hasta hoy no vemos
nada. Hacen tres meses de tu promesa y
hasta hoy nadie te ha visto meterte en los
terrenos del puma a ventearlo.
—Yo venteo de lejos, taita, desde mi
escondrijo.
—¡Ah, no has perdido el tiempo!
Tengo gusto.
—Lo estoy aprovechando. He puesto
a Nicéforo sobre su rastro para que me
vaya diciendo dónde se mueve el indio,
dónde costumbra dormir y dónde ha
escondido a mi hermana. Y cualquier
diita de éstos, ¡pum!, se acabó Puma
Jauni. —¿Estás diciendo verdad,
muchacho? —interrogó el desconfiado y
marrullero yaya—. Si es como dices, la
comunidad te va quedar debiendo un
servicio muy grande. Puma Jauni, como
buen obasino, descarga siempre que
puede su odio contra todo lo que es
Chupán. No se contenta con asaltar
nuestras estancias y llevarse los ganados
y las cosechas. Quiere también nuestras
mujeres. Casadas y solteras para él da
lo mismo. ¿Dónde iremos a parar así,
Aureliano? Todos, los yayas
principalmente, estamos deshonrados
con sus rapacidades. Ya nadie quiere ir
a Pillco-Rondos de miedo a ser
desnudado y retaceado en el camino.
Las panochas se han quedado sin
desgranar porque no se pudo sacar el
maíz a venderlo afuera. La lana se ha
quedado. Los tinajones no caben ya de
trigo. Los quesos acabarán por ranciarse
todos. ¿Qué vamos a hacer, pues, con
todo esto que se está quedando? ¡Todo
por ese perro maldito!
—La comunidad tiene la culpa, taita.
¿Por qué no le ha puesto precio a su
cabeza? ¿Por qué no le han aplicado
ushanan-jampi?
—Ushanan-jampi no se aplica
desde el primer momento.
—Entonces jitarishum…
—Tampoco. Jitarishum es para los
que viven en nuestra comunidad y son de
la comunidad. ¿Qué le importa al que no
es que lo boten? El que no tiene casa
¿qué le importa la casa?
—Dices bien, taita. Entonces han
debido contratar un illapaco
pampamarquino, que ésos tiran bien.
—No han querido. Tiene miedo
meterse con Puma Jauni.
—Entonces, Casimiro Huayllas, que
es buen pishtaco. Está ya en el 29.
—Precisamente por eso no han
querido. Hay que tener mucha suerte
para pasar el 30. Pasar el 9 es
peligroso; tiene mala sombra. Y no te
vayas asustar, Aureliano, el 1 también…
Es decir, cuando se mata con la cólera
fría. Así dicen los pishtacos, que tiene
por qué saberlo. Por eso te he llamado
para aconsejarte.
—Tú dirás, taita.
—Me dirás primero cómo piensas
matar a Puma Jauni, ¿con cuchillo o con
rifle? —Con rifle, taita. Con el máuser que
me dejó mi padre Rufino. Un rifle
precioso, que «solito apunta», como
decía el viejo cuando lo preparaba para
salir a quitarle los piojos de encima a un
cholo.
—¡Con rifle! ¡Atatau![*] Creía que
era con cuchillo. El cuchillo es más
seguro. Verdad que para eso tendrías
que acercarte a Puma Jauni hasta
tocarlo, y eso es difícil. Su gente no te
dejaría y él es muy malicioso. Tienes
razón de ir a buscarlo con rifle. Ese
indio hay que matarlo de lejos.
—¡A bala! Lo tengo pensado muchos
días. —¿Y cómo andas de puntería?
—Igualito a mi padre.
—¡Achachau![*] Puedes matar
huampas al vuelo.
—Y picaflor también. ¡Qué te crees,
taita Evaristo! ¿No te han dicho que en
la noche de la última Navidad apagué a
tiros todas las linternas de la iglesia?
El alcalde bajó la cabeza y se puso a
rascársela, para ocultar así su asombro,
pues en su condición de yaya hubiera
sido indigno dejarlo traslucir, y
murmuró:
—Patrón Santiago quiere
protegernos. Ya decía yo que patrón
Santiago de Chupán puede más que
patrón San Pedro de Obras.
Y levantando la cabeza y sondeando
con la mirada al futuro pishtaco, añadió:
—Veo que ya estás preparado para
ser defensor de nuestro pueblo. Patrón
Santiago te ha elegido. No hay duda. La
muerte de tu padre nos tenía a todos
tristes. Yaya Rufino era nuestro
guardián… Mientras estuvo vivo nadie
se atrevió a meterse con la comunidad,
ni llevarse nuestras cosas. Los illapacos
de Pampamarca, Obas y de todo el
contorno le respetaban y temían.
Hombre que encañonaba con su rifle,
hombre muerto. ¡Así serás tú! Que el
Taita Grande te ayude y que patrón
Santiago te acompañe. Ahora sólo falta
darte el consejo. Óyelo bien: pon a velar
tu rifle la víspera de salir a cazar a
Puma Jauni. No te costará mucho. El
velorio trae suerte. Llévale en plata la
ofrenda al taita Nastasio.
—¡Lo haré!
—La promesa es ésta: si cumples tu
palabra te doy la mano de mi hija
Isabela, que creo que le has puesto ya la
puntería. Y como es solita y ya no da
cría mi mujer, cuando me muera yo te
llevará algún ganadito, y algunas
tierritas y buenas herramientas para
trabajar.
