La mula de taita Ramun (Enrique Lopez Albujar)
I
Taita Ramun, como le llamaban
todos en el pueblo al señor don Ramón
Ortiz, español de Andalucía y cura de
Chupán, a mucha honra, según decía él
con un resabio de ironía bastante
perceptible, habíase levantado aquel día
más temprano que de costumbre. No
había dormido bien, no porque el
insomnio le hubiera removido en la
noche el acervo de todas aquellas
buenas o malas cosas que yacen en la
conciencia de un pastor de almas
serranas, sino porque la avaricia,
aguijoneada por la impaciencia, le había
estado haciendo echar cálculos sobre no
sé qué clase de derechos parroquiales,
que no le salían del todo bien, es decir,
a su gusto.
Lo que tenía que recibir esa mañana,
en forma de discos relucientes y
acordonados, no le parecía bastante. Por
cada una de las dos misas veinticinco
soles y cincuenta centavos; por el canto
—porque según decía él, nada tenía que
hacer la misa con el canto— otros
veinticinco cincuenta. Total: ciento dos
soles. La cuenta estaba muy clara, más
clara que el jacha-caldo[*] de sus
feligreses; pero no llegaba a los
doscientos veinte que había pensado. Y
de lo que se trataba, precisamente, era
de que llegara a esta suma. ¿Cómo inflar
un poco más los derechos? Apenas si se
le había ocurrido lo de separar el canto
de la misa, cosa que hasta entonces no
había hecho ninguno de sus antecesores.
Ni cabía tampoco lo de enredar la
cuenta. Porque, eso sí, en materia de
cuentas, los chupanes podían darle
quince y raya al contador más hábil, así
como a la hora de pagarle al señor cura
tampoco había nadie que los ganara a
exactos y escrupulosos.
Todo esto tenía malhumorado y
cejijunto a taita Ramun. De otro lado, la
estadística matrimonial venía
demostrándole anualmente, con una
crueldad alarmante, la disminución
progresiva de los matrimonios. Dos
años antes, en la redada del primero de
enero, los decuriones habían logrado
coger y llevar a la casa cural sólo
quince parejas. Un escándalo, que lo
había excitado y le había hecho decir
cosas terribles en el púlpito. Y el año
pasado (se le revolvía la bilis al
recordarlo) la redada había sido un
fracaso completo, un fracaso que habría
hecho clamar a gentes menos bestias que
las de Chupán y dejar el curato a otro
sacerdote menos capaz de sacrificio y
menos evangélico que taita Ramun.
¡Cuánta mudanza en tan poco tiempo!
Cinco años antes era de ver la sumisión,
la religiosidad y el desprendimiento de
su rebaño: el desprendimiento sobre
todo. El vicio del regateo no había
contaminado todavía el alma sencilla de
los chupanes, y los mozos que vivían
amancebados, apenas veían rayar el
segundo día del año, comenzaban a
invadir la casa cural, graves y sumisos,
mientras sus compañeras, alegres,
limpias, enjoyadas, marchaban detrás,
dándole vueltas al huso, símbolo de la
labor doméstica andina. ¿Y qué cosa
más digna, ni más edificante que esas
uniones celebradas bajo el imperio de la
tradición y a la sombra bienhechora de
la iglesia? ¿Quién venía a ser entonces
el cura sino el paladín de la unión
conyugal, el ángel tutelar de la
legitimación de la prole? Entonces no
era menester la captura y el encierro;
bastaban las prevenciones hechas en la
plática del día anterior. Y nadie faltaba.
Los cincuenta o sesenta amancebados
del pueblo durante el año tenían cuidado
de preparar seis meses antes, a raíz de
la cosecha, todos los menesteres
indispensables al futuro estado: los
cortes de castilla para las faldas y las
catas[*]; los anillos y los aretes de cobre
para la desposada; el trípode para el
hilado; la callgua[*] y la shaguana[*]
para el tejido; la mesa y los dos bancos
para la merienda; los cacharros para la
cocina; el candil para la velada; el arcón
para la ropa, y los pellejos de carnero
para las camas… Y también los veinte
soles y cincuenta centavos para la
bendición del señor cura y unos
cincuenta más para la comida de boda,
la coca y la chacta.
Hasta el fiscal había descuidado sus
sagradas obligaciones. Ya no sabía,
como antes, compeler a los mayordomos
a que cumplieran con proveer
puntualmente la despensa cural. El credo
y el fervor venían cada día a menos. El
pueblo estaba enteramente dañado,
pervertido por el demonio y por esa ley
maldita de la conscripción militar, que
se llevaba todos los años a los mozos
por junio y antes de que esa otra ley,
más fuerte que todas, la de la especie,
los pusiera en el camino de
entendérselas con el señor cura. No era
posible seguir pastoreando almas en un
pueblo así.
Y no era esto lo peor. Lo peor era
que ya habían, los muy piojosos,
comenzado a discutirle los diezmos y las
primicias; que ya no le mandaban, como
antes, las papas más gordas y los granos
más frescos; los carneros más cebados y
la leche más pura, sino que le
demoraban la remisión, y en cada cosa
que recibía iba trasluciendo la
malquerencia, la socarronería, la
sordidez y hasta la burla. Y en cuanto a
su ama de llaves, doña Santosa, no la
obsequiaban ya como en otros tiempos.
Cuspinique, el sacristán, después de
muchos rodeos y de rascarse dos o tres
veces la cabeza, le había contado un día
que en casa del alcalde no se decía ya
doña Santosa cuando se referían a ella,
sino la mula de taita Ramun, y que
cuando así la llamaban todos se echaban
a reír estrepitosamente y escupían, lo
cual significaba que habían perdido por
ella toda consideración y por él, todo
respeto.
Por eso taita Ramun, que no había
dormido bien aquella noche, después de
hacerse las cuatro santiguadas de
costumbre, abotonarse la sotana, y
ponerse el poncho, enroscarse al cuello
la bufanda y calarse el solideo, gritó:
—Cuspinique, anda a ver si ha
llegado el primer mayordomo de la
fiesta, y si está allí, que pase.
II
Y el mayordomo, un indio sesentón,
que en lo de madrugar había ganado a
taita Ramun, pues hacía una hora que
estaba esperando que abrieran las
puertas de la casa cural, entró haciendo
genuflexiones y dejando entrever en la
eclosión de una falsa sonrisa el
verdusco y recio teclado de su dentadura
de herbívoro.
—Buenos días, taita —dijo el indio.
Y sin esperar respuesta, añadió,
sacando un paquete del huallqui:
—Aquí te traigo lo que me toca por
los derechos de la fiesta: cincuenta
soles, taita.
Don Ramón arrugó el entrecejo, se
rascó la punta de la nariz, señal de que
algo le disgustaba, y, midiendo de arriba
abajo al indio, con una de esas miradas
que quisieran adivinar lo que hay en el
bolsillo de las gentes, contestó:
—Hola, buen mozo, ¿conque me
traes ya eso?
—Sí, taita, cincuentiún soles.
—¿Cincuenta y uno no más?
—Lo mismo que te pagaron el año
pasado los demás mayordomos.
—Sí, pero el año pasado fue el año
pasado. Hoy las exigencias de la vida
son mayores. Hace cuatro meses que los
mayordomos salientes no me mandan ni
leña, ni leche, ni nada. ¿Con qué
compenso yo todo esto?
Y, como para inspirarle más
confianza y ver si así podía halagarle un
poco, añadió:
—Pero siéntate, hombre, siéntate.
Aquí estás como en tu casa.
—Gracias, taita.
Y Marcelino, que, como buen indio,
cuando más dulzura ve en el trato, más
desconfianza siente, después de
desparramar una mirada recelosa y de
tantear la silla que se le brindaba, se
apartó de ella, diciendo:
—Así estoy bien, taita.
—Bueno, hombre, sigue como te dé
la gana, y vamos a nuestro asunto. Te he
dicho que cincuentiún soles me parece
poco por las misas del primero y del
dos. Hay que hacer mucho, ¿me
entiendes?
—Lo mismo que el año pasado,
taita. Todos los años lo mismo: dos
misas cantadas y una procesión.
Cincuentiún soles está bien.
—Es que hay que cantar, y cuando
canto, al día siguiente ataque de asma
seguro; y esto hay que pagarlo. Ya se lo
había hecho advertir a todos vosotros.
—Por eso son veinticinco cincuenta
por cada misa, taita.
—No. ¿Y el canto? O si tú quieres
diré la misa del 2 rezada y entonces
pagarás veinticinco cincuenta menos.
¿Te parece bien?
La amenaza de decir la misa rezada
aquel día conturbó al indio. ¿Qué dirían
los de Obas, los de Chavinillo, los de
Pachas, los de Patay-Rondos…? Una
vergüenza para Chupán y una deshonra
para él, el primer mayordomo de la
fiesta, y para su familia. ¿Cómo, misa
rezada el día en que los rucucuna le
entregaban sus cargos a los
moshocuna[*], el día del Capac
Eterno[*] y del rigcharillag[*], en que
todos los cabildantes tienen que hacerle
coro al señor cura?
Pero el indio se serenó
repentinamente y, con todo el arte de un
actor que sabe fingir la expresión que
quiere, repuso:
—Está bien, taita. Se te darán los
cincuentiún soles más, taita. Esta noche
los buscaré y mañana temprano los
tendrás, taita.
—No, mañana no; ahora mismo.
Vosotros no me la jugáis dos veces
¡recontra! ¿Que no me acuerdo de la que
me hicisteis hace dos años por esta
misma época? Os comprometisteis, bajo
mi garantía, a pagarle a los de Obas
antes de un año los cincuenta escudos
que les estáis debiendo, para que nos
dejasen celebrar tranquilamente la
fiesta, y hasta hoy no habéis cumplido
con abonarles un centavo, ¡recontra! ¿Os
habéis figurado que yo he venido aquí
para hacerme responsable de vuestros
líos? Cincuenta escudos, que no sé de
dónde vais a sacarlos si continuáis tan
cicateros. Porque los cincuenta soles no
son realmente cincuenta escudos, sino
mucho más.
—Verdad, taita.
—¿Y de dónde os salió a vosotros
eso de prestar en escudos, cáspita? ¿Por
qué no fue en soles, que es vuestra
moneda?
—No sé, taita. El préstamo fue
hecho hace muchos años. Ni yo ni mi
padre habíamos nacido.
—¡Recontra! ¿Y vosotros estáis
respondiendo por aquello? ¡Si seréis
bobos vosotros!
Y el padre Ramón, a quien se le
había despertado la curiosidad de saber
el origen de una deuda tan sonada y tan
callada a la vez, que hacía más de
cincuenta años venía ensangrentando a
dos pueblos, se resolvió a preguntar:
—¿Y cómo fue eso del préstamo?
¿Lo sabes tú, Marcelino?