—No es necesario tanto, taita
Evaristo. Me bastaría con la Isabela.
—Nunca está demás la miel sobre la
rosca, muchacho. Ahora un traguito y
este puñadito de coca para que te diga lo
que le preguntes y no olvides el encargo
que voy a hacerte.
—Lo dirás, taita.
—Que me traigas la cabeza de Puma
Jauni para hacerla clavar en la plaza,
después de pasearla por el pueblo.
—Bueno, taita. Y el corazón
también, para que los perros tengan su
fiesta.
III
La promesa del alcalde había puesto
en suma tensión los nervios del
esmirriado mozo Calixto, más, mucho
más de lo que había pasado con los de
otro indio cualquiera. Y es que aquel
mozo no era indio puro ni por el color ni
por la sangre. Tenía un cuarto de misti,
que arrancaba de varias generaciones
atrás, de la línea paterna, en la cual
persistía un residuo que hacía estallar de
tarde en tarde el corazón en llamaradas
de altivez y protesta.
Tenía algo que le diferenciaba de los
otros indios de la comunidad y le daba
sobre ellos ascendiente. Y algo también
que le sumía en melancolías extrañas,
como si a través de ellas columbrase los
destellos de una luz perdida para
siempre. Apenas si en las tareas
campesinas y en los solemnes días de la
cosecha de San Juan se le veía alternar
con la mozada.
El jitanacuy le dejaba indiferente,
quién sabe si porque los resabios de su
sangre mestiza no le permitían apreciar
toda la prístina belleza de aquella fiesta
un poco salvaje, o porque el dinamismo
que exigía, tanto a los hombres como a
las mujeres, no estaba al alcance de sus
fuerzas. Él habría querido ser en esa
fiesta el primero, y al no poderlo
conseguir, prefería en esos antipáticos
días perderse por los campos, para
embeberse de cielo, de cumbres y
soledad.
Pero embeberse en forma activa,
buscando en ese aislamiento una fuerza,
un poder que le hiciera respetar y le
compensase lo que la naturaleza no
había querido darle. Y ese poder lo
había ido sacando poco a poco,
pacientemente, de su mirada zahorí y de
la boca del rifle de su padre.
Fue éste el primero en despertarle la
afición al tiro, en comprender lo que un
hombre vale y puede con un rifle en la
mano cuando el ojo sabe apuntar y el
corazón permanece inalterable.
Y como nadie mejor que él sabía
cuál era el punto débil de su hijo y la
necesidad de sustituírselo con algo que
le evitara vivir a merced de la fuerza, la
brutalidad y el abuso, tan propios de los
pueblos serranos, con acuciosidad un
poco siniestra, pero paternal, apenas
cumplidos los doce años, comenzó a
iniciarle en todos los secretos del tiro,
sacados de su propia experiencia.
«El ojo, la mira y el blanco deberán
formar una sola línea».
«Cuando un hombre te adelante y
veas que te apunta, cuenta hasta tres y
déjate caer con la velocidad del rayo.
Es casi seguro que no te tocará».
«Quien primero dispara, dispara dos
veces».
«Apunta siempre al medio de donde
quieres dar, para que cuando falles
toques siquiera en el bordecito».
«Cuida tu rifle más que a tu mujer y
no lo prestes nunca. Rifle prestado
aprende vicios».
«Cuando salgas a pishtaquear a un
hombre fíjate dónde pisas, escucha
todos los ruidos y descansa guardándote
del viento».
«Procura tener el sol de espaldas
cuando vayas a abalearte con alguno. Si
le ganas el sol puedes ganarle la
partida».
«No te fíes nunca del indio que se
cae cuando dispares; asegúralo con otro
tiro y si se queda quieto, acércate
cautelosamente y con el rifle siempre
listo».
«Un pishtaco no mata nunca a
traición: trae desgracia. Déjale eso a los
bandidos».
«Apunta siempre a la misma
distancia, hasta que se te quede en el ojo
y el rifle sepa dónde debe dar».
«Un pishtaco debe saber tirar de
todos modos, hasta panza arriba».
«No estarás listo para pishtaco hasta
que no mates huampas al vuelo y zorros
corriendo».
«Cuando una moza te esté quitando
el sueño, apaga delante de ella a tiros la
linterna de la iglesia para que sepa que
eres ya un hombre y puedas matar por
ella».
«Cuando entres en pelea y el rifle se
te atore, ríete y escapa corriendo como
el zorro, si puedes».
Y concluía diciendo:
—Éstos son los catorce artículos,
como diría taita Ramun, de todo buen
pishtaco, Aureliano. No lo olvides…
Y Aureliano los había tenido muy
presente desde entonces. Y por tenerlos,
al día siguiente de su entrevista con el
alcalde, después de revisar y limpiar
meticulosamente su máuser, con
habilidad de consumado mecánico, ya
bien entrada la noche, fue a llamar con
mucho misterio a la casa del yaya
Crisóstomo, el sacristán, y mostrándole
lo que llevaba debajo del poncho,
murmuró:
—Te traigo mi rifle, taita
Crisóstomo, para que me permitas
ponérselo un ratito a patrón San
Antonio.
—Entra.
—También te traigo esta botellita
para que bebamos, y este atadito de coca
para la catipa.
—¿Esto no más? ¿No has traído para
la cera de patrón Santiago y para los
rezos del taita cura? ¿Acaso te habrás
olvidado?
—Aquí está también. Revisa,
cuenta…
El sacristán, entusiasmado por la
respuesta, se apresuró a desatar el nudo
hecho en una de las puntas del pañuelo,
y vaciado el contenido, se puso a contar.
—¡Diez soles no más! Cinco para el
taita de arriba y cinco para el taita de
abajo. ¿Y para doña Santosa? ¿Qué le
diré a la mulita del taita cura cuando me
pregunte por lo de ella?
—Le dirás que lo de ella lo he
gastado en balas para metérselas en su
boca cuando me diga ¡guapi!
El sacristán esbozó una sonrisa
falsa, pero comprendiendo que el mozo
que tenía delante no era de los que se
dejan llevar por donde les tiran y que,
como hijo de yaya, tenía que estar al
corriente de las tretas de que éstos se
valían para explotar la credulidad de los
ingenuos, optó por guardar los diez
soles en el huallqui y prender los tres
vírgenes cirios que se erguían sobre un
rústico triángulo de madera, delante de
un San Antonio, medio embutido en una
especie de hornacina.
—¡Ya está! Ahora presta el rifle,
Aureliano, y dobla tus rodillas.
Calixto obedeció. No parecía el
mozo de minutos antes, ni menos aquel
que en el cabildo de Chupán, el 2 de
enero, hiciera en forma ostentosa lo que
en otro, que no hubiera sido él, se habría
tomado como jactancia, esto es, acabar
con el bandido más famoso de aquellas
tierras andinas. Un halo de infantilidad
le fluía del rostro. Con la cabeza gacha y
descubierta, el poncho plegado sobre la
espalda y las manos juntas y recostadas
en el pecho, semejaba un niño en su
primera comunión. Un niño bueno, un
niño que estuviera pidiéndole un juguete
al Señor en cambio de una oración, que
nada le costaba. O un ángel un poco
humanizado, de esos de aparición
histórica, en la que había sido preciso
hacerse visible para anunciar algo, y que
el sacristán, que estaba detrás, se
hubiera puesto en la misma actitud para
verle y oírle.
El cañón del rifle, cuya boca parecía
besar la peana del santo, brillaba
también, reflejando sobre su tersura el
flameo de los cirios.
El rezo duró una media hora larga;
un rezo que apenas podía adivinarse en
el tenue bisbiseo de los labios: el del
sacristán, intermitente, mecánico, frío,
formulista; el del futuro pishtaco,
continuo, fervoroso, concienzudo. La
boca del uno, ribeteada de un verde
repulsivo por el vicio de la coca,
parecía morder; la otra, fina y resecada
por la fiebre de un odio comprimido,
parecía quemar. Ambas se completaban,
como se completaban en ese cuadro de
siniestra oración el espíritu de una raza
eminentemente supersticiosa y
terriblemente sombría.
Agotada la plegaria, Calixto,
irguiendo el busto y levantando los
brazos, comenzó a decir en voz alta:
—Taita San Antonio, no voy a matar
con mi gusto. Puma Jauni es quien me ha
buscado pelea. Él fue quien se llevó mis
dos yuntas primero; él, quien limpió
después mis sementeras, cargando toda
mi cosecha y dejándome apenitas para
comer con mi familia. Hará un año que
arreó todas mis ovejas a su estancia,
matando a mis lapones; ahorita no más
se ha llevado a mi hermana Maruja, que
no podrá honrarla porque es cuchiguato.
¿Qué debo hacer, pues?
Y como nadie le respondiese y
menos el santo, a quien iba dirigida la
interrogación, se respondió a sí mismo:
—Matarlo, taita San Antonio. Baja
tu mirada y dime que sí.
Como el santo tampoco hiciera con
los ojos ningún movimiento, prosiguió:
—Bueno. Te quedas calladito, pero
me estarás oyendo. Lo que te pido es
que no me tiemble el corazón cuando me
tope con Puma Jauni. Harás que mi ojo
apunte bien y que mi rifle no se atore
cuando le esté cobrando la deudita.
El sacristán le interrumpió:
—Ofrécele también que si te ayuda
le traerás más velitas. Velitas le gustan
mucho a taita San Antonio. No olvides
tampoco a patrón Santiago, que te estará
oyendo, como que está aquí no más la
iglesia.
Calixto, dócil también a esta
advertencia que tomase como una parte
del ritual del acto que estaba
practicando, encarose nuevamente con el
santo y exclamó:
—Si me sacas bien, taita San
Antonio, venderé el más crecido de mis
novillos en Pillco-Rondos y te traeré la
platita en velas, en un milagrito de oro y
haré que taita Ramun te cante unas
misitas. ¡Te lo juro!
—¡Amén! —gangueó el sacristán
socarronamente, con el más puro acento
de sabor monacal, al mismo tiempo que
se dirigía a tomar la botella de chacta
traída por Calixto.
—¿Qué has dicho, taita Crisóstomo?
—preguntó Aureliano, volviéndose al
sacristán.
—Que está bien. Que eres ya un
pishtaco. Le he visto mover los ojos a
patrón San Antonio cuando le estabas
pidiendo. ¿No lo has visto tú?
Y como Calixto moviese la cabeza
dubitativamente, el yaya le hizo esta
reflexión concluyente:
—Verdad que tú no has podido verle
mover los ojos al taita santo porque
todavía no eres yaya, ni sacristán…
Pero el taita cura te dirá que es cierto.