—Sí, taita. Un año no hubo cosechas
en todas las tierras de Chupán. Se
sembró papas, maíz y trigo, y en vez de
trigo, maíz y papas salieron unos
gusanos pintados y peludos, con unos
cuernos como demonios, que mordían
rabiosos el chaquitaclla[*] cuando éste,
al voltear el terreno, los partía en dos.
Entonces el taita cura aconsejó a los
chupanes sacar a patrón Santiago en
procesión y llevarlo a pasear por todas
las tierras de nuestra comunidad.
—¡Buena idea!
—No muy buena, taita, porque no
había plata para la fiesta y el pobrecillo
patrón Santiago estaba muy pobre: su
manto estaba muy lleno de zurcidos; su
sombrero, sin plumas; sus espuelas, que
habían sido de buena plata piña, se las
habían cambiado los mistis que pasaron
por aquí cuando los chilenos, con unas
de soldado, y su caballo, un caballo
blanco muy hermoso, que nos
envidiaban mucho los de Obas, y que de
noche salía a morder a los sacrílegos
que pasaban cantando delante de la
iglesia y de la casa cural, estaba sin
orejas y sin hocico porque se los había
comido la polilla.
—¡Qué horror! ¡Y vosotros
consintiendo tamaña vergüenza e
iniquidad!… ¡Recontra! Si parece
mentira que tales cosas pasen entre
cristianos. Ahora me explico por qué se
perdieron las cosechas de que me has
hablado. ¡Claro! ¿Por qué os había de
dar Dios, nuestro Señor, de comer si
teníais a Santiago, uno de sus santos más
queridos, como un pordiosero?
—Cierto, taita. Por eso nuestros
abuelos, para desenojar a patrón
Santiago le pusieron todo de nuevo ese
año: su sombrero, con su tuquilla[*] y
sus plumas de cóndor tierno, que habían
sido traídas de la cordillera; su manto
de paño colorado, con hilados de oro,
que de noche brilla como candela. Y en
la cintura le pusieron una espada con
empuñadura de oro y piedras ricas, de
muchos colores, que le mandó un señor
de Huánuco, muy devoto suyo, porque le
había curado las piernas. Y al caballo le
cambiaron la cabeza con la que ahora
tiene, la que ya no se apolillará más
porque es de laupi[*], cortado en buena
luna. Y entonces patrón Santiago, bien
vestido, estuvo quince días seguidos
caminando por todas las tierras de la
comunidad, acompañado del pueblo, con
veinte clases de danzas que le bailaban
por delante y sirviendo los mayordomos
grandes pachamancas[*] en los linderos.
—Vaya, hombre, echasteis la casa
por la ventana y os reconciliasteis con
Dios y vuestro patrón.
—Así es, taita, pero Chupán quedó
con deuda. Como no había plata para
pagarle a taita cura, que pedía cien
pesos por acompañar a patrón Santiago
por todas nuestras tierras, patrón
Santiago le pidió a patrón San Pedro de
Obas cincuenta escudos y se los dio.
Pero no se los dio sin papel. Patrón
Santiago tuvo que ir a Colquillas y allí
se vio con patrón San Pedro, que lo
estaba esperando, y le firmó el contrato
en que se puso que el patrón de Obas le
daba al patrón de Chupán cincuenta
escudos al diez por ciento, con plazo de
cinco años y con la garantía de nuestra
pampa de Colquillas, que es la que hoy
nos quieren quitar los obasinos.
—¡Hombre, hombre, en qué líos os
han metido vuestros patrones! ¿Y desde
entonces están San Santiago y San Pedro
queriéndose comer crudos?…
¡Recontra!, que me habéis hecho decir
una herejía. ¿Digo, desde entonces data
el odio que os tenéis ambos pueblos?
—Sí, taita.
—¿Y en tanto tiempo no habéis
podido cancelar una deuda tan
insignificante? ¡Cuidado si os pasáis de
tramposos! Porque, mirándolo bien,
¿qué son cincuenta escudos para un
pueblo como Chupán, con tantas tierras
y tantos ganados, vamos a ver?
Cincuenta escudos son… cincuenta
escudos. Una bicoca, que, reducidos a la
moneda de hoy y con el interés del diez
por ciento, en cinco años, suman cosa de
ciento cincuenta soles, a los que hay que
agregar los intereses corridos desde que
venció el plazo, que, por mucho que
sean, no han de ser tanto que os asustéis.
¿No es así?
—No, taita. No es así.
—¿Cómo que no? Te digo que es una
bicoca. Lo que pasa es que vosotros, por
un descuido imperdonable, que pone de
manifiesto vuestro desdén por las cosas
de la iglesia, que deben de ser acatadas
y cumplidas de preferencia, habéis
dejado crecer la deuda hasta el punto de
que hoy os parezca una enormidad, y con
la amenaza de perder Colquillas.
El indio, que había escuchado la
fraseología del cura sin pestañear, pero
atendiendo más a la cuenta que acababa
de sacarle que al reproche, contestó:
—Ciento cincuenta soles no, taita; ya
los habríamos pagado. Obasinos cobran
más, obasinos están orgullosos de lo que
les debemos. Dicen que con la plata que
les debe Chupán podrían techar
Colquillas. ¿Cómo será, pues, taita?
—Una exageración más grande que
las narices de Cuspinique. ¿Cuántos
años tiene la deuda?
—Hasta junio del año pasado, ciento
cuarentitrés soles, taita; ni uno menos.
Ahí está en el documento que todos los
años se pasan los escribanos.
—Pues con todo, la deuda no llega a
los dos mil soles. Y Colquillas vale
veinte veces más. Y si los obasinos
sienten codicia por esas tierras, pues ya
tienen unos diez siglos que esperar
todavía.
—Estás equivocado, taita.
—¿Qué dices, hombre? Sería
curioso que me enseñaras tú a sacar una
cuenta de intereses. Cincuenta escudos,
que son cien soles, al diez por ciento
anual…
—Perdona, taita, que te interrumpa.
El interés es mensual. Cada mes diez
soles.--
¡Demonio! —exclamó taita
Ramun, dando un respingo—. ¿Diez por
ciento mensual? ¿Que estabais locos
vosotros cuando hicisteis el préstamo?
Una usura, merecedora de la horca.
—¿Te parece mucho, taita?
—¿Y me lo preguntas, animal?
—Doña Santosa, tu ama, taita, pide
dos reales a la semana por cada sol que
nos presta, y cuando se vence el plazo y
no le pagamos nos manda a embargar la
vaca o el caballo con los decuriones.
¿Qué te parece, taita?
—¿Cómo que la Santosa hace con
vosotros tales cosas? ¿Y por qué no me
lo habéis dicho, pedazo de bestias?
—¿Qué vamos a decirte, taita, si ella
misma cuando nos presta dice:
«Cuidado con hacerme una trampa,
porque les advierto que el señor cura
tiene muy mal genio»?
—¡Recontra! ¿Eso dice esa mala
pécora? Pues mañana mismo la despido.
Bueno es el hijo de mi madre para
consentir que le tomen su nombre en
esas cochinadas…
—No te molestes, taita. Chupanes no
creemos lo que dice doña Santosa;
chupanes sabemos que taita Ramun es
generoso.
—Hombre, tanto como generoso no;
la generosidad es el vicio de los
manirrotos, un pecado que inventó el
demonio de la vanidad. El que da parte
de lo que tiene, sin tener obligación de
darlo, sin saber las necesidades que
puede tener mañana, comete un pecado
contra sí mismo y se expone a tener que
pedir alguna vez y a pasar por el dolor
de que se lo nieguen. ¿Verdad?
—Verdad, taita.
—Dar un pan, dar un plato de
comida, dar una noche de posada, está
bien; pero dinero… ¡dinero!… El dinero
es una perdición. Con un sol puedes
emborracharte, puedes despertar la
codicia del vecino, puedes comprar un
puñal y cometer un asesinato… No,
hombre; te repito que yo no soy
generoso con el dinero y que tus
paisanos están en un error al suponerlo
siquiera. Sobre todo, que el dinero en
manos de gentes como vosotros es causa
de perversión.
—Marcelino emplea bien la plata,
taita. Tengo muchos hijos, como tú
sabes; el mayor está en Huánuco, en el
Seminario, y me cuesta mucho
sostenerlo. Por eso te pedía, taita, que
me perdonaras los veinticinco
solcitos…
—¡Ah, pillo! —replicó el cura,
dándole al indio un tirón de orejas—. Ya
te veía venir. Cualquiera al oírte diría
que se trata de un pobrecito que no tiene
en qué caerse muerto. ¿Y las sesenta
vacas lecheras que tienes pastando en
Colquillas, por una de las cuales me
pediste cien soles? ¿Y los mil y tantos
carneros con que te tiene apuntado el
escribano? ¿Y la piara de mulas con que
trajinas por todas partes, pidiendo por
cada carga un dineral? ¿Acaso no me
acuerdo de lo que me cobraste por
traerme de Huánuco dos cajones de
petróleo? ¡Recontra!, que el flete me
salió más caro que el artículo. Desde
entonces te las estoy guardando. Anda,
anda, suelta los veinticinco soles
cincuenta, ni un centavo menos, y
déjame en paz, que todavía no he
desayunado.
—Cinco soles siquiera rebajarás,
taita. —Te he dicho que ni un centavo. Lo
más que te ofrezco, como yapa, es
pedirle a vuestro patrón, en la misa del
primero, que les haga perder la memoria
a los obasinos para que no se acuerden
más de Colquillas.
El indio se resignó y, receloso, abrió
el huallqui, sacó dos paquetes largos y
gruesos, los partió y comenzó a contar y
recontar lentamente, con una lentitud que
exacerbaba al cura hasta lo indecible:
—Diez… veinte… treinta…
cuarenta… y cincuenta y uno… y
ciencuenta. ¿Está bien, taita?
—No hombre, no; ya te he dicho que
son ciento dos soles; veinticinco
cincuenta por cada misa y veinticinco
cincuenta por cada canto. ¿Me has
entendido?
—Ciento dos, pues, taita…
—¿Y cómo dices cincuenta y uno
cincuenta?
—Cincuenta y uno cincuenta, pues,
por las misas, taita.
—¡Dale! ¿Y los cincuenta y uno del
canto?
—Cincuenta y uno, pues, por el
canto, taita. Si rebajaras siquiera el
piquito…
—No seas necio, Marcelino. Paga
los ciento dos soles o no hay misa
cantada en ninguno de los dos días,
aunque me lo mande el nuncio. Y pronto,
que ya me estás cargando.
El indio, después de separar en dos
porciones el precio tradicional
correspondiente a cada servicio
religioso, concluyó diciendo, con una
resignación hipócrita, que parecía un
reproche a la sordidez del cura, al
mismo tiempo que volteaba el huallqui:
—Te llevas toda mi cosecha, taita.