Calixto, mirando al yaya de hito en
hito, sonrió. Luego, recibiendo la copa
de chacta que éste le ofrecía, la apuró
de un trago, como con rabia, como
queriendo decirle al hombre que
intentaba embaucarle: «Así haré en
adelante con todos los que me ofendan o
quieran burlarse de mí, hasta contigo,
viejo embrollón, que quieres meterte
con mi plata».
El sacristán pareció entenderle, y
esquivándole la mirada, le invitó a
sentarse en torno de la improvisada
mesa, para comenzar con la catipa, que
era el último acto de aquella extraña
ceremonia, y así permanecieron, entre
tragos y mascadas de coca, hasta que el
canto de los gallos les advirtió que
debían separarse.
IV
—Arrea no más, antes que el cielo
descargue su agua.
—¿No nos habrán visto salir,
Aureliano?
—¿Quién, pues?
—Los lapones de dos patas de Puma
Jauni.
—Aunque nos hayan visto. Para eso
llevo esta cara y a ti nadie por aquí te
conoce.
—¡Qué bien disimulado estás!
Parece abuelito con esas barbas de
cabro que te has puesto. Un shucuy de
Chavinillo mismamente.
—Para engañar a esos perros que
me estarían olfateando a la salida.
Ahora ya puedo quitarme esto. Ya está
bien oscurito.
Efectivamente lo hizo así Calixto,
que era quien caminaba sosteniendo el
diálogo con el mozo que le servía de
compañero, guardando el disfraz de
danzante en uno de los atados que iban
sobre la mula que trotaba delante de
ellos. Quien los hubiera visto en esta
actitud les habría tomado por dos
inofensivos y extraviados viajeros, que,
atemorizados por la hosquedad de la
noche y los flamígeros guiños de la
tormenta que les amenazaba, lo único
que deseaban era un sitio seguro para
acampar.
—Oye, Aureliano, si la lluvia nos
coge antes de llegar a la otra quebrada,
nos quedaremos sin pasar, y entonces no
te aseguro que lleguemos al altillo.
—Eso es lo que yo tampoco
quisiera, por eso debemos apurarnos.
Después no importa que se venga abajo
el cielo. Nos cobijaremos en las cuevas
que dices que hay al otro lado.
La observación aquietó a Nicéforo,
quien, aunque mozo capaz de muchas
cosas, iba un poco preocupado por la
aventura en que se había metido. Y si es
verdad que él también tenía deuda que
cobrarle a Puma Jauni, esto de
cobrársela a tiros y en compañía de un
mozo, cuyo valor no había sido puesto a
prueba todavía, no dejaba de
inquietarle. Verdad que él no iba a
intervenir directamente. Su papel no era
más que el de un simple auxiliar. Guiar a
Calixto en la senda que debía seguir y
por donde ni las mismas cabras se
hubieran atrevido, para llegar al punto
en que tendría lugar el encuentro.
Habría querido guiarlo cualquiera
otra noche y no en una como ésta en que
todo parecía obstaculizarles el viaje.
Pero, precisamente, por esta
circunstancia, esperada con impaciencia
por Calixto, es que éste había decidido
salir a «la caza del puma de dos patas»,
como le dijera cuando le dio la voz para
cargar la mula y arrear por delante.
Astuto como su padre y aleccionado
por sus constantes ejemplos, Calixto
sabía muy bien que, para que una
empresa como la que iba a acometer
tuviera éxito feliz, lo inesperado era lo
mejor. Qué iba a imaginarse Puma Jauni,
si es que éste le había echado ya la
mirada encima, que un indiecito
semejante, que todavía estaba «oliendo
a leche de oveja», le madrugara de ese
modo, cuando todo el mundo estaría
aquella noche encerrado en sus casuchas
y hasta los perros ovillados y temblando
entre los huecos de las pircas[*] y los
rincones de los corrales. ¿Quién podía
atreverse a viajar en una noche así,
cuando los mismos jircas andan sueltos
por las quebradas, y los auquillos[*],
alborotados en las cumbres; cuando los
ichus[*] se tornan intransitables y arrojan
a los abismos a quienes se aventuran por
ellos, cuando los huaycos[*] se desatan
por todas partes, arrollando y
demoliéndolo que encuentran?
Todo, pues, podría imaginarse Puma
Jauni, aquella noche menos que el hijo
del difunto Rufino, esa «lombriz de
tierra», como le llamaban
despectivamente en Chupán y hasta en
Obas, estuviera ya pisándole el terreno,
en pleno dominio suyo. Más todavía:
que le viniera a buscar al sitio en que ni
sus mismos hombres podían penetrar sin
orden suya, bajo pena de muerte.
Porque el lugar adonde Calixto se
dirigía aquella noche era la residencia
particular y misteriosa del feroz
bandido. Una especie de ciudadela
sagrada, en la cual sólo podía penetrarse
por un portachuelo escalonado y a pie,
por no permitir su anchura el paso de un
jinete.
Era allí donde Puma Jauni venía a
refugiarse cuando se veía acosado por la
fuerza pública o por sus enemigos, o, en
ciertos días, a disfrutar de un poco de
amor y quietud. Una ciudadela, que sólo
la astucia y la sorpresa podían hacerla
franqueable. Por estar seguro de esto, el
bandido había secuestrado ahí, desde
hacía dos meses, a la hermana de
Calixto, convertida desde entonces, por
obra de la violencia, en su querida y en
señora de aquel antro.