Por eso me decía Niceta: «Oye,
Marcelo, ¿no te parece bueno que Benito
estudie también para cura?». «¿Para
qué?», le respondí yo. Y ella me
contestó, no te vayas molestar, taita:
«Para que trabaje menos y gane más,
como taita Ramun».
Don Ramón, que no había perdido
una palabra de lo dicho y que en lo de
contar y recontar lo hacía más
calmosamente que el mayordomo, se
apresuró a responder, ceñudo y sin alzar
la cabeza:
—¡Eh! ¿Qué estás ahí diciendo,
animal? ¿Que toda tu cosecha es para
mí? ¿Y mis misas, y mis rezos, y mis
preces, y mis cantos, y mis ayunos, para
que el diablo no cargue con vosotros,
para quiénes son, desagradecidos? ¿Por
quién he venido yo de tan lejos,
corriendo peligros y abandonando mis
comodidades, sino por vosotros, pedazo
de bestias?
—Verdad, taita.
Y levantando más la voz y
eclipsando los ojos como dos oes
mayúsculas:
—¿Y sabéis vosotros por qué vine
yo aquí? ¿No lo sabéis?
—No, taita.
—¡Qué habéis de saberlo! Vosotros
apenas sabéis comer esas porquerías
que llamáis tocus[*] y jacha-caldo. Yo
vine aquí porque el señor obispo, ¿me
entiendes?, que se desvive por vosotros
y se conduele de la barbarie en que
vivís sumidos todos los de estas tierras,
me dijo un día allá en Huánuco: «Padre
Ramón, ¿quisiera usted ir a Chupán de
párroco?». «¿Y adónde es eso?», dije
yo. «A unas catorce leguas de aquí. Esa
gente está sin cura y entregada al
desborde, y necesito un hombre como
usted para que la meta en el buen
camino». Y, naturalmente, acepté. Y aquí
estoy desde hace seis años,
desbravándoos y más empeñado cada
día en que el demonio no cargue con
vosotros; y mediando de tarde en tarde
para que los de Obas no vengan a
cobraros a tiros la cuenta, y os arrasen
el pueblo, y os hagan cuartos a vosotros
y a mí me metan un tiro en la sesera,
que, al paso que vamos, me parece que
me lo van a meter.
Y cambiando de tono:
—¿Pero qué es esto? ¡Recontra! ¿De
dónde habéis sacado este sol más falso
que tú, Marcelino, y más colorado que
los mofletes de vuestros granujas?
—No es falso, taita; sol bueno.
—¡Qué ha de serlo, hombre! Si al
verme ha enrojecido de vergüenza y está
pidiendo a gritos que lo vuelvas al
huallqui.
Y, haciendo saltar la moneda sobre
la mesa, añadió:
—Para que se lo des a los de Obas a
cuenta de los escudos.
El indio recogió el sol con mano
temblorosa, y después de cambiarlo y de
echarle una mirada aviesa a don Ramón,
enarboló su garrote y salió, no sin
dispararle antes, a manera de parto, esta
flecha envenenada:
—¡Cómo ha de ser falso, taita, si
ayer no más me lo dio doña Santosa en
pago de un carnero!
III
Y pasó el primer día del año en
Chupán, celebrado con el ceremonial de
costumbre. La fidelidad, la exactitud, la
unción, se habían observado en todos
los actos religiosos y cívicos. La entrega
de las cosas del pueblo, como la iglesia,
el panteón, la casa cural y los batanes de
moler el ají para los cuyes y el maíz
para las humitas del señor cura, a los
nuevos concejales, se había realizado,
tan luego como el sol comenzó a prender
las crestas de las cumbres.
Después de esta ceremonia,
celebrada en presencia de todo el
pueblo, había seguido la misa del varatrucay[*],
en la que las varas de los
concejales entrantes, adornadas de
claveles, son colocadas en el altar
mayor para ser bendecidas. Y terminada
la misa, entre el traquido ensordecedor
de las girándulas y de los petardos, y la
cacofonía de los apabullados cobres y el
gemir monótono de los violines y de las
arpas, había comenzado el desfile por
una callejuela de sauces, un desfile
solemne, a pesar de lo grotesco y
abigarrado, en el que la policromía
rabiosa de las catas y de los faldellines
parecía envolver en flamas ondulantes la
oscura y triste vestimenta de los
hombres.
Y a la cabeza del cortejo, el señor
alcalde pedáneo[*], prosopopéyico,
dominador, feliz a pesar de su desgaire,
que hacía resaltar hasta lo risible la
capa de bayeta negra que llevaba sobre
los hombros a manera de dos alas
plegadas y mustias. Y luego, detrás, los
regidores, los cuatro campos[*], el
escribano, el capillero, el sacristán y el
fiscal, todos ellos seguidos de sus
respectivos decuriones, especie de
esbirros, altos y musculosos, cuya
misión, como la de los perros de presa,
es la de coger y atarazar en caso
necesario a los que incurren en el enojo
de los concejales y de los yayas.
Pero todo esto resultaba pálido ante
el segundo día. El primero es como el
pórtico del segundo, bajo el cual los
entusiasmos, las alegrías y los excesos
no logran sobrepasar los límites de la
temperancia y el orden (si es que orden
y temperancia puede haber en las fiestas
de los indígenas) y la brutalidad parece
dormitar en espera de la hora propicia.
Es el segundo el verdadero día de la
expansión, día sagrado y profano a la
vez, en que la idolatría, la superstición,
la sensualidad y la glotonería se chocan,
se mezclan y bullen en torno de una
imagen grotesca, que la ingenuidad
pasea en triunfo, como símbolo de
ostentación y cartel de reto a la
religiosidad de los pueblos vecinos.
Y, sin embargo, ningún día más
esperado ni más temido que éste, ni
tampoco más lleno de ritualidad, ni más
rebosante de concupiscencia, de hartura
y embriaguez. Día en que los viejos se
complacen en hacerle sentir a los mozos
todo el peso de su venerabilidad y en
que éstos, con sumisión verdaderamente
incaica, se apresuran a honrar la
sabiduría de la vejez; en que las
mujeres, tímidas y curiosas, atisban
desde el umbral de su puerta las
ceremonias públicas en espera del
hartazgo pantagruélico; en que los
chiquillos, vocingleros y alegres,
disputan a carreras y golpes las cañas de
los cohetes de arranque —esos heraldos
de las fiestas indígenas— y en que el
ama de llaves del señor cura,
comisionada por éste, se desliza hasta el
cabildo a escuchar la relación de los
que en ese día deben casarse y están
obligados a pagar primicias.
Ni el verdadero día de San Santiago,
ni el en que principian las cosechas, ni
el del ushanam-jampi superan en
importancia al 2 de enero. Y es que ese
día la ambición adormecida, por lo
general, del indio se sacude su letargo y
se yergue combativa y ruidosa. Es
entonces cuando aquél siente el deseo de
ser algo más que una simple bestia
reproductora y de labor; cuando el
sentimiento del poder, comprimido el
resto del año por el peso de un
servilismo milenario, de una igualdad de
bestias, le da la sensación de una fuerza
propia, brotada de repente de su
personalidad, para hacerle saborear a
los unos el placer de mandar y a los
otros la resignación de ser mandados.
IV
Y todo fue pasando bien aquel día.
El pueblo había escuchado más
satisfecho que nunca el Capac Eterno y
el rigcharillag, cantado por los nuevos
concejales. Sobre la melancolía del
crepúsculo cayó de pronto la noche, con
esa prontitud con que cae en los pueblos
andinos, dispersando al bullicioso
gentío en pequeñas bandas, que iba a
refugiarse bajo los aleros de las
casuchas y en torno a las vacilantes
hogueras de los corrales.
Y, mientras en la casa cural don
Ramón sostenía violento diálogo con
doña Santosa sobre la exigüidad de las
primicias que ésta había anotado en la
mañana y la miseria de los potajes que
le habían remitido, en el cabildo, los
moshos y los yayas, rodeados de gran
parte de los vecinos, se preparaban a la
solemne catipa, llamada a predecir los
futuros sucesos del año. Era éste el
punto más importante de aquellos dos
días. ¿De qué servía la elección de los
moshos, la entrega del pueblo, el canto
del Capac Eterno, el paseo de las varas,
el maranshay[*], si la regla de conducta
a que debían sujetar los concejales sus
actos habría de quedar ignorada por un
simple desconocimiento del porvenir,
fácil de remediar con una catipa? Las
funciones públicas no podían quedar
entregadas a la voluntad o capricho de
los hombres, aunque éstos fueran los
personeros legítimos de la comunidad y
estuvieran repletos de sabiduría. El
público tenía necesidad de saber de
antemano cómo se le iba a gobernar, qué
daños, qué desgracias, qué calamidades
iban a pesar sobre él, para por medio de
sus jircas, burlar su nefasto poder. Y,
sobre todo, para desviar a tiempo de sus
tierras benditas todos aquellos genios
malignos que suelen cernirse sobre la
cosechas.
Por eso tan luego como los
decuriones, presididos del alguacil
mayor, que ronzal en mano marchaba
espantando a la granujería, se
presentaron delante del cabildo,
conduciendo las doce ventrudas tinajas
de la chicha y las doce tinajuelas de la
chacta, el gentío prorrumpió en ruidosas
exclamaciones y el señor alcalde
pedáneo enarbolaba la florida vara y,
pegada la capa sobre los hombros, con
el desafío del que, a fuerza de usar una
cosa, ha acabado por familiarizarse con
ella, interrogoles con la frase
sacramental:
—¿Dónde está lo de atrás?
A lo que el decurión que iba a la
cola, contestó:
—Aquí está, taita.
Y lo de atrás eran las doce tinajuelas
de chacta, por las que se debía
preguntar forzosamente para evitar que
volviera a repetirse lo que en cierta vez
aconteciera: que la mitad de ellas
desapareció mientras el alborozado
gentío aplaudía la aparición de las doce
tinajas de chicha.
Inmediatamente después de
descargado y colocado en círculo el
precioso convoy, el hombre del ronzal,
que parecía tener también la función de
escanciador, comenzó a servir,
principiando por el alcalde.
—Vaya, taita; para que el año te
venga bien y tu sabiduría y vigilancia no
dejen que el ganado que tienes delante
se lo coma el zorro.
—Y para que ustedes no me coman a
mí, si es que el zorro puede más que yo
—contestó el alcalde, vaciando en
seguida, de un trago, el jarro de chicha.
Y al alcalde siguieron los campos; a
los campos, el escribano; al escribano,
el capillero; al capillero, el fiscal; al
fiscal, el sacristán. Y así hasta el
pueblo. Aquello se convirtió en una
ronda interminable, sólo interrumpida a
cortos intervalos por las lentas y
silenciosas masticaciones de la catipa.
Y habrían continuado así toda la noche,
hasta que en el fondo de la última tinaja
hubiese comenzado a rascar el jarro
insaciable, si una vocería atronadora,
rociada de descargas, salida de repente
de las inmediaciones de la plaza, no
hubiese repercutido fatídicamente en el
corazón de los chupanes.