Pero la tormenta no llegó. Prefirió
quedarse rugiendo a la distancia para no
estorbar a Calixto en la obra que iba a
ejecutar. Se diría que la audacia y
decisión de este hombre inconcluso la
habían dejado en suspenso y que,
desarrugando el ceño, se preparaba a
contemplar el bizarro encuentro de dos
hombres andinos.
—Bueno, ya estamos del otro lado,
Nicéforo —murmuró Calixto, una vez
que pasaron la «quebrada de los
laupis»—. Mi coca no me ha engañado y
mi jirca se ha quedado contento con el
regalo que le hice. Ahora dirás tú por
dónde debemos tomar.
—Por la izquierda. Siempre por la
izquierda, siguiendo taquinani[*].
Camino de la derecha, para viajeros, no
sirve. Daríamos muchas vueltas y la
mañana nos sorprendería sin haber
llegado al nido de Puma Jauni. Y la
gente de éste debe andar también por ahí
desparramada. Podíamos toparnos con
ella y entonces, se acabó todo…
—Pasa, pues, delante y jala de la
mula, que parece que ya va más
voluntaria.
—Oye, Aureliano, ¿quieres decirme
para qué trajimos mula y me has hecho
que la cargue con ese saco de lana? ¿Era
preciso mula y lana para matar a un
hombre?
—Para matar a un hombre no,
Nicéforo, pero sí para cargar gente, para
llevar de regreso a mi hermana. ¿Que no
sabes que también voy por mi hermana?
—Hablas muy seguro, Aureliano.
Para rescatar a la Maruja hay que matar
primero al puma.
—¿Y crees que no podré? No podrás
tú que nunca te animaste a venir solo,
sabiendo dónde se escondía ese
mostrenco. Parece que le has tenido
siempre miedo y que la voz comienza a
temblarte.
—Por mí no; por ti, Aureliano. Yo
no me voy a poner delante de ese indio.
—Entonces ríete, porque mi rifle se
va a poner al habla con él y mi rifle
habla bonito, ¡carache!
Después de haber caminado unas
ocho horas por senderos peligrosos y
horripilantes, cuyo fondo si bien no
podía columbrarse por la oscuridad, aún
sensible, los indios presentían por
medio de los pies y la mula lo advertía
con intempestivas paradas, dando
resoplidos y como deliberando sobre el
punto en que debía apoyar cada casco,
una especie de muralla arriscada les
detuvo.
Nicéforo se puso a tantear con
ambas manos la roca, como practicando
un reconocimiento y después de unos
instantes murmuró:
—No me he equivocado; estamos a
la espalda de la guarida de Puma Jauni.
—¿Estás seguro? ¿Te has fijado
bien? —exclamó, impaciente por
primera vez, Calixto.
—Me he fijado bien. Acércate.
Trepando por aquí como gato se puede
llegar calladito hasta arriba y divisar lo
que hay adentro.
—¿Conoces la subida?
—La conozco. ¿No te he dicho ya
que mi padre estuvo allí escondido
ahora años, cuando le perseguía la
fuerza? Después que murió se agarró el
escondrijo Puma Jauni, que sabía el
secreto. Allí hay casa, agua, arbolitos,
pájaros que cantan, corral para
animales. Por eso Puma Jauni ha metido
allí a tu hermana.
—Y por eso yo le voy a abrir la
puerta a tiros a ese mostrenco luego que
el día claree.
—Lo que se va a alegrar Chupán y
todos los pueblos de la comarca cuando
sepan que les has quitado de encima a
Puma Jauni con una bala en la cabeza.
—En la cabeza no; en el corazón,
que trae buena suerte.
Ambos rieron silenciosamente,
mientras la mula, que parecía haber
estado oyéndolos, se detuvo también,
como enterada de que el viaje había
terminado.
Calixto, que como jefe de la
diminuta expedición debía prever todo,
ordenó:
—Ponle qué comer a la mula,
Nicéforo, antes que lo pida relinchando
y se enteren allá arriba.
—Ya lo había pensado, Aureliano.
Y el indio, después de hacer esta
operación y restregarse las manos, se las
escupió, diciendo:
—Estoy listo. Empezaremos la
subida por aquí. Agárrate bien.
Y los dos, con los rifles en
bandolera, mantenidos hasta ese
momento ocultos bajo el poncho,
comenzaron a trepar felinamente. Fue
aquélla una ascensión del más puro
andinismo, en la cual, a falta de bastones
y cuerdas, las manos y los desnudos pies
iban haciendo de garfios sobre las
aristas de las rocas y las ramas de las
plantas rastreras. De cuando en cuando
un pedrusco desprendido, que se iba
rebotando hasta el fondo; insectos que
huían entre las grietas; aleteos de
pájaros, que salían espantados de sus
nidos. Un escalamiento de más de cien
brazadas durante una hora de peligro, en
que el instinto, el corazón y la voluntad
supieron triunfar de una salvaje
naturaleza.
—Ya estamos arriba, ¡carache!
Trabajito nos ha costado —murmuró
Nicéforo, quedándose agazapado detrás
de una roca que parecía un menhir y
volviéndose a Calixto, que se había
detenido también de sondear con la
mirada el espacio.
—Ya está clarito adentro, Aureliano.
Acércate y mira.
Calixto se aproximó y se puso a
observar. En el fondo, una explanada
rectangular de unos doscientos metros
de largo por unos cincuenta de ancho. En
el centro y un poco a la derecha —lado
oriental— una casita, con varios
compartimientos de piedra y barro,
construidos en forma primitiva y
techados de paja. A pocos pasos, un
corral, circundado de piedra también,
con una veintena de ovejas, de las
cuales, las mayores rumiaban pensativas
y acostadas, mientras las más tiernas,
como electrizadas por la radiante
eclosión del día, se perseguían y
triscaban entre balidos y estornudos.
Sobre un caballete de tres palos, que
semejaban un goal, una hilera de
gallinas, con su sultán en medio,
comenzaban a desperezarse y a ver
cómo aterrizar en busca del cotidiano
sustento. Y delante de la casucha,
tumbado, pero en son de guardián, un
perrazo de amarillento pelaje, cuya
formidable corpulencia bastaba para
imponer temor a los hombres y a las
fieras.
—Como apure un poquito más el
día, Aureliano, el lapón nos va a
olfatear, y si nos olfatea nos descubre y
se nos viene encima. Entonces se ha
perdido todo…
—Eso es lo que deseo precisamente,
Nicéforo. Me va a servir para mi plan.
Y para que no nos descubra a los dos
juntos ándate para allá al frente, al lado
de la entrada, y cuando yo te silbe le
sueltas una bala a ese lapón del diablo.
A él no más. A mí me dejas a Puma
Jauni; con ése me entiendo yo. Si yerro y
me mata entonces tú verás la manera de
asegurarlo o escapar.
El indio Nicéforo se santiguó, y
después de revisar su arma, empezó a
deslizarse en la dirección indicada por
Calixto. Pero apenas éste lo hubo
perdido de vista, el perro, que ya se
había incorporado, comenzó a ladrar
sordamente, yendo y viniendo indeciso,
tratando de descubrir el lugar de donde
le venía el extraño y desagradable olor
que olfateaba y que le había
interrumpido su sueño.
Simultáneamente se asomaron dos
cabezas de mujer, una por la puerta que
daba al corral y otra por el lado
opuesto, que era la que miraba a la
hendidura por donde se penetraba a
aquel recinto. Ante estas apariciones
Calixto hizo un movimiento de alegre
sorpresa. «¡Ah! —pensó—, aquélla es
la Maruja y la otra la que le ha puesto de
madrina Puma Jauni, para que no se
quede sola cuando él se va. ¡Indio
ladino! ¡Zorro ladrón! No ha querido
asomarse él primero y ha mandado a las
mujeres. Pero dónde irás hoy, bandido,
que mi rifle no te alcance».
El perro no le dejó continuar en su
soliloquio. Optando al fin por el lado de
donde el viento le traía sin duda las
emanaciones más odiosas, se lanzó,
tarasqueando furiosamente, hacia aquél
por donde Nicéforo iba bordeando, y
una vez a la altura de éste, enfiló la
cuesta con propósito de salvarla.
Aureliano, atento a la maniobra del
animal y comprendiendo que el momento
de obrar había llegado, silbó y segundos
después el perro rodaba, despatarrado
de un tiro.
—¡Bien! —murmuró Calixto—. No
está mal el pulso del cholo. Ahora
vamos a ver cómo anda el mío.
No había acabado de murmurar esto,
cuando por la puerta que daba al corral
apareció un hombre, carabina en mano, y
luego de espaciar una mirada por las
alturas, salvó de un salto las tapias y
echó a correr, en zigzag, en dirección al
sitio en que Calixto estaba apostado.
Éste, que no le había perdido de
vista, tan luego como calculó la
distancia que le convenía, sacando el
cuerpo y apuntando, gritó:
—Párate, cholo mostrenco, y oye lo
que te voy a decir.
Puma Jauni, por toda respuesta, se
encaró el rifle rápidamente y disparó,
pero como el disparo lo hizo más guiado
por la voz que por el bulto del hombre
que apenas entreviera, el tiro le falló.
Ante esta falla, el bandido,
sofrenando su nerviosidad, se quedó
firme y encarándose a Calixto, que le
apuntaba en ese instante y a quien
reconoció instantáneamente, le gritó, con
tono desafiante:
—Tira, pues, «lombricita de tierra».
Me has adelantado. Habías sido tan
zorro y madrugador como tu padre
Rufino.
Y apenas dicho esto, con rapidez
suma, dio un gran salto adelante y se tiró
boca abajo, calculando que en ese
instante debía disparar Calixto, por
suponer que éste ignoraría aquella treta,
propia de los pishtacos avezados a
jugarse la vida en situaciones
semejantes.
Calixto, preparado ya para aquel
juego, no disparó sino segundos
después, cuando ya Puma Jauni, tendido,
intentaba cargar el arma, hiriendo al
indio en los riñones.
—Creías que yo tampoco sabía estas
mañas, ¡perro obasino! Tómate esa
balita que te he mandado, para que no
vuelvas a robar mujeres y meterte con
los Calixtos.
Puma Jauni, sin disimular el dolor
que empezaba a torturarle, abandonando
el rifle, se incorporó en un supremo
esfuerzo, hasta quedar medio de
rodillas, y, con quejumbrosa voz, dijo:
—¡Ya, está, Aureliano! ¡Me has
jodido! Baja a «hacerme pasar». Te lo
pido por favor. La bala me está
mordiendo bien adentro. ¡Baja!