—¡Obasinos! ¡Obasinos! —llegó
diciendo un hombre a grandes gritos—.
El Chuqui viene con ellos. He conocido
su voz.
El alcalde blandió su vara, indicó
con ella una dirección en la sombra y
exclamó:
—¡Perros del demonio! Les
beberemos la sangre. ¡A coger las
carabinas!
A esta voz, todos comenzaron a
correr en distintas direcciones. Pero una
avalancha como de cien jinetes,
desaforada, torbellinesca, rugiente,
incontenible, invadió la plaza por sus
cuatro bocas, atropellando aquí,
descalabrando allá, barriendo todo lo
que encontraban al paso y disparando y
esgrimiendo sus armas con rapidez
asombrosa.
La banda se detuvo bruscamente
delante del cabildo. Uno de los que
parecía el jefe comenzó a dar órdenes
imperativamente.
—Cincuenta hombres a rodear el
pueblo; veinte, a buscarme a los
moshocuna y a los mayordomos, y otros
veinte, a pegarle fuego a las casas. Al
que se oponga, mátenlo. Sólo la iglesia y
la casa de taita Ramun no tocarán. ¿Me
han oído?
Y los jinetes partieron a cumplir las
terribles y terminantes órdenes.
El que así hablaba era un indio
joven, con aspecto de mestizo y aire de
resolución, uniformado militarmente,
ceñidas las exuberantes pantorrillas con
azules bandas de paño, capote gris sobre
la cuadrada espalda y sombrero de paño
negro, desmesuradamente alado, que le
sombreaba el rostro siniestramente.
Desmontose y fue a sentarse sobre el
mismo taburete que momentos antes
había ocupado la figura prosopopéyica
del alcalde, seguido hasta por unos doce
individuos, que parecían formar su
estado mayor, quienes al verse frente a
las veinticuatro tinajas abandonadas y a
medio consumir, pusiéronse a beber y a
brindar ruidosamente mientras el jefe,
receloso y despreciativo, se concretó a
decir: —¿Y si las tinajas estuviesen
envenenadas?
—No han tenido tiempo, Chuqui --
contestó uno que parecía ser también
jefe de la banda—. Han salido
corriendo como venados.
—Mejor sería vaciarlas, Marcos,
para que cuando nuestra gente vuelva no
le provoque beber, y se emborrache y
corramos el peligro de que los chupanes
lleguen y nos acaben.
—Me parece bien, Chuqui…
¡Perros chupanes! Tienen plata para
bebezones, pero no para pagarnos
nuestros cincuenta escudos.
—Ahora van a pagar todo --
respondió el Chuqui sonriendo
extrañamente.
—Todo no. Después de quemar
Chupán hay que tomarnos Colquillas.
—¿Y no crees tú, Chuqui —dijo un
indiecito de rostro feroz que se movía
de un lado a otro, llevando medio a
rastras un rifle mánlincher, más grande
que él—, que sería bueno llevarnos el
manto de San Santiago y la espada para
nuestro patrón San Pedro, y que le
cortáramos la cabeza a su caballo para
que no vuelva a morder a la gente, como
dicen?
Una carcajada general acogió la
idea, y ya se preparaba el jefe a
ejecutarla, comisionando para ello a su
mismo autor, cuando el estallido del
incendio lo interrumpió en su posición,
arrancándole exclamaciones impías y
llenas de arrogancia diabólica.
—¡Qué hermoso es el fuego,
Sabelino! Así quiero ver arder yo a todo
Chupán. ¡Que venga ahora su patrón
Santiago a defenderlos del Chuqui! Si
vinieran le haría entender lo que valen
los obasinos… ¡Puche!… ¡Tramposo!…
Él es el que aconseja todas las picardías
y daños que nos hacen los chupanes.
Al reflejo del incendio, el rostro
pálido del indio parecía retocado con
sangre y sus ojos negros, desmesurados
y saltones, brillaban como los de un
felino en la noche. Sus palabras
retadoras, a excepción de Sabelino,
fueron mal recibidas por sus
compañeros, capaces, tratándose de los
hombres, de todas las atrocidades
imaginables, pero supersticiosos y
cobardes hasta la asquerosidad ante las
cosas de la iglesia.
—No digas así —murmuró el
llamado Marcos—. Patrón Santiago
puede oírte, Chuqui, y es vengativo. No
olvides que estás delante de su casa, y
que cuando está molesto sale a la plaza
en su caballo blanco y comienza a darle
a comer gente como pasto.
—¡Qué bestias! ¿Hasta cuándo
estarán ustedes creyendo en las patrañas
del caballo blanco?
—¡Calla tu boca, Chuqui! —replicó
Marcos, más escandalizado aún—. Te
juro que yo he visto una noche, que vine
a esta plaza con unos amigos a llevarnos
las linternas de la iglesia, salir a San
Santiago detrás del campanario, con una
espada brillante y montado en su caballo
blanco, que al andar echaba chispas más
grandes que una brasa. Te juro, Chuqui.
Por eso yo no he querido que
atacásemos de noche. Hemos debido
atacar a los chupanes de día para que a
su patrón Santiago no se le vaya a
ocurrir ayudarles.
—¡Calla tú, cobarde! Para los
hombres como yo lo mismo es atacar de
día que de noche. Y de noche más bonito
el incendio.
Marcos no tuvo tiempo de replicar.
Una extraña aparición, salida de repente
de un costado de la casa cural, los dejó
a todos suspensos. El mismo Chuqui no
pudo menos que estremecerse. Era un
jinete rojo, que avanzaba dando tajos
con una espada descomunal, precedido
por una especie de fantasma alto y
esbelto, que, a manera de heraldo,
marchaba cabeceando lentamente y
haciendo tintinear una campanilla, como
un acólito delante del viático.
La gente del Chuqui se crispó de
terror y comenzó a gritar:
—¡San Santiago! ¡San Santiago!
¡Patroncito San Pedro, líbranos de San
Santiago!
Y saltando sobre sus peludos y
matalones caballejos, la banda partió
como una tromba por entre los grupos de
incendiarios, los que, poseídos también
del terror, se echaron a correr locamente
cuesta abajo.
El Chuqui, de pie, mudo,
amenazador, soberbio, impaciente, al
verse solo, dirigiole a los que huían una
mirada de profundo desprecio, amartilló
después la carabina, apuntó y disparó
sobre el fantasma. Un traquido seco y
silbante repercutió en el fondo de la
quebrada, dominador, a pesar de los mil
ruidos que retumbaban esa noche. El
fantasma, en vez de caer, estiró más el
cuerpo y dio una cabezada tan grande
que la sombra que proyectaba, a la luz
del incendio, vino a lamerle los pies al
Chuqui, mientras el jinete rojo, más
visiblemente excitado, dio una
espoleada tan terrible a su cabalgadura
que la hizo pararse en dos pies y
relinchar extrañamente.
El indio no pudo más. Al ver que su
puntería, infalible hasta entonces —una
puntería que iba ya despertando celos en
el famoso illapaco Juan Jorge— había
errado esta vez, con gran asombro suyo,
y que el grupo misterioso seguía
avanzando, al parecer indiferente a la
voz demasiado expresiva de su
winchester, un temor supersticioso
sacudió sus nervios y lo hizo saltar
también sobre su caballo y huir,
murmurando:
—Estos perros chupanes son
capaces de haberse concertado con el
diablo para no pagarnos la deuda. ¡Pero
ya volveré, ya volveré!
Una risotada respondió a la
amenazadora frase del Chuqui.
—¡Bájese, don Ramón, que ya no
puedo más! —gimió más que habló una
voz en el centro de la plaza—.
¡Caramba! Pesa usted más que un tercio
de coca, así, tan chupadito como es.
—¡Silencio, mujer!, que todavía me
parece que no se han largado esos
canallas. Cuspinique, ¿les ves todavía el
pelo a esos lobos?
Y Cuspinique, que no era otro el
fantasma de la campanilla, saliendo del
negro armazón en que estaba metido,
exclamó:
—¡Carache, taita! ¡Qué susto me dio
el maldito cuando disparó! Ha zumbado
la bala por encima de mi cabeza. Si en
vez de apuntar al ombligo apunta a las
rodillas ésta sería la hora en que estaría
yo con un hueco más en la cara.
—Déjate de lamentaciones,
Cuspinique. Te pregunto si se han
marchado ya todos esos marranos.
—No hay nadie, taita.
—Entonces me apeo.
Y el jinete rojo se desmontó. Tirole
el sable a Cuspinique y después, la
manta colorada en que había estado
envuelto, el sombrero alón de plumas
blancas, todo aquello que le había
servido para imitar, más grotescamente,
si cabe, al santo patrón de los chupanes.
El ama de llaves, libre ya de tan
estrafalaria carga, arrebatole la manta al
sacristán y empezó a cubrirse, lo mejor
posible, todo aquello que la ligereza de
una camisa dejara al descubierto y que
había estado provocando a aquél hacía
rato, al mismo tiempo que, tiritando,
murmuraba, con un dejo de enojo mal
fingido:
—¡Las cosas en que me mete usted,
don Ramón! ¡Yo, una mujer a quien no le
gusta enseñar ni la punta de los pies, en
camisa, a medianoche en una plaza, y
convertida en caballo! ¡Un pecado
mortal!
—En caballo no —contestó
chungueándose el taita cura—; en yegua
querrás decir, mujer, y de mucho pulso y
brío, ¡recontra! Como que a la
espoleadita que te di te paraste en dos
pies y casi echas por el suelo a San
Santiago. Lo que me habría
desacreditado ante esos diablos de
obasinos.
Cuspinique, que no había perdido
palabra del coloquio, por más musitado
que había sido, terció, hablando como
para sí y rebosando en socarronería:
—En yegua, tampoco; en mula.
—¡Cómo! ¿Qué estás tú ahí
diciendo? —gritó don Ramón, dándole
un soplamocos al taimado sacristán—.
¡Lárgate a tu perrera a dormir! ¡Y
cuidado con contar nunca lo que hemos
hecho! Si hablas te ahorco. Ya sabes tú
cómo las gasto con los habladores.
Cuspinique, que le conocía el genio
a don Ramón y sabía que no le gustaba
repetir sus órdenes, se esfumó en la
sombra. Y mientras doña Santosa y don
Ramón tornaban a la casa, aquélla, llena
de curiosidad, preguntole:
—¿Qué ha dicho ése?