Y como el indio, para convencer a
Calixto de que efectivamente le había
herido, se llevara la diestra hacia atrás y
la mostrase después ensangrentada, éste
se decidió al fin a bajar, no sin darle
antes la voz a Nicéforo para que hiciera
lo mismo.
—¡Aquí estoy, hijo del diablo! --
habló Calixto, deteniéndose junto a
Puma Jauni—. De buena gana te dejaría
estacado bocarriba, para que te
remataran los buitres, que eso mereces,
pero he ofrecido tu cabeza.
—Hazme, entonces, «pasar» pronto,
cholito valiente, y córtala después si te
da la gana.
—Yo no sé «hacer pasar» porque tú
eres el primer cholo que mato. Pero
Nicéforo va a hacerte el favor.
—Aunque no lo merece. A mí
también me ha hecho bastante daño.
Y dirigiéndose Nicéforo al
moribundo bandido:
—¿Con qué quieres que te «haga
pasar», con carabina o con cuchillo?
—Con lo que quieras, pero hazlo
pronto —replicó con gesto de dolorosa
indiferencia el herido, desplomándose.
Y mientras el otro sacaba el puñal
para partirle el corazón, Puma Jauni
todavía pudo decir:
—Me enterrarán junto con mi perro.
¡No lo olviden!
V
Terminado el desayuno, después del
descenso, practicado con menos
dificultad y peligro que la subida, por
haberles favorecido la luz franca del
sol, pero más complicado por la
diligencia que tuvieron que desplegar
ambos mozos en auxiliar a cada instante
a la mujer que bajara con ellos, Calixto,
cogiendo a ésta por un pie, la aupó
sobre la mula, y dirigiéndose a
Nicéforo, ordenó:
—Cuelga la cabeza de ese
mostrenco en el anca, si es que no
quieres llevarla tú mismo.
—¡Achachau! Pesa. Mejor ponerla
al anca.
—¿No se ha reventado la maldita?
—Nada. La envolví bien en la
camisa y la eché a rodar hasta abajo
para quedar con mis manos libres. ¡Qué
rica cabeza de cholo! ¡Y qué fea se puso
después que la corté! Parece que se
quedó diciendo: «¡Cómo estos lapones
sarnosos han podido más que yo!».
—¿A la vieja alcabite dónde la
dejaste?
—Adentro, bien amarrada para que
no corriera a avisar.
—¿No has agarrado nada de allá
arriba? Lo primero que te encargué fue
que no agarraras nada. No hemos venido
a robar, Nicéforo, sino a matar.
—Ni una hilachita, Aureliano.
—Bueno. Ahora tú, Maruja, arrea.
Hay que aprovechar la mañana, que está
muy linda —concluyó el flamante
pishtaco, echándole al cielo una mirada,
quién sabe si de gratitud o de
complicidad, ya que todo le iba saliendo
bien hasta ese momento.
La moza, un poco desencajada y con
cierta inquietud en el espejo de sus ojos,
arreó nuevamente.
La entrevista de los dos hermanos no
había sido efusiva, como ella lo habría
deseado. ¿Cuál sería el pensamiento de
él cuando ella le salió al encuentro
llorando e intentando abrazarle? ¿Se
imaginaría que sus lágrimas eran por la
muerte del bandido y no por la emoción
que le causara la presencia de él? En
todo caso ¿tenía ella la culpa de haberle
gustado a Puma Jauni? ¿Por qué cuando
éste se la llevó no corrió Aureliano,
junto con sus amigos, a rescatarla a
balazos? ¿Para qué servían los hombres
entonces? ¿No era para cuidar a las
mujeres, como los perros a los ganados?
Y lo que más le había dolido en la
entrevista era que el mozo, después de
habérsela quedado mirando, atajándole
sus ímpetus fraternos, le dijo: «No me
abraces hasta que la mancha que te ha
dejado el perro obasino no se te haya
limpiado bien y delante de nuestro jirca,
y hasta que diga tu madrina, después del
registro, que no te ha dejado liendre el
piojo».
¡Liendre! ¿Sería ésta la causa de que
en los últimos días se pasara llorando,
sin ganas de comer, encogida sobre la
cama y conteniéndose apenas, a la hora
en que la vieja le servía, para no tirarle
los platos a la cabeza? Y aunque así
fuera ¿no era ella una Calixto para
quitarse de encima la liendre que le
hubieran engendrado sin su gusto? ¿No
había para eso en Chupán comadres que
sabían sacarla?
Ante este último pensamiento, que
pareció repercutir telepáticamente en
Calixto, éste, que caminaba pegado a la
cabalgadura, dijo:
—No has querido desayunar allá
abajo, Maruja. Estás acaso desganada…
¿Será que el piojo obasino hizo ya cría y
te has vuelto por eso melindrosa?
—Nada, Aureliano, nada. ¡Te lo
juro!Y la moza, desmintiéndose, comenzó
a llorar silenciosamente.
—Ojalá que así sea, porque si llevas
algo adentro no sé lo que vamos a hacer
con el intruso. Tendrás que irte donde no
volvamos a verte, o me iré yo donde me
lleve el diablo. ¡Qué rabia me daría ser
tío de un hijo de Puma Jauni!
—¡A mí, qué vergüenza, hermanito!