—Una brutalidad, como todo lo que
dice.Y empujándola cariñosamente hacia
adentro, murmuró:
—No; la verdad es que ese bestia de
Cuspinique tiene razón. Eres una mulita
de la que no da ganas de apearse cuando
se está encima. Di, tú…
Doña Santosa se ruborizó por
primera vez esa noche y se limitó a
contestar con toda su malicia de zamba
costeña, no sin hacerle antes una
mamola al señor cura:
—¡Y qué jinetazo que había sido
usted, don Ramón!…
Taita Ramun, como le llamaban
todos en el pueblo al señor don Ramón
Ortiz, español de Andalucía y cura de
Chupán, a mucha honra, según decía él
con un resabio de ironía bastante
perceptible, habíase levantado aquel día
más temprano que de costumbre. No
había dormido bien, no porque el
insomnio le hubiera removido en la
noche el acervo de todas aquellas
buenas o malas cosas que yacen en la
conciencia de un pastor de almas
serranas, sino porque la avaricia,
aguijoneada por la impaciencia, le había
estado haciendo echar cálculos sobre no
sé qué clase de derechos parroquiales,
que no le salían del todo bien, es decir,
a su gusto.
Lo que tenía que recibir esa mañana,
en forma de discos relucientes y
acordonados, no le parecía bastante. Por
cada una de las dos misas veinticinco
soles y cincuenta centavos; por el canto
—porque según decía él, nada tenía que
hacer la misa con el canto— otros
veinticinco cincuenta. Total: ciento dos
soles. La cuenta estaba muy clara, más
clara que el jacha-caldo[*] de sus
feligreses; pero no llegaba a los
doscientos veinte que había pensado. Y
de lo que se trataba, precisamente, era
de que llegara a esta suma. ¿Cómo inflar
un poco más los derechos? Apenas si se
le había ocurrido lo de separar el canto
de la misa, cosa que hasta entonces no
había hecho ninguno de sus antecesores.
Ni cabía tampoco lo de enredar la
cuenta. Porque, eso sí, en materia de
cuentas, los chupanes podían darle
quince y raya al contador más hábil, así
como a la hora de pagarle al señor cura
tampoco había nadie que los ganara a
exactos y escrupulosos.
Todo esto tenía malhumorado y
cejijunto a taita Ramun. De otro lado, la
estadística matrimonial venía
demostrándole anualmente, con una
crueldad alarmante, la disminución
progresiva de los matrimonios. Dos
años antes, en la redada del primero de
enero, los decuriones habían logrado
coger y llevar a la casa cural sólo
quince parejas. Un escándalo, que lo
había excitado y le había hecho decir
cosas terribles en el púlpito. Y el año
pasado (se le revolvía la bilis al
recordarlo) la redada había sido un
fracaso completo, un fracaso que habría
hecho clamar a gentes menos bestias que
las de Chupán y dejar el curato a otro
sacerdote menos capaz de sacrificio y
menos evangélico que taita Ramun.
¡Cuánta mudanza en tan poco tiempo!
Cinco años antes era de ver la sumisión,
la religiosidad y el desprendimiento de
su rebaño: el desprendimiento sobre
todo. El vicio del regateo no había
contaminado todavía el alma sencilla de
los chupanes, y los mozos que vivían
amancebados, apenas veían rayar el
segundo día del año, comenzaban a
invadir la casa cural, graves y sumisos,
mientras sus compañeras, alegres,
limpias, enjoyadas, marchaban detrás,
dándole vueltas al huso, símbolo de la
labor doméstica andina. ¿Y qué cosa
más digna, ni más edificante que esas
uniones celebradas bajo el imperio de la
tradición y a la sombra bienhechora de
la iglesia? ¿Quién venía a ser entonces
el cura sino el paladín de la unión
conyugal, el ángel tutelar de la
legitimación de la prole? Entonces no
era menester la captura y el encierro;
bastaban las prevenciones hechas en la
plática del día anterior. Y nadie faltaba.
Los cincuenta o sesenta amancebados
del pueblo durante el año tenían cuidado
de preparar seis meses antes, a raíz de
la cosecha, todos los menesteres
indispensables al futuro estado: los
cortes de castilla para las faldas y las
catas[*]; los anillos y los aretes de cobre
para la desposada; el trípode para el
hilado; la callgua[*] y la shaguana[*]
para el tejido; la mesa y los dos bancos
para la merienda; los cacharros para la
cocina; el candil para la velada; el arcón
para la ropa, y los pellejos de carnero
para las camas… Y también los veinte
soles y cincuenta centavos para la
bendición del señor cura y unos
cincuenta más para la comida de boda,
la coca y la chacta.
Hasta el fiscal había descuidado sus
sagradas obligaciones. Ya no sabía,
como antes, compeler a los mayordomos
a que cumplieran con proveer
puntualmente la despensa cural. El credo
y el fervor venían cada día a menos. El
pueblo estaba enteramente dañado,
pervertido por el demonio y por esa ley
maldita de la conscripción militar, que
se llevaba todos los años a los mozos
por junio y antes de que esa otra ley,
más fuerte que todas, la de la especie,
los pusiera en el camino de
entendérselas con el señor cura. No era
posible seguir pastoreando almas en un
pueblo así.
Y no era esto lo peor. Lo peor era
que ya habían, los muy piojosos,
comenzado a discutirle los diezmos y las
primicias; que ya no le mandaban, como
antes, las papas más gordas y los granos
más frescos; los carneros más cebados y
la leche más pura, sino que le
demoraban la remisión, y en cada cosa
que recibía iba trasluciendo la
malquerencia, la socarronería, la
sordidez y hasta la burla. Y en cuanto a
su ama de llaves, doña Santosa, no la
obsequiaban ya como en otros tiempos.
Cuspinique, el sacristán, después de
muchos rodeos y de rascarse dos o tres
veces la cabeza, le había contado un día
que en casa del alcalde no se decía ya
doña Santosa cuando se referían a ella,
sino la mula de taita Ramun, y que
cuando así la llamaban todos se echaban
a reír estrepitosamente y escupían, lo
cual significaba que habían perdido por
ella toda consideración y por él, todo
respeto.
Por eso taita Ramun, que no había
dormido bien aquella noche, después de
hacerse las cuatro santiguadas de
costumbre, abotonarse la sotana, y
ponerse el poncho, enroscarse al cuello
la bufanda y calarse el solideo, gritó:
—Cuspinique, anda a ver si ha
llegado el primer mayordomo de la
fiesta, y si está allí, que pase.
II
Y el mayordomo, un indio sesentón,
que en lo de madrugar había ganado a
taita Ramun, pues hacía una hora que
estaba esperando que abrieran las
puertas de la casa cural, entró haciendo
genuflexiones y dejando entrever en la
eclosión de una falsa sonrisa el
verdusco y recio teclado de su dentadura
de herbívoro.
—Buenos días, taita —dijo el indio.
Y sin esperar respuesta, añadió,
sacando un paquete del huallqui:
—Aquí te traigo lo que me toca por
los derechos de la fiesta: cincuenta
soles, taita.
Don Ramón arrugó el entrecejo, se
rascó la punta de la nariz, señal de que
algo le disgustaba, y, midiendo de arriba
abajo al indio, con una de esas miradas
que quisieran adivinar lo que hay en el
bolsillo de las gentes, contestó:
—Hola, buen mozo, ¿conque me
traes ya eso?
—Sí, taita, cincuentiún soles.
—¿Cincuenta y uno no más?
—Lo mismo que te pagaron el año
pasado los demás mayordomos.
—Sí, pero el año pasado fue el año
pasado. Hoy las exigencias de la vida
son mayores. Hace cuatro meses que los
mayordomos salientes no me mandan ni
leña, ni leche, ni nada. ¿Con qué
compenso yo todo esto?
Y, como para inspirarle más
confianza y ver si así podía halagarle un
poco, añadió:
—Pero siéntate, hombre, siéntate.
Aquí estás como en tu casa.
—Gracias, taita.
Y Marcelino, que, como buen indio,
cuando más dulzura ve en el trato, más
desconfianza siente, después de
desparramar una mirada recelosa y de
tantear la silla que se le brindaba, se
apartó de ella, diciendo:
—Así estoy bien, taita.
—Bueno, hombre, sigue como te dé
la gana, y vamos a nuestro asunto. Te he
dicho que cincuentiún soles me parece
poco por las misas del primero y del
dos. Hay que hacer mucho, ¿me
entiendes?
—Lo mismo que el año pasado,
taita. Todos los años lo mismo: dos
misas cantadas y una procesión.
Cincuentiún soles está bien.
—Es que hay que cantar, y cuando
canto, al día siguiente ataque de asma
seguro; y esto hay que pagarlo. Ya se lo
había hecho advertir a todos vosotros.
—Por eso son veinticinco cincuenta
por cada misa, taita.
—No. ¿Y el canto? O si tú quieres
diré la misa del 2 rezada y entonces
pagarás veinticinco cincuenta menos.
¿Te parece bien?
La amenaza de decir la misa rezada
aquel día conturbó al indio. ¿Qué dirían
los de Obas, los de Chavinillo, los de
Pachas, los de Patay-Rondos…? Una
vergüenza para Chupán y una deshonra
para él, el primer mayordomo de la
fiesta, y para su familia. ¿Cómo, misa
rezada el día en que los rucucuna le
entregaban sus cargos a los
moshocuna[*], el día del Capac
Eterno[*] y del rigcharillag[*], en que
todos los cabildantes tienen que hacerle
coro al señor cura?
Pero el indio se serenó
repentinamente y, con todo el arte de un
actor que sabe fingir la expresión que
quiere, repuso:
—Está bien, taita. Se te darán los
cincuentiún soles más, taita. Esta noche
los buscaré y mañana temprano los
tendrás, taita.
—No, mañana no; ahora mismo.
Vosotros no me la jugáis dos veces
¡recontra! ¿Que no me acuerdo de la que
me hicisteis hace dos años por esta
misma época? Os comprometisteis, bajo
mi garantía, a pagarle a los de Obas
antes de un año los cincuenta escudos
que les estáis debiendo, para que nos
dejasen celebrar tranquilamente la
fiesta, y hasta hoy no habéis cumplido
con abonarles un centavo, ¡recontra! ¿Os
habéis figurado que yo he venido aquí
para hacerme responsable de vuestros
líos? Cincuenta escudos, que no sé de
dónde vais a sacarlos si continuáis tan
cicateros. Porque los cincuenta soles no
son realmente cincuenta escudos, sino
mucho más.
—Verdad, taita.
—¿Y de dónde os salió a vosotros
eso de prestar en escudos, cáspita? ¿Por
qué no fue en soles, que es vuestra
moneda?
—No sé, taita. El préstamo fue
hecho hace muchos años. Ni yo ni mi
padre habíamos nacido.
—¡Recontra! ¿Y vosotros estáis
respondiendo por aquello? ¡Si seréis
bobos vosotros!
Y el padre Ramón, a quien se le
había despertado la curiosidad de saber
el origen de una deuda tan sonada y tan
callada a la vez, que hacía más de
cincuenta años venía ensangrentando a
dos pueblos, se resolvió a preguntar:
—¿Y cómo fue eso del préstamo?
¿Lo sabes tú, Marcelino?
—Sí, taita. Un año no hubo cosechas
en todas las tierras de Chupán. Se
sembró papas, maíz y trigo, y en vez de
trigo, maíz y papas salieron unos
gusanos pintados y peludos, con unos
cuernos como demonios, que mordían
rabiosos el chaquitaclla[*] cuando éste,
al voltear el terreno, los partía en dos.
Entonces el taita cura aconsejó a los
chupanes sacar a patrón Santiago en
procesión y llevarlo a pasear por todas
las tierras de nuestra comunidad.
—¡Buena idea!
—No muy buena, taita, porque no
había plata para la fiesta y el pobrecillo
patrón Santiago estaba muy pobre: su
manto estaba muy lleno de zurcidos; su
sombrero, sin plumas; sus espuelas, que
habían sido de buena plata piña, se las
habían cambiado los mistis que pasaron
por aquí cuando los chilenos, con unas
de soldado, y su caballo, un caballo
blanco muy hermoso, que nos
envidiaban mucho los de Obas, y que de
noche salía a morder a los sacrílegos
que pasaban cantando delante de la
iglesia y de la casa cural, estaba sin
orejas y sin hocico porque se los había
comido la polilla.
—¡Qué horror! ¡Y vosotros
consintiendo tamaña vergüenza e
iniquidad!… ¡Recontra! Si parece
mentira que tales cosas pasen entre
cristianos. Ahora me explico por qué se
perdieron las cosechas de que me has
hablado. ¡Claro! ¿Por qué os había de
dar Dios, nuestro Señor, de comer si
teníais a Santiago, uno de sus santos más
queridos, como un pordiosero?
—Cierto, taita. Por eso nuestros
abuelos, para desenojar a patrón
Santiago le pusieron todo de nuevo ese
año: su sombrero, con su tuquilla[*] y
sus plumas de cóndor tierno, que habían
sido traídas de la cordillera; su manto
de paño colorado, con hilados de oro,
que de noche brilla como candela. Y en
la cintura le pusieron una espada con
empuñadura de oro y piedras ricas, de
muchos colores, que le mandó un señor
de Huánuco, muy devoto suyo, porque le
había curado las piernas. Y al caballo le
cambiaron la cabeza con la que ahora
tiene, la que ya no se apolillará más
porque es de laupi[*], cortado en buena
luna. Y entonces patrón Santiago, bien
vestido, estuvo quince días seguidos
caminando por todas las tierras de la
comunidad, acompañado del pueblo, con
veinte clases de danzas que le bailaban
por delante y sirviendo los mayordomos
grandes pachamancas[*] en los linderos.
—Vaya, hombre, echasteis la casa
por la ventana y os reconciliasteis con
Dios y vuestro patrón.
—Así es, taita, pero Chupán quedó
con deuda. Como no había plata para
pagarle a taita cura, que pedía cien
pesos por acompañar a patrón Santiago
por todas nuestras tierras, patrón
Santiago le pidió a patrón San Pedro de
Obas cincuenta escudos y se los dio.
Pero no se los dio sin papel. Patrón
Santiago tuvo que ir a Colquillas y allí
se vio con patrón San Pedro, que lo
estaba esperando, y le firmó el contrato
en que se puso que el patrón de Obas le
daba al patrón de Chupán cincuenta
escudos al diez por ciento, con plazo de
cinco años y con la garantía de nuestra
pampa de Colquillas, que es la que hoy
nos quieren quitar los obasinos.
—¡Hombre, hombre, en qué líos os
han metido vuestros patrones! ¿Y desde
entonces están San Santiago y San Pedro
queriéndose comer crudos?…
¡Recontra!, que me habéis hecho decir
una herejía. ¿Digo, desde entonces data
el odio que os tenéis ambos pueblos?
—Sí, taita.
—¿Y en tanto tiempo no habéis
podido cancelar una deuda tan
insignificante? ¡Cuidado si os pasáis de
tramposos! Porque, mirándolo bien,
¿qué son cincuenta escudos para un
pueblo como Chupán, con tantas tierras
y tantos ganados, vamos a ver?
Cincuenta escudos son… cincuenta
escudos. Una bicoca, que, reducidos a la
moneda de hoy y con el interés del diez
por ciento, en cinco años, suman cosa de
ciento cincuenta soles, a los que hay que
agregar los intereses corridos desde que
venció el plazo, que, por mucho que
sean, no han de ser tanto que os asustéis.
¿No es así?
—No, taita. No es así.
—¿Cómo que no? Te digo que es una
bicoca. Lo que pasa es que vosotros, por
un descuido imperdonable, que pone de
manifiesto vuestro desdén por las cosas
de la iglesia, que deben de ser acatadas
y cumplidas de preferencia, habéis
dejado crecer la deuda hasta el punto de
que hoy os parezca una enormidad, y con
la amenaza de perder Colquillas.
El indio, que había escuchado la
fraseología del cura sin pestañear, pero
atendiendo más a la cuenta que acababa
de sacarle que al reproche, contestó:
—Ciento cincuenta soles no, taita; ya
los habríamos pagado. Obasinos cobran
más, obasinos están orgullosos de lo que
les debemos. Dicen que con la plata que
les debe Chupán podrían techar
Colquillas. ¿Cómo será, pues, taita?
—Una exageración más grande que
las narices de Cuspinique. ¿Cuántos
años tiene la deuda?
—Hasta junio del año pasado, ciento
cuarentitrés soles, taita; ni uno menos.
Ahí está en el documento que todos los
años se pasan los escribanos.
—Pues con todo, la deuda no llega a
los dos mil soles. Y Colquillas vale
veinte veces más. Y si los obasinos
sienten codicia por esas tierras, pues ya
tienen unos diez siglos que esperar
todavía.
—Estás equivocado, taita.
—¿Qué dices, hombre? Sería
curioso que me enseñaras tú a sacar una
cuenta de intereses. Cincuenta escudos,
que son cien soles, al diez por ciento
anual…
—Perdona, taita, que te interrumpa.
El interés es mensual. Cada mes diez
soles.--
¡Demonio! —exclamó taita
Ramun, dando un respingo—. ¿Diez por
ciento mensual? ¿Que estabais locos
vosotros cuando hicisteis el préstamo?
Una usura, merecedora de la horca.
—¿Te parece mucho, taita?
—¿Y me lo preguntas, animal?
—Doña Santosa, tu ama, taita, pide
dos reales a la semana por cada sol que
nos presta, y cuando se vence el plazo y
no le pagamos nos manda a embargar la
vaca o el caballo con los decuriones.
¿Qué te parece, taita?
—¿Cómo que la Santosa hace con
vosotros tales cosas? ¿Y por qué no me
lo habéis dicho, pedazo de bestias?
—¿Qué vamos a decirte, taita, si ella
misma cuando nos presta dice:
«Cuidado con hacerme una trampa,
porque les advierto que el señor cura
tiene muy mal genio»?
—¡Recontra! ¿Eso dice esa mala
pécora? Pues mañana mismo la despido.
Bueno es el hijo de mi madre para
consentir que le tomen su nombre en
esas cochinadas…
—No te molestes, taita. Chupanes no
creemos lo que dice doña Santosa;
chupanes sabemos que taita Ramun es
generoso.
—Hombre, tanto como generoso no;
la generosidad es el vicio de los
manirrotos, un pecado que inventó el
demonio de la vanidad. El que da parte
de lo que tiene, sin tener obligación de
darlo, sin saber las necesidades que
puede tener mañana, comete un pecado
contra sí mismo y se expone a tener que
pedir alguna vez y a pasar por el dolor
de que se lo nieguen. ¿Verdad?
—Verdad, taita.
—Dar un pan, dar un plato de
comida, dar una noche de posada, está
bien; pero dinero… ¡dinero!… El dinero
es una perdición. Con un sol puedes
emborracharte, puedes despertar la
codicia del vecino, puedes comprar un
puñal y cometer un asesinato… No,
hombre; te repito que yo no soy
generoso con el dinero y que tus
paisanos están en un error al suponerlo
siquiera. Sobre todo, que el dinero en
manos de gentes como vosotros es causa
de perversión.
—Marcelino emplea bien la plata,
taita. Tengo muchos hijos, como tú
sabes; el mayor está en Huánuco, en el
Seminario, y me cuesta mucho
sostenerlo. Por eso te pedía, taita, que
me perdonaras los veinticinco
solcitos…
—¡Ah, pillo! —replicó el cura,
dándole al indio un tirón de orejas—. Ya
te veía venir. Cualquiera al oírte diría
que se trata de un pobrecito que no tiene
en qué caerse muerto. ¿Y las sesenta
vacas lecheras que tienes pastando en
Colquillas, por una de las cuales me
pediste cien soles? ¿Y los mil y tantos
carneros con que te tiene apuntado el
escribano? ¿Y la piara de mulas con que
trajinas por todas partes, pidiendo por
cada carga un dineral? ¿Acaso no me
acuerdo de lo que me cobraste por
traerme de Huánuco dos cajones de
petróleo? ¡Recontra!, que el flete me
salió más caro que el artículo. Desde
entonces te las estoy guardando. Anda,
anda, suelta los veinticinco soles
cincuenta, ni un centavo menos, y
déjame en paz, que todavía no he
desayunado.
—Cinco soles siquiera rebajarás,
taita. —Te he dicho que ni un centavo. Lo
más que te ofrezco, como yapa, es
pedirle a vuestro patrón, en la misa del
primero, que les haga perder la memoria
a los obasinos para que no se acuerden
más de Colquillas.
El indio se resignó y, receloso, abrió
el huallqui, sacó dos paquetes largos y
gruesos, los partió y comenzó a contar y
recontar lentamente, con una lentitud que
exacerbaba al cura hasta lo indecible:
—Diez… veinte… treinta…
cuarenta… y cincuenta y uno… y
ciencuenta. ¿Está bien, taita?
—No hombre, no; ya te he dicho que
son ciento dos soles; veinticinco
cincuenta por cada misa y veinticinco
cincuenta por cada canto. ¿Me has
entendido?
—Ciento dos, pues, taita…
—¿Y cómo dices cincuenta y uno
cincuenta?
—Cincuenta y uno cincuenta, pues,
por las misas, taita.
—¡Dale! ¿Y los cincuenta y uno del
canto?
—Cincuenta y uno, pues, por el
canto, taita. Si rebajaras siquiera el
piquito…
—No seas necio, Marcelino. Paga
los ciento dos soles o no hay misa
cantada en ninguno de los dos días,
aunque me lo mande el nuncio. Y pronto,
que ya me estás cargando.
El indio, después de separar en dos
porciones el precio tradicional
correspondiente a cada servicio
religioso, concluyó diciendo, con una
resignación hipócrita, que parecía un
reproche a la sordidez del cura, al
mismo tiempo que volteaba el huallqui:
—Te llevas toda mi cosecha, taita.
Por eso me decía Niceta: «Oye,
Marcelo, ¿no te parece bueno que Benito
estudie también para cura?». «¿Para
qué?», le respondí yo. Y ella me
contestó, no te vayas molestar, taita:
«Para que trabaje menos y gane más,
como taita Ramun».