Una deshonra para nuestra familia.
—¿Lo estás diciendo de corazón,
Marucha?
—¡De corazón, Aureliucho!
El indio se enterneció un poco, pero
no queriendo que su hermana le fuera a
descubrir lo que él consideraba una
debilidad, y menos que Nicéforo lo
trasluciera, gritó:
—Arrea, mula mañosa, que ya se va
entardeciendo. Y tú, Nice, corre en
seguidita a avisar al pueblo que ya
estamos llegando, para que vengan a
recibirnos. Y repara en las vueltas, no
vayan a estar los lapones de Puma Jauni
olfateándome.
—Y a la hija de taita Evaristo ¿qué
le digo?
—Que eres muy curioso y que estás
queriendo volverte alcabite en vez de
pishtaco.
Los dos hermanos quedaron
sumergidos en un silencio de quebrada
andina, solemne, abrumador, de esos que
hacen que el indio se sienta más poseído
por su amor a las cumbres, más
penetrado de fuerza telúrica, y el
hombre de la costa, más aplanado e
impaciente por librarse de un medio que
le irrita y cuya grandeza no puede aún
comprender.
Iban tan absortos que ninguno de los
dos se había percatado de que estaban
ya en la cuenca del Chillán, y al otro
lado un numeroso gentío, que al verles
comenzó a vocear:
—¡Ahí viene Aureliano!
—¡Ahí viene Aureliano!
—¡Viva el pishtaco valiente!
—¡Viva Chupán!
—¡Viva patrón Santiago!
—¡Dónde está la cabeza de ese
ladrón de mujeres! ¡A ver la cabeza, la
cabeza!
Ya en el otro lado, precipitose sobre
ellos la poblada y, antes de que el mozo
acabara de calzarse los shucuyes,
arrebató de las ancas de la mula el
envoltorio que contenía la cabeza de
Puma Jauni, y entre alaridos de
impaciencia y crispaturas de manos
codiciosas, la más poderosa de éstas,
cogiéndola por los apelmazados
cabellos, la exhibió en alto, desnuda,
lívida, medusiana, con los bordes del
tasajeado cuello replegados y circuidos
por una gorguera de rojos cuajarones,
que daba un aire de desprecio enfático.
—¡Ensártala en este palo! —gritó
una voz.
—Sí, sí; en el palo, en el palo para
que todos la vean cuando entremos a
Chupán.
El mozo del palo, que no era otro
que el alguacil del regidor, clavó la
cabeza en la improvisada pica y,
enarbolándola a manera de pendón
siniestro, inició el desfile seguido de
cerca por una banda de perros famélicos
—excitada ya por el olor de la sangre y
el ensordecedor griterío de las mujeres
— y por otra, la de los músicos, más
excitada aún por la expectativa de una
bacanal en ciernes y el abigarrado
concierto que formaban con sus arpas,
violines y pincullos.
En el pueblo, el recibimiento se
convirtió en apoteosis. Todos,
retrasados, indecisos e incrédulos,
acabaron por incorporarse a la turba.
Hasta los niños, enardecidos por el
salvaje espectáculo, corrieron a ponerse
a la cabeza de ella. Sólo los inválidos y
los enfermos se contentaron con
asomarse a las puertas y agitar
convulsivamente las manos, como si
arrojaran con ellas maldiciones sobre el
trágico trofeo que veían pasar.
El mismo taita Ramun, el cura, no
pudo resistir a la tentación de atisbar,
desde uno de los ventanucos de su
morada, aquella extraña procesión y
decirle a la Santosa, que detrás de él
veía también como fascinada el desfile.
—Mañana hay que decir una misa en
acción de gracias por habernos librado
el Señor de aquella fiera.
—Supongo que no será gratis,
Ramón; que te la pagará el pueblo
aunque sea a realito por cabeza.
—Veremos, porque éstos a la hora
de soltar el dinero son muy roñosos. ¡Y
qué buena hazaña la de ese cholito
Aureliano! No lo hubiera creído nunca.
—Es de los que tú dices que son
como para cría.
—¡Cállate la boca! Siempre han de
poner ustedes las mujeres malicia
cuando hablan de los hombres que las
entusiasman.
Al detenerse la multitud frente al
cabildo, donde el alcalde con todos los
nuevos cargos se hallaban esperando,
éste gritó:
—Oye bien, Aureliano, lo que te voy
a decir, a nombre del pueblo, y
guárdalo. Te has portado bien. Chupán y
sus yayas te dan las gracias; están
contentos y ya podrán dormir tranquilos
debido a tu valentía. Acércate para darte
un abrazo.
Y después de habérselo dado,
continuó:
—Has cumplido tu palabra. Yo
también debo cumplir la mía. Aquí
tienes a la Isabela, que se quedó
temblando cuando te fuiste y ahora que
estás de vuelta no hace más que reír.
Mírala bien, y si hasta el otro
maranshay te sigue gustando, no hay
más, se lo dices a taita Ramun para que
te eche la bendición. Ahora, entra para
que comas y bebas un poquito de chacta
con nosotros. Hemos matado algunos
carneritos. Los demás que se retiren…
—¿Y la cabeza que te he traído
dónde quieres que la pongan?
—Que la haga clavar el regidor en
medio de la plaza por unos tres días,
para que nadie se quede sin verla, y
después que se la eche a los perros, que
estarán codiciándola.