Don Ramón, que no había perdido
una palabra de lo dicho y que en lo de
contar y recontar lo hacía más
calmosamente que el mayordomo, se
apresuró a responder, ceñudo y sin alzar
la cabeza:
—¡Eh! ¿Qué estás ahí diciendo,
animal? ¿Que toda tu cosecha es para
mí? ¿Y mis misas, y mis rezos, y mis
preces, y mis cantos, y mis ayunos, para
que el diablo no cargue con vosotros,
para quiénes son, desagradecidos? ¿Por
quién he venido yo de tan lejos,
corriendo peligros y abandonando mis
comodidades, sino por vosotros, pedazo
de bestias?
—Verdad, taita.
Y levantando más la voz y
eclipsando los ojos como dos oes
mayúsculas:
—¿Y sabéis vosotros por qué vine
yo aquí? ¿No lo sabéis?
—No, taita.
—¡Qué habéis de saberlo! Vosotros
apenas sabéis comer esas porquerías
que llamáis tocus[*] y jacha-caldo. Yo
vine aquí porque el señor obispo, ¿me
entiendes?, que se desvive por vosotros
y se conduele de la barbarie en que
vivís sumidos todos los de estas tierras,
me dijo un día allá en Huánuco: «Padre
Ramón, ¿quisiera usted ir a Chupán de
párroco?». «¿Y adónde es eso?», dije
yo. «A unas catorce leguas de aquí. Esa
gente está sin cura y entregada al
desborde, y necesito un hombre como
usted para que la meta en el buen
camino». Y, naturalmente, acepté. Y aquí
estoy desde hace seis años,
desbravándoos y más empeñado cada
día en que el demonio no cargue con
vosotros; y mediando de tarde en tarde
para que los de Obas no vengan a
cobraros a tiros la cuenta, y os arrasen
el pueblo, y os hagan cuartos a vosotros
y a mí me metan un tiro en la sesera,
que, al paso que vamos, me parece que
me lo van a meter.
Y cambiando de tono:
—¿Pero qué es esto? ¡Recontra! ¿De
dónde habéis sacado este sol más falso
que tú, Marcelino, y más colorado que
los mofletes de vuestros granujas?
—No es falso, taita; sol bueno.
—¡Qué ha de serlo, hombre! Si al
verme ha enrojecido de vergüenza y está
pidiendo a gritos que lo vuelvas al
huallqui.
Y, haciendo saltar la moneda sobre
la mesa, añadió:
—Para que se lo des a los de Obas a
cuenta de los escudos.
El indio recogió el sol con mano
temblorosa, y después de cambiarlo y de
echarle una mirada aviesa a don Ramón,
enarboló su garrote y salió, no sin
dispararle antes, a manera de parto, esta
flecha envenenada:
—¡Cómo ha de ser falso, taita, si
ayer no más me lo dio doña Santosa en
pago de un carnero!
III
Y pasó el primer día del año en
Chupán, celebrado con el ceremonial de
costumbre. La fidelidad, la exactitud, la
unción, se habían observado en todos
los actos religiosos y cívicos. La entrega
de las cosas del pueblo, como la iglesia,
el panteón, la casa cural y los batanes de
moler el ají para los cuyes y el maíz
para las humitas del señor cura, a los
nuevos concejales, se había realizado,
tan luego como el sol comenzó a prender
las crestas de las cumbres.
Después de esta ceremonia,
celebrada en presencia de todo el
pueblo, había seguido la misa del varatrucay[*],
en la que las varas de los
concejales entrantes, adornadas de
claveles, son colocadas en el altar
mayor para ser bendecidas. Y terminada
la misa, entre el traquido ensordecedor
de las girándulas y de los petardos, y la
cacofonía de los apabullados cobres y el
gemir monótono de los violines y de las
arpas, había comenzado el desfile por
una callejuela de sauces, un desfile
solemne, a pesar de lo grotesco y
abigarrado, en el que la policromía
rabiosa de las catas y de los faldellines
parecía envolver en flamas ondulantes la
oscura y triste vestimenta de los
hombres.
Y a la cabeza del cortejo, el señor
alcalde pedáneo[*], prosopopéyico,
dominador, feliz a pesar de su desgaire,
que hacía resaltar hasta lo risible la
capa de bayeta negra que llevaba sobre
los hombros a manera de dos alas
plegadas y mustias. Y luego, detrás, los
regidores, los cuatro campos[*], el
escribano, el capillero, el sacristán y el
fiscal, todos ellos seguidos de sus
respectivos decuriones, especie de
esbirros, altos y musculosos, cuya
misión, como la de los perros de presa,
es la de coger y atarazar en caso
necesario a los que incurren en el enojo
de los concejales y de los yayas.
Pero todo esto resultaba pálido ante
el segundo día. El primero es como el
pórtico del segundo, bajo el cual los
entusiasmos, las alegrías y los excesos
no logran sobrepasar los límites de la
temperancia y el orden (si es que orden
y temperancia puede haber en las fiestas
de los indígenas) y la brutalidad parece
dormitar en espera de la hora propicia.
Es el segundo el verdadero día de la
expansión, día sagrado y profano a la
vez, en que la idolatría, la superstición,
la sensualidad y la glotonería se chocan,
se mezclan y bullen en torno de una
imagen grotesca, que la ingenuidad
pasea en triunfo, como símbolo de
ostentación y cartel de reto a la
religiosidad de los pueblos vecinos.
Y, sin embargo, ningún día más
esperado ni más temido que éste, ni
tampoco más lleno de ritualidad, ni más
rebosante de concupiscencia, de hartura
y embriaguez. Día en que los viejos se
complacen en hacerle sentir a los mozos
todo el peso de su venerabilidad y en
que éstos, con sumisión verdaderamente
incaica, se apresuran a honrar la
sabiduría de la vejez; en que las
mujeres, tímidas y curiosas, atisban
desde el umbral de su puerta las
ceremonias públicas en espera del
hartazgo pantagruélico; en que los
chiquillos, vocingleros y alegres,
disputan a carreras y golpes las cañas de
los cohetes de arranque —esos heraldos
de las fiestas indígenas— y en que el
ama de llaves del señor cura,
comisionada por éste, se desliza hasta el
cabildo a escuchar la relación de los
que en ese día deben casarse y están
obligados a pagar primicias.
Ni el verdadero día de San Santiago,
ni el en que principian las cosechas, ni
el del ushanam-jampi superan en
importancia al 2 de enero. Y es que ese
día la ambición adormecida, por lo
general, del indio se sacude su letargo y
se yergue combativa y ruidosa. Es
entonces cuando aquél siente el deseo de
ser algo más que una simple bestia
reproductora y de labor; cuando el
sentimiento del poder, comprimido el
resto del año por el peso de un
servilismo milenario, de una igualdad de
bestias, le da la sensación de una fuerza
propia, brotada de repente de su
personalidad, para hacerle saborear a
los unos el placer de mandar y a los
otros la resignación de ser mandados.
IV
Y todo fue pasando bien aquel día.
El pueblo había escuchado más
satisfecho que nunca el Capac Eterno y
el rigcharillag, cantado por los nuevos
concejales. Sobre la melancolía del
crepúsculo cayó de pronto la noche, con
esa prontitud con que cae en los pueblos
andinos, dispersando al bullicioso
gentío en pequeñas bandas, que iba a
refugiarse bajo los aleros de las
casuchas y en torno a las vacilantes
hogueras de los corrales.
Y, mientras en la casa cural don
Ramón sostenía violento diálogo con
doña Santosa sobre la exigüidad de las
primicias que ésta había anotado en la
mañana y la miseria de los potajes que
le habían remitido, en el cabildo, los
moshos y los yayas, rodeados de gran
parte de los vecinos, se preparaban a la
solemne catipa, llamada a predecir los
futuros sucesos del año. Era éste el
punto más importante de aquellos dos
días. ¿De qué servía la elección de los
moshos, la entrega del pueblo, el canto
del Capac Eterno, el paseo de las varas,
el maranshay[*], si la regla de conducta
a que debían sujetar los concejales sus
actos habría de quedar ignorada por un
simple desconocimiento del porvenir,
fácil de remediar con una catipa? Las
funciones públicas no podían quedar
entregadas a la voluntad o capricho de
los hombres, aunque éstos fueran los
personeros legítimos de la comunidad y
estuvieran repletos de sabiduría. El
público tenía necesidad de saber de
antemano cómo se le iba a gobernar, qué
daños, qué desgracias, qué calamidades
iban a pesar sobre él, para por medio de
sus jircas, burlar su nefasto poder. Y,
sobre todo, para desviar a tiempo de sus
tierras benditas todos aquellos genios
malignos que suelen cernirse sobre la
cosechas.
Por eso tan luego como los
decuriones, presididos del alguacil
mayor, que ronzal en mano marchaba
espantando a la granujería, se
presentaron delante del cabildo,
conduciendo las doce ventrudas tinajas
de la chicha y las doce tinajuelas de la
chacta, el gentío prorrumpió en ruidosas
exclamaciones y el señor alcalde
pedáneo enarbolaba la florida vara y,
pegada la capa sobre los hombros, con
el desafío del que, a fuerza de usar una
cosa, ha acabado por familiarizarse con
ella, interrogoles con la frase
sacramental:
—¿Dónde está lo de atrás?
A lo que el decurión que iba a la
cola, contestó:
—Aquí está, taita.
Y lo de atrás eran las doce tinajuelas
de chacta, por las que se debía
preguntar forzosamente para evitar que
volviera a repetirse lo que en cierta vez
aconteciera: que la mitad de ellas
desapareció mientras el alborozado
gentío aplaudía la aparición de las doce
tinajas de chicha.
Inmediatamente después de
descargado y colocado en círculo el
precioso convoy, el hombre del ronzal,
que parecía tener también la función de
escanciador, comenzó a servir,
principiando por el alcalde.
—Vaya, taita; para que el año te
venga bien y tu sabiduría y vigilancia no
dejen que el ganado que tienes delante
se lo coma el zorro.
—Y para que ustedes no me coman a
mí, si es que el zorro puede más que yo
—contestó el alcalde, vaciando en
seguida, de un trago, el jarro de chicha.
Y al alcalde siguieron los campos; a
los campos, el escribano; al escribano,
el capillero; al capillero, el fiscal; al
fiscal, el sacristán. Y así hasta el
pueblo. Aquello se convirtió en una
ronda interminable, sólo interrumpida a
cortos intervalos por las lentas y
silenciosas masticaciones de la catipa.
Y habrían continuado así toda la noche,
hasta que en el fondo de la última tinaja
hubiese comenzado a rascar el jarro
insaciable, si una vocería atronadora,
rociada de descargas, salida de repente
de las inmediaciones de la plaza, no
hubiese repercutido fatídicamente en el
corazón de los chupanes.
—¡Obasinos! ¡Obasinos! —llegó
diciendo un hombre a grandes gritos—.
El Chuqui viene con ellos. He conocido
su voz.
El alcalde blandió su vara, indicó
con ella una dirección en la sombra y
exclamó:
—¡Perros del demonio! Les
beberemos la sangre. ¡A coger las
carabinas!
A esta voz, todos comenzaron a
correr en distintas direcciones. Pero una
avalancha como de cien jinetes,
desaforada, torbellinesca, rugiente,
incontenible, invadió la plaza por sus
cuatro bocas, atropellando aquí,
descalabrando allá, barriendo todo lo
que encontraban al paso y disparando y
esgrimiendo sus armas con rapidez
asombrosa.
La banda se detuvo bruscamente
delante del cabildo. Uno de los que
parecía el jefe comenzó a dar órdenes
imperativamente.
—Cincuenta hombres a rodear el
pueblo; veinte, a buscarme a los
moshocuna y a los mayordomos, y otros
veinte, a pegarle fuego a las casas. Al
que se oponga, mátenlo. Sólo la iglesia y
la casa de taita Ramun no tocarán. ¿Me
han oído?
Y los jinetes partieron a cumplir las
terribles y terminantes órdenes.
El que así hablaba era un indio
joven, con aspecto de mestizo y aire de
resolución, uniformado militarmente,
ceñidas las exuberantes pantorrillas con
azules bandas de paño, capote gris sobre
la cuadrada espalda y sombrero de paño
negro, desmesuradamente alado, que le
sombreaba el rostro siniestramente.
Desmontose y fue a sentarse sobre el
mismo taburete que momentos antes
había ocupado la figura prosopopéyica
del alcalde, seguido hasta por unos doce
individuos, que parecían formar su
estado mayor, quienes al verse frente a
las veinticuatro tinajas abandonadas y a
medio consumir, pusiéronse a beber y a
brindar ruidosamente mientras el jefe,
receloso y despreciativo, se concretó a
decir: —¿Y si las tinajas estuviesen
envenenadas?
—No han tenido tiempo, Chuqui --
contestó uno que parecía ser también
jefe de la banda—. Han salido
corriendo como venados.
—Mejor sería vaciarlas, Marcos,
para que cuando nuestra gente vuelva no
le provoque beber, y se emborrache y
corramos el peligro de que los chupanes
lleguen y nos acaben.
—Me parece bien, Chuqui…
¡Perros chupanes! Tienen plata para
bebezones, pero no para pagarnos
nuestros cincuenta escudos.
—Ahora van a pagar todo --
respondió el Chuqui sonriendo
extrañamente.
—Todo no. Después de quemar
Chupán hay que tomarnos Colquillas.
—¿Y no crees tú, Chuqui —dijo un
indiecito de rostro feroz que se movía
de un lado a otro, llevando medio a
rastras un rifle mánlincher, más grande
que él—, que sería bueno llevarnos el
manto de San Santiago y la espada para
nuestro patrón San Pedro, y que le
cortáramos la cabeza a su caballo para
que no vuelva a morder a la gente, como
dicen?
Una carcajada general acogió la
idea, y ya se preparaba el jefe a
ejecutarla, comisionando para ello a su
mismo autor, cuando el estallido del
incendio lo interrumpió en su posición,
arrancándole exclamaciones impías y
llenas de arrogancia diabólica.
—¡Qué hermoso es el fuego,
Sabelino! Así quiero ver arder yo a todo
Chupán. ¡Que venga ahora su patrón
Santiago a defenderlos del Chuqui! Si
vinieran le haría entender lo que valen
los obasinos… ¡Puche!… ¡Tramposo!…
Él es el que aconseja todas las picardías
y daños que nos hacen los chupanes.
Al reflejo del incendio, el rostro
pálido del indio parecía retocado con
sangre y sus ojos negros, desmesurados
y saltones, brillaban como los de un
felino en la noche. Sus palabras
retadoras, a excepción de Sabelino,
fueron mal recibidas por sus
compañeros, capaces, tratándose de los
hombres, de todas las atrocidades
imaginables, pero supersticiosos y
cobardes hasta la asquerosidad ante las
cosas de la iglesia.
—No digas así —murmuró el
llamado Marcos—. Patrón Santiago
puede oírte, Chuqui, y es vengativo. No
olvides que estás delante de su casa, y
que cuando está molesto sale a la plaza
en su caballo blanco y comienza a darle
a comer gente como pasto.
—¡Qué bestias! ¿Hasta cuándo
estarán ustedes creyendo en las patrañas
del caballo blanco?
—¡Calla tu boca, Chuqui! —replicó
Marcos, más escandalizado aún—. Te
juro que yo he visto una noche, que vine
a esta plaza con unos amigos a llevarnos
las linternas de la iglesia, salir a San
Santiago detrás del campanario, con una
espada brillante y montado en su caballo
blanco, que al andar echaba chispas más
grandes que una brasa. Te juro, Chuqui.
Por eso yo no he querido que
atacásemos de noche. Hemos debido
atacar a los chupanes de día para que a
su patrón Santiago no se le vaya a
ocurrir ayudarles.
—¡Calla tú, cobarde! Para los
hombres como yo lo mismo es atacar de
día que de noche. Y de noche más bonito
el incendio.
Marcos no tuvo tiempo de replicar.
Una extraña aparición, salida de repente
de un costado de la casa cural, los dejó
a todos suspensos. El mismo Chuqui no
pudo menos que estremecerse. Era un
jinete rojo, que avanzaba dando tajos
con una espada descomunal, precedido
por una especie de fantasma alto y
esbelto, que, a manera de heraldo,
marchaba cabeceando lentamente y
haciendo tintinear una campanilla, como
un acólito delante del viático.
La gente del Chuqui se crispó de
terror y comenzó a gritar:
—¡San Santiago! ¡San Santiago!
¡Patroncito San Pedro, líbranos de San
Santiago!
Y saltando sobre sus peludos y
matalones caballejos, la banda partió
como una tromba por entre los grupos de
incendiarios, los que, poseídos también
del terror, se echaron a correr locamente
cuesta abajo.
El Chuqui, de pie, mudo,
amenazador, soberbio, impaciente, al
verse solo, dirigiole a los que huían una
mirada de profundo desprecio, amartilló
después la carabina, apuntó y disparó
sobre el fantasma. Un traquido seco y
silbante repercutió en el fondo de la
quebrada, dominador, a pesar de los mil
ruidos que retumbaban esa noche. El
fantasma, en vez de caer, estiró más el
cuerpo y dio una cabezada tan grande
que la sombra que proyectaba, a la luz
del incendio, vino a lamerle los pies al
Chuqui, mientras el jinete rojo, más
visiblemente excitado, dio una
espoleada tan terrible a su cabalgadura
que la hizo pararse en dos pies y
relinchar extrañamente.
El indio no pudo más. Al ver que su
puntería, infalible hasta entonces —una
puntería que iba ya despertando celos en
el famoso illapaco Juan Jorge— había
errado esta vez, con gran asombro suyo,
y que el grupo misterioso seguía
avanzando, al parecer indiferente a la
voz demasiado expresiva de su
winchester, un temor supersticioso
sacudió sus nervios y lo hizo saltar
también sobre su caballo y huir,
murmurando:
—Estos perros chupanes son
capaces de haberse concertado con el
diablo para no pagarnos la deuda. ¡Pero
ya volveré, ya volveré!
Una risotada respondió a la
amenazadora frase del Chuqui.
—¡Bájese, don Ramón, que ya no
puedo más! —gimió más que habló una
voz en el centro de la plaza—.
¡Caramba! Pesa usted más que un tercio
de coca, así, tan chupadito como es.
—¡Silencio, mujer!, que todavía me
parece que no se han largado esos
canallas. Cuspinique, ¿les ves todavía el
pelo a esos lobos?
Y Cuspinique, que no era otro el
fantasma de la campanilla, saliendo del
negro armazón en que estaba metido,
exclamó:
—¡Carache, taita! ¡Qué susto me dio
el maldito cuando disparó! Ha zumbado
la bala por encima de mi cabeza. Si en
vez de apuntar al ombligo apunta a las
rodillas ésta sería la hora en que estaría
yo con un hueco más en la cara.
—Déjate de lamentaciones,
Cuspinique. Te pregunto si se han
marchado ya todos esos marranos.
—No hay nadie, taita.
—Entonces me apeo.
Y el jinete rojo se desmontó. Tirole
el sable a Cuspinique y después, la
manta colorada en que había estado
envuelto, el sombrero alón de plumas
blancas, todo aquello que le había
servido para imitar, más grotescamente,
si cabe, al santo patrón de los chupanes.
El ama de llaves, libre ya de tan
estrafalaria carga, arrebatole la manta al
sacristán y empezó a cubrirse, lo mejor
posible, todo aquello que la ligereza de
una camisa dejara al descubierto y que
había estado provocando a aquél hacía
rato, al mismo tiempo que, tiritando,
murmuraba, con un dejo de enojo mal
fingido:
—¡Las cosas en que me mete usted,
don Ramón! ¡Yo, una mujer a quien no le
gusta enseñar ni la punta de los pies, en
camisa, a medianoche en una plaza, y
convertida en caballo! ¡Un pecado
mortal!
—En caballo no —contestó
chungueándose el taita cura—; en yegua
querrás decir, mujer, y de mucho pulso y
brío, ¡recontra! Como que a la
espoleadita que te di te paraste en dos
pies y casi echas por el suelo a San
Santiago. Lo que me habría
desacreditado ante esos diablos de
obasinos.
Cuspinique, que no había perdido
palabra del coloquio, por más musitado
que había sido, terció, hablando como
para sí y rebosando en socarronería:
—En yegua, tampoco; en mula.
—¡Cómo! ¿Qué estás tú ahí
diciendo? —gritó don Ramón, dándole
un soplamocos al taimado sacristán—.
¡Lárgate a tu perrera a dormir! ¡Y
cuidado con contar nunca lo que hemos
hecho! Si hablas te ahorco. Ya sabes tú
cómo las gasto con los habladores.
Cuspinique, que le conocía el genio
a don Ramón y sabía que no le gustaba
repetir sus órdenes, se esfumó en la
sombra. Y mientras doña Santosa y don
Ramón tornaban a la casa, aquélla, llena
de curiosidad, preguntole:
—¿Qué ha dicho ése?
—Una brutalidad, como todo lo que
dice.Y empujándola cariñosamente hacia
adentro, murmuró:
—No; la verdad es que ese bestia de
Cuspinique tiene razón. Eres una mulita
de la que no da ganas de apearse cuando
se está encima. Di, tú…
Doña Santosa se ruborizó por
primera vez esa noche y se limitó a
contestar con toda su malicia de zamba
costeña, no sin hacerle antes una
mamola al señor cura:
—¡Y qué jinetazo que había sido
usted, don Ramón!